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LA RELACIÓN PADRE-HIJO NOS

AYUDA A CONOCER AL
VERDADERO DIOS
Por Salomón Melgares Jr. / 9 julio, 2021
El 7 de octubre de 2010 mi esposa me dio la noticia y desde ahí
empecé a percibir a Dios como Padre de una manera más real que la
figura que yo almacenaba de Él en mi mente. La Biblia habla de que
los hijos son una herencia del Señor (Salmos 127:3). Y, si bien es
cierto, una herencia es entendida generalmente como un bien que se
recibe, ésta tiene que ver también con el conjunto de caracteres o
rasgos que, habiendo distinguido a alguien, continúan advirtiéndose
en los herederos o continuadores. Lo que yo empecé a percibir de
Dios fue precisamente esto último, es decir, que mi relación con mi
hijo sacó —y continúa sacando— a luz esos caracteres y rasgos
divinos que tienen que estar presentes en nosotros como hijos y en
Dios como progenitor, no solo de la vida y la nueva vida, sino de la
relación filial.
Todo esto nos lleva a una conclusión simple, pero a la vez esencial:
que uno de los objetivos divinos implícitos en el proceso creativo y en
la ostentación de roles familiares es que el ser humano entienda mejor
a Dios como Padre y a él mismo como hijo. En otros términos: la
relación padre-hijo terrenal es también un medio de revelación divino;
algo que ha estado presente desde siempre, pero que se hizo íntegro
y perfecto con Jesús (cf. Deuteronomio 8:5, Salmos 103:13, Mateo
5:48, 6:6 y 26, Lucas 6:36).
Muchas cosas se podrían decir al respecto. Pero aquí quiero resaltar
únicamente aquellos eventos que, por su peculiaridad, me mostraron
más visiblemente la imagen divina en mi relación con mi hijo.

Desde el punto de vista del Padre


Sacrificio
La pizza acababa de llegar. Por esos días me había encariñado con la
de pollo en salsa barbacoa y mi hijo también. Pero él ya había comido.
Así que la pizza personal que ordenara mi esposa era para mí
solamente. Cuando el niño me vio abriendo la caja que tenía sobre las
piernas, inmediatamente se me acercó y la olfateó con estilo. Luego
me dijo: “Buen provecho, papi”. No me pidió. No se quedó junto a mí
viéndola detenidamente y con ello demandando un pedazo.
Simplemente se fue a ver televisión. Sin embargo, cuando estiré mi
mano para comenzar a comer, incontinenti sentí el deseo de
compartirla con él. “Al menos uno”, me dije. “Pues él ya cenó”.
Lo llamé entonces. Él vino casi al instante sin sospechar que lo
llamaba para darle un pedazo de pizza. “Sí, papi”, me dijo. “Quiere un
pedazo o ya está lleno”, le pregunté, viéndolo al rostro. Y ahí fue
cuando noté un resplandor en él producto de la alegría que le
produjeron aquellas palabras. “Claro; por supuesto”, exclamó, con una
sonrisa de oreja a oreja. Entonces le indiqué, con un gesto de la
cabeza, que tomara el pedazo que él quisiera. Luego me quedé
reflexionando. La imagen de Dios apareció casi al instante. No por mi
maniobra “pizzística”, sino por lo que Él siempre hace por nosotros.
Me explico. Dios quiere bendecirnos. Dice John Piper que Él, en cierto
modo, está ansioso por mostrarnos su benevolencia. No espera a que
nosotros vayamos a Él; Él nos busca, porque se deleita en hacernos
bien. Dios no nos está esperando, nos está persiguiendo. De hecho,
esa es la traducción literal de Salmos 23:6: “Ciertamente el bien y la
misericordia me seguirán todos los días de mi vida”.1 Pero Él no solo
quiere y nos bendice, sino que se sacrifica al hacerlo. El mejor ejemplo
de esto es Jesús (cf. Efesios 1:3-6). Nosotros no le pedimos un
camino de salvación. Reconociendo que necesitábamos uno, e incluso
queriéndolo, nos conformamos a la situación pecaminosa y terrenal
que teníamos. Dios nos llamó entonces, y nos dijo: “Toma un pedazo
de mi carne, el que tú quieras, y bebe un poco de mi sangre”. Por
amor. Porque somos importantes para Él. Porque como todo buen
Padre, el ser amado está siempre presente en su mente y corazón.

Disciplina
Esta era más de la tercera vez que desobedecía y yo supe que era
necesario la disciplina. El punto culminante fue este: cada una de las
veces anteriores le llamé la atención con buenas palabras, explicando,
dando razones, llevándolo a reflexión, pero él siempre decidía
continuar aferrado a su teléfono. Lo que pretendía hacer era provocar
que en su mente él entendiera el mensaje, y en su corazón decidiera
ponerlo en práctica de una manera voluntaria, no obligada o
mecánicamente. Sin embargo, ninguna de esas cosas sucedió y me
fue necesario subir al siguiente nivel. Aquí quiero confesarles algo: no
quería hacerlo, es decir, no quería disciplinarlo porque sabía que era
algo que nos dolería a los dos. No obstante, como dijera C. Merriam:
el pecado imperdonable hubiera sido no proponer nada, cuando la
acción era imprescindible.
Lo llamé entonces. Él se acercó con la cabeza encorvada, porque
anticipaba la razón de mi llamado. Le expliqué, en tono serio, que
cada decisión que uno toma acarreará alguna consecuencia, buena o
mala. “Y la que usted tomó no es la excepción, hijo”, le adjunté. “Si
bien es cierto, siempre podrá usar el teléfono, ya no será con libertad
o a su antojo. Ahora habrá un horario. Habrá un tiempo de uso. Ahora
habrá limitaciones”. Luego de ver cómo aquello lo sacudía al grado de
querer derramar lágrimas —algo que, obviamente, me sacudió
también a mí—, empecé a ver la imagen divina implícita nuevamente
en aquel escenario; una imagen, valga la aclaración, que muchas
veces pasa encubierta.
Me explico. La imagen de Dios que generalmente se ve cuando se
trata de disciplina es la de la severidad, al fiel estilo policía, o la de un
juez corrupto que está listo para castigar al que es inocente (o sea,
una imagen de disciplina humana), pero nunca la de un padre que
perfectamente está obrando por amor. Y la perfección radica en que Él
sabe qué es lo mejor para sus hijos (Mateo 7:11). Por eso siempre
hablará con buenas palabras, explicando, dando razones pertinentes,
llevando a la reflexión con la información adecuada y con las fuentes
adecuadas. “Toda buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo
alto, del Padre de las luces, en el cual no hay mudanza”, dice Santiago
(1:17). Y que le duele a Dios si eso bueno es la disciplina, por
supuesto que le duele (cf. Lucas 19:41-42 y Juan 11:32-36)2. Pero
nosotros no podemos percibirlo, porque nos creemos inocentes y
dignos del mimo y la tolerancia únicamente. ¡Lo damos por sentado!
Eso es lo que encubre su verdadero rostro.

Desde el punto de vista del hijo


Imitación
Uno de los aspectos que más me llaman la atención de mi relación
con mi hijo es el de la imitación. Él constantemente está buscando
hacer algo a ejemplo o semejanza mío. Ya sea en la forma de hablar,
de caminar, de hacer las cosas, constantemente lo encuentro
esforzándose por hacerlo igual o según mi estilo. El otro día me dejó
perplejo su imitación en una forma particular de hablar el idioma local
(indonesio) que suelo usar por diversión. ¿Qué es lo que hago? Le
agrego una “e” al final de la última palabra de la frase. ¿Y cuál fue mi
sorpresa? Que escucho al niño haciendo lo mismo en su forma de
hablar; es decir, imitando la acción e incorporándola a sus propias
palabras, no copiando las palabras a las que yo les he incorporado la
“e” y que él me ha escuchado decir. Esto, por supuesto, trajo a mi
mente, una vez más, el contexto divino.
Me explico. Para que mi hijo pueda imitar lo que hago o digo tiene que
haber una convivencia, una relación. Él no podría hacerlo —ni se le
quedaría grabado en su mente— si no me conociera, o si solamente
me escuchara agregar la “e” una vez o con una frecuencia prolongada
entre una acción y la otra. Pero también debe haber confianza y amor
para que el deseo de imitar se consolide. Ese deseo, entonces, no
brotaría si pensara que me puede molestar que él haga lo mismo que
yo o si su sentimiento estuviera puesto en otro lugar al cual le
acomoda todos sus sentidos con prioridad. “Respondió entonces
Jesús, y les dijo: De cierto, de cierto os digo: No puede el Hijo hacer
nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; porque todo lo que
el Padre hace, también lo hace el Hijo igualmente… [Por eso] os he
llamado amigos, porque todas las cosas que oí de mi Padre, os las he
dado a conocer” (Juan 5:19; 15:15). Entre más conozcamos a Dios, y
entre más nos relacionemos con Él y le amemos y confiemos en Él,
más brotará en nosotros el deseo de imitarle, esa fue la conclusión
que me maravilló.

Credulidad
Uno de los versículos que más me gusta de la Biblia es el que habla
sobre ser como niños. Literalmente dice así: “De cierto os digo, que si
no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los
cielos” (Mateo 18:3). La credulidad, entonces, es una característica de
ese “ser niño”. El sociólogo y psicólogo, Alfonso Durán, dice lo
siguiente: “Los niños son crédulos por naturaleza. No podría ser de
otra manera. Llegan a este mundo sin saber nada, y están rodeados
de adultos que, en comparación, lo saben todo”. Luego, en el siguiente
párrafo: “Pero esto tiene un inevitable y lamentable efecto secundario.
Si nuestros padres nos dicen algo que no es cierto, también nos lo
creemos”.3
Esto lo he comprobado un par de veces con mi hijo. “Papi”, me dice el
otro día. “¿Ya jugó PESCC (juego de futbol donde se coleccionan
cartas de jugadores)?”. “Sí”, le respondí. “Me saqué a Messi”. “Oh”,
exclamó, bastante emocionado. “Mami, mami, papi consiguió a Messi,
papi consiguió a Messi”. Obviamente, aquello no era verdad, pero el
niño no necesitó de ninguna confirmación para creerse lo que le había
dicho. Por eso Dios quiere que seamos como niños, para que creamos
en Él sin necesitar confirmación (o sin requerir señales o algún otro
ejercicio milagroso que nos impulse la confianza). “Cuando conoces la
naturaleza de Dios (es amor, vida, perfecto, fiel, verdad, santo,
misericordioso) no cuestionarás sus decisiones y motivos; puedes
confiar en Él, puedes confiar en que lo que Él promete lo cumplirá”,
escribió, acertadamente, alguien antes que yo.

Necesidad
El diccionario define la palabra “necesidad” como un impulso
irresistible, como aquello a lo cual es imposible sustraerse, faltar o
resistir. En cierta forma, algo de esto lo he podido ver en el
comportamiento de mi hijo hacia mí. Constantemente me está
buscando. “Papi, tal cosa; papi, esto otro”. Muy a menudo quiere estar
junto a mí. Si ando caminando, se me anexa. Si me siento en una silla
diferente a la que él está usando, se levanta para sentarse a mi lado.
Siempre quiere contarme lo que consiguió en los juegos, lo que le
sucedió en la escuela, o enseñarme lo que está haciendo. Pero sobre
todo busca mi aprobación. Ver el destello en su rostro cuando le digo
“excelente; buen trabajo” y percibir la alegría que le causa que le dé
por bueno lo que hace y que lo declare competente es algo que no
tiene precio —como dice el anuncio. Y de nuevo, la repetición de todo
esto trajo a mi mente el contexto paterno-divino.
Me explico. Una vez leí un pensamiento que decía lo siguiente:
“Cuando decimos que confiamos en alguien es porque conocemos a
esa persona, y es porque hemos pasado tanto tiempo con ella, que
llegamos a conocer sus reacciones, su perspectiva, y su corazón”.
Nosotros siempre decimos que confiamos en Dios. Pero,
¿verdaderamente hemos pasado —o estamos pasando— mucho
tiempo con Él? ¿Sentimos esa necesidad? La palabra “mucho” no solo
remite a la abundancia y a exceder a lo ordinario o regular, sino
también a la intensidad (mucho deleite, por ejemplo). ¿Estamos
nosotros experimentando esto en nuestra relación con nuestro Padre
Celestial? ¿Queremos buscarlo, llamarlo, contarle todo, sentarnos a
su lado, buscar su aprobación y sentir con ello gozo, deleite y
satisfacción y que nuestro rostro se ilumine al escucharle decir “bien,
buen siervo y fiel”? Seguramente, Él no se incomodará si lo hacemos.
Más bien estará de acuerdo en que es algo único que no tiene precio.

Conclusión
En el título del artículo decíamos que la relación padre-hijo nos ayuda
a conocer al verdadero Dios. Pero, ¿por qué verdadero? Porque
generalmente tenemos conceptos errados e imágenes distorsionadas
de Dios en nuestra mente que necesitan ser cambiados.
Dios, ante todo, es un padre que ama entrañablemente a sus hijos.
“En esto consiste el amor —escribe el apóstol Juan en su primera
carta a las comunidades cristianas de Asia Menor—: no en que
nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros”
(4:10). También es un padre que se sacrifica, que oye cada suspiro,
que siempre da lo mejor, y que conserva a sus hijos en su ser,
sosteniéndolos y dándoles vigor. “Ustedes tienen como Padre a Dios
que está en el cielo —dice la Biblia—, y él sabe lo que ustedes
necesitan” (Mateo 6:32b TLA). Y es, además, un Padre que se goza
con sus hijos, que le encanta su compañía, que le busquen, que le
imiten, que le cuenten sus cosas, que le crean, que le pidan incluso,
así como se siente orgulloso cuando éstos siguen sus consejos y
directrices, no por vanidad, sino porque es lo mejor para ellos. “El
Señor se deleita en los que le temen —escribe el salmista—, en los
que ponen su esperanza en su amor inagotable” (Salmos 147:11
NTV). ¿Acaso no es este el amor más grande y fidedigno que pueda
existir? Por eso Él nos dice hoy: “Deténganse un momento, y
conozcan que yo soy Dios… su Padre.

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