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silla de ruedas

El tiempo se fue acelerando. Un ducharse. Un lavarse los dientes. Un secarse la cara. Maletas
llenas que exhalan al cerrarse. Un taxi dominicano pedido por teléfono y la sucesiva llegada del
auto que no podía ser amarillo. El chofer que hablaba un castellano caribeño apenas nos dirigió la
palabra, subió la radio y nos fuimos amordazados por un merengue que podía ser bachata. Mi
cabeza ya había emprendido su propio viaje y solo el armazón de mi cuerpo seguía arrumbado en
el asiento trasero. Empezábamos a poner millas mentales y silencio entre nosotros aunque
continuábamos amarrados con un cordel invisible y elástico. Apenas vislumbraba esa escena en la
bruma pero lo que en ese momento vi con horror, con pavor, con verdadera consternación, era
que yo estaba a punto de perder todo aquello que me proporcionaba Ignacio. Ya no iba a tener sus
brazos para guiarme, sus piernas para encaminarme, su voz para ponerme sobre alerta. No
contaría con su vista para suplir la ausencia de la mía. Me quedaría aún más ciega. Supe que me
había ido adosando a Ignacio como una hiedra, envolviéndolo y enredándolo con mis tentáculos,
succionando de él como una ventosa empecinada en su víctima. Ese vuelo inminente era una
cuchilla metiéndose entre nosotros a medida que el taxi se acercaba al aeropuerto, y por ella
empezaba a brotar adrenalina. El tajo estaba sucediendo, estaba volviéndose herida profunda, y el
taxi nos dejaba en el terminal e Ignacio pagaba y se hacía cargo de mi maleta. Sucedía o sucedió, la
herida, en la cola de la línea aérea por la que fuimos avanzando en cámara lenta. Luego, otro fast
forward. Ignacio realizó mis trámites de pasaporte, mostró mi visado de estudiante universitaria,
la respectiva I-20, me pidió un asiento de pasillo aunque yo en otros tiempos hubiera elegido
ventana para observar las nubes durante el despegue, y luego le entregó mi equipaje a los
operarios de la cinta transportadora, me tomó de la mano y me anunció que ya había llegado la
silla. ¿Qué silla? Empecé a reírme, pero no te rías, me dijo Ignacio, es en serio, lo de la silla. silla?
¿Si-lla de rue-das? ¿Por qué me pediste una silla? ¡Tengo dos piernas! Ignacio puso sus brazos
alrededor de mí mientras yo lo combatía con codos y aletazos, pero me rodeó con energía y
pronto él era una camisa de fuerza, una camisa que olía a cenicero y a viejo sudor ácido, una
camisa que además de apretarme hasta hacerme crujir me cubría de besos, en la sien, en la nariz,
en la oreja; la camisa de fuerza me hablaba al oído en un tono apenas audible y me convencía de
que era mejor que una empleada del aeropuerto me pasara por inmigración y me llevara a la
puerta de embarque. Así no tendría que darle mi mano a nadie. Silla de ruedas, gruñí, tragando
saliva y quitándome una mecha de la cara a manotazos. Lina, resopló de nuevo mi camisa de
fuerza, entrecortando o exprimiendo mi nombre, Lini, todo va a estar bien, te lo prometo, no
llores, plis, eso me hace mierda. En un abrir y cerrar de ojos habrás cruzado la cordillera y estarás
en Chile, siguió Ignacio, como si eso sonara a consuelo. Yo llegaré en unos días, completó,
aflojando por fin los brazos. Y entonces yo asentí y me senté y me enchufé unos anteojos de sol
excesivos, y la silla empezó a deslizarse hacia atrás, y su voz se fue disolviendo entre la multitud
mientras yo sollozaba por primera vez a mis anchas. contar hasta cien

Ignacio sigue en el aeropuerto, atravesado por una mueca de desconcierto. Ignacio de pie bajo la
pantalla fluorescente. Salidas. Llegadas. Sus lentes espejean sobre los ojos ya vacíos. Es un Ignacio
envejecido y estragado. Un Ignacio resquebrajado como una vieja estatua en riesgo de
desmoronarse. Su camisa arremangada y sus pantalones de lino completamente ajados y sus
zapatones de bronce sin brillo clavados a las baldosas. Han transcurrido siglos, pienso, y ahí
continúa cubierto por la ceniza o el polvo de mi partida, sosteniendo el ansioso beso que le soplé
de lejos y aguantando un ininteligible rumor cosmopolita. Las manos vacías, deseando como
nunca un cigarrillo entre los dedos. Yo me había esfumado y ya olvidada de él me abrí paso entre
los viajeros empujada por una mujer con voluntad de acero. Debía ser mórbida esa mujer porque
arrastraba las piernas, las remolcaba, se quejaba. No por eso iba a cejar. Con el humor canino de
toda buena funcionaria fue llevando a cabo su misión. Conocía de memoria todos los recodos del
terminal, todas las reglas de la zona de seguridad, a cada uno de los empleados. Su vozarrón de
negra nos abrió paso ante cada uno de los obstáculos y me acercó a la entrada misma de la cabina.
Y con un displicente there you go, ma’am me largó. Me levanté como impulsada por un resorte.
Sola. Sin pedir auxilio a las azafatas fui palpando los respaldos y enumerando las filas hasta que
llegué a mi sitio y pude desplomarme. Los pasajeros continuaban guardando sus maletas y
maletines y bolsos, chaquetas y chalecos y toda clase de descomunales artilugios que apenas
cabían en las alturas del pasillo. Hablaban del sobrepeso, se reían, pedían permiso y se excusaban
diplomáticamente por darse pisotones, ay, sorry, thank you, pucha no entra esta huevada; eso
decían sus voces uniéndose en una incoherente madeja de palabras. Yo no llevaba más que mi
mochila con la jeringa lista para inyectarme; y eso hice, quitarle la tapa, pinchar la aguja donde
cayera, presion

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