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CONVERGENCIAS MODUS VIVENDI

DESLIZAR PARA ACTUALIZAR


Autor Juan Soto / 2021-06

A las plataformas publicitarias como Facebook, Twitter, Instagram o TikTok


lo que les interesa es que sus usuarios pasen horas navegando sin distraerse
con los acontecimientos del mundo real. Y para ello está, nos dice Juan Soto
en su colaboración más reciente para Salida de Emergencia, el desplazamiento
infinito, que empuja a los usuarios a seguir mirando en un recorrido que no
termina nunca. Mientras se sigan desplazando, siempre encontrarán algo
distinto que ver. Su objetivo es claro: que los usuarios permanezcan el mayor
tiempo posible en una plataforma sin abandonarla.

E
l ingenio aforístico, sin lugar a duda, fue uno de los pilares
fundamentales de la cultura oral. Para ésta, la capacidad de
memorizar también fue importante. Pero al llegar la imprenta las
cosas cambiaron. La lectura y la escritura desplazaron, en buena
medida, al ingenio aforístico. Nuestras formas de conocer el
mundo y de comunicarnos se modificaron. La confianza en la palabra escrita e
impresa sigue siendo superior, hoy día, a la que se le tiene a la palabra hablada.

Es cierto: epigramas, obiter dicta, contes morals, chanzas y anécdotas siguen


siendo piezas fundamentales de la cultura y el sentido común de la sociedad, pero
no son (en su conjunto) elementos expresivos a partir de los cuales se pretendería
dar una explicación convincente acerca de algún acontecimiento social,
económico o político en un salón de clases, por ejemplo. Con la llegada de la
televisión, las formas de comunicación volvieron a cambiar y junto con ellas
nuestras formas de ver, entender y relacionarnos con el mundo también. Las
imágenes, en algún sentido, le fueron arrebatando el poder a la palabra impresa y
escrita. La convicción de ver para creer no se debe a los medios audiovisuales,
sino a la tradición ocularcentrista a la que pertenecemos (donde la visión ocupa un
lugar privilegiado en la forma de conocer).

Neil Postman, ese distinguido seguidor de McLuhan, quien se convenció de la


idea de que la forma más clara de ver a través de una cultura era prestar atención a
sus instrumentos de conversación, propuso (inspirándose en Nietzsche) que toda
epistemología es la epistemología de una etapa de desarrollo de los medios. Es
decir, que cada medio trae consigo una epistemología distinta o, por lo menos,
que cada medio promueve una epistemología diferente para ver, entender, pensar,
experimentar, etc., el mundo y la realidad. Hablar de los medios implica hablar,
inevitablemente, de su epistemología y reconocer que, las más de las veces, pasa
casi siempre inadvertida. No somos particularmente diestros para identificar las
consecuencias que los medios tienen sobre nosotros y nuestras vidas. No somos
capaces de mirar con claridad la forma en que los medios modelan y controlan
nuestras formas de asociación, interacción y expresión en diversos ámbitos de la
vida. Solemos pasar por alto la forma en que nos imponen temas de conversación,
pensamientos, afectos, cosmovisiones, formas de hablar, gustos, deseos, modos de
diversión, etc. Los medios suelen cambiar la manera en que pensamos.

Pero vale decir que no todos los medios cambian de la misma forma el
pensamiento social. La radio y la televisión, por ejemplo, nos permitieron saber
qué estaba pasando al otro lado del mundo sin haber salido de casa (colonizaron
los espacios privados). Mientras fueron adquiriendo mayor movilidad, gracias a
que se hicieron más pequeños y se modificaron tecnológicamente, devinieron
ubicuos. Su movilidad garantizó que fueran con nosotros a casi todas partes
(colonizaron los espacios públicos). Con la llegada de Internet (“el primer medio
verdaderamente global”), las plataformas digitales y social media, todo cambió
nuevamente. El paradigma de la revolución digital (que presumía que los nuevos
medios desplazarían a los viejos) se vino abajo y el paradigma de la convergencia
(que asumió que los viejos y los nuevos medios interaccionarían de formas cada
vez más complejas) parece haberse cumplido. La convergencia mediática ha
alterado las relaciones tecnológicas existentes, las industrias, los mercados, los
géneros y el público, como bien nos lo hizo saber Henry Jenkins (profesor de
Comunicación, Periodismo y Artes Cinematográficas de la Universidad del Sur de
California).

Pensar en las consecuencias del cambio tecnológico implica pensar más allá de las
tecnologías mismas. Implica mirar hacia la cultura, la vida cotidiana, sus hábitos,
sus prácticas e, incluso, sus costumbres. Nuestra capacidad de concentración,
gracias a Internet y a los dispositivos móviles, se ha modificado. La idea de leer
un libro sin hacer caso de las múltiples notificaciones que llegan al teléfono
celular gracias a los sistemas de mensajería instantánea parece ser, hoy día, algo
muy lejano. Cualquiera que acostumbre escribir textos utilizando la computadora
como máquina de escribir ultramoderna sabe que debe sortear la tentación de
echar una mirada a las múltiples ventanas que tiene abiertas en una sesión para no
distraerse. Buscar información acerca de casi cualquier cosa puede hacerse, sin
problema alguno, utilizando un buscador de Internet: desde la receta de Jauja para
hacer caldo de pollo o conocer los efectos secundarios de las vacunas contra la
covid-19, hasta saber dónde se puede adquirir el último libro de moda de Yuk Hui
o Eric Sadin para citarlo en el próximo ensayo. Basta con saber surfear en los
mares de la información digital para dar con los datos precisos casi sin tener que
lidiar con el mundo real. Internet, los dispositivos móviles y las plataformas
digitales están modificando nuestras formas de vida en múltiples sentidos.
Como Nicholas Carr —autor de Superficiales: lo que Internet está haciendo con
nuestras mentes (libro que figuró como uno de los finalistas del premio Pulitzer) y
quien curiosamente recibió el premio Neil Postman por parte de la Media Ecology
Association—, muchos vivimos juventudes analógicas y, tras un cambio
repentino, arribamos a la adultez digital. Otros no experimentaron ese cambio
repentino. Para otros no hay registro de cómo la web se integró al trabajo, al
estudio, a la vida social o a las comunicaciones. Cuando llegaron al mundo,
Internet simplemente estaba ahí. Millones de usuarios alrededor del planeta, como
marca la tradición, no conocen ni ha de interesarles su historia. Para tener una
idea sobre cómo los dispositivos móviles, las redes sociales e Internet han
modificado nuestras vidas hay que hacernos preguntas que versen sobre lo más
elemental (tal y como los fenomenólogos se hicieron preguntas sobre la vida
cotidiana en su momento). Así, pues, ¿se ha preguntado cuáles son los efectos del
scroll infinito sobre nuestras vidas o acerca de quién fue su diseñador o inventor?

Aza Raskin, uno de esos típicos arrepentidos del mundo tecnológico, no se cansa
de advertir cómo es que a las plataformas publicitarias (Facebook, Twitter,
Instagram o TikTok, entre otras) les interesa que sus usuarios pasen horas
navegando sin distraerse con los acontecimientos del mundo real (porque ya los
pueden visualizar ahí y no es necesario contaminarse con él). Sin lugar a duda, el
desplazamiento infinito empuja a los usuarios a seguir mirando porque se
configura como un recorrido que no termina nunca, como un trayecto que por más
que uno se siga desplazando siempre encontrará algo distinto que ver (y
publicidad, obviamente).

La exposición a contenidos bajo el régimen del scroll infinito modifica


sustantivamente nuestros hábitos de conocer e informarnos. No es algo con lo que
hayamos estado relacionados históricamente. El contenido de un libro, por
ejemplo, discurre de un capítulo a otro. El de una obra de teatro, de un acto a otro.
El de una serie de televisión, de un episodio a otro y de una temporada a otra.
Pero tienen un final. Uno puede respirar tranquilo cuando ha terminado de leer un
buen libro. Y quizá quiera otro, pero tendrá que esperar a que se escriba y se
publique. En el caso de las plataformas publicitarias parece que está garantizado
que siempre habrá algo distinto que ver: los usuarios de Facebook subieron en
promedio 147 mil fotos por minuto durante 2020 mientras en Instagram los
usuarios publicaron unas 350 mil historias por minuto el mismo año. Y si
tomamos en cuenta que TikTok se instaló, también en 2020, unas 2 mil 704 veces
por minuto en diferentes dispositivos y que Twitter acumuló unos 319 usuarios
nuevos por minuto, pues todo parece apuntar a que siempre habrá alguien que
quiera publicar o mostrar algo.

El desplazamiento infinito representa una actividad distinta a muchas de las que


conocemos (y que conocíamos). Su objetivo es claro: que los usuarios
permanezcan el mayor tiempo posible en una plataforma sin abandonarla. Es una
actividad muy distinta a la navegación: ir de un puerto a otro o de una página a
otra. El desplazamiento infinito implica la pérdida de referentes porque no hay un
punto de partida y otro de llegada. Y debe tomarse en cuenta que la actualización
de los contenidos en las plataformas publicitarias también es infinita: basta
deslizar la pantalla de arriba hacia abajo para que aparezcan nuevas historias y
publicaciones. Hacer scroll infinito es equivalente a caer sin terminar con el
brusco y seco encontronazo con el piso. Es equivalente a una muerte anunciada
que nunca llega. Es un recorrido interminable que ni siquiera se constituye como
un eterno retorno de lo mismo (a pesar de lo repetitivo que pueda ser). El scroll
infinito es, sin duda, una de esas formas (que no la única) de hacer funcionar las
plataformas publicitarias de manera eficiente para impedir que los usuarios se
aparten de ellas mientras gozan —riendo a solas— de mirar contenidos, casi
siempre banales, a través de las pantallas iluminadas de sus dispositivos móviles.

La entrega dócil a los medios y la calidez con la que recibimos los dispositivos
tecnológicos y utilizamos las redes sociales sólo es una parte del problema. Todo
lo que hacen las empresas, sin decirnos, por tener nuestra atención (y obviamente
nuestro dinero) es más preocupante aún: el tiempo promedio diario dedicado al
uso de Internet por parte de un individuo de entre 16 a 64 años fue, en 2020, de 6
horas y 54 minutos, considerando todos los dispositivos desde donde se conecta.
Mientras pensemos que el problema somos nosotros solamente, los psicólogos
seguirán vociferando rabiosamente en los medios que debemos salvar a los niños
y a los jóvenes de las garras de las nuevas adicciones del sigo XXI vinculadas al
uso de Internet, los dispositivos tecnológicos y las redes sociales. Y también
seguiremos sumidos en la imposibilidad de comprender que, en las redes sociales,
como nos sugirió Geert Lovink (el fundador del Institute of Network Cultures),
nuestras relaciones son los medios idóneos para facilitar transacciones de
mercado. Los indignados, los anticapitalistas y los
autoproclamados salvamundos de espíritu mesiánico de Facebook seguirán sin
darse cuenta que con sus publicaciones alimentan el sistema y hacen del
desplazamiento infinito algo aún más indescriptible, paradójico e inesperado. Que
con su síndrome del túnel carpiano lo paguen.

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