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Betacaroteno, triglicéridos, isotónico...

son palabras que tendrían que ser solo familiares para


los químicos orgánicos, pero acabo de cumplir treinta y cinco años. Dios mío, estoy más cerca
de los cuarenta que de los treinta. ¡Si me siento joven!

Paso 1: Aceptación.

Las básculas de las farmacias no tienen nada contra ti. Son máquinas desalmadas que
imprimen un ticket minúsculo con su veredicto. En mi caso: “Sobrepeso” (Autómata sin
corazón).

Al parecer el espejo de mi cuarto de baño compartía opinión con la dichosa maquinita, incluso
mi pareja parecía demasiado vacilante al decirme aquello de que estás muy bien. Está claro, no
lo estaba y hay que tomar medidas.

Paso 2: Decisiones

Voy a tener que comer menos, pero sin pasar hambre, que lo he leído en las redes sociales.
Tras una rápida búsqueda en Google descubro la primera de una larga lista de palabras:
Carbohidratos. Al parecer son como el anticristo de la comida, cuanto más lejos mejor. Sus
lugartenientes en el malvado ejército nutricional son las grasas y los azúcares. Llegué a la
siguiente conclusión: “Si está bueno, no lo pruebes”.

Tras unas semanas de martirio culinario, en la que los únicos que se salvaban de la quema eran
los vegetales, los pollos y los pavos (animalitos), llegó a mis oídos que no se puede hacer dieta
sin hacer ejercicio. Dicho y hecho, busqué a esos amigos sanos y naturales que todos tenemos
y me apunté con ellos a su gimnasio.

Lo más parecido a un chándal que había en mi armario era un pijama de cuadros, así que una
tarde de compras resultó en un par de pantalones sueltos, zapatillas con suelas deportivas (por
si me decidía por el atletismo profesional) y varias camisetas que jamás habría soñado comprar
un año antes. ¡Ya estoy listo!

Paso 3: La tort... El gimnasio.

La primera vez que entras en un gimnasio resulta desconcertante, y no lo digo solo por el
aroma a esfuerzo, sino por la variedad de aparatos y diseños, algunos de ellos claramente
pensados para una raza diferente a la humana con incomprensibles objetivos. Me alejé de
ellos con paso decidido hacia el que me resultó más familiar, la cinta de correr. Esa sí que la
había visto en alguna serie de televisión y me pareció inofensiva.

El botón rojo de emergencia pita, pita muy fuerte. Lo descubrí a los cinco minutos de estar
corriendo en el modo “colina suave”. No sé en qué estaban pensando los programadores de
aquel chisme, pero imagino que serían escaladores profesionales, no se puede sudar tanto en
una colina suave. Era como si alguien me hubiese lanzado un cubo de agua caliente.

Con el pitido acudió un monitor que se preocupó seriamente por mi estado de salud. En
cuanto pude hablar y ponerme en pie de nuevo me dio varios consejos para un
“entrenamiento ligero” que comenzaba con unas abdominales. Tres, en concreto, tres fueron
las que resistí antes de que me diera un tirón en el estómago, parece imposible, pero puedo
jurar que es lo que sentí en aquel momento junto con una extraña indecisión entre vomitar o
desmayarme. Por una pura cuestión de orgullo, y por no desmayarme sobre mi propio vómito,
conseguí solo perder el sentido unos segundos y salir de allí con la poca dignidad que me
quedaba. Una retirada táctica de manual.
Paso 4: Equilibrio

En un par de semanas intentando cuidarte se aprenden algunas cosas. He encontrado un


dietista que me ha descubierto un nuevo mundo de sabores, la cinta de correr puede ponerse
en modo “planicie”, y hay un ritual previo a las abdominales llamado calentamiento que te
ayuda a evitar los tirones intestinales (lo he buscado y soy el primer caso documentado de esta
dolencia).

Era solo cuestión de buscar un poco de equilibrio, al parecer voy a seguir teniendo treinta y
cinco todo este año y a mi pareja no le importa mucho. La vida es una sucesión de
experiencias, mejor si sobrevivimos a todas.

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