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bravura de sus compañeros no hubiese puesto fin a la monstruosa existencia de tal Imperio.

El
fanatismo no origina, pues, la muerte de los Estados. El lujo y la molicie no son mayores culpables
de ello; sus efectos alcanzan a las clases elevadas, y dudo que entre los Griegos, los Persas, los
Romanos la molicie y el Lujo, aun revistiendo otras formas, hubiesen tenido mayor intensidad que
la que revisten actualmente en Francia, Alemania, en Inglaterra, en Rusia, sobre todo en Rusia y
entre nuestros vecinos del otro lado de la Mancha; y precisamente estos dos últimos países
parecen dotados de una vitalidad muy peculiar entre los Estados de la Europa moderna. Y en el
Medioevo, los Venecianos, los Genoveses, los Pisanos, no por acumular en sus almacenes, ni
exhibir en sus palacios, ni pasear en sus naves, por todos los mares, los tesoros del mundo entero,
resultaban ciertamente los más débiles. Para un pueblo, la molicie y el lujo no son, pues,
necesariamente causas de decadencia y de muerte. La misma corrupción de costumbres, el más
horrible de los azotes, no desempeña indefectiblemente un papel destructor. Precisaría, para que
así fuese, que la prosperidad de una nación, su poderío y su preponderancia manifestasen
desarrollarse en razón directa de la de la pureza sus costumbres; y precisamente es esto lo que no
acontece. En general, se abandona ya la extravagante costumbre de atribuir infinidad de virtudes a
los Romanos primitivos 1 . Nada de edificante vemos, y con razón, en aquellos patricios de antigua
alcurnia que trataban a sus mujeres como esclavas, a sus hijos como ganado, y a sus acreedores
como bestias feroces; y, si aun hubiese quien, en defensa de tan mala causa, arguyese una
supuesta variación del nivel moral en las distintas épocas, no seria nada difícil rechazar el
argumento y demostrar su escasa solidez. En todos los tiempos, el abuso de la fuerza ha
provocado idéntica indignación; si los reyes no fueron expulsados a raíz de la violación de Lucrecia,
si el Tribunado no fue instituido luego del atentado de Apio, por lo menos las causas más
profundas de estas dos grandes revoluciones, al tomar como pretexto aquellos hechos,
evidenciaron de sobra las contemporáneas disposiciones de la moral pública. No, no es en la más
elevada virtud donde hay que buscar la causa del vigor de los primeros tiempos en los diversos
pueblos; desde el comienzo de las épocas históricas, no ha habido agrupación humana, por
pequeña que nos la imaginemos, en la cual las tendencias reprobables no se hayan manifestado; y
sin embargo, aun doblegándose al peso de esta odiosa carga, los Estados no dejan de conservarse
lo mismo, y a menudo, por el contrario, parecen deber su esplendor a instituciones abominables.
Los Espartanos no se impusieron a la admiración sino por efecto de una legislación de bandidos.
¿Debieron los Fenicios su hundimiento a la corrupción que les roía y que iban sembrando por todo
el mundo? No; muy al contrario, fue esta corrupción la que sirvió de instrumento principal de su
poderío y de su gloria; a partir del día en que, en las orillas de las islas griegas 2 se dedicaron -

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