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Sin mirar atrás

Relato corto de Amalia Flores:

Lo sintió mientras aún estaba acostada, un pequeño bulto en la


espalda, muy cerca del hombro derecho. No la había picado
ningún insecto, pensó. Y tras repasar los quehaceres del día,
olvidó su preocupación. La cama había amanecido revuelta,
como evidencia material de una noche activa, y su cuerpo le
recordaba que tal vez ya no estaba para tantos trajines. Pero el
ver a Fernando alejarse con aquella sonrisa de satisfacción, era
su recompensa mayor, dejándole el sentimiento del deber
cumplido.

No tuvo tiempo durante el día para pensar en nada. Mantener


en orden y limpia aquella casona, era suficiente para tenerla
ocupada siempre, sin contar que debía cocinar para los dos
monstruitos que muy pronto llegarían de la escuela con los
zapatos llenos de lodo y corriendo como locos. De vez en
cuando pasaba frente al espejo que estaba en el comedor e
instintivamente giraba la cabeza evitando mirarse, el paso del
tiempo había comenzado a hacer efectos y lo mejor era
ignorarlo. A las cinco de la tarde ya estaban todos en casa,
Fernando con sus comentarios del trabajo, los niños con un
montón de tareas que llegaban al techo y ella haciendo
malabares para atenderlos a todos sin que la sonrisa se le
apagara del rostro. Un día… y otro y otro más, ya casi no
recordaba cuándo había sido diferente y, a decir verdad, poco
le importaba.

Solo comenzó a sentirse digna cuando él entró en su vida, sin


jamás hacer alusión a su pasado, sin reclamos moralistas ni
perdones humillantes. Y un dieciséis de noviembre, en una fría
y lluviosa tarde, se había hecho oficial: ya no tendría que
acostarse con cualquiera por cincuenta pesos para conseguir
comida, ahora solo atendería a un cliente vitalicio, motivo de
tranquilidad extra grande. Las fotos de esa ceremonia, a la que
asistieron emocionados parientes y amigos, aún adornan las
paredes y la mesita de al lado de la cama.

Con el tiempo, había aprendido a quererlo, razones le sobraban,


sin contar la verdad tras el dicho de que “el roce hace el cariño”.
Pero muchas veces, minutos antes de entrar a la cama, deseaba
abrir la puerta de la habitación y echarse a correr todo lo veloz
de que fuera capaz. Complacerlo era fácil, había aprendido bien
el oficio y hacía gala de sus aptitudes, lo difícil era después,
cuando él se volteaba para el otro lado y comenzaba a roncar,
dejándola sumida en una aplastante soledad. Muchas veces
abría las ventanas, con la habitación a oscuras y se quedaba
mirando la ciudad, con sus luces parpadeantes y su apagado
bullicio. Desde donde estaba podía ver los techos de la mayoría
de las casas, las calles y hasta el mar, un poco más a lo lejos con
sus barcos iluminados. Quién pudiera volar, pensaba. Y sonreía
al recordar todas las veces que había soñado que volaba, desde
muy pequeña, con los brazos extendidos como un pájaro que
abre las alas. Al principio es siempre igual, todo comienza como
un salto que cada vez es más largo y ante el asombro de todos y
de ella misma, descubre que vuela. Primero tanteando el
terreno, insegura y con miedo y poco a poco va remontando el
vuelo, elevándose sobre las casas, los árboles, las montañas y
cuando más maravillosa es la sensación de libertad, se
despierta.

En el momento que va a cerrar la ventana vuelve a sentir la


molestia y cuando se palpa, puede notar que el bulto ha crecido
considerablemente. Mañana lo consultaré con el médico,
pensó, mientras camina resignadamente a su lado de la cama.

Los días siguientes fueron muy ajetreados, Raúl, el mayor de


sus hijos, se resfrió y pasó varios días con fiebre, también Raidel
dio quehacer cuando se lastimó una rodilla mientras andaba en
patines, y con toda esa agitación no se dio cuenta que otra
protuberancia crecía en su espalda. Cuando pudo notarlo, eran
tan evidentes que se marcaban por debajo de la ropa y el propio
Fernando se mostró preocupado y le hizo prometer que al día
siguiente visitarían al médico.

La radiografía no era concluyente, mostraba lo que parecían ser


dos quistes simétricos a cada lado de su espalda. Tras hacer un
examen y palparlos detenidamente, el médico llegó a la
conclusión de que ignoraba el diagnóstico, pero le
recomendaba hacer una incisión con biopsia para determinar si
había algo maligno en sus “tumores”. La cirugía se programó
para el próximo mes y mientras tanto debía mantener una
estricta observación sobre las extrañas protuberancias.

Los próximos días fueron igual de atareados, arreglar la casa,


cuidar de los niños, cocinar, lavar la ropa y al final del día lucir
encantadora para su marido. De vez en cuando palpaba sus
bultos y confirmaba un poco atemorizada que habían
continuado creciendo. Aparte de eso no había dolor ni
molestias, salvo un ligero cosquilleo por la espalda que le
provocaba cierto estremecimiento.

Pero un día en particular, comenzó a sentir una ansiedad


desconocida, las manos le temblaban cuando intentó preparar
la ensalada para la cena y un zumbido, como el de muchas
abejas batiendo sus alitas le retumbó en los oídos. Esa noche,
por primera vez en doce años, se negó a complacer a su marido
y ni siquiera se sintió culpable por eso. La embargaba una
sensación rara, nueva, un sentimiento, o, mejor dicho, una
ausencia de sentimiento que se sentía increíblemente bien.
Cuando Fernando se durmió, después de mirarla
recelosamente desde su silencio inquisidor, abrió las ventanas.
La noche le pareció increíblemente seductora y por primera vez
se sentó en la moldura del balconcillo con los pies colgando al
vacío. Nunca se había atrevido a hacerlo, pero hoy había sido
fácil y natural. Los hombros le dolían, tal vez por la tensión y el
trabajo, pensó, aunque el dolor comenzó a arreciar de manera
tan brutal que su espalda se dobló en una contorsión. Hizo un
gran esfuerzo por no despertar a Fernando con el grito que
brotó de su garganta, pero comenzó a aliviarse al tiempo que
sentía que la piel sobre las protuberancias se rasgaba
lentamente. La espalda seguía curva y un fluido tibio y
sanguinolento le brotó de las grietas recién abiertas. Confusa y
extenuada intentó incorporarse, pero una sacudida la paró en
seco. Otra contracción y de su espalda brotaron como resortes
dos amasijos impregnados de un líquido viscoso. Pero como si
tuvieran vida propia, comenzaron a estirarse con pequeñas
sacudidas arrítmicas hasta que, un rato después, quedaron
inmóviles. Sin levantar la cabeza intentó calmarse y encontrarle
sentido a lo que acababa de pasar, pero una fresca brisa le hizo
levantar la mirada y entonces ya no le importó encontrar nada.
Se puso de pie, muy lentamente, y sin que pudiera hacer nada
para evitarlo, los amasijos viscosos y sanguinolentos
comenzaron a extenderse, hasta convertirse en un par de bellas
alas, blancas y maravillosamente fuertes. Lo único que pudo
hacer fue sonreír, con todo su corazón, como hacía muchos
años no sonreía y tras batirlas un par de veces para probar su
eficacia, se lanzó en picada al vacío para, tan solo unos
segundos después, remontar el vuelo hacia la infinidad de la
noche.

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