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UNIVERSIDAD PEDAGÓGICA NACIONAL

FACULTAD DE HUMANIDADES
LICENCIATURA EN CIENCIAS SOCIALES
SEMINARIO PROBLEMAS ACTUALES DE COLOMBIA
CRISTIAN EDUARDO SANTAMARIA MARTINEZ

MORAL COLONIAL EN COLOMBIA: NEOCOLONIALISMO DE LA DEPENDENCIA

La “explotación del hombre por el hombre” constituye un problema histórico lejos de ser
resuelto. A su vez, las formas directas de colonización modernas y las formas sutiles del
neocolonialismo contemporáneo se manifiestan aún y mantienen tal problema. La historia
republicana colombiana, desde su conformación hasta hoy, evidencia la persistencia y la no
superación de los problemas estructurales del país, cuyos orígenes se remontan a su conquista y
se consolidan luego de su independencia, que se resisten a ser solucionados por la dependencia
colonial económica, política, social, cultural, intelectual y moral vigente.

Ésta última presenta un especial interés porque es la que más se resiste a ser superada por su
fuerte arraigo en la mentalidad individual y colectiva de la mayoría de los colombianos. Así
mismo, constituye la forma más eficiente para mitigar las acciones encaminadas a contrariar el
orden social imperante, orientándolas al beneficio del mismo.

Dicho lo anterior, se puede afirmar que la moral colonial afianza los lazos de dependencia
aunque se hayan superado (al menos parcialmente) los otros tipos de dependencia colonial. Y la
educación ha tenido una función social decisiva en la inculcación de la moral; ha sido su medio
de propagación y reproducción.

Actualmente en el siglo XXI, esto se dilucida claramente; la casta política tradicional que
lucha por conservar su poder hace uso de la moral para ello, y la mayor parte de la población
civil ha naturalizado el hecho moral impuesto, aun cuando un sector de éstos contraría o
cuestiona la hegemonía política, económica, cultural e intelectual, y a pesar de que las formas
modernas de construcción del Estado-Nación parezcan superadas. El presente escrito expone
cómo se desarrolló este orden moral colonial, y todavía hegemónico, y cuál es su estado hoy en
la sociedad colombiana.

Pero ¿cuál es esta moral a la que me refiero? Concretamente la moral católica impuesta por
España durante la conquista y la colonización de Colombia. No obstante, el problema moral
central lo encontramos en la expansión del monoteísmo por el mundo desde finales de la
antigüedad europea y consolidada durante la edad media, lo que representa la decadencia moral
de la humanidad, negando la naturaleza humana y la naturaleza misma y reemplazando la
heterogeneidad mucho más admirable del politeísmo por la homogeneidad pretendida de una
repudiable moral monoteísta. Mi posición teológica es el ateísmo pero reconozco en el
politeísmo una serie de elementos representativos de la existencia y la realidad humanas acordes
a la naturaleza y a un humanismo genuino. Pero esto es otra cuestión que no se desarrollará aquí.

SOBRE LA MORAL

La noción de moral es tan antigua como la humanidad misma. El desarrollo intelectual,


espiritual y pragmático del ser humano se distingue y diferencia según la cultura, la civilización
o la sociedad histórica, pero los elementos que componen una moral determinada comparte
ciertos rasgos con otra. Se hace pertinente, pues, definir qué se entiende por moral. Una
definición genérica es que “es un conjunto de normas, aceptadas libre y conscientemente, que
regulan la conducta individual y social de los hombres” (Sánchez, 1978, p. 61). A esto se suman
los valores, juicios, criterios, fundamentos, maneras de pensar y de actuar de un grupo humano y
de cada uno de sus individuos. Pero, aunque se acepten libre y conscientemente el contenido de
tales elementos, su naturalización en el individuo y en el grupo es un acto impuesto desde su
nacimiento y, por tanto, es inconsciente. Sólo se es consciente cuando se conoce histórica,
filosófica y antropológicamente lo que se acepta voluntariamente.

La moral dominante impuesta en la realidad social e individual de los sujetos impide el


desarrollo de otras morales más conscientes, pues, al no compartir ideales y prácticas con ésta,
las considera inmorales y, por tanto, son invisibilizadas, reprimidas, “satanizadas” y combatidas
para mantenerse en la mentalidad de los seres humanos, manteniendo su influencia en su pensar
y actuar.

Ya mencioné que tal es el caso del monoteísmo, específicamente de la tradición judeocristiana


y su posterior representación encarnada en religiones como el catolicismo, el protestantismo o
los testigos de Jehová, siendo la primera el hecho moral colombiano. “La pretensión de formular
principios y normas universales, al margen de la experiencia histórica moral, dejaría fuera de la
teoría la realidad misma que debiera explicar” (Sánchez, 1978, p. 22). El mundo, visto con ojos
de la moral monoteísta, no da cabida a formas de representación, ideas y conductas diversas pues
no son consideradas verdaderas, legitimas, naturales. Las cuestiones morales de la humanidad
han de superarse en aras de recuperar la verdadera escencia humana y su relación intrínseca con
la naturaleza.

EL LEGADO MORAL COLONIAL DE LOS SIGLOS XIX y XX

Durante el siglo XIX las ideas de la modernidad serían tomadas para fundamentar la
construcción del Estado-Nación luego de la relativa independencia. Las ideas del colonialismo,
impuestas durante la conquista, se mantenían en la realidad material y abstracta de las personas,
se había naturalizado el hecho moral colonial. El colonialismo “es una gramática social muy
vasta que atraviesa la sociabilidad, el espacio público y el espacio privado, la cultura, las
mentalidades y las subjetividades” (Polo Blanco, 2016, p. 14). Así mismo, “la dominación
neocolonial también se fraguó en la construcción de subjetividades, mentalidades, discursos e
imaginarios” (Polo Blanco, 2016, p. 15) que aún hoy se expresan.

De acuerdo con Menéndez (2018), la expansión colonial moderna constituye un hecho moral
que para los europeos contiene dos objetivos: “la recuperación y explotación de las áreas
territoriales para beneficio de la humanidad, o sea de Europa, y llevar la civilización a los
pueblos no occidentales” (p. 85). Estos fines justificaron la bárbara imposición cultural y moral
de la que fueron víctimas los seres humanos de entonces, no sólo en América sino también en
Asia y África, continentes cuya historia ha estado permeada por procesos de conquista
monárquica, imperial y colonial mucho antes que el nuestro.

El etnocidio y genocidio de las humanos originarios ha estado acompañada de una


explotación económica, además de un proceso de colonialidad cultural “que se prolongó
secularmente en el tiempo, incluso cuando la explotación económica había ya dejado de ser tan
masiva y explícita” (Polo Blanco, 2016, p. 10). Al imponerse una cultura en otra, se imponen las
nociones de la existencia, de la realidad, de la sociedad, del ser humano y del individuo, y se
crean “patrones cognoscitivos y criterios epistemológicos para clasificar las creencias en
verdaderas y supersticiosas, ejecutando con ello una verdadera colonización del imaginario”
(Quijano, 1992: 439, citado por Polo Blanco, 2016, p. 11).

La apertura de nuevos mercados europeos durante el colonialismo facilitó la expansión de la


“figura espiritual”, primero mediante la violencia del colono, luego por medio de la
“misericordia” del eclesiástico. Para Europa ello representaba “la cristalización histórica de un
telos verdaderamente racional y universal que sólo se desplegó en el seno de esta civilización”
(Polo Blanco, 2016, p. 13); creían tener el deber de civilizar y cristianizar, a la vez que se
explotaba económica, cultural y moralmente, a los pueblos considerados “atrasados y salvajes”.

La función social de la moral reside en la necesidad de regular las relaciones sociales; a nivel
individual “la actividad moral es siempre vivida interna o íntimamente por el sujeto en un
proceso subjetivo” (Sánchez, 1978, p. 31). Es en este plano donde el poder eclesiástico ejerce su
dominio ya que “lo propio de este poder pastoral es llegar a lo colectivo desde lo individual, su
objeto y blanco primero es la vida personal de cada sujeto, los resortes íntimos de su conducta,
los motivos de su pecado y los medios para su salvación singular” (Sáenz, Saldarriaga & Ospina,
1997, pp. 410-411), al punto de que el mismo individuo se autorregula por la creencia de un ser
que todo lo ve, Dios, liberando al poder político-militar de la responsabilidad de custodiar, como
un guardián, el cumplimiento del orden social y moral.

El Estado y la Iglesia se reparten los planos de la realidad humana, “la religión en lo privado y
la ley civil en lo público” (Sáenz, Saldarriaga & Ospina, 1997, p. 411). Los individuos
colonizados naturalizan su posición subalterna y se autocohiben, en el sentido durkheimiano. La
moral justifica y regula las relaciones del opresor con el explotado, constituyendo así una
característica de la moral colonial, la cual “empieza por presentar como virtudes del colonizado
lo que responde a los intereses del país opresor: la resignación, el fatalismo, la humildad o la
pasividad” (Sánchez, 1978, p. 51).

La moral viene a reforzar el orden social impuesto; “sin recurrir a la fuerza o imposición
coercitiva, se pretende que los individuos acepten libre y conscientemente el orden social
establecido” (Sánchez, 1978, p. 67). Las órdenes religiosas que llegaron a territorio colombiano
hace ya más de 500 años afianzaron los lazos de dependencia de la población con los colonos por
medio de la cruz antes que con la espada. En Colombia, “lo más eficaz y económico pareció ser,
durante todo el siglo XIX y hasta el año 1957, instrumentar la religión como factor de enervación
de los espíritus y principio de unidad sobre la diferencia” (Sáenz, Saldarriaga & Ospina, 1997,
pp. 413-414). Las constituciones creadas entonces para dar cimiento al Estado-Nación
mantuvieron hasta la última década del siglo XX su carácter moral representado por la influencia
de la Iglesia Católica en los pensamientos y las acciones sociales e individuales. Con la
constitución de 1886 (y con el legado de las anteriores) se justifica el proceso de Regeneración
durante la segunda mitad del siglo XIX, se promulga la Ley de Instrucción Pública a cargo de la
Iglesia Católica (Ley Uribe o Ley 39 de 1903) y se reacomodan los contenidos y los fines de la
educación de la Escuela Activa de Pestalozzi y de las ideas modernas de secularización y
laicidad para adaptarlas al orden social y moral hegemónico sin perturbarlo o contrariarlo.

Esto en función de la necesidad de adecuar lo moderno al poder político de la Iglesia Católica,


“al profundo arraigo de la cultura católica en la población y a su propia identidad como católicos
[…] hasta 1934, lo moderno comienza a ocupar un lugar específico sin disputarle muchos
espacios a lo religioso (Sáenz, Saldarriaga & Ospina, 1997, p. 15). Este modelo de organización
eclesiástica “reclamaba su monopolio sobre la vida espiritual y moral del individuo y de toda la
sociedad […] lo que molestaba a la iglesia no era, pues, que se colocasen fines materiales al
individuo, a la sociedad y al Estado, sino que éste último separase alma y cuerpo” (Sáenz,
Saldarriaga & Ospina, 1997, p. 415).

Producto de lo anterior, se introdujo en el país la Eugenesia, “aplicación de las leyes


biológicas de la herencia al perfeccionamiento de la raza y de la especie humana” (Sáenz,
Saldarriaga & Ospina, 1997, p. 8), idea derivada de la regeneración de la población, considerada
una raza degenerada, bárbara, salvaje, enferma y débil, en la que la medicina cobra legitimidad al
clasificar lo sano y normal y lo enfermo o patológico; en ésta última se enmarcaba a la población
pobre, indígena y campesina, a diferencia de la élite criolla cuya autoconsideración suponía su
benignidad. Se implanta la noción de higiene, es decir, de higienizar al “sucio pueblo”. Aquí, la
noción de lo moderno es usada para “legitimar como válidos, científicos y objetivos un conjunto
de saberes y prácticas pedagógicas, psicológicas, paidológicas, higiénicas, biológicas,
fisiológicas, médicas y eugenésicas. (Sáenz, Saldarriaga & Ospina, 1997, pp. 7-8).

Se consideraba del pueblo que “de su defectuosa conformación se derivaban los males
intelectuales, morales y sociales del país” (Sáenz, Saldarriaga & Ospina, 1997, p. 11); expresar
los sentimientos, las pasiones y los sueños “eran consideradas características de la degeneración
moral de la raza […] eran características femeninas, que desviaban al individuo de la lucha
biológica y moral, debilitaban la voluntad y el carácter” (Sáenz, Saldarriaga & Ospina, 1997, p.
13). Se observa que la mujer está aún más infravalorada pues, según el catolicismo, fue ésta
quien guió al hombre al pecado. De ahí el recelo y los valores negativos que se le atribuyen a
ella.

Es entonces cuando la educación y su lugar, la escuela, como institución social, se convierte


en escenario de “higienización y moralización de la raza a través del niño […] el niño en la
escuela era observado, medido, examinado, clasificado, seleccionado, vigorizado, medicalizado,
moralizado” (Sáenz, Saldarriaga & Ospina, 1997, p. 25). A su vez, “el maestro debería ser un
modelo de moralidad, de civismo, de urbanidad” (Sáenz, Saldarriaga & Ospina, 1997, pp. 30-
31). La escuela se vuelve un lugar de instrucción y formación moral y de observación de la
infancia, lo que Sáenz, Saldarriaga & Ospina (1997) llaman una ortopedia moral.

Más tarde, para la segunda mitad del siglo XX se plantea la educación de los adultos, cuyos
índices de analfabetismo superaban más de la mitad de la población de entonces. La popular
educación radial llamada Radio Sutatenza (1947-1989) ayudó a ampliar la cobertura educativa,
sin dejar de lado la función moralizante que se le había atribuido a la educación. Sus cartillas y
sus contenidos de enseñanza tenían como fin letrar a la población no educada desde conceptos y
situaciones propias de la moral católica. Esto reforzó la asimilación moral de la población que
entonces era, en su mayoría, campesina. Si comparamos el proceso de alfabetización de Freire en
Brasil, cuyos contenidos eran más propios a la realidad de la población y cuyos fines eran letrar a
las personas para que tomen conciencia de su subordinación y de su condición de explotados, se
contrasta la importancia del condicionamiento ideológico y moral que se le da a la educación.

Ahora bien, en el plano científico y académico, aquellos intelectuales que justifican el actuar,
si no de todos, de algunos cronistas, conquistadores y eclesiásticos, no hacen sino profundizar la
imposición cultural y moral a que fueron sometidos los pasados y contemporáneos habitantes.
“Sin negar la existencia de teorías críticas durante la etapa colonial, y sobre todo durante el
neocolonialismo, necesitamos asumir que, por lo menos en el caso de la antropología, estas
fueron tardías y realizadas por un muy escaso número de antropólogos hasta la década de 1960”
(Menéndez, 2018, p. 44).
Por ejemplo, aquellos historiadores y arqueólogos de antes de la década de los 60 se
caracterizaban por justificar la actividad misionera y conquistadora de civilizar y evangelizar a
los nativos, en un intento por acomodar las diversas culturas a la homogénea mentalidad colonial
y monoteísta propia del occidental. Los trabajos de José Pérez de Bárradas o de Liborio Zerda
confirman ésta afirmación. “Las teorías evolucionistas y las teorías racistas cumplieron un papel
relevante en la justificación de la expansión y dominio colonial y en el control ideológico de las
clases sociales subalternas” (Menéndez, 2018, p. 38).

Otro ejemplo, antagónico al anterior, es el del cura Camilo Torres, quien pretendió, en su
famosa Teología de la Liberación y en su labor social, fundamentar una actitud intelectual y
pragmática de los individuos y de la sociedad que cuestiona y contraría el orden político-
económico desde el seno de la Iglesia Católica. A mi parecer, teología y liberación son nociones
contrarias, pues no se puede liberar al ser humano mediante la teología y la teología no es
liberadora del mismo.

Es así como muchos saberes han sido históricamente excluidos, folclorizados, estigmatizados
y exterminados; “saberes condenados a posiciones subalternas o marginales, relegados al
violento ostracismo de lo impensable, lo subhumano y lo pre-racional, pudiéndose hablar incluso
de verdaderos procesos de “epistemicidio”, como lo nombra Sousa Santos” (Polo Blanco, 2016,
p. 11).

El neocolonialismo, si bien tiene sus orígenes incluso antes del siglo XX, se aplica con vigor a
finales de éste, pues sus formas indirectas y sutiles de colonización por parte de la élite criolla
hacia la población se plantean con la construcción e implementación de la Constitución de 1991,
marcando un antes y un después en la esencia de la nación, pues las anteriores constituciones
explicitaban la dependencia económica, política, cultural y moral muy claramente; desde ese año
se reconfiguran los fundamentos del Estado-Nación moderno, promoviendo la secularización y la
laicización del mismo.

No obstante, el fuerte arraigo de la moral católica no permitió una reconfiguración total ya


que sólo se superó, al menos parcial y escritamente, la naturalidad del hecho político, económico,
cultural, intelectual y moral a nivel social pero no a nivel individual. No quiero decir con esto
que a lo largo de la historia del país no haya habido personas que contrariaran el orden social y
moral. Esto aplica a la mayoría de la población, en cada periodo histórico de nuestra historia, que
aceptaba al menos uno de los tipos de dependencia colonial.

NEOCOLONIALISMO MORAL EN EL SIGLO XXI

El contexto histórico de los siglos XIX y XX ha perpetuado los innumerables conflictos y


problemas de nuestro país. El surgimiento de grupos subversivos, el conflicto armado, la
violencia generalizada en el territorio, el problema de la posesión de tierras, el paramilitarismo, y
otros muchos son ejemplos de ello. Pero el neocolonialismo en el país se ha resguardado en la
moral aun cuando ésta no es promovida en nuestra carta magna. Hasta los gestores de la
revolución mantienen su moralidad colonial, los campesinos y los obreros tienen este arraigo
moral, las comunidades afro también; esto independientemente de si luchan contra la hegemonía
política y económica. La moral católica representa una unidad y una identidad que mantiene los
lazos de dependencia a nivel subjetivo.

Esto se evidencia en las decisiones políticas como la legalidad del aborto, los matrimonios
homosexuales, la eutanasia o la legalización de la marihuana. No es de sorprender que quienes se
oponen pertenecen no solo a la extrema derecha conservadora. Dentro de partidos de izquierda y
progresistas, algunos se oponen a estos temas, no por razones políticas sino morales. La
población pobre, la “clase baja", los civiles sin poder político ni jurídico, en su mayoría, también
ejercen oposición a ello.

Por eso la mayoría considera milagroso que luego de una catástrofe como el Huracán Iota,
que pasó por Providencia y Santa Catalina (nombres coloniales) entre el 15 y 16 de noviembre
del 2020, la estatua de la virgen María se mantuviera intacta, situación aprovechada por el
presidente Iván Duque para resaltar el “poder de la fe” y que en su visita a España haya saludado
al rey como “Su Majestad”, o que el exprocurador y actual Embajador ante la OEA, Alejandro
Ordoñez haya liderado una quema de libros como ocurrió en la época de la inquisición y que lo
considere un “acto pedagógico”, o que el lema de la policía sea “Dios y patria”, o que las Iglesias
no paguen impuestos. Y así podría señalar muchos ejemplos de personas que han ostentado el
poder.

Ahora observemos nuestro contexto inmediato; la familia y las personas del barrio. No es de
extrañar que critiquen los gobiernos pasados y el actual, o que no compartan el modelo
económico neoliberal, y aun así vayan a la Iglesia los domingos, o que se opongan a los temas
controversiales ya mencionados.

No obstante, las nuevas generaciones del siglo presentan rasgos de desapego a lo tradicional
pero al precio de construir su subjetividad por la banalidad y el mal uso de la tecnología. Sin
embargo, el estado actual de la moral católica ha perdido fuerza en las juventudes pero sigue
muy arraigada en nuestros padres y en sus generaciones predecesoras que aún viven. Aunque la
moral no se presente ya como un medio directo de coacción del Estado sobre la Nación, el
dominio del plano privado y personal de los individuos se mantiene en un estado de dependencia
neocolonial.

CONCLUSIONES

El colonialismo impuso nociones sobre la existencia, la realidad, la sociedad y los individuos


que reemplazaron los valores y los juicios originarios de los pueblos colonizados. Estos no
fueron superados luego de la independencia, en el caso de Colombia, y, al contrario,
fundamentaron la consolidación del Estado-Nación moderno pero ajustando al poder eclesiástico
la comunión con el poder estatal.

La educación constituyó el principal medio de instrucción y reproducción del orden social y


moral, cuyo resultado fue un fuerte arraigamiento y apego de la moral católica por parte de la
población colombiana del siglo XX, rescatando las ideas de regeneración de la raza y llevándolas
a cabo por prácticas eugenésicas.

El legado colonial de la moral católica de los siglos XIX y XX se presenta en el siglo XXI
como un hecho social todavía hegemónico, en el que el neocolonialismo mantiene, mediante
lazos sutiles de dependencia, su dominio moral en el plano personal, íntimo y espiritual de los
individuos.

BIBLIOGRAFÍA
* Menéndez, Eduardo (2018). Colonialismo, neocolonialismo y racismo. UNAM. México.
* Polo Blanco, Jorge (2016). Teoría de la dependencia y colonialidad del poder. Dos ángulos de
una misma dominación. En: Revista San Gregorio No. 11, Volumen 1, Enero-Junio. Ecuador.
* Sáenz, Javier. Saldarriaga, Oscar & Ospina, Armando (1997). Mirar la infancia: pedagogía,
moral y modernidad en Colombia, 1903-1946. Volumen 2. Universidad de Antioquía.
Medellín.
* Sánchez Vázquez, Adolfo (1978). Ética. Editorial Crítica. Barcelona.

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