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PAUL SEDIR
Este Libro es una compilación de la traducción realizada por:
www.amistadesespirituales.com
Compliado por:
lucesenlooculto.blogspot.com
Quisiera presentarle hoy un hombre al lado de quién tuve la felicidad
de poder vivir durante un largo tiempo, un hombre quién sin esfuerzo
aparente realizaba diariamente la perfección del Evangelio.
Este Cristo, Nuestro Señor, dijo un día que daría a sus amigos el poder
de realizar milagros más grandes que los Suyos. Yo vi el cumplimiento
de esas palabras. Cristo dijo también a sus amigos que se quedaría con
ellos hasta el fin. Yo vi esta presencia escondida. La vida de mi
desconocido es una serie constante de estas pruebas. Por poco que les
pueda decir hoy, podrán Ustedes, así lo espero, reconocer en el, uno de
estos “hermanos” del Señor, uno de los más grandes, el más grande
quizás de los heraldos del Absoluto.
El Evangelio era su única doctrina y solo apreciaba los libros que tenían
concordancia con esta enseñanza. Proclamaba la divinidad única de
Jesús, su soberanía universal y la perpetuidad de su obra redentora.
Aceptaba como exacto los relatos de los Apóstoles, teniendo por
superfluas las exegesis modernas. “Si nos esforzáramos a amar nuestro
próximo como a nosotros mismos”, decía, “el Cielo nos desvelaría el
verdadero significado de los textos”. Daba, algunas veces, breves
comentarios a las Escrituras, con enfoques nuevos y vivientes que tenían
la peculiaridad singular de responder de una sola vez a las divergencias
de los traductores y comentaristas. Pero para él, solo la práctica de la
virtud podía llevarnos a la perfección y como consideraba que sus
contemporáneos eran demasiado inclinados a un exceso de
intelectualismo, era poco pródigo en discursos. Colocaba el amor
fraterno antes todo, antes de la oración e inclusive antes de la fe. “Es la
caridad que engendra la verdadera fe y que nos enseña la oración”
decía, “la oración sin la caridad es fácil y la fe sin la caridad no es la fe”.
Aconsejaba inclusive la obediencia a todas las leyes a todos los
reglamentos, porque, al dar así al “injusto Mamón” el dinero o las
molestias que nos exige, estaríamos juntando un tesoro para el futuro
en el Cielo. Los mansos de quienes habla Jesús son los que se dejan
sacar todo por el Príncipe de este mundo, el salario de su labor, inclusive
su vida. “Es así como más tarde poseerán la tierra.”
Condenaba más que todo el orgullo y el egoísmo o más bien no
condenaba estos defectos, los señalaba como los más grandes
obstáculos para nuestra evolución. “Los orgullosos, decía, el Cielo los
ignora” o “si ustedes no van hacia los pobres y los pequeños, ¿cómo
pueden pensar que los ángeles puedan venir hacia ustedes? “ “Hay que
tener caridad para todas las formas de vida, para sus semejantes, para
los animales, las plantas, para todo inclusive para la adversidad “.
Entre otros ejemplos, daba este: “un filósofo persigue una verdad
metafísica. El verdadero drama no se juega en su cerebro, pero más
allá; es un encuentro, a veces una lucha, a veces un celeste diálogo
entre uno de estos genios, no revelados, de quiénes nos hablan los
poetas, y el espíritu humano que momentáneamente habita un cuerpo
terrestre y se siente conmocionado por las vibraciones que recibe de
esta presencia desconocida. Es el reflejo de estos coloquios inaudibles
en el cerebro que se llama intuición, inspiración, invención, hipótesis,
imaginación y que viene a ser el núcleo alrededor del cual se organizan,
con un arduo y paciente esfuerzo, los elementos de una fórmula, de una
máquina, de un arte más sublime, de una doctrina más profunda. Si
nosotros somos ciegos a estos espectáculos, es porque no los creemos
posibles, por orgullo, por pusilanimidad intelectual, y es también porque
el Padre no quiere complicar nuestra labor, ni cargarnos de demasiadas
responsabilidades.”
Si todas las ramas del saber actual parecían familiares a este singular
investigador, algo más sorprendente aún, cuando llegue a preguntarle
sobre ciertas opiniones antiguas que se califican hoy de supersticiosas,
me contestó ampliamente y me dio abundantes pruebas experimentales
de la verdad de muchas de ellas. Mucho antes de nuestros físicos
actuales, enseñaba la gravedad de la luz, las correspondencias entre los
colores y los sonidos, la cromoterapia, la relatividad del espacio y del
tiempo y la multiplicidad de sus formas, la complejidad de los cuerpos
simples, la existencia de metales desconocidos y otras más
particularidades de las cuales no hablaré, porque serían muy increíbles
hoy en día para los espíritus positivistas.
Por otro lado, este cristiano, este filántropo, este científico, era además
un extraordinario taumaturgo. Todas las maravillas realizadas por los
santos más famosos como Francisco de Paula, José de Copertino, el cura
de Ars, o Francisco de Asís y Juana de Arco, yo lo vi cumplirlas. Los
milagros florecían bajo sus pasos; parecían naturales, como predecibles
y solo la oración los provocaba.
En su caso, su método era una simple oración tal como Jesús nos lo
enseñó. Pero, mientras, en la inmensa mayoría de los casos, los santos
reciben el don de milagros después de increíbles penitencias, oraciones
y éxtasis y que sus cuerpos pasen por fenómenos inexplicables a la
ciencia, nuestro taumaturgo vivía de la manera más común. Recibía a
sus visitantes en cualquier lugar, en cualquier momento, y apenas la
solicitud había sido formulada, contestaba en pocas palabras: “El Cielo
le concede tal cosa” o “Vuelva a su casa, su enfermo está curado”. Su
palabra se realizaba en el mismo instante; y el se retiraba, escapándose
de los agradecimientos.
Ejercía este mismo poder sin más esfuerzos aparentes, sobre los
animales, las plantas, los elementos y los acontecimientos. Varias veces
se prestó a controles de médicos y científicos. Todas las pruebas
resultaron positivas, pero se puede buscar en todos los anales de las
academias y las sociedades científicas, ningún de los experimentadores
se atrevió a firmar el relato de hechos tan poco explicables.
En este sentido, el milagro que viene del Cielo constituye una señal, la
Señal por excelencia y aparece aquí el árbol de la Cruz, todavía
misterioso después de veinte siglos de estudios y adoraciones.
Ven ustedes, como para este hombre, curar una tifoidea era tan natural
como pagar un alquiler a un pobre o dar la fórmula de un reactivo. Todo
en el era paternal indulgencia y bondad. Todo lo de el era exhortación
ingeniosa y tierna, para que pobres hombres y mujeres vuelvan a tomar
coraje para un esfuerzo más, pero reciban un alivio. Como el pintor,
frente a la naturaleza, mira y el músico escucha, él vivía en el Amor,
para el Amor, a causa del Amor y por el Amor.
Por tanto que nuestro corazón, todavía apenas humano, pueda presentir
los motivos secretos de un corazón tan noblemente sobrehumano, sus
innumerables gestos de benevolencia y su inagotable y siempre juiciosa
beneficencia, emergía de un sentimiento incomprensible para nosotros:
la convicción de su propia inanidad.
Dicen que los grandes sabios, ya no ven los incidentes terrestres porque
solo contemplan los esplendores de lo Absoluto; sin embargo, en la
realidad, poco son los filósofos que se dejan sacar su lugar en una larga
fila.
Pequeñas debilidades dirán, sin duda, pero la sólida virtud exige más
que un heroísmo accidental. Hay gente capaz de un gesto noble pero
cuyo fondo moral sigue siendo un poco mezquino y de acuerdo con los
grandes maestros de la vida interior, creo que la perfección no reside en
algunos actos brillantes, pero más bien en virtudes ejercidas con
paciencia a lo largo de todo el día y a lo largo de toda la existencia. Así,
la humilde postura de nuestro místico nos hace descubrir la Luz más que
sus milagros o sus enseñanzas. Está escrito: “Juzgareis el árbol a sus
frutos”.
Otros guías nos ofrecen en general un ideal lejano, de acceso difícil, tras
precipicios y acantilados y que muchas veces se pierde en el abstracto.
Al contrario. con este hombre tan cerca de nosotros, uno podía abrazar
con una sola mirada lo ideal con lo real, la teoría con la practica, lo divino
juntándose con lo terrestre. Y todo esto recreaba para nosotros la más
viva imagen de la que deben haber sido antaño las enseñanzas de
Nuestro Señor el Cristo. Ninguna deficiencia, ningún desequilibrio en la
persona moral de este perfecto Servidor. Siempre homogéneo, firme y
flexible a la vez. Aparecía único por la profunda armonía de sus
cualidades las más diversas.
Así, este siglo, por la voz de algunos de sus poderosos, calumnió, atacó,
insultó a este hombre, que secretamente obraba para el prójimo. Y este
salvador de tantos naufragios, no abrió nunca la boca para defenderse,
ni permitió jamás a sus fieles confundir a los persecutores, ganando así
el derecho de volver a pronunciar la solicitud divina del Crucificado:
”Padre perdónalos porque nos saben lo que hacen.”