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La Revolución Francesa fue un proceso social y político que se desarrolló en Francia entre 1789 y
1799 cuyas principales consecuencias fueron la abolición de la monarquía absoluta y la
proclamación de la República, eliminando las bases económicas y sociales del Antiguo Régimen. Si
bien la organización política de Francia osciló entre república, imperio y monarquía durante 75
años después de que la Primera República cayera tras el golpe de Estado de Napoleón Bonaparte,
lo cierto es que la revolución marcó el final definitivo del absolutismo y dio a luz a un nuevo
régimen donde la burguesía, y en algunas ocasiones las masas populares, se convirtieron en la
fuerza política dominante en el país. La Revolución Francesa fue producto de muchos factores
internos y externos que tuvieron mucha importancia a la hora de la manifestación en general, que
estos hechos fueron provocados por el desequilibrio de la nación en cuanto a aspectos
económicos, sociales y culturales; ya que no todos estaban en condiciones de igualdad, sin
embargo se ha establecido que la actividad revolucionaria comenzó a gestarse cuando en el
reinado de Luis XVI (1774-1792) se produjo una crisis en las finanzas reales, debido al crecimiento
de la deuda pública. Es importante mencionar que a pesar de que Francia era un país con una
economía en expansión, tenía una estructura social conflictiva y un estado monárquico en crisis.
De hecho, puede hablarse de una crisis del Antiguo Régimen en toda Europa Occidental, pero en el
Estado francés se torna en la causa principal de la crisis del campo y los levantamientos
campesinos, además de la existencia de una burguesía que había adquirido conciencia de su papel
en cuanto a los cambios que necesitaba la sociedad francesa de aquel entonces. Existía así
también una oposición generalizada contra reglas económicas y sociales que favorecían a grupos
privilegiados, tal como se indica en la cita siguiente: “…la mayor parte de la población estaba
descontenta a causa de la pobreza y la obligación de pagar impuestos elevados…” (1) a ello se
sumaba la situación del Estado francés, el cual padecía una grave crisis financiera; gastaba mucho
más de lo que ingresaba, en parte debido al apoyo económico enviado por el gobierno a las 13
colonias inglesas en la guerra de independencia y por el costo elevado que representaba la
manutención de los grupos privilegiados. Durante el reinado de Luis XV y Luis XVI, diferentes
ministros, trataron sin éxito de reformar el sistema impositivo y convertirlo en un sistema más
justo y uniforme. Tales iniciativas encontraron fuerte oposición en la nobleza, que se consideraba
a sí misma garante en la lucha contra el despotismo. Dichos ministros tras un estudio detallado de
la situación financiera, determinaron que ésta no era sostenible y que se precisaba llevar a cabo
reformas importantes. Proponían un código tributario uniforme en lo concerniente a la tenencia
de tierras.
Aseguraba que así se permitiría un saneamiento de las finanzas. Sin embargo, aunque se
convenció al rey de la necesidad de la reforma propuesta, la Asamblea de notables rehusó aceptar
estas medidas, insistiendo en que únicamente podía aprobar dicha reforma un órgano
representativo preferentemente, o sea los Estados Generales. En tal sentido el Rey les pidió la
renuncia por presiones les pidió la renuncia, colocando en su lugar a otros que intentaron llevar a
cabo las reformas propuestas por los anteriores ministros, pero éstas encontraron nuevamente
una fuerte oposición, sobre todo por parte del Parlamento de París. Se trató de proseguir con la
reforma tributaria a pesar de los parlamentos, pero esto ocasionó una masiva resistencia de los
grupos pudientes que desembocó en el retiro de los préstamos a corto plazo. Tales préstamos
daban oxígeno y vida a la economía del estado francés en aquel momento, por lo que esto indujo,
prácticamente a una situación de bancarrota nacional. De acuerdo a lo anterior se consideran
como parte de los antecedentes de la revolución la bancarrota en la que se encontraba el Estado
de Francia en 1778 y la negativa a convocar a los Estados Generales por parte de Luis XVI, para
aumentar los impuestos de manera igualitaria, es decir a toda la población y se toma como
comienzo de la revolución la convocatoria de los Estados Generales el cinco de mayo de 1789, que
se erigen en Cortes Constituyentes.
Se considera que la Revolución Francesa tuvo dos fases fundamentales: siendo la primera la
Monarquía constitucional entre 1789 y 1792 y otra la Convención entre 1792 y 1794, en la cual
que se distingue el Periodo del Terror de 1793 y 1794, la misma concluye con el Golpe de Estado
que dió Napoleón Bonaparte.
. Causas de la Revolución Francesa En términos generales fueron varios los factores que influyeron
en la Revolución: un régimen monárquico sucumbiendo a su propia rigidez en un mundo
cambiante; el surgimiento de una clase burguesa que cobraba cada vez mayor relevancia
económica y el descontento de las clases más bajas, junto con la expansión de las nuevas ideas
liberales que surgieron en esta época y que se ubican bajo la rúbrica de la Ilustración, que de
alguna manera tenía un gran contenido de la ideología masónica que se fundamentaba en el
racionalismo. La Masonería que es una ideología humanista proveniente del racionalismo y el
naturalismo. Según ella, la "naturaleza" está guiada por la razón que lleva por si sola a toda la
verdad y, consecuentemente, a la "libertad, igualdad y fraternidad". Este debía ser el "novus ordo
seculorum" un nuevo orden secular. La filosofía masónica es precursora de la Revolución Francesa
e influye mas tarde en la filosofía comunista.
En términos generales fueron varios los factores que influyeron en la Revolución y se pueden
abordar a partir de cuatro puntos de vista: Desde el punto de Vista Social: se tiene el auge de la
burguesía, con un poder económico cada vez más grande y fundamental en la economía de la
época. El odio contra el absolutismo monárquico se alimentaba con el resentimiento contra el
sistema feudal por parte de la emergente clase burguesa y de las clases populares. Desde el punto
de Vista Político: Un estado anclado en un sistema absolutista que no respondía a las exigencias de
una realidad cambiante, donde se rechazaba la separación de los poderes del estado que trajo
como consecuencia el estancamiento de la sociedad. Desde el punto de Vista Ideológico: tuvo
importancia la extensión de nuevas ideas producto del periodo de Ilustración “… los conceptos de
libertad política, de fraternidad y de igualdad, o de rechazo a una sociedad dividida, o las nuevas
teorías políticas sobre la separación de poderes del Estado…” (2) fueron las nuevas ideas
expuestas por los exponentes del periodo de la Ilustración: Mostequieu, Voltaire y Rousseau que
encontraron eco en la sociedad francesa, todo ello fue rompiendo el prestigio de las instituciones
del Antiguo Régimen y ayudaron a su derrumbe.
Desde el punto de Vista Económico, la inmanejable deuda del estado fue exacerbada por un
sistema de extrema desigualdad social y de altos impuestos que los estamentos privilegiados,
nobleza y clero, no tenían obligación de pagar, pero que oprimía al resto de la sociedad. Hubo un
aumento de los gastos del Estado y el descenso de los beneficios para los terratenientes, hubo
también una escasez de alimentos en los meses precedentes a la Revolución, todo lo anterior con
el tiempo ayudó a la agudización de las tensiones, tanto sociales como políticas, que se desataron
cuando se produjo una gran crisis económica a consecuencia de dos hechos puntuales: la
colaboración de Francia con la independencia estadounidense que ocasionó un gigantesco déficit
fiscal y la disminución de los precios agrícolas. A manera de síntesis se puede establecer que las
causas de la revolución son un conjunto de factores políticos, económicos, sociales que pueden
resumirse del modo siguiente: ¾ Una estructura tradicional arcaica, minada por la evolución de la
economía y el auge de la burguesía, que reclamaba el poder político paralelo al económico que
disfrutaba. ¾ Exigencias de cambio político, acorde con las renovadoras teorías del liberalismo
propuestas por los filósofos ilustrados y racionalistas. 12 ¾ Descontento del estado llano o Tercer
Estado, cada vez más presionado por los impuestos.
En el sentido anterior se determina que se había producido, en último instancia un desajuste entre
las necesidades sociales, políticas y económicas del país y el anquilosamiento de sus gobernantes.
La revolución industrial
El crecimiento poblacional del Reino Unido a finales del año 1700 dio origen a un
movimiento que propició el desarrollo tecnológico y económico de Inglaterra y
otros países. Según los especialistas se han desarrollado cuatro etapas: las dos
primeras, donde se establecen mecanismos adoptados por los países que
asumieron el liderazgo económico como Inglaterra, Estados Unidos y Alemania.
La tercera, donde se desarrolló le tecnología de las comunicaciones y la cuarta, la
de la inteligencia artificial y el Big Data. Algunos hablan de una quinta, una era
digital que, acelerada por la pandemia del COVID19, nos encamina hacia el
desarrollo de habilidades que nos permitan sobrevivir en medio de la inteligencia
artificial.
La revolución industrial se conoce como el periodo histórico caracterizado
por una completa industrialización que tuvo origen en el Reino Unido a
finales de los años 1700 y se extendió hasta inicios del siglo XIX. Durante
este periodo se desarrolló la mecanización de la agricultura y la industria
textil, surgieron maquinarias de transporte como los barcos de vapor y
trenes. Estos cambios generaron consecuencias positivas en los aspectos
social y cultural, no solamente en el económico. Las condicione de trabajo
también cambiaron en todo el mundo como parte del producto de esta
revolución.
La Revolución Industrial marcó un antes y un después en la historia de la
humanidad. Especialmente porque su impacto se extendió a todos los ámbitos de
la sociedad.
Se le conoce como Primera Revolución Industrial después de que años más tarde se
produjera una nueva revolución industrial, conocida como Segunda Revolución
Industrial. En los siglos XX y XXI se produjeron la Tercera Revolución Industrial y
la Cuarta Revolución Industrial, respectivamente.
La máquina de vapor fue la base sobre la que se asentó todo el desarrollo que
vino propiciado como consecuencia de la Revolución Industrial. Este invento fue
posible gracias a algunos elementos, como la existencia de combustibles como el
carbón o el hierro.
Causas políticas
Por una parte, la Revolución burguesa del siglo XVII había triunfado, dándose con
ello la abolición del sistema feudal. El sistema se basaba en una monarquía que
había desechado el absolutismo que se daba en otros países europeos.
Causas socioeconómicas
Causas geográficas
Al igual que las causas que llevaron a la Revolución Industrial, las consecuencias
se dejaron notar en diferentes ámbitos. Así pues, en resumen, las consecuencias
de la Primera Revolución Industrial, se pueden dividir en tres bloques.
Por otra parte, las ciudades comenzaron a crecer de forma muy importante. Si la
llegada de población rural a las ciudades fue una de las causas de la Revolución
Industrial, este fenómeno se multiplicó posteriormente. Al mismo tiempo que la
mecanización del campo caminaba pareja a la introducción de nuevas tecnologías,
aumentaba la mano de obra excedentaria.
Este dilatado mundo, que se extendía desde California hasta la Patagonia y desde el
Atlántico hasta el Pacífico, seguía siendo formalmente dominio de la corona española, pero
en su seno bullían fuerzas sociales y económicas que ponían en cuestión el otrora seguro y
absoluto dominio metropolitano.
La crisis que afectaba a este enorme espacio colonial era, en esencia, una «crisis de
dominación», que se expresaba en una cada vez más endeble dependencia económica con
relación a la metrópoli y en un paralelo desarrollo de las fuerzas productivas internas. Este
fenómeno, iniciado a fines del siglo XVII, determinaba que la mayor parte de la riqueza
producida en la América española se invirtiese o acumulase en su mismo territorio en
gastos de defensa y administración, construcción de infraestructura, pago de obligaciones
oficiales, adquisición de abastecimientos para la industria minera, etc. y que el tesoro
remitido a España equivaliese apenas a un 20% del total.
Además, existían otros fenómenos conexos, que expresaban el cada vez mayor
debilitamiento de los lazos económicos de dependencia entre las colonias
hispanoamericanas y su metrópoli. El vigoroso desarrollo de la agricultura y el surgimiento
de una cada vez mayor producción manufacturera, habían terminado por marcar una
creciente independencia de éstas frente a los abastecimientos de la metrópoli que, por lo
demás, provenían en su mayor parte de terceros países, con lo cual aun la riqueza remitida a
España terminaba en buena parte en otras manos. Por otra parte, el comercio intercolonial
se había vuelto cada vez más amplio, gracias al desarrollo de buenos astilleros - como los
de Guayaquil, Cartagena y La Habana -y la posesión de importantes flotas mercantes por
parte de algunas colonias. Esto determinó que también las colonias no mineras, que poseían
una economía de plantación, exportaran sus productos a otras colonias hispanoamericanas o
los vendieran a comerciantes de otros países. Por fin, cabe destacar que Hispanoamérica
dependía ya, para su defensa, fundamentalmente de sus propias fuerzas y recursos, con lo
cual el último lazo de dependencia con España se había vuelto también innecesario.
Esa lucha entre criollos y chapetones había tenido múltiples ocasiones de manifestarse a lo
largo de la historia colonial, pero en el siglo XVIII alcanzó una virulencia inusitada,
expresada en motines, rebeliones y alzamientos ciudadanos, dirigidos por los Cabildos -
centros del poder criollo - contra el poder colonial radicado en Virreyes, Audiencias o
Capitanes Generales.
Por una especial coincidencia, determinada esencialmente por la común lógica colonialista
que poseían, las monarquía española e inglesa iniciaron paralelamente en 1765 una
ofensiva política contra sus respectivas colonias americanas, que en ambos casos se
proponía la «reconquista» económica de éstas. Tanto Inglaterra como España habían
llegado a la conclusión de que la creciente autonomía económica de las colonias amenazaba
sus posibilidades de desarrollo metropolitano y de que se imponía, por tanto una
recolonización económica, que eliminara las tendencias autárquicas de su crecimiento y
subyugara el mismo a un nuevo y más eficiente sistema de dominación colonial.
Pese a las especifidades históricas de cada una de estas acciones metropolitanas, ambas
tenían elementos comunes. Uno de ellos era la prohibición de que en las colonias se
establecieran nuevas fábricas, que en el caso español incluía medidas para liquidar las
manufacturas existentes. Con ello se buscaba estimular el desarrollo de la industria
metropolitana y convertir a las respectivas colonias en mercados cautivos de ésta. Otra
iniciativa en común, era el establecimiento o reforzamiento de los sistemas monopólicos de
comercio colonial, con miras a incrementar las utilidades metropolitanas y a establecer un
control más directo de ciertos sectores productivos del mundo colonial (Puiggrós, pp. 238-
247).
Una variedad de factores, que no es del caso analizar, determinaron que esos paralelos
esfuerzos de reconquista económica produjeran distintas reacciones en las colonias inglesas
y españolas. En aquellas, la reacción fue prácticamente inmediata, pues su población inició
un boicot a los productos ingleses y se amotinó contra la autoridades coloniales (1770), en
un proceso de insurgencia que, a partir de 1775, alcanzó el nivel de insurrección armada; en
1776 fue consagrado por la «Declaración de Independencia» de las trece colonias y en 1781
culminó triunfalmente, con la rendición británica en Yorktown. En el dilatado y en todo
más complejo mundo colonial hispanoamericano, la reacción criolla fue lenta y conllevó un
largo proceso de acumulación de fuerzas y progresiva toma de conciencia por parte de los
sectores sociales afectados por ese reforzado colonialismo español. Empero, aunque tardío,
el resultado fue el mismo que en las colonias inglesas de Norteamérica: la independencia,
alcanzada tras un violento y generalizado proceso revolucionario, que se consumó en
quince años (1809 a 1824).
El primer golpe de la reconquista contra el poder criollo fue la expulsión de los jesuitas
(1767), ejecutada al mismo tiempo en todo el continente. Si bien la medida parecía
destinada a acabar con la gran autonomía con que actuaba la Compañía de Jesús y a afirmar
el poder de la corona, en la práctica buscaba dos objetivos precisos: liquidar el poder
terrateniente y financiero de la Iglesia católica, de la cual los jesuitas eran la avanzada en
ambos aspectos. Y privar al criollismo de su intelligentzia, que tenía entre los jesuitas
expulsos una de sus alas más radicales, al punto de justificar públicamente - en teoría
abstracta - el regicidio, así como el derecho de los pueblos a la insurrección.
La medida obedecía sin duda a un frío cálculo político. Al expulsar a los jesuitas y
apoderarse de sus recursos y propiedades, la corona liquidaba el poder bancario que
financiaba a los propietarios y empresaria criollos, debilitaba la capacidad económica de
estos, obtenía grandes riquezas y eliminaba una parte sustancial del poder latifundista en sí
mismo. A su vez, en el plano político, privaba al criollismo de su élite intelectual - la mayor
parte de los jesuitas extrañados era de origen criollo y provenía de las grandes familias
locales, al mismo tiempo que rompía en gran medida el vínculo social establecido entre la
Iglesia y la clase criolla.
Las reformas borbónicas terminaron por agravar la oposición entre criollos y chapetones,
por sublevar a las masas mestizas e indígenas y por crear una conciencia de identidad entre
la intelectualidad americana. Lo que es más: al calor de la resistencia social a la
reconquista, el pensamiento criollo logró hegemonía en la sociedad hispanoamericana, de
modo que sus reivindicaciones dejaron de ser exclusivas de una élite para pasar a influir
cada vez más en el pensamiento de las masas populares.
La primera protesta popular se dio en Quito, el año de 1765. Esta Audiencia era asiento de
una de las más desarrolladas economías coloniales y uno de los más rebeldes núcleos de
pensamiento criollo, y entre 1592 y 1593 había protagonizado la formidable «Revolución
de las Alcabalas», cuyos líderes llegaron a cuestionar públicamente la autoridad real y a
proclamar tempranamente su voluntad de independencia. La nueva revuelta, ocasionada por
la imposición del Estanco de aguardiente y la Aduana para los víveres, se hizo bajo la
consigna de «¡Mueran los chapetones y abajo el mal gobierno!». Las masas insurrectas
vencieron a las tropas reales y destituyeron a las autoridades, pero carecieron de liderazgo y
finalmente se desbandaron.
Ese mismo año se produjo el levantamiento de los mayas de Yucatán contra los tributos,
liderado por Jacinto Canek. Y en 1780 estalló la revolución india de Túpac Amaru, en el
Perú, que llegó a movilizar un ejército de 200.000 hombres y a poner en jaque a las
autoridades del Virreinato. Proclamándose nuevo Inca, Túpac Amaru afirmó entonces:
«Los reyes de Castilla me han tenido usurpada la corona y dominio de mis gentes, cerca de
tres siglos, pensionándome a los vasallos con sus insoportables gabelas, tributos, lanzas,
sisas, aduanas, alcabalas, catastros, diezmos, Virreyes, Audiencias, Corregidores y demás
Ministros, todos iguales en la tiranía; estropeando como a bestias a los naturales de este
Reyno» (Picón Salas, p. 183).
Poco después, en 1781, estalló el movimiento de los comuneros del Socorro, en la Nueva
Granada, producido también por los nuevos impuestos coloniales. Una tropa entre mestiza e
indígena, de más de 20.000 hombres, cercó al poder colonial y lo obligó a firmar las
«Capitulaciones de Zipaquirá», por las que se abrogaban los impuestos y estancos, se
reconocían los derechos indígenas a la tierra y el derecho de los criollos a ocupar los altos
cargos administrativos. Su líder, José Antonio Galán, llegó a proclamar el fin del
colonialismo español: «Se acabó la esclavitud». (Ocampo, pp. 58-59).
Aunque todos estos movimientos fueron finalmente derrotados, lo cierto es que minaron
profundamente el sistema colonial y estimularon el desarrollo de una nueva conciencia
americana. Una buena muestra de esta fue la representación que el Cabildo de la Ciudad de
México dirigió al rey, en 1771: «(El español) viene a gobernar unos pueblos que no conoce,
a manejar unos derechos que no ha estudiado, a imponerse a unas costumbres que no ha
sabido, a tratar con unas gentes que nunca ha visto... Nunca nos quejaremos que los hijos de
la antigua España disfruten de la dote de su madre; pero parece correspondiente que quede
para nosotros la de la nuestra. Lo alegado persuado, que todos los empleos públicos de la
América, sin excepción de alguno, debían conferirse a sólo los españoles americanos, con
exclusión de los europeos...» (Morris et al., 1976, I, pp.49-52).
Eugenio Espejo, el sabio mestizo quiteño, que formulara el primer estudio científico sobre
las viruelas - Reflexiones sobre las viruelas - y propusiese la utilización de las vacunas, fue
uno de los más duros críticos de la ilustración europea, pese a compartir algunas de sus
teorías políticas y económicas. En su «Discurso a la Sociedad Patriótica» denunció: «Desde
tres siglos ha, no se contenta la Europa de llamarnos rústicos y feroces, montaraces e
indolentes, estúpidos y negados a la cultura. ¿Qué les parece, señores, de este concepto?...
¿Creeréis, señores, que estos Robertson, Raynal y Pauw digan lo que sienten? ¿Que hablen
de buena fe? ...El objeto de otros que nos humillan es diverso...» (Espejo, 1960, pp. 327-
328).
En Perú, los doctores Hipólito Unanue y José Manuel Dávalos - mulato éste - ejercieron
también una activa oposición a las teorías de Pauw. Unanue, «uno de los criollos de visión
científica más universal», elaboró sus Observaciones sobre el clima de Lima, verdadero
tratado de geografía humana, en el que este lector de Montesquieu y Rousseau propugna
como base de un sistema educativo y de un método curativo la proximidad del hombre a la
naturaleza y una vida lo más cercana al aire libre. Dávalos, por su parte, escribió que «hay
en el Perú un lugar llamado Piura, en donde la sífilis desaparece sólo con la influencia
salubre del clima» y explicó las propiedades curativas de otros microclimas de su país
(Picón Salas, pp. 11-12; Lynch, p. 44).
Entre los más apasionados y profundos defensores de América frente a las teorías de la
ilustración europea se contaron entonces los jesuitas desterrados en Europa. Dolidos por su
violento desarraigo y convencidos de que las teorías de Buffon, Pauw y otros constituían
una renovada justificación del colonialismo europeo, se empeñaron en el rescate intelectual
del pasado histórico de su patria americana y en el análisis erudito de los recursos y
riquezas del nuevo continente. Así surgieron obras trascendentales como Historia Antigua
de México, de Francisco Xavier Clavijero; Historia del Reino de Quito y «Vocabulario de
la lengua peruano - quitense», de Juan de Velasco; Instituciones Teológicas e Historia de la
Compañía de Jesús en la Nueva España, de Francisco Xavier Alegre; Los tres siglos de
México, de Andrés Calvo; Rusticatio Mexicana, de Rafael Landívar; Compendio de la
historia geográfica, natural y civil del Reino de Chile y Ensayo sobre la historia natural de
Chile, de Juan Ignacio de Molina, etc. En ellas no sólo se exaltaba con legítimo orgullo las
riquezas, la fecundidad y la creatividad americanas, sino que se demostraba la sustancial
autonomía del mundo americano frente a Europa. Canto de amor a una entrevista «Patria
Criolla», era el punto de partida para la formulación de un pensamiento independentista.
La prensa
El vehículo necesario para la ilustración americana resultó ser la prensa y ello hizo que los
intelectuales hispanoamericanos agregaran a sus oficios específicos el del periodismo, en
busca de difundir sus ideas entre la sociedad.
Un hombre de ciencia como Antonio José de Caldas, discípulo del sabio naturalista José
Celestino Mutis, fundó en Santa Fe su Semanario del Nuevo Reino de Granada, destinado a
reunir datos estadísticos, descripciones científicas y estudios de productos útiles de la
naturaleza, proveer datos metereológicos y recomendaciones útiles a la agricultura e
industria locales. Otro sabio, Espejo, fundó en Quito el periódico Primicias de la cultura de
Quito, en el que proclamaba: «Vamos en derechura a nuestro objeto, que es insinuar que no
puede llamarse adulta en la literatura, ni menos sabia a una nación, mientras con
universalidad no atienda ni abrace sus verdaderos intereses; no conozca y admita los
medios de encontrar la verdad; no examine y adopte los caminos de llegar a su grandeza; no
mire, en fin, con celo, y se entregue apasionadamente, al incremento y felicidad de sí
misma, esto es del Estado y la sociedad» (Picón Salas, pp. 204-5; Espejo, p. 268).
Entre tanto, en México, el biólogo, físico y astrónomo José Antonio Alzate, fundaba cuatro
sucesivos periódicos entre 1768 y 1795, mientras su paisano José Ignacio Bartolache,
médico y matemático, iniciaba en 1772 la publicación del afamado Mercurio Volante. Al
sur, en Lima, el sabio Hipólito Unanue publicaba el no menos famoso Mercurio Peruano,
en 1791, un año después de que en esa misma ciudad viera la luz el primer cotidiano de
Hispanoamérica: el Diario Erudito, Económico y Comercial. Cabe mencionar, por fin, al
Papel Periódico de La Habana y a su homónimo granadino publicado en Santa Fe, fundados
en 1790 (Henríquez Ureña, 1966, pp. 41-42. Picón Salas, pp. 212-215).
Toda esa prensa periódica estaba llena de inquietudes y proyectos americanos, así como de
citas y ecos de Rousseau, Montesquieu, Locke, Descartes, Voltaire, Diderot, Newton y
Adam Smith. La peligrosidad de esas nuevas ideas impresas hizo que el virrey de México,
Matías Gálvez, opinara en 1768: «Yo tengo La Gaceta por muy útil, siempre que se reduzca
a noticias indiferentes: entradas, salidas, cargas de navíos y producciones de la naturaleza;
elecciones de prelados, de alcaldes ordinarios... Por otra parte, importa dar materia inocente
en que se cebe la curiosidad del público» (Picón Salas, p. 213).
Frente a tan rico panorama intelectual de nuestra América del siglo XVIII, resulta
inevitable preguntarse: ¿Cuáles fueron las causas que estimularon su desarrollo? La
principal de ellas fue indudablemente la propia madurez intelectual del mundo americano.
Un mundo en el que el desarrollo de las fuerzas productivas había creado una sociedad cada
vez más compleja, en mucho distinta de la simple sociedad colonial del siglo XVI,
integrada sólo por conquistadores y conquistados. Un mundo en el que los hombres
exploraban selvas, abrían caminos, levantaban ciudades, montaban industrias,
experimentaban con metales, construían barcos, alzaban fortalezas, peleaban con piratas,
hacían revoluciones, amaban, luchaban y morían, no podía seguir atado a la ñoñez de las
reglas oficiales ni conformarse con el gongorismo degenerado de los sermones
eclesiásticos.
Toda esa enorme vitalidad y creatividad del continente requería de una expresión propia y
los adelantados de ésta fueron los exploradores e investigadores científicos. El quiteño
Pedro Vicente Maldonado explora las selvas occidentales - en busca de una ruta que
aproxime Quito a Panamá, construye vías, levanta cartas topográficas y efectúa mediciones
de su país. El peruano José Eusebio del Llano y Zapata, formidable matemático, trabaja por
entonces sus audaces Memorias histórico-físico-apologéticas de la América
Meridional,verdadera summa científica hispanoamericana. Mientras tanto, un gran
astrónomo y matemático labora exitosamente en México: Joaquín Velázquez de Cárdenas y
León.
El otro gran estímulo para el desarrollo de la vida intelectual americana estuvo dado por la
llegada de las expediciones científicas europeas. Por esos años, Europa está llena de un
espíritu de investigación de la naturaleza, que aúna las conveniencias comerciales y
políticas de las grandes potencias con la verdadera curiosidad científica. Y envía a América
sucesivas expediciones científicas, destinadas a efectuar mediciones, levantar mapas,
estudiar la naturaleza y recoger muestras para sus museos y jardines botánicos.
Su llegada resulta de gran utilidad para la élite intelectual criolla, a la que aportan métodos
de investigación que le ayudan a conocer mejor su propio mundo e ideas renovadoras de la
sociedad. La llegada de los académicos franceses y los sabios españoles que los acompañan
(Juan y Ulloa), en 1736, sirve para estimular y promocionar a nuestros hombres de ciencia.
Pedro Vicente Maldonado viaja a Europa junto con La Condamine, que lo presenta en las
sociedades científicas de Inglaterra y Francia, que lo reciben como miembro.
Pero lo que sucedía en el Virreinato de Nueva Granada se repetía en las demás colonias
españolas de América. A partir de 1790, la Inquisición mexicana inició una radical
persecución de las ideas revolucionarias provenientes de «la espantosa Revolución de
Francia, que tantos daños ha causado» (Pérez Marchand, 1945, pp. 122-124).
La América Hispana tenía, en todo caso, un contacto directo con la Revolución Francesa en
Francisco de Miranda, quien era, por otra parte, el empeñoso agitador de su independencia.
Típico producto del criollismo hispanoamericano y del espíritu renovador que recorría el
mundo, El Precursor había sido sucesivamente oficial de los ejércitos españoles, amigo de
Washington y jefe de un cuerpo expedicionario antillano - formado por mulatos cubanos y
haitianos que combatió por la independencia norteamericana, propagandista de la
independencia hispanoamericana y general de los ejércitos revolucionarios de Francia. A
partir de 1790, la vida de Miranda se concentraría en el objetivo principal. Entablaría
interminables negociaciones con el gobierno británico, en busca de apoyo militar y
financiero para la causa de la independencia sudamericana. Desenvolvería una campaña
internacional de agitación contra el colonialismo español. Y, lo que fue más importante,
organizaría a los latinoamericanos radicados o de paso por Europa, para la lucha
independentista (Bosch, pp. 461-489).
Límites y metas
Dueños de ricas plantaciones cultivadas con trabajo esclavo o de enormes latifundios
beneficiados por el trabajo indígena servil, muchos de ellos poseedores de títulos
nobiliarios, los criollos aspiraban a una emancipación política de España, que los
convirtiese en miembros de una clase dominante con plenos derechos, y no a una
revolución social que, como la francesa, repartiera la tierra a los campesinos pobres,
liquidara los derechos feudales y arrasara legal y físicamente con la nobleza. Lo que
querían, en definitiva, no era transformar esencialmente a la sociedad colonial, sino
mantenerla para su exclusivo provecho, cortando de un tajo la dependencia frente a la
metrópoli y asumiendo el tan ansiado poder político.
Desde luego, en ese marco histórico general cabía una gama de posiciones ideológicas:
desde aquellas de los republicanos radicales, que propugnaban la liberación de los esclavos,
el reparto de tierras a los campesinos y la eliminación del tributo indígena, hasta las de los
monárquicos liberales, que aspiraban a sustituir a la corona española por las testas
coronadas de señores criollos. Hidalgo e Iturbide serían, en el futuro y en un mismo país,
buena muestra de la pervivencia de esas posiciones.
Por entonces, el área del Caribe albergaba una población esclava de aproximadamente
1.200.000 personas, de las cuales más de 600.000 radicaban en las posesiones francesas,
unas 300.000 en las posesiones británicas y sobre 200.000 en las posesiones españolas
insulares (Cuba, Puerto Rico, Santo Domingo) y de Tierra Firme (Venezuela y Nueva
Granada). Considerando la tradicional rebeldía de la población esclava, que en ese mismo
siglo XVIII había protagonizado levantamientos en casi todos los territorios de la región,
tenía lógica esperar el estallido de nuevas sublevaciones en el área. De ahí que, mientras la
llamada «ley de los franceses» se convertía en consigna esperanzada de los esclavos y
humildes de toda laya, aterrorizaba a los propietarios criollos de Sudamérica (Bosch, pp
373-377).
En el ámbito internacional, la perspectiva del criollismo se volvió también cada vez más
inquietante. Los bandazos políticos de la disminuida monarquía española, convertida
finalmente en financista de las guerras napoleónicas e instrumento dócil de la política
internacional francesa, causaron honda preocupación en la clase criolla, cuyo temor a la
burguesía francesa «cortadora de cabezas» había ido en aumento. Al fin, la invasión
napoleónica a España y la imposición de un gobierno francés en Madrid (1808) acabaron
por precipitar su entrada en el escenario histórico.
Un efecto final de la Revolución Francesa en nuestra América fue la ideología que inspiró
la mayoría de sus cartas constitucionales. Muchos principios de la Declaración de los
Derechos del Hombre - como la igualdad jurídica de los ciudadanos, la soberanía popular,
la juridicidad estatal, las garantías personales, la separación de poderes y el derecho a la
propiedad - fueron incorporados generalmente a las leyes supremas de los nuevos países
independientes, aunque, en la práctica, se mantuviera esencialmente la estructura
socioeconómica heredada de la colonia.
Comuna de parís
A partir del día siguiente, la prensa oficial francesa denunció ante el mundo la temeridad
del «populacho» que había formado su propio ejército y convocaba a elegir su gobierno
comunal. En pocos días, la prensa de todo el globo se hacía eco de las imputaciones de su
par francesa: la Comuna de París era obra de la Internacional, la temible Asociación
Internacional de los Trabajadores. Y tras la internacional obrera se escondía un sabio
maléfico, empeñado en destruir la obra de la civilización: el «prusiano» Karl Marx, aquel
Prometeo que había robado el moderno saber burgués –la Economía Política– para volverlo
contra la propia burguesía y entregarlo al proletariado.
Al mismo tiempo, el nombre de Marx aparecía por primera vez en la primera plana de la
gran prensa internacional, acompañado por grabados que revelaban al mundo su melena
leonina y su rostro barbado. El mundo burgués comprendía que el comunismo no era una
amenaza potencial, el producto febril de oscuros conspiradores o la lucubración racionalista
de los constructores de utopías, sino un peligro real que de pronto podía acontecer en la
ciudad que era el símbolo mismo de la civilización moderna. La Comuna abrigaba el
fantasma del comunismo. Y aunque la Comuna de París lejos estuvo de adoptar un
programa comunista, la presencia fantasmática de la Internacional era para sus detractores
la prueba evidente de su estrategia final. «Commune» en francés quiere decir comuna,
ayuntamiento. La Comuna de París no es más, literalmente hablando, que el ayuntamiento
de la Ciudad Luz. Pero la palabra «commune» compartía la misma raíz que «communisme»,
lo que favoreció el deslizamiento de sentido. El término «comunismo», si bien formaba
parte del vocabulario político de las vanguardias desde la década de 1830, no se difundió a
escala internacional sino con los hechos de la Comuna.
La Comuna de París no respondió en modo alguno a un plan premeditado. Antes bien, fue
hija de un encadenamiento de circunstancias imprevisibles: la Guerra Franco-prusiana, la
derrota del ejército imperial francés, el sitio de París, el advenimiento de la Tercera
República francesa al mismo tiempo que la unificación alemana bajo el Imperio de
Guillermo I.
París había resistido un sitio de cuatro meses que culminó en enero de 1871 con la victoria
del ejército prusiano y la proclamación de Guillermo I como emperador de Alemania, nada
menos que en Versalles, en territorio francés. Pero como los ejércitos alemanes solo
tuvieron cercada la ciudad capital sin atreverse a tomarla, el combativo y organizado pueblo
parisino pudo rechazar la rendición, desafiando así a su propio gobierno. Tanto fue así que
el Ejecutivo que presidía Thiers y la Asamblea Nacional decidieron instalarse en Versalles,
intentando doblegar desde allí a la ciudad rebelde. El proletariado parisino no solo
aquilataba una extensa tradición de luchas sociales y políticas sino que, además, contaba
ahora con pertrechos y experiencia militar: las circunstancias históricas lo habían
convertido en un proletariado armado, mientras el enemigo alemán o los republicanos
burgueses no lograran desarmarlo.
En una inédita situación de doble poder, París se vio obligada a darse una forma de
organización y de gestión, no solo para sostener su resistencia al gobierno de Versalles,
sino incluso para asegurar su funcionamiento y su abastecimiento. La estructura política
aquí creada tomó por base la Guardia Nacional, que había sido movilizada en septiembre de
1870 para asegurar la defensa de la capital y cuya tradición revolucionaria se remontaba a
1789. No era otra cosa que una milicia ciudadana, compuesta por todos los varones
mayores de 18 años, con amplia mayoría de proletarios y artesanos. En febrero de 1871, la
Guardia parisina creó una estructura electiva y piramidal, la Federación de la Guardia
Nacional (de allí que se designase a los comuneros como «federados»), compuesta por los
delegados de las compañías y los batallones de la milicia parisina; su cúspide la ocupaba un
Comité Central.
La Comuna nació en París el 18 de marzo de 1871, cuando los artesanos y los obreros
tomaron el poder en la ciudad. El pueblo parisino se había levantado al descubrir que el
gobierno provisional intentaba arrebatarle por sorpresa las baterías de cañones que habían
comprado por suscripción popular para defender la ciudad. Las fuerzas del ejército
terminaron confraternizando con la población sublevada. Cuando el general Lecomte
ordenó disparar contra la muchedumbre inerme, los soldados lo hicieron bajar de su caballo
y lo fusilaron. Otro tanto hicieron con el general Thomas, veterano comandante responsable
de la represión durante la rebelión popular de junio de 1848. En ese momento Thiers
ordenó a los empleados de la administración nacional evacuar la capital. Ante el vacío de
poder, la Guardia Nacional convocó de inmediato a elecciones comunales sobre la base del
sufragio universal (masculino). Su Comité Central entregó entonces el poder provisional al
consejo municipal elegido democráticamente, con predominio de republicanos radicales y
blanquistas.
Sitiada París, primero por los prusianos y luego por los versalleses, los comuneros debieron
gobernar una ciudad asediada. Promulgaron una serie de decretos (sobre educación popular,
separación de la Iglesia del Estado, indulgencia con los alquileres impagos o abolición de
los intereses por deudas) dictados por la urgencia y la necesidad antes que por la definición
de un orden social cuyos trazos ni siquiera alcanzaron a definir durante sus dramáticos 71
días de vida.
Cercada en parte todavía por las tropas prusianas, hostigada por la prensa de Versalles con
calumnias que a su vez replicaba la prensa internacional, empobrecida, incomunicada,
aislada del resto de las fuerzas progresistas de la nación, la Comuna de París soportó con
heroísmo durante más de dos meses el bombardeo y el asedio del gobierno provisional.
Finalmente, el 21 de mayo el ejército de Versalles logró franquear la Porte de Saint-Cloud,
y a lo largo de una semana conquistó militarmente una ciudad que le ofreció una dramática
resistencia. Los encarnizados combates se sucedieron barrio a barrio, calle a calle. Los
últimos 147 resistentes se parapetaron detrás de un muro del Cementerio de Père-Lachaise,
donde fueron fusilados y enterrados en una fosa común.
Las interpretaciones
La experiencia de la Comuna fue leída de los modos más diversos, incluso durante su
mismo decurso. Sus enemigos más encarnizados –aristócratas y clericales, monárquicos
legitimistas y orleanistas, republicanos conservadores y moderados– coincidieron en
denostarla, pero con argumentos diversos. Para los ultramontanos era abominable por el
simple hecho de ser una revolución, y la leyeron como una consecuencia de la
secularización de las costumbres que había impulsado la burguesía liberal. Los
republicanos, que no podían condenar a la tradición revolucionaria de la que habían
surgido, la vieron como el producto de la liberación de los «bajos instintos» de una plebe
incontrolada compuesta por turbas frenéticas libradas a su propia suerte.
Pero no todos los dirigentes políticos franceses participaban del realismo de Marx; en
especial, discrepaban los republicanos radicales y los blanquistas, los exponentes de la
tradición jacobina. A esta vertiente insurreccionalista a ultranza se sumarían muy pronto los
bakuninistas, con el propio Mijaíl Bakunin que había viajado a Francia apenas comenzada
la guerra.
El 30 de mayo de 1871, apenas dos días después de concluida la Semana Sangrienta, Marx
leía en el Consejo General londinense su célebre alocución, La guerra civil en Francia, una
pieza magistral de equilibrio político. Había concebido un texto que, sin renunciar a sus
ideas ni a su estilo, pudiera conformar a las distintas tendencias que convivían, no sin
tensiones, en el Consejo. Antes que optar por una estrategia de debate público sobre las
diferencias que separaban las diversas escuelas socialistas, Marx ensayó una lírica defensa
de la experiencia comunera, en la que solo entre líneas es posible leer, por ejemplo, la
crítica a los exponentes del insurreccionalismo neojacobino –«supervivientes y devotos de
revoluciones pasadas»–, al exceso de escrúpulos democráticos de los republicanos
moderados –que llevaron al Comité Central de los federados a delegar rápidamente el
poder–, o a los herederos de Proudhon –que no se atrevieron a tocar la sacrosanta propiedad
de la banca–. Estos y otros inevitables errores –como la demora de las milicias en marchar
sobre Versalles– no podían oscurecer su mérito histórico, que no consistía en otra cosa que
en su propia existencia. Ahora que había sido derrotada, que los hombres y las mujeres que
la sostuvieron eran fusilados o detenidos, que la prensa burguesa derramaba por el mundo
las calumnias más inicuas, la Comuna debía ser saludada por los trabajadores de todo el
mundo como un primer ensayo, fallido pero heroico, de gobierno obrero, como «la forma
política al fin descubierta que permitía realizar la emancipación económica del trabajo».
Como señaló el historiador alemán Arthur Rosenberg, «el escrito de Marx sobre la Guerra
Civil de 1871 tiene una importancia histórica excepcional». En desacuerdo con muchos de
los métodos de la Comuna –en primer término, la insurrección misma–, le habría resultado
tanto más sencillo deslindar cualquier responsabilidad sobre el curso que tomaron los
acontecimientos. Sin embargo, no le importó mostrarse ante la opinión pública como quien
tenía la razón, sino que, al contrario, «hizo suya audazmente la Comuna y desde entonces el
marxismo tiene una tradición revolucionaria ante los ojos de la humanidad». Esta
apropiación marxiana de la Comuna fue tan resistida por los anarquistas (para Bakunin no
fue sino la expresión de un «travestismo verdaderamente grotesco») como canonizada por
los comunistas de todo el mundo, desde los rusos que en 1917 hicieron de la forma comuna
el precedente del sóviet, hasta los chinos de la Comuna de Cantón primero y de la Comuna
de Shanghái después.
El folleto de Marx circuló en cientos (sino miles) de ediciones; usualmente, con un prólogo
escrito por Engels para la edición alemana de 1891 que (en franco contraste con el análisis
de Marx) presentaba la experiencia comunera como un ejercicio de «dictadura del
proletariado». Muchas ediciones añadían también artículos de Lenin, en los que la Comuna
francesa era asimilada al sovietismo ruso.
Los días de la Comuna mantuvieron en vilo al mundo entero, tanto al orden burgués como a
los sectores populares. Los medios de prensa transcribían en primera plana los bandos de
una y otra parte, los modernos magazines ilustrados reproducían escenas de los combates o
de la vida comunera bajo la forma de grabados y litografías. Mientras la gran prensa
burguesa reproducía las noticias más fantásticas sobre hechos de violencia y destrucción
atribuidos a la plebe de París, los medios de prensa minoritarios de los republicanos
radicales, de los federalistas españoles y de los socialistas de todo el mundo se empeñaban
chequear la información y en publicar fuentes fidedignas. La Comuna impactó fuertemente
en la prensa española así como en toda la América Latina.
Del lado anarquista, la obra más popular fue la de Louise Michel, una educadora que había
encabezado la manifestación de mujeres que impidió que los cañones parisinos pasaran a
mano de los versalleses. La Commune. Histoire et souvenirs (La Comuna. Historia y
recuerdos), publicado en París en 1898 cuando hacía ya varios años que su autora había
retornado de su deportación en Nueva Caledonia, se tradujo enseguida al español en
Barcelona, conociendo a comienzos del siglo XX sucesivas ediciones populares que se
leían en todo el mundo de habla hispana. También alcanzó enorme popularidad La
Commune (1904), una historia novelada de los hermanos Paul y Victor Margueritte, que fue
traducida al español en Barcelona en 1932, en los albores de la Segunda República.
Los exiliados de la Comuna se esparcieron por Europa y América llevando sus relatos
heroicos, sus programas políticos y sus rencillas internas. Allí donde se afincaban, lanzaban
periódicos en francés, publicaban folletos y fundaban secciones de la Internacional. Fueron
comuneros franceses quienes crearon la primera sección francesa de la Internacional en la
Buenos Aires de 1872. Otros ex-communards se instalaron en Chile, Uruguay y Brasil,
según las pistas que siguió Marcelo Segall.
Alicia Moreau, una de las figuras señeras del socialismo argentino, era hija del comunero
Armand Moreau, que se había exiliado en Londres con su familia antes de instalarse en
Buenos Aires. El movimiento socialista internacional celebró el 18 de marzo como una
jornada popular, al menos durante tres décadas. Jóvenes intelectuales socialistas como
Leopoldo Lugones y José Ingenieros lanzaron en la Buenos Aires de 1987 el periódico La
Montaña, fechándolo el 12 Vendimiario del año XXVI de la Comuna, conforme el
calendario revolucionario adoptado en 1871. Todavía a comienzos del siglo XX la portada
del semanario socialista argentino La Vanguardia correspondiente al 18 de marzo estaba
dedicada a homenajear a la Comuna. En el México de 1874 aparece un periódico
bisemanal, La Comuna, que poco después nacionaliza la experiencia parisina y pasa a
titularse La Comuna Mexicana. Dos años después, el periódico mexicano El Hijo del
Trabajo daba a conocer las biografías de los principales líderes de la experiencia
comunera.
La memoria de la Comuna se mantuvo viva en América Latina más allá del exilio francés.
El socialista chileno Luis Emilio Recabarren y el anarquista peruano González Prada, entre
muchísimos otros, le consagraron artículos en la prensa obrera de su tiempo. El Centenario
de la Comuna fue celebrado en 1971 con reediciones de aquellas obras clásicas, con
suplementos especiales que le consagraron periódicos y revistas, y con un Coloquio
internacional realizado en París. El Berliner Ensable presentó entonces en París Los días de
la Comuna, la pieza teatral de Bertold Brecht.
Todavía resonaban los ecos de Mayo de 1968, cuando los estudiantes de la nouvelle
gauche le disputaron a la tradición comunista la herencia de la Comuna. Tan constantes
fueron las referencias de los enragès a los episodios de la Comuna de 1871 que la
compilación de Alain Schnapp y Pierre Vidal-Naquet sobre Mayo del 68 llevó por
título Journal de la Commune étudiante.
Para Lefebvre, la Comuna habría sido una fiesta inmensa que el pueblo de París se habría
regalado a sí mismo y al mundo, una fiesta «de los desheredados y de los proletarios, fiesta
revolucionaria y de la revolución, fiesta total, la más grande de los tiempos modernos». Y a
contrapelo de las lecturas hasta entonces dominantes, entendió que las notas que definían la
experiencia comunera eran una espontaneidad incontenible, una gran pluralidad, su carácter
internacionalista, su genio colectivo (desprovisto de grandes jefes), la ausencia de un
partido que por detrás pudiera controlar todo lo que sucedía, así como un antibelicismo y
anticolonialismo ejemplificados en el derribo de la Columna Vendôme, símbolo de las
victorias napoléonicas. Lefebvre abrió el camino a aquellas lecturas contemporáneas que
repusieron la historicidad de la Comuna, al extraerla de la genealogía que la inscribía como
un prolegómeno de la Revolución Rusa de 1917. Esto no significa, ni mucho menos, que se
trate simplemente de devolverla a Francia, porque la Comuna tampoco encuentra su lugar
en la historia del republicanismo nacional francés.
En el mundo globalizado del siglo XXI, las apelaciones a las formas comunales son cada
vez más frecuentes en las más diversas experiencias políticas de resistencia al poder, en las
que no faltan siquiera las referencias expresas a la experiencia de 1871. «La referencia a la
Comuna –escribe Deluermoz, el último gran historiador de este acontecimiento– parece
alimentar las demandas cada vez más presentes de un poder más horizontal así como el
principio de un ‘movimiento sin líderes’ que caracterizan a muchas de estas protestas
contemporáneas».
Estas demandas sociales alimentan nuevos significados y recuperan otras imágenes, más
próximas a la subjetividad política contemporánea. Es el caso de la Comuna de Louise
Michel y la de tantas mujeres que a pesar de quedar excluidas del sufragio «universal»,
jugaron un rol crucial en la defensa de París. O de la Comuna de los artistas y de los poetas,
la de Gustave Courbet y Honoré Daumier, la de Rimbaud y Verlaine. También es la
Comuna del poeta Eugéne Pottier, autor de aquellos versos de «La Internacional» que, años
después, con música del belga Pierre Degeyter, iban a convertirse en el himno de los
trabajadores de todo el globo. O la Comuna de los laicistas y de los educadores. Está
también la Comuna del general Jarosław Dąbrowski y la de tantos polacos e italianos que
se batieron en París por una causa que consideraban universal. Está la Comuna de los
clubes políticos, de los periódicos revolucionarios que libraban una lucha desigual con los
grandes medios de prensa, la Comuna de los pasquines pegados en la pared, la Comuna que
adoptó la bandera roja convirtiéndola, 150 años atrás, en emblema universal del socialismo
y estandarte internacional de la liberación de los trabajadores.
La Comuna fue fecunda forjadora de imágenes y de símbolos que, a pesar del tiempo
transcurrido, todavía le dicen algo a nuestro presente. La historiografía del siglo XXI
vuelve a los archivos y elabora nuevos relatos del acontecimiento de 1871. La literatura y el
arte de nuestro presente vuelven a ponerla en escena, tal como lo ensayó a comienzos de
nuestro siglo el director británico Peter Watkins con su docudrama monumental La
Comuna de París, apelando a actores no profesionales. Una actualidad que disgustaba
a François Furet. El historiador liberal francés había sostenido que «ningún acontecimiento
de nuestra historia moderna, y acaso de toda nuestra historia, ha sido objeto de tal
sobreinversión de interés en relación con su brevedad». Eric Hobsbawm coincidía en cierto
modo al señalar que la Comuna «no fue tan importante por lo que consiguió como por lo
que presagiaba; fue más formidable como símbolo que como hecho». Justamente por eso,
señalaba, los historiadores deberían «resistirse a la tentación de despreciarla
retrospectivamente».
La gran depresión
Podemos señalar como el punto de partida de la Gran Depresión el 29 de octubre
de 1929, jornada que es recordada como el Martes Negro.
Durante este día, la bolsa estadounidense cayó hasta valores nunca vistos
anteriormente. Aunque en los días previos las bolsas sufrieron momentos
delicados, la caída del 20 de octubre propició que una sensación de pánico se
extendiese rápidamente.
Poco antes de que esto ocurriera, los inversores de Wall Street pensaban que se había
iniciado una época dorada, en la cual los mercados continuarían durante mucho tiempo
con un un alto grado de estabilidad y un nivel de precios elevados.
Las semana previa al Martes Negro, el mercado entró en una situación de inestabilidad
que acabó con la sensación de euforia que se vivió hasta el momento. De tal forma, ante
los primeros síntomas, los inversores comenzaron a retirarse del mercado
El lunes 28 de octubre el Dow Jones perdió un 13%. El martes 29, el volumen de
transacciones fue de 16,4 millones de acciones, como consecuencia de la brutal
caída de los precios. El Dow Jones, sumó a la caída de la jornada anterior, una
nueva caída del 12%, lo que significaba que la bolsa perdía alrededor de 14.000
millones de dólares.
Desde ese momento, la bolsa entró en una espiral de caídas de la que le costaría
mucho tiempo salir, sumiendo al país en una grave recesión que contagiaría a
muchos otros países.
Sobre las causas que dieron lugar a la crisis de 1929, no existe un consenso claro
entre economistas e historiadores.
La perspectiva keynesiana
La Gran Depresión era una recesión más de las que, de forma cíclica, afecta a las
economías capitalistas.
No obstante, el papel de las autoridades monetarias agravó la situación.
Fruto de la política monetaria, especialmente de la Reserva Federal, cayó la oferta
de dinero, lo que no favoreció la economía.
De forma paralela, algunos especialistas, han señalado que se sufrió una deflación
que aumentó el valor real de la deuda.
Lo que, en última instancia, hizo que aquellos que habían obtenido un préstamo o
crédito, debieran, en términos reales, más de lo que recibieron.
Las consecuencias de la Gran Depresión
La Gran Depresión tuvo una serie de consecuencias en todos aquellos países por
los que se extendió. Estas causas fueron económicas sociales y políticas.
Consecuencias económicas
Consecuencias sociales
Consecuencias políticas
En Europa
El Tratado de Versalles, establecía la compensación que Alemania debía pagar a los
vencedores de la Primera Guerra Mundial. El Reino Unido obtuvo la mayor parte de las
colonias alemanas en África y Oceanía (aunque algunas fueron a parar a manos
de Japón y Australia). Francia, en cuyo suelo se libraron la mayor parte de los combates del
frente occidental, recibió como pago una gran indemnización económica y la recuperación
de Alsacia y Lorena, que habían sido anexionadas a Alemania por Otto von Bismarck tras
la Guerra Franco-prusiana en 1870.
En el Imperio ruso, la Dinastía Románov había sido derrocada y reemplazada por un gobierno
provisional que a su vez fue derrocado por los bolcheviques de Lenin y Trotsky. Después de
firmar el Tratado de Brest-Litovsk, los bolcheviques tuvieron que hacer frente a una guerra
civil, que vencieron, creando la URSS en 1922. Sin embargo, ésta había perdido mucho
territorio por haberse retirado prematuramente de la
guerra. Estonia, Letonia, Lituania y Polonia resurgieron como naciones a partir de una mezcla
de territorios soviéticos y alemanes tras el Tratado de Versalles.
En Europa Central, aparecieron nuevos estados tras el desmembramiento del Imperio
Austrohúngaro: Austria, Hungría, Checoslovaquia y Yugoslavia. Además, el extinto Imperio
tuvo que ceder territorios a la nueva Polonia, a Rumanía y a Italia.
En Alemania, el Tratado de Versalles tuvo amplio rechazo popular: bajo su cobertura legal se
había desmembrado el país, la economía alemana se veía sometida a pagos y servidumbres
a los Aliados considerados abusivos, y el Estado carecía de fuerzas de defensa frente a
amenazas externas, sobre todo por parte de la URSS, que ya se había mostrado dispuesta a
expandir su ideario político por la fuerza. Esta situación percibida de indefensión y represalias
abusivas, combinada con el hecho de que nunca se llegó a combatir en territorio alemán, hizo
surgir la teoría de la Dolchstoßlegende (puñalada por la espalda), la idea de que en realidad la
guerra se podía haber ganado si grupos extranjeros no hubieran conspirado contra el país, lo
que hacía aún más injusto el ser tratados como perdedores. Surgió así un gran rencor a nivel
social contra los Aliados, sus tratados, y cualquier idea que pudiera surgir de ellos.
La desmovilización forzosa del ejército hasta la fuerza máxima de 100 000 hombres permitida
por el tratado (un tamaño casi testimonial respecto al anterior) dejó en la calle a una cantidad
enorme de militares de carrera que se vieron obligados a encontrar un nuevo medio de
subsistencia en un país vencido, con una economía en pleno declive, y tensión social. Todo
eso favoreció la creación y organización de los Freikorps, así como otros grupos paramilitares.
La lucha de los Freikorps y sus aliados contra los movimientos revolucionarios alemanes como
la Liga Espartaquista (a veces con la complicidad o incluso el apoyo de las autoridades) hizo
que tanto ellos como los segmentos de población que les apoyaban se fueran inclinando cada
vez más hacia un ideario reaccionario y autoritario, del que surgiría el nazismo como gran
aglutinador a finales de los años 20 e inicios de los 30. Hasta entonces, había sido un partido
en auge, pero siempre minoritario; un intento prematuro de hacerse con el poder por la fuerza
(el Putsch de Múnich) acabó con varios muertos, el partido ilegalizado y Hitler en la cárcel.
Durante ese periodo de encarcelamiento Hitler escribió el Mein Kampf (Mi lucha), el libro en el
que sintetizó su ideario político para Alemania.
El caldo de cultivo existente a nivel social, combinado con la Gran Depresión de inicios de
los 30, hizo que la débil República de Weimar no fuera capaz de mantener el orden interno;
los continuos disturbios y conflictos en las calles incrementaron la exigencia de orden y
seguridad por parte de sectores de la población cada vez más amplios. Sobre esa ola de
descontento y rencor, el Partido Nazi, liderado por Adolf Hitler se presentó como el elemento
necesario para devolver la paz, la fuerza y el progreso a la nación. Los ideólogos del partido
establecieron las controvertidas teorías que encauzarían el descontento y justificarán su
ideario: la remilitarización era imprescindible para librarse del yugo opresor de las antiguas
potencias aliadas; la inestabilidad del país era ocasionada por movimientos sociales de
obediencia extranjera (comunistas) o grupos de presión no alemanes (judíos), culpables
además de haber apuñalado por la espalda a la Gran Alemania en 1918; además, Alemania
tiene derecho a recuperar los territorios que fueron suyos, así como asegurarse el necesario
espacio vital (Lebensraum) para asegurar su crecimiento y prosperidad. Todas estas ideas
quedaron plasmadas en el Mein Kampf.
Partiendo de la sensación de afrenta originada por el Pacto de Versalles, los nazis
potenciaron, alimentaron y extendieron la necesidad de reparación en la sociedad alemana,
mezclando los problemas reales con las necesidades de su propio programa político,
presentando el militarismo y la adherencia a la disciplina fascista como las únicas vías
capaces de reconducir la situación. Así se justificó la represión brutal de cualquiera que no
pensara del mismo modo o fuera percibido como un enemigo del Estado. Y el clima existente
a causa del Pacto hizo que a parte de la sociedad no le preocupase lo más mínimo el
incumplimiento de cualquier tipo de tratado internacional. Hasta 1932, el NSDAP fue
incrementando su cuota electoral en las elecciones federales, manteniendo un estilo político
igual de bronco y agresivo que el que practicaba en la calle.
En noviembre de 1932 tienen lugar las octavas elecciones federales alemanas, en las que
el NSDAP logra un 33,1 % de votos (aunque bajó algo más de un 4 %). Al ser la lista más
votada y ante la imposibilidad de lograr una opción de consenso entre las demás fuerzas
políticas, el presidente Hindenburg nombra canciller a Hitler y le ordena formar gobierno.
El 27 de febrero de 1933, un incendio arrasa el Reichstag, la sede del parlamento alemán. A
raíz de este suceso, Hitler declara el estado de excepción. Pronto surge desde el partido nazi
la acusación de que los comunistas son los instigadores de la quema, y Hitler logra que un
Hindenburg ya muy mermado de salud firme el Decreto del Incendio del Reichstag, aboliendo
tanto al partido comunista como a cualquier organización afín a ese partido.
Con sus principales enemigos políticos ilegalizados, Hitler procedió a convocar las novenas
elecciones federales alemanas el 5 de marzo de 1933. Esta vez logra un 43,9 % de votos y
pasa a gobernar, en coalición con el DNVP, en mayoría absoluta. Una vez conseguido el
poder político, para lograr el apoyo de la cúpula del ejército (Reichswehr), ordenó asesinar a
los dirigentes de las SA, en la llamada noche de los cuchillos largos, la noche del 30 de
junio al 1 de julio de 1934.
Hitler restauró en Alemania el servicio militar generalizado que había sido prohibido por el
Tratado de Versalles, remilitarizó la Renania en 1936 y puso en práctica una política extranjera
agresiva, el pangermanismo, inspirada en la búsqueda del Lebensraum, destinada a
reagrupar en el seno de un mismo estado a la población germana de Europa central,
comenzando por Austria (Anschluss) en marzo de 1938.
El principal objetivo declarado de la política exterior alemana de la época inmediatamente
anterior a la guerra era, por una parte, la recuperación de esos territorios, así como
del Corredor polaco y la Ciudad libre de Dánzig, en los antiguos territorios de Prusia perdidos
por Alemania después de 1918. Esas reclamaciones territoriales constantes constituían
elementos importantes de inestabilidad internacional, pues Berlín reivindicaba abiertamente su
restitución, de forma cada vez más agresiva, con la intención de reconstruir la Gran
Alemania Großdeutschland.
El apoyo al levantamiento militar del general Francisco Franco en España por parte
de Italia y Alemania con tropas y armamento desafió abiertamente al acuerdo de no-
intervención en el conflicto civil (Guerra Civil Española) de las naciones extranjeras. Hitler
había firmado ya el Pacto de Acero con Mussolini, el único de los dirigentes europeos con un
ideario similar. El apoyo a las fuerzas franquistas fue un intento de establecer un Estado
fascista controlando el acceso al Mediterráneo con vistas a una futura guerra europea, algo
que solo funcionó a medias.
El oeste de Checoslovaquia (la región conocida como los Sudetes) era el hogar de una gran
cantidad de población de ascendencia germana, cuyos derechos, según el gobierno alemán,
estaban siendo infringidos. La anexión de los Sudetes fue aceptada en los Acuerdos de
Múnich en septiembre de 1938 tras una conferencia tripartita entre Alemania, Francia y Gran
Bretaña, donde el francés Édouard Daladier y el primer ministro británico Neville Chamberlain,
siguiendo una Política de apaciguamiento, confiaron en que sería la última reivindicación de
la Alemania nazi. Hitler había transmitido personalmente esa idea a Chamberlain, tras
entregarle un conjunto de informes con supuestas atrocidades cometidas contra habitantes
alemanes en los Sudetes. La postura inglesa y francesa se debía en gran parte a la reticencia
de sus poblaciones a verse envueltos de nuevo en una guerra a escala mundial, así como al
convencimiento (sobre todo por parte de ciertos sectores de la sociedad inglesa) de que
realmente el Tratado de Versalles había sido excesivo.
Sin embargo, en marzo de 1939 los ejércitos de Alemania entraron en Praga tomando el
control de los territorios checos restantes. Al día siguiente, Hitler, desde el Castillo de Praga,
proclamó el establecimiento del Protectorado de Bohemia y Moravia, a la vez que propició la
aparición del Estado títere de Eslovaquia. También se apoderó del territorio de Memel,
perteneciente a Lituania.
El fracaso del apaciguamiento demostró a las potencias occidentales que no era posible
confiar en los tratados que pudieran firmarse con Hitler, así como que sus aspiraciones
expansionistas no podían seguir siendo toleradas. Polonia rechaza ceder Dánzig a Alemania y
firma con Francia un acuerdo de mutua defensa el 19 de mayo de 1939 y en agosto también
lo suscribió con Gran Bretaña.
Por su parte, Alemania y la URSS firmaron el 23 de agosto del mismo año el Pacto
Ribbentrop-Mólotov, que incluía un protocolo secreto por el que ambas potencias se
dividían Europa central en esferas de influencia, incluyendo la ocupación militar. El tratado
establecía el comercio e intercambio de petróleo y comida de la URSS a Alemania, reduciendo
así el efecto de un futuro bloqueo por parte de Gran Bretaña como el que casi había ahogado
a Alemania en la Primera Guerra Mundial. Hitler pasó entonces a centrarse en la preparación
del futuro conflicto con los Aliados cuando, como pretendía, invadiera Polonia con el fin de
incorporarla a Alemania. La ratificación del tratado de defensa entre Polonia y el Reino Unido
no alteró sus planes.
Benito Mussolini se había convertido en líder indiscutido de Italia durante ese mismo período
de entreguerras. Expulsado del Partido Socialista Italiano por apoyar la participación
de Italia en la Primera Guerra Mundial, en 1919 fundó los Fasci italiani di combattimento,
grupo militar integrado por excombatientes, que reprimían a los movimientos denominados
obreros y al partido socialista; era por tanto análogo a los Freikorps alemanes tanto en ideario
como en actuación. El fascismo creado por Mussolini defendía un
régimen militarista, autoritario, nacionalista, que centralizara el poder en una persona y un
movimiento (Partido Nacional Fascista en el caso italiano) y contrario a las instituciones
democráticas. Los fascistas tomaron como emblema el fascio, antiguo símbolo de poder entre
los romanos, consistente en un haz de varas con un hacha en el centro.
En estos años los movimientos obrero y campesino se manifestaron de manera más radical al
tomar las fábricas y las tierras bajo su control, en un intento por imitar la Revolución Rusa. Los
industriales y terratenientes, asustados por esta amenaza a sus intereses, apoyaron
económicamente a los Fasci di combattimento. En septiembre de 1922 los camisas negras,
como también eran conocidos los fascistas, organizaron una marcha sobre Roma, para
presionar al gobierno por la incapacidad de resolver la situación económica. En
respuesta, Víctor Manuel III nombró a Mussolini primer ministro. Este empezó a
autodenominarse Duce ('Caudillo'), y estableció un gobierno totalitario. Creó el Gran Consejo
Fascista que controló el Parlamento. Persiguió a los sindicatos, al Partido Socialista, a la
prensa contraria a su gobierno, y a la Iglesia. Suprimió las libertades individuales y el derecho
de huelga. Controló los medios de comunicación y solo permitió propaganda que exaltara el
nacionalismo y el fascismo. También introdujo el militarismo en el sistema educativo italiano.
Del mismo modo que Hitler en Alemania, Mussolini defendía el derecho de Italia a la
expansión territorial, de grado o por fuerza. Mussolini comenzó una gran campaña
expansionista conocida como el colonialismo italiano. Estableció colonias
en Somalia, Eritrea y Libia, y conquistó por la fuerza Abisinia y Albania, ignorando las
protestas de la Sociedad de Naciones.
En Asia
A pesar de ser nominalmente una democracia parlamentaria, el Ejército y la Marina de Japón
eran dirigidos por los ministros de Guerra y Marina (que debían ser obligatoriamente
generales o almirantes retirados o activos), los cuales no estaban sujetos a la autoridad del
Primer Ministro, sino directamente a la del Emperador. De las 29 personas que recibieron el
cargo de Primer Ministro durante el periodo 1885-1945, 15 eran almirantes o generales
retirados o activos (durante el período 1932-45 fueron 8 de 11).
Esta anómala situación, combinada con el paso de un ejército permanente a otro reclutado (lo
que obligaba a dar instrucción militar a todos los jóvenes del país), favoreció la progresiva
militarización de la sociedad japonesa; el ejército y la marina, escasamente controlados por el
poder civil, definían sus propios objetivos y se peleaban por los recursos presupuestarios
disponibles, pero ambos coincidían en su desprecio a la clase política. Se formaron grupos de
opinión enfrentados dentro de las fuerzas armadas que llevaban una "política paralela" a la del
gobierno. Japón, un conjunto de islas con gran cantidad de población pero falto de recursos
naturales, entró en el siglo XX con el firme propósito de imitar el sistema económico de las
potencias occidentales, incluyendo el colonialismo, como forma de mantener su propio
desarrollo, y volvió sus ojos hacia el continente asiático.
En 1894 Japón, que ya hacía tiempo que se disputaba la península de Corea con el Imperio
Chino, inició la Primera Guerra Sino-japonesa con un ataque sin previo aviso. Para sorpresa
de todos, el pequeño Imperio de Japón aplastó a las fuerzas del mastodóntico Imperio Chino,
forzando un tratado de paz que le supuso la concesión de Taiwán, de las Islas Pescadores y
de Liao-dong. La Rusia Imperial intentó limitar el dominio local de la emergente potencia:
subvencionó el pago de las deudas de guerra chinas con Japón y, apoyada por Alemania y
Francia, humilló a Tokio e impuso la restitución de Liao-dong a China.
Rusia y Japón se vieron desde ese momento implicadas en la lucha por la influencia en la
parte noroeste de China. Rusia obtuvo la concesión para la construcción del ferrocarril
Transmanchuriano, y aumentó su presencia militar en el sector con la creación de una base
naval en Port Arthur, en la parte sur de la península de Liao-dong. La política rusa se
encaminaba a desarrollar su influencia sobre toda Manchuria y Corea. Japón se inquietó e
intentó en un principio negociar una repartición de áreas de influencia en Manchuria, aunque
sin éxito. De modo que en 1904 la Marina Imperial Japonesa atacó y destruyó (de nuevo sin
previa declaración de guerra) la flota rusa estacionada en Port Arthur. Japón estaba bien
preparado, dominaba los mares de la zona en conflicto y sus bases estaban cerca de la zona.
Por el contrario, Rusia estaba minada por tensiones internas, dirigida en el este por un mando
incompetente e incapaz de asegurar un enlace eficaz con el oeste, ya que el Transiberiano
era su única vía terrestre, por lo que no pudo plantar cara. La Guerra Ruso-japonesa terminó
en 1905 con un armisticio que humilló a Rusia y dejó Liao-dong en manos de Japón, junto con
la mitad meridional de la isla Sajalín y la preeminencia absoluta sobre Corea. En 1914, Japón
declaró la guerra a Alemania, consiguiendo al final de la Primera Guerra Mundial las
posesiones alemanas del Océano Pacífico septentrional.
En la década de los 30 la posición política de los militares en Japón era cada vez más
dominante. El poder político estaba controlado por los grupos de presión dentro del Ejército y
la Armada, hasta el punto de que ocurrieron varios golpes de estado y atentados por parte de
cadetes y oficiales jóvenes del Ejército y la Marina contra ministros y altos cargos que
estorbaban los intereses de las camarillas militares. Estas acciones llegaron a costar la vida
incluso de un primer ministro en 1932, lo que supuso el final a todos los efectos de cualquier
intento de controlar al ejército desde el gobierno: la clase política era consciente de que
simplemente emitir en público una opinión desfavorable hacia las fuerzas armadas significaba
arriesgarse a morir a manos de un ultranacionalista en un arranque de patriotismo.
En 1931, usando como casus belli unos supuestos incidentes transfronterizos, Japón
invadió Manchuria, que convirtió en 1932 en Manchukuo, estado independiente bajo
protectorado japonés, junto con Jehol. Las críticas internacionales por esta acción
llevaron a Japón a retirarse de la Sociedad de Naciones al año siguiente. En 1937,
necesitado de recursos naturales y aprovechando la debilidad china provocada por la
guerra civil entre comunistas y republicanos, Japón inició la Segunda Guerra Sino-
japonesa, y ocupó la parte noreste de ese país. Los Estados Unidos de América y Gran
Bretaña reaccionaron en apoyo del Kuomintang concediéndole créditos, ayuda militar
encubierta, pilotos y aeroplanos, y también levantando embargos cada vez mayores
contra Japón de materias primas y petróleo (su comercio exterior llegó a caer en un
75%, mientras que las importaciones de petróleo lo hicieron en un 89%).
Estado de bienestar
El estado del bienestar, también llamado estado benefactor, estado providencia o
sociedad del bienestar es un concepto político-económico con el que se designa a
un modelo de estado y de organización social en el que el Estado cubre los
derechos sociales de todos los ciudadanos del país.
Origen y evolución
El término "estado del bienestar" procede de la expresión inglesa Welfare State,
concepto con el mismo significado y del que es una traducción literal. Se acuñó en
torno a 1945, con el final de la Segunda Guerra Mundial, aunque antes ya se
habían utilizado otros términos para hacer referencia a la misma idea.
Prestaciones
Los gastos se cubren con los Presupuestos Generales del Estado. Con estas
políticas de redistribución de la renta se busca proteger a los trabajadores de los
cambios en los mercados y a los ciudadanos en general de las diferencias
sociales.Con las prestaciones se busca que las personas con una desventaja
económica o social dispongan de unos ingresos mínimos para evitar que caigan
en la marginalidad.
Los estados del bienestar han ido evolucionando con el progreso de los países de
forma que se han extendido más allá de los elementos básicos anteriormente
mencionados. Surgen, de esta forma, otras medidas más avanzadas como ayudas
a la vivienda, a la juventud, para la conciliación laboral y familiar, subvenciones
para las actividades económicas....
El principal método del que disponen los gobiernos para redistribuir la riqueza
necesaria para alcanzar el Estado del Bienestar es la recaudación de impuestos y
tasas. De esta manera, el Estado necesita intervenir en la economía, retirando
fondos de algunos ámbitos para destinarlos a otras partidas.
El gasto del gobierno para mantener el estado del bienestar puede dirigirse a tres
grupos principales. Por un lado, las prestaciones contributivas se orientan a
aquellas personas que han contribuido previamente a la sociedad a través de sus
cotizaciones. Por otro lado, las prestaciones universales se dirigen a toda la
población y para concederse necesitan solamente el requerimiento por parte de
estas. Por último, estarían las prestaciones compensatorias, designadas a ayudar
a aquellos colectivos sin o con escasos recursos.
Las críticas que recibe este sistema, especialmente por parte de los sectores más
liberales, argumentan que el estado está sustrayendo recursos a los ciudadanos
que producen para mantener a los que no crean riqueza. Consideran que no se
trata de justicia social sino de una especie de robo.
Para entender los problemas y los desafíos actuales del Estado de bienestar es
importante situarlo históricamente y comprender la complejidad de su desarrollo
ideológico y político. En sus orígenes era un proyecto tanto de la izquierda como de
la derecha. En esta última, durante el siglo XIX, destacados estadistas conservadores
y empresarios, entre los que se incluían Bismarck y Joseph Chamberlain, defendían
los programas de bienestar como forma de incorporar mano de obra y mitigar el
atractivo de los movimientos anticapitalistas, que estaban desarrollándose con
mucha rapidez. Estaban de acuerdo en que debían moderarse los extremos de la
desigualdad y en que debían proveerse servicios colectivos para proporcionar a cada
ciudadano una seguridad y oportunidades razonables. Los programas de bienestar
resultantes supusieron una respuesta moral ante las dificultades de los trabajadores
mal remunerados, además de ser una respuesta política ante el ascenso de los
movimientos radicales de la clase trabajadora y una respuesta pragmática a la
necesidad que estaban experimentando todas las grandes potencias con unos
trabajadores y ciudadanos más sanos y con mejor educación.
El Estado de bienestar, tal y como se desarrolló, estaba íntimamente relacionado con
los proyectos de progreso nacional y de creación de una ciudadanía cohesionada.
Expresaba un nuevo colectivismo que tenía defensores en la izquierda y en la
derecha. Tratar a las naciones como comunidades de destino hizo que los estados
tuvieran la obligación de asegurar el bienestar de los ciudadanos. Esto implicaba un
alejamiento de las ideologías del laissez-faire y del liberalismo económico. Como
tal, formaba parte de una reacción más amplia ante el mercado autorregulado y
reflejaba el deseo de un Estado más activo e intervencionista.3 Elementos
importantes de las clases gobernantes de Europa de finales del siglo XIX aceptaron
que había que reformar radicalmente el capitalismo para evitar la posibilidad de una
revolución social mediante la provisión de un mínimo básico de seguridad,
oportunidades e ingresos a todos los ciudadanos en cada etapa del ciclo de su vida.
Este cambio en las actitudes ayudó a transformar la política occidental e hizo posible
la reconciliación del capitalismo con la democracia que muchos no habían creído
posible en el siglo XIX. Sigue siendo el rompiente contra el cual los intentos de
desmantelar los estados de bienestar se han ido a pique.
Los estados de bienestar desarrollados por los conservadores tendían a ser limitados
en alcance y ambición, pero abrieron el camino para que el Estado incrementara sus
poderes y extendiera sus operaciones, y esto fue usado por los políticos centristas y
socialdemócratas para profundizar y universalizar el Estado de bienestar. Una de las
inspiraciones para esta oleada de reforma democrática social fue el Informe
Beveridge, publicado en el Reino Unido durante la guerra, en 1943. Beveridge
identificó a los cinco gigantes de la necesidad, la holgazanería, la enfermedad, la
ignorancia y la miseria. Este marco proporcionó la base para la implantación de
programas universales de seguridad social, pleno empleo, sanidad, educación y
vivienda, financiados mediante niveles mucho más altos de impuestos. 4 En términos
cuantitativos, los cambios fueron espectaculares. El Reino Unido, por ejemplo, tenía
unos índices muy bajos de gasto público y de impuestos en el siglo XIX; menos del
10 por ciento de la renta nacional antes de 1914. Después de la Primera Guerra
Mundial y de otorgar el sufragio universal, esta cifra ascendió al 20-30 por ciento
entre 1920 y 1940. Tras la Segunda Guerra Mundial el nivel volvió a aumentar,
hasta el 38-45 por ciento; el 20-25 por ciento de esto representaba el gasto social.
Esta transformación del papel del Estado en las democracias capitalistas y la larga
bonanza económica que empezó en la década de 1950, fueron las que convencieron
a muchos observadores de que se había descubierto el secreto del capitalismo
democrático estable y próspero.5
DE LOS RECORTES EN BIENESTAR A LAS INVERSIONES
SOCIALES
Sin embargo, este período resultó ser transitorio. Le siguió la larga crisis de la
década de 1970, durante la cual el Estado de bienestar se convirtió en blanco de los
ataques por parte de la derecha y la izquierda. La crítica que hacía esta última
sostenía que la reconciliación entre el capitalismo y la democracia era una ilusión.
La existencia del Estado de bienestar generó un conflicto entre la prioridad dada a la
maximización del crecimiento económico promoviendo los beneficios y la
inversión, y la concedida a la maximización de la legitimación democrática
mediante la expansión de los programas de bienestar. El resultado fueron unas crisis
fiscales cada vez más graves, ya que no existían suficientes recursos para respaldar
ambos objetivos.6 Una segunda línea de críticas se centró en el paternalismo de los
estados de bienestar, en la estigmatización y la imposición de sanciones a los
solicitantes. Se argumentó que los estados de bienestar no eran benévolos, sino
instrumentos de control social. La expansión del Estado servía a los intereses de este
más que a los de sus ciudadanos. Una tercera línea de críticas se centró en las
asunciones asociadas al género que subyacían en tantos programas del Estado de
bienestar. El Informe Beveridge contenía algunas muy explícitas sobre hogares
mantenidos por el trabajo remunerado de un hombre, los que la mayoría de las tareas
domésticas eran llevadas a cabo por la mujer y no estaban remuneradas.
Otra línea de ataque fue que en las décadas transcurridas desde la publicación del
Informe Beveridge se había producido un retroceso del principio original de
protección que Beveridge había propuesto. El bienestar estaba siendo ahora
financiado a partir de los impuestos generales, y ya no se consideraba que las
prestaciones sociales fueran algo que uno tuviera que ganarse pagándolo, sino que
eran vistas como un derecho y, por lo tanto, algo que se debe. El principio de
contribución se había perdido. Las consecuencias de este cambio condujeron
directamente a la crisis fiscal, ya que los costes de los programas de bienestar,
además de las demandas y las expectativas de los ciudadanos, siempre estaban
aumentando, dando lugar a exigencias de financiación cada vez mayores. En los
lúgubres pronósticos de los comités de expertos defensores del libre mercado, esta
espiral no tenía fin. Conducía inevitablemente a una crisis fiscal, al colapso de las
finanzas públicas, a la politización del bienestar. Se solía diagnosticar que se trataba
de un problema de la democracia. La estructura de las instituciones democráticas
permitía que los solicitantes y los funcionarios buscaran satisfacer sus intereses
especiales a expensas de la mayoría de los ciudadanos y los contribuyentes.
También dio lugar al crecimiento de la dependencia, a la multiplicación de los
solicitantes y a la infantilización de los humildes, a los que se les negaron la
autonomía y la oportunidad de liberarse.
Estas críticas, de los estados de bienestar tal y como habían surgido desde 1945,
procedentes de la derecha y la izquierda, dieron pie a distintas respuestas políticas.
Antes de la década de 1970, se asumía que todos los estados de bienestar se dirigían
a un mismo destino. Algunos estaban más avanzados y otros se enfrentaban a
obstáculos concretos, pero todos iban en la misma dirección. En las décadas de 1970
y 1980, quedó claro que había unas divergencias crecientes en los estados de
bienestar, que era improbable que se superaran y que, cada vez más, se estaban
incorporando en distintas instituciones y políticas, lo que reflejaba las distintas
normas en los diferentes estados. Esta divergencia fue captada por Esping-Andersen
en su libro Los tres mundos del Estado del bienestar, que comparaba los estados de
bienestar nórdicos, con sus generosas prestaciones, sus elevados impuestos y el
enfoque de las provisiones del bienestar fuera de los límites del mercado; los estados
de bienestar continentales, que también disponían de unas prestaciones bastante
generosas, pero que, de acuerdo con los supuestos conservadores sobre la sociedad,
las encauzaban hacia la familia en lugar de hacia los individuos, y los países
angloamericanos, cuyos estados de bienestar se habían concentrado principalmente
en complementar los ingresos, que eran mucho menos generosos y extensos y que,
por lo tanto, se habían convertido en estados de bienestar residuales.8 Pero Esping-
Andersen apuntó que lo que hacía que los tres tipos de estados de bienestar fueran
reconocibles era que, incluso en los residuales, había programas para combatir la
inseguridad que surgía en el ciclo vital del mercado laboral, además de importantes
programas universales como los sistemas nacionales de salud (el National Health
Service en el Reino Unido y Medicare en Estados Unidos)
ambién sucedía que las diferencias entre los distintos tipos de estados de bienestar
eran menores que las que la retórica política sugería en ocasiones. Seguía existiendo
una fuerte resistencia política a los recortes en bienestar, por lo que incluso allí
donde se eligieron gobiernos con un programa contrario al Estado de bienestar,
como sucedió en el Reino Unido y en Estados Unidos en la década de 1980, el éxito
de estos gobiernos radicales de derechas a la hora de desmantelar el Estado fue
limitado.9 Tanto Thatcher como Reagan vieron frustrados sus intentos de introducir
cambios fundamentales en el Estado de bienestar. Lo que sí consiguieron fue un
elevado nivel de reestructuración. La nueva gestión pública, con su énfasis en la
introducción de mecanismos de mercado en los servicios públicos, junto con la
cultura de los objetivos y las auditorías, ayudaron a precipitar oleadas de
reorganización y búsqueda de eficiencia, que supervisaba una nueva clase de
gestores.
Anton Hemerijk, en su influyente descripción de las fases del desarrollo del Estado
de bienestar desde 1945 en las democracias capitalistas, observa una primera fase de
expansión del Estado de bienestar y de consenso entre clases que duró hasta la
década de 1970. Esta se vio entonces reemplazada por una fase de reducción del
Estado de bienestar y de neoliberalismo en las décadas de 1980 y 1990. A mediados
de esta última surgió una tercera fase caracterizada por lo que se conoció como el
«paradigma de la inversión social». Se basaba en una reconsideración fundamental
del Estado de bienestar y abogaba por un Estado inteligente, activo y propiciador, y
por el reconocimiento de nuevas circunstancias, en especial la globalización, la
desindustrialización y los nuevos riesgos sociales.10 Este paradigma fue
especialmente influyente en la Comisión de la Unión Europea y en varios de los
estados miembros. Se centraba en particular en el mercado laboral, en las
transiciones del transcurso de la vida y en cómo debería intervenir el gobierno para
hacer que fueran lo más suaves posibles, además de aumentar la calidad del capital
humano y sus capacidades, al tiempo que mantenía unas fuertes redes de seguridad
universal basadas en unos ingresos mínimos como amortiguadores, que aseguraban
la protección social y la estabilización económica.
LOS NUEVOS TIEMPOS DIFÍCILES
Con el crac financiero de 2008 dio inicio una nueva fase. Se evitó un colapso
financiero, pero a un coste muy alto para las democracias occidentales. Hubo una
brusca recesión en 2009, seguida de una recuperación lenta y débil, la más lenta y
débil desde 1945. Las economías occidentales seguían sin regresar a la normalidad
nueve años después del crac. Los tipos de interés seguían en unos niveles
extraordinariamente bajos, los sectores financieros seguían dependiendo
enormemente de la expansión cuantitativa y las economías se veían afectadas por el
estancamiento secular, unos niveles elevados de desigualdad y una paralización de
los salarios y la productividad, todo lo cual conducía a restricciones en la calidad de
vida de la mayoría de quienes trabajaban.11 Los estados de bienestar, tanto en la fase
expansionista posterior a 1945 como, recientemente, en las décadas de 1990 y 2000,
se han basado en el dividendo del crecimiento, que permitía a los gobiernos
aumentar, en términos absolutos, el dinero destinado al bienestar. Con el inicio de la
recesión, los gobiernos recurrieron, una vez más, a programas de austeridad,
restricciones fiscales y el saneamiento de las finanzas públicas, y empezó una nueva
arremetida contra los estados de bienestar. La crisis de la eurozona que tuvo lugar
después de 2010 se convirtió rápidamente en una amenaza para el modelo social
europeo y para el principio de solidaridad en la Unión Europea debido a las medidas
de austeridad draconianas que exigieron los principales países acreedores de la UE
como contrapartida por rescatar a los países deudores.
No hubo un patrón uniforme en Europa. Los países probaron con distintas mezclas
de recortes de los gastos, aumentos de los impuestos y concesión de préstamos. Solo
Suecia evitó cualquier contracción fiscal. En el otro extremo de la escala, el Reino
Unido y Lituania hicieron recaer la mayor parte de su ajuste fiscal en el recorte de
los gastos (más del 90 por ciento) en lugar de en el aumento de los impuestos. Las
nuevas políticas de austeridad surgidas en muchos estados revivieron viejos
estigmas relativos a quienes recibían prestaciones sociales. Las nuevas distinciones
entre los industriosos y los gandules, y entre los que producían y los que
simplemente ponían la mano, recordaban a un discurso mucho más antiguo sobre los
merecedores y los pobres indignos. Los segundos fueron estigmatizados como
tramposos que obtenían prestaciones sociales y como vividores que se aprovechaban
del trabajo y las contribuciones de los demás. Al igual que en fases de austeridad
anteriores, la carga de los recortes en los gastos recayó con más fuerza en los
humildes y los hogares. Muchos costes fueron redistribuidos hacia estos últimos,
sobre todo en lo tocante a la asistencia social y los cuidados infantiles.
El problema político en cada Estado no era la austeridad como tal, sino el tipo de
austeridad. La recesión eliminó para siempre una gran cantidad de riqueza de las
economías nacionales. Debía llevarse a cabo un ajuste fiscal que tuviera en cuenta
ese cambio. La cuestión era quién debía soportar la principal carga de la necesidad
de que las finanzas públicas recuperaran el equilibrio. ¿A quién debían aumentársele
los impuestos y a quién debían recortársele los gastos? Esta política de
redistribución no podía evitarse, y se formaron coaliciones electorales en torno a las
distintas alternativas. Los gastos en bienestar (aunque no todos ellos) se convirtieron
en un objetivo importante. Políticamente, era mucho más difícil atacar algunos de
los grandes programas universales de salud y educación, que beneficiaban a casi
todos los ciudadanos en algún momento de su vida, que centrarse en las prestaciones
sociales destinadas a minorías, como los desempleados y los discapacitados.
Las nuevas políticas de austeridad han dado fuerzas renovadas a quienes hacen
campaña contra el Estado de bienestar. Plantean la cuestión fundamental
mencionada al principio de este capítulo: ¿por qué necesitamos un Estado de
bienestar?, ¿por qué no puede proporcionarse el bienestar de otras formas y
mediante otros organismos? Subyacente a estas cuestiones existe un rechazo de
algunas de las asunciones que han apuntalado los extraordinarios éxitos y logros de
los estados de bienestar en el siglo xx. Estas incluyen si los estados de bienestar son
características permanentes de las sociedades modernas o simplemente una etapa de
transición, cuando por una serie de razones era más sencillo y práctico para el
Estado estar implicado en la provisión de programas clave de bienestar. Pero ¿es
posible que los estados de bienestar pertenezcan, junto con el socialismo, los
sindicatos, el colectivismo y la planificación, a una era anterior?
Buena parte de las críticas más persistentes y profundas vertidas contra el Estado de
bienestar han procedido de diversas corrientes del neoliberalismo, tanto del
resurgimiento del liberalismo económico clásico de Hayek como del libertarismo de
mercado predominante en Estados Unidos.12 Estos teóricos argumentan que los
individuos deberían ser libres de tomar sus propias decisiones sobre los servicios
que usan y de pagar por la calidad que deseen. El Estado no debería interferir en
estas elecciones ni decir a las personas qué deberían hacer. El marco institucional,
incluido el Estado, debe tener en cuenta las imperfecciones humanas. El meollo del
problema del conocimiento, tal y como expone Hayek, es que, como los seres
humanos están limitados en cuanto a sus capacidades cognitivas, siempre están
tomando decisiones en condiciones de incertidumbre e ignorancia. Opina, además,
que los individuos se ven motivados principalmente por su interés propio, y de aquí
la importancia de que cualquier marco institucional deba reconocer la importancia
de los incentivos para encauzar la conducta. Dadas la información limitada y la
ignorancia, Hayek sostiene que los procesos evolutivos están mejor posicionados
para descubrir las soluciones a sus propias deficiencias, que las alternativas que
reducen el ámbito de la experimentación competitiva. Según Hayek, esto es lo que
hace el Estado de bienestar. En nombre de la promoción del bien común y de la
justicia social, asume que el orden social solo puede conservarse mediante una
autoridad deliberada. Hayek sostiene que la mayoría de los beneficios de la sociedad
actual han emergido solo cuando la autoridad deliberada ha estado limitada o
completamente ausente.
LA BATALLA POLÍTICA
Si bien es cierto, todo sea dicho, que Rüstow no fue el primero en mencionar la
palabra. Es decir, fue el primero en definirla, pero el concepto ya había sido
mencionado anteriormente por Max Adler en 1922 con relación a una crítica hacia
Ludwig von Mises
En los últimos años, el neoliberalismo ha sido asociado con resultados económicos y sociales
negativos, razón por la cual mantiene connotaciones peyorativas. Algunos prefieren llamarlo
simplemente «liberalismo económico».7 Otras expresiones asociadas al neoliberalismo son
«Consenso de Washington», «pro-mercado», «mercado libre», «libre comercio», «capitalismo
financiero», «monetarismo»,8 así como las políticas económicas adoptadas en el Reino
Unido por Margaret Thatcher (1979-1990) y en Estados Unidos por Ronald Reagan (1981-
1989), conocida esta última como reagonomics. El término «neoliberalismo» está asociado
también a las privatizaciones y las reformas estructurales con el fin de terminar o reducir al
mínimo el «Estado de Bienestar» y el sistema de relaciones laborales apoyado en
la negociación colectiva entre las empresas y los sindicatos, que caracterizó la etapa previa,
conocida como la Edad de oro del capitalismo (1945-1973).
Al término también se lo asocia a diferentes pensadores, sociedades o escuelas de
pensamiento según el autor que lo utilice, como Milton Friedman, la Escuela de Economía de
Chicago, los Chicago Boys, el coloquio de Lippmann y sus participantes 9, Alexander
Rüstow 10, la escuela austriaca de economía, Friedrich von Hayek.11, la sociedad Mont
Pèlerin en su conjunto12 o solo un grupo particular de dicha sociedad. 1314