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A_ la historia transcurre en el presente. ¿?

B_ ¿?

C_ la despedida fue muy triste porque el niño asta no volver a argentina no iba a ver a su
mascota ni a sus tios.

D_ el niño se tuvo que acostumbrar a que no allá sus comidas favoritas.

E_ el niño tuvo que abandonar a su mascota y a sus tíos y el niño se sentía muy triste.

F_ ¿?

G_ el niño consigue a negro yendo a un centro de adopción.

H_ su padre sobre argentina le contaba cosas como las batallas de san Martín y esas cosas.

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El Negro es un gato tranquilo, distante, tosco a veces, sin ser grosero. Mi papá y yo fuimos a
buscarlo una tarde a la Sociedad Protectora de Animales de París. Habíamos llegado tiempo
atrás a Francia, y yo me sentía muy solo, sin entender por qué habíamos dejado Buenos Aires
con tanto apuro. Mi papá y mi mamá me explicaron muchas veces que corríamos peligro
mientras los militares gobernaran en el país y que sería mejor que yo creciera y fuera a una
escuela en un lugar donde me enseñarían a vivir en libertad. Cuando nos fuimos de Buenos
Aires no tuvimos tiempo de llevarnos nuestras cosas; yo tuve que dejar un triciclo y un largo
tren eléctrico que hacía marchar entre montañas, bosques y ríos que cabían sobre la mesa del
comedor. Pero lo que más me dolió fue dejar a Pulqui, que dormía conmigo hecha una bolita
tibia, acurrucada entre mis piernas, hasta que me despertaba a la mañana, siempre a la misma
hora, para ir al colegio. Cuando llegó el momento de ir a tomar el avión, mi tío Casimiro vino a
buscarla y me dijo que no estuviera triste, que él la cuidaría y cuando volviéramos iría con ella
a buscarnos al aeropuerto. Me lo prometió, esperó que la acariciara un rato y después la
metimos en una canasta de mimbre. La oí maullar mientras mi mamá me abrazaba y me
apretaba muy fuerte y me decía que pronto volvería a verla. Llegamos a Francia y tuve que
hacer nuevos amigos que hablaban un idioma cantarín y engolado que al principio no
entendía. Todo era nuevo para mí: el idioma, pero también la nieve, las calles que terminaban
enseguida y si uno doblaba una esquina, se perdía, porque en París es imposible dar la vuelta a
la manzana. Les muestro el plano de mi barrio y díganme ustedes cómo harían para ubicarse
en este enjambre de callecitas. ¡Lindo lío! No sé cómo se las arreglará el cartero para ir y venir
por ese jeroglífico, pero de vez en cuando traía una carta de mi tío Casimiro para papá y mamá
y una foto de Pulqui para mí. Pero la foto no me bastaba. Yo quería acariciarla y jugar con ella,
y tanto la extrañaba que un día mi papá me propuso que le buscáramos un amigo. Un lindo
gato que pudiera recorrer las calles de París sin perderse y que alguna vez llevaríamos con
nosotros a la Argentina para que se reuniera con Pulqui y le contara cómo es esta ciudad vista
desde los techos. Entonces una tarde fuimos en ómnibus a la Sociedad Protectora de Animales
y encontramos al Negro. Había muchos gatos y perros y gente que los miraba y hablaba. Daban
lástima, ahí encerrados esperando que alguien viniera a buscarlos. Yo hubiera querido
llevármelos a todos, perros y gatos, pero tenía razón mi mamá cuando me dijo que no había
lugar en casa 1 2 para todo el mundo. Nuestro departamento era muy chiquito y hubiera sido
un lío tenerlos a todos sobre la cama, sobre el ropero, en la bañadera y hasta en los cajones de
los armarios. Así que estuvimos mirando hasta que vi al Negro. Estaba sobre un tronco largo
que atravesaba la jaula, echado, con la mirada distante como si soñara. No bien lo vi con esos
ojos redondos como cacerolas y esos bigotes largos como cañas de pescar, me pareció que lo
conocía de toda la vida. Me dije que a Pulqui le gustaría que le lleváramos un amigo así. Lo
llamé a través del alambre, mish, mish, mish, mishmish, y tardó un rato en mover la cabeza y
mirarme como diciendo: “Callate, no hagas el ridículo ¿querés?” De modo que cerré la boca,
sonreí, lo señalé con el dedo y le dije a mi papá: -Ese todo negro, llevemos ese que tiene cara
de zonzo. Lo traté de zonzo a propósito, como para que viera que no me iba a impresionar con
su mirada de arrogancia. Yo los conozco muy bien a los gatos, que como se saben gráciles y
hermosos quieren impresionar a la gente con la in-diferencia y la coquetería. En el fondo son
unos tímidos holgazanes que no saben vivir solos como los leones, o los elefantes, o los
pájaros. Nos lo entregaron en una caja de cartón a la que sólo le faltaba el moño. Como los
franceses son muy prolijos, nos dieron su cédula de identidad en la que figuraba su nombre
que ya no recuerdo y que él no respondía. También su certificado de vacuna y un papelito que
decía que lo habían encontrado perdido en la calle y que tenía seis meses de edad. Mientras
íbamos en el taxi hice la cuenta: estábamos en junio, y si el Negro –yo ya lo llamaba así- tenía
seis meses quería decir que había nacido, como yo, en enero. Decidí, entonces, que
cumpliéramos años el mismo día. De esa manera, cuando mis papás me hicieran la fiesta de
cumpleaños yo tendría que invitarlo a soplar conmigo las velas de la torta y hacerle un regalo
como para un gato. En poco tiempo de juegos y miradas que valían más que palabras, me di
cuenta de que el Negro tenía un carácter calmo, distante, rudo cuando se lo molestaba,
aunque nunca llegó a ser grosero. Cuando venían visitas, por ejemplo, echaba una mirada a la
gente y si advertía que iban a hablar de cosas aburridas me miraba y con los ojos me decía:
“Vámosnos a otra pieza, que estos son unos plomos”. Y nos íbamos a jugar o a charlar a otro
lado. Yo no hablaba con él como hacían los otros chicos, o como mi papá y mi mamá. Nos
bastaban gestos, guiños, miradas, movimientos de la cabeza. A veces agregábamos una
palabra o un maullido para subrayar, pero en general no hacía falta. Los gatos tienen un
lenguaje que no comprenden quienes no aceptan el misterio. A medida que pasaron los años
fuimos aprendiéndonos mejor. El Negro salía por las noche y a veces volvía débil y mal
entrazado. Traía los bigotes desaliñados y algunos rasguños que le quedaban de una pelea,
tenía amores temporarios y 2 3 tormentosos que a veces lo ponían de mal humor, pero
cuando pasaba el tiempo de celo volvía a ser amable y cariñoso y se quedaba a dormir en mi
cama, apretado a mí, como antes solía hacerlo Pulqui. Estaba impaciente por conocerla, y
hasta un poco celosote saber que no era el único gato que contaba en mi vida. Entretanto yo
había aprendido a hablar y escribir en francés y tenía buenas notas en la escuela. Lentamente,
sin darme cuenta casi, Buenos Aires empezó a ser para mí una curiosidad que mis padres
nombraban con pasión y a veces con miedo. Mis amigos del colegio no sabían nada de la
ciudad en la que yo había nacido. Desconocían el mate, las pastillas de menta, los clásicos
entre Boca y River, la factura, la planta de ruda, el dulce de leche, el guardapolvo blanco de la
escuela, la campaña de San Martín y las tortas fritas. También yo empezaba a olvidarme de
aquel mundo lejano. Pulqui era un recuerdo lejano plasmado en una foto y empezaba a darme
cuenta de que quizá podía vivir sin ella y ella sin mí. Por supuesto que me encantaba la idea de
poder volver a verla y jugar con ella. De presentarle al Negro e imaginar que saldrían juntos a
retozar por los patios, las veredas y los techos. Cuando a fines del 1983 los argentinos
restauraron la democracia, mi papá y mi mamá hablaban todos los días de volver a Buenos
Aires. Decían que había que regresar para hacer un lindo país, una nación donde yo, que
estaba terminando la escuela, pudiera vivir en libertad, con justicia y sin miedo. Para que
nunca tuviera que irme como ellos. Por las noches, mi papá desplegaba un gran mapa de la
Argentina sobre la mesa y me contaba cosas que yo no había aprendido en el colegio francés.
Recorría con su gran dedo índice ese triángulo que se terminaba en la Antártida y me contaba
de las provincias cálidas de la mesopotamia, de Cuyo y de la Patagonia fría y rica. Me relataba
las batallas de la Independencia, me hablaba de la Primera Junta, de Moreno, de Belgrano, de
San Martín, de Rosas, de Sarmiento, de Irigoyen y de Perón. Empezó a darme algunos libritos
que al principio me aburrían, pero como él me explicaba con infinita paciencia y a veces hasta
me hacía reír, fui leyéndolos y aprendí desde muy lejos a conocer el país en que había nacido.
No había en la Argentina dragones, ni elefantes no leones de gran melena; pero había tigres de
los llanos, peludos gorilas, salvajes unitarios, caciques y hombres de a caballo. Poco a poco, mi
papá me fue contando una historia larga de desalientos y de utopías y me decía que yo debía
heredar, sobre todo la esperanza. Mientras mi papá me hablaba, el Negro nos miraba como si
la conversación le interesara. De vez en cuando le acariciábamos la cabeza o le rascábamos el
cogote, bajo la trompa, y podíamos oírlo ronronear. Poco a poco empecé a soñar con ese país
misterioso y mío que mi papá y mi mamá me hacían revivir todas las noches. No era tan
extraño y ajeno como el de Sandokán, ni tan 3 4 fantástico como el de Tarzán, ni había en él
islas con tesoros escondidos. Pero era el mío y ahora podíamos volver y mi curiosidad se había
despertado. A veces, antes de dormir, pensaba en cordilleras nevadas, tierras rojas, llanuras
interminables y guardapolvos blancos. Una de esas noches, el Negro se echó a mi lado, juntó
las patitas delanteras bajo la trompa, tiró los bigotes hacia atrás y me dijo con un abrir y cerrar
de ojos que había una manera de mirar sobre el mar y ver mi país y así palpitarlo antes de
volver definitivamente. Me sorprendí, sabedor de las bromas que el gato pícaro solía hacerme
a esas horas. “No –me insistió-, no bromeo. Puedo mostrarte el mundo entero si te animas a
subir conmigo alto, muy alto.” Y así emprendí la gran aventura de mi vida. Una aventura que
ahora me animo a contar y que todavía me parece haber soñado, porque todavía siento mi
respiración agitada, mi corazón que salta de emoción y mis ojos que se abren, enormes, para
ver del otro lado del mar.

Sorprendí: aguda

Emoción: aguda

Enormes: grave

Juntó: aguda

Entero: grave

Había: grave

Noches: grave

Acariciábamos: esdrújula

Pícaro: esdrújula
Tarzán: aguda

Sonreí: aguda

Interminables: grave

Nombraban: grave

Saldrían: grave

También: aguda

Argentinos: grave

Desconocía: grave

Íbamos: esdrújula

Vámonos: esdrújula

Amigos: grave

Ómnibus: esdrújula

Tranquilo: calificativo

Distante: calificativo

Tosco: calificativo

Grosero: calificativo

Mi papá: posesivo

Mi mamá: posesivo

Animales de París: gentilicio

Negro: calificativo

Celosote: calificativo

Desaliñados: calificativo

Lindo: calificativo

Calmo: calificativo

Rudo: calificativo

Débil: calificativo
Infinita: calificativo

Peludos: calificativo

Extraño: calificativo

Alto: calificativo

Lejos: calificativo

Fritas: calificativo

Arrogancia: arrogante. Sencillez

Prolijo: prolijidad. Desprolijo

Grosero: tosco. Educado

Amable: bueno. Aborrecible

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