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ECHEVERRÍA
POR JORGE M. F U R T
¿^3^
Quien tiene lo que rcumplef con ello sea pagado^
quien puede seer suyo non sea enajenado,
el que no tovtere premia non quiera ser apremiado:
lybertat e soltura non es por oro conplado,
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'O escribí esta vida de Esteban Echeverría con la ayuda, más que nada,
de la memoria, fidelísima como nuestro corazón, de Juan María Gu-
Obras, V, LXIV.
tiérrez. Fuera de esas páginas, pocas ajenas lo ilustran tanto. Sereno,
afectuoso, con ilusiones de niño, con emociones <Ie hombre, según lo Obras, V, LXXII.
vio Mitre, asi lo encontré en alguno de esos garabateados papeles donde apun-
taba unas palabras. Y de una sola pieza. Todo entero en lealtad.
Sin recurrir a estudios, la mejor obra de Echeverría es su vida misma. El Para conocimiento,
desde distintos puntos,
la desvio de su inclinación adolescente, la modeló a instrumento de utilidad de la obra de Echeve-
social, no la ablandó nunca para alguna molicie. Cuando, pobre cuerpo enfer- rría: José Manuel Es-
trada, La política libe-
mo, se le torcía en las manos, su cerebro siempre lúcido a puño de sueños lo en- ral bajo la tiranía de
Rosas, Buenos Aires,
derezaba. 1875. Martín Garda Mé-
Porque sufrió como ningún argentino yo le prometí escribir desde mu- rou. Ensayo sobre
Echeverría, Bnenoa Ai-
chacho esta prosa de su vida grande. Siempre con temor de que no saliera cosa ree, 1894, Hitarán Ho-
digna de ella. Ahora, sin más, se imprime porque su memoria ejemplar puede jas, La Literatura Ar-
gentina, III, cap- I a III
ser útil para mantener en devoción de libertad a más de un argentino. y V, Buenos Aires,
1920. Esto además de
A modo de estudio de su espíritu y, para la parte mía, a modo de estudio otros libros que se ci-
de palabras compuse este libro. No tuvo por ello documentación y ella fué tarán a lo largo del
texto.
señalada posteriormente. Más de arte puro que de historia científica lo quise.
En dos meses de perfecto silencio terminé su vida. Invierno, templado in-
vierno de las sierras cordobesas, todas ¡aoves a las tardes como una melodía
menor, pero armonizada bien. Sujetas horas sin halago de plantas con flor o de
siestas que esperan sedientas de tardes, sin noches para bordar y desbordar ca-
minos. Ceñidas de frío tan tenso: disciplinadas para crear severamente. Breves
horas de montaña serena.
Prodigio escribir para no traicionarme el espíritu, con tanta impaciencia
de acción que apura hoy la mano. ¿Será que llega aquel tiempo de odio que
Joaquín González presentía? No sé. Pero siento que nos enfrentamos a graves
dios. De otro modo este aviso inquieto no hubiera podido ser escrito después
de una vida de soñador y cara a cara a tanta paz.
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I
EL N A C I M I E N T O
E N el n o m b r e del P a d r e , del Hijo y del Espirita Santo, se bautizaba a
Esteban Echeverría, nacida unos días antes; el 2 de septiembre de 1805.
E l bautisterio de la Concepción, en la siesta primaveral, sola y ce-
r r a d a la iglesia, expresaba ceremonia toda íntima y de espíritu, Don
José Domingo Echeverría, doña Martina Espinosa, el p a d r e y la m a d r e , y los NYDIA LAMARQUE,
La niñez de Echeverría
padrinos, frente a Fonaeca que, de acuerdo al oficio, crucificaba con óleo en Yerbum, Bs. As.
1937. W 86.
santo la frente de la criatura, ponía u n grano de sal en su lengua, despertando
tempestad de berridos ampliados en el templo —bóvedas todas en escucha de
la menor voz— y derramaba sobre la cabeza las gotas de agua redentoras.
Latineando cumplía el rito habitual.
Frágil carne arropada diminuta era lo que treinta años más tarde sería en
América la más inspirada y alta pasión de libertad.
Más que ese día nació otro a su verdadera vida. P u d o ser buen estudiante
hasta el 23 en el Colegio de Ciencias Morales y buen dependiente en el negocio
de los Lezica hasta el 25, y, entre los dos menesteres, estudiar francés o historia,
pero lo que últimamente le llevó esos años escríbelo él mismo en unos a p a n t e s :
Hasta la edad de diez y ocho anos (pongámosle veinte) faé mi vida casi toda Obras, V, 441.
externa: absorbiéronla sensaciones, amoríos, devaneos, pasiones de la sangre y
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alguna vez la reflexión... E r a en señorío del muchacho ese dios voluntarioso
que todos llevamos dentro. Con su verso francés qne gnstaba repetir.
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vida oscura quien M sentía «acido para grande* cosa*? Este control aobre su
tormenta no dorarú macho. Pena al aeatirae y» canudo de sufrir abandona an
tierra.
En un bergantín francés rumbo a Burdeos, un día de la primavera del 25 Ob, V. XX. El 17 de
Octubre en el bergan-
ee embarcó. En la oración, frescor por el aire del río, se sentó a popa envuelto tín La jeune Mathilde
en la capa, solo y silencioso, para mirar su última patria. Contento d e su espe-
ranza. Y tan serena la tarde del rio y de la* costas en bruma. Y el grito nuevo
de los marineros maniobrando Y toda su vida por delante. Feliz y libre.
A loe días el mar. Ése hervor constante de tu seno, supo decirle, es la ima- Peregrinaje de Gualpo
Obran, V. 9.
gen viva de mi pensamiento. Su primer deseo de crear lo confesó al m a r in-
menso. El mar le devolvió su confianza en paz. Como u n sueño se l e recordaban
tristezas de antes. Se sentía sano y tranquilo. Ya no estaba tan pálido. Su en-
cierro indiferente era abierto corazón ahora. Todo por el mar. Si a veces toda-
vía se le saltaban las lágrimas en u n breve recuerdo m u y encariñado, la mano
que laa enjugaba secaba también esa memoria. Y volvía al sedante del mar
claro: llano de cristal
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gran cariño: el estadio de escribir. E l romanticismo alrededor suyo era cosa
descabellada d e polémica y d e creación: a él l e consagró cnanto pndo. Llegó a
ser absolutamente francés en idioma y pensamiento p a r a terciar en ese gran
sueño de arte.
Obras, V, 119. Pero por allí su lejana patria naciente lo llamó u n a buena hora a su verdad
de cantar y se puso entonces en el aprendizaje del español que no sabía. Leyó
desconocidos clásicos castellanos, trabajó en vocabulario y métrica de su idio-
ma. Venció al sueño en tantas páginas pringosas de antiguos, se sobrepuso al
palabrerío vano de lautos españoles y, al fin, p u d o sentir el gusto de u n a pá-
gina entre mucbísimas sobria, d e u n canto entonado con b i e n t e m p l a d a voz.
Entonces se dedicó a escribir él mismo. De rato en rato le m a n d a b a a Pórtela
o a Fonseca, a éste sobre todo, que andaban completando estadios en París,
sus primeros versos. Inquietado p o r el destino de sn patria, empeñado en can-
tar y en hacer, así nació entonces Echeverría.
Sus cuatro años de Francia fueron esto: empeñarse en entender p a r a su
tierra dogmas europeos de libertad y empeñarse en hallar dentro suyo voz
armoniosa.
Obras, V, XXX. Con poesía estudió música. L a guitarra porteña d e sus cielitos se hizo gui-
t a r r a de vihnelistas viejos y de Sor; llegó a preciarse como gran intérprete de
Aguado. Qué de días largos, de esos que en París la nieve encierra junto al
fuego, tuvo con nostalgias de la lejanísima patria, de la m a d r e pobre, sobre-
llevados por la escritura de u n verso o el sonido de sus manos. U n a misma sola
cosa p a r a él las dos: música y palabra.
Sin concederse ninguna licencia, sin tolerarse ningún descanso, se fué
creando su cultura y su expresión. E n precoz afirmación de h o m b r e —todo fué
precoz e n Echeverría: amor, dolor, acción— obtuvo a sus veinte años u n a vida
Obras, V, 152. nueva. Enorme esfuerzo p a r a quien ya había afrontado en Buenos Aires u n
lío de polleras con puñaladas y ruido y era filiado como carpetero, jugador de
billar y libertino. E n aquel entonces sólo de tanto en tanto la reflexión, triste
Obcaa, V, 442. como lámpara entre sepulcros, decía él. Ahora todo percepción y meditación
de cosas. Oir, leer, apuntar, escribir, discutir. Aprender de todas maneras. Den-
tro de su agitación y su inquietud constantes, esos años franceses fueron los de
más feliz continuidad que tuvo. Estudiaba, escribía versos, tocaba guitarra. Y
ese carino de alguien q u e él siempre q u e r í a a su lado lo tuvo e n el afecto d e
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Pórtela, de Fonseea, de Stapher. P o r éste, en largos paseos y charlas, conoeió, Obras, V, XXVI.
gran entusiasmo suyo, los poetas alemanes. Goethe, S c h i l l e r . . .
P e r o a mediados del año treinta, p o r falta de dinero, sin completar sns
corsos de economía política y 3e legislación, ae embarcó para Bnenos Aires.
Antes h a b í a hecho mes y medio de vacaciones en Londres. Llegó a su tierra ob„ V, XXXII. En el
, . ,. , . ,. aSo 1330.
en los primeros días <te julio.
Despacio, despacio, Buenos Aires se dejaba atar las manos p o r Rosas. Dis-
tintos gobiernos m a n d a b a n y caían, trastabillando: u n solo poder seguro, el de
don J n a n Manuel, se afirmaba con su arraigo eu la campaña y su reiterado mez-
quinarle al poder. F i r m e cabeza serena que sabía ella sola dónde quería llegar
y cómo h a b r í a de llegar.
Cien pequeños detalles anunciaron más tarde qué implacable ley de sumi-
sión exigiría cumplir Rosas a todos los argentinos para él poder ordenar el
país en unida fuerza.
Echeverría, que venía de ser asiduo contertulio de los salones de Lafitte
donde trató a Benjamín Constan!, a Teatut de Traey, entusiasmado por Ler-
minier, lleno de pasión liberal y de ilusiones de acción, sintió como nadie el
rechazo brutalmente injusto de ese ambiente.
Desprevenido, publicó sus primeros versos, unas poesías de Los Consuelos, Regreso y En la ce-
en La Gaceta. Pero su encierro en sí mismo fué inmediato: su familia, unos {?i"'*da? ^l,Fayo' Iu
'
lio 9 de 1830.
pocos amigos. E l no podía colaborar con ese gobierno. ¿Qué representación
electiva del pueblo? ¿Qué posibilidad de dirigir lo que debía ser dirigido por
u n hombre de imperiosa voluntad? Ninguna. N a d a había p a r a él en su tierra.
A h í nació ese disconformismo entre su espíritu y la situación argentina que,
durante veinte años, lo obligaría a empeñar todas sus fuerzas por no caer ven-
cido.
P a r a peor, su corazón. Al p a r de meses de estar en Buenos Aires le revino
su antiguo mal. Dolores, palpitaciones, con más intensidad, con más frecuen-
cia que antes. Su'sensibilidad afinada hasta el exceso, sus nervios excitables p o r
l a menor impresión, la amargura d e ver caérsele al suelo toda su esperanza ci-
vil —años perdidos, pena de haber sacrificado p a r a nada— se atormentaron
sobre £L Se redujo a la inacción, el menor esfuerzo lo ahogaba, y al silencio, Obras, V, 446.
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el menor ruido hacía u n a tempestad en sa sangre, a la inacción y al s i l e n c i o . . .
Miren q u é destino.
24 de Mayo de 1831. Al año exceptúa sn desaliento la aparición de la Profecía del Plata, un
veinticinco de Mayo en el Diario de la tarde. ¡Nada hasta fines del treinta y
Escribe: El conflicto dos, en que aparece Elvira p o r la imprenta Argentina, L a aanería de unos crí-
de unos gaceteros...
0b., V, XLIII. ticos lo saca de BUS casillas en u n a de sus frecuentes rabietas.
Todo inquietad su cuerpo débil, se encamina a pasar medio año en Merce-
Obras, V, XLV. des, j a u t o al río Negro. Remontó el Uruguay y allí, u n poco contento, escribió
lindas cosas. Pero no se sanó n i se mejoró: hermanado con su desánimo, volvió
Obras, V, 43. a au pieza de Buenos Aires sobre la Alameda, desde la cual veía siempre dife-
rente al río de l a P l a t a tendido y tranquilo.
J u a n María Gutiérrez, que tuvo sus manos entre las suyas, escribió del
Obras, V, XLVI. maestro: valióle a Eclieverría para no caer de veras en la tumba abierta a sus
pies el temple de su alma que entonces nadie conocía, como pocos la conocen,
hoy mismo. Valióle la actividad de una inteligencia que aliviaba sus horas do-
lorosos . . . Valióle, sobre todo, el desprendimiento de si mismo, de que era ca-
paz cuando su profundo amor a la patria le inspiraba los planes de reforma so-
cial que concebía su cabeza. Eso era su gran equilibrio. Ese espíritu que con-
trapesaba la flaqueza de su cuerno malo.
Después reimpresos Viviendo j viendo i b a n sus horas. E n e l año treinta y cuatro u n gran ale-
en Buenos Aires, 1842. grón: publica sus Consuelos. Por fin dice la palabra de todos, la palabra apa-
sionada y ardiente, la penúltima p a l a b r a de libertad •—sus Rimas a los tres años
Por la imprenta Ar-
gentina, Buenos Aires, sería la última— civil y literaria que se oiría en Buenos Aires basta más des-
1837, y después en Cá-
diz, 1839. pués de Caseros. Todo el Buenos Aires que aún sentía solo apretó contra su
Pocas poesías sueltas pecho el libro nuevo. ¡Cuántos muchachos y chicas en amorío se dieron al
publicó además: Al
bien que idolatro en cielito abierto con sus canciones dulces!
El Recopilador de Bue-
nos Aires, Núm. 1, Y él se retiró al campo, a escribir.
1836. De esa época ha
de ser su boceto de
costumbres: El Mata-
dero.
Luces y salones —luces no muy profusas, salones sin mucho lujo—- reúnen
Obras, V, tlX. en la casona de Marcos Sastre, calle Victoria, a toda la muchachada enemiga de
la Restauración. E n aquel Buenos Aires el rosismo ya ostentaba sin atenuantes
su rojo y y a exigían cautela estas tenidas sobre libertad.
Uno a u n o , en la noche aparente p a r a cosas menos graves —luna estival
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de amoríos— iba llegando a la librería; pocos <le dos en dos. Adentro el fresco
patio abierto donde el Salón Literario se inauguró u n domingo, año 35, con
música y discursos.
A l entrar Echeverría, alta frente de pensar, sufridos ojos, atildamiento de Don Carlos Pelíegri-
ni par esos días lo di-
Francia en su traje oscuro, se ocuparon las salas. Viéndolo, Alberdi le remolca bujaba en un pequeño
entre los agrupados en torno suyo, a u n muchachito tueumano, Marco Avella- retrato. Chartoo tomó
de él sn cnadro. Sobre
neda —Marco Tulio l e dirían en la hermandad p o r su ciceroniana afición a los sn iconografía: El Dia-
rio, Buenos Aires, Ma-
discursos—. Hondos ojos negros desembarazadamente sensuales. Vuelto Eche- yo 16 y 17, Setiembre
2, 6 y l i de 1905.
verría a él, puesta la mano sobre su hombro. ¿Sintió que hasta su m u e r t e le
duraría el espaldarazo J e quien era ya iniciado en la vida y en la gloria?
E n el suspendido silencio todo oídos Gutiérrez, J u a n María, comenzó a
leer con elegancia enfática tres cantos de La Cautiva. E n las piezas blancas mi
poco achatadas por la viguería de los techos, machos de p i e por no h a b e r sitio
escuchaban. Caras en sombras en luces, fijas las miradas en cualquier punto
p o r q u e seguían sólo u n a visión interior, fijas en el recitante o en el poeta, per-
siguiendo las imágenes de las palabras. Argentina emoción de campo entre tanto
joven deseo de crear y de soñar.
Era la tarde... La tarde del desierto a trazos grandes sin medías tintas, Obras, I, 35.
tendida de Los Andes al mar, de u n vistazo. Después la tarde del desierto achi-
cada al campo con su cercana intimidad de los pastos ondulados por el viento,
del relincho o del maullido entre los pajonales, de la estrella amiga en su cielo
de siempre, del silencio aparcero con la noche.
E n esa oración que se oscurece, el clamor de la indiada atravesando pam-
p a : potros, lanzas, alaridos, tierral. Y entre las sombras, el h o r r o r de los salva-
jes hediendo a muerte.
Silencio después de ese primer canto. Y a hechas las tinieblas nocturnas el
Obras, I, 45.
segundo. Los indios en u n alto —rodeada su caballada y sus cautivos cristia-
nos— chamuscan entre cuatro hogueras la carne de su comida: yeguas recién
degolladas después de haberles sorbido su viva sangre tibia. Al viento del campo
vuelan el h u m o con las brasas mientras los hombres comen y beben, bestial-
mente.
Mediando la orgía Brian acomete a u n indio. Su puñal le graba su fin y
después a otro y a otro más hasta que, dominado, le dejan al m a ñ a n a la muerte.
Llama a la sangre la sangre y entre ellos mismos, borrachos, se carnean con fe-
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rocidad d e fieras, sin motivo. E n l a noche ya q u e b r a d a e n ra silencio, llantos y
quejarse y gritar. Pero los tragos reducen a todos al sueño y las hogueras, apa-
gándose y avivándose, alumbran el tendal de tirados por el suelo. Y gemidos
de ñacurutú.-!, gemidos de chico, enternecen de Infancia los campos.
¿ E r e s alguno alma
Obres, I, 64.
que pueda y deba querer?
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hasta poner al h o m b r e y a la mujer entre pared de fuego y hondura de agua.
La mujer, ante la nueva muerte, arrastra al h o m b r e a la corriente y nada, cuar-
teándolo. E n la otra costa la vida. E l viento se calma y la quemazón se deslinda
en el arroyo. Pero la tarde, dulcemente suave, encierra la penúltima angustia.
Brian, herido, vencido, muere. Sus palabras, trasunto de gloria, se apagan ante
la última resignación de sus labios: joven yo debo morir... E n la tarde donde Obras, I, 113.
la mujer se ahoga de lágrimas —tarde de cielo sereno, de paz— tirabuzón de
cuervos baja graznando a querer hincarse en sus carnes. Gira durante toda la
noche hasta que al alba la mujer se aleja de los pajonales llorando, desangrán-
dose, olvidada de rumbo, despreocupada de su vida o de su muerte. A l fin, de
golpe, la aparición de los soldados. Despierta. Pregunta de su hijo. ¡Degollado
por los indios! Alejada sobre ella misma, se acaba con su último dolor.
La palabra de Echeverría, prestigiosa, abstraía al acompañante en esa ca-
minata nocturna, sola y pausada. E l tucumano se siente tocado p o r la angustia
del poema. Llegados al atrio de Santo Domingo repetía no sé cómo una octava
de la muerte de B r i a n :
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do derecho hasta hacía apenas tres años; sn iniciación casi inmediata en Tu-
cumán a la vida política. Y con los recuerdos del muchacho, episodios grabados
con intensidad, otros desvaídos como a n a placa no bien impresa, h o r a s aisladas
unas de otras, amistades que la suerte eligió para estrecharlas a él. ¿Cómo ol-
vidar, p o r ejemplo, a Alherdi? ¡Qué días aquéllos con él en Córdoba! Asistió
a la colación de su grado, donde juró en t a n m a l latín, y él se lo dijo, que
podía seguir creyendo a sn conciencia t a n libre como si n o hubiese j u r a d o .
A h í organizaron juntos, p o r encargo de Beinafé, u n baile, que le parecía de
ayer, p a r a ese 25 de Mayo. ¡Qué reir cuando llegaron temprano a hacer abrir
¡os salonea y se encontraron con el Gobernador sentado bajo dosel, solo y me-
dio a oscuras! ¡El Don Magnífico en Generen t o l a ! . . . Después sus ministros y
ellos tres bailaron la p r i m e r a pieza: n n minué en c u a r t o . . .
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Enlonees amaba leer a Cicerón y a Livio. E l latín medular y pomposo le
vistió a sus reflexiones de libertad y tuvo de esos romanos la forma heroica
para acometer empresas. Ese Norte suyo, puesto ya en manos de Rosas, se le
apareció repentinamente tierra digna y vecina de liberarse. Y en su existencia
sensual semejante a la de esos romanos de su Ovidio —-amores en aquella tierra
de muchachas lascivas como u n verso del Ars Amandi—• toda su cabeza librada
a crear la independencia de sus pagos. Día por día escribe, piensa, sueña, fijo
recuerdo en la acción dé Buenos Aires. Al fin u n viaje breve a la ciudad del
Plata. Y esta noche de ánimo con su maestro.
Desde esa hora, acodado a su mesa de escribir, sordos los oídos con las dos
manos en la cabeza, cada vez que una ilusión o u n a desilusión lo pusieron solo
consigo mismo, oyó la palabra de quien bautizó su frente como la del primo-
génito de la gloria.
Despacio, atardándose, pensando, Echeverría desando sus pasos hacia
la recoba. Tarde era ya, por media noche. E n la ciudad dormida u n distante
modular de serenata. Todo solo. De improviso dos sombras p o r los arcos os-
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cnros. A g i n ó su mirada que n i de día r e í a bien sin lentes. J u n t o 3 él se detu-
vieron: dos muchachos d e l a Asociación q u e é l estaba formando. Hablaron,
conforme se saludaron, de cosas triviales.
Anjel Jnstiniano Ca. ¿Cómo va lo del Sur? Bajando l a voz, a l a p r e g u n t a d e Echeverría, con-
irania: La revolución
del 39 en el sud de versaron. E l plan amplio, ya estaba resuelto. Masa, el hijo de don Vicente, en-
Buenos Aires, Buenos cabezaría el levantamiento en l a ciudad, Lavalle en la c a m p a ñ a ; aquél tenía el
Aires, 1919' La consulta
de este libro es necesa- eí de machos jefes, seria el vínculo de la Asociación y el ejército con algunos
ria para toda la insu-
rrección. oficiales desconformes con Rosas. E n e l campo cada estanciero unitario con
gente apalabrada en espera de la señal; allí se contaba también con los coro-
neles d e algunos destacamentos rosistas. Castellí, Rico, algunos muchachos
adictos trabajaban todos los días. U n texto del Acta ya escrito por Echeverría
p a r a constituirla h a b í a sido copiado y u n o y otro y juntas muchas cabezas jó-
venes ya lo leían con siempre mejor ánimo y más nuevo.
L a señal d e iniciarse sería en el Sur y entonces, distraído Rosas en atender
ese lugar, se Uevarfa a cabo en la ciudad, con gente de l a Banda Oriental des-
embarcada p o r Olivos, el rodeo d e su casa. E l gobernador nunca tenía tropas
en Buenos Aires, sólo las de su escolta reducida. Apoderados de él y, como es
natural, muerto inmediatamente, Maza, e l viejo, como presidente de la Legis-
latura, se h a r í a cargo del gobierno.
P e r o por ahora todo estaba en socavar, en mover, en descimentar con cau-
tela dónde iba la vida —Don J u a n Manuel n o era h o m b r e de andarse con paños
tihios— p a r a e l gran derrumbe. Y su éxito se descontaba; ¿Cómo no habría de
descontarse si hasta don Manuel Vicente Maza y su hijo Ramón eran de la par-
tida? Este, que se había criado con Manuelita, entraba todos los días sin anun-
cio al estrado de su casa, t a n era de confianza. Y no digamos nada del padre,
que tenía con Rosas vieja entrañable amistad, de muchachos.
Llenos de fe los hombres en esta acción q u e volvería a la patria a su li-
bertad. ¿ Y Echeverría? Toda su ambición de años era ese triunfo. Conseguido
esto en Buenos Aires, junto con la acción en Tucumán, q u e avanzaría hacia el
sur, era e l fin de la tiranía. L a noche se pasaba y ellos conversando. Lástima
que AveUaneda se h a b í a despedido a n t e s . . . L a ciudad ya sin faroles por lo
tardé, se salvaba con la luna de la noche. T u c u m á n y el norte, LavaRe y el sur.
Y después a estructurar el nnevo estado.
26
La Asociación de Mayo, derivada de aquel Salón de Marcos Sastre y fon- Agnstin Bivero As-
dada p o r Echeverría objetivaba, en palabra breve, la defensa de cada h o m b r e teugo. El salón literario
de Marcos Sastre en La
en su libertad. Los muchachos, jóvenes eran todos loa que acompañaron al Nación, Mayo 30 de
1937. Además, sobre Ja
poeta reconociendo en él su hermano mayor en inteligencia, que lo oyeron en el Asociación y el Salón,
véase ese mismo diario:
Salón eran apasionados por la belleza y por la independencia. No eran, como Jimio 26 y Julio 3 de
era natural, federales, n i eran unitarios en principio. Los federales miraban a 1937.
esa juventud con no disimulada enemistad, los unitarios desde el destierro con
desconfianza que llegaba al menosprecio. Echeverría sólo supo su lealtad y con-
fió en ella.
Entre los oyentes del Salón, eligió a treintitantos muchachos y con la Aso- Obras, V, LXL
ciación ya construida, más t a r d e : Junio del 37, se reunieron por primera vez.
El 23 de Jimio. Ob,
Echeverría habló. Y leyó Palabras Simbólicas, el credo de la generación nueva. IV, 8.
Lo qrte fcsas palabras fueron, en proyección futura, p a r a las ideas argentinas lo
dice, más todavía que el fervor contemporáneo a ellas y la acción inmediata
qne provocaron, la continuidad de su interpretación durante la tiranía y des-
pués de Caseros por hombree, dispares si los hubo, como Alberdi, Sarmiento y
Mitre.
E n otra sesión, víspera a la noche del 9 de Jnlio, juraron no desligarse de Obras, IV, 9.
su promesa de acción. E n la siguiente, al otro día, en banquete patrio el maes-
tro brindó p a r a que llegasen a realizarse las esperanzas de Julio y el gran pen-
samiento de Mayo, P e r o Rosas rodeó de espías a la Asociación y cada uno Obras, v, t x n .
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Dogma Socialista de pados únicamente de los sublimes pensamientos que les inspira tan alta mi'
la Asociación Mayo. En
El Iniciador, t. II, Mon- sión. Que el abrasa sincero fraternal que nos unió en el día, 9 de Julio vuelva
tevideo, 1838 y Ei JVn- a enlazar nuestros corazones en el día de la despedida, y que cuando aparez-
cioaal del mismo año.
0b„ IV, 109 Y IV, 44. ca el nuevo sol de Mayo, nos vea a todos reunidos entre tas filas de ¡os liber-
tadores y regeneradores de la Patria.
Todos Iog corazones se hicieron mío. Todos apretaron uno por uno la
abierta mano tendida. Todos fueron fijando al despedirse esos ojos que mi-
raban el alma. H a y que saber qué es, en edad de querer y de soñar, encontrar-
se con unos ojos que alientan nuestros ojos de muchachos, con u n a p a l a b r a
que estremece, con una mano q u e cuando nos agarra u n brazo e m p u ñ a todo
nuestro espíritu. Eso hay que saberlo p a r a imaginar el fervor de quienes se
sentían derivar del pensamiento de este hombre y consagraban toda su fe pa-
r a levantarlo. Las manos en las manos, los ojos ett los ojos. Algunos no poder
decir la palabra de adiós por la angustia de separarse.
Obras, V, LXVII. Echeverría se iría a Los Talas, en el campo de Lujan. Y cada u n o de los
muchachos llevaba de esa hora la promesa j u r a d a consigo mismo de trabajar
de todas maneras en la gran empresa.
28
II
LAS DOS I N S U R R E C C I O N E S
C ONTRA Rosas, p a r a una quemazón a verse desde Buenos Aires, se
aviva el fuego en todas las estancias unitarias de norte a sur de
naciente a poniente. Las Cinco Lomas, Miraflores, L a Blanqueada,
ChapadmalaL L a Postrera, ViteL La Espuela V e r d e . . . Desde Chas-
comús hasta las puntas de Kakel el paisanaje en cerco sobre el braserío —lla-
m a con apenas soplarlo— comenta en las viejas cocinas a las noches la guerra
por principiarse.
Dos hogueras en el cerrito de la Tapera serán la señal p a r a el desembar-
co de Lavalle en la costa del mar- Lavalle: el destinado p a r a el pial seguro a
don J u a n Manuel.
31
las mentas como gaucho de gauchos. ¿No iban a saber que una tarde en Bue-
nos* Aires, cuando una fiesta, pidió el barato de subir a u n potro al que no se
le podían tener y lo jineteó hasta tenderlo coando qniso de u n talerazo? ¿Y
no tenían cerca a sos paisanos de Los Cerrillos, de Los Remedios, de Santa
Catalina, del Rincón, q u e querían como hijos a D o n J u a n Manuel?
Tanto que más de u n muchacho en h o r a de sentirse con si mismo, a ca-
ballo, en el campo sin una casa, sin u n árbol, todo tierTa y cielo, se pregun-
taba el por qué de ese odio de los patrones unitarios. Riendas sueltas, aga-
chado el caballo a beber en una cañada, numerándole los tragos pausados el
leve movimiento de las dos orejas, levantada la cabeza cada tanto por algún
graznar de garzas con ruidos de coseoja y de gotear agua verde. Instante de
detenido resuello donde el hombre, sólo, centra en él todo su inundo. ¿Para
qué esa lucha enorme de los patrones contra Don J u a n Manuel? Recobrado
el tranco tranquilo del chuzo, nada en esos campos sino el desgranarse lejos
de u n a aveslruzada; puntos de las cabezas huyendo sobre los pastizales sin
fin. Y el mismo pensamiento de pelea resignada, firme como su pareja vo-
l u n t a d de callar. Así en la charla d e fogones, ante el entusiasmo hablador d e
otros, algunos guardaban aquél pensamiento en su criolla taimada reserva.
Pero desde Chaecomús hasta la frontera, desde la m a r hasta los indios, la in-
surrección del sur Ii ero izaba la agreste vida en estancias y estancias-
Apariencias de arreos para reunir fíor de caballada y apalabrar paisa-
naje abundante eran de todos los días. Cuidado de mantener con pretexto de
yerra junio al cerrito de La Tapera el m o n t ó n de leñas de eurnmamuel que
sen-iría, al saberse el ya demoroso desembarco d e Lavaile en l a costa, para en-
cendida señal del alzamiento.
32
o animales en carrera o vuelos de pájaros. Era la pampa, desesperación de la
espera, todas las voces en falso que el deseo escucha cuando, al aguardar en
la noche de silencio, el cielo y la tierra se le hacen al h o m b r e u n oído solo.
Oído para otros mundos.
A veces la sorpresa de u n lejano h a m o —fijado al rato en n u b e de hor-
miguero o polvareda de remolino— azoraba esa inquietud del gaucho, pasado
BU brazo sobre el tuso del parejero y atendiendo a su mirada que ve más allá
de sus ojos de cristiano, a sus orejas que oyen cuanto su oído de h o m b r e no
puede oír. Suspenso en que n i el leve ruido del roce del fiador con las ropas
distraiga al animal alerta.
Desperezarse de albas, plegarse de oraciones y nada. Sobre las chuzas de
los pajonales en las aguas —Chascoinús, Vitel, la Chis Chis, las Encadena-
das. . . — el desbande de ariscos pájaros gritones revoleaba en el cielo, ondu-
lante armada, la única vida de esas tierras. Oleado moverse de cortaderas y
juncos sacudiendo sus luciérnagas en la noche lagunar: su sola vida era la sor-
presa de sabandijas a cada tranco del pingo sorteando los hondos, espanta-
dizo del oscuro lleno de acechos como una trampa. ¿ Y el cielo? Todas pren-
didas de estrellas las leguas y leguas del cielo grande. E l cielo de siempre, la
tierra de siempre.
Asombrosa la p a z del viejo campo vacío q u e h o y sólo se sabe a veces y de
noche. Y a casi nadie puede, pasando u n brazo sobre el cojinillo, de p i e junto
al caballo, exceptuar en los dos resuellos parejos lo calladamente desierto de
la p a m p a . Asombrosa paz donde, enardecida como el deseo que más urge,
la espera llega a ponerse desesperanza.
Esto fué u n verano: vigilar las mañanas y las oraciones, por los solazos
de siestas, y las noches. Esto fué u n otoño d e neblinas y lluvias y cerrazones
del campo siempre escondido. Esto fué n n invierno: heladas duras, galopar
quebrando la esearcha temprano hasta volver en la tarde apurada cortando
los fríos. Y los fogones d e todas las noches n o recibían nunca el chasque d e
la insurrección. E n la m e d a de paisanos que cerca el asador clavado o la pava
de yerbear, en el descanso de los recados tendidos por los payos o por el sue-
l o , sólo se anoticiaban d e trabajos o fiestas. Si algún forastero diablo y leído,
de esos que cruzaban las pampas curioseando a los criollos y apuntando p a r a
negocios o libros, hubiera caído entonces por esos pagos, hubiera presentido
u n desastre en l a revuelta.
33
U n a de tantos tardes llegó a L a Vitel, de Gándara, una tropilla, marca de
Rosas, entablada con bayos cabos negros, m a d r i n a azuleja. Sin recelo fie acor-
daron los federales en la h o r a hermana de churrasquear y matear, que eran
flor de pingos aleccionados a correr con bolas, bocas como seda, cría de in-
dios. Y que los llevaban al Rincón donde Rosas, medio cansado del gobier-
no, iba a retirarse entre su fiel paisanaje del Sur para defenderlo de los malo-
nes y trabajar sus campos.
E n la estancia enemiga esa noche Don J u a n Manuel fué miedo y respeto
y en algún muchacho cariño, mientras las llamas de bisnagas ardían, chiripas
y calamacos, e l rojo d e los forasteros.
Primavera del 39. Lavalle no vendrá: p o r el E n t r e Ríos persigue su qui-
mera. Entonces, después de tanto aguardar, los jefes del levantamiento: Cas-
telli, Rico, C r á m e r . . . se reúnen u n día, mitades de octubre, en la estancia
de Ezeiza, el Durazno, p a r a iniciarlo. Primavera de ánimos: árboles brotan-
do, el q u e no hojas flores, pero todos canto; verdor de pastos tiernos toda la
p a m p a ; parición en animales; pichones de pájaros; nueva creación de aire,
tibio de tan crudos los fríos recientes; renovados deseos de vivir y de procrear
b i e n j u n t o s ; primavera animosa. Se a t a r d a n l a ú l t i m a t a r d e conversando: de-
cisiones, indecisiones. Laa costas de la laguna dan su mesturado rumor de bi-
chos, sapos y patos víboras y flamencos, que atolondran en su soledad de los
juncos. Plata la luna al mojarse a flor de agua.
L a gran ilusión de los jefes, de n o muchas luces que digamos, acuerda
poco su inquietud con t a n t a calma. Con el último correo u n a carta de Eche-
verría desde los Talas, los b a hecho vibrar a todos con su prosa entusiasmada
y armada de ideas y sueños. De su Asociación de Mayo saldría la fuerza pa-
r a t e r m i n a r con Rosas. E l p l a n , dominado e n Buenos Aires con l a muerte
Jimio 29 del 39. de los Maza, vencería en las campañas del sur. Una vez y otra se recordaron
la palabra del poeta y su emoción, t a l emoción de la voz sincera, conturbó
u n poquito a esos hombres entregados sin palabras a la acción más ruda.
E n las casas vecinas, junto a su duraznal florecido de frutas u n centenar
de paisanos aguardaba. Ese fervor de Echeverría en conducir hombres los
tocó bien adentro. Además era t a n esperanzada la noche de promesas. • • La
insurrección fué decidida p a r a el 6 de noviembre.
34
E n E l Durazno esa noche la reunión, eso sí, de puros unitarios, tuvo can-
to, guitarra y baile: inalambos y cifras.
35
ana reYoI«cié¡&. Peto éstef em ¥es de plegarse a lo» unitarios, se desespera de
golpe en Tapalqué y con él toda la tribu. Sn primera reacción es vengar!©.
AssiiEisetap. a los del mensaje que de Ibijaediato saldrán a lancear y saquear cris-
tianos en el &md «orno castigo. Los emisarios sjutiexon en su torno en ios
toldos delirio de matar y de rotar. No sabían cómo aplacarlos, hasta confe-
saron la falsedad de BU treta. Al fin sólo se sosegaron a dura» penas con la
promesa de pedirle a Rosas que mandara unos indios de stt tribu que anda*
b&n por Buenos Aires y que lo hubieran visto recién y bien de cerca.
Pacheco, don Prudencio Rosas, Del Valle, Granada, González, Quesadaj
Ramírez, Agetiiera, en guardia por indicación del Restaurador, sólo esperaban
la hora para moverse* Bessde Lojin» ABO!, Tandil, Tapalqué, el Monte, Muli-
tas, Morón y San Fícente, los siete coroneles, Pacheco era federa], avisaron
a Rosas al anoticíarse del estallido en Dolores. El primer chasque llegó a la
ciudad en la noeh© del 1 de n&vismhwv* Bmm dormía» Un oficial de guardia
mandó llamar a Antonino Reyes que con ©tros compañeros de BU secretaria
estaiba en ana funeitm del teatro Argentino. En seguida éste corrió a despertar
a RosaB. Abrió el parte y lo leyó sin enderezarse en la cama. Dice el señor
Gobernador, que lo deje, que está bien, anunció Reyes al hombre. Ai rato
©tro correo. Reyes Hama* inskíe* al fia le contesta* Rosas seguía durmiendo.
Nueva lectura y la misma respuesta; Que l& deje nomé$? que mtá bien, l l e -
gan ©tros dos partea, uno de ellos urgente. Rosas sin dejar la cama y «ontes*
tando igual a cada sumo interrumpí*lo. Toda k casa intranquila. Reyes hti-
ce avisar a Maauelíta. Esta se levanta» la impone de ía novedad. El pliego
sigiíiente lo llera ella misma a su padre y le inquiere noticias de esto. —Na-
do* ruña, Vaya nomás a acostarse. Ni sé qué dicen esos psrtes* V&y& a €tcos-
£ffi*M que la noefte está muy fresca. Ya me levanto yo.
Testído eon m pantalón y $K chaquetilla de e&tre casa} se qíiedo recos-
tado en la cama. Las tres luces de su velón encendidas por sn hija. ¿Sería en
realidad tan grande ia íssarrección del sur? Cómo creer que sus paisanos, no-
ble gente a quién él quería y de cuyo cariño estaba también él eierto, se pon-
drían contra é l . , + No. Seguramente loa cabecillas unitarios los habían arras-
trado, ski saber hasta dónde contarías con ellos* ¿Pero* ¡por que esta esperan-
za? Haberles mostrado a esos gauchos, de igual a í^gnal, qne él era bueno eo
6
mo su mejor para trabajar y divertirse. Haber dado toda su juventud para
hacer en ellos una fuerza de gobierno, luchando contra indios y contra pa-
trones. ¿Podrían olvidar esto para venírsele ahora encima? No. Los enca-
potados ojos azulee, concentrado cariño, frío odio, miraban en lo oscuro de la j u a l l A. Pradece, Ra-
pieza sus imágenes una atrás de otra. Apretado el desprecio de sus labios. Al gnenoj Aires, 1914. '
fin la última reflexión del sagaz conocedor de hombres: No ha de ser tan
bravo esto...
Se levantó. Abrió su ventana: olor de patios y quintas, claveles y naran-
jos, torear de perros, algún balido. Buenos Aires tendido silenciosamente a dor-
mir. Abrió la puerta sobre la secretaría callada de miedos con sus cagatintas
temblando. Se asomó al palio oscuro de soldados taimados y negrillos despa-
voridos. Pidió unos mates, se puso a leer los partes. Y esperó.
A la madrugada, aclarando, llegó el último chasque. AI leer el pliego,
era el que aguardaba de su hermano don Prudencio, supo lo único que que-
r í a : la manera obligada como habían sacado los peones basta de sus estancias.
Se enderezó en acción y sus familiares vieron al Rosas de siempre. Hizo sen-
tarse a escribir a Reyes y respondió a su hermano enseguida que marchase
sobre los revolucionarios y, si los batían, desarmase a los paisanos y les or-
denase de parte de Rosas volverse a sus casas. De no, que esperara fuerzas que
mandaría en su ayuda.
Salió del Azul el día siguiente por la tarde don Prudencio. A los dos días
estaba con sus m i l cuatrocientos hombres en la estancia de Villanueva, cerca
del Salado. A la noche siguiente cruzando el río cerca de Chascomús. A la
madrugada del 7 se fué encima de las fuerzas de Castelli y Rico acampadas
junto a la laguna sin reparo n i defensa. Muerto Crámer de entrada, el com-
bate fué carnearse soldado con soldado. E n el entrevero, viendo Castelli la
dispersión de los suyos en desorden y sin cabeza, trató de hacerlos retirar
para resguardarse en el pueblo; esto fué u n desbande aprovechado por la
vieja caballería federal para arrinconarlos sobre la barranca, d e donde muchos
se azotaban en el agua. Y allí se inició la persecución que terminó con dos
37
centenares de muertos y tres o cuatro de prisioneros. A éstos don Prudencio
Rosas hizo dar inmediata libertad arengándoles primero desde su volanta
que él señor Gobernador prefería creer que habían sido engañados por los
salvajes unitarios vendidos al oro francés, para ¡to tener que castigarlos por
su delito contra la patria. Y siguió su camino. Las aguas de la laguna, sobre
la costa del naciente estaban rojas y con cuajarones de sangre. Vuelo de
caranchos se impacientaba al no poder detenerse sobre los cadáveres hincha-
dos balanceándose a flor de agua.
Después del desastre. Rico logró escapar con alguna tropa hacia el Tu-
yú donde pudieron embarcarse en los barcos franceses. Castelli llegó huyen-
do hasta el Tordillo: allí fué sorprendido y muerto p o r una partida federal.
E n la estancia de Acosta en los Montes Grandes. De ahí le escribía don Pru-
dencio al juez de paz de Dolores enviándole la cabeza del infortunado para
colocarla en medio de la plaza, era un palo bien alto y bien asegurada para
que no se caiga, y felicitándolo por suceso t a n interesante.
Así con estos partes de cruel opereta terminó la insurrección de tantas
ilusiones don Prudencio Ortiz de Rosas. Muy tieso y finchado, -en su vo-
lanta con cuatro caballos y su escolta roja, n i m b o de nuevo al sor, cruzaba
esos campos ya en t r e n d e p a z , repuesto del miedo que, según las malas len-
guas, le hizo olvidar el coche en Chaecomús- P o r u n b u e n rato, hasta casi el
año nuevo, ordenó, en su papel florete p a r a notas, d u r a r el alboroto entre
jueces de paz y alcaldes, retmcándose notas sobre el triunfo federal, menu-
deando corridas de toros, bailongos y bombas. Un federal entusiasmo como
e
José María R a m o s ^" o s decían y todo cortado parejo por la misma tijera. Sólo era y excepción
Mej.á. Rosos y su tiem- e| disparateo corrido de don Vicente González —Majestad Caranchísima, por
po, Únenos Aires, J9Ü7, * •* * r
II, 289. titulo de gobierno— entre sus pobres montaraces.
Contra Rosas p a r a u n a quemazón a verse desde Buenos Aires se avivó el
fuego en los fogones de todas las estancias unitarias de norte a sur de nacien-
te a p o n i e n t e . . . No. No sería la hora de la gran llamarada.
Sobre u n solo argentino más que sobre cualquier otro pesó toda esa pri-
Setiemhre - Diciembre . 1 1 . •. r. , , > . . ,
de 1839. raavera la desgracia de la insurrección. Palabra por palabra j o r n a d a por jor-
38
n a d a le llegaron a Esteban Echeverría la esperanza y la desesperanza de este
movimiento.
E n Loa Talas el poeta escribía y soñaba, galopes de rancho en rancho,
cartas, chasquee; inquieto con mil inquietudes, con esa febril nerviosidad de
ciertos enfermos. Y a empezaba por no tener su romántico desahogo de mi-
r a r largamente las tardes. Cuando el h o m b r e por hervor de pasiones no pue-
de concentrarse y ser como siempre el eje de cuanto lo rodea, nada de esto l e
significa. Es u n a armonía que viene de nuestro adentro y que rige nuestra vi-
sión d e afuera. Quebrada en u n instante ya n o se p u e d e sentir n i el m e n o r
color n i el menor sonido del mundo. E l hombre, de no ser u n inferior, es siem-
p r e parte de la naturaleza. Ese acuerdo si se rompe es en uno mismo. ¿Po-
dría aquietarse u n calmoso atardecer en quien estaba lleno de zozobra?
P a r a peor, entre noticia y rumor, la incertidumbre. Y tan escasos los co-
rreos. Si al m e a o s él h u b i e r a podido viajar a la ciudad p a r a saber a l g o . . . P e -
ro era u n trato jurado a sus amigos quedarse en el campo y capear desde su
retiro cualquier represalia del momento menos pensado. Con todo no estaba
n i cerca seguro.
U n buen día le avisaron de la m u e r t e de los Maza: el hijo fusilado p o r
los federales, el p a d r e apuñaleado p o r los unitarios. La gravedad de la h o r a
no se le ocultaba más, por esta última muerte. Rosas había estado sabiendo la
conspiración. ¿Hasta dónde la conocería? Seguramente por salvar el movi-
miento del Sur y no temer por u n a debilidad de Maza ante la m u e r t e qne l e
cabría al hijo —Rosas lo hubiera puesto ante el dilema de aclararle todo o
hacerlo malar-— resolvieron eliminarlo.
E l emisario le contó que Terrero había aconsejado al doctor Maza una
entrevista con Rosas como única solución. Ya en camino p a r a la casa de és-
te, en la esquina de Representantes y del Restaurador, de improviso se volvió
y ya no pudo Terrero convencer más a su amigo. Aquél se dirigió a su casa,
éste a la Legislatura a renunciar. Allí fué muerto sentado en su despacho. E r a j u d o 28 del 39.
a la tardecita. A l día siguiente Rosas hizo fusilar a l hijo.
Echeverría retuvo al emisario, u n muchacho de los primeros afiliados a
la Asociación que había hecho con u n peón de dos galopes las veinte leguas
desde Buenos Aires. Cruel mañana, 30 de junio, con escarchas a la sombra y
39
viento lo que se h a b í a levantado la helada. E n su coarto con brasas, tiritando
entre su capa, abatido sobre su sillón. Don Esteban soportaba t a n t a adversi-
d a d . A su lado en u n b a n c o bajito, el muchacho, rabia b a r b a unitaria en su
cara d e veinte años, l e cebaba en confianza y solos unos mates, Largo silen-
cio de los dos. Al fin el bombee de l a esperanza inquiere, reteniendo esa ma-
no fiel de quien arriesgaba su vida por llevarle u n recado: ¿Pero, siquiera,
Rosos no habrá descubierto el plan en la campaña? T a m b i é n e l muchacho
opina que no puede conocerlo. La única ilusión que todavía les sobrelleva
la angustia. Cerca de las once comen: u n asado, vino, unos dulces. Abierto el
Obras, V, LXXI. sol, Echeverría fumando su cigarro correntino, salen a caminar p o r el monte.
E l m o n t e d e Los Talas, todo punteado de violetag el suelo, con sus troncos
grandes y su madeja d e selva, perfumaba cuadras y cuadras con respiro d e
u n enorme ramo de flores todas vivas. Los árboles de invierno, secos, contra-
sentían en dureza con todo el suelo suave.
40
no retocaba nunca era redimido por BU vida. Y tan necesario que, de haberlo
ahogado dentro de él mismo, h u b i e r a sido enloquecerse o morirse.
Con los altos y bajos de sos días desde que se planeó la insurrección com-
pone el poeta, revive entusiasmos y desengaños. Esperanza era en los comien-
zos. Se podía amenazar a Rosas. £1 canto era triunfo. Después se calma en
descripción de Chascomús. Más adelante ya es la elegía del desastre. Y de-
j a n d o p a r a e l porvenir u n reconocimiento d e gloria q u e l a patria niega e n
ese entonces, termina sus versos escritos sin respiro.
¿Después? Después siquiera salvó stt gran espíritu.' ¿ P a r a qué, de todos
modos, es el canto sino p a r a esa hora de zozobra? Frente a u n ernce de
muertes, al veneno de bajezas, a la noche que sorprende ciego. Reserva de pen-
samiento que, por gracia mental, crea en el instante de hacerse la n a d a en
uno u n nuevo m u n d o . Roca de subir en la quebrada a b r u p t a de caídas.
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E l doctor Alejandro Heredia —el indio Heredia en los corrillos unitarios ¡ ^ lfl ¡. [fcI Ngr-
donde le sacaban el enero— brigadier de los ejércitos de la república, héroe ísoe^™1™ ^osaí' ^ fllla '
del Chiflón, protector de Salta, Catamarca y Jnjuy, era Gobernador y capi-
t á n general d e Tucumán, desde el año 32. E n su Arcadia, armoniosa villa en
las más altas sierras tucumanas, este h o m b r e que h a b í a sido en las guerras de
la independencia oficial de Belgrano, congreso! en el gobierno de Rivadavia,
profesor latino de Alberdi, amigo de Facnndo Qniroga que lo llevó a este
cargo, federal a su modo, este h o m b r e en su Arcadia descansaba del gobier-
no, entregado a la lectura de Tácito, n n poco solo entre la compañía de co-
misarios de campaña, edecanes, adulones sin oficio.
Finca llena de árboles añosos, con sus vertientes y sus arroyitos de sie-
rra, descampados abiertos sobre el valle: fértil y a b u n d a n t e tierra. Las ca-
sas de piedra, limpias a fuerza de cholas sirvientas, amplias, con paz de gran-
des montañas. Se prestan para que Heredia pueda sentirse aliviado de sus
ajetreos de gobierno y dispuesto a soñar en altos planes.
Nadie le trae notieias de Javier López p a r a inquietarlo —después de de-
rrotado en Ciudadela tanto anduvo su amenaza desde B o l i v i a . . . — ya h a he-
cho confiscar sus bienes y a uno de ellos, que él llama Campo de los Roma-
nos, piensa trasladar la villa de Monteros, Villa Alejandría en el bautizo
nuevo. Mantiene federal amistad con Facundo escribiéndole frecuentemente,
su influencia en Catamarca, Salta y Jujuy, su preocupación por la paz de las
43
provincia que poco a poco se tranquilina en bienestar. Aquellas conspiracio-
nes, aquellos líos con Salta y Catamarca, aquellos miedos de invasiones uni-
tarias en masa, se h a b í a n resuelto con sus facultades extraordinarias —-recurso
igual al estado de sitio de nuestros tiranitc-s tragaldabas de hoy— concedidas
p o r l a Sala y u n a p u n t a d e espías desparramados p o r l a s sierras basta S o -
livia. Y en su tercer gobierno la malhadada guerra emprendida de nuevo,
terminada sin pena n i gloria, con presentimiento de cosa funesta.
Ahora, en la tranquila Arcadia de las sierras, p r e p a r a su mensaje a la
Sala.
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din? Le agradezco esta calumnia. Soy bastante republicano para desdeñar la
Reflejos Autobiográ-
gloria de Bruto...-, contesta Avellaneda. E l mismo palabreo retorcido como fieos, ÍH.
columna de humo vano. Todavía no era por desgracia p u r o fuego: ardiente
llama.
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dea tucumanas, amor fragante de las florea y de los árboles, sabía visitar l a
casa de Silva. Era amigo de Erigido y compañero. Conoció allí a Dolores, her-
m a n a suya. Noviaron. Después se cagaron, ya con l a t o r m e n t a de BU destino
encima. Breve hogar interrumpido p o r la febril acción política. L a febril ac-
ción contra el desánimo de muchos, la indiferencia popular, el egoísmo de
caudillos. T o d a la Liga del Norte fué sueño de dos o tres cabezas.
A l fin, Avellaneda tenía en sus manos la coaligada adhesión de las pro-
vincias juntas: Salta, Jujuy, Catamarca, L a Rioja. Don Manuel Soler, don
Roque Alvarado gobernaban las primeras. E n Catamarca, Cubas —Nos, don
José Cubas, gobernador y capitán general, como se escribía habitualmente—
y e n L a Rioja d o n Tomás Brizuela. A éste, el zarco Brizuela l e decían, costó
plegarlo a la acción unitaria. Benjamín Villafañe, secretario de Avellaneda,
tuvo que ir a convencer en su provincia este caudillejo obeso y soberbio. R a -
bio, ojos azules, panzón; sin corbata n i chaleco, pero emponchado en u n pon-
cho de bayeta celeste; pantalón sin color, zapatos blancos y sombrero de pa-
ja. Su c u a r t o : Un catre de tientos en u n lado, una p e r r a p a r i d a en el otro,
una mesita sucia, cuatro sillas y u n a tinaja arrinconada. ¡Y a éste, p o r con-
graciarlo, tuvieron q u e designar Director de l a coalición del N o r t e !
P e r o al fin se había logrado una u n i d a d en las cinco provincias. Y en eso
pueo su novedad la llegada de Lamadrid, enviado de Rosas, a Tucumán. A
Lamadrid, pensionado a su solicitud por don J u a n Manuel, visitante casi co-
tidiano de Manuela y de su tía, concurrente asiduo a fiestas donde b r i n d a b a
al Restaurador de las Leyes su ostentación federal, Rosas envió p a r a rescatar
el p a r q u e y tratar de apoderarse del gobierno: dos misiones de habilidad y
confianza. Lamadrid, tucumano y con popularidad, podía cumplirlas. P e r o
no fué así; la deslealtad y la vanidad pudieron en semejante h o m b r e sobre
su gratitud y sn honor. Negoció con Avellaneda y con Piedrabuena, concertó
la farsa de una oposición armada, de u n arresto, de n n discurso y de u n abra-
zo. Después seria unitario y jefe de la coalición militar contra Rosas. Y lo
fné. Y pidiendo, en su p r i m e r acto público, n n género celeste, se colocó u n
retazo en el ojal y tiró el cintillo rojo. Limpio de federalismo de la tarde a
la mañana.
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desconfianza de tantos no lo inmutaba, pedía dinero que no le daban, dis-
curseaba. L a fanfarronería de BU charla, con vano truco unitario d e fantoche,
engañaba a medias. Que era en realidad lo único sincero J e su propósito el
sitial de la gobernación tucumana.
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manos juntas, rearde su inclinación a la locha y al verso. Lo hace enderezar
y e m p u ñ a r los brazos d e su sillón. L a anulación de la p a t r i a en la anulación
de BU libertad —¿a patria no existe-— lo vuelve a su reflexionar.
S u misma p a m p a vecina llena d é formas nuevas, d e expresiones melo-
diosas de amable vida, soporta peor que peligros de indios, acechanza de fe-
derales. Lo fraterno d e l a amistad llevado a u n a enemistad d e hermanos. De-
laciones, persecuciones temidas en la misma sangre. Las dos finas manos blan-
cas del h o m b r e cerradas en puños al apoyo de l a frente solivian esa cabeza
imaginativa como a n a fragua en su trabajo de forjar. La patria no existe. £ 1
tema dominante se encarna en el propio dolor mantenido p o r u n corazón
enfermo p o r la viva memoria de la m a d r e muerta, p o r sus excesos en el amor
y la labor cotidianas. U n a amargara que sólo él siente, u n a lágrima que no
sale de sus ojos grandes y que le irisa el braserío m i r a d o al oscuro, una con-
sonancia con quién sabe qué melodía exterior le deletrean el canto que na-
die oye;
48
exacta propia voz. Preludiar que ya en el silencio oprimido da pansa de can-
tadas palabras nuevas.
Sus dedos entre sus dedos, jimias las manos abrazando la guitarra, se ha-
ce ahora en el h o m b r e ese silencio que encuesta de lo más intimo algún otro
raundo. E l ronquido del mate que se concluye o el estallido de u n a brasa que
se a b r e p u n t ú a n l a pieza t a n callada q u e parece invadida p o r l a n o c h e in-
mensa afuera y como desierto muda. Fijada la memoria en u n improviso re-
cuerdo del barrio del Alto en Buenos Airea —serenata en la noche de l u n a -
echada atrás la cabeza en el sillón, sigue torcerse y desvanecerse el h u m o de
su pucho. Sin m i r a r l a guitarra, toca el preludio y el acompañamiento y
el canto de u n cielito. Nostalgia de horas antiguas que duelen al revivirse en
lloras amargas con deseo de que no hubieran existido.
¿Qué puede nuestro pequeño mundo frente a esta expresión durable, tan
durable como lo es esa p a l a b r a q u e a veces d e siglo en siglo conmueve en
u n oculto tono que muchos hombres buscaron mucho y que al fin se encuen-
tra?
Los dos movimientos del Andantino. Su verdadera melodía es esa con
q u e las manos del poeta torturado, poseído de calma p o r virtud de cantar,
Pnulicó en El Cancio-
expresan en su chiquito rincón de mundo u n secreto sueño. Después de esas nera Argentino, Nos. 1
páginas, o t r a s : distinta y misma música. a 1, Buenos Airee, 1831-
3S: El desamor. La Día-
U n silencio. E n esa soledad la guitarra le recuerda muchachos de Bue- mela, El Desconsuelo,
La Átomo, La Simpatía,
nos Aires que ante sus versos sintieron despertárseles, y las escribieron, me- El deseo. Mi Destino, A
una lágrima. A algunas
lodías nuevas: Esnaola, Esteban Massini, F e r n á n d e z . . . Velada tristeza de de esas poesías le escri-
costumbre enturbia su recuerdo. E l mucbachón desaparece fijo ante las bra- bieron música para pia-
no Esnaola y José Ari-
sas. Las dos manos de Echeverría juntas sobre la guitarra abrazan su ensueño aaga, para guitarra Es-
teban Massini y Manuel
distante. Fernandez.
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Unos perros torean afuera. Anda a ver, r o m p e an voz resquebrada casi
en sollozo, anda a ver. E l torear de los perros se calla ante las pisadas des-
a n d a s del moreno. Ahora es distante rodar de ruedas y trotar de caballos. Al
ratito encaran otra vez los perros. Otro silencio. Deja en una silla su guitarra,
cruza su cuarto, pasa al otro y limpiando así nomás con la mano el vidrio de
la ventana, ve en la noche ya clareando de l u n a al otro lado del espinillo •—
gris árbol invernal: limpia trama de ramas—- el Imito de una sopanda oscu-
ra y los caballos agachados en el resuello y al muchacho dando su mano pa-
ra que alguien baje. Será Gutiérrez, piensa en él mismo, pero le desconozco
el coche... Si juera Fonseca... Vuelve a entrar en su cuarto en el momento
en que la puerta se a b r e : ¡Avellaneda!
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lo combativo que lo conoce y sabe de cuánta bondad de corazón y de cuánta
sinceridad de idealismo.
E n las h o r a s de conversar, interrumpidas por breve almuerzo de locro y
empanadas, una ojeada al paíg del momento, todo encogido en la espera de
u n salto sobre Rosas. Año 40: el más sangriento de todos desde la indepen-
dencia de Mayo. E l perjurio de Paz, emigrado de Buenos Aires a Montevideo
fallando a su palabra para empeñarse contra Rosas, y la traición de Lamadrid,
enviado p o r llosas a Tucumán y complicado en revueltas unitarias, ponen
en camino de violencias desconocidas a don J u a n Manuel. Dos hombres que
vivieron de su favor. E l encono de federales y unitarios, igual al de hoy en-
tre reaccionarios e izquierdistas, recrudece hasta el p u n t o de no controlar ya
el Restaurador la saña de mazorqueros.
L a frente limpia de Avellaneda se arruga preocupada al oír a Echeve-
rría. E l maestro, ensombrecido, le recuerda el comienzo de la nueva vida uni-
taria de L a m a d r i d : la bajeza de aceptar u n a embajada de Rosas p a r a traicio-
narlo, la indecisión de su obra militar en el norte. No ve más allá Echeve-
rría. Ante el origen de sus actos en Tucumán él ya no p u e d e ir más allá. Sin
reproche, sin molestar al amigo presente, él se descorazona por la calidad del
hombre, por el quebranto de una empresa que, p a r a m a l de la patria, pre-
siente muerta. Esa y otras cosas en horas de caminar por el monte invernal
sin hojas, u n poco adusto de madera desnuda en troncos en r a m a s ; toda la
blanda vida de las hojas seca.
T e m p r a n o el coche está listo. V a n los dos hasta Lujan p a r a alcanzar en
su posta la galera tucumana. E l largo cansancio de las horas que entre cam-
pos abiertos llevan a la villa es rato amable y corto. Bamboleados en pozos,
e n t r a n por la calle real, ranchos y cercos con pitas y tunales, hasta la plaza.
Apartados de u n grupo de gentes que charlan esperando jnnto al carro-
mato, cerca de los arcos del Cabildo cambian los dos sus palabras últimas.
E n el pasto seco y comido de la plaza retozos y gritos de chicos. E l familión
de los Aguirre husmeando a la pesca de u n chisme por puertas y ventanas
de su casa. Y no más movimiento. Estirados los ranchos bajos por u n lado
de la cuadra, sinasinas y tunas por el otro, en el de enfrente la iglesia em-
pinada con su torre y linos baldíos para el lado de la posta, en la otra sera,
de espaldas al río saltarín y torcido, el Cabildo con los arcos pomposos de
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sos altos y sus bajo», quintas y la casa esquinera. Así la plaza d e Lujan con sn
cabildo, depósito de presos engrillados, y sa Virgen milagrosa.
Al poco rato sale la galera. Sacando después de despedirse u n a mano de
entre la capa terciada, Echeverría dá su último adiós al forastero: ¡Salud oí
gobernador! Toda la picardía inquieta del tocnmano l e ríe tras u n vidrio del
carricoche q a e se va entre guasada de chicos y estallido de látigos.
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norte. Del plan de Lavalíe, A c t a , invasor de Santiago, salvó gracias a su pa-
rejero; Vuela, invasor de Cuyo, perdió todo en Sanéala. Y una última disi-
dencia de Briíuela y Lavalle por líos de faldas al aconsejarle éste al otro re-
fugiarse en Tucumán permite a Aldao aprisionar a Briíuela y matarlo. Esto
a Junio del 41. Aldao, Oribe, Maza, Pacheco acosan a la Liga del norte.
Lamadrid en Tucumán. Lo primero es elegirse gobernador y titularse
director delegado d e l a Coalición. P e r o Avellaneda e r a l a cabeza donde ge
centraba toda esa desesperada y febril actividad. No sólo el reclutamiento in-
cesante de soldados y la vinculación de las provincias, difícil por los renco-
res y las vanidades de cada caudillo, sino el bienestar i n t e r n o : medidas poli-
ciales, bandos y resoluciones, creación de u n Banco emisor. Y en cada u n a
de sos cosas mil hostilidades combatiendo al muchacho sobrehumanamente
en pie.
E n el ejército reclutado con empeño heroico la licencia en todas sns for-
mas, imprevista como u n flagelo. Esa sangre sensual del paisanaje entregado
a las cholas ardientes como el aire de Tucnmán como sus flores, acompañan-
tes de los soldados sin cansancio de su cuerpo. Esos vicios del alcohol t r a s ,
tornando toda disciplina y de la ratería que no distinguía amigos n i enemigos
en su entrega al saqueo y q u e llegó una vea hasta crearle violencias con Dio-
nisio d e Pnch, gobernador de Salta. E n las relaciones con caudillos y jefes
unitarios su choque contra el encono de todos ellos enemistados, actuando
por predominio personal. E n cuanto al Banco emisor, su idea de más espe-
r a n z a p a r a salvar l a situación interna, tuvo q u e abolir sn dinero a los dos
meses de c i r c u l a r . . .
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en la celada federal. A l final Rodeo del Medio y ahí t e r m i n a Lamadrid, en
Setiembre.
Lavalle, que ge había ido hasta Catamarca p a r a hacer volver a Lamadrid
al principio, se queda allá dos días p o r bailar. Después sigue. Ya había pre-
guntado hace t i e m p o : ¿Qué tales son las muchachas en Tucumán? Entre-
tanto, Avellaneda, sin saber de descanso, ae m u e r d e inquieto por detener la
tormenta federal. Lavalle l o desorienta: el h o m b r e caído y a va, es cieno, en
su última peregrinación. Muerto, a lomo de muía, h a r í a el tramo hasta la
tunaba.
Lo consulta en Tucumán. U n a noche, cansado, el muchacho se retira a
sn casa y sólo encuentra distracción en ponerse a traducir a Byron. A la ma-
drugada, u n edecán de Lavalle buscándolo p a r a u n a zoncera lo encuentra en
eso: escribiendo versos. Uno que otro libro sostiene al Gobernador en su
fiebre de vida. A n d a p o r Santiago jaqueando a Ibarra, de ahí se corre a Sal-
t a ; allá está cuando el último encontrón con Oribe, ya sobre Tucumán. Baja
Reflejas Autobiográ- y proclama su alta palabra del final: ¡Soldados! Estaba en Salta. Escuché
' allí el clarín con que la heroica Tucumán convocaba a sus guerreros y he co-
rrido para participar de sus peligros, para cumplir mi juramento de perecer
combatiendo por la gloria de mi patria y la libertad de la república. Yo cum-
pliré mi juramento. Los bárbaros no dominarán a Tucumán sino después de
haber pisoteado mi cadáver.
A l llegar Lavalle apura la defensa con u n ejército q u e se le desgrana en-
tre las manos: gentes con la derrota dispuesta antes de combatir. Oribe des-
pacio ve venir su h o r a y n o la apura. A l final F a m a i l l á : ahí termina Lavalle
en Setiembre.
Traicionado Avellaneda p o r BU gobernador delegado, destrozada ya toda
defensa militar, emprende camino hacia e l norte. E n e l desastre sola de pie
todavía en el muchacho su gran idea de libertad. Con cinco compañeros de
valle e n valle, anocheciendo en los montes, pidiendo d e comer a l a pasada
en raaclios, internados en Salla, llevaba fuerte como si la palabra de Eche-
verría se h u b i e r a escrito en su carne, su gran pensamiento. E n el dolor d e ver
quebrarse aquel sueño por debilidad de hombres reconocía h a b e r guardado
intacta su viva fe.
'" A diez días de Famaillá se interrumpiría el camino doloroso. L a última
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oportunidad de la traición. E n la estancia La Alemania, en Guachipas, es re- Echeverría habría de
conocido por u n grupo de soldados de la escolta de Lavalle, también ellos Cantarle despnés la bur-
la de la soldadesca:
huyendo. Dirigidos por u n comandante Sandoval, que Lamadrid tuvo q u e ¿Cnal será el goberna-
dor?
apresar por raterías, planearon en la confianza de Avellaneda su entrega, ¿El más viejo o má&
para congraciarse con Oribe. Y lo hicieron, llevando a los seis compañeros a [muchacho?
El de la barba sin flor.
Metan. Lástima es, parece on
[guacho
Ejecutados apenas llegaron, Avellaneda quedó solo. Bajo una carreta, con loa aires de on
[señor—
extenuado, comió o n p a ñ o de maíz que le dio u n soldado. Rechazó dos o
tres veces u n mate ofrecido por Maza y sólo siguió toda esa m a ñ a n a y des- Y oye cantar en redor:
¡Salad al gobernador!
pierto : de pie todavía su fuerte ánimo. Venció al fin el cuerpo mortificado y (Obras, I, 396.)
tendido en los pastos bajo esa carreta lo volteó el sneño. Sobresalto de tam-
bores lo despertó al rato. Lo hicieron levantar y lo encaminaron a la muerte.
Unos segundos de pensamientos le fueron echando años sobre años enci-
m a : de vivir hubiera salido mortalmente viejo de esos minutos. Recuerdos.
Echeverría. Su mano fuerte sobre n n hombro en la noche de L a Cautiva. E l
credo de libertad. Los hijos chiquitos, abrazados, la Última vez de verlos, a
su cuello tenazmente como con miedo de perderlo. Su ensueño heroico des-
truido en tantos p e d a z o s . . .
Unos minutos. Y a otra vez con entereza. Y la hora de degollarlo: u n sol-
dado rojo, sin mirarle esos ojos negros del muchacho limpio y bueno u n poco
turbados de lágrimas, l e tantea buscando la coyuntura en la nuca. E l cuchillo
n o corta. ¡No me hagan sufrir osí, corojo!, y a sin poder m á s castiga su pala-
bra. A l fin, tomada del cabello, separan la cabeza, y el cuerpo se tuerce sobre
el suelo hasta estirarse en sangre.
Al p i e de dos cebiles descansa al desaparecerle la vida el cuerpo infati-
Sarmiento, 0 6 , XLII,
gable. ( 333.
E n la. plaza d e Tucnmán su cabeza clavada en u n a pica — como l a de
Castelli en Dolores — permaneció espuesta hasta que doña Fortunata García
en altas boras de u n a noche p u d o sacarla y envuelta en u n pañuelo tenerla
escondida y llevarla a sepultura de la tierra maternal.
Así terminó como la insurrección del sur la insurrección del norte.
55
Obras, V, LXXID. Mi querido hermano, mi maestro... L a carta de Jacinto Rodríguez Peña
p a r a Echeverría es el p r i m e r abrazo del destierro.
Cortando campo desde Los Talas -— ya nunca volvería él y por buen
tiempo n i s s recuerdo; sólo después de diez años, cuando su muerte, la fre-
cuencia de su alma inmortal, cortando campo desde Los Talas, escondida su
grandeza en u n viajero cualquiera y dejando BUS libros y sus manuscritos,
oculto en su pecho una mujer consiguió llevarla al poeta su canto a la Insu-
rrección del sur. Así p u d o llegar p o r tierras y aguas basta l a Colonia.
Allí, despreocupado ya de donde está y de cómo está, recibe el anuncio
E s t o v o en Colonia del sacrificio de Avellaneda. Como siempre ante u n dolor m u y grande, des-
desde Setiembre del 40
(Ob, I, 229) basta Jo- pués de haberse replegado en sí mismo, a Echeverría l e es remedio y calma
mo del 41 (Obras, V,
LXXYII. su don de cantar. Y comienza a componer mentalmente, como de costumbre
sin escribirlos, versos y verso? sobre el primogénito de la gloria.
E n su vida del destierro triste n a d a más que el arte le ayuda a llevarla.
Imaginación enorme, sensibilidad afinada y agudizada por el constante con-
templar cosas bellas, facilidad p a r a expresar emoción, capaz de llegar hasta
las lágrimas al m i r a r algún atardecer m u y triste, todo eso l e mantiene la vida
en el p o b r e destierro a su espíritu alto. Sarmiento, atado siempre a pasiones
ABerdi, Oíros, XV. y a su m a l gusto, lo ve libre de lazos pequeños con las cosas q u e pasan en la
Raúl Orgaz, Faginas de
critica y de historia, patria y ve refractar de la belleza su alma. E n realidad así, si así lo ve Sar-
Buenos Aires, 1927, cap. miento.
IV.
E n Montevideo concibe e l poema. Las cartas d e Alberdi, el h o m b r e de
las amarguras, le son aliciente en la tarea grande. E n su cuarto desnudo del
destierro rehace los pasajes nacidos en los paseos de cada tarde.
Avellaneda, Canto I. Todas l a s imaginaciones. L a ilusión primaveral <Je l a m u j e r dormida en
apariencia de muerte con todo lo suyo marchito pero fragante y blando en
espera de resurrección: Tucomán de invierno tibio donde se presiente el ve-
Canto I, 4. r a n o lleno d e flores, luciente d e sol. E n l a noche l u n a d a el joven q u e busca
entre los escombros de la casa de Belgrano una voz guiadora oye el eco de
esas ruinas. Los dos enigmas; el de la mente del h o m b r e , trabados en lucha,
el del corazón del h o m b r e voluble y sediento de lo que no posee enfrentados
ante la vida desorientadora con su heroísmo, su egoísmo, sus placeres de leve
gloria.
56
dolé su camino de gloria. Y el muchacho despierto ya y de pie, encabezando
Cnnlo I, 5.
toda la rebelión del norte, animado y elocuente, soldado y tribuno.
E n el alba del Aconquija la noche se desgarra sobre los valles pampea- Caolo II, 2.
nos, mientras el héroe corta uno por uno sus tres lazos de afecto, el del p a d r e ,
el de la mujer, el de los hijos, para merecer la libertad del gobierno de hom-
bres. Desde su casa familiar en l a cuesta d e Tafí, l a despedida ante la llegada
del día nuevo, la despedida que dolorosa y todo no sabe felizmente que será
la última. £1 alto diálogo de Avellaneda fortalece la desengañada experiencia
del viejo y el egoísmo de amor en la mujer y la bulliciosa inconsciencia de
los chicos. Los besos fijan su cariño en dos frentes y en otras dos su gloria.
Y el sol alto del Aconquija ve separarse la familia, camino a Solivia, de Ave-
llaneda que se queda solo con su destino.
E n la t a r d e d e Metan el prisionero se duerme en el pasto al p i e de la Canto DI, 5.
carreta. Cuerpo quebrado, espíritu quebrado, e l ' h o m b r e se repliega antes de
la m u e r t e en el sueño, lo más cercano que existe de la muerte.
La visión del prisionero: campos, valles, montes, ciudades, ríos todos ro-
jos de sangre. E n su cielo u n sol de atardecer en verano, roja bola deslucida
y en brasas. Allí hombres serviles, feo barro hecho no a semejanza de belle-
za divina sino de infernal fealdad, puestos en la tarea de exterminarse. Des-
pués otra alucinación más clara: seres caros aparecidos entre ese horror,
anunciando al héroe el fin de sus días en la tierra. Abalanzado de pie al re-
cibir el anuncio, n n redoble de tambores lo despierta.
Ya atardeee. Y el crepúsculo suave es cantado p o r los pájaros y por el
viento en las copas de los cedros, lapachos, naranjos, hasta que u n grito los
enmudece.
Y la noche sorda y hostil confunde a esos hombres sin espíritu en igual
recua de bestias.
Todas l a s imaginaciones. Echeverría las fué creando v después, pasando
años, las dicta al amigo que quiere fijarlas en su papel pobre y feo de pulpe-
ría, tan malo que a veces no se podía escribir en él.
E n la primavera del 49 termina su canto al primogénito de la gloria. Du- Obras, V, 311.
rante todo el invierno, envuelto en su capa, calado sn gorro hasta las cejas,
había dictado caminando él en su estrecho cuarto la vida de Avellaneda. Y la
h a b í a vivido él mismo. Recién entonces, ante la m u e r t e y habiendo cumpli- Se imprimid el can-
do con su amistad, l e retiraría de sn h o m b r o esa mano que l e d u r ó al mucha- to I de Avellaneda, en
El Sud América de San-
cho toda la vida desde aquella lejana noche de versos. tiago de Chile.
57
m
LA M U E R T E
E
N su destierro, que ya ¡La largo, Echeverría concretó —¿presentiría no
poder dejar p a r a la vejez, como otros, la organización de su p a s a d o ? —
cuanta expresión dispersa había ido escribiendo.
Lo primero, su prosa ideológica. E n el 46 reimprimió el Dogma So- Por la imprenta del
Nacional.
cialista. Su obra de más contenido social y de más trascendencia. La suma de
lo que él había aprendido en Francia, donde, sobre cimiento de nación hecha
y derecha, se experimentaba hasta formar la república. Sin la amargura de
su irrealizaeión cuando llegó a su patria, redactó serenamente eu teoría po-
lítica para cuando hubiera terminado la tiranía.
Ante todo había que volver a Mayo. Levantar una democracia verdadera
para que la revolución no se convierta en mero cambio de tiranos; y general- Obras, I, 434.
mente las revoluciones engendran eso: tiranos, a quienes se les hace fácil em-
p u ñ a r el gobierno desorientado para satisfacerse en lucro y en bambolla.
E n cambio, la revolución con su Lase doctrinaria es organismo de pue-
blo que n o se desnaturaliza fácilmente o se paga caro el intentarlo. Señala el
error de dirección desde la independencia. E l aferrarse a doctrinas extranjeras
sin pensar en su adecuación. Representantes ministros cuidaban más de hacer Obras, V, 32S.
alarde de una instrucción fácil de adquirir, de profesar opiniones ajenas y
citar autores, que de aplicar al discernimiento de nuestras necesidades poli-
61
lieos la luz de su propia reflexión. Ante u n problema vital se iban a hojear
libros ajenos. Eso señala y otra cosa de gravedad s a m a : la falta de autoridad
popular, de arraigo p o p u l a r en los gobernantes. E l país no es el grupo de
quienes ejercitan inclinaciones frente a u n gobernante, el país es el p u e b l o :
mil corazones que sienten, mil eabezas que piensan, m i l instintos qne desean.
Representación popular. Orgánica ideación sistemada ideación del go-
bierno. Tales las bases de su doctrina social. E n dos solas palabras: ordenada
libertad. La vitalidad de estas ideas de Echeverría les dio la proyección que
él soñó para nuestra patria. La tiranía de Rosas fué u n a pansa para ellas;
tenía que serlo p o r el tipo exacerb adámente personal de u n gobierno que era
la voluntad de u n h o m b r e adueñado con perfecta habilidad de la nación.
Pero la necesidad de extremar violencias p a r a el mantenimiento del poder
apura con más vehemencia a reaccionar contra él. Habría de pasar el rosismo
y su Dogma señalaría el camino a gobernantes de mañana.
Desde su divulgación en las primeras lecturas de la Asociación de Mayo
y en u n diario de Montevideo el Dogma sólo le trajo prevenciones, fuera de
ese grupo adicto que actuó en las dos insurrecciones y qne, raleándosele toda-
vía, estuvo a su lado en todas las horas. Los federales que n o lo insultaron le
dijeron visionario y poeta romántico. Los unitarios envidiosos o pandilleros
callaban en público, pero en voz baja soltaban su despecho en chismes y co-
rrillos. A l publicar otra vez el Dogma, estas dos actitudes se acentuaron.
Echeverría, aludiendo a los unitarios, la explicaba: ellos no han pensado
nunca sino en una restauración, nosotros queremos una regeneración. Ellas
no tienen doctrina alguna, nosotros pretendemos tener una. Un abismo nos
separa.
Menos m a l que entre tantas cosas que lo hicieron sufrir, esta no. Tanta
fe tenía en el m a ñ a n a argentino que entre todos los federales o unitarios pre-
sentía la victoria de sus ideas. Artículos extranjeros sobre él, no eran repro-
ducidos p o r I n d a r t e ; Florencio Várela, como recuerdo fúnebre, se agazapó a
espulgarle versos malos, uno por uno, y puntos y comas torcidas. Pero en
vida suya, nada felizmente de todo eso lo amargó. Tenía la resignación de
la caída en él, con su miseria, con su nostalgia, porque estaba lleno de espe-
ranza.
Trabajó con actividad, todo lo que le permitía su siempre despareja
62
m a n e r a —ganas y desganas— de trabajar. Más en su soledad q n e d e costum- Nota de gracias „.,
Montevideo, 1844. Un
bre. Escribía prosas y versos. No dejó de dar mientras tanto, en planes de cura correntia» a sus fe-
ligreses. Corta a Don
instrucción pública, por ejemplo, lo qne patio al gobierno oriental que am- Pedro de Ángelis, 1847.
p a r a b a su expatriación. P e r o sin pedir nada. Su pobreza, p o r el contrario, le La guitarra en El Ca-
rreo de Ultramar, Di-
alcanza una vez para dar unos pesos, monedas de vender sus libros. ¿Qué ciembre 15 de 1849. Pa-
rn este poema Jnan
necesitaba riquezas? Tenía el don para crearlo todo. Y nadie le hubiera po- Mauricio Ragendas, au
amigo, le dibujó ilns<
dido dar lo que le bacía falta: paz de patria. traejones. (Carlos M.
Urien, Esteban Echeve-
Su vida fué realmente desvinculada siempre de su sociedad. F u é enemi- rría, Buenos Aires» 1905.
go de federales y de unitarios. E l Dogma fué inaplicado e inaplicable quizás 120). Mayo y la ense
ñanza popular en el Pla-
en esos años- Sus teorías sociales apegadas y despegadas de él, a su turno. In- ta, 18Í5 y en El Progre-
so, de Santiago de Chi-
quieto y sedentario, abúlico y animoso, lírico y práctico. Contradictorio. Sin le. Manual de Enseñan-
za moral para las escue-
el sentido político que necesita u n conductor d e pueblo, sin l a claridad con- las primarias del Estado
creta de quien tiene su teoría de acción bien establecida. Fluctuante e indefi- Oriental, 1846. (Véase
Zinny, Historia de la
nido en ocasiones, a veces enérgico basta la crueldad. Misterio de poeta que prensa periódica en el
Uruguay, sab voce Eche-
tiene la gracia espiritual de crear de la nada, en escritos de la vida, donde es verría.)
necesario aferrarse a una absoluta realidad. Trasunto de hechos y cosas en
cantos imposibles. Contradicción incesante de Esteban Echeverría.
Pero p o r sobre todas estas fluctuaciones de su pensamiento, que per- José Ingenieros. La
mitieron que se le discuta y se le discuta, una real grandeza de ideal que evolución de las Ideas
argentinas, II, cap. VII,
t u r b a y anima y a veces sobrecoje al pensar u n o cómo y cuándo se manifes- Bnenos Aires, 1920. Paul
Groussac, Esteban Eche-
taba. Lo cierto es que su palabra despertó para la acción a seis hombres: Al- verría en La Biblioteca,
año IV, Bnenos Aires,
berdi, Gutiérrez, Mitre, Avellaneda, López, Sarmiento. Dos de ellos presidie- 1897. José Ingenieros,
ron la nación, uno codificó su vida legal, dos hicieron su historia, olro tuvo Los iniciadores de la so-
ciología argentina, Bs.
n o hijo que al frente de la república gobernó imnortalmente. Aires, 1928.
Algunos oíros ensayos
Tal es la verdad. Las lecturas en la Asociación de Mayo y el Dogma So- sobre Echeverría: Héc-
tor K. Bandon, Ecfteue-
cialista, pudieron ser la devaneada ilusión de esos muchachos, pero después rría. Mármol, Buenos
de la tiranía rosista ellos dieron a esas palabras categoría de hechos grandes Aires, 1918. Bómulo Bo-
gliolo. Las ideas demo-
para la p a t r i a : construyeron con madura conciencia. Alrededor de Echeverría cráticas y socialistas de
Esteban Echeverría, Bs.
se hizo una unidad de ideas que iba a enderezar el país por su destino libre. Aires, 19J0. Gontrán E.
Y esa unidad ya no sería jamás quebrada. Hoy mismo que nuestra libertad Obligado. Episodio de
la vida romántica de Es-
tiene su más dura prueba desde entonces, aquél espíritu de la Asociación y teban Echeverría en La
Palabra, Córdoba, Oet.
del Dogma está vivo bajo otras formas y con otros nombres en el pueblo. 20 de 1928. Antonio Ca-
lante. La personalidad
Esta es l a inmortalidad d e Echeverría. Saliendo d e l o polítieo, al final del y el sentimiento nacio-
siglo pasado sn n o m b r e literario sirvió para bandera de polemizar entre dos nal de Echeverría, Bs.
Aires, 1935. Nydia La-
63
marque. Meditación so- nobles espíritus de las letras argentinas: Rafael Obligado y Calixto Oyttela.
bre Esteban Echeverría
en La Prensa, Enero 1 Hoy no se puede h a b l a r de poemas argentinos sin dejar de recordarlo aun-
de 1931. Gastón Lea- que sea envejecida en poesía romántica. Esta es la inmortalidad de Echeve-
tard. El pensamiento
económico de Echeve- rría.
rría en La Nación, Bue-
nos Aires, Agosto 7 Solísimo sn destino. Desde qne vio morir a su madre, con angustia qne
de 192?. Ricardo Leve-
ne. La interpretación consiguió escribir en cartas a u n amigo, su bogar fué siempre parco. Su pa-
económica de nuestra
historia en Revista de dre murió siendo chico él. Solo siempre. Las mujeres lo amaron en abundan-
¡a Universidad de Bue- cia : de adolescente, de joven, de hombre. E l prestigio de su afortunada vida
nos Aires, 2^ serie, t. I.
Víctor Mercante, Este- galante se sumó al prestigio de sus versos románticos. Las atrajo su enfer-
ban Echeverría en La
Prenso, Bs. As. Enero 1 miza altura, sus manos que tan bien ayudaban en esbozo de caricia a su me-
de 1928. Ernesto Mora-
lea, Echeverría a los cien lodiosa palabra varonil y a su música de gran guitarra. Lo bascaron, como
años y Evocaciones de él confesó p o r ahí, hasta empalagarle. P e r o , qué s o l o . . . Todo cuanto pienso,
Echeverría. La Prensa*
Abril 25 y Mayo 25 de siento y sufro, nace y muere en mi corazón
1937. Raúl A. Orgaa,
Echeverría y el Saint- Y de breve amistad, F o n s e c a . . . Focos amigos, estrechez de confianza im-
SimonismQ, C ó r d o b a ,
1934. Jorge M. Bbode, posible con alguien más joven o más viejo. Igualdad de edades necesaria. Los
Las ideas estéticas en la q u e m á s l o amaron fueron muchachos q u e l o sentían con talla superior, dis-
Literatura Argentina,
Bs. As., 1936, IV, cap. tanciados en respeto. Seguro, sin embargo, que solamente éstos pudieron ha-
II. Narciso Binayán, Ro-
sos a través de Echeve- cerlo feliz. Cuánto él veía de porvenir en cada u n o de ellos, n i ellos lo sa-
rría, en La Nación, Ju-
lio 13 de 1924. Raúl D. bían. ¿ P e r o él n o adivinaría su destino? Esa cara de animada diablura de
Taborda, Estefton Eefce- J u a n María y esa de Alherdi, ojos con fuego de lucha y de encono, y el perfil
verría, precursor de los
problemas económicos de aguilucho de M i t r e . . . Nada del p o b r e Mar q u i t o : ya esos salvajes de Ori-
de la democracia- En
Crítica, Junio 23 de b e h a b í a n destrozado sn raro juego de mirada en llamas con la cara de chico
1937. Joan Antonio So-
lari, A un siglo del Dog* sereno. P o r cariño a esta juventud llegó hasta a interrumpir u n verso. Estoy
ma Socialista, Bs. Aires, ocupadisimo, pone en una carta, redacto la obra de Enseñanza. Siento sus-
1937.
pender el Ángel Caído porque estaba en vena y sabe Dios si lo podré conti-
nuar ... Sólo quien conoce lo que es estar en estado de gracia escribiendo u n
canto que se ignora como sale del espíritu, imagina el dolor y el esfuerzo de
detenerse p a r a quizás n o poder ya seguirlo nunca. Pero la juventud era para
Echeverría la patria que ge viene arriba. Y esto siempre antes que lo suyo.
Obra», V, 452. jEíloy enfermo. Me parece que haré un viaje largo, larguísimo,,. Sabe
Dios si nos volveremos a ver. No se olvide de su antiguo amigo. ¡Adiós! A ví-
tanos del 45 ae despedía así en una carta p a r a Chile.
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Esta maldita cabeza anda maleando hace año y medio y ahora me hace
Obras, V, « 8 .
más ¡alia que nunca, porque como creo que me voy a despedir del mundo me
ha dado la manía de dejarle recuerdos. A últimos del 46 escribía p a r a Alberdi
y Gutiérrez.
Ahora me voy para un largo viaje del que no volveré mas, posdataba a
últimos del 47 otra carta.
S i Dios me da salud y reposo de ánimo, l e decía a Alberdi, en el 50. En-
Obras, V, XCV-
tonces se proponía u n gran poema sobre la vida intelectual y social del Plata,
pero con la íntima dada de quien ya estaba dado a conversar más de u n a vez
cada día con la muerte.
Felizmente su serena familiaridad con los tumbos de su cuerpo enfermo
le aliviaron como nada el día de terminar con la lucha cotidiana de su gran
espíritu por sobreponerse al desfallecer de dolencias y amarguras.
Apenas n n año le faltaba para haber podido volver a Buenos Aires —era
Obraa, V, CI.
E n e r o del 51 y Febrero del 52 fué Caseros— cuando en su p o b r e cuarto d e
desterrado, con u n a afección pulmonar, se sintió de verdad caerse. E n Taño
su fuerte ánimo porfió p o r erguirse. E n vano quiso contraerse al alivio de can-
tar. Llamó la ayuda de su voluntad en vano. T r a t ó de apartar en vano esa te-
rrible memoria de los moribundos que recuerda todo. Qué olvido n i perdón.
Todo es ante la muerte en vano.
Esa mirada final del h o m b r e al irse, esa extrema mirada al derredor suyo
buscando en qué todavía sostenerse p a r a la vida, encontró u n a m a ñ a n a a las
diez en la soledad de unas paredes blancas, la soledad de nada.
Lágrimas grandes, el dolor de tanto día, de tanto mes, de tanto año, de su
porfiada vida, le nublaron entonces la última lumbre en sus ojos.
D ía largo, al fin noche de tormenta,
el día suyo: qué penando siempre...
E n el consuelo de escribir la seña
de haberle valido el espíritu en BU