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UN DESCONOCIDO

PAUL SEDIR
Este Libro es una compilación de la traducción realizada por:
www.amistadesespirituales.com

Se considera un valioso aporte a la comunidad Hispanoparlante del pensamiento de Yvon


Leloup (Paul Sedir)

Compliado por:

lucesenlooculto.blogspot.com
Quisiera presentarle hoy un hombre al lado de quién tuve la felicidad
de poder vivir durante un largo tiempo, un hombre quién sin esfuerzo
aparente realizaba diariamente la perfección del Evangelio.

Es una empresa muy difícil de describir una personalidad tan excepcional


y tan compleja.

Alejándose de los curiosos, rehusando las polémicas, mudo frente a las


calumnias, imponiendo silencio al entusiasmo de sus discípulos, el ser
admirable de quién quiero hacerles sentir la emocionante luz, siempre
tomó todas las precauciones para quedar desconocido. Jamás hubiera
hablado de él si no me sintiera hoy obligado a ofrecer un testimonio
verídico de la constancia de las promesas divinas en una época en que
imperan tantas quimeras seductoras.

Quizás algunas almas inquietas volverán a armarse de coraje si uno de


sus compañeros les afirma que las promesas de Cristo son reales y que
pudo verlas y tocarlas.

Este Cristo, Nuestro Señor, dijo un día que daría a sus amigos el poder
de realizar milagros más grandes que los Suyos. Yo vi el cumplimiento
de esas palabras. Cristo dijo también a sus amigos que se quedaría con
ellos hasta el fin. Yo vi esta presencia escondida. La vida de mi
desconocido es una serie constante de estas pruebas. Por poco que les
pueda decir hoy, podrán Ustedes, así lo espero, reconocer en el, uno de
estos “hermanos” del Señor, uno de los más grandes, el más grande
quizás de los heraldos del Absoluto.

Era necesaria una observación muy atenta para descubrir en este


hombre los diversos privilegios de los célebres místicos porque su
personalidad los armonizaba con medida, con modales sencillos, como
en un olvido de sus magníficas prerrogativas. Su acogida paternal y
patriarcal a la vez, y su manera de hablar, inclusive en momentos que
parecían graves para el juicio común, mostraban cuanto, a sus ojos,
tanto las grandezas humanas como las tragedias terrestres son
pequeñas frente a las obras de Dios cuyos esplendores inmensos y
siempre nuevos, concentraban su mirada.

Solo imaginando un ser capaz de mantenerse en equilibrio sobre todos


los puntos donde el infinito entra en el “finito”, podría uno esclarecer las
contradicciones que nuestro personaje acumulaba como a placer.
Familiar con muchos, inaccesible a otros, a la vez temerario y prudente,
meticuloso o con prisa, hablando a veces como un poeta y otras como
un hombre de negocios, conocía una infinidad de secretos pero no les
daba importancia; tenía gran habilidad para todos los oficios, era
sensible al arte y respetuoso de las supremacías intelectuales o sociales
pero dejaba entender que estas son vanas frente al Crucificado. Con una
indulgencia para los demás y un rigor para él, igualmente excesivos, se
dejaba tiranizar por los más débiles, pero sabía hacer obedecer a los
más despóticos. Cómodo tanto en una humilde vivienda como en
palacios, hablaba a cada uno su lenguaje. Era múltiple, en fin, como la
vida que admiraba en todas sus bellezas, pero siempre quedaba igual a
si mismo, como su maestro, el Cristo, de quién se estimaba el más
indigno de los servidores.

Hijo de campesinos muy pobres, el mayor de cinco hijos, lo mandaron


muy temprano a la ciudad más cercana, donde trabajó para sustentarse
mientras cursaba estudios. Ya en su pueblo natal había realizado
curaciones milagrosas sin otro procedimiento visible que la oración; en
la ciudad donde pasó después la mayor parte de su vida, los incurables,
los pobres, los desesperados conocieron rápidamente a este bienhechor
discreto, quién con su joven sabiduría, les devolvía salud y coraje.
Además de curaciones se le pedía todo tipo de cosas, el éxito de un
trámite o de una empresa, la protección para un soldado, soluciones a
problemas técnicos o ayuda psicológica. Muchas veces, en contra
partida, el exigía que el solicitante indemnice en parte la justicia divina,
con, sea una limosna a un pobre, una reconciliación, el abandono de un
juicio por un litigio, inclusive la adopción de huérfanos. Y el milagro, la
cosa improbable e imposible ocurría, sin ruido, sin que se pueda
entender como. Si, lo que todos los testigos pudieron siempre verificar
es que condenaba toda práctica de magia como contraria a la ley divina,
no la empleaba nunca en ninguna forma o circunstancia.

El Evangelio era su única doctrina y solo apreciaba los libros que tenían
concordancia con esta enseñanza. Proclamaba la divinidad única de
Jesús, su soberanía universal y la perpetuidad de su obra redentora.
Aceptaba como exacto los relatos de los Apóstoles, teniendo por
superfluas las exegesis modernas. “Si nos esforzáramos a amar nuestro
próximo como a nosotros mismos”, decía, “el Cielo nos desvelaría el
verdadero significado de los textos”. Daba, algunas veces, breves
comentarios a las Escrituras, con enfoques nuevos y vivientes que tenían
la peculiaridad singular de responder de una sola vez a las divergencias
de los traductores y comentaristas. Pero para él, solo la práctica de la
virtud podía llevarnos a la perfección y como consideraba que sus
contemporáneos eran demasiado inclinados a un exceso de
intelectualismo, era poco pródigo en discursos. Colocaba el amor
fraterno antes todo, antes de la oración e inclusive antes de la fe. “Es la
caridad que engendra la verdadera fe y que nos enseña la oración”
decía, “la oración sin la caridad es fácil y la fe sin la caridad no es la fe”.
Aconsejaba inclusive la obediencia a todas las leyes a todos los
reglamentos, porque, al dar así al “injusto Mamón” el dinero o las
molestias que nos exige, estaríamos juntando un tesoro para el futuro
en el Cielo. Los mansos de quienes habla Jesús son los que se dejan
sacar todo por el Príncipe de este mundo, el salario de su labor, inclusive
su vida. “Es así como más tarde poseerán la tierra.”
Condenaba más que todo el orgullo y el egoísmo o más bien no
condenaba estos defectos, los señalaba como los más grandes
obstáculos para nuestra evolución. “Los orgullosos, decía, el Cielo los
ignora” o “si ustedes no van hacia los pobres y los pequeños, ¿cómo
pueden pensar que los ángeles puedan venir hacia ustedes? “ “Hay que
tener caridad para todas las formas de vida, para sus semejantes, para
los animales, las plantas, para todo inclusive para la adversidad “.

Enseguida después de las buenas obras y de la disciplina interior, este


gran místico colocaba la oración. “Hay que rezar sin parar y agradecer.
Se puede rezar en cualquier momento y en cualquier lugar, porque Dios
nunca está lejos de nosotros, somos nosotros que estamos lejos de El.
Basta pedir desde el fondo del corazón, sin necesidad de sabias
fórmulas, porque, aunque buscáramos por todos lados, en los millones
de mundos y de soles sembrados por la mano del Padre, no
encontraremos nada mejor que el “Padre Nuestro”. Sin embargo,
agregaba nuestro héroe, “para que nuestra voz llegue al Cielo, hay que
ser muy pequeño, el Cielo escucha solo a los débiles”.

Estas enseñanzas tan puras y directas, esta palabra fuerte y buena, a la


vez precisa y palpitante de poesía, disimulaban, al asombro de muchos,
una ciencia muy concreta y para así decir, universal. Este hombre, que
no tenía diplomas superiores, podía enseñar a especialistas de toda
clase. Lo escuché, por ejemplo, recordar a gente de ley, algunos
artículos olvidados, esclarecer un texto a paleógrafos, proporcionar
algún dispositivo a físicos, indicar a botanistas el lugar de una planta
rarísima. Metafísicos lo consultaban, así como industriales por alguno
emprendimiento incierto y también médicos. Hombres de Estado,
inclusive financistas seguían a veces sus directivas. El mismo elaboraba
medicamentos, inventaba aparatos y productos útiles, ingeniándose sin
parar en todo tipo de mejoras en ciencia práctica.
Hay que destacar que ni sus conocimientos teóricos, ni esta habilidad
técnica parecían adquiridos por los métodos convencionales. Pero
algunas de sus palabras permiten entrever los principios de los que se
inspiraba:

” Un hijo de Dios, un ser bastante puro para sacrificarse a cualquier de


sus hermanos y para olvidar enseguida su sacrificio, conoce todo sin
estudio. Interrogará cualquier criatura y esta le contestará; la estrella le
revelará sus secretos, y la piedra de esta pared le dirá el nombre del
obrero que la talló; las plantas le explicaran sus virtudes y él podrá
descifrar las acciones y los pensamientos de los hombres sobre sus
rostros. Dios nos invita a todos a recibir este privilegio desarrollando la
paciencia y el amor al prójimo.” Y algo más “todo posee pensamiento,
libertad y responsabilidad en diferentes medidas. Todo está vivo, las
ideas, las cosas, las invenciones, los órganos, todas estas son creaciones
individuales, todo se toca, se influencia mutuamente.”

Entre otros ejemplos, daba este: “un filósofo persigue una verdad
metafísica. El verdadero drama no se juega en su cerebro, pero más
allá; es un encuentro, a veces una lucha, a veces un celeste diálogo
entre uno de estos genios, no revelados, de quiénes nos hablan los
poetas, y el espíritu humano que momentáneamente habita un cuerpo
terrestre y se siente conmocionado por las vibraciones que recibe de
esta presencia desconocida. Es el reflejo de estos coloquios inaudibles
en el cerebro que se llama intuición, inspiración, invención, hipótesis,
imaginación y que viene a ser el núcleo alrededor del cual se organizan,
con un arduo y paciente esfuerzo, los elementos de una fórmula, de una
máquina, de un arte más sublime, de una doctrina más profunda. Si
nosotros somos ciegos a estos espectáculos, es porque no los creemos
posibles, por orgullo, por pusilanimidad intelectual, y es también porque
el Padre no quiere complicar nuestra labor, ni cargarnos de demasiadas
responsabilidades.”
Si todas las ramas del saber actual parecían familiares a este singular
investigador, algo más sorprendente aún, cuando llegue a preguntarle
sobre ciertas opiniones antiguas que se califican hoy de supersticiosas,
me contestó ampliamente y me dio abundantes pruebas experimentales
de la verdad de muchas de ellas. Mucho antes de nuestros físicos
actuales, enseñaba la gravedad de la luz, las correspondencias entre los
colores y los sonidos, la cromoterapia, la relatividad del espacio y del
tiempo y la multiplicidad de sus formas, la complejidad de los cuerpos
simples, la existencia de metales desconocidos y otras más
particularidades de las cuales no hablaré, porque serían muy increíbles
hoy en día para los espíritus positivistas.

Por otro lado, este cristiano, este filántropo, este científico, era además
un extraordinario taumaturgo. Todas las maravillas realizadas por los
santos más famosos como Francisco de Paula, José de Copertino, el cura
de Ars, o Francisco de Asís y Juana de Arco, yo lo vi cumplirlas. Los
milagros florecían bajo sus pasos; parecían naturales, como predecibles
y solo la oración los provocaba.

Hipnosis dirán algunos ¿Un niño con neumonía a cuarenta kilómetros de


donde vive el sanador, puede ser hipnotizable? ¿Sugestión: tejidos
cancerosos, tuberculosos pueden recibir una sugestión? Además,
nuestro desconocido condenaba tanto la hipnosis como la brujería de
campaña o la magia. Desaconsejaba siempre el uso de la voluntad o de
la mediumnidad; en cuanto a los poderes misteriosos que ciertos sabios
adquieren, se nos dice, por métodos milenarios, los desaprobaba con
más fuerza aún.

En su caso, su método era una simple oración tal como Jesús nos lo
enseñó. Pero, mientras, en la inmensa mayoría de los casos, los santos
reciben el don de milagros después de increíbles penitencias, oraciones
y éxtasis y que sus cuerpos pasen por fenómenos inexplicables a la
ciencia, nuestro taumaturgo vivía de la manera más común. Recibía a
sus visitantes en cualquier lugar, en cualquier momento, y apenas la
solicitud había sido formulada, contestaba en pocas palabras: “El Cielo
le concede tal cosa” o “Vuelva a su casa, su enfermo está curado”. Su
palabra se realizaba en el mismo instante; y el se retiraba, escapándose
de los agradecimientos.

Ejercía este mismo poder sin más esfuerzos aparentes, sobre los
animales, las plantas, los elementos y los acontecimientos. Varias veces
se prestó a controles de médicos y científicos. Todas las pruebas
resultaron positivas, pero se puede buscar en todos los anales de las
academias y las sociedades científicas, ningún de los experimentadores
se atrevió a firmar el relato de hechos tan poco explicables.

Podría hablar de otros dones, siempre espontáneos, inesperados y


beneficiosos. El pasado, el porvenir, el espacio parecían serle traslúcidos.
Decía a un consultante: “En esto momento, tu amigo esta en tal lugar
haciendo tal cosa”. Hay anécdotas que yo podría contarles, que
sobrepasan de tan lejos toda verosimilitud, que prefiero callarlas.

Un prodigio, en efecto, vale, espiritualmente lo que vale su autor. Por


cierto, el don de milagros interesa la muchedumbre y conduce
rápidamente a la fama, pero es el alma del milagro más que su forma
que apasiona a los espíritus religiosos. Quisiera entonces, atraerlos
únicamente hacia el alma de mi héroe, mostrársela como se me
apareció, en mi juventud privilegiada; sobrehumana, divina, como una
estrella al fin, hija de la que se levantó sobre las tinieblas terrestres,
hace veinte siglos. Si escuchándome, buscan ustedes otra cosa que la
elevación espiritual, entonces todo mi relato es inútil e inoportuno.
Ser testigo de milagros no es tan raro; hacer milagros, verdaderos
milagros no es tan difícil. Pero pensar, amar, sentir, obrar, exaltarse,
querer según lineamientos constantemente concordantes con los rayos
eternos que llevan al ministerio del milagro, esto es una tarea
sobrehumana.

En este sentido, el milagro que viene del Cielo constituye una señal, la
Señal por excelencia y aparece aquí el árbol de la Cruz, todavía
misterioso después de veinte siglos de estudios y adoraciones.

Ven ustedes, como para este hombre, curar una tifoidea era tan natural
como pagar un alquiler a un pobre o dar la fórmula de un reactivo. Todo
en el era paternal indulgencia y bondad. Todo lo de el era exhortación
ingeniosa y tierna, para que pobres hombres y mujeres vuelvan a tomar
coraje para un esfuerzo más, pero reciban un alivio. Como el pintor,
frente a la naturaleza, mira y el músico escucha, él vivía en el Amor,
para el Amor, a causa del Amor y por el Amor.

No hablaba nunca de esta llama admirable, escondía su saber y estos


superpoderes desconcertantes, bajo la apariencia de una vida
burguesamente ordinaria. Disimulaba virtudes y superioridades como
nosotros disimulamos nuestros vicios y era necesario seguirlo a lo largo
de sus recorridas por los barrios populares para descubrir el exceso de
sus bondades. Madres de familia desesperadas que lo esperaban en las
esquinas, hogares por decenas a quiénes pagaban el alquiler, huérfanos
que mantenía, y cuantas atenciones daba a los ancianos e inválidos, con
que delicadeza ofrecía sus servicios a los tímidos y a los humildes y que
paciencia tenía con los inoportunos, los medio-científicos pretenciosos y
el triste rebaño de los mediocres.

Por tanto que nuestro corazón, todavía apenas humano, pueda presentir
los motivos secretos de un corazón tan noblemente sobrehumano, sus
innumerables gestos de benevolencia y su inagotable y siempre juiciosa
beneficencia, emergía de un sentimiento incomprensible para nosotros:
la convicción de su propia inanidad.

Un día, alguien pedía un favor espiritual a este personaje enigmático


que le contestó lo siguiente, cuando recién había curado a un
desahuciado, ¿“Porque me pides esto a mí? ¡Si bien sabes que yo no
valgo ni siquiera esta piedra sobre la que estamos caminando!” A todos
las manifestaciones de agradecimiento o de admiración siempre
contestaba lo mismo: ”Yo no soy nada, no puedo nada, es el Cielo que
hace todo aquí.”

Un día lo encontré en su cocina, almorzando de pie con un pedazo de


pan y un vaso de agua y como me asombraba de su frugalidad, este
hombre, que nunca tomaba un minuto para si, que daba todo lo que
poseía, que pasaba sus días y noches a trabajar, a sufrir para los otros,
me contestó con bonhomía “!Pero almuerzo muy bien! ¡Y además este
pan que Dios me da, no lo gané!” Nunca salía de esta actitud
increíblemente humilde. En nuestra vida moderna, donde reina el “cada
uno por si”, él, siempre se colocaba en la última fila, soportando los
atrevidos, las impaciencias, las groserías, dejándose voluntariamente
engañar y sonriendo como si no se diera cuenta de nada.

Dicen que los grandes sabios, ya no ven los incidentes terrestres porque
solo contemplan los esplendores de lo Absoluto; sin embargo, en la
realidad, poco son los filósofos que se dejan sacar su lugar en una larga
fila.

Pequeñas debilidades dirán, sin duda, pero la sólida virtud exige más
que un heroísmo accidental. Hay gente capaz de un gesto noble pero
cuyo fondo moral sigue siendo un poco mezquino y de acuerdo con los
grandes maestros de la vida interior, creo que la perfección no reside en
algunos actos brillantes, pero más bien en virtudes ejercidas con
paciencia a lo largo de todo el día y a lo largo de toda la existencia. Así,
la humilde postura de nuestro místico nos hace descubrir la Luz más que
sus milagros o sus enseñanzas. Está escrito: “Juzgareis el árbol a sus
frutos”.

Otros guías nos ofrecen en general un ideal lejano, de acceso difícil, tras
precipicios y acantilados y que muchas veces se pierde en el abstracto.
Al contrario. con este hombre tan cerca de nosotros, uno podía abrazar
con una sola mirada lo ideal con lo real, la teoría con la practica, lo divino
juntándose con lo terrestre. Y todo esto recreaba para nosotros la más
viva imagen de la que deben haber sido antaño las enseñanzas de
Nuestro Señor el Cristo. Ninguna deficiencia, ningún desequilibrio en la
persona moral de este perfecto Servidor. Siempre homogéneo, firme y
flexible a la vez. Aparecía único por la profunda armonía de sus
cualidades las más diversas.

La historia de los santos nos muestra taumaturgos maravillosos,


inteligencias gigantescas, llameantes corazones. Cada uno se destaca
por una virtud especial prevaliendo sobre las otras. En uno es el amor a
los pobres, en otro el don de milagros, otro la sabiduría. Muy raramente
se puede encontrar todas estas bellezas reunidas como en nuestro
héroe. Más raramente aún sus fuerzas pueden manifestarse con tal
ausencia de esfuerzo. Vemos los más sublimes teólogos meditar, los más
grandes conductores de almas velar, ayunar, llorar. Pero él, siempre
igual a todo el mundo, curaba, enseñaba, socorría, consolaba al
instante, con la misma voz tan calma, con la misma sonrisa tan paternal.

Todas estas afirmaciones solo se apoyan sobre mi testimonio. Otros


asistieron a estas mismas maravillas, pero tienen motivos para callarse.
Tengo los míos para hablar. Sin embargo no les pido creerme. Imaginen
solamente que estas cosas puedan ser posibles. Esto me alcanza. La
aceptación de esta hipótesis los hará más sensibles a la Luz y mi meta
será cumplida. Porque no hablo para dar justicia a un ser a quién no le
importaba la justicia terrestre. Es para ustedes solamente que hablo,
para vuestro porvenir, para que cuando estén agotados, encuentren
coraje de seguir adelante un poco más.

Este francés, tan parecido y tan diferente de sus compatriotas era de


mediana estatura y complexión atlética. Nada en su vestimenta, en sus
modales o en su lenguaje podía diferenciarlo en la muchedumbre. Vivía
como todo el mundo, excepto por las horas de sueño que suprimía casi
completamente. Casado joven, tuvo una hija y un hijo.

A pesar de su constante actividad ni su cuerpo ni su cerebro parecían


conocer el cansancio. Todos sus momentos estaban ocupados,
investigaciones químicas y mecánicas, fundaciones de asociaciones de
beneficencia que administraban amigos, reformas sociales que hacía
someter a las autoridades, invenciones que daba a algún estudioso, no
paraba sus acciones beneficiosas pero siempre escondiéndose.

No le gustaban mucho los discursos: por más complicado que fuera el


tema sobre el cual lo consultaban, contestaba con algunas palabras
precisas, definitivas. Enseñaba muy poco, solo con breves vistazos que
daba a los investigadores humildes y sinceros. Ninguna doctrina
coordinada, pero, a la larga, las luces sin hilo aparente que uno u otro
discípulo recogía con paciencia terminaban por organizarse en
correspondencia exacta con la manera de pensar, las necesidades, los
trabajos de cada uno. Instruía a los individuos dándoles al final todo lo
necesario para que se construyeran ellos mismos su sistema personal,
pero no promulgo jamás alguna síntesis del Saber. La acción lo
preocupaba mucho más. Decía “El hombre que sería capaz de amar a
su prójimo como a si mismo, sabría todo.”
Para nuestro místico, el mundo sensible y el invisible le aparecían en un
realismo total donde las abstracciones se tornan hechos, donde todos
los minutos de la duración se tornan actuales y todas las distancias
presentes. Arraigado en la insondable pero viva Unidad, de donde los
santos en sus éxtasis, nos traen algunos fugaces destellos, este amigo
de Dios distribuía sin parar las semillas regeneradoras del Espíritu sobre
las cosas y las criaturas.

De siglo en siglo, la lámpara eterna se trasmite por las piadosas manos


de los obreros secretos del Padre, esforzándose de continuar la obra de
Cristo. Y este Cristo, poseedor de toda magnificencia, señor de toda
criatura, se puso en lo más bajo de todas las grandezas temporales. Se
vistió de todas las formas más despreciadas: pobre de bienes, pobre de
gloria, pobre de amigos. A los humanos dio hasta su Madre y del fondo
de esta desnudez partió a la conquista del mundo. Cada uno de sus
discípulos debe entonces reproducir uno de los rostros de la divina
Pobreza, según la tiniebla propia de la época donde el Espíritu lo envía.

Así, en nuestro tiempo de progreso, donde los enfermos tienen


hospitales, los indigentes la Asistencia pública, los huérfanos sus asilos;
donde oficialmente no hay más esclavos; donde no hay prácticamente
mas persecuciones porque nadie esta convencido de nada, el rostro de
la Pobreza que tomó mi héroe anónimo fue de no ser nada. Nada. Ni
mendigo lastimoso, ni enfermo desahuciado, ni filósofo célebre, ni jefe
de una escuela prohibida, ni ningún perseguido por la ley., ni arriba, ni
abajo de la escala social; justo en el medio, en el medio de todo, en el
punto neutro. Alguien parecido a cualquiera de nosotros y que frente a
la opinión pública representa la forma más incolora del despojo: la
mediocridad.
Así, fue, para el siglo XIX, la invención admirable de la misericordia
divina, porque, esta insípida mediocridad servirá de excusa en el último
día a los que no habrán percibido la Luz, porque la lámpara era banal.
Tal fue el sutil estratagema de la Sabiduría divina, escondiéndose de la
curiosidad de los perversos gracias a lo insignificante de la forma
humana por la cual operaba.

Una última palabra, para terminar.

Jesús el Pobre es Jesús el Paciente. Sufre, soporta, se resigna,


persevera, obedece y se calla. Sus amigos, sus hermanos, sus herederos
viven entonces sin brillo, perdidos en la multitud para la cual aceptan
sufrir y que los ignora. Cuanto más grandes son frente a Dios, más
ignorados, más desconocidos son en la tierra.

Así, este siglo, por la voz de algunos de sus poderosos, calumnió, atacó,
insultó a este hombre, que secretamente obraba para el prójimo. Y este
salvador de tantos naufragios, no abrió nunca la boca para defenderse,
ni permitió jamás a sus fieles confundir a los persecutores, ganando así
el derecho de volver a pronunciar la solicitud divina del Crucificado:
”Padre perdónalos porque nos saben lo que hacen.”

Y es porque encuentro en este Desconocido la semejanza más perfecta


con el Cristo, víctima voluntaria, que me parecía importante dibujarles
su retrato.

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