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Mensajes Abril 2020
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Matrimonio y mortaja
Nacieron en Tailandia en 1811. Pero no fue un nacimiento cualquiera. Una membrana los unía a la
altura del pecho, de modo que no podían separarse. Eran los primeros gemelos que nacieran
físicamente unidos. Como en aquel entonces Tailandia llevaba el nombre de Siam, eran
«hermanos siameses», lo cual dio pie a que se acuñara ese término para describir a los que así
nacieran posteriormente.
A pesar de su extraordinaria unión física, Eng y Chang llegaron a contraer matrimonio con dos
gemelas inglesas —éstas, separadas— de las que ambos tuvieron hijos. Durante más de un cuarto
de siglo recorrieron el mundo exhibiéndose como parte del espectáculo de un circo, hasta que un
día en Nueva York, a los sesenta y tres años de edad, Chang sufrió una embolia cerebral mientras
dormía. Sólo dos horas después, Eng pereció también, víctima del espanto que lo paralizó al
despertarse y ver muerto a su «inseparable» hermano. Con razón dice el refrán: «Matrimonio y
mortaja del cielo bajan.»
Este refrán proclama que nuestros actos capitales no son en absoluto producto del azar ni del libre
albedrío sino cumplimiento del destino. Y el destino no es más que una cadena de sucesos que
consideramos fatales y necesarios. De ahí el hermano refrán que dice: «Nadie muere la víspera».
Si bien es cierto que tenía razón el sabio Salomón cuando concluyó que «nadie sabe cuándo le
llegará su hora», también es cierto que la tenía San Pablo cuando afirmó: «Dios no nos destinó a
sufrir el castigo sino a recibir la salvación por medio de nuestro Señor Jesucristo. Él murió por
nosotros para que, en la vida o en la muerte, vivamos junto con él.» ¡Qué alentadoras son esas
palabras del apóstol! Con toda claridad nos da a entender que hay un solo destino predeterminado
por nuestro Creador, destino del que somos indignos y no víctimas. Y ese destino que «del cielo
baja» no nos ata ni nos convierte en esclavos de la voluntad divina, sino que nos libera y nos
convierte en personas realizadas a semejanza de nuestro Creador, libres para optar vivir a su lado
para siempre.
De modo que algún día en vez de pensar como tal vez pensara el hermano siamés Eng: «Sucedió
lo que tenía que suceder», podremos testificar más bien: «Sucedió lo que Dios quiso que
sucediera. Me hice hijo suyo al recibir a su Hijo Jesucristo como mi Salvador y mi hermano
adoptivo, junto con la promesa de que estará conmigo hasta el fin del mundo. Esa noche, después
de dormirme, desperté y vi que estaba vivo ese “inseparable” hermano mío que había muerto en la
cruz por mí. Pero no morí del susto, sino que comencé a vivir con la felicidad que me dio por toda
la eternidad.»
El primer amor
«Eran inocentes porque eran chicos....
»Corrían, jugaban, y sus risas eran inconscientes vibraciones de vida en los jardines....
Sentábanse... sobre el rústico banco de la glorieta, y él contaba historias que le habían leído,
mientras jugaba con los deditos de su compañera atenta.
»Eran cuentos como todos los juegos infantiles, en que sucedían cosas fantásticas, en que había
príncipes y princesitas que se amaban desesperadamente al través de un impedimento, hasta el
episodio final, producido a tiempo para hacerlos felices, felices en un amor sin contrariedades....
»Ya tenía él el orgullo viril de ver colgada de sus palabras la atención de esa mujercita, digna de
todos los altares. Y cuando su voz se empañaba de emoción al finalizar un cuento, se estrechaban
cerca, muy cerca, en busca de felicidad....
»Estaban un día ajenos a todo. El cuento de la princesa rubia había puesto entre ellos la
ascendencia de su fantasía. Ella se arrebujaba contra él desparramando en hilachas de oro sus
bucles sobre el hombro amigo; él la había atraído lo más posible y besaba, como estampas
sagradas, sus ojos, trémulos de promesas ignotas.»
Así nos describe Ricardo Güiraldes, en su cuento titulado «Sexto», el primer amor con el que los
más jóvenes sueñan y los menos jóvenes se identifican. ¡Qué bien logradas esas imágenes del
muchacho que le cuenta historias a su atenta compañera «colgada de sus palabras» mientras
juega con sus delicados dedos, y de «esa mujercita, digna de todos los altares», cuyos ojos él besa
«como estampas sagradas»! No persiguen más que lo que parecen encontrar los protagonistas de
sus cuentos fantásticos: el ser «felices en un amor sin contrariedades».
Este es uno de una colección de cuentos que Güiraldes comenzó a escribir en su adolescencia,
pero terminó en París, lejos de su patria argentina, entre 1911 y 1912. Unos mil ochocientos años
antes, el apóstol Juan había abordado el mismo tema del primer amor al escribirle a la Iglesia de
Éfeso, desde donde había sido desterrado a la isla de Patmos. Allí, en el Apocalipsis, le escribió:
«Tengo en tu contra que has abandonado tu primer amor». Sin embargo, a diferencia de Güiraldes,
el primer amor al que se refería San Juan no era físico sino espiritual. Era el amor que al principio
los efesios le habían manifestado a su Señor y Salvador Jesucristo.
Al primer amor físico sólo podemos volver mediante remembranzas del ayer como las que evoca
Güiraldes, porque en lo físico las dos partes han cambiado para siempre. En cambio, al primer
amor espiritual sí podemos volver porque una de las dos partes, Dios, no ha cambiado en
absoluto desde que primero lo amamos. Así como los efesios, sólo tenemos que arrepentirnos y
amarlo como al principio. Dios nos espera con brazos abiertos, y quiere rodearnos estrechamente
con los lazos de su amor eterno.
Un experto en gusanos
«¡Venga pronto, lo necesitamos! ¡Hay miles, y están saltando hasta treinta centímetros!» A raíz de
la urgente petición, Carl Olson, de cuarenta y cuatro años de edad, entomólogo de la Universidad
de Arizona, Estados Unidos, se dirigió a la morgue. Tenía que examinar un cadáver humano.
El cadáver estaba lleno de larvas de mosca casera que saltaban del cuerpo a gran altura. Era algo
rara vez visto. Así nació la vocación de Carl Olson.
He aquí un oficio que, aunque muy bien pagado, no muchos desean realizar. Sin embargo, cuando
hay que determinar en qué día u hora murió un ser humano, alguien tiene que hacerlo.
Examinando las larvas del cuerpo —de qué clase son, de qué tamaño y forma—, es posible decir,
casi con exactitud, cuánto tiempo tiene de muerta la persona.
«No me da nada trabajar con cadáveres —asegura Carl—. El alma ya se ha ido. El espíritu ha
vuelto a Dios. Si con mi trabajo puedo ayudar a esclarecer un crimen o un accidente, me doy por
satisfecho.»
No es de muy buen gusto tocar temas que tienen que ver con la putrefacción y la muerte. Hay en
casi todo ser humano una especie de repulsión hacia lo que no es vida. En cambio, sí nos gusta
pensar en la salud, la fuerza y la vida, es decir, en lo agradable, lo provechoso, lo vivificante y lo
encantador.
Desgraciadamente, no todo en la vida es encantador. Si hemos de ver con ojos sinceros la realidad
de las cosas tenemos que reconocer que no sólo en un cuerpo físico puede haber putrefacción.
También en el alma humana hay peste, podredumbre y muerte. Fue precisamente a causa de lo
podrido del ser humano que Dios tuvo que mandar a Cristo su Hijo a la cruz. O moría el pecador, o
moría Cristo por el pecador.
Dios había creado perfecto al ser humano. No había en Adán ni en Eva, en su primer estado, nada
de maldad. Los gusanos de la corrupción moral que hoy destruyen nuestra sociedad no eran parte
de aquella primera pareja. Cuando menos, no lo eran sino hasta después que ellos optaron por
rebelarse contra Dios. La muerte espiritual del hombre comenzó cuando él quiso independizarse de
Dios.
Hoy la raza humana está tan lejos de la pureza moral que nadie se confía de nadie. Todo convenio
tiene que ser protegido por un complicado juego de leyes, y aun así, el que quiere engañar, elude
la ley.
¿Qué necesitamos entonces? Un arrepentimiento profundo, una limpieza del alma, una
transformación del corazón. Sólo Cristo produce esa transformación. Sólo Él salva. Volvamos a
Dios. Sólo así viviremos en paz.
«Devuélvase al remitente»
Era un paquete de correo: un paquete común, de menos de un kilo de peso. Lo había llevado al
correo de Bagdad, Irak, Khay Ranahjet, un joven de veinticuatro años de edad. Se lo estaba
enviando a una persona de la misma ciudad.
Al llevar Khay, varios días después, una carta al correo, encontró ese mismo paquete en su buzón.
Tenía impreso un sello de correo que decía: «Franqueo insuficiente. Devuélvase al remitente.»
Lo que el joven olvidó en el azoramiento era que él mismo había colocado dentro del paquete una
bomba de tiempo. Al abrirlo, la bomba explotó en sus manos, matándolo en el instante.
Hay una ley natural que se llama el efecto bumerán. Algo que se lanza al aire hace un gran círculo
y vuelve al mismo lugar de donde partió. Los indígenas australianos inventaron esta arma, y son
expertos en su uso.
En el orden moral de las cosas opera la misma ley. Una calumnia que se lanza al aire da una gran
vuelta entre la gente y a la larga vuelve a la persona que la lanzó. Esto ocurre con cada maldad
humana: da una gran vuelta en el tiempo y en la humanidad, hace su daño inevitable, y al final
regresa con fuerza arrolladora en contra del que la perpetró.
Dios ha puesto sobre cada pecado humano el mismo sello: «Devuélvase al remitente.» Y el
remitente de cada mentira, de cada calumnia, de cada difamación, de cada deshonra, de cada
robo, de cada adulterio y de cada homicidio recibe de vuelta con creces gigantescas el mismo
agravio que impartió.
Dios podría hasta alejarse totalmente de este universo, y sin embargo el hombre, sin esa presencia
divina, seguiría sufriendo las consecuencias de su pecado. Esto se debe a que el pecado en sí se
convierte en su propio castigo.
«No se engañen —dice el apóstol Pablo, el doctor del cristianismo—: de Dios nadie se burla. Cada
uno cosecha lo que siembra» (Gálatas 6:7).
¿Habrá manera de neutralizar el efecto bumerán? No, pero lo que sí hace Dios es darle al pecador
una oportunidad de arrepentirse. Cuando el culpable recibe el perdón de Cristo, recibe un nuevo
corazón, y sus obras cambian, junto con las consecuencias. Cristo regenera al pecador, borra sus
pecados y le da vida eterna. Este es el milagro del Evangelio de Cristo.