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SOL Y LLUVIA POR EL RÍO SEGURA1

Realicé este viaje a finales del verano de 2018, durante cuatro días, desde

Alcantarilla hasta Calasparra, siguiendo casi siempre el curso del río Segura. Salí

desde Alcantarilla el día 13 de septiembre, cuando, cumpliendo las condiciones

expuestas por Thoreau, I had paid my debts, and made my will, and settled my affairs,

and was a free man. Con todo hecho salí sobre las 7:30 de la mañana, poco antes del

amanecer, en dirección opuesta al curso del río. Creo que no vi el sol hasta las 9, ya

que pronto, caminando por la ribera que da al oeste, las cañas taparon toda mi

visión. Cuando pude atisbar la esfera dorada, tras haber pasado el Agua Salada, ya

se alzaba por tres o cuatro veces su tamaño sobre los picos del Carrascoy.

Mi viaje fue mayormente diurno. Lamentablemente, debido al cansancio por

las largas caminatas, no pude andar mucho por el clima nocturno. Solamente me

moví a través de la oscuridad al salir y también el último día, al regresar, pues

tomé un autobús que me dejó en Murcia ya entrada la noche y desde allí hice unos

cuantos kilómetros a pie por la orilla del río, de nuevo hasta Alcantarilla. En otra

ocasión salí a andar de noche, pero, con las calles iluminadas, ésta estaba ausente.

Pasear de noche por el río, y también antes del amanecer, produce una

sensación maravillosa e incomparable. A decir verdad, son dos sensaciones, y creo

que la segunda mucho mejor que la primera. Sí, la noche bien entrada confunde los

sentidos y la percepción cambia hasta tal punto que la vida, dejando de ser la guía

principal del cuerpo, se convierte en un complemento superficial y a veces como

mucho sólo estético. Pero la diferencia entre ambos climas reside en el sonido. Por

la noche todo está más en calma, casi no hay ruidos, y uno escucha el curso del río

completamente claro, e incluso le parece un estruendo sin igual. ¡Ay! Pero cuando

la luna ilumina su superficie, la de ese río atronador, el santerrante sólo ve agua en

calma, y el contraste lo deleita aún más.

1 Publicado el 6 de mayo de 2019 en: https://diegoclares.wordpress.com/portfolio/sol-y-


lluvia-por-el-rio-segura/

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Antes del amanecer, sin embargo, esta contraposición del oído y la visión no

se encuentra tan fácilmente. El motivo reside en que, en esta ocasión, el estruendo

proviene de las aves. En especial a lo largo del río cantan sin descanso, asomándose

desde sus nidos, acercándose a beber, picoteando entre los huertos cercanos —

continuamente veo a los mirlos haciendo esto, y una vez se me antojó que parecían

los dueños o encargados de supervisar la cosecha cada mañana.

El primer día, tan temprano como salí, pude percatarme mejor de los sonidos;

todavía cantaban algunos grillos, y entre ellos escuchaba algún ave diciendo ‘ki ki

ki’, y más adelante otras hacían un pitido —‘pi pi’— con variantes de tres, cuatro o

cinco pitidos seguidos y veloces.

Recuerdo que se dice que para hacer ejercicio antes hay que comer bien, llevar

un buen desayuno en el estómago, y alimentarse de pasta. Se ha escrito sobre ello,

aunque sólo para señalar que los alimentos de harina, entre otros, tardan más en

asimilarse, lo que ayuda a no tener que ingerir alimento con tanta frecuencia

haciendo algún ejercicio atlético. Por mi parte, me sienta mejor tomar poco o nada

justo al levantarme, y pasear un poco incluso antes de tomar algo más que agua.

Ese primer día salí sin desayunar, y sólo bebí agua y comí unas pocas frutas (pasas

e higos secos que llevaba, y otras que encontraba por el camino) junto con alguna

galleta de avena y trigo, hasta que llegué a mi destino, siete horas más tarde. No sé

cuántos kilómetros hice, ya que una ruta aproximada y bastante recta rondaría los

20 km, pero me empeñé en seguir tanto el río que en una ocasión acabé dentro de

un huerto del que no podía salir. —Seguía un camino que resultó no ser tal, puesto

que de un momento a otro me vi rodeado de árboles y arbustos espinosos que

primero estrechaban el paso y, más adelante, lo cerraban; pensando que si salía de

ahí encontraría de nuevo el camino, me arrastré por un agujero entre la vegetación,

subiendo un desnivel de más de medio metro de altura, y al llegar observé que se

trataba de un campo de perales, manzanos, limoneros, y otras frutas. De allí,

además, no podía salir con facilidad: estaba rodeado por varias casas, y muros una

de las cuales tenía una puerta para entrar al huerto, y hacia el otro lado, siguiendo

el río, el siguiente campo estaba más de un metro desnivelado hacia abajo, y no vi

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la manera de llegar sin arriesgarme a tener un desafortunado accidente. En esta

situación decidí volver, aunque tras dar varias vueltas por el lugar lo hice abriendo

un agujero diferente a aquél por el que había accedido en un primer momento.

Como decía, no sé cuántos kilómetros recorrí el primer día; el segundo rondó

los 30, y el tercero los 35. El cuarto, además del regreso nocturno por el río (cerca de

10 km), hice casi 15 km por la zona de Calasparra; fui allí al Santuario de la

Esperanza, y di vueltas por la zona toda la mañana y parte de la tarde, hasta que

los cánticos religiosos me animaron a marcharme. Por aquella zona, como paseaba

especialmente relajado y parándome a escribir, me sucedió más de una ocasión que

me subieron hormigas hasta las piernas e incluso hasta el torso las más

aventureras. Cuando uno anda por estos ambientes más silvestres, y cuando tiende

a detenerse mucho, fácilmente lo toman por un árbol. Sabiendo esto, al verme de

nuevo parado me decía a mí mismo: “¡Continúa, que te suben hormigas por las

piernas!”

La mejor sensación de todo el viaje la obtuve en mi trayecto desde Cieza a

Calasparra. Había dormido en un albergue, y al salir sobre las 8 el dueño me dijo

que quizás llovería. Vi que el cielo estaba nublado, pero aun así decidí ir a pie (pues

el autobús, que salía más tarde, llegaba a la misma hora en la que había calculado

estar allí a pie, y me pareció un desperdicio de tiempo para un paseante). Con esta

decisión salí paseando en dirección a Calasparra, convenciéndome de que la

llovizna sería leve, y antes de que pasaran dos horas ya estaba completamente

empapado. Pude descansar un par de veces bajo techado, y en una ocasión un

hombre que me vio en su jardín bajo una palmera me regaló un chubasquero; pero

estando tan mojado que mi ropa repelía las gotas de lluvia, de poco me servía más

que para evitar la humedad dentro de mi mochila —también me dijo, de forma un

poco críptica y misteriosa, que el mal tiempo se debía a la mala gente; creo que no

estaba desacertado.

En total creo que anduve unas 4 horas bajo la lluvia, quizás 5. Y, pese a lo

funesto y agotador que pueda parecer, en realidad gocé de ello mucho más que del

resto de paseos, y me resultó mucho más reconfortante también para los pies. Casi

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no necesité beber, durante 7 u 8 horas, más de medio litro de agua. Bajo la lluvia no

hay lugar para la deshidratación, y sólo tuve que paliar un poco de hambre, pero

menor que cualquier otro día.

Aunque ya había paseado bajo la lluvia, siempre había sido con lloviznas

menores, o explorando los restos de una pequeña tormenta ya en sus últimos

momentos, y en muy pocas ocasiones había llegado a estar más de 10 o 15 minutos

andando bajo una lluvia fuerte. En Librilla a veces salía justo al caer las primeras

gotas, pero poco llegaba a empaparme bajo el sombrero. Allí, camino a Calasparra,

la sensación fue completamente diferente, y espero tener la suerte de repetirla, o

incluso mejorarla.

Pero al margen de ésta, que fue la mejor experiencia del viaje, mi santerreo

preferido fue por el Valle de Ricote, el segundo día. Esta comarca incluye varios

pueblos, entre ellos el mismo Ricote (al que no fui), un poco más alejado del río. El

primero al que llegué fue Archena, donde por primera vez en todo el viaje

encontré, en esta zona tan seca de España, agua en las fuentes de las plazas. En

todo el clima se hacía notar el cambio, ya que en el entorno crecientemente

montañoso el viento traía consigo humedad y frescor. Allí me detuve en un

jardincito —un poco silvestre— para beber y tomar unos frutos secos. A un lado de

donde me senté había una pérgola, de cuyos laterales uno estaba cerrado por un

muro con ventanas; alrededor caían las ramas largas de jazminero.

Al salir de Archena, y tras recibir algunas indicaciones sobre la ruta hasta

Ojós, me perdí. En una ocasión encendí mi teléfono (que había estado apagado

todo el día) para comprobar mi ubicación, y tras ver que, efectivamente, me había

desviado bastante de la ruta, pero que aun así había tomado una dirección

acertada, me pareció una herramienta inútil. La ruta que había tomado era más

larga, pero intuitivamente había hallado la dirección correcta. Me había alejado del

río hacia el oeste, así que sólo tenía que tomar la ruta que iba en dirección al

noreste. En vez de cruzar por Villanueva y Ulea, como imaginé que haría, atravesé

la Rambla de Mayés, un lugar que difícilmente he podido encontrar después en un

mapa y cuyo nombre conozco por un viejo cartel cuarteado y muy desgastado por

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el sol. La zona estaba mayormente seca, aunque por los caminos algunas partes de

tierra húmeda hacían pensar en la presencia de un embalse o de una corriente de

agua ocasional, ya que no había visto llover. Llegué a pasar poco por Villanueva, y

tomé el camino hacia Ojós, localidad de hermoso aspecto, con calles empedradas y

pocas fachadas modernas; levantada junto al río, éste la baña continuamente y por

entero, y a sus afueras (que están junto a su centro) los campos son fructíferos, y te

recuerdan que Murcia se llama “la huerta de España” (aunque no creo que, en

general, merezca tal nombre). En Ojós comí uva, que crecía en los huertos, también

en las entradas de algunas casas de campo, saliendo los racimos por los muros; y,

como una grata sorpresa, encontré una parra que, aferrada a un pino, dejaba caer

su fruto entre sus ramas. Por esta zona también comí granadas, jínjoles, higos

chumbos y limones. Todo lo que pude encontrar a mano cuando notaba llegar el

hambre. Por otro lado, encontré higos siempre. Uno no imagina la cantidad de

higueras que crecen en esta región, a menos que tenga el placer de verlas. También

me sorprendió encontrar, en una zona casi desértica, melocotones; pero no tenían

buen aspecto y los habían invadido los insectos o alguna plaga.

Al final de mi paso por Ojós, llegué al Azud. Allí, en el ancho embalse, surgen

isletas de cañas y restos vegetales que se amontonan entre ellas. En comparación, el

río es un hilo de agua, triste y enjuto. El Segura no es un río especialmente

memorable, aunque sea el más grande de la región. El río Mundo, que es su

afluente, tiene mayor belleza —como bien indica su nombre— y sus aguas son más

cristalinas. El Segura sólo tiene utilidad para regadío, e incluso para ello necesita

un trasvase. No puedo evitar pensar que se está sobre-explotando indebidamente

esta zona, que de forma natural no puede producir tanto como se pretende, que

carece de los recursos para ser la huerta que el ego murciano se ha empeñado en

inventar; pero todo sea por mantener el ideal auto-impuesto del huertano —al que

hacen una fiesta anual, que ya poco tiene en común con el cultivo, y sólo se da a

conocer por las borracheras.

Por Blanca, el siguiente pueblo de este valle, casi no estuve. Pasé por allí,

comí sobre las 2 o las 3, eché una siesta, y continué mi camino hasta Abarán,

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también con gran vegetación junto al río, más de lo que se puede encontrar por

Alcantarilla y la capital. Algunas zonas por las que pasé en adelante compiten con

el Valle de Ricote y lo superan por su hermosura silvestre, en especial el paseo por

la ribera que une esta localidad con Cieza: la zona más entusiasmada que encontré

—una verdadera perintusia en esta parte del mundo.

Diego Clares

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