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Barón de Montesquieu

(Charles-Louis de Secondat, barón de Montesquieu; La Brède,


Burdeos, 1689 - París, 1755) Pensador francés. Perteneciente a una
familia de la nobleza de toga, Montesquieu siguió la tradición familiar
al estudiar derecho y hacerse consejero del Parlamento de Burdeos
(que presidió de 1716 a 1727). Vendió el cargo y se dedicó durante
cuatro años a viajar por Europa observando las instituciones y
costumbres de cada país; se sintió especialmente atraído por el
modelo político británico, en cuyas virtudes halló argumentos
adicionales para criticar la monarquía absoluta que reinaba en la
Francia de su tiempo.

El barón de Montesquieu

Montesquieu ya se había hecho célebre con la publicación de


sus Cartas persas (1721), una crítica sarcástica de la sociedad del
momento, que le valió la entrada en la Academia Francesa (1727).
En 1748 publicó su obra principal, Del espíritu de las Leyes, obra de gran
impacto (se hicieron veintidós ediciones en vida del autor, además
de múltiples traducciones a otros idiomas).

El pensamiento de Montesquieu debe enmarcarse en el espíritu


crítico de la Ilustración francesa, con el que compartió los principios
de tolerancia religiosa, aspiración a la libertad y denuncia de viejas
instituciones inhumanas como la tortura o la esclavitud; pero
Montesquieu se alejó del racionalismo abstracto y del método
deductivo de otros filósofos ilustrados para buscar un conocimiento
más concreto, empírico, relativista y escéptico.

En El espíritu de las Leyes, Montesquieu elaboró una teoría sociológica


del gobierno y del derecho, mostrando que la estructura de ambos
depende de las condiciones en las que vive cada pueblo: en
consecuencia, para crear un sistema político estable había que tener
en cuenta el desarrollo económico del país, sus costumbres y
tradiciones, e incluso los determinantes geográficos y climáticos.
De los diversos modelos políticos que definió, Montesquieu asimiló
la Francia de Luis XV (una vez eliminados los parlamentos)
al despotismo, que descansaba sobre el temor de los súbditos; alabó
en cambio la república, edificada sobre la virtud cívica del pueblo, que
Montesquieu identificaba con una imagen idealizada de la Roma
republicana.
Equidistante de ambas, definió la monarquía como un régimen en el
que también era posible la libertad, pero no como resultado de una
virtud ciudadana difícilmente alcanzable, sino de la división de
poderes y de la existencia de poderes intermedios -como el clero y
la nobleza- que limitaran las ambiciones del príncipe. Fue ese
modelo, que identificó con el de Inglaterra, el que Montesquieu
deseó aplicar en Francia, por entenderlo adecuado a sus
circunstancias nacionales. La clave del mismo sería la división de los
poderes ejecutivo, legislativo y judicial, estableciendo entre ellos un
sistema de equilibrios que impidiera que ninguno pudiera degenerar
hacia el despotismo.
Desde que la Constitución de los Estados Unidos plasmó por escrito
tales principios, la obra de Montesquieu ejerció una influencia
decisiva sobre los liberales que protagonizaron la Revolución
francesa de 1789 y la posterior construcción de regímenes
constitucionales en toda Europa, convirtiéndose la separación de
poderes en un dogma del derecho constitucional que ha llegado
hasta nuestros días.
Junto a este componente innovador, no puede olvidarse el carácter
conservador de la monarquía limitada que proponía Montesquieu,
en la que procuró salvaguardar el declinante poder de los grupos
privilegiados (como la nobleza, a la que él mismo pertenecía),
aconsejando, por ejemplo, su representación exclusiva en una de
las dos cámaras del Parlamento. Pese a ello, debe considerarse a
Montesquieu como un eslabón clave en la fundamentación de la
democracia y la filosofía política moderna, cuyo nacimiento cabe
situar en los Dos ensayos sobre el gobierno civil (1690) de John Locke y
que, después de Montesquieu, hallaría su más acabada expresión
en El contrato social (1762) de Jean-Jacques Rousseau.

George Washington
Dirigente de la independencia y primer presidente de los Estados
Unidos de América (Pope's Creek, Westmoreland, Virginia, 1732 -
Mount Vernon, Virginia, 1799). Este rico terrateniente del Sur había
adquirido experiencia militar como miembro del ejército colonial
británico en las luchas contra los indios y los franceses (1752-58),
alcanzando el grado de coronel.

George Washington

El endurecimiento de la dominación colonial británica sobre sus


trece colonias de Norteamérica llevó a Washington a participar
activamente en la política de Virginia, encabezando en su Asamblea
la oposición contra los nuevos impuestos y el autoritarismo de los
británicos (1759-74). Cuando la oposición se transformó en conflicto
abierto entre Gran Bretaña y sus colonias, George Washington
asistió como representante de Virginia en el Primer Congreso
Continental que se reunió en Filadelfia en 1774 para defender una
posición unitaria contra la metrópoli.
El Segundo Congreso le eligió por unanimidad comandante en jefe
del ejército que habían de formar las colonias para luchar por su
independencia (1775); aunque George Washington no era un
independentista radical, pareció apropiado para el cargo por su
experiencia militar, por su buena reputación entre los notables del
Sur (pues hasta entonces el conflicto con la metrópoli había afectado
fundamentalmente a las colonias de Nueva Inglaterra, en el Norte)
y por su demostrada capacidad de gestión, que le había llevado a
ser uno de los plantadores más ricos del país.

Desde entonces George Washington se dedicó con enorme esfuerzo


a improvisar el ejército del nuevo país (que había declarado su
independencia en 1776), luchando por obtener dinero, armas y
reclutas, mantener la disciplina, fomentar el entusiasmo de los
soldados y hostigar al ejército británico, a pesar de no verse
respaldado por una dirección política unitaria ni un gran espíritu de
sacrificio de los colonos.

Washington obtuvo algunos éxitos iniciales contra los británicos


(auxiliados por los colonos «leales», mercenarios alemanes y tribus
indias aliadas) en las batallas de Trenton y Princeton (1776). Pero,
conociendo su inferioridad militar, trató de salvaguardar sus tropas
de grandes encuentros en campo abierto hasta que pudo afrontarlos
con garantías, y practicó una lucha de guerrillas durante la mayor
parte de la Guerra de Independencia (1775-83). Su momento llegó
en 1778, cuando Francia y España prestaron su apoyo militar a la
revolución americana, lo cual le permitió asestar un golpe definitivo
en la batalla de Yorktown (1781). Gran Bretaña reconoció la
independencia de sus trece colonias de Norteamérica por la Paz de
Versalles de 1783.

Lograda la independencia, el prestigio acumulado por Washington


hizo que le reclamaran para continuar en la vida política, actuando
como árbitro entre las dos corrientes que debatían el futuro del país:
los federalistas de Alexander Hamilton y los republicanos de Thomas
Jefferson (aunque se inclinó más bien por los primeros).

Washington presidió la Convención Constitucional reunida en


Filadelfia en 1787, con la intención de sustituir los ineficientes
Artículos de la Confederación por una verdadera Constitución
republicana, federal y presidencialista, que fortaleciera el poder
central y la cohesión entre los trece Estados. Puso todo su prestigio
personal en juego para hacer que la Constitución fuera aprobada
por los Estados reticentes, logrando así que entrara en vigor en
1789. E inmediatamente fue elegido para ser el primer presidente
de los Estados Unidos (y reelegido en 1792).

Durante sus dos mandatos (1789-97), George Washington puso en


práctica el modelo político liberal-democrático diseñado en la
Constitución, rodeó de autoridad y solemnidad la figura del
presidente, impulsó el programa de desarrollo económico capitalista
de su secretario del Tesoro -Hamilton-, inició la colonización de los
territorios indios hacia el oeste (Kentucky, Tennessee) y sentó las
bases de una política exterior aislacionista (rehuyendo entrar en las
guerras europeas originadas por la Revolución francesa).
En 1793 fundó la nueva capital federal, bautizada Washington en su
honor, aunque la residencia presidencial no se trasladaría allí hasta
tiempos de su sucesor en el cargo, John Adams. Washington renunció
voluntariamente a ser elegido para un tercer mandato (para el cual
no le habrían faltado apoyos), considerando que la perpetuación de
un mandatario en el poder sería perjudicial para el régimen
constitucional de libertades; instauró así una costumbre sólo rota
por Franklin D. Roosevelt

Luis XVI
(Versalles, Francia, 1754 - París, 1793) Rey de Francia y duque de
Berry. Heredero de Luis, delfín de Francia, y nieto de Luis XV, en
1770 contrajo matrimonio con la hija de la emperatriz de Austria, la
archiduquesa María Antonieta, quien le dio cuatro hijos. Hombre de
buenas intenciones pero débil de carácter, poco interesado en los
asuntos políticos, se dejó influenciar por la reina y por una camarilla
de cortesanos.
Luis XVI de Francia

En los primeros años de su reinado, las reformas económicas


liberales que intentaron sacar adelante sus ministros Anne-Robert
Jacques Turgot, Guillaume de Malesherbes y Jacques Necker para reducir el
déficit público tropezaron con el recelo de la nobleza. En política
exterior, ámbito regido por el conde de Vergennes, Francia
desempeñó un excelente papel en la guerra de Independencia
norteamericana (1778-1783).

La persistente resistencia de los privilegiados a la liberalización de


la economía desencadenó una crisis política interna que obligó a
convocar los Estados Generales, un cuerpo legislativo que no se
reunía desde 1618 y que estaba formado por asambleas de
representantes de los tres «estados» sociales: la nobleza, el clero y
el «Tercer Estado» o pueblo, aunque en la práctica resultaron
elegidos, para este último, numerosos miembros de la ascendente
burguesía.

El rey fue mejor considerado tras decretar el voto doble del Tercer
Estado, pero pronto fue atacado tanto por este estamento como por
el de los privilegiados. Viendo desatendidas sus exigencias sobre el
sistema de votaciones (el voto por estamentos implicaba que
nobleza y clero podían bloquear cualquier propuesta), los miembros
del Tercer Estado se constituyeron en Asamblea Nacional y se
autoproclamaron únicos depositarios de la soberanía.

Presionado por la corte, Luis XVI emprendió los preparativos para


disolver por la fuerza la Asamblea Nacional, y los acontecimientos
se precipitaron. El 14 de julio de 1789, para proteger a la Asamblea
de una inminente intervención del ejército real, las masas populares
de París tomaron armas de los Inválidos y asaltaron la Bastilla. La
Revolución Francesa había comenzado.

Tras el levantamiento de octubre de 1789, Luis XVI se instaló en


París y fingió aceptar la Constitución de 1791, elaborada por la
Asamblea Constituyente, por la que Francia pasaba del absolutismo
a la monarquía constitucional; el establecimiento de la separación
de poderes, con un poder judicial independiente y una Asamblea
Legislativa elegida por sufragio censitario, limitaba el hasta
entonces omnímodo poder de la corona. Sin embargo, tras su
aparente conformidad, Luis XVI había pedido ayuda a los monarcas
extranjeros e intentó huir de Francia, pero fue capturado en
Varennes (21 de junio de 1791).

Se produjo entonces la suspensión de la realeza y una aguda


polémica entre las facciones revolucionarias sobre la conveniencia
de mantener a Luis XVI en el trono. Restablecido poco después por
la Asamblea, volvió a reinar, aunque con unos poderes tan escasos
que él mismo urdió intrigas para llevar el país hacia la anarquía. En
1792, tras el asalto al Palacio Real de las Tullerías, del que logró
escapar, Luis XVI fue suspendido definitivamente, juzgado por el
delito de traición y condenado a morir en la guillotina (21 enero de
1793); la misma suerte correría la reina María Antonieta, ejecutada el
16 de octubre del mismo año.
Napoleón Bonaparte
Pocas figuras han merecido en la historia un tratamiento tan amplio
y apasionado como el hombre que, como Primer Cónsul y
Emperador de Francia (1799-1804 y 1804-1814), rigió los destinos
de Europa durante tres lustros: Napoleón Bonaparte. Genio
indiscutible del arte militar y estadista capaz de construir un imperio
bajo patrones franceses, Bonaparte fue, para sus admiradores, el
hombre providencial que fijó las grandes conquistas de la Revolución
Francesa (1789-1799), dotando a su país de unas estructuras de
poder sólidas y estables con las que se ponía fin al caos político
precedente. Sus enemigos, por el contrario, vieron en él «la
encarnación del espíritu del mal» (Chateaubriand), un déspota
sanguinario que traicionó la Revolución y sacrificó la libertad de los
franceses a su ambición desmedida de poder, organizando un
sistema político autocrático.

Napoleón Bonaparte (retrato de Jacques-Louis David, 1812)

Las claves del rápido encumbramiento de Napoleón se encuentran


en dos pilares fundamentales: su innegable genio militar y su
capacidad para sustentar un sistema de gobierno en principios
comúnmente aceptados por la mayoría de los franceses. Bonaparte
fue primero, y ante todo, un estratega, cuyos métodos
revolucionaron el arte militar y sentaron las bases de las grandes
movilizaciones de masas características de la guerra moderna.
Partiendo de una novedosa organización de las unidades y de una
serie de principios (concentración de fuerzas para romper las líneas
enemigas, movilidad y rapidez) que serían puntualmente ejecutados
de acuerdo con unas maniobras tácticas planificadas y ordenadas
por Napoleón en persona, sus ejércitos se convirtieron en máquinas
de guerra invencibles, capaces de dominar Europa y de elevar a
Francia hasta su máxima gloria.

Junto a la evidente relación entre los éxitos militares y la admiración


popular, la consolidación del poder napoleónico también obedeció a
que su principal protagonista supo captar los deseos de una
sociedad que, como la francesa, se sentía exhausta tras la anarquía
y el desorden que habían caracterizado la dirección política del
Estado durante el decenio revolucionario (1789-1799). Al servicio
del Directorio, el general corso había obtenido brillantes victorias en
sus campañas contra las monarquías absolutas europeas, aliadas
contra Francia en un intento de acabar con la Revolución. Cuando,
al amparo de su inmenso prestigio, Napoleón dio el golpe de
Brumario e instauró primero el Consulado (1799-1804) y luego el
Imperio (1804-1814), regímenes autocráticos que encabezó como
Primer Cónsul y Emperador, encontró un amplísimo apoyo en los
más diversos sectores sociales, claramente manifiesto en los
arrolladores resultados de los plebiscitos que se convocaron para su
ratificación.

Biografía
Napoleón nació el 15 de agosto de 1769 en Ajaccio, capital de la
actual Córcega, en el seno de una familia numerosa de ocho
hermanos. Cinco de ellos eran varones: José, Napoleón, Lucien, Luis
y Jerónimo. Las niñas eran Elisa, Paulina y Carolina. Gracias a la
grandeza del futuro emperador Napolione (así lo llamaban en su
idioma vernáculo), todos ellos iban a acumular honores, riqueza y
fama, y a permitirse asimismo mil locuras. La madre de los
hermanos Bonaparte (o, con su apellido italianizado, Buonaparte)
se llamaba María Leticia Ramolino y era una mujer de notable
personalidad, a la que Stendhal elogiaría por su carácter firme y
ardiente en su Vida de Napoleón (1829).

Carlos María Bonaparte, el padre, siempre con agobios económicos


por sus inciertos tanteos en la abogacía, sobrellevados gracias a la
posesión de algunas tierras, demostró tener pocas aptitudes para la
vida práctica. Sus dificultades se agravaron al tomar partido por la
causa nacionalista de Córcega frente a su nueva metrópoli, Francia.
Congregados en torno a un héroe nacional, Pasquale Paoli, Carlos
María Bonaparte apoyaba a los isleños que defendían la
independencia con las armas y que terminaron siendo derrotados
por los franceses en la batalla de Ponte Novu, encuentro que tuvo
lugar en 1769, el mismo año en que nació Napoleón.
Carlos María Bonaparte

A causa de la derrota de Paoli y de la persecución de su bando, la


madre de Napoleón tuvo que arrostrar durante sus primeros
alumbramientos las incidencias penosas de las huidas por la abrupta
isla; de sus trece hijos, sólo sobrevivieron aquellos ocho. Sojuzgada
la revuelta, el gobernador francés Louis Charles René, conde de
Marbeuf, jugó la carta de atraerse a las familias patricias de la isla.
Carlos María Bonaparte, que religaba sus ínfulas de pertenencia a la
pequeña nobleza con unos antepasados en Toscana, aprovechó la
oportunidad: viajó con una recomendación de Marbeuf hacia la
metrópoli para acreditar su hidalguía y logró que sus dos hijos
mayores, José y Napoleón, entraran en calidad de becarios en el
Colegio de Autun.

Los méritos escolares de Napoleón en matemáticas, a las que fue


muy aficionado y que llegaron a constituir en él una especie de
segunda naturaleza (de gran utilidad para su futura especialidad
castrense, la artillería), facilitaron su ingreso en la Escuela Militar de
Brienne. De allí salió a los diecisiete años con el nombramiento de
subteniente y un destino de guarnición en la ciudad de Valence. En
aquellos años, el muchacho presentaba un aspecto semisalvaje y
apenas hablaba otra cosa que no fuera el dialecto de su añorada
isla. Sus compañeros, hijos de la aristocracia francesa, veían en él
a un extranjero raro y mal vestido, al que hacían blanco de toda
clase de burlas; no obstante, su carácter indómito y violento
imponía respeto tanto a sus camaradas como a sus profesores. Lo
que más llamaba la atención era su temperamento y su tenacidad;
uno de sus maestros en Brienne diría de él: «Este muchacho está
hecho de granito, y además tiene un volcán en su interior».

Juventud revolucionaria
Al poco tiempo sobrevino el fallecimiento del padre y, por este
motivo, el traslado de Napoleón a Córcega y la baja temporal en el
servicio activo. Su agitada etapa juvenil discurrió entre idas y
venidas a Francia, nuevos acantonamientos con la tropa (esta vez
en Auxonne), la vorágine de la Revolución Francesa (cuyas
explosiones violentas conoció durante una estancia en París) y los
conflictos independentistas de Córcega.

En el agitado enfrentamiento de las banderías insulares, Napoleón


se creó enemigos irreconciliables, entre ellos el mismo Pasquale
Paoli. El líder independentista había sido amnistiado en 1791 y
nombrado gobernador de la ciudad corsa de Bastia; dos años
después, sin embargo, rompería con la Convención republicana y
proclamaría la independencia, mientras el entonces joven oficial
Napoleón Bonaparte se decantaba por las facciones afrancesadas.
La desconfianza hacia los paolistas en la familia Bonaparte se había
ido trocando en furiosa animadversión. Napoleón se alzó mediante
intrigas con la jefatura de la milicia y quiso ametrallar a sus
adversarios en las calles de Ajaccio. Pero fracasó y tuvo que huir
con los suyos, para escapar al incendio de su casa y a una muerte
casi segura a manos de sus enfurecidos compatriotas.

Instalado con su madre y sus hermanos en Marsella, malvivió entre


grandes penurias económicas, que en algunos momentos rozaron el
filo de la miseria; el horizonte de las disponibilidades familiares solía
terminar en las casas de empeños, pero los Bonaparte no carecían
de coraje ni recursos. María Leticia Ramolino, la madre, se convirtió
en amante de un comerciante acomodado, François Clary. El
hermano mayor, José Bonaparte, se casó con una hija del mercader,
Marie Julie Clary; el noviazgo de Napoleón con otra hija, Désirée
Clary, no prosperó.
Napoleón Bonaparte en el asedio de Tolón (1793)

Con todo, las estrecheces sólo empezaron a remitir cuando un


hermano de Robespierre, Agustín, le deparó su protección. Napoleón
consiguió reincorporarse a filas con el grado de capitán y adquirió
un amplio renombre con ocasión del asedio a la base naval de Tolón
(1793), donde logró sofocar una sublevación contrarrevolucionaria
apoyada por los ingleses. Suyo fue el plan de asalto propuesto a
unos inexperimentados generales, basado en una inteligente
distribución de la artillería, y también la ejecución y el rotundo éxito
final.

En reconocimiento a sus méritos fue ascendido a general de brigada,


se le destinó a la comandancia general de artillería en el ejército de
Italia y viajó en misión especial a Génova. Esos contactos con los
Robespierre estuvieron a punto de serle fatales al caer el Terror
jacobino el 27 de julio de 1794 (el 9 de Termidor en el calendario
republicano): Napoleón fue encarcelado por un tiempo en la
fortaleza de Antibes, mientras se dilucidaba su sospechosa filiación.
Liberado por mediación de otro corso, el comisario de la Convención
Salicetti, el joven Napoleón, con veinticuatro años y sin oficio ni
beneficio, volvió a empezar en París, como si partiera de cero.

Encontró un hueco en la sección topográfica del Departamento de


Operaciones. Además de las tareas propiamente técnicas,
efectuadas entre mapas, informes y secretos militares, esta oficina
posibilitaba el trato directo con las altas autoridades civiles que la
supervisaban. Y a través de dichas autoridades podía accederse a
los salones donde las maquinaciones políticas y las especulaciones
financieras, en el turbio esplendor que había sucedido al implacable
moralismo de Robespierre, se entremezclaban con las lides
amorosas y la nostalgia por los usos del Antiguo Régimen.

Allí encontró Napoleón a una refinada viuda de reputación tan


brillante como equívoca, Josefina de Beauharnais, quien colmó
también su vacío sentimental. Josefina Tascher de la Pagerie (tal era
su nombre de soltera) era una dama criolla oriunda de la Martinica
que tenía dos hijos, Hortensia y Eugenio, y cuyo primer marido, el
vizconde y general de Beauharnais, había sido guillotinado por los
jacobinos. Mucho más tarde Napoleón, que declaraba no haber
sentido un afecto profundo por nada ni por nadie, confesaría haber
amado apasionadamente en su juventud a Josefina, cinco años
mayor que él.Entre los amantes de Josefina Bonaparte se contaba Paul
Barras, el hombre fuerte del Directorio surgido con la nueva
Constitución republicana de 1795, que andaba por entonces a la
búsqueda de una espada (según su expresión literal) a la que
manejar convenientemente para defender el repliegue conservador
de la república y hurtarlo a las continuas tentativas de golpe de
Estado de los realistas, los jacobinos y los radicales igualitarios. A
finales de 1795, la elección de Napoleón fue precipitada por una de
las temibles insurrecciones de las masas populares de París, a la que
se sumaron los monárquicos con sus propios fines
desestabilizadores. Encargado de reprimirla, Napoleón realizó una
operación de cerco y aniquilamiento a cañonazos que dejó la capital
anegada en sangre.

Asegurada la tranquilidad interior por el momento, Paul Barras le


encomendó en 1796 dirigir la guerra en uno de los frentes
republicanos más desasistidos: el de Italia, en el que los franceses
peleaban contra los austriacos y los piamonteses. Unos días antes
de su partida, Napoleón se casó con Josefina en ceremonia civil,
pero en su ausencia no pudo evitar que ella volviera a entregarse a
Barras y a otros miembros del círculo gubernamental. Celoso y
atormentado, Napoleón terminó por reclamarla imperiosamente a
su lado, en el mismo escenario de batalla.

El militar exitoso

Desde marzo de 1796 hasta abril de 1797, el genio militar del joven
Buonaparte se puso de manifiesto en la península italiana; Lodi
(mayo de 1796), Arcole (noviembre de 1796) y Rivoli (enero de
1797) pasaron a la historia como los escenarios de las principales
batallas en las que derrotó a los austríacos; Beaulieu, Wurmser y
Alvinczy fueron los más destacados mariscales cuyas tropas fueron
barridas por las de Napoleón.

El inexperto general llegado de París en la primavera de 1796


despertó la admiración de todos los maestros en estrategia de la
época y se convirtió en un tiempo récord en el terror de los ejércitos
de Austria. En cuanto a sus propios soldados, el recelo de los
primeros días pronto se transformó en entusiasmo: comenzaron a
llamarle admirativamente «le petit caporal» y a corear su nombre
antes de iniciar la lucha. Fue en esos días victoriosos cuando
Napoleón varió la ortografía de su apellido en sus informes al
Directorio: Buonaparte dejó paso definitivamente a Bonaparte.

Aquel general de veintisiete años transformó unos cuerpos de


hombres desarrapados, hambrientos y desmoralizados en una
formidable máquina bélica que trituró el Piamonte en menos de dos
semanas y, de victoria en victoria, repelió a los austriacos más allá
de los Alpes. Sus campañas de Italia pasarían a ser materia obligada
de estudio en las academias militares durante innúmeras
promociones, pero tanto o más significativas que sus victorias
aplastantes fue su reorganización política de la península italiana,
que llevó a cabo refundiendo las divisiones seculares y los viejos
estados en repúblicas de nuevo cuño dependientes de Francia.

El rayo de la guerra se revelaba así simultáneamente como el genio


de la paz. Lo más inquietante era el carácter autónomo de su
gestión: hacía y deshacía conforme a sus propios criterios y no
según las orientaciones de París. El Directorio comenzó a irritarse.
Cuando Austria se vio forzada a pedir la paz en 1797, ya no era
posible un control estricto sobre un caudillo alzado a la categoría de
héroe legendario. Napoleón mostraba una amenazadora propensión
a ser la espada que ejecuta, el gobierno que administra y la cabeza
que planifica y dirige: tres personas en una misma naturaleza de
inigualada eficacia. Por ello, el Directorio columbró la posibilidad de
alejar esa amenaza aceptando su plan de cortar las rutas vitales del
poderío británico (concretamente, la que unía el Mediterráneo y la
India) con una expedición a Egipto.

Así, el 19 de mayo de 1798, Napoleón embarcaba rumbo a


Alejandría, y dos meses después, en la batalla de las Pirámides,
dispersaba a la casta de guerreros mercenarios que explotaban el
país en nombre de Turquía, los mamelucos, para internarse luego
en el desierto sirio. Pero todas sus posibilidades de éxito se vieron
colapsadas cuando la escuadra francesa fue hundida en Abukir por
el almirante Horacio Nelson, el émulo inglés de Napoleón en los
escenarios navales.

El revés lo dejó aislado y consumiéndose de impaciencia ante las


fragmentarias noticias que recibía del continente. En Europa, la
segunda coalición de las potencias monárquicas había recobrado las
conquistas de Italia, y la política interior francesa hervía de conjuras
y candidatos a asaltar un Estado en el que la única fuerza
estabilizadora que restaba era el ejército. Finalmente, Napoleón se
decidió a regresar a Francia en el primer barco que pudo sustraerse
al bloqueo de Nelson. Nadie se atrevió a juzgarle por deserción y
abandono de sus tropas; recaló de paso en su isla natal y repitió
una vez más el trayecto de Córcega a París, ahora como héroe
indiscutido.

Primer Cónsul
En pocas semanas organizó el golpe de Estado del 9 de noviembre
de 1799 (el 18 de Brumario según la nomenclatura del calendario
republicano), para el que contó con la colaboración, entre otros,
de Emmanuel Joseph Sieyès y de su hermano Luciano, el cual le ayudó
a disolver la Asamblea Legislativa del Consejo de los Quinientos, en
la que figuraba como presidente. El golpe barrió al Directorio, a su
antiguo protector Paul Barras, al Consejo de Ancianos, a los últimos
clubes revolucionarios y a todos los poderes existentes, e instauró
el Consulado: un gobierno provisional compartido en teoría por tres
titulares, pero en realidad cobertura de su régimen autocrático,
sancionado por la nueva Constitución napoleónica del año 1800.

El golpe de Brumario: Napoleón disuelve el Consejo de los Quinientos (óleo de François


Bouchot)

Aprobada bajo la consigna de «la Revolución ha terminado», la


nueva Constitución restablecía el sufragio universal, que había sido
recortado por la oligarquía del Directorio tras la caída de
Robespierre. En la práctica, calculados mecanismos institucionales
cegaban los cauces efectivos de participación real a los electores, a
cambio de darles la libertad de ratificar los hechos consumados en
entusiásticos plebiscitos. El que validó la ascensión de Napoleón a
Primer Cónsul al cesar la provisionalidad arrojó menos de dos mil
votos negativos entre varios millones de papeletas.

El Consulado terminó con una larga etapa de anarquía y desórdenes.


En cuanto tuvo todo el poder en sus manos, Napoleón demostró que
no era solamente un general audaz, preocupado por manipular
mediante la diplomacia o la guerra los complejos resortes de la
política internacional, sino que también estaba interesado por
procurar bienestar a sus súbditos y podía actuar como un brillante
legislador y administrador. En los años inmediatamente posteriores
a su proclamación como cónsul, la obra de reforma, recuperación y
reparación que realizó fue espectacular y admirable. Bonaparte
introdujo cambios en la administración (dando a Francia
instituciones que han llegado hasta hoy, como el Consejo de Estado,
las prefecturas y la organización judicial), acabó con las guerras
civiles que asolaban la zona oeste del país e instauró una política
financiera eficaz que permitió poner fin al déficit acumulado durante
la Revolución.

A estos logros en el interior se sumaron nuevos éxitos en el exterior.


El 14 de junio de 1800 volvió a hacer un derroche de su genialidad
como militar al aplastar de nuevo a los austríacos en la renombrada
batalla de Marengo, obligándolos a firmar la paz de Lunéville al año
siguiente. Además firmó con el papa el concordato de 1801, que
preveía la reorganización de la Iglesia de Francia y favorecía el
resurgimiento de la vida religiosa tras los desmanes cometidos en
los momentos culminantes del período revolucionario. Napoleón no
se contentó con alargar la dignidad de Primer Cónsul a una duración
de diez años; apenas dos años después, en 1802, la convirtió en
vitalicia. Era poco todavía para el gran advenedizo que embriagaba
a Francia de triunfos (después de haber destruido militarmente a la
segunda coalición en Marengo) y emprendía una deslumbrante
reconstrucción interna.

Napoleón, Emperador

La heterogénea oposición a su gobierno fue desmantelada mediante


drásticas represiones a derecha e izquierda a raíz de fallidos
atentados contra su persona. El castigo más ejemplarizante y
amedrentador fue el arresto y ejecución, el 20 de marzo de 1804,
de un príncipe emparentado con los Borbones depuestos, el duque
de Enghien, acusado de participar en un complot para asesinar a
Napoleón y restaurar la monarquía. El corolario de este proceso fue
el ofrecimiento de la corona imperial que le hizo el Senado al día
siguiente.

La ceremonia de coronación se llevó a cabo el 2 de diciembre de


1804 en Notre Dame, con la asistencia del papa Pío VII, aunque
Napoleón se ciñó la corona a sí mismo y después la impuso a
Josefina; el pontífice se limitó a pedir que celebrasen un matrimonio
religioso, en un sencillo acto que se ocultó celosamente al público.
Sus enemigos describieron toda aquella magnificencia como «la
entronización del gato con botas». Sus admiradores consideraron
que nunca antes Francia había alcanzado mayor grandeza. Se
asegura que, cuando el cortejo abandonaba la catedral
majestuosamente, Napoleón, al pasar junto a su hermano Jerónimo,
no pudo reprimir una sonrisa y le susurró al oído: «¡Si nos viera
nuestro padre Buonaparte!» El mismo año, una nueva Constitución
afirmó aún más su autoridad omnímoda.

La coronación de Napoleón (óleo de Jacques-Louis David)

La historia de la mayor parte del Imperio (1804-1814) es una


recapitulación de sus victorias sobre las monarquías europeas,
aliadas en repetidas coaliciones contra Francia y promovidas en
último término por la diplomacia y el oro ingleses. En la batalla de
Austerlitz, de 1805, Bonaparte abatió la tercera coalición; en la de
Jena, de 1806, anonadó al poderoso reino prusiano y pudo
reorganizar todo el mapa de Alemania en torno a la Confederación
del Rin, mientras que los rusos eran contenidos en Friendland
(1807). Al reincidir Austria en la quinta coalición, volvió a
destrozarla en Wagram en 1809.

Nada podía resistirse a su instrumento de choque, la Grande Armée (el


'Gran Ejército'), y a su mando operativo, que, en sus propias
palabras, equivalía a otro ejército invencible. Cientos de miles de
cadáveres de todos los bandos pavimentaron estas glorias
guerreras; cientos de miles de soldados supervivientes y sus bien
adiestrados funcionarios esparcieron por Europa los principios de la
Revolución francesa. En todas partes los derechos feudales eran
abolidos junto con los mil particularismos económicos, aduaneros y
corporativos, y se creaba un mercado único interior.

Del mismo modo quedó implantada por todos los dominios del
Imperio la igualdad jurídica y política según el modelo del Código
Civil francés, al que dio nombre: el Código de Napoleón o
Napoleónico se convertiría en la matriz de los derechos occidentales,
excepción hecha de los anglosajones; se secularizaban igualmente
en todas partes los bienes eclesiásticos, se establecía una
administración centralizada y uniforme y se reconocía la libertad de
cultos y de religión, o la libertad de no tener ninguna. Con estas y
otras medidas se reemplazaban las desigualdades feudales
(basadas en el privilegio y el nacimiento) por las desigualdades
burguesas (fundadas en el dinero y la situación en el orden
productivo), y buena parte de las sociedades europeas entraban en
la Edad Contemporánea.

La obra napoleónica, que liberó fundamentalmente la fuerza de


trabajo, es el sello de la victoria de la burguesía en la Revolución
Francesa y puede resumirse en una de las frases del estadista corso:
«Si hubiera dispuesto de tiempo, muy pronto hubiese formado un
solo pueblo, y cada uno, al viajar por todas partes, siempre se habría
hallado en su patria común». Esta temprana visión unitarista de
Europa, que es acaso la clave de la fascinación que ha ejercido su
figura sobre tan diversas corrientes historiográficas y culturales,
ignoraba las peculiaridades nacionales en una uniformidad
supeditada por lo demás a la égida imperialista de Francia. Así, una
serie de principados y reinos férreamente sujetos, mero glacis
defensivo en las fronteras, fueron adjudicados a los hermanos y
generales de Napoleón. El excluido fue Luciano Bonaparte, a
resultas de una prolongada ruptura fraternal.

El Imperio napoleónico

A las numerosas infidelidades conyugales de Josefina durante sus


campañas, por lo menos hasta los días de la ascensión al trono,
apenas había correspondido Napoleón con algunas aventuras
fugaces. Éstas se trocaron en una relación de corte muy distinto al
conocer a la condesa polaca María Walewska en 1806, en el
transcurso de una campaña contra los rusos. El intermitente pero
largamente mantenido amor con la condesa dio a Bonaparte un hijo,
León; el ansia de paternidad y de rematar su obra con una
legitimidad dinástica se asoció a sus cálculos políticos para decidirle
a divorciarse de Josefina y a solicitar la mano de la hija de Francisco
II de Austria, la archiduquesa María Luisa de Austria o de Habsburgo-
Lorena, emparentada con uno de los linajes más antiguos del
continente.

Sin otro especial relieve que su estirpe, María Luisa de Austria


cumplió lo que se esperaba del enlace al dar a luz en 1811 a
Napoleón II (de corta y desvaída existencia, pues murió en 1832),
que sería proclamado heredero y sucesor por su padre en sus dos
sucesivas abdicaciones (1814 y 1815), pero que nunca llegó a
reinar. Con el tiempo, María Luisa de Austria proporcionaría al
emperador una secreta amargura al no compartir su caída; en 1814
regresó con el pequeño Napoleón II al lado de sus progenitores, los
Habsburgo, y en la corte vienesa se hizo amante de un general
austriaco, Adam Adalbert von Neipperg, con quien contrajo
matrimonio en terceras nupcias a la muerte de Napoleón.

El ocaso

El matrimonio con María Luisa en 1810 pareció señalar el cenit


napoleónico. Los únicos estados que todavía quedaban a resguardo
eran Rusia y Gran Bretaña. El almirante Horacio Nelson había
sentado de una vez por todas la hegemonía marítima inglesa en la
batalla de Trafalgar (1805), arruinando los proyectos del
emperador. Como réplica, Napoleón había intentado asfixiar
económicamente a Gran Bretaña decretando el bloqueo continental
(1806), es decir, prohibiendo el comercio entre la isla y el continente
y cerrando los puertos europeos a las manufacturas británicas.

A la larga, la medida resultaría no sólo estéril, sino también


contraproducente. Era una guerra comercial perdida de antemano,
en la que todas las trincheras se mostraban inútiles por el activísimo
contrabando y frente al hecho de que la industria europea, por
entonces en mantillas respecto a la británica, era incapaz de surtir
la demanda. Colapsada la circulación comercial, Napoleón se perfiló
ante Europa como el gran estorbo económico, sobre todo cuando las
restricciones mutuas se extendieron a los países neutrales.

El bloqueo continental también condujo en 1808 a invadir Portugal,


el satélite británico, y su llave de paso, España. Los Borbones
españoles fueron desalojados del trono en beneficio de su
hermano, José Bonaparte, y la dinastía portuguesa huyó a Brasil.
Ambos pueblos se levantaron en armas y comenzaron una doble
guerra de Independencia que los dejaría destrozados para muchas
décadas; pero, a la vez, obligaron a permanecer en la península a
una parte de la Grande Armée y la diezmaron en una agotadora lucha
de guerrillas que se extendió hasta 1814, sin contar el desgaste de
las batallas a campo abierto que hubo de librar contra un moderno
ejército enviado por Gran Bretaña. Por primera vez, el ejército
napoleónico se mostró incapaz de controlar la situación;
acostumbrados a rápidas contiendas contra tropas de mercenarios,
sus soldados no pudieron acabar con aquellos guerrilleros que
peleaban en grupos reducidos y conocían a la perfección el terreno.
La otra parte del ejército francés, en la que Napoleón había enrolado
a contingentes de las diversas nacionalidades vencidas, fue tragada
por las inmensidades rusas en la campaña de 1812 contra el
zar Alejandro I. Al frente de un ejército de más de medio millón de
hombres, Napoleón se adentró en las llanuras de Polonia al tiempo
que sus enemigos se replegaban a marchas forzadas, obligándole a
penetrar profundamente en las estepas rusas. Tras las victorias
pírricas de Smolensko y Borodino, las tropas francesas entraron en
Moscú, pero Bonaparte no pudo permanecer en la ciudad a causa de
la falta de víveres y el desaliento de sus soldados. La retirada fue
un completo desastre: el hambre y el crudo invierno se abatieron
sobre los hombres y causaron aún más estragos que el acoso
selectivo a que se vieron sometidos por el ejército del zar. El 16 de
diciembre, tan sólo 18.000 hombres extenuados regresaban a
Polonia; el emperador, cabizbajo sobre su caballo blanco, parecía
una triste sombra de sí mismo.
La magnitud de la catástrofe acaecida en Rusia propició que todos
sus enemigos se levantasen contra él al unísono. Europa se levantó
contra el dominio napoleónico, y el sentimiento nacional de los
pueblos se rebeló dando apoyo al desquite de las monarquías; en
Francia, fatigada de la interminable tensión bélica y de una creciente
opresión, la burguesía resolvió desembarazarse de su amo. El
combate resolutorio de esta nueva coalición, la sexta, se libró en
Leipzig en 1813. También llamada «la batalla de las Naciones», la
de Leipzig fue una de las grandes y raras derrotas de Napoleón, y el
prólogo de la invasión de Francia, la entrada de los aliados en París
y la abdicación del emperador en Fontainebleau (abril de 1814),
forzada por sus mismos generales. Las potencias vencedoras le
concedieron la soberanía plena sobre la minúscula isla italiana de
Elba y restablecieron en el trono francés la misma dinastía que había
sido expulsada por la Revolución, los Borbones, en la figura de Luis
XVIII.
El confinamiento de Napoleón en Elba, suavizado por los cuidados
familiares de su madre y la visita de María Walewska, fue
comparable al de un león enjaulado. Tenía cuarenta y cinco años y
todavía se sentía capaz de hacer frente a Europa. Los errores de los
Borbones (que a pesar del largo exilio no se resignaban a pactar con
la burguesía) y el descontento del pueblo le dieron ocasión para
actuar. En marzo de 1815 desembarcó en Francia con sólo un millar
de hombres y, sin disparar un solo tiro, en un nuevo baño triunfal
de multitudes, Napoleón volvió a hacerse con el poder en París.

La batalla de Waterloo (1815)

Pero muy pronto, en junio de 1815, fue completamente derrotado


en la batalla de Waterloo por los vigilantes Estados europeos (que
no habían depuesto las armas, atentos a una posible revigorización
francesa) y puesto nuevamente en la disyuntiva de abdicar. Así
concluyó su segundo período imperial, que por su corta duración es
llamado el Imperio de los Cien Días (de marzo a junio de 1815).
Napoleón se entregó a los ingleses, que lo deportaron a un perdido
islote africano, Santa Elena, donde sucumbió lentamente a las
iniquidades de un tétrico carcelero, Hudson Lowe.

Antes de morir el 5 de mayo de 1821, escribió unas memorias,


el Memorial de Santa Elena, en las que se describió a sí mismo tal como
deseaba que lo viese la posteridad. La historia aún no se ha puesto
de acuerdo ni siquiera en el retrato de su singular personalidad y en
el peso relativo de sus múltiples facetas: el bronco espadón
cuartelero, el estadista, el visionario, el aventurero y el héroe de la
antigüedad obsesionado por la gloria. Convertido en héroe de
epopeya por escritores de la talla de Victor
Hugo, Balzac, Stendhal, Heine, Manzoni o Pushkin, su leyenda alcanzó la
apoteosis en 1840, cuando sus cenizas regresaron a París para ser
depositadas bajo la cúpula de la iglesia del Hôtel des Invalides,
fundado dos siglos antes por el Rey Sol Luis XIV para acoger a los
viejos soldados maltrechos por la guerra. Él había sido, sin lugar a
dudas, uno de ellos.

José de San Martín


(José Francisco de San Martín y Matorras; Yapeyú, hoy San Martín,
Corrientes, Argentina, 1778 - Boulogne-sur-Mer, Francia, 1850)
Héroe de la independencia americana, libertador de Chile y Perú.

La singularidad del perfil heroico de José de San Martín viene dada,


más que por sus hazañas exteriores, por la grandeza interior de su
carácter. Pocos hombres públicos pueden exhibir una trayectoria tan
limpia en la historia de América: habiendo alcanzado la máxima
gloria militar en las batallas más decisivas, renunció luego con
obstinada coherencia a asumir el poder político, conformándose con
ganar para los pueblos hispanoamericanos la anhelada libertad por
la que luchaban.

José de San Martín


Sus campañas militares cambiaron el signo de la historia americana
durante el proceso de descolonización acaecido a principios del siglo
XIX. A su lucidez estratégica se deben los planteamientos militares
que llevarían a la independencia de Chile y de Perú, centro
neurálgico del poderío español cuya caída conduciría a la de todo el
continente. Si luego dejó en manos menos nobles las extenuantes
guerras civiles y partidistas que acabaron por malbaratar los más
bellos sueños de los patriotas, fue por esa misma pureza y rectitud
de principios. Achacoso, postergado y ciego, San Martín moriría
decentemente en su cama, en un remoto rincón de Francia, cargado
de honores y exonerado de toda responsabilidad sobre el destino
tortuoso de aquellas amadas tierras cuya independencia había
ganado con el valor de su sable.

Biografía

Hijo de Juan de San Martín, teniente gobernador de Corrientes, y de


Gregoria Matorras, el pequeño José Francisco se crió en el seno de
una familia española que no tardó en preferir volver a su país a
quedarse en aquellos turbulentos estados coloniales. En 1784 pasó
con su familia a España; en 1787 ingresó en el Seminario de Nobles
de Madrid, donde aprendió retórica, matemáticas, geografía,
ciencias naturales, francés, latín, dibujo y música.

Dos años después pidió y obtuvo el ingreso como cadete en el


Regimiento de Murcia. Fue éste el origen de una brillante y
vertiginosa carrera militar que tendría su bautismo de fuego en el
sitio de Orán (1791), en la campaña de Melilla; trece años tenía
entonces el futuro libertador.
José de San Martín (detalle de un retrato de François Joseph Navez, c. 1824)

Más tarde intervino en las guerras del Rosellón (1793) y de las


Naranjas (1801), mereciendo sucesivos ascensos por su actuación;
en 1803 era ya capitán de infantería en el regimiento de voluntarios
de Campo Mayor. Cuando la invasión napoleónica de la península
dio lugar a la Guerra de la Independencia Española (1808-1814), su
arrojo contra los invasores franceses en la batalla de Bailén (1808)
le valdría ser nombrado teniente coronel de caballería.

La emancipación de América
Tras esta fulgurante carrera en el ejército español, y poco después
de estallar la revolución emancipadora en América, San Martín, que
había mantenido contactos con las logias masónicas que
simpatizaban con el movimiento independentista, reorientó su vida
hacia la causa emancipadora. El sentimiento de su identidad
americana y su ideario liberal, desarrollado en el clima espiritual
surgido tras la Revolución Francesa y en la lectura de los
enciclopedistas e ilustrados franceses y españoles, lo determinaron
a contribuir a la libertad de su patria.
Inició así una nueva etapa de su vida que lo convertiría, junto con
Simón Bolívar, en una de las personalidades más destacadas de la
guerra de emancipación americana. Solicitó la baja en el ejército
español y marchó primero a Londres (1811), donde permaneció casi
cuatro meses. Allí asistió a las sesiones de la Gran Reunión
Americana, fundada por Francisco de Miranda, que fue la organización
madre de varias otras esparcidas por América con idénticos fines:
la independencia y organización de los pueblos americanos.
Desde Inglaterra se embarcó hacia Buenos Aires (1812), donde
esperaba que su experiencia militar en numerosas batallas le
permitiese rendir excelentes servicios al ideal que animaba a su
país. A causa de sus veintidós años de servicio en el ejército realista,
no fue recibido con entusiasmo por los dirigentes; pero, ante la
debilidad militar del movimiento patriota, la Junta gubernativa le
confirmó en su rango de teniente coronel de caballería y le
encomendó la creación del Regimiento de Granaderos a Caballo, al
frente del cual obtendría la victoria en el combate de San Lorenzo
(3 de febrero de 1813).

El mismo año de su llegada había conocido en una tertulia política a


la que sería su esposa y compañera, doña María Remedios de
Escalada, con quien contrajo matrimonio enseguida, el 19 de
septiembre, en la catedral porteña. En 1813 renunció a la jefatura
del Ejército de Buenos Aires, y en 1814 aceptó sustituir a Manuel
Belgrano al frente del Ejército del Alto Perú, maltrecho por sus
derrotas. El duro revés que Belgrano había sufrido en Vilcapugio y
Ayohuma a manos de los realistas cerraba prácticamente las
posibilidades de avanzar sobre Perú, al tiempo que hacía vulnerable
esa frontera, cuya custodia encargó a Martín Miguel de Güemes,
caudillo de Salta.
La gesta de los Andes

Incómodo ante las suspicacias bonaerenses, y de acuerdo con sus


compañeros de la logia Lautaro, José de San Martín pensaba que
todos los esfuerzos debían orientarse hacia la liberación de Perú,
principal bastión realista en América. Bloqueada la ruta del Alto Perú
(la actual Bolivia), empezó a madurar su plan de conquista de Perú
desde Chile; con este objetivo obtuvo la gobernación de Cuyo, lo
que le permitió establecerse en Mendoza (1814) y preparar desde
allí su ofensiva.

Mientras tanto, en Chile, Bernardo O'Higgins y José Miguel


Carrera habían unido sus fuerzas para sostener la estratégica ciudad
de Rancagua; con su derrota a manos de los realistas finalizaba la
intentona independentista chilena del periodo denominado la Patria
Vieja (1810-1814). La caída de la Patria Vieja y la llegada a Mendoza
de los refugiados chilenos complicó los planes de San Martín, que
esperaba atacar Perú desde un Chile independiente y aliado; era
prioritario, pues, liberar Chile.
San Martín y O'Higgins en la travesía de los Andes

San Martín decidió apoyarse en O'Higgins, con quien preparó el plan


de invasión que sería aprobado por los gobiernos de Gervasio
Antonio de Posadas y de Juan Martín de Pueyrredón. En Mendoza,
durante tres años (1814-1817) y con pobres recursos, San Martín
organizó pacientemente el ejército con la ayuda de la población de
los Andes; a la empresa se sumó también con celo su esposa, doña
Remedios, que entregó sus joyas para aliviar en algo las penurias
de los patriotas. En 1816 esta abnegada mujer dio al general su
única hija, Merceditas, que sería el bálsamo de San Martín en su
solitaria vejez.

Finalmente, en 1817 inició la gran campaña que habría de dar un


giro nuevo a la guerra, en el momento más difícil para la causa
americana, cuando la insurrección estaba vencida en todas partes
con excepción de la Argentina. Su objetivo era invadir Chile
cruzando la cordillera de los Andes, y su realización, en sólo
veinticuatro días, constituiría la mayor hazaña militar americana de
todos los tiempos. Superadas las cumbres andinas, el 12 de febrero
de 1817 derrotó al ejército realista al mando del general Marcó del
Pont en la cuesta de Chacabuco, y el 14 entró en Santiago de Chile.
La Asamblea constituida proclamó la independencia del país y le
nombró director supremo, cargo que declinó en favor de O'Higgins.

La liberación de Perú

Pero esta gran hazaña de San Martín perseguía, como ya se ha


indicado, una meta mucho más ambiciosa, y respondía a la
estrategia continental del libertador. Desde esa perspectiva más
amplia, la conquista de Chile era sólo un paso necesario: San Martín
comprendió que para sacudir el yugo español del continente era
preciso conseguir el dominio naval del Pacífico y la ocupación del
virreinato del Perú, verdadero centro del poder realista. El mismo
virrey peruano Pezuela consideró con lucidez la situación creada tras
el cruce de los Andes y la batalla de Chacabuco, señalando que esta
campaña "trastornó enteramente el estado de las cosas, dio a los
disidentes puestos cómodos para dominar el Pacífico y cambió el
teatro de la guerra para dominar el poder español en sus
fundamentos."

A partir de este momento, los esfuerzos de San Martín se centraron


en la organización de la gran escuadra que había de transportar a
las tropas libertadoras a Perú. Viajó a Buenos Aires a fin de solicitar
lo necesario para la campaña; sin embargo, lo que recibió fue la
oferta de intervenir directamente en las disputas internas del país,
cosa que rechazó.

El abrazo de Maipú (detalle de un cuadro de Pedro Subercaseaux)

A su regreso a Chile, las fuerzas patriotas fueron derrotadas en


Cancha Rayada por el ejército realista de Mariano Osorio. San Martín
reorganizó las desmoralizadas tropas criollas y venció a Osorio en
los llanos de Maipú (5 de abril de 1818); al término de esta batalla,
con la que quedaba asegurada la libertad chilena, tuvo lugar el
célebre abrazo entre San Martín y O'Higgins. Aún después de
destruidos los últimos focos de resistencia española, San Martín tuvo
que vencer tremendos obstáculos: la falta de dinero, las diferencias
políticas y la rivalidad y envidia de sus enemigos; pero los muchos
meses dedicados a la organización de la campaña de Perú acabarían
dando su fruto.
Finalizados los preparativos, la escuadra zarpó de Valparaíso (Chile)
el 20 de agosto de 1820, transportando un ejército de 4.500
hombres, y desembarcó en la playa de Paracas (cerca de Pisco,
Perú) el 8 de septiembre. San Martín intentó una negociación con el
virrey Pezuela, y luego con su sucesor, José de la Serna, con el que se
entrevistó el 2 de junio de 1821: el libertador expuso allí su oferta
de un arreglo pacífico, que incluía la independencia de Perú y la
implantación de un régimen monárquico con un rey español,
ofreciendo a La Serna la regencia interina. Fracasadas las
negociaciones, San Martín ocupó Lima y proclamó solemnemente la
independencia (28 de julio), pese a que el ejército realista aún
controlaba gran parte del territorio virreinal.

San Martín desembarca en Paracas (1820)

Nombrado Protector de Perú, mientras enviados suyos gestionaban


en las Cortes europeas el establecimiento de una monarquía, la
incertidumbre de su situación militar contrastaba con la
consolidación de Simón Bolívar en la Gran Colombia y la total
liberación de Quito tras la Batalla de Pichincha. Hostilizado por los
españoles que se habían hecho fuertes en las montañas, con su
ejército desgastado por la prolongada campaña y con su poder
minado por las disensiones entre los patriotas, San Martín hubo de
sostener una lucha constante.

La ocupación de Guayaquil, ciudad reivindicada por Perú, fue el


motivo inmediato de su célebre entrevista con Simón Bolívar (julio de
1822), en la que había de tratarse el futuro del continente y cuyo
contenido exacto es aún objeto de múltiples discusiones, pero que
sin duda debió de desalentar a San Martín; nada más regresar a
Lima, y ante la creciente oposición peruana a su política, convocó el
Congreso y presentó la renuncia a su cargo de Protector (20 de
septiembre de 1822), dos años antes de que la victoria de Ayacucho
pusiera fin definitivamente a la dominación española en Perú y en
todo el continente.
El retiro

San Martín había decidido retirarse; consideraba cumplido su deber


de liberar a los pueblos y no quiso participar en las luchas intestinas
por el poder. En octubre de 1822 llegó a Chile; en verano de 1823
cruzó los Andes y pasó a Mendoza con la idea de establecerse allí,
apartado de la vida pública. Pero las muchas críticas adversas que
le atribuían aspiraciones de mando y el fallecimiento de su esposa
lo determinaron a partir en febrero de 1824 rumbo a Europa,
acompañado por su hija Merceditas, que en esa época tenía siete
años.

Residió un tiempo en Gran Bretaña y de allí se trasladó a Bruselas


(Bélgica), donde vivió modestamente; su menguada renta apenas
le alcanzaba para pagar el colegio de Mercedes. Hacia 1827 se
deterioró su salud, resentida por el reumatismo, y su situación
económica: las rentas apenas le llegaban para su manutención.
Durante esos años en Europa arrastró además una incurable
nostalgia de su patria.

José de San Martín en una imagen de 1848


Su última tentativa de regreso tuvo lugar en 1829. Dos años antes
había ofrecido sus servicios a las autoridades argentinas para la
guerra contra el Imperio brasileño; en esta ocasión, embarcó hacia
Buenos Aires con la intención de mediar en el devastador conflicto
entre federalistas y centralistas. Sin embargo, al llegar encontró su
patria en tal grado de descomposición por las luchas fraticidas que
desistió de su intento, y, pese a los requerimientos de algunos
amigos, no puso pie en la añorada costa argentina.

Regresó a Bélgica y en 1831 pasó a París, donde residió junto al


Sena, en la finca de Grand-Bourg. Gracias a la solicitud de su
pródigo amigo don Alejandro Aguado, compañero de armas en
España, pudo pasar el postrero tramo de su vida sin vergonzosas
estrecheces. En 1848 se instaló en su definitiva residencia de
Boulogne-sur-Mer (Francia), donde moriría en 1850.

Bernardo O'Higgins
(Chillán, Chile, 1778 - Lima, 1842) Político y militar chileno,
libertador de Chile y primer presidente del país. Ganado
tempranamente para la causa independentista, Bernardo O'Higgins
figuró entre los máximos valedores de la «Patria Vieja» (1810-
1814), primer intento de emancipación que terminó con la derrota
a manos de los españoles de las fuerzas de O'Higgins y José Miguel
Carrera en el desastre de Rancagua (1814).
Bernardo O'Higgins

En el exilio argentino conoció a José de San Martín, con quien


colaboró en la organización de un ejército libertador. En 1817, en
una de las más gloriosas gestas de la historia militar americana, las
tropas de San Martín y O'Higgins cruzaron los Andes y vencieron a
los realistas en Chacabuco; un año después, la batalla de Maipú selló
definitivamente la independencia de Chile. Proclamado Director
Supremo de la nación (1817-1823), el propio O'Higgins dirigió los
primeros pasos del Chile independiente.

Biografía
Bernardo O'Higgins Riquelme era hijo natural de Ambrosio O'Higgins,
militar y administrador colonial de origen irlandés que, habiendo
iniciado por entonces una brillante carrera al servicio de la Corona
española, llegaría a ser nombrado gobernador de Chile (1788-1796)
y virrey del Perú (1796-1801); su madre era doña Isabel Riquelme
y Mesa, una bellísima joven criolla. Por conveniencias sociales, el
niño recién nacido fue llevado a Talca, donde se crió al cuidado de
don Juan Albano Pereira y de su esposa, doña Bartolina de la Cruz.

Cuando cumplió once años regresó a su ciudad natal para seguir


estudios en el colegio de los religiosos franciscanos, pero no
permaneció mucho tiempo en Chillán, pues su padre, que había sido
nombrado gobernador de Chile el año anterior, decidió que
completara su educación en un centro más selecto, como era el
Convictorio de San Carlos, en Lima; el joven Bernardo prosiguió allí
su formación hasta los diecisiete años.
O'Higgins durante su estancia en Londres

A esa edad, y siguiendo de nuevo las instrucciones de su padre,


Bernardo O'Higgins se puso de nuevo en camino: esta vez se dirigió
a Cádiz y de allí a Inglaterra, donde estudió en una academia
inglesa; además de cursar materias científicas como geografía,
botánica o matemáticas, aprendió francés, música, pintura y
esgrima. Durante su estancia de tres años en Gran Bretaña vivió
una apasionada aventura amorosa, al tiempo que crecía en él el
interés por la política. En este sentido fue clave su relación con el
prócer venezolano Francisco de Miranda, uno de los primeros y más
influyentes ideólogos e impulsores de la emancipación de las
colonias americanas, que le introdujo en la senda independentista.

Entretanto, don Ambrosio O'Higgins había sido nombrado virrey del


Perú; enterado del giro ideológico de su hijo, dejó de protegerle,
aunque a su muerte (1801) había resuelto legarle la mayor parte de
su fortuna. En 1802, con veintitrés años, regresó a la patria,
sustituyó el apellido materno por el paterno (pasando de Bernardo
Riquelme a Bernardo O'Higgins), y hasta 1810 se dedicó a la
hacienda que le dejó su progenitor, la cual engrandeció
notablemente. Ocupó cargos públicos, como el de procurador del
cabildo de Chillán, y al mismo tiempo se aplicó a la tarea de difundir
el ideario emancipador.

La Patria Vieja
Las aspiraciones de los movimientos independentistas que por esos
años habían ido gestándose en Chile y en toda la América Latina se
vieron favorecidas por los graves acontecimientos que sacudieron la
metrópoli. En 1808, la tropas de Napoleón invadieron España; el
emperador francés obligó al rey español a abdicar e instaló en el
trono a su hermano José I Bonaparte. El rechazo popular a la
dominación francesa desató la Guerra de la Independencia Española
(1808-1814).
Aunque pronto se constituyó en la península una Junta Suprema de
España e Indias que se proclamó depositaria de la soberanía real, la
extensión del conflicto bélico -que fue en su mayor parte una
desgastadora guerra de guerrillas- había ocasionado de facto un
vacío de poder en España. En 1810 comenzaron a formarse en las
colonias americanas juntas de gobierno que, a imitación de la Junta
de España, declararon al principio su lealtad al depuesto monarca
español Fernando VII; tales juntas, sin embargo, sustituyeron a las
autoridades coloniales anteriormente nombradas por la Corona, y
pronto derivaron, por lo general, hacia posturas independentistas.

Bernardo O'Higgins (retrato de José Gil de Castro, 1820)

Ese fue también el caso de Chile, que era por entonces una capitanía
general dependiente del Virreinato del Perú. El capitán general de
Chile, Francisco Antonio García Carrasco, quiso anticiparse a tales
movimientos con la detención de algunas significadas figuras de la
causa emancipadora; su actuación desencadenó una revuelta
popular el 11 de julio de 1810 y, cinco días después, hubo de
presentar su renuncia. Ocupó su lugar Mateo de Toro y Zambrano,
quien, para hacer frente a la situación, convocó el 18 de septiembre
de 1810 un cabildo abierto, asamblea integrada por 450 notables
que resolvió constituir la primera Junta de Gobierno de Chile. Con la
puesta en marcha de la Junta, dotada de plenos poderes pero
teóricamente fiel a la Corona española, se iniciaba el periodo
denominado la Patria Vieja (1810-1814), primera y fallida fase del
proceso de emancipación chileno.

Desde el mismo momento de la constitución de la Junta de Gobierno


de Chile, Bernardo O'Higgins colaboró activamente con Juan
Martínez de Rozas, vocal de la Junta, en la creación de un cuerpo de
milicias y la convocatoria de un Congreso Nacional, para el que
obtuvo en 1811 el acta de diputado por Los Ángeles. Luego se
trasladó a Santiago y se integró en el Tribunal Superior de Gobierno.

Siguió después una confusa etapa en la que las luchas políticas se


mezclaron con asonadas militares, que desembocaron en un proceso
legislativo más activo y liberalizador. El golpe militar de José Miguel
Carrera (4 de septiembre de 1811) supuso en la práctica el inicio de
la ruptura con la metrópoli y condujo a O'Higgins a presidir, junto
con el mismo Carrera y José Gaspar Marín, la cuarta Junta
Gubernativa. Pero las intrigas y desavenencias provocaron el
cansancio de Bernardo O'Higgins, quien renunció a su puesto en la
Junta y se retiró a los trabajos de su hacienda.

Ante el rumbo que habían tomado los acontecimientos, el virrey del


Perú, José Fernando Abascal y Sousa, encomendó al brigadier
español Antonio Pareja la misión de imponer su autoridad en los
territorios de la antigua Capitanía General de Chile. El desembarco
de Antonio Pareja el 26 de marzo de 1813 en San Vicente
interrumpió el retiro de O'Higgins, que se reincorporó al bando
insurgente para alzarse en armas contra la intentona realista.
Muerto el brigadier Pareja y derrotadas sus fuerzas, los realistas se
concentraron en Chillán; contra ellos avanzó O'Higgins, pero la
posición se mantuvo y los patriotas tuvieron que retirarse.
La caída de Rancagua, de Pedro Subercaseaux
Mientras las guerrillas realistas se extendían por la región, Bernardo
O'Higgins mostró su valor personal y su pericia estratégica en
diversos combates, méritos que le condujeron al generalato en
1814. Continuó la guerra contra los españoles, pero hubo de aceptar
el convenio de Lircay (3 de mayo de 1814), por el que se mantenía
la Junta de Gobierno de Chile a cambio de su sometimiento a la
Corona española y de la retirada de las tropas realistas. Ambas
partes, sin embargo, ignoraron inmediatamente lo pactado, y el
virrey José Fernando Abascal envió un nuevo contingente de tropas
al mando del brigadier Mariano Osorio para imponer por las armas la
sumisión de territorio.

La llegada de refuerzos para los españoles selló la reconciliación


entre Bernardo O'Higgins y José Miguel Carrera, quienes decidieron
unir sus fuerzas para concentrarse en la defensa de la estratégica
población de Rancagua. La caída de la ciudad (2 de octubre de 1814)
originó una crisis política profunda que se saldó con la huida de
muchas familias patriotas hacia Argentina, entre ellas la de
O'Higgins. El «Desastre de Rancagua» puso punto final a la Patria
Vieja: Chile se hallaba de nuevo bajo el dominio español.

La independencia de Chile
Durante su estancia en Argentina, Bernardo O'Higgins trabó íntima
amistad con el general José de San Martín, quien había de desempeñar
un importantísimo papel en la emancipación de Sudamérica. De la
fraternidad que unió al prócer argentino con el libertador chileno dan
fe su correspondencia, la inquebrantable lealtad que mantendrían
durante toda su vida y los mutuos elogios que se dedicaron.

En una carta de O'Higgins a San Martín, fechada en Mendoza el 21


de marzo de 1816, el primero le pide al segundo cien pesos para
atender a las apremiantes necesidades de su familia, que
"igualmente que yo -escribe- se halla envuelta en la persecución del
enemigo común". La anécdota revela la heroica austeridad y las
precarias condiciones económicas a las que O'Higgins estuvo
sometido durante estos años. El epistolario completo muestra, por
otra parte, una cordial efusividad entre ambos patriotas y hasta
contiene algunas íntimas confidencias, porque, como escribió
O'Higgins, "no cabe reserva entre los que se han jurado ser amigos
hasta la muerte".

San Martín y O'Higgins en la travesía de los Andes

San Martín entendía que la definitiva liberación de las colonias


hispanoamericanas pasaba por la ocupación del Perú, centro
neurálgico del poder virreinal, y proyectaba una expedición por vía
marítima desde Chile; obviamente, la caída de la Patria Vieja arruinó
sus planes, que precisaban el apoyo y colaboración de un Chile
independiente. De este modo, la liberación de Chile se convirtió en
el objetivo prioritario de ambos caudillos, que se dedicaron
pacientemente a reunir y organizar las tropas que habían de llevar
a cabo una temeraria empresa: cruzar los Andes por distintos pasos
desde Argentina y caer sorpresivamente sobre Chile.

Bajo la dirección de San Martín y O'Higgins, la campaña de los Andes


pasaría a la historia como la más grandiosa gesta militar americana
de todos los tiempos: en enero de 1817, en sólo veinticuatro días,
el llamado Ejército de los Andes cruzó la cordillera y obtuvo la crucial
victoria de Chacabuco (12 de febrero de 1817), que abrió las puertas
de la capital, ocupada dos días después. El 16 de febrero, una
ciudadanía entusiasta ofrecía el mando supremo del Estado al
victorioso general O'Higgins.

Sin embargo, los intereses prioritarios no pasaban entonces por la


política sino por la guerra, y fue preciso continuar la lucha en el sur,
aunque la suerte ya estaba echada y los realistas dejaron de ser una
amenaza seria para la independencia de Chile, que fue proclamada
formalmente el 12 de febrero de 1818. Ese mismo año tuvieron
lugar los últimos enfrentamientos notables: el nuevo virrey del Perú,
Joaquín de la Pezuela, movilizó un ejército de tres mil hombres, cuya
dirección fue otra vez confiada a Mariano Osorio. Los españoles
derrotaron a los patriotas en la batalla de Cancha Rayada, en la que
el propio O'Higgins recibió un balazo en el brazo derecho. Aún
convaleciente, quiso asistir sin embargo a la decisiva batalla de
Maipú (5 de abril de 1818), en la que San Martín aplastó a los
realistas, asegurando definitivamente la independencia chilena; al
término del combate, San Martín y O'Higgins se fundieron en el
célebre «abrazo de Maipú».

El abrazo de Maipú (detalle de un cuadro de Pedro Subercaseaux)

Conforme a la acertada visión estratégica de San Martín, la toma de


Perú precisaba de medios navales; O'Higgins formó una escuadra,
entregando su mando a Manuel Blanco Encalada primero y a Thomas
Cochrane después. La flota de combate chilena logró mantener la
supremacía sobre la armada virreinal, dominando toda la costa del
Pacífico. De esta forma el general San Martín pudo organizar la
expedición marítima que lo llevaría a desembarcar con su ejército
en las costas peruanas (1820) y a apoderarse de Lima un año
después, aunque la definitiva liberación del Perú correría a cargo de
Simón Bolívar.
Director Supremo (1817-1823)

Tras la batalla de Maipú, Bernardo O'Higgins pudo dedicarse


plenamente a las tareas de gobierno. Aprobó de inmediato un
reglamento constitucional (1818) por el cual quedaban fijadas sus
atribuciones y deberes en tanto que Director Supremo y se creaba
un Senado con funciones legislativas y consultivas; se establecía
asimismo una división administrativa en tres provincias y se
garantizaban plenamente los derechos y libertades individuales.

La nación a la que ayudó decisivamente a nacer fue libre y unitaria


gracias en gran parte a su esfuerzo. La libertad podía saborearse
plenamente; libre era el comercio que abarrotaba el puerto de
Valparaíso, libres las personas para circular sin pasaporte. La
inteligencia y la cultura comenzaron a prosperar, pues en los
pueblos se construían escuelas, se creaban bibliotecas y se
impulsaban las artes.

La abdicación de Bernardo O'Higgins, de Manuel Antonio Caro

Militar afortunado y político honesto y consciente, O'Higgins hubo


sin embargo de afrontar pruebas muy duras, como fueron los
rencores desatados tras el ajusticiamiento en Mendoza de los
hermanos Carrera y la insurrección de Concepción. La promulgación
de la Constitución de 1822, que había de sustituir la provisional de
1818, supuso en este sentido el principio del fin: pese a sus
indudables avances (limitación a seis años del mandato del Director
Supremo, creación de dos cámaras legislativas y reparto de las
atribuciones ejecutivas entre tres ministerios), algunas
disposiciones que no llegaron a ser incluidas señalaban una
orientación que chocaba con los intereses de la Iglesia católica y la
aristocracia latifundista.

El 28 de enero de 1823, un cansado O'Higgins renunciaba al mando


supremo de la patria en beneficio del general Ramón Freire, que había
liderado la oposición al texto constitucional y protagonizado desde
Concepción el pronunciamiento que acabó con su mandato. La
decisión de O'Higgins ahorró al país una guerra civil; poco después,
el prócer de la independencia abandonaba Chile rumbo a El Callao.
Últimos años
Su objetivo era seguir viaje a Inglaterra junto con toda su familia.
Para ello confiaba en los rendimientos de unas haciendas peruanas
que San Martín le había donado, pero los realistas ocupaban todavía
buena parte del territorio del antiguo Virreinato y la situación era
caótica. Recibido con todos los honores en Perú, fue amablemente
presionado para que asumiera el mando del ejército. Simón Bolívar,
que a su llegada a tierras peruanas tomó a su cargo la dirección de
las operaciones militares que conducirían a la liberación del Perú,
entabló de inmediato amistad con O'Higgins, que pasó a convertirse
en un distinguido miembro de su Estado Mayor. Los avatares de la
lucha los llevaron a la costa, mientras el general Antonio José de
Sucre vencía a los realistas en la batalla de Ayacucho (9 de diciembre
de 1824), liquidando el último foco de resistencia española en el
continente.

O'Higgins no llegó a emprender el viaje a Inglaterra; en lugar de


ello, permaneció en Perú tratando de rentabilizar sus posesiones de
Montalván y Cuiba, en el valle del Cañete. Los rencores que había
dejado atrás en Chile maquinaron para que se le interrumpiera el
pago de su pensión militar. En 1826, sus partidarios quisieron
devolverlo al poder mediante una conspiración en Chiloé, pero, una
vez fracasada ésta, el general fue borrado del escalafón militar y
quedó prácticamente proscrito.

Cuando en 1836 el ministro chileno Diego Portales declaró la guerra a


la Confederación peruano-boliviana, el dictador boliviano Andrés
Santa Cruz pretendió ganarlo para su causa; Bernardo O'Higgins
condenó la guerra fratricida y se negó a apoyar a Santa Cruz, incluso
cuando éste le ofreció el retorno al poder en Chile. En 1839, la
victoria del general chileno Manuel Bulnes en Yungay frente a las
tropas de la Confederación puso fin a la contienda; se abrió entonces
en Chile un paréntesis con una política de reconciliación nacional
liderada por el propio Bulnes. Nombrado presidente, Manuel
Bulnes ordenó en 1841 que se restituyeran el rango y los sueldos
debidos a O'Higgins, pero la reparación llegó cuando el libertador de
Chile se hallaba ya a las puertas de la muerte. Falleció en Lima el
24 de octubre de 1842

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