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Una vida malgastada

La oportunidad se presentó en bandeja. Un millón ochocientos cincuenta mil dólares no son un


bocado despreciable, sobre todo si es fácil apoderarse de ellos y los riesgos son mínimos. La
tentación era demasiado grande.
Así que Jorge Manuel Bosque, joven empleado del Banco de Reserva de San Francisco,
California, tomó el dinero y se apoderó de él. Debía llevarlo del aeropuerto al banco. Pero Jorge
Manuel desapareció por completo, y con él, el dinero. Lo arrestaron quince meses más tarde
cuando le quedaban sólo cien dólares. Había derrochado todo el dinero robado: un millón
ochocientos cincuenta mil dólares. Estuvo preso seis años.
A los once años de haber perpetrado aquel robo, Jorge Manuel murió en un hotel de San
Francisco, víctima de una sobredosis de droga.
Al margen de la manera delictiva en que obtuvo el dinero, este hombre es un ejemplo de lo fácil
que es derrochar todo lo que se tiene. Se apoderó de casi dos millones de dólares. Durante quince
meses hizo las compras más absurdas. Tiró el dinero por todos lados. Realizó paseos y fiestas
extravagantes.
Cuando salió de la cárcel, derrochó todo lo que le quedaba: su salud, su mente y el resto del dinero
con el que comenzó su nueva vida. Cayó en el pozo de la decadencia y se entregó a las drogas. Y
las drogas acabaron con su vida. Lo hallaron muerto en su habitación en un hotel, y nadie se
presentó para pedir su cuerpo.
Muchas personas como Jorge Manuel Bosque derrochan todo lo que tienen, incluso pertenencias
que han obtenido honradamente y que en sí son sanas. Como que no perciben el valor de las
cosas. Lo peor de todo es que malgastan los años de vida que Dios les ha concedido.
Tales personas nunca se acuerdan de Dios, y cuando llegan al día final, tratan desesperadamente
de encontrarlo. No es sino hasta entonces que caen en la cuenta de que el peor de los derroches
es malgastar los años de vida sin tener a Jesucristo, el Hijo de Dios, como su Señor y Salvador.
La vida humana no es muy larga. Sigue su curso, y luego se acaba. Contamos, a lo sumo, con
setenta, ochenta o noventa años para realizar todo lo que podamos. Después de eso, toda puerta
queda cerrada.
¿Por qué no coronamos hoy mismo a Jesucristo como Rey de nuestra vida? No derrochemos ni un
solo día más de nuestra efímera existencia. El tiempo se va, las oportunidades se esfuman, y tan
sólo aprovechamos lo que logramos en el presente. Hoy es el día de salvación. Ahora es cuando
tenemos que decidir. No dejemos pasar esta ocasión sin entregarnos a Cristo. Este es el momento
más importante de nuestra vida.

Cuando de repente se pierde la vista


A los nueve años de edad tenía vista de lince, gran aptitud para correr, e inteligencia sobresaliente.
Pero a los diez, en un juego de cricket, recibió un terrible pelotazo en el ojo derecho, y a las pocas
semanas Cyril Charles, un niño de la isla Trinidad, quedó casi totalmente ciego.
¿Qué hace un niño de diez años de edad que de repente pierde la vista? Hace lo que, por lo
general, no hacen los adultos. En esto podríamos nosotros los adultos aprender de los niños.
Cyril Charles, sin amilanarse, comenzó de inmediato a aprender el braille y, mientras lo aprendía,
continuó cursando sus estudios. Aunque lo muy poco que veía aparecía borroso, continuó también
practicando el fútbol y el atletismo. Con el paso del tiempo Cyril no sólo se convirtió en un
estudiante singular, sino que sobresalió en el deporte. Y a los veinte años ganó una maratón para
minusválidos.
Al año de ganarse esa carrera, con los adelantos de la ciencia fue operado de la vista, y Cyril
recuperó su visión. Había pasado muchos años en sombras, pero resurgió, por fin, a la luz y a
esperanzas cumplidas.
Una desgracia física no es el fin de la vida. El mundo no se detiene porque uno haya sufrido un
percance. Es cierto que hay que hacer ajustes. A veces es cuestión de enfrentar un nuevo régimen
de acción, pero la vida sigue. Y la esperanza, la fuerza de voluntad, la férrea resolución, la
tenacidad y la constancia traen, con el tiempo, el triunfo.
No perdamos la fe. La fe en uno mismo y la confianza en los semejantes producen una esperanza
que trasciende toda tragedia humana. El cuerpo físico puede nacer contrahecho o débil. Puede
deteriorarse. Puede, incluso, perder uno de sus miembros o uno de sus sentidos físicos. Pero si
dentro del cuerpo tenemos el alma viva y pujante, triunfaremos porque ésta nos sostendrá.
No perdamos la fe. Creamos, más bien, en Dios. La fe en Dios nuestro Creador produce una fuerza
en nosotros mil veces mayor que la fuerza humana. Las competencias deportivas para
minusválidos que se realizan ya en casi todas partes del mundo están demostrando que cojos,
mancos, paralíticos, ciegos y otros muchos impedidos pueden vencer obstáculos increíbles.
No perdamos la fe. Aferrémonos, más bien, a la mano de Dios. Creamos como creía el apóstol
Pablo, que dijo: «Todo lo puedo en Cristo que me fortalece» (Filipenses 4:13).

Vivir sin alimentos


Padecía de una enfermedad extraña, que tenía un nombre también extraño: Síndrome de
Polipéptido Intestinal Vasoactivo. En otras palabras, era alérgico a toda comida. No podía ingerir
ninguna clase de alimento. De hacerlo, sufriría terribles calambres y dolores intestinales.
Desde su nacimiento hasta su muerte, lo alimentaron por vía intravenosa. Sin embargo, creció
hasta medir dos metros de alto y pesar noventa y cinco kilos. Pero a los veinte años de edad, la
vida anormal de Jason White, de Texas, Estados Unidos, hizo crisis. Una mañana el joven
amaneció muerto.
Vida extraña la de ese joven. Nunca comió dulces ni chocolates. Nunca ingirió frutas. Nunca probó
ninguna carne, ni verduras ni pastas. Nunca se sentó a una mesa llena de sabrosas vituallas. Las
delicias de la buena mesa no se habían hecho para él. O quizá él no estaba hecho para ellas.
Gozó de muchos placeres en la vida, pero no el de la comida.
Esto mismo les ocurre, aunque en forma diferente, a muchas personas. Académicamente, hay
muchos que pasan la vida entera sin alimentar su intelecto con las maravillas de la literatura. A
éstos los llamamos analfabetos. Ya sea por injusticia o por desgracia, o simplemente por dejadez,
nunca asistieron a una escuela. Y la maravilla y el deleite del lenguaje escrito no los disfrutaron
ellos.
Moralmente, hay muchos que pasan la vida entera sin alimentar su alma con algún sentimiento
bueno. Nunca beben ni comen de la justicia, de la decencia, de la moralidad, de la vida sana.
Pueden comer de todo, pero de un sentimiento noble o de un pensamiento honesto, jamás se
alimentan.
Espiritualmente, hay muchos que jamás dan a su corazón la única comida que alimenta el alma: la
Palabra de Dios. Pueda que se alimenten de la literatura que circula por todo el mundo. Pueda que
beban todas las filosofías inventadas por el hombre. Y pueda que prueben cuanta religión moderna
los confronte. Pero nunca leen la Biblia.
Éstos llegarán al fin de su vida ahítos de todo lo comestible que este mundo puede darles, tanto
para alimentar el cuerpo como el intelecto. Pero su alma quedará al final anémica, raquítica, en
absoluta inopia espiritual. Quedarán muertos, doblemente muertos.
La Biblia es el Libro de Dios para toda la humanidad. Es la única fuente del conocimiento de Cristo,
la única que puede dar vida plena. Leamos la Biblia. Ella nos dará la fuerza espiritual sin la cual
morirá nuestra alma.

Dos clases de demencia


El matrimonio de John y Jenny Colomer, de Aspendale, Australia, estaba colmado de felicidad. Los
cuatro hijos que les llegaron en rápida sucesión intensificaron aún más esa felicidad. Pero a los
ocho años de matrimonio, comenzó una pesadilla. Jenny empezó a tener problemas mentales, y
éstos se fueron agravando mes tras mes hasta llegar a ser insoportables.
Un día Jenny, presa de una furia descontrolada, castigaba brutalmente a sus hijos sin ningún
motivo. Otro día, la emprendía contra su esposo. Así transcurrieron ocho años de locura, hasta el
día en que Jenny atacó y golpeó a su esposo John. Éste la sujetó del cuello y, bajo una ola de
locura propia, apretó demasiado fuerte y Jenny murió estrangulada. El juzgado, comprendiendo su
tragedia, lo declaró inocente.
Una de las peores pesadillas que quebranta el corazón y destruye la paz ocurre cuando algún
miembro de la familia padece perturbaciones mentales, sobre todo si se trata del padre o de la
madre. Pero hay una demencia que, a pesar de la aparente contradicción de vocablos, no es
mental sino espiritual. Ésa es la que padece el hombre o la mujer, que por más que desea y que
busca la paz interna —esa paz del corazón que llega hasta lo profundo del alma—, no la halla.
Tiene inteligencia, bienes materiales, buena familia, una posición reconocida y todo lo que el
mundo estima valioso, pero no tiene paz. Daría cualquier cosa por tener tranquilidad en el alma,
satisfacción, contentamiento y paz, pero nada de eso tiene. Esa es la demencia del corazón, y
muchas personas padecen de ella.
Para la demencia mental, hay tratamientos psicológicos y drogas fuertes. Pero, ¿qué hay para la
demencia del corazón? ¿Hay alivio para el alma atribulada y para el corazón confundido? ¡Sí lo
hay!
Un joven que buscaba la paz se acercó a Jesucristo y le preguntó: «Maestro bueno, ¿qué tengo
que hacer para heredar la vida eterna?» El Señor, en resumen, le contestó: «Si me sigues de
cerca, encontrarás la paz que estás buscando. Y mientras lo hagas, experimentarás paz, gozo y
libertad. Pero tienes que dejarlo todo y seguirme» (Lucas 18:18-22).
Esta es la gran verdad: para la demencia espiritual la solución es rendirnos a Cristo y seguir sus
pasos. En Él hay verdadera paz.

Matrimonio y mortaja
Nacieron en Tailandia en 1811. Pero no fue un nacimiento cualquiera. Una membrana los unía a la
altura del pecho, de modo que no podían separarse. Eran los primeros gemelos que nacieran
físicamente unidos. Como en aquel entonces Tailandia llevaba el nombre de Siam, eran
«hermanos siameses», lo cual dio pie a que se acuñara ese término para describir a los que así
nacieran posteriormente.
A pesar de su extraordinaria unión física, Eng y Chang llegaron a contraer matrimonio con dos
gemelas inglesas —éstas, separadas— de las que ambos tuvieron hijos. Durante más de un cuarto
de siglo recorrieron el mundo exhibiéndose como parte del espectáculo de un circo, hasta que un
día en Nueva York, a los sesenta y tres años de edad, Chang sufrió una embolia cerebral mientras
dormía. Sólo dos horas después, Eng pereció también, víctima del espanto que lo paralizó al
despertarse y ver muerto a su «inseparable» hermano. Con razón dice el refrán: «Matrimonio y
mortaja del cielo bajan.»
Este refrán proclama que nuestros actos capitales no son en absoluto producto del azar ni del libre
albedrío sino cumplimiento del destino. Y el destino no es más que una cadena de sucesos que
consideramos fatales y necesarios. De ahí el hermano refrán que dice: «Nadie muere la víspera».
Si bien es cierto que tenía razón el sabio Salomón cuando concluyó que «nadie sabe cuándo le
llegará su hora», también es cierto que la tenía San Pablo cuando afirmó: «Dios no nos destinó a
sufrir el castigo sino a recibir la salvación por medio de nuestro Señor Jesucristo. Él murió por
nosotros para que, en la vida o en la muerte, vivamos junto con él.» ¡Qué alentadoras son esas
palabras del apóstol! Con toda claridad nos da a entender que hay un solo destino predeterminado
por nuestro Creador, destino del que somos indignos y no víctimas. Y ese destino que «del cielo
baja» no nos ata ni nos convierte en esclavos de la voluntad divina, sino que nos libera y nos
convierte en personas realizadas a semejanza de nuestro Creador, libres para optar vivir a su lado
para siempre.
De modo que algún día en vez de pensar como tal vez pensara el hermano siamés Eng: «Sucedió
lo que tenía que suceder», podremos testificar más bien: «Sucedió lo que Dios quiso que
sucediera. Me hice hijo suyo al recibir a su Hijo Jesucristo como mi Salvador y mi hermano
adoptivo, junto con la promesa de que estará conmigo hasta el fin del mundo. Esa noche, después
de dormirme, desperté y vi que estaba vivo ese “inseparable” hermano mío que había muerto en la
cruz por mí. Pero no morí del susto, sino que comencé a vivir con la felicidad que me dio por toda
la eternidad.»

El primer amor
«Eran inocentes porque eran chicos....
»Corrían, jugaban, y sus risas eran inconscientes vibraciones de vida en los jardines....
Sentábanse... sobre el rústico banco de la glorieta, y él contaba historias que le habían leído,
mientras jugaba con los deditos de su compañera atenta.
»Eran cuentos como todos los juegos infantiles, en que sucedían cosas fantásticas, en que había
príncipes y princesitas que se amaban desesperadamente al través de un impedimento, hasta el
episodio final, producido a tiempo para hacerlos felices, felices en un amor sin contrariedades....
»Ya tenía él el orgullo viril de ver colgada de sus palabras la atención de esa mujercita, digna de
todos los altares. Y cuando su voz se empañaba de emoción al finalizar un cuento, se estrechaban
cerca, muy cerca, en busca de felicidad....
»Estaban un día ajenos a todo. El cuento de la princesa rubia había puesto entre ellos la
ascendencia de su fantasía. Ella se arrebujaba contra él desparramando en hilachas de oro sus
bucles sobre el hombro amigo; él la había atraído lo más posible y besaba, como estampas
sagradas, sus ojos, trémulos de promesas ignotas.»
Así nos describe Ricardo Güiraldes, en su cuento titulado «Sexto», el primer amor con el que los
más jóvenes sueñan y los menos jóvenes se identifican. ¡Qué bien logradas esas imágenes del
muchacho que le cuenta historias a su atenta compañera «colgada de sus palabras» mientras
juega con sus delicados dedos, y de «esa mujercita, digna de todos los altares», cuyos ojos él besa
«como estampas sagradas»! No persiguen más que lo que parecen encontrar los protagonistas de
sus cuentos fantásticos: el ser «felices en un amor sin contrariedades».
Este es uno de una colección de cuentos que Güiraldes comenzó a escribir en su adolescencia,
pero terminó en París, lejos de su patria argentina, entre 1911 y 1912. Unos mil ochocientos años
antes, el apóstol Juan había abordado el mismo tema del primer amor al escribirle a la Iglesia de
Éfeso, desde donde había sido desterrado a la isla de Patmos. Allí, en el Apocalipsis, le escribió:
«Tengo en tu contra que has abandonado tu primer amor». Sin embargo, a diferencia de Güiraldes,
el primer amor al que se refería San Juan no era físico sino espiritual. Era el amor que al principio
los efesios le habían manifestado a su Señor y Salvador Jesucristo.
Al primer amor físico sólo podemos volver mediante remembranzas del ayer como las que evoca
Güiraldes, porque en lo físico las dos partes han cambiado para siempre. En cambio, al primer
amor espiritual sí podemos volver porque una de las dos partes, Dios, no ha cambiado en
absoluto desde que primero lo amamos. Así como los efesios, sólo tenemos que arrepentirnos y
amarlo como al principio. Dios nos espera con brazos abiertos, y quiere rodearnos estrechamente
con los lazos de su amor eterno.

Un experto en gusanos
«¡Venga pronto, lo necesitamos! ¡Hay miles, y están saltando hasta treinta centímetros!» A raíz de
la urgente petición, Carl Olson, de cuarenta y cuatro años de edad, entomólogo de la Universidad
de Arizona, Estados Unidos, se dirigió a la morgue. Tenía que examinar un cadáver humano.
El cadáver estaba lleno de larvas de mosca casera que saltaban del cuerpo a gran altura. Era algo
rara vez visto. Así nació la vocación de Carl Olson.
He aquí un oficio que, aunque muy bien pagado, no muchos desean realizar. Sin embargo, cuando
hay que determinar en qué día u hora murió un ser humano, alguien tiene que hacerlo.
Examinando las larvas del cuerpo —de qué clase son, de qué tamaño y forma—, es posible decir,
casi con exactitud, cuánto tiempo tiene de muerta la persona.
«No me da nada trabajar con cadáveres —asegura Carl—. El alma ya se ha ido. El espíritu ha
vuelto a Dios. Si con mi trabajo puedo ayudar a esclarecer un crimen o un accidente, me doy por
satisfecho.»
No es de muy buen gusto tocar temas que tienen que ver con la putrefacción y la muerte. Hay en
casi todo ser humano una especie de repulsión hacia lo que no es vida. En cambio, sí nos gusta
pensar en la salud, la fuerza y la vida, es decir, en lo agradable, lo provechoso, lo vivificante y lo
encantador.
Desgraciadamente, no todo en la vida es encantador. Si hemos de ver con ojos sinceros la realidad
de las cosas tenemos que reconocer que no sólo en un cuerpo físico puede haber putrefacción.
También en el alma humana hay peste, podredumbre y muerte. Fue precisamente a causa de lo
podrido del ser humano que Dios tuvo que mandar a Cristo su Hijo a la cruz. O moría el pecador, o
moría Cristo por el pecador.
Dios había creado perfecto al ser humano. No había en Adán ni en Eva, en su primer estado, nada
de maldad. Los gusanos de la corrupción moral que hoy destruyen nuestra sociedad no eran parte
de aquella primera pareja. Cuando menos, no lo eran sino hasta después que ellos optaron por
rebelarse contra Dios. La muerte espiritual del hombre comenzó cuando él quiso independizarse de
Dios.
Hoy la raza humana está tan lejos de la pureza moral que nadie se confía de nadie. Todo convenio
tiene que ser protegido por un complicado juego de leyes, y aun así, el que quiere engañar, elude
la ley.
¿Qué necesitamos entonces? Un arrepentimiento profundo, una limpieza del alma, una
transformación del corazón. Sólo Cristo produce esa transformación. Sólo Él salva. Volvamos a
Dios. Sólo así viviremos en paz.

«Deténganme, antes que mate otra vez»


«Deténganme, antes que mate otra vez.» No eran los pensamientos de un asesino en potencia.
Tampoco eran las palabras pronunciadas por un maniaco homicida hablando por teléfono con las
autoridades. Ni era la súplica de un reo a los guardias de turno de la cárcel en que había estado
encerrado porque ya no soportaba la vida al otro lado de las rejas. «Deténganme, antes que mate
otra vez» es la frase que un criminal escribió en una pared con lápiz labial. Al hacerlo, se apoyó en
la pared y dejó la huella de su mano, que condujo a su captura como sospechoso en el homicidio
de una atractiva trigueña en un hotel de Nueva York.
La policía anunció que Hugh Kelly, un joven de diecinueve años de edad, fue detenido con relación
a la muerte de Dolores Anderson. Al joven Kelly lo arrestaron al comprobar que sus huellas
digitales correspondían a las dejadas en la pared. A la larga, el único indicio que orientó la
investigación oficial del homicidio fue esa huella de su mano.
La pregunta que no podemos dejar de hacernos es esta: ¿Por qué quiso aquel joven que lo
detuvieran aun cuando sabía que eso podía dar como resultado cadena perpetua? La respuesta,
sin duda, tiene que ver con la lucha que se libra, dentro de cada uno de nosotros, entre la
naturaleza pecaminosa y el Espíritu.
El apóstol Pablo describe esa lucha interna con el pecado en estos términos: «Yo sé que en mí, es
decir, en mi naturaleza pecaminosa, nada bueno habita. Aunque deseo hacer lo bueno, no soy
capaz de hacerlo. De hecho, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero....
»Así que descubro esta ley: que cuando quiero hacer el bien, me acompaña el mal. Porque en lo
íntimo de mi ser me deleito en la ley de Dios; pero me doy cuenta de que en los miembros de mi
cuerpo hay otra ley, que es la ley del pecado. Esta ley lucha contra la ley de mi mente, y me tiene
cautivo. ¡Soy un pobre miserable! ¿Quién me librará de este cuerpo mortal?»
Ahora bien, si el venerado apóstol se encontró en semejante callejón sin aparente salida, ¿qué
esperanza hay para nosotros? «Gracias a Dios —concluye aquel compañero de armas espirituales
— por medio de Jesucristo nuestro Señor... ya no hay ninguna condenación... pues por medio de él
la ley del Espíritu de vida me ha liberado de la ley del pecado y de la muerte».
¿Qué esperamos, entonces? Acudamos a Cristo, como nos recomienda San Pablo, y digámosle:
«Detenme, antes que peque otra vez. Y si caigo y vuelvo a pecar, perdóname y ayúdame a volver
a levantarme, cada vez más fuerte en el poder de tu Espíritu.»

¿Cuál mano tuvo la culpa?


Fueron dos manos juntas, dos manos de la misma sangre, unidas firmemente. Pero no eran manos
unidas en oración. Esas dos manos empuñaban juntas un revólver. Y juntas dispararon el arma.
El problema del jurado era decidir qué dedo, de cuál mano, fue el que apretó el gatillo. Porque
ambos hermanos, Jesse Hogan y su hermana Jean, habían matado a la enfermera Ana Urdiales.
El jurado decidió, por fin, que fue el dedo de Jesse el que apretó el gatillo. Así que condenaron a
Jesse a muerte.
He aquí un caso dramático. Dos personas, hermano y hermana, empuñan un arma y con ella
matan a una enfermera. Ambas manos sostienen el revólver, pero es un solo dedo el que hace el
movimiento fatal. A una mano, la que no apretó el gatillo, le corresponde un castigo menor; a la
otra, la pena de muerte.
¡Cuántas veces son dos manos las que cometen el delito, pero una sola recibe el castigo! ¡Cuántas
veces el mal que se comete es resultado de otros elementos que han contribuido al mal, pero sólo
una persona es castigada!
Una persona bajo la influencia del alcohol comete un asesinato, y sólo ella lleva la culpa. Pero
¿qué del fabricante de licores? ¿Qué del que anuncia con llamativa propaganda su veneno? ¿Qué
del que vende el licor? Es más, ¿qué de las leyes que autorizan tales ventas? ¿No tienen todos
ellos, también, la culpa de ese homicidio?
Una muchacha se escapa de su casa y se hace miembro de una pandilla callejera. Allí prueba
drogas. Para tener con qué comprar las drogas, se vuelve prostituta. A causa de la prostitución,
contrae SIDA. Así infecta a decenas de hombres que a su vez infectan a sus esposas. Y las que
están embarazadas le transmiten el SIDA al hijo que está por nacer.
¿Quién es culpable? ¿La joven infectada? Claro que sí, pero junto con ella tienen la culpa,
también, los padres, si no le dieron un hogar amoroso, las pandillas callejeras, los narcotraficantes
y los hombres lujuriosos que compraron por una ínfima cantidad de dinero el cuerpo y el alma de
aquella mujer.
Nadie peca solo. Todo lo que hacemos tiene repercusiones enormes. El pecado de Adán ha
manchado la vida de toda la humanidad de todo tiempo y de todo lugar. Nadie peca solo.
Sólo Dios puede hacernos cambiar nuestra conducta. Lo hace cuando cambia nuestra vida. A esto
Cristo lo llama «nacer de nuevo». Busquemos el perdón de Dios. Cuando Él limpia nuestro
corazón, la semilla que sembramos produce vidas sanas y puras.

«Devuélvase al remitente»
Era un paquete de correo: un paquete común, de menos de un kilo de peso. Lo había llevado al
correo de Bagdad, Irak, Khay Ranahjet, un joven de veinticuatro años de edad. Se lo estaba
enviando a una persona de la misma ciudad.
Al llevar Khay, varios días después, una carta al correo, encontró ese mismo paquete en su buzón.
Tenía impreso un sello de correo que decía: «Franqueo insuficiente. Devuélvase al remitente.»
Lo que el joven olvidó en el azoramiento era que él mismo había colocado dentro del paquete una
bomba de tiempo. Al abrirlo, la bomba explotó en sus manos, matándolo en el instante.
Hay una ley natural que se llama el efecto bumerán. Algo que se lanza al aire hace un gran círculo
y vuelve al mismo lugar de donde partió. Los indígenas australianos inventaron esta arma, y son
expertos en su uso.
En el orden moral de las cosas opera la misma ley. Una calumnia que se lanza al aire da una gran
vuelta entre la gente y a la larga vuelve a la persona que la lanzó. Esto ocurre con cada maldad
humana: da una gran vuelta en el tiempo y en la humanidad, hace su daño inevitable, y al final
regresa con fuerza arrolladora en contra del que la perpetró.
Dios ha puesto sobre cada pecado humano el mismo sello: «Devuélvase al remitente.» Y el
remitente de cada mentira, de cada calumnia, de cada difamación, de cada deshonra, de cada
robo, de cada adulterio y de cada homicidio recibe de vuelta con creces gigantescas el mismo
agravio que impartió.
Dios podría hasta alejarse totalmente de este universo, y sin embargo el hombre, sin esa presencia
divina, seguiría sufriendo las consecuencias de su pecado. Esto se debe a que el pecado en sí se
convierte en su propio castigo.
«No se engañen —dice el apóstol Pablo, el doctor del cristianismo—: de Dios nadie se burla. Cada
uno cosecha lo que siembra» (Gálatas 6:7).
¿Habrá manera de neutralizar el efecto bumerán? No, pero lo que sí hace Dios es darle al pecador
una oportunidad de arrepentirse. Cuando el culpable recibe el perdón de Cristo, recibe un nuevo
corazón, y sus obras cambian, junto con las consecuencias. Cristo regenera al pecador, borra sus
pecados y le da vida eterna. Este es el milagro del Evangelio de Cristo.

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