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El disciplinamiento
de la opinión
pública en la
conformación del
Estado moderno
argentino
El presente ensayo nos sitúa en los inicios del Estado argentino. Un nuevo orden político surge en
distintos ámbitos institucionales y populares luego de la batalla de Caseros configurando un escenario
donde se pondrán en juego las bases de la modernización y consolidación del Estado.
* Ayudante de Cátedra de la materia Función Social para una Administración democrática de Justicia, UNPAZ.
1 La categoría de élite política es un concepto que requiere una mayor profundización en su estudio, cuestión
que no es el eje central del presente artículo. El término va acompañado de innumerables connotaciones
valorativas, ideológicas y sociológicas. En el caso que nos ocupa, su caracterización fue reemplazada, por
ejemplo, por el término oligarquía para designar a este grupo social. Para una mayor comprensión resulta
pertinente consultar el trabajo de Botana, N. (1977). El orden conservador: la política argentina entre 1880 y
1916. Buenos Aires: Sudamericana.
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Ahora bien, no es solo la conjunción de estos elementos la que define la condición de Estado, resulta
pertinente y clarificador traer a colación los componentes descriptos por Oscar Oszlak:
Lo descripto anteriormente pone en juego una noción de Estado –como la nación– en la cual se con-
jugan una serie de elementos materiales e ideales, donde el proceso de formación del Estado implica
una serie de actos de apropiación de recursos, espacios de poder, etc., que conllevan diversos grados de
coerción, pero siempre respaldados por alguna forma de legitimidad: “... el Estado cumple como arti-
culador de relaciones sociales, como garante de un orden social que su actividad tiende a reproducir”.3
Según Habermas:
Las consideraciones plasmadas hasta aquí sobre el Estado pecan de demasiado esquemáticas, pero pue-
den resultar de referencia empírica a la hora de ver de qué manera el disciplinamiento de la opinión
pública (a través de su prensa gráfica, en el caso que nos ocupa) por parte de las élites gobernantes fue
uno de los componentes necesarios para consolidar los inicios del Estado moderno en la Argentina.
2 Oszlak, O. (1997). La formación del Estado Argentino, orden, progreso y organización nacional. Buenos Aires:
Planeta, p. 17.
3 Oszlak, O. (1997), op. cit., p. 21.
4 Habermas, J. (1981). Historia y crítica de la opinión pública. Barcelona: Gustavo Gili, p. 56.
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Esta búsqueda de legitimación está dada por una polémica discursiva, en la que ambos se muestran
como posibles ejecutores de nuevas políticas estatales, lucha ideológica que pondrá en juego los
distintos modos de leer el pasado nacional, generando posibles estrategias que respondan a la nueva
realidad del país.
Tras la derrota de Rosas, los exiliados Alberdi y Sarmiento retornan a la Argentina buscando cada uno
a su manera ser incluidos entre los ejecutores del nuevo proyecto de país.
Sarmiento, quien fuera boletinero del Ejército Grande comandado por Urquiza, ve frustrados sus
deseos y se exilia por segunda vez. Alberdi, por el contrario, cumple con diversas funciones diplomáticas
para el nuevo gobierno y traza con su trabajo (Bases) los lineamientos generales para la Constitución
Nacional de 1853.
Mantener alejado a Alberdi de Urquiza pareciera ser el anhelo de Sarmiento. El sanjuanino se pronunció
por el elogio de las Bases, a lo cual Alberdi respondió mediante el envío de su libro al Congreso
Constituyente de Santa Fe. De este modo se inicia el intercambio epistolar donde “Sarmiento trató de
volver a Alberdi contra Urquiza, mientras Alberdi recomendaba espíritu práctico y paciencia, con la
esperanza de mantener atemperado el famoso carácter de Sarmiento”.5
Sarmiento por su parte organiza su propio club: el Club de Santiago, el cual apoyaba a los sectores
mitristas de Buenos Aires. El sanjuanino redactó un grupo de tres textos: la llamada “Carta de Yungay”,
dirigida a Urquiza con fecha del 1º de octubre de 1852; un artículo periodístico del 26 de octubre de
1852, en el que se sometían a examen los lineamientos del Acuerdo de San Nicolás, y un prospecto
que rescataba el aporte de los sanjuaninos al proceso nacional. Los tres textos fueron publicados en
periódicos chilenos, privilegiándose como destinatario a Alberdi.
El jurista tucumano respondió a Sarmiento dirigiéndole, entre enero y febrero de 1853, cuatro
extensas cartas abiertas. Estas Cartas sobre la prensa y la política militante de la República Argentina,
conocidas habitualmente como Cartas quillotanas, marcan un cambio en el pensamiento alberdiano:
en estos textos Alberdi se distancia de lo que consideraba ciertas posiciones de los intelectuales del
37, acercándose de esta forma a posiciones de sesgo nacionalista. De alguna manera, en estas cartas
5 Shumway, N. (1995). La invención de la Argentina. Historia de una idea. Buenos Aires: Emecé, p. 196.
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Alberdi retoma intereses que ya había enunciado en su Fragmento de 1837, trabajo en el que revelaba
una visión más pragmática. Perspectiva que trata de encarnar en una filosofía nacional como motor
emancipador. En palabras de Alberdi: “Pero tener una filosofía es tener una razón fuerte y libre;
ensanchar la razón nacional es crear la filosofía nacional, y por tanto, la emancipación nacional”.6
Con esta nueva inflexión, Alberdi identificó un nuevo enemigo en el liberalismo de los viejos unitarios
y de los mitristas, desaprobando la tendencia al cambio y el desconocimiento de la tradición. Alberdi
reniega de la retórica de Mitre y Sarmiento, no por estar en desacuerdo con los principios manifiestos
en los discursos sarmientinos y mitristas, sino por considerar que hacían un uso de tales principios
para enmascarar sus ambiciones personales.
Desde la perspectiva de Alberdi, los liberales utilizaban la prensa y la guerra como modo de aniquilar
el ser propio de la población gaucha y de los caudillos, a quienes consideraba como los representantes
naturales de los habitantes de la campaña.
Es así que Alberdi sugiere su visión del gaucho como un elemento vital de la identidad nacional,
como así también la necesidad de que los caudillos asumieran un rol dentro del incipiente sistema
constitucional. En este sentido, es notable el corrimiento de Alberdi respecto de sus posiciones en sus
Bases, donde condenaba a los nativos mestizos propiciando una postura inmigracionista anglosajona:
En el nuevo sistema que Alberdi expone –con su reconocimiento de la especificidad argentina respecto
de los modelos extranjeros donde Sarmiento, entre otros, ponía su mirada– “afirma que la población
peculiar de la Argentina (los gauchos), su gobierno (los caudillos) y su herencia (la España colonial)
eran los únicos puntos de partida posibles para construir un país”.8
Estos breves lineamientos plasmados hasta aquí del pensamiento de Alberdi y Sarmiento nos mues-
tran, a través de sus escritos, libros, cartas, artículos periodísticos, la preocupación por cómo iba a ser
el gobierno posterior a la caída de Rosas.
Bases (en realidad, Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina) aparece
en 1852, y al año siguiente los convencionales nacionales reunidos en Santa Fe se inspiran, entre otros
instrumentos, en el proyecto alberdiano para sancionar en mayo de 1853 la Carta Magna. En su primera
parte, “Declaraciones, derechos y garantías”, se establece la forma de gobierno, religión sostenida, la
6 Alberdi, J. B. (1998). Fragmento preliminar al estudio del Derecho. Buenos Aires: Ciudad Argentina, p. 7.
7 Alberdi, J. B. (1997). Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina. Buenos
Aires: Plus Ultra, p. 234.
8 Shumway, N. (1995), op. cit., p. 204.
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residencia de las autoridades nacionales, la conformación del erario público, las autonomías provinciales,
las facultades del gobierno federal, los derechos civiles y sociales, los derechos de los extranjeros, la refor-
ma y supremacía constitucional. La segunda parte habla de las atribuciones de las distintas autoridades
nacionales y de los gobiernos de provincia. Cabe destacar que hubo que esperar hasta 1860 para que una
convención la revisara y, después de algunos cambios, Buenos Aires la aceptara.
En 1861, Urquiza fue derrotado en la batalla de Pavón y, de esta manera, se terminaron los tire y
aflojes entre Buenos Aires y el interior.
Desde 1862 hasta 1880, los presidentes Mitre, Sarmiento y Avellaneda –de una Argentina reunifica-
da– llevaron a cabo las ideas proyectadas por los hombres de la generación del 37. La unidad nacional
fue uno de los objetivos a cumplir durante las tres presidencias. Mitre, cuyo período duro entre 1862
y 1868, tuvo la oportunidad de afianzar el sentimiento de unidad entre los argentinos, la guerra del
Paraguay sostuvo un fuerte componente ideológico: mostrar a los habitantes de este suelo la impor-
tancia de permanecer juntos en los momentos difíciles y luchar por un mismo objetivo.
Durante su presidencia (1868 a 1874), Sarmiento se ocupó de corroborar el papel de los poderes
nacionales. En 1870, luego del asesinato de Urquiza, en el interior resurgieron grupos políticos que
buscaban nuevamente tener su papel protagónico. Sarmiento, enemistado con los integrantes del
Congreso y con Mitre, buscó apoyo en estos hombres, especialmente en Avellaneda, quien sería a la
postre su sucesor.
Avellaneda, presidente desde 1874 a 1880, tuvo que enfrentarse a Mitre, porque este último
consideraba que un presidente del interior haría peligrar la soberanía popular:
Si bien el mitrismo en armas representaba una amenaza para la estabilidad institucional –advertía Avella-
neda–, por lo que la única alternativa posible era la del triunfo contundente de las fuerzas nacionales, esa
victoria forzaba el ingreso de la vida política nacional en un laberinto mucho más riesgoso.9
Sin embargo, Avellaneda contaba con el apoyo de las provincias y de sus compañeros Alsina y Julio A.
Roca. Además, aunque él representaba al interior sus ideas coincidían con las de los porteños.
Los principales problemas que debieron enfrentar estos presidentes fue poblar el territorio,10 desarro-
llar económicamente el país e impulsar la escuela pública. Con el crecimiento de la economía, durante
la presidencia de Avellaneda, comienza la exportación de cereales.
9 Lettieri, A. (1999). La República de la Opinión. Política y opinión pública en Buenos Aires entre 1852 y 1862.
Buenos Aires: Biblos, p. 125.
10 En cuanto a poblar el territorio, esto se consideró imprescindible para desarrollar la economía, por lo que se
promovió la inmigración europea, que se distribuyó principalmente en la zona del litoral para crear centros
agrícolas.
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Cuando se aludió a los elementos que conforman el Estado, se hizo referencia a ciertos componentes
materiales e ideales en el ámbito de la sociedad civil.11 Sociedades de socorros mutuos, clubes, comités
de solidaridad, etc., marcan un nuevo ritmo en el desarrollo de la vida social urbana porteña, como un
nuevo elemento de integración cultural de una sociedad bárbara a una sociedad de consenso.
Los ideales de igualdad y fraternidad conformaban el nuevo espíritu de estas asociaciones, una nueva
razón instrumental basada en los idearios de la Revolución francesa: la libre vinculación entre indi-
viduos que por su “propia voluntad” (el entrecomillado es mío, más adelante retomaré este punto al
conceptualizar el concepto de hegemonía y sociedad civil) suman un nuevo componente al panorama
social y político de un Estado moderno en formación.
Hilda Sabato12 reflexiona desde otro lugar los procesos de ampliación democrática y participación
política que se van dando luego de la batalla de Caseros. El análisis de los nuevos ámbitos de partici-
pación política forma un entramado en la sociedad civil, en donde nuevos espacios de sociabilidad,
simbolismos, la prensa escrita y las asociaciones de ayuda permiten abordar desde otro lugar la conso-
lidación del Estado argentino.
La participación política desborda los canales formales de representación, no solo el acceso al sufragio
universal, sino también todo el ámbito urbano, más precisamente, “las calles”. En este sentido resulta
clarificador el título del libro.
Si bien el sufragio universal puede ser considerado un instrumento importante como forma de acceder
a lo público en un Estado moderno, pierde relevancia, pues la sociedad civil construye desde su interior
sus propios canales de participación para enfrentar desde lo cultural y lo simbólico la política de fraude
electoral que impulsaban las élites gobernantes. En donde las elecciones, más que una racionalidad
característica del Estado de derecho, formaban parte de una demostración de fuerzas de legitimación.
Es más, este espíritu de igualdad se ve plasmado en cierto modo en la convocatoria de sus integrantes,
la cual abarcaba a diferentes estratos sociales: “La mayor parte de las entidades que se crearon en
11 En este sentido, H. Sábato lo considera como rasgo característico de las sociedades burguesas modernas,
la Argentina no es ajena a la diferenciación entre Estado y sociedad civil.
12 Sabato, H. (1998). La Política en las calles. Entre el voto y la movilización, Buenos Aires, 1862-1880. Buenos
Aires: Sudamericana, p. 51.
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estas décadas incluían a más de un sector social en su interior, esto es, se cruzaban verticalmente a la
sociedad porteña para abarcar a varios de sus tramos”.13
Con este escenario, los espacios de participación política tradicional se reformulan. Las asociaciones,
si bien eran numerosas (principalmente las impulsadas por inmigrantes italianos y españoles),14
contaban entre sus integrantes con inmigrantes no naturalizados que quedaban al margen de los
padrones electorales. No obstante, sus instituciones eran el blanco de atención de una élite política
que buscaba proyectarse y legitimarse a todo el territorio nacional.
En cierta medida puede entenderse esta política de acercamiento por parte de la élite gobernante
por el carácter de disciplinamiento vertical, jerárquico y democrático que regía en estas instituciones
mutualistas, ya que las mismas garantizaban cierto orden democrático, sin represión:
... se cuidaba mucho la organización interna que era definida a través de estatutos o reglamentos [...] La
igualdad de los socios y las formas democráticas de deliberación y gobierno eran centrales en ese juego, por
lo que las asambleas y las elecciones ocupaban un importante lugar en las actividades de cada entidad.15
Tanto las asociaciones de ayuda mutua –socorros mutuos– que surgían en el seno de las colectividades
de inmigrantes, como los clubes, las comisiones que se constituían para llevar adelante empresas pun-
tuales, a los que se sumaba la aparición de periódicos que se apartaban de la puja facciosa, buscaban
convertirse en voceros y a la vez formadores de una opinión pública en la que se debatieran cuestiones
de interés general. Todos estos elementos dieron forma a una esfera pública que funcionó como me-
diadora entre la sociedad civil y el Estado, utilizando mecanismos que se consideraban, sea desde el
Estado o desde otros sectores de la sociedad, como agentes de modernización pedagógica, en un nuevo
contexto político:
Muy pronto los diarios fueron un instrumento insoslayable para quienes aspiraban a tener alguna in-
fluencia en la vida política porteña y en la década de 1850, las facciones y las dirigencias que competían
por el poder fundaron su prensa propia.16
Otro aspecto a considerar en la conformación de la sociedad civil está dado por la disputa del poder
que abiertamente se daba por medio de distintas manifestaciones callejeras, actos, etc. Estas funciona-
ban como “termómetro” a la hora de evaluar los resultados de la convocatoria, cuyo espectro abarcaba
distintas temáticas: valores republicanos, laicismo-anticlericalismo, intereses concretos que afectaban
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a toda la población, con reclamos internos de las colectividades de inmigrantes, pero que no plantea-
ban reclamo hacia el poder instituido de las autoridades gobernantes. En palabras de H. Sábato: “...
las movilizaciones eran en efecto mecanismos no tradicionales de intervención en la escena pública,
organizados por una dirigencia institucional que de alguna manera representaba a una sociedad civil
cada vez más compleja”.17
En la ciudad porteña estas movilizaciones reflejaban en parte las características de las entidades que
les brindaban su sustento orgánico. En efecto, en ellas sus integrantes se alistaban detrás de tal o cual
colectividad, o de este o aquel club o gremio; los personajes prominentes, los que convocaban y dia-
gramaban la movilización, debían justificar su posición demostrando su capacidad de oratoria y agudo
sentido cívico frente a los manifestantes. Las redes de convocatoria de los dirigentes se extendían
horizontalmente y tendían a la inclusión de la mayor cantidad de participantes posibles, en donde:
“Los dirigentes debían renovar sus credenciales en cada ocasión y aunque había jerarquías establecidas
era importante su reconocimiento a través del aplauso y la ovación”.18
En una sociedad que recién comenzaba a sentir los cambios de un crecimiento económico en
aceleración, donde existían fronteras que no parecían insalvables, este tipo de manifestaciones podían
convocar, en torno a problemas coyunturales pero que no dejaban de tener implicancias políticas, a
individuos de diferentes estratos para movilizarse pacíficamente en pos del interés común.
La hipótesis que surge en este nuevo panorama es que la vida política ha transcurrido en escenarios
más amplios, variados y complejos que los tradicionalmente supuestos y que las formas de control
debieron atender esa diversidad frecuente.
Los sectores plebeyos19 irrumpieron en la política porteña en 1806. Una sociedad politizada se
despliega en los “espacios de sociabilidad” de Buenos Aires en tiempos de Rivadavia, y una compleja
vida asociativa, que acompaña el espectacular crecimiento de Buenos Aires, sustenta la vigorosa
opinión pública que a los ojos de muchos es el referente de las prácticas políticas.
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En tanto enfrentamientos y negociaciones en los que la legitimidad del orden social se actualiza y se hace
posible: “La hegemonía expresa [...] la situación de una clase que alcanza una sólida unidad ideológica y
de política, que le permite establecer una ascendencia sobre otros grupos y clases sociales”.20 La hegemo-
nía permite pensar así en procesos de conformación de subjetividades compartidas que no se cosifican
ni se acaban. Al mismo tiempo, sugiere la ineludible necesidad para aquellos que se acomodan en ciertos
criterios hegemónicos (en nuestro caso las élites gobernantes), de reforzar constantemente su credibili-
dad y legitimidad, porque hegemonía implica siempre resistencias estratégicas o tácticas.
De alguna manera todo bloque histórico –es decir la hegemonía entendida como un orden controla-
do por un grupo o conjunto de grupos sociales a lo largo de un período– está siempre amenazado y
hostigado por sectores disconformes. Este desafío puede ser de distintos tipos: apenas una provocación
puntual o una disputa por la continuidad de un orden social.
El concepto de hegemonía remite al mismo tiempo a las nociones de consenso y de conflicto, o en todo
caso a la lucha por el mantenimiento o la conquista de un control intelectual y/o simbólico a nivel social.
Dominio que implica la movilización de grupos dispuestos a conservar, negociar las formas de pro-
ducción y redistribución de los recursos sociales. Un proyecto hegemónico se construye a partir de
la persuasión, de la articulación ideológica y de la transformación de la cultura en fuerza material:
“Estamos al principio de nuestra vida parlamentaria y tenemos que formar hábitos, fijar principios y
opiniones”.21 En este marco, este concepto de hegemonía nos permite tomar distancia o reformular
el dualismo estructura/superestructura que supone una determinación causal entre relaciones sociales
de producción y las concepciones del mundo. Implica así una construcción político-cultura en ciertas
ocasiones autónoma de las estructuras económicas.
Gramsci subdivide los ámbitos superestructurales en dos espacios diferentes. Por un lado, la sociedad
civil, como lugar de expresión de aquellas instituciones –como la Iglesia, la escuela y la familia– ligadas
a la conformación y conquista cotidiana de la hegemonía y, por otro lado, la sociedad política, encar-
gada de administrar, reproducir o reforzar legítimamente el resultado de dichas luchas hegemónicas.
Si la sociedad civil es el espacio de la lucha por el consenso, la sociedad política (o el Estado) es el
espacio donde esta legitimidad busca cristalizarse mediante el uso de la violencia legítima, es decir, la
utilización de las fuerzas represivas de seguridad. En las sociedades donde el aspecto civil se encuentra
desarrollado, la hegemonía es el resultado de múltiples convergencias de sentidos. No todos ellos ideo-
lógicos, ni discursivos, pueden ser expresiones estéticas, rumores, principios morales:
... La Tribuna Nacional rescataba de su propia narrativa histórica una serie de moralejas: que para que
exista el progreso se hacía necesario restringir las pasiones; que el principal canalizador de las pasiones
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eran los partidos políticos y que los logros alcanzados debían ser cuidados ya que la historia de la anar-
quía prerroquista mostraba lo que sucedía cuando las pasiones políticas se desataban.22
La conformación de una dominación simbólica, nos advierte Gramsci, se consolida en los ámbitos
menos analizados. Se constituye en las áreas de la vida práctica donde no aparece la coerción ni la
violencia para obligar conductas:
la sociedad civil opera sin sanciones, sin obligaciones taxativas, mas no por ello deja de ejercer una pre-
sión colectiva y de obtener resultados objetivos en la formación de las costumbres, las maneras de pensar
y de obrar, la moralidad, etc.23
Posición gramsciana caracterizada como el problema del “derecho”, ya que al no haber sanciones jurí-
dicas, no por ello dejan de ejercer presión colectiva.
Al caracterizar la construcción hegemónica no como un modelo evolutivo ni eterno, sino como algo
que debe ser constantemente reafirmado y defendido, se complejiza el modo de concebir la confor-
mación del orden social. Si hay hegemonía conviven movimientos contrahegemónicos y/o resistencias
materiales o simbólicas. Lo hegemónico supone entonces la existencia de resistencia y de confronta-
ción, porque es en ese terreno de lucha donde la hegemonía se hace posible:
la importancia de la prensa política más pura, por lo tanto, no depende de las características sociológicas
de los lectores, ni radica significativamente en su capacidad circunstancial de movilizar a la población,
sino en ser la herramienta a través de la cual cada partido competía por la legitimidad.24
El concepto de lo político va más allá de lo institucional, de lo político partidario, del aparato judicial
o del mundo legislativo. De alguna manera Gramsci democratiza la esfera de lo político al observar el
modo en que en todas las áreas de lo cotidiano se construye y se disputa la legitimidad.
22 Alonso, P. (1997). En la primavera de la Historia. El discurso político del roquismo de la década del ochenta
a través de su prensa. Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio Ravignani, (15), 62.
23 Gramsci, A. (1984). Notas sobre Maquiavelo, sobre la política y sobre el estado moderno. Buenos Aires: Nueva
Visión p. 100-101.
24 Alonso, P. (1997), op. cit., p. 47.
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