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Colección

Gramáticas Plebeyas

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PALABRAS POLÍTICAS
Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

Ariana Reano - Julia Smola

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20/03/2014
Reano, Ariana
Palabras políticas : debates sobre la democracia en la Argentina de los
ochenta / Ariana Reano y Julia Smola. - 1a ed. - Avellaneda : Undav Ediciones;
Universidad Nacional de General Sarmiento, 2014.
244 p. ; 15x21 cm.

ISBN 978-987-29292-5-1

1. Ciencias Sociales. I. Smola, Julia II. Título


CDD 306

Fecha de catalogación: 20/03/2014

© 2014, UNDAV Ediciones, Universidad Nacional General Sarmiento.

España 350, Avellaneda CP 1870


Provincia de Buenos Aires, Argentina
Tel.: (54 11) 4229-2466/70
undavediciones@undav.edu.ar

Diseño de colección: Julia Aibar (UNDAV Ediciones) - Andrés Espinosa


(Departamento de Publicaciones-UNGS).
Diseño de tapa y diagramación: Julia Aibar (UNDAV Ediciones).

ISBN 978-987-29292-5-1
Hecho el depósito que marca la Ley 11.723
Prohibida su reproducción total o parcial
Todos los derechos reservados.

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Índice

7 Agradecimientos
9 Prólogo por Eduardo Rinesi
21 Palabras preliminares
27 Capítulo 1: Hablar en democracia
27 1. Palabras, políticos y palabras políticas
33 2. Hablar de democracia: pensar políticamente qué democracia
39 3. La democracia en debate: el debate de la democracia
48 4. Discursos y lenguajes políticos: la democracia como
significante polémico
55 Capítulo 2: Pensar modelos de democracia
55 1. “Tenemos una meta. Tenemos un método”
73 2. Unidos en (la) democracia
86 3. Orden y transformación: metáforas para pensar la
democracia
93 Capítulo 3: La apuesta por “cien años de democracia”
93 1. Parque Norte y la resignificación de la democracia
105 2. Fundar la “Segunda República”: reformas para la con-
solidación de un régimen democrático y republicano
106 2.1. La base institucional de la Segunda República
112 2.2. La vertiente social como reaseguro de la democracia
119 3. Unidos en la necesidad de articular democracia formal y
democracia sustantiva
127 4. Las palabras de la política y la lucha por las resignificaciones
137 Capítulo 4: La democracia y los sentidos del pasado
137 1. Enfrentar el pasado: la democracia frente a la violencia
política y el terrorismo de Estado
139 1.1. Los Organismos de Derechos Humanos frente al

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silencio y al discurso de los militares
143 1.2. Alfonsín, lectura del pasado y perspectivas para la
democracia futura
148 2. Juicio y democracia
149 2.1. Imágenes del pasado
152 2.2. Palabras del pasado
160 2.3. Juicio del pasado
166 3. Juicio político al pasado y demanda social sobre la
democracia
171 Capítulo 5: El orden democrático en disputa
171 1. Lecturas sobre Semana Santa
174 2. Hechos, interrogantes y presagios
180 3. Momentos, discursos y democracia(s)
187 4. La lectura oficial sobre el retraso cultural, el fin de las
ideologías y la voluntad del pueblo
194 5. El reverso de la lectura oficial. De promesas, traiciones,
manipulaciones y concesiones
204 6. Recapitulando: el (sentido) futuro de la democracia
211 Palabras finales
229 Bibliografía

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Agradecimientos

Este libro es el resultado de un trabajo conjunto que se originó


hace ya algunos años con las investigaciones de nuestras respecti-
vas tesis doctorales. Las páginas que aquí presentamos son fruto
del debate, la puesta en común y la reelaboración de muchas de las
ideas que cada una de nosotras desarrolló en su investigación. Este
esfuerzo fue posible gracias al entusiasmo incansable de Eduardo
Rinesi quien, desde sus inicios, incentivó y compartió varias de
nuestras discusiones. También lo fue gracias al espacio de trabajo
que se generó junto con nuestros compañeros del Área de Política
del Instituto del Desarrollo Humano (IDH-UNGS). Con ellos
hemos compartido muchas de las ideas que aquí trabajamos y sus
aportes han sido muy valiosos. Todos están, de algún modo, pre-
sentes en estas páginas.
Nuestro agradecimiento también al emprendimiento editorial
entre la Universidad Nacional de General Sarmiento (UNGS) y la
Universidad Nacional de Avellaneda (UNDAV) que hizo posible
esta edición conjunta. Es un gran honor para nosotras que el víncu-
lo entre dos universidades nacionales haga posible la publicación y
circulación de la producción de sus investigadores docentes.
Por mi parte, agradezco a mis compañeros del doctorado en
Francia y a mis dos directores de tesis, Eduardo Rinesi y Etienne
Tassin quienes con infinita paciencia me acompañaron en la tarea
de investigar y comprender la historia política de mi país. Mi dedi-
catoria de este libro va hacia mi familia y amigos que soportaron mi
ausencia durante largos años, y a Sebastián, quien me apoya incon-
dicionalmente.
Julia

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Y por mi parte, dedico este libro a la memoria de Alejandro Groppo,


que orientó mi tesis de doctorado, con quien compartí espacios de
trabajo y provocadores debates que siguen haciéndome pensar. De-
seo profundamente que ésta sea una forma de honrar todo lo que
me enseñó y que su ausencia sea un poco menos dolorosa.
Ariana

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Prólogo
Entonces y ahora

Eduardo Rinesi1

En este libro que han escrito Ariana Reano y Julia Smola resuenan de
manera muy patente los esfuerzos investigativos y de reflexión que
ambas empeñaron oportunamente en sus respectivas indagaciones
doctorales (una –la de Julia– sobre los discursos de Alfonsín en los
años en los que el caudillo radical ocupó el centro de la vida política
argentina, la otra –la de Ariana– sobre el debate que en esos mismos
años se desarrolló en las páginas de algunas de las más destacables
revistas político-culturales del país), pero también los resultados de
un diálogo y una colaboración intelectual que lleva ya unos cuantos
años, y que tiene uno la impresión, recorriendo estas páginas que el
lector se dispone a acometer, de que les ha servido a ambas para com-
prender esas propias investigaciones previas como partes de un esfuer-
zo mayor por entender todo un período de nuestra historia política
reciente en la clave de una querella, de una lucha (de una “batalla
cultural”, diríamos acaso hoy) librada en el campo de la palabra, del
lenguaje. Del lenguaje de los políticos y del de los intelectuales, del de
los periodistas y del de la academia, y del que se iba configurando y
reconfigurando todo el tiempo en el espacio público –abierto, diná-
mico, poroso– de las discusiones y los intercambios entre todos estos
distintos participantes de esa gran conversación.
Que era entonces, a la salida de la dictadura atroz de la que venía-
mos, una conversación sobre el sentido mismo de la vida colectiva, y
una conversación sobre la democracia. Pero no sobre la democracia
entendida como una palabra cuyo significado ya fuera conocido de
manera universal y constituyera un patrimonio compartido por todos
quienes la empleaban en los debates en los que intervenían, sino sobre

1
  Rector de la Universidad Nacional de General Sarmiento.

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la democracia como la materia y el objeto mismo de aquellos deba-


tes: como la palabra cuyo significado, precisamente, se trataba, en esa
gran conversación que duró entre nosotros todos los años a los que se
refieren las autoras de este libro, de desentrañar, o, mejor, de definir.
¿Y por qué se trataba de definir, en aquellos años en los que la palabra
“democracia” aparecía como una presencia recurrente en nuestras dis-
cusiones, su significado? Pues porque más allá de su contraposición
–que formaba parte del sentido común compartido de la época– a lo
que se designaba con las palabras “autoritarismo” o a veces “dictadu-
ra”, y más allá también de su representación –igualmente comparti-
da– como una suerte de “puerto de arribo” del proceso al que también
todo el mundo acordaba en nombrar con la palabra “transición”, los
contenidos específicos de aquello que se llamaba “democracia” variaban
ampliamente entre los exponentes de los distintos linajes políticos y
culturales que intervenían en esas discusiones.
Así, la querella democrática era en buena medida, como insisten
Smola y Reano, la querella sobre la palabra “democracia”, o mejor,
sobre el significado que había que darle a esa palabra. No es extraño
que, en este contexto, se haya extendido, como un modo de encarar
esta conversación, el contrapunto entre lo que había que nombrar
como democracia “formal” y lo que había que designar como demo-
cracia “sustancial” o “sustantiva”. Vieja dicotomía de la historia de
nuestro pensamiento, de las más antiguas que recuerde la filosofía
de Occidente, la oposición entre “forma” y “sustancia” aparecía, en
aquellos años argentinos sobre los que acá se vuelve, al servicio de
calificar distintos y siempre contrapuestos (pero contrapuestos de
distintos modos según quién formulara la propia distinción) tipos de
aquello que se nombraba como “democracia”. Así, verbigracia, los
representantes de tradiciones políticas más “participativistas” que
“representativistas”, más “rousseaunianas” que –pongamos– “loc-
keanas”, más “horizontalistas” que “verticalistas”, podían llamar
“democracia sustantiva” a una democracia que garantizara lo que
una autora como Carole Pateman podría haber llamado la “par-
ticipación deliberativa y activa” de los ciudadanos en los asuntos

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públicos, y “democracia formal” a una que apenas garantizara lo


que José Nun llamó en alguno de sus libros, varios años después, “el
gobierno de los políticos” por oposición a (y como conjuro de) el
de los ciudadanos.
Pero esa contraposición, siendo fundamental, no dejaba de
ser una contraposición entre dos “tipos” de democracia –digamos
así– “política”. Que era exactamente aquello a lo que algunas otras
posiciones que se definían también en estos debates llamaban, por
su parte, una democracia “formal”, oponiendo nuevamente esa de-
mocracia “política” o “formal” a otro tipo de democracia, de nuevo
“sustancial” o “sustantiva”, pero que era en cambio, en este caso,
una democracia “económica” o “social”, una democracia capaz de
mirar “otras variables”, de salir fuera de la estrecha “esfera” de la
vida política institucional. Así, en estas otras formas de plantear el
contrapunto entre “democracia formal” y “democracia sustantiva” la
discusión no se refería a las distintas modalidades de la organización
política de una sociedad, sino a las distintas esferas de acción en las
que esa sociedad se organizaba. ¿Y qué decir de quienes –en franca
minoría y como en retirada, es cierto, en aquellos años de los que
aquí se habla, pero en número que había sido mucho más consi-
derable en años y en décadas anteriores– consideraban “formal” a
cualquier forma de la democracia que no se propusiera o que no
fuera capaz de dar vuelta como una media el modo de producción
capitalista para hacer surgir de entre sus ruinas a una sociedad socia-
lista, la única que, en esa opinión, podía ser considerada “verdade-
ra”, “sustantivamente” democrática...?
Quiero decir: que así como la palabra “democracia” era en aque-
llos años de la “transición” de los que hablan acá Reano y Smola un
“significante polémico” tan omnipresente como indeterminado, la
propia contraposición entre una variante “formal” y una variante
“sustancial” de esa democracia era, también, un recurso tan difun-
dido como incierto, que no expresaba en realidad otra cosa que la
misma vacilación del significado de la palabra a la que buscaban,
calificando, precisar y circunscribir. Por eso, no sólo no se trata aquí,

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en este recorrido que proponen las autoras de este libro, de decir


qué cosa es, “en verdad”, la democracia (porque lo que Smola y
Reano quieren enseñarnos es que qué cosa sea la democracia es algo
que sólo la discusión democrática de una sociedad puede determi-
nar en cada momento de su historia), sino que tampoco se trata
de decir qué cosa es, “en verdad”, una democracia “formal” y una
“sustancial”, porque la misma proliferación de ese par de calificativos
contrapuestos a lo largo de todas las discusiones que aquí se recuerdan y
se consideran no es más que la evidencia de lo indecidible de la pregunta
por el significado de la democracia. Que a lo largo de los años de la
“transición” la oposición entre “democracia formal” y “democracia
sustantiva” se haya articulado tantas veces y de tantos modos dis-
tintos y para nada coincidentes sólo confirma la tesis central de este
libro, que es que lo que estaba en juego en todas esas discusiones era
el significado de la palabra “democracia”.
¿Y por qué resultaría relevante, para nosotros, esta tesis? ¿Por qué
(si es que es por alguna razón distinta de la afición arqueológica del
estudioso de una época pasada) nos importarían hoy estos debates?
Pues porque esos debates son también los nuestros. Porque esas discu-
siones de aquellos, “nuestros años ochentas”, sepultadas después y
sometidas a lo que las autoras llaman “un efecto de olvido” por el
propio, “estruendoso” final de aquellos años y por la contundente y
masiva destrucción que se operó después, en los menos discutidos
y también menos clementes años que siguieron, pueden y deberían
–es la idea que se deja leer en este libro– ser traídos de nuevo al cen-
tro de nuestras discusiones para enriquecer este tiempo nuestro que
se abrió con el fin, a su vez, de aquella experiencia de los noventas
“neoliberales”. Este nuevo tiempo que se abre, en efecto (y no sólo
en nuestro país, sino en toda la región), en los primeros años de
este siglo, nos invita a recuperar aquellos viejos temas de los años
de la “transición”, porque, más allá de las muchas diferencias que
sería posible establecer entre ambas épocas (hoy no pensamos la de-
mocracia como conquista de la libertad, que rige plenamente, sino
como ampliación de los derechos; hoy no oponemos la democracia

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a las prepotencias de un Estado que amenaza aquella libertad, sino


que la hacemos recostar sobre las bondades de uno que busca garan-
tizar esos derechos), lo que hoy, igual que entonces, está en el centro
de la discusión es la pregunta acerca de lo que debamos entender
por una sociedad democrática.
Déjeseme subrayar la importancia de este paralelo que estable-
cen las autoras entre estas dos épocas, aquella sobre la que aquí se
habla y aquella desde la que se habla, formulando dos observaciones
generales. Me gustaría presentar la primera diciendo, de un modo
quizás algo brutal pero que me parece que recoge algo del espíritu
con el que las autoras de este libro piensan el asunto, que una so-
ciedad democrática es una sociedad donde puede discutirse lo que se
deba entender por una sociedad democrática. Una sociedad donde esa
discusión estuviera, por la razón que fuera, clausurada (por ejemplo:
porque a nadie le cupiera ya ninguna duda de que esa sociedad en
la que vive ya es una sociedad plenamente democrática, de que la de-
mocracia es eso de lo que ella goza y nada más), sólo podría ser con-
siderada democrática –a pesar de ese consenso o, en realidad, justo
a causa de ese consenso– en un sentido muy menor. Pues bien: ese
sentido muy menor en el que una sociedad puede ser considerada
democrática cuando ha dejado de discutir qué cosa es la democracia
es el sentido en el que –me parece entender que nos enseñan Julia
y Ariana– la sociedad argentina pudo ser considerada democrática
durante los años que siguieron a aquellos ochentas de la “transición”
que aquí se reconstruyen: durante esos noventas “neoliberales” que
siguen a esa primera década de la posdictadura y que se prolongan,
por su parte, hasta el gran derrumbe que se produce a fin de 2001.
La segunda observación que querría realizar es que una sociedad
democrática (es decir, en el modo en que piensan aquí la cosa Ariana y
Julia: una sociedad en la que puede discutirse qué cosa es una sociedad
democrática) es una sociedad en la que intervienen (en cuya discusión
sobre qué es una sociedad democrática intervienen), necesariamente,
muchos actores, muchas voces. Este es un punto importante del ar-
gumento que se desarrolla en este libro: lo que Ariana y Julia dicen es

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que la falta de acuerdo político sobre qué cosa era la democracia es lo


que permitió y al mismo tiempo requirió la apertura del espacio pú-
blico a la participación en ese debate, en esa batalla por el sentido de
la democracia, de múltiples actores con ideas diferentes sobre el asunto:
de –las cito– “pluralidad de voces, tradiciones y lenguajes políticos
que confluían y se disputaban la construcción dinámica y conflicti-
va de los sentidos de la política en nuestro país”. Una sociedad de-
mocrática es entonces, resumiendo, una sociedad en la que puede
discutirse qué cosa es una sociedad democrática, y una sociedad en
la que puede discutirse qué cosa es una sociedad democrática es una
sociedad democrática no sólo porque en ella puede discutirse (si no,
no sería democrática), sino porque esa discusión es, necesariamente
(si no, no sólo no sería democrática, sino que no sería una discusión),
una discusión entre muchos y muy distintos protagonistas, con muchas y
muy distintas ideas enfrentadas.
Eso (muchos protagonistas de la discusión, y muchas ideas en-
frentadas que en esa discusión buscaban imponerse sobre las demás)
fue lo que hubo en la Argentina de los años de la “transición” que
aquí se reconstruyen, y lo que hizo de esa Argentina de esos años
una Argentina democrática. Me parece interesante e importante
esta idea de Julia y de Ariana: no se trata sólo de decir que hay una
sociedad democrática cuando hay discusión sobre qué cosa es una
sociedad democrática, sino de agregar que hay esa discusión cuando
hay distintos sujetos, distintos actores, distintos protagonistas, con
distintas ideas, culturas, tradiciones, historias, valores, intereses,
proyectos, utopías, que la protagonizan. Decir solamente lo prime-
ro (que hay una sociedad democrática cuando hay en ella una dis-
cusión sobre qué es una sociedad democrática) es justo y elegante,
pero la elegancia de ese aserto es una elegancia de naturaleza más
bien estética (¿me atreveré a decir: “más bien formal”?). Decir lo
otro (que hay esa discusión cuando hay plurales y distintos sujetos
que la protagonizan) nos sitúa en un terreno diferente, que llamaré
(¿debería animarme a llamarlo “sustantivo”?) “sociológico-político”,
y que se refiere al aseguramiento de las condiciones para la existen-

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cia efectiva de esa pluralidad de posiciones que es el corazón mismo


de la vida democrática.
En cambio eso mismo (muchos protagonistas de la discusión, y
muchas ideas enfrentadas que en esa discusión buscaran imponerse
sobre las demás) fue lo que no hubo en la Argentina de los años
posteriores a los aquí se estudian: en los años en los que, después
del “pacto de Olivos” de 1993 y de la reforma de la Constitución
de 1994, la pluralidad de voces que había caracterizado al ciclo po-
lítico anterior fue reemplazada por la imposición casi monolítica de
una única voz reinante y soberana: la de los apologistas del ajuste
estructural, la de los técnicos de las finanzas y los presuntos “gurúes”
de la televisión, que, como se ha dicho ya en incontables ocasio-
nes (Ariana y Julia citan a Oscar Landi, referencia fundamental, sin
duda, en este y otros temas), “colonizaron” la verba de los propios
políticos y los hicieron hablar su propia y absurda jerigonza, y de
cuya mano un único sentido sobre la democracia (uno, como se
dice aquí, institucionalista, procedimental, formal: perfectamente
consistente con el modo de ejercicio del poder y con el programa
político que solemos calificar como “neoliberal”) se fue abriendo
camino y terminó por imponerse sobre todos los demás. Por eso,
esa sociedad, a la que tal vez todo el mundo estaba de acuerdo en
calificar de “democrática”, sólo puede en rigor ser calificada de ese
modo –repito: a pesar de ese consenso o, mejor, justo a causa de él–
en un sentido muy mezquino o muy parcial.
Y por último eso mismo (muchos protagonistas de la discusión,
y muchas ideas enfrentadas que en esa discusión buscan imponerse
sobre las demás) es lo que vuelve a haber hoy, cerrado en 2001 (o tal
vez en 2003) ese ciclo político y cultural de lo que a veces llamamos
“los noventa”, gracias al estallido de distintas identidades, a la proli-
feración de distintas posiciones sobre lo que debería ser una sociedad
democrática, una sociedad decente o una sociedad justa, a la vuelta del
discurso político al lugar central del que lo habían corrido a los codazos
las jergas especializadas de los economistas del ajuste y de los técnicos en
comunicación de masas, a la saludable recuperación de la idea de que

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la lucha política es la lucha por conquistar la inteligencia y el corazón


del otro, por seducirlo, por refutarlo, por convencerlo, y a la persistencia
o la emergencia –al mismo tiempo– de posiciones muy distintas a la que
hoy expresan los voceros del gobierno nacional y de la fuerza política a
la que los mismos pertenecen: algunas que, émulas de las de aquellos
90 que, como tantas otras cosas, “no terminan de morir”, querrían
volver a ver a los expertos en finanzas en el timón de mando de la
economía y del Estado, otras que, críticas de las continuidades entre
ese tiempo y éste que es el nuestro, condenan la “farsa” en la que
consistiría un programa oficial que no se atrevería a romper verda-
deramente con los nudos reales de la injusticia, de la dependencia o
de un cierto patrón de producción de las riquezas, otras que, tribu-
tarias de otras influencias, denuncian la presunta falta de modales
republicanos de las posiciones “populistas” del gobierno nacional...
Este libro de Ariana Reano y Julia Smola nos ayuda a entender a
esta pluralidad de voces y de posiciones (y a la necesaria y saludable
lucha entre todas estas voces y estas posiciones) como una parte fun-
damental de lo que corresponde llamar una sociedad democrática,
y esta idea constituye una contribución fundamental a los debates
teóricos y políticos que hoy, a treinta años del inicio del ciclo polí-
tico cuyos albores y cuyas primeras discusiones aquí se recuerdan y
se estudian, protagonizamos. Con demasiada frecuencia, en efecto,
oímos las voces de queja o de censura de quienes condenan como
un problema o como un obstáculo para nuestra democracia, o como
un testimonio de un espíritu presuntamente contrario a sus precep-
tos, los conflictos y los enfrentamientos entre distintas posiciones,
distintos grupos, distintos valores o intereses que, lejos de constituir
ningún atentado contra los principios de esa democracia en nom-
bre de la cual tienden a vociferarse estos reproches, constituyen su
misma carne, su misma savia vital. En eso, estos agitados años que
protagonizamos, posteriores a la gran “clausura” democrática de los
noventa, se parecen mucho a aquellos también agitados años ochen-
ta, previos a esa gran clausura. Clausura que, por cierto –y como
muestran muy bien Smola y Reano–, los protagonistas principales

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de la vida política argentina en aquellos años de la “transición” no


dejaron de algún modo, a su manera (con sus dudas y sus titubeos,
con sus abandonos y sus claudicaciones), de preparar. Me gustaría
decir algo sobre esto.
Porque me parece que hay en este libro una hipótesis muy inte-
resante para pensar el entero ciclo de la “transición democrática” y
de lo que siguió, y es que algo de esa “clausura” de la vida democrá-
tica (entendida como una vida activa de discusiones entre actores
diferentes y plurales sobre el significado mismo de la democracia)
operada en los 90 había venido siendo consistentemente preparado
por el sentido en el que esas discusiones sobre el significado de la
democracia que habían caracterizado los primeros años de la “tran-
sición” se habían venido resolviendo. Quizás sería posible sostener,
en este sentido, que lo que acaso pueda llamarse la “primera década”
de las tres que corren entre 1983 y este momento en que escribimos,
y que simbólicamente se abre con la asunción de Raúl Alfonsín y
se cierra con el doble acontecimiento del pacto secreto entre éste
y Carlos Menem a fin de 1993 y de la reforma de la Constitución
a mitad del año siguiente, encuentra un punto intermedio de in-
flexión –a partir del cual los matices y la riqueza del debate sobre
el significado de la democracia y sobre sus posibilidades se van per-
diendo progresivamente hasta desaparecer completamente– en el
año 1987, cuando se suceden (en el atinado análisis que proponen
Reano y Smola) la crisis militar, política e institucional de Semana
Santa, la derrota del gobierno nacional en las elecciones legislativas
y el inicio de los debates sobre la necesidad de una reforma econó-
mica de carácter ortodoxo.
A partir de entonces, pues, a partir de ese 1987 fatídico para el
gobierno del presidente Alfonsín pero también para la riqueza del
debate que aquí se trata de reconstruir, la discusión sobre el significa-
do y las posibilidades de la democracia fue asumiendo formas cada
vez más pobres, que terminarían por desembocar en las que dieron
el tono al modo en que se pensó el asunto durante la larga década
neoliberal. Que sólo en una perspectiva muy estrecha estaríamos

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autorizados a hacer empezar en 1989 y terminar diez años después,


porque en realidad habría que decir que, en un sentido importante,
había empezado a diseñar sus perfiles dos años antes del recambio
presidencial, y sólo se desmoronaría –con el espectacular estrépito
con el que lo hizo– dos años después de que Menem abandona-
ra la casa de gobierno. Si eso fuera así, podríamos quizás jugar un
poco con aquella idea del gran Hobsbawm sobre los “siglos cortos”
y los “siglos largos” y decir que, en la historia de tres décadas que se
tiende desde el ocaso de la última dictadura, la de los noventa fue
nuestra “década larga” de neoliberalismo económico y “clausura” de
la discusión sobre los significados y las potencialidades de la demo-
cracia, y la de los ochenta fue una década “corta”, o aún “cortísima”,
porque a pesar de su extraordinaria importancia y del interés con el
que volvemos a ella como Smola y Reano nos ayudan a hacerlo en
este libro, no duró más que tres años y medio.
De esos tres años y medio, en efecto, de esta década cortísima,
se habla en estas páginas. De las posiciones que a lo largo de esos
tres años y medio dieron forma al debate teórico, político y públi-
co sobre la democracia y sobre lo que cabía esperar de ella. De los
modos en los que ese debate transitó las discusiones sobre la dicta-
dura y sobre la guerra, sobre la cuestión de los derechos humanos
y de su sistemática violación en el pasado, sobre la justicia y sus
alcances, describiendo un arco que fue llevándonos a desplazarnos
(en nuestros debates académicos, en nuestras discusiones públicas,
en nuestras conversaciones colectivas) de una idea de la democra-
cia como conflicto (y como conflicto, en primer lugar, en torno
al significado de la propia palabra “democracia”) a una idea de la
democracia como consenso (y como consenso, en primer lugar, en
torno al significado de la propia palabra “democracia”), de una idea
de la democracia como querella a una idea de la democracia como
régimen, de una idea de la democracia como disputa a una idea
de la democracia como orden. Habría que pensar, después de leer
este libro, si no hay acaso en esta expresión, “orden democrático”,
que tanto y tan irreflexivamente usamos, algo de contradictorio: si

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acaso no debiera postularse que una democracia sólo puede serlo


verdaderamente mientras resiste el impulso ordenancista a cristali-
zarse como el nombre (por mucho que éste pueda ser o sea el mejor
nombre) de un sistema.
O por lo menos: si la necesaria tarea de construcción de ese siste-
ma, de ese “orden democrático”, no debe considerar siempre como
uno de sus afanes primordiales el de evitar que se extinga del centro
dinámico de ese proceso interminable el fuego de la discusión sobre
el propio sentido de aquello que se pugna por instituir. No sé si
dicho así suena demasiado weberiano, pero es que creo que se trata
de algo de ese tipo. La ética agonística y el espíritu de la democracia.
La ética (es decir: la práctica y el entusiasmo por la práctica) de la
discusión sobre el sentido de la existencia colectiva como alma per-
durable de una democracia reflexiva y plural. Reflexiva: porque en
este ejercicio de polémica y confrontación se obliga a revisar todo el
tiempo sus propios fundamentos. Y plural: porque la discusión so-
bre los sentidos de la (palabra) democracia expresa y al mismo tiem-
po reclama (ya lo dijimos, pero es que me parece que es un punto
importante de todo el argumento) la existencia de actores diferentes
y a veces enfrentados. Finalmente, parece encerrarse aquí la doble
apuesta de este libro: la apuesta por entender el necesario ejercicio
de permanente revisión de los fundamentos de una sociedad demo-
crática no como parte de las prerrogativas de la vita contemplativa
de sus filósofos, sino como parte de las exigencias de la vita activa de
sus ciudadanos, y la apuesta por entender el pluralismo no como el
resultado de una meliflua ética de la tolerancia, sino como el de una
exigente ética de la confrontación.

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Palabras preliminares

“Primavera democrática” o “década perdida”, falsos opuestos para


pensar una época que suele ser caracterizada por aquello que pudo ser
y no fue. Una década política que supo generar expectativas aun en
aquellos que habían sido aleccionados por la derrota en el pasado. Un
momento donde la política condensó un cúmulo de promesas diver-
sas que, sin embargo, pueden ser representadas por la posibilidad de
hacer, del nuestro, un país viable. Sueño mínimo, si lo comparamos
con los más utópicos de revolución y liberación que habían caracteri-
zado la década anterior; sueño colosal, si ponderamos su magnitud en
relación con la pesadilla de la que despertábamos.
Treinta años han transcurrido desde el comienzo de aquella “dé-
cada” que nos proponemos abordar críticamente aquí, y que, como
el lector podrá advertir, no es estrictamente cronológica sino más
bien política. El paso de esta treintena nos confronta con una serie
de aniversarios y, como sucede ante toda conmemoración, corremos
el riesgo de ocultar bajo el peso de los monumentos aquello mismo
que queremos recordar. Así, conmemoramos la “vuelta de la demo-
cracia” sin cuestionar de qué democracia se trataba. Recordamos el
aniversario de la asunción de Raúl Alfonsín y lo llamamos “padre
de la democracia” confiriéndole a este actor, sin duda central, un
protagonismo absoluto sobre la definición de los caminos que en
aquel momento se abrían.
No todas las conmemoraciones son celebratorias. Se recuerda el
profundo avance en términos de justicia que se produjo con el Jui-
cio a las Juntas Militares y el ineludible retroceso que significaron las
leyes de Obediencia Debida y Punto Final. Se recuerda la Semana
Santa de 1987 como el momento en que la promesa democrática
finalmente mostró sus límites, ya sea por la traición personal del

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22 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

líder o por la coerción impersonal y abstracta de la realidad (bajo la


cual suelen sucumbir todas las promesas).
En este marco que plantea el trigésimo aniversario de nuestra
democracia, nos proponemos recuperar una serie de discusiones que
constituyeron parte importante del debate político e intelectual de
aquellos años. Nuestra apuesta consiste en mostrar la complejidad
y productividad de dichos debates a fin de ponderar la importancia
que los años ochenta tuvieron en nuestra historia política. Como ya
tendremos ocasión de argumentar, toda la serie de tensiones y ambi-
güedades que conformaban a la vez la complejidad y productividad
de esos debates se presentaba bajo el nombre de aquello mismo que
se pretendía recuperar: la democracia.
Fue en nombre de la democracia que se luchó por la salida de
la dictadura, fue también en su nombre que se concentraron todas
las expectativas, tanto de orden y estabilidad como de libertad y
emancipación. Fue en nombre de la democracia, por último, que
se emprendieron todos los esfuerzos y se exigieron todos los sacrifi-
cios. Es a desentrañar la diversidad de sentidos que operaron en el
nombre de la democracia que dedicamos, en definitiva, las páginas
de este libro.
En este sentido, nuestro trabajo se enmarca en la serie de pro-
ducciones de investigadores jóvenes que durante los últimos años
se han dedicado a intentar comprender los dilemas y conflictos po-
líticos que atravesaron esta época, bautizada por los propios prota-
gonistas como “transición democrática”. Recuperando críticamente
la herencia de los estudios de la transición, todos estos trabajos se
proponen realizar una lectura propia, ofreciendo la perspectiva de
aquellos que no vivieron (políticamente) esos años, y desgranando
el legado que nos fue conferido, como dijera Hannah Arendt, como
una herencia sin testamento.
En efecto, el estruendoso final de la década del ochenta, y las
profundas desilusiones que causó en la mayoría de los hombres (po-
líticos, académicos, intelectuales) que habían participado del debate
público, produjo un paradójico efecto de olvido. Los años noventa

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Ariana Reano - Julia Smola w 23

fueron recibidos como una herencia directa de los años setenta, co-
nectando al neoliberalismo con las fuertes reformas sociales, políti-
cas y económicas introducidas violentamente en nuestra sociedad
por la dictadura cívico-militar. Los ochenta sólo contaban histórica
y conceptualmente en la medida en que constituían el aprendizaje
del fracaso de una serie de categorías para pensar y actuar sobre
nuestra realidad. Nuestro trabajo consiste, entonces, si se nos per-
mite la imagen, en la doble tarea de recuperar esas categorías de pen-
samiento tanto del olvido como de la conmemoración, para traerlas
nuevamente al análisis político.
Nos proponemos, entonces, realizar un recorrido por los prin-
cipales debates que conmovieron esta década, tomando como eje
el abordaje analítico de los discursos de Raúl Alfonsín y conside-
rando las diferentes respuestas, reacciones y repercusiones que los
mismos generaron en el espacio político e intelectual. La razón de
esta elección metodológica implica dos hipótesis de trabajo que son
centrales para nuestra lectura. Primero, que Alfonsín ocupó un lu-
gar central en la comunicación política y que su prédica organizó
gran parte de los debates públicos de aquella época. En efecto, es
posible observar que sus discursos producían un efecto estructu-
rante, en particular sobre aquello que constituye el centro de nues-
tro interés, es decir, el sentido de la democracia. Sin embargo, es
importante sostener, en segundo lugar, que ésta no era, en ningún
aspecto, una relación de determinación, ni tampoco una relación
unidireccional. Los discursos de Alfonsín no sólo alimentaban el
debate público sino que también se nutrían de las voces de políticos
e intelectuales, de organismos militantes por los derechos huma-
nos y de académicos, en fin, de los debates públicos que tuvieron
lugar en esos años. Su palabra, si bien central, no era la única. Esta
segunda hipótesis viene a contestar la lectura hegemónica sobre el
protagonismo de Alfonsín durante la transición a la democracia.
Para reconstruir el debate político sobre la democracia en los años
ochenta, es imprescindible tener en cuenta la pluralidad de voces,
tradiciones y lenguajes políticos que confluían y se disputaban la

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24 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

construcción dinámica y conflictiva de los sentidos de la política en


nuestro país. Para decirlo en pocas palabras, fue justamente la falta
de acuerdo político sobre la transición, la falta de una definición precisa
sobre el sentido de la democracia a la que se aspiraba, lo que permitió la
apertura del espacio público a la participación en el debate y el combate
por el sentido de la democracia.
Es exactamente esta circulación de la palabra pública lo que nos
resulta más interesante y enriquecedor para el análisis de la dimen-
sión simbólica de la democracia. De esta forma, si bien los capítulos
que conforman este libro se estructuran en torno a los discursos que
consideramos emblemáticos, el análisis está atravesado por la rela-
ción que estos mismos establecieron con las otras voces que confor-
maban el espacio público democrático. De estas voces, tomaremos
particularmente la producción política de los grupos intelectuales
nucleados en las revistas Unidos y La Ciudad Futura, y analizaremos
también las voces de otros actores políticos, tanto institucionales
como militantes, organizados en torno al tratamiento del pasado
reciente. El debate por el sentido de la democracia constituyó, a
nuestro entender, más que una simple disputa semántica por la de-
finición del término, una forma de hacer política a través de las
palabras. Forma que justamente había sido inaugurada por aquella
falta de acuerdo sobre el sentido de la democracia que caracterizó
esta década política.
Nos aproximaremos a la productividad que para nosotros supu-
so esta falta de acuerdo argumentando que la democracia se cons-
tituyó como un significante polémico y que los debates en torno su
significación se estructuraron a través de un intento por articular la
dimensión formal y la dimensión sustantiva de la democracia. Am-
bas, lejos de representarse como dos entidades autoconstituidas en
un antagonismo irreconciliable –al modo en que por ejemplo se
había presentado la oposición autoritarismo/democracia–, se con-
figuraron como dos aspectos en tensión. Y es sobre y desde esa ten-
sión que se constituyeron los distintos discursos, reapropiándola y
resignificándola desde los inicios de la transición. Se trata de una

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tensión que mientras no fue resuelta –y en ello fue fundamental la


pluralidad de voces que participaron del debate público– dio lugar
a la expresión de un conjunto de ideas, de problemas, de dilemas
históricos y de ejercicios conceptuales que construyeron simbólica-
mente el imaginario democrático de los años ochenta. Una buena
parte del vocabulario teórico y político que se forjó en aquel espacio
público perdura hasta nuestros días cuando el debate por el sentido
de la democracia vuelve a cobrar fuerzas, no sólo en Argentina sino
también en el Cono Sur de América Latina.
En su libro Los patios interiores de la democracia, Norbert Lechner
sostiene que los escritos son un ejercicio de memoria y la recupera-
ción de los debates sobre el sentido de la democracia es, para noso-
tros, un modo de hacer memoria. Se trata de volver la mirada hacia
aquellos años para comprender continuidades y rupturas, así como
también recuperar ciertas articulaciones de sentido que parecían im-
posibles y, precisamente por eso, generaron una gran productividad
y apertura para el pensamiento político. Al cumplirse treinta años
de la recuperación de la democracia, ellas vuelven a interpelarnos
acerca de las cuentas pendientes, los debates inconclusos y los nudos
problemáticos de nuestra democracia, que en muchos casos siguen
siendo los mismos.

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Capítulo 1
Hablar en democracia

1. Palabras, políticos y palabras políticas

Oscar Landi, académico argentino abocado al estudio del discurso y


las culturas políticas, decía que, hacia el final de la última dictadura
argentina y durante el periodo que se llamó “transición a la demo-
cracia”, el discurso se había convertido en el género de la política
(1988). En este sentido, es posible sostener que, más allá de cual-
quier negociación política, el retorno de la democracia se invocaba y
se construía a través de las palabras que volvían a llenar espacios pú-
blicos que, durante la dictadura, habían sido vaciados de contenido
y de participación política. En los diarios aparecían comunicados,
en las calles volvían a circular panfletos, y las plazas volvían a llenar-
se del bullicio de las manifestaciones que pedían el fin del régimen
militar y el retorno de la Constitución y la democracia.
Desde comienzos de los años ochenta, el discurso político fue
considerado por las ciencias sociales como la herramienta central,
tanto de los partidos como de aquel político que conseguiría la pre-
sidencia en 1983: Raúl Alfonsín. En efecto, desde 1981 a través de
los comunicados y manifestaciones convocadas por la Mesa Multi-
partidaria Nacional,1 más intensamente durante 1982, luego de la
1
Recordamos que la Mesa Multipartidaria Nacional nació en 1981 como un acuerdo
entre los principales partidos políticos argentinos (Federación Demócrata Cristiana,
Movimiento de Integración y Desarrollo, Partido Intransigente, Partido Justicialista
y Unión Cívica Radical). El 14 de julio de ese año lanzaron un comunicado llamado
“Convocatoria al País” en el que daban “por iniciada la etapa de transición hacia
la democracia” y convocaban a toda la ciudadanía a unirse en su reclamo por “la
libertad, la justicia y todos los derechos humanos” a concretarse en el marco de
la democracia. A partir de allí realizaron una serie de comunicados presentándose
como “transmisores, orientadores y ejecutores de la opinión pública” y luego de la
derrota de la Guerra convocaron a movilizaciones y actos públicos.

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28 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

derrota de la Guerra de Malvinas, y abiertamente en 1983 durante


la campaña electoral, comenzó un vertiginoso regreso de los par-
tidos políticos a la escena pública. Primero a través de la palabra
escrita en estos comunicados y, luego, en grandes manifestaciones a
través de largos discursos, los dirigentes políticos hablaban al públi-
co que se volcaba nuevamente a las calles luego de muchos años de
retracción en el espacio privado. Durante la campaña electoral de
1983, los actos se organizaban en estadios y plazas de las ciudades, y
convocaban multitudes que se reunían para participar y brindar su
apoyo a los candidatos de cada fuerza política. De hecho, uno de los
grandes indicadores del capital electoral de los partidos era la concu-
rrencia a dichos actos de campaña (Vommaro, 2006). Tanto es así,
que para producir una comparación de la fuerza de cada partido,
los actos de radicales y peronistas solían organizarse en los mismos
lugares con sólo días de diferencia.
Aunque no de manera exclusiva, a través de la “carrera de nú-
meros” de los convocados a los actos se disputaba el resultado de
las elecciones. Ésta fue una campaña muy particular, ya que había
crecido notablemente el número de “indecisos” que, motivados por
una fuerte desconfianza hacia la política, no asumían compromi-
sos con los partidos mayoritarios. Frente a la falta de certeza sobre
el resultado electoral, las estrategias de marketing, las encuestas de
intención de voto y el uso de los medios de comunicación encon-
traron un terreno fértil para prosperar en la política (Landi, 1988;
Vommaro, 2006, 2008). Todos estos recursos, relativamente nuevos
en este terreno, informaron las prácticas discursivas de los oradores,
quienes utilizaron los datos que proveían las encuestas para trazar
sus estrategias interpelativas. La interacción entre los medios ma-
sivos de comunicación y los escenarios tradicionales de la política
durante la campaña fue muy interesante y compleja. En primer lu-
gar, la televisión ayudó a difundir el mensaje de la política a públi-
cos distantes, tanto geográficamente como por su nivel de involu-
cramiento, pero también contribuyó con la presencia efectiva del
público estimulando la concurrencia de partidarios y simpatizantes

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Ariana Reano - Julia Smola w 29

a los actos. En segundo lugar, la televisión no fue un mero “trans-


misor” de los mensajes sino que comenzó a imponer la dinámica
de sus propios lenguajes, y creó así una red compleja de formas de
significación entre las reglas y escenarios tradicionales de la política
y de los medios (Landi, 1988). Sin embargo, es posible sostener que
durante esta campaña, los medios masivos de comunicación guar-
daron un rol secundario respecto de aquel desempeñado por el acto
político como escenario principal de lucha electoral. Como señala
Landi, durante estos años fue la televisión la que se desplazó hacia
los escenarios típicos de la política, es decir, los actos en las plazas
y los estadios. Allí, las reglas de la política marcaban las pautas más
importantes respecto de los tiempos, de la escenificación y del uso
del lenguaje.2
Como decíamos, el discurso fue el género de la política y la po-
lítica también fue el género del discurso. Con su retórica clásica, sus
escenarios tradicionales, sus actores históricos, hablaba un lenguaje
que invitaba a la participación en y por medio de la palabra, que
interpelaba creando identidades, tramando lazos sociales y abriendo
nuevos espacios comunes. Sin embargo, no debemos limitar esta
identificación entre discurso y política a los discursos “de los po-
líticos”. Lo pronunciado en éstos hacía eco en y se hacía eco de las
palabras de una sociedad civil movilizada que ya no podía ser en-
cuadrada directamente en pertenencias político-partidarias. En este
marco, fueron importantes los debates de los intelectuales, sobre
todo aquellos intelectuales de izquierda que hacían una severa auto-

2
  Para Landi, fue lo acontecido durante la Semana Santa de 1987 lo que, de alguna
manera, determinó el giro en la relación entre la política y los medios en Argentina.
Por su desenlace, ese momento constituyó el final de la movilización y la acción polí-
tica que había tenido al acto como escenario principal de la “transición”. Al final de
la Semana Santa, los hombres y mujeres que, durante días, se habían movilizado “en
defensa de la democracia y las instituciones”, fueron invitados a volver a sus casas
y, dice Landi, a seguir el desarrollo de los acontecimientos por la televisión, mientras
ciertas élites políticas y militares continuaban su tensa conversación a espaldas de la
ciudadanía. El “magnífico espacio público” creado durante aquellos días quedaba
desdoblado y la actividad política comenzaba a disputarse en otras escenas. (Landi,
1988: 141-158). En el Capítulo 5 abordaremos lo acontecido en estos días.

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30 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

crítica en cuanto a las categorías de pensamiento con las que habían


explicado la política latinoamericana hasta ese momento (Burgos,
2004; Barros, 1986). Y también los debates académicos que, como
comprueban algunos trabajos de los que daremos cuenta enseguida,
se adelantaron a los procesos políticos porque dieron sentido a lo
que ocurría pero también prefiguraron la experiencia democrática
que vendría. Lo que queremos sugerir aquí es que si el discurso, es
decir, la palabra hablada en sus diversas formas –proponiendo, ex-
plicando y definiendo, testimoniando y acusando, demandando y
prometiendo– fue el género de la política que caracterizó a la acción
pública de estos años, también la política fue el género del discurso,
desbordando la actividad partidaria para involucrar los ámbitos y
discursos académicos, intelectuales, de la Justicia, la cultura y la so-
ciedad en general.
En este sentido, es preciso señalar que la crisis del gobierno mi-
litar había favorecido esta particular disponibilidad y circulación de
la palabra. Es decir, la caída abrupta del régimen militar y, junto
con él, de sus lógicas de desciframiento de la realidad política, se
dieron en un contexto donde los partidos políticos, a pesar de im-
pulsar el cambio de régimen, no lograron erigir un discurso único
sobre el pasado reciente ni sobre el sentido de la democracia que
vendría. Es ese aspecto, la transición –en términos restringidos: el
paso de mando de los militares a un gobierno civil– carecía de un
acuerdo establecido donde se fijaran las formas y la dinámica del
nuevo régimen. No hubo, por así decir, una hoja de ruta, un manual
de instrucciones, ni un libreto que los actores políticos pudieran
o estuvieran obligados a seguir. Sin cohesión, ni en el frente mili-
tar ni en el frente civil, el camino por recorrer aún debía definirse.
Este hecho, que ha sido señalado tantas veces como una debilidad
de la “transición democrática argentina”, constituyó, a la vez, un
escenario propicio para que diferentes voces pudieran disputarse
las formas de esta transición y el sentido del régimen político que
vendría. Esto constituye, desde nuestra perspectiva, la riqueza del
debate ideológico-político de esta época.

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Las características del espacio público donde se desarrollaban las


disputas por el sentido de la democracia profundizaron una condi-
ción estructural que hizo que la “autoría” de las palabras resulte im-
posible de determinar a priori. Es decir, aunque podamos identificar
claramente a los actores principales del espacio público, anotar sus
palabras y las fechas de sus discursos, no podemos referir a ellos el
sentido último de estas palabras.
Para considerar la imposibilidad estructural de la autoría en el
campo de las acciones y las palabras políticas es importante recordar
lo que dice Hannah Arendt acerca del carácter dual de la acción. La
autora encuentra el origen de esta dualidad expresada en los dos sig-
nificantes de la acción en el vocabulario griego. Los griegos y luego
los romanos, nos dice, utilizaban dos palabras independientes y a su
vez relacionadas, para designar el verbo “actuar”:

A los verbos griegos archein (“comenzar”, “guiar” y finalmente “go-


bernar”) y prattein (“atravesar”, “realizar”, “acabar”) corresponden los
verbos latinos agere (“poner en movimiento”, “guiar”) y gerere (cuyo
significado original es “llevar”). Parece como si cada acción estuviera
dividida en dos partes, el comienzo, realizado por una sola persona, y
el final, en el que se unen muchas para “llevar” y “acabar” la empresa
aportando su ayuda. (Arendt, 2003: 212).

Esto es lo que permite que, retrospectivamente, pueda identifi-


carse un héroe en la historia, un agente que pueda asumir respon-
sabilidad por sus actos. Pero es por esta dualidad, también –porque
toda acción se emancipa de su héroe, porque éste sólo puede ser su
actor, nunca su autor–, que la responsabilidad y las consecuencias de
la acción recaen sobre todos sus contemporáneos y sobre las gene-
raciones futuras. Del carácter colectivo de la acción, de la forma en
la que involucra a los demás, resulta la imposibilidad de pensar en
términos de autoría de una acción: el sentido último de su acción
queda reservado, según Arendt, para la figura del narrador. Es él
quien puede sopesar ese significado colectivo y las consecuencias

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que esa cadena de acciones tuvo en el espacio público para las si-
guientes generaciones. De la misma forma, se puede pensar en el
carácter “colectivo” de las palabras, sosteniendo que ellas, para uti-
lizar un término de John Austin (2008), performan ciertas acciones,
pero que las mismas no se reducen al significado mentado por quien
habla. De esta forma –ya lo sabemos– la recepción juega un rol im-
portante en el sentido de las palabras. Sin embargo, se trata de algo
más que de la dificultad para captar fielmente lo que un orador “está
diciendo” o “quiere decir”. Se trata de una condición estructural que
hace que la autoría del sentido de las palabras –sobre todo de estas
palabras complejas, de estos significantes políticos, como “demo-
cracia” o “libertad”– resulta de imposible apropiación por parte del
orador, porque éstas son retomadas, repetidas, disputadas y resigni-
ficadas por una pluralidad de discursos, es decir, porque su sentido
se construye colectivamente.
Esta relativa libertad de las palabras y el carácter polémico de los
conceptos políticos no sólo permiten que éstos sean apropiados por
diferentes discursos sino que explican que ellos puedan pertenecer,
parcial pero legítimamente, a muchos de ellos. Esta característica
estructural de la palabra política es, como venimos sosteniendo,
actualizada por la fragilidad de la institucionalidad incipiente del
espacio en que circula en los primeros años ochenta. A nuestro en-
tender esto quiere decir que, a pesar de la centralidad de ciertos
discursos y oradores públicos, la definición o la apropiación del sen-
tido de la democracia no podía ser total. Así, podemos sostener que
el sentido de “democracia” no pertenece exclusivamente al discurso
de los políticos (por ejemplo, al discurso de Raúl Alfonsín). Circula
con sentidos variables por discursos que se comunican –como el
intelectual, el de las organizaciones de Derechos Humanos, el de la
Justicia, el de la academia– y que, aun sin pertenecer a campos ideo-
lógicos opuestos, disputan su sentido. Pero también quiere decir
que, por eso mismo, la democracia resultaba menos una forma de
gobierno con contenido definido que el objeto y el campo mismo
de una disputa abierta por su sentido.

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A lo largo de este trabajo intentaremos pensar desde esta pers-


pectiva, esta característica y esta dificultad de la palabra política du-
rante los años ochenta. Ella se revela en la pluralidad de discursos
–complejos, a su vez, al interior de cada uno– y en la pluralidad de
sentidos sobre la democracia y sobre la política en general.

2. Hablar de democracia:
pensar políticamente qué democracia

El fin de la última dictadura militar en Argentina hizo posible la


emergencia pública de una serie de dilemas teóricos que se plasma-
ron en los debates políticos y académicos de una época donde se
volvía imperioso entender qué democracia era preciso construir. Una
reflexión colectiva nucleó a intelectuales, periodistas y hombres de
la política, que construyeron un campo de fructífero debate ideo-
lógico-político en torno a la noción de democracia. Se retomaron
así algunas discusiones que el socialismo había iniciado durante el
exilio de intelectuales y militantes. La novedad es que este debate se
rediseñó bajo nuevas perspectivas, articuladas, por un lado, en cate-
gorías que no formaban parte del vocabulario analítico tradicional
de la izquierda y, por el otro, en nociones ya utilizadas pero que en
virtud de la nueva realidad política fueron adquiriendo connotacio-
nes diferentes. Reconsiderar viejos debates bajo categorías nuevas,
articular nociones de la política y de la democracia con nuevos sen-
tidos fue una tarea cuyo objetivo central era pensar una democracia
como la necesaria producción de un orden político frente a la posi-
ble reactualización de las amenazas autoritarias del pasado.
Como señala Cecilia Lesgart en su estudio sobre los Usos de la
transición a la democracia (2003), dos fueron los tópicos centrales
sobre los cuales se montaron los debates: la “transición a la demo-
cracia” y la “consolidación de la democracia política”. Ambas ideas
se instalaron en las discusiones de los intelectuales dedicados a las
ciencias sociales durante fines de la década del setenta y principios

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34 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

de los años ochenta. Allí comenzaron a mezclarse distintas concep-


ciones y expectativas acerca de lo que significaba vivir en democra-
cia y de lo que implicaba el tránsito hacia su consolidación. Por un
lado, la idea de transición estaba emparentada con la de crisis. Una
crisis dada por la carencia de instituciones políticas estables y cuyo
mayor ejemplo fue la instauración de uno de los regímenes de facto
más violentos de la historia latinoamericana. Pero una crisis asocia-
da, además, a la “fragmentación”, “desarticulación” y “deterioro” del
Estado, del sistema político y de la cultura de la sociedad argentina
(Landi, 1982; De Ípola y Portantiero, 1984).
La democracia aparecía entonces como la “gran conquista históri-
ca”, y reunía a su alrededor a la revalorización de la figura del Estado
de derecho, al respeto por los derechos humanos, a la recuperación de
las garantías constitucionales y al ejercicio del derecho a elegir a nues-
tros representantes mediante elecciones periódicas (Lesgart, 2003:
14). Pero, al mismo tiempo, surgía como una promesa de supresión
de la inestabilidad, de reparación de lo destruido, de reconstitución
de los lazos sociales e institucionales que se habían quebrantado. La
democracia se constituyó así en la única idea para hablar de la políti-
ca: ordenó todas las discusiones político-ideológicas de una época. Como
ya señalamos, Lesgart advierte que este clima de ideas nació antes
que los procesos institucionales que dieron origen formal al régimen
político en las elecciones del 30 de octubre de 1983.
Al mismo tiempo, como bien observa José Nun (1989; 2001),
aquellos debates se construyeron a partir de una naturalización de la
idea según la cual liberalismo y democracia debían ir juntos. Hablar
de democracia era, necesariamente, hablar de democracia liberal.
La recuperación del sufragio universal, como capacidad de ejercer
la libertad política para elegir a nuestros representantes, fue uno de
los principales ejes sobre los cuales se sostuvo la recuperación de la
democracia, pensada en clave liberal-representativa. Esto llevaba a
Nun a afirmar que nuestra democracia nacía con la impronta de
ser un “liberalismo democrático”, por cierto, “más liberal que de-
mocrático” (2001: 147). Es interesante en este punto la discusión

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Ariana Reano - Julia Smola w 35

que retoma Nun sobre la relación entre las ideas de representación


y democracia. El autor nos recuerda que hasta el siglo XIX varios
de los principales teóricos y sostenedores del gobierno representa-
tivo negaban abiertamente que éste se hallase relacionado con la
idea de democracia. No sólo que era otra cosa, sino que era otra
cosa mejor. Esto surge de los debates de la Convención de Filadelfia
referidos a la Constitución de los Estados Unidos. Esta Constitu-
ción –en la que tan fuertemente se inspiraron las constituciones
latinoamericanas y, sobre todo, la argentina– se preocupa tanto por
los derechos de propiedad como por las libertades políticas y mani-
fiesta mayor preocupación por los “abusos de libertad” que por los
“abusos del poder”. Por eso sus defensores atacaron con tanta fiereza
a la democracia y a su propensión a la “turbulencia y a los enfren-
tamientos”, incompatibles con la seguridad personal o los derechos
de propiedad (Nun 2001: 145-146). Si bien es verdad que desde el
siglo XIX en adelante la participación política se fue ampliando en
la mayoría de los países occidentales en nombre de la democracia,
las preocupaciones de quienes le fueron concediendo el voto a los
que antes “no les correspondía” eran, ante todo, el mantenimiento
y la viabilidad de las instituciones vigentes y la protección de inte-
reses individuales definidos conforme a la lógica de un capitalismo
en ascenso. En síntesis, democracia y representación no se implican
naturalmente, existe entre ellas una relación más bien paradójica,
pues como señala Manin (1998), los gobiernos democráticos con-
temporáneos han evolucionado a partir de un sistema político que
fue concebido por sus fundadores en oposición a la democracia.
Esto llevaba al propio Nun a concluir que entender la incorporación
del sufragio universal como el mayor componente democrático re-
sultaba, para nuestra reciente democracia, una “exageración retórica
que convierte lo adjetivo en lo sustantivo” (2001: 146-147). Sin
embargo, es justamente en esta clave que se recupera el “valor de
la institucionalidad democrática”, entendida en el sentido positivo
de una reivindicación de las reglas y de los actores específicos del
juego político –partidos políticos, elecciones, lucha parlamentaria,

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36 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

etc.– (Camou, 2007: 23-24). La primera construcción de sentido


iba aconteciendo: la democracia asociada a la vigencia de las normas
y las instituciones políticas parecía ser el común denominador a la
hora de reivindicar el “carácter democrático” de la democracia.
En un texto reciente, Eduardo Rinesi y Gabriel Vommaro sostie-
nen que esta tendencia no era tan explícita en los inicios de la tran-
sición, sino que se había expuesto más claramente durante su última
etapa. Parece haberse verificado una parábola, nos dicen, que llevó
a la política desde un “coqueteo” intenso, en el comienzo del ciclo de
la “transición”, con formas, prácticas y discursos asociados a las tra-
diciones democrático-populares argentinas –convocatorias a la Plaza
de Mayo, invitaciones a “abrir las puertas de casa y salir a las calles”,
aliento a formas diversas de “participación” popular en los asuntos
públicos–, hasta la consolidación, al final del ciclo de la transición,
de una democracia fuertemente liberal, desestimulante de la partici-
pación popular y asociada, en cambio, al ejercicio, por parte de los
representantes del pueblo, de su –liberal, anti-democrático– derecho a
“deliberar y gobernar” en nombre de éste (2007: 423).
Retomando esta tesis quisiéramos sostener que el proceso señala-
do, lejos de haberse cumplido en etapas claramente identificadas, fue
configurándose complejamente en los debates previos y posteriores al
inicio del gobierno de Raúl Alfonsín en una mezcla de dispositivos de
una democracia entendida como forma de gobierno con elementos
que nos invitaban a pensarla como “algo más” que un método. La
construcción simbólica del imaginario democrático entremezclaba,
desde sus inicios, ideas de corte institucionalista con una red de sig-
nificantes que la asociaban con una fórmula garantizadora de la vida,
el alimento, la educación, el trabajo, la modernización económica, la
consolidación de una cultura política común y de la participación.
Antes de ser electo presidente, Alfonsín insistía en la necesidad
de implementar un plan de acción para elaborar las bases de la orga-
nización democrática y evitar que las tensiones sociales se expresaran
como contradicciones paralizantes. La fórmula simbólica inicialmen-
te propuesta por Alfonsín (1980) radicaba en establecer un “Com-

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Ariana Reano - Julia Smola w 37

promiso Nacional de los Fundamentos” que pusiera fin a nuestra


historia política caracterizada por constantes desencuentros –dado
por la alternancia entre militares y civiles– que daba la oportunidad
a la oligarquía de imponer un proyecto injusto y excluyente. Una vez
asumida la presidencia, el 10 de diciembre de 1983, el proyecto sobre
aquel compromiso sería resignificado por el presidente en términos
de la necesidad de elaborar un conjunto de normas sustantivas para
que sean el sustrato indemne ante cualquier intento de desestabiliza-
ción. Ese compromiso adquiriría la forma de un “pacto” por el que
todos los actores se comprometerían, desde su autonomía, a conso-
lidar la democracia en un marco global compartido dentro del cual
los conflictos pudieran procesarse. Era desde ese marco y en virtud de
ese acuerdo sobre los principios básicos que se hacía el llamado a la
participación de la ciudadanía en la vida pública, para posibilitar el
despliegue de la diversidad y las diferencias de las fuerzas políticas.
Esta idea sería reforzada en uno de los discursos más interesantes y
polémicos que diera el presidente y del que nos ocuparemos en el Ca-
pítulo 3: el discurso de Parque Norte. En él sostenía que las dificulta-
des para consolidar la democracia no yacían en las instituciones, o por
lo menos no solamente en ellas, sino en el “modo subjetivo de asumir-
las”. Así, pues, se volvía necesaria una “democratización subjetiva”,
ligada a tres conceptos básicos: la “participación”, la “modernización”,
y la “ética de la solidaridad”. En ese marco, la democracia pasaba a
ser también un problema “cultural” y no únicamente institucional.
Porque como bien lo señalaba Landi,

[…] la formación de una cultura política democrática no se agota en el


consenso a ciertas reglas de elección y de control de los gobiernos sino
también debe expresarse en la vida cotidiana, las relaciones familiares,
en las formas de sociabilidad de los argentinos. (1984: 103).

En síntesis, desde la concepción oficial, la democracia pivoteaba


entonces entre la necesidad de consolidar un régimen institucional
fuerte y estable, y la construcción de un ethos democrático capaz

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38 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

de generar una “metamorfosis de las subjetividades” (Guber y


Visacovsky, 2005: 74).
Tanto en los debates dentro del campo intelectual como desde
la palabra oficial y también la de sus críticos, la democracia apare-
cía, desde sus inicios, constituida por la tensión entre la dimensión
instrumental y la dimensión subjetiva de la política. Ella se expresó
en un dualismo conceptual sobre el que se estructuró gran parte del
debate democrático durante la transición. Nos referimos al bino-
mio democracia formal-democracia sustantiva. Producto de la am-
pliación del debate público, la democracia otorgó un marco para
que distintas voces pudieran construir y debatir los contenidos de
esa democracia. En este espacio se inscribía también la palabra del
peronismo renovador quien, luego de la derrota del justicialismo en
las elecciones de 1983, asumiría un compromiso con la democracia
institucional, reivindicando los valores del pluralismo político y la
representación. La tensión entre “ambas democracias” se presentaba
en la palabra de la renovación en la insistencia por no abandonar
la bandera de la justicia social, que sólo podía ser realizada por una
democracia social.
Nuestro análisis intentará abordar los modos en que estas voces
fueron configurando sus argumentaciones en pos de una articulación
entre los dos sentidos de la democracia a lo largo de la década de
los años ochenta. Nos proponemos dar cuenta de cómo, a pesar de
estos intentos por repensar la oposición entre democracia formal y
democracia sustantiva, antes que una superación de la contradicción
lo que se produjo fue una iterabilización de los sentidos de aquel
binomio conceptual. ¿Qué queremos decir con esto? La iterabilidad
es un concepto que Jacques Derrida utiliza para hablar de la fun-
ción de la escritura. Indica la posibilidad de repetir un significado en
la ausencia absoluta del destinatario. Esta iterabilidad estructura la
marca de la escritura misma, cualquiera sea su tipo (pictográfica, je-
roglífica, fonética, ideográfica, alfabética). Una escritura que no fuese
estructuralmente legible –reiterable– más allá de la muerte de su des-
tinatario, no sería escritura. La unidad de la forma significante no se

Palabras politicas.indb 38 11/04/14 19:44


Ariana Reano - Julia Smola w 39

constituye sino por su iterabilidad, por la posibilidad de ser repetida


en la ausencia no solamente de su referente, lo cual es evidente, sino
en la ausencia de un significado determinado o en la intención de
significación actual, como de toda intención de comunicación pre-
sente (Derrida, 2003: 356-359). La noción derrideana de iterabili-
dad designa, a la vez, la repetición de lo mismo y la alteración, consi-
derando que todo acto es en sí mismo una recitación, es decir, la cita
de una cadena previa de actos que están implícitos en uno presente y
que permanentemente le quitan a todo acto “presente” su condición
de “actualidad”. La iterabilidad es repetitividad que se actualiza, pero
nunca reproduce una unidad significativa idéntica consigo misma,
sino más bien una alteridad, un cambio. A partir de la articulación
entre los distintos discursos que consideraremos aquí, quisiéramos
mostrar el modo en que ellos producen una iterabilidad del binomio
conceptual democracia formal-democracia sustantiva. Intentaremos ar-
gumentar que en esa iterabilidad lo que se repite es la tensión entre
un modo de pensar la política como orden, sutura o reconstrucción
y otro como conflicto, dislocación o antagonismo. Mientras que lo
que cambia son los nombres a partir de los cuales se comprende la
relación y se imaginan las posibles articulaciones entre, por ejemplo,
democracia política y democracia social; democracia procedimental y
democracia real; democracia representativa y democracia participativa;
democracia gobernada y democracia gobernante; promesa democrática
y pacto democrático. En este juego complejo de repetición y cambio,
intentaremos dar cuenta del carácter performativo que tal operación
tuvo sobre el sentido general de la democracia como significante políti-
co durante los años ochenta.

3. La democracia en debate: el debate de la democracia

Una parte importante de los debates teórico-políticos suscitados en


aquellos años se estructuraron en torno a la construcción discursiva
de la democracia sostenida por el alfonsinismo. Con algunos plan-

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40 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

teos fuertemente críticos, otros más moderados, y otros claramente


cercanos al oficialismo, las voces de intelectuales y políticos devol-
vieron a la sociedad argentina la capacidad de pensar públicamente
la política. Este movimiento mostraba que “lo político” podía ser
pensado o, si se quiere, re-pensado. Los señalamientos de Claude
Lefort (2004) a este respecto resultan importantes para nuestros ar-
gumentos. El autor entiende que lo político se revela no en aquello
que llamamos actividad política, sino en ese doble movimiento de
aparición y ocultamiento del modo de institución de la sociedad.
Aparición, en el sentido de que emerge a lo visible el proceso por
el cual se ordena y se unifica la sociedad a través de sus divisiones.
Ocultamiento, en el sentido de que un sitio de la política –sitio
donde se ejerce la competencia entre partidos y donde se forma, se
renueva la instancia general del poder– es designado como particu-
lar, mientras se disimula el principio generador de la configuración
del conjunto. Entonces, si lo político puede o debe ser pensado es
porque se vuelve necesario pensar la diferencia, la ruptura, el des-
orden, la división como inherentes al orden social. Ello implica
mostrar cómo funcionan las relaciones de poder y asumir, como se
afirmará en el primer suplemento de la revista La Ciudad Futura,
que “la división es propia de la sociedad política democrática que
queremos fundar” (1986: 15). De algún modo, los debates sobre la
democracia que vamos a recuperar aquí implican hacerse cargo de
esta operación en la cual el contenido de lo político puede y debe
ser disputado. Ello hizo posible que un cúmulo de concepciones se
articularan complejamente para mostrar que la democratización era
un proyecto sobre el cual debía trabajarse. Se trataba de un proceso
que llevaría su tiempo y requeriría el replanteo de una serie de ideas
inscriptas en viejas tradiciones políticas locales como el peronismo,
el radicalismo y el socialismo, pero también en tradiciones teóricas
como el liberalismo, el republicanismo y la democracia. Todas ellas
reaparecerán en la escena de la democracia construyendo la polise-
mia ideológica y conceptual que caracterizará a los debates sobre su
significación.

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En este escenario se inscribe nuestro análisis. A través de él intenta-


remos mostrar los modos de articulación de las distintas voces que
organizaron el debate en torno a cómo abordar el problema de la
democracia en democracia. Para ello examinaremos los argumentos
que estructuraban el discurso del presidente Alfonsín puesto que sus
palabras recuperaban sentidos de la política que hasta el momento
parecían imposibles, marcando el rumbo del debate de la época.
Esto le permitió rodearse de un grupo de intelectuales y expertos
formados en distintas áreas y provenientes de diversas extracciones
políticas3 cuyo razgo común era el compromiso con la necesaria
transformación de la sociedad argentina.
Sobre algunas de sus más importantes producciones también
versará nuestro análisis, pues la impronta que ejercieron sobre los
discursos de Alfonsín reactualizaban discusiones teóricas que habían
tenido en ámbitos académicos y de discusión política más infor-
males. Algunos de los intelectuales que conformaron, por ejemplo,
el Grupo Esmeralda venían elaborando reflexiones, publicando ar-
tículos y generando debates durante su exilio. Los ejemplos más
ilustrativos para este trabajo lo representan la constitución del Gru-
po de Discusión Socialista y la publicación de la revista mexicana
Controversia para el examen de la realidad argentina (en adelante,
Controversia). Uno de los temas que sobresalen en los debates de
la experiencia mexicana es la valoración de la democracia política
como marco general indiscutido a partir del cual empezar a pensar
cuestiones más amplias y controvertidas de la política. Raúl Burgos
sostiene que el proceso de transformación conceptual que se da en-
tre los intelectuales de la revista va desde la asunción de posiciones
revolucionarias a una transformación del concepto de revolución a
partir de la orientación teórica del concepto de hegemonía –vía la
lectura y relectura de Gramsci–, hasta llegar, al final del periodo, a
una reapropiación teórica y política del concepto de democracia.
3
Para un estudio detallado de los grupos de intelectuales que rodearon a Alfonsín,
referimos a los siguientes trabajos: Basombrío (2002, 2007, 2008), Camou (1997)
y Burgos (2004).

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42 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

Según el autor, esta será una marca distintiva de la “proximidad del


grupo con el proyecto político socialdemócrata para América Latina
encarnado en la Argentina por la corriente política encabezada por
Alfonsín” (Burgos, 2004: 294).
Es por eso que nos interesa rescatar especialmente las interven-
ciones de los denominados “intelectuales de izquierda”.4
Como veremos a lo largo de este trabajo, tanto sus aportes en las
discusiones sobre los asuntos concretos de la política como sus re-
flexiones teóricas serán centrales para evaluar la configuración de sen-
tidos previa y posterior a la reapertura democrática. Aunque no en
forma exclusiva, la mayoría de ellos se realizaron desde dos revistas que
ejercieron una hegemonía importante dentro del campo intelectual de
la época. Nos referimos a Punto de Vista5 y a La Ciudad Futura. Nues-
tro análisis se concentrará especialmente en los artículos publicados
en La Ciudad Futura porque se presentan como una continuación de
las disputas iniciadas en Controversia. Varios de los intelectuales vin-
culados a la revista mexicana formarán parte de este nuevo emprendi-
miento editorial que, ya en democracia y en Argentina, se convertirá
en una amplia tribuna de debate. Tomando su nombre, como home-
naje, del periódico La cittá futura, dirigido por Gramsci en 1917, La
Ciudad Futura fue fundada en 1986 por José Aricó, quien compartió
la dirección con Juan Carlos Portantiero y Jorge Tula.6 El inicio de la

4
Debido a la complejidad que implica denominar genéricamente “intelectuales de
izquierda” a un conjunto de personalidades marcadas por heterogeneidades teóri-
cas y diferencias de pertenencia institucional, los estudios que sirven de antecedente
a nuestro trabajo tienden a trazar algunas distinciones que consideramos útiles. Para
revisarlas referimos al lector a los textos de Lesgart (2003), de Burgos (2004) y de
Barros (1986).
5
  Este emprendimiento editorial que se origina en una situación de semi-clandesti-
nidad en 1978 y que en abril de 2008 editó su último número, fue dirigido desde
sus inicios por Beatriz Sarlo. Reunió, entre los intelectuales más destacados, a Carlos
Altamirano, Ricardo Piglia, Hugo Vezetti, Maria Teresa Gramuglio. Después de 1982
se suman Hilda Sábato, José Aricó y Juan Carlos Portantiero. Desde 1992 Adrián
Gorelik comparte la dirección con Sarlo y en 1995 se suman Oscar Terán, Rafael
Filipelli, Federico Menjeau y Jorge Dotti. Para el estudio del contenido y etapas de
esta publicación ver Patiño (1997) y Plotkin y Golzález Leandri (2000).
6
  Entre los integrantes del Comité Editorial figuraron Jorge Dotti, Javier Frenzé, Car-

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publicación coincide con la fundación del Club de Cultura Socialista,


una institución civil y pública creada tanto para discutir los problemas
del socialismo como para definir los rasgos de un proyecto socialista
para la sociedad argentina.7 En una entrevista publicada en 1986 en
la revista Rinascita, Aricó sostenía: “el Club se coloca explícitamente
fuera de las esferas de los partidos políticos y de la izquierda orga-
nizada para poder encarar una actividad a la que concebimos como
`comprometida´ y `libre´ a la vez” (Crespo, 1999: 261).
Con este mismo espíritu, La Ciudad Futura quería inscribirse en
la vida política y cultural del país con la convicción de que la tran-
sición del autoritarismo a la democracia debía estar necesariamente
acompañada por un amplio marco de discusión. En el primer nú-
mero se señalaba:

La Ciudad Futura aspira a ser un terreno crítico de confrontación de


distintas voces que animan un proyecto de reconstitución de la socie-
dad argentina sobre bases democráticas y socialistas. Se concibe por
tanto como una de las formas de organización de una presencia cultu-
ral de izquierda que en las condiciones del país y del mundo requiere
de un profundo y radical cuestionamiento de toda su tradición y de
todo su esquema de análisis. (N.E., LCF, N° 1, 1986: 3).

Esta revista se enfrentaba con el desafío de pensar el fenómeno


de la democracia y sus posibles vinculaciones con el socialismo, lo
que implicaba, a su vez, repensar los sentidos del socialismo. Con
esta meta, la denominada “nueva izquierda” asume la tarea del cam-

los Altamirano, Emilio de Ípola, Rafael Filipelli, Julio Godio, José Nun, Beatriz Sarlo,
Marcelo Lozada, Hugo Vezetti, Héctor Leis. Aunque no aparecen como miembros
del Comité Editorial, Oscar Terán y Héctor Schmucler estuvieron presentes desde los
primeros números.
7
 La fundación del Club de Cultura Socialista, en julio de 1984, fue el resultado
de la fusión de los dos principales núcleos de formación de opinión de la época, el
grupo de la revista Punto de Vista que agregaba intelectuales que habían quedado
en el país, y el grupo de Pasado y Presente que había transitado su exilio en México y
que se había ampliado en las experiencias de Controversia y del Grupo de Discusión
Socialista, que sirven de antecedente al Club (Burgos, 2004: 332).

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44 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

bio conceptual como herramienta de una metamorfosis ideológica


frente a una más ortodoxa, que por temor al cambio “se atrinchera
en las certidumbres del pasado” y asocia a la nueva propuesta con el
“fantasma socialdemócrata”. Es interesante recordar que este último
calificativo fue utilizado recurrentemente para evaluar, en términos
negativos, el acercamiento de muchos de los intelectuales que for-
maban parte del Club de Cultura Socialista y de La Ciudad Futura
al gobierno de Alfonsín. Tan instalada estaba esta percepción que la
primera nota editorial aclaraba:

No somos alfonsinistas ni radicales ni socialdemócratas. Somos sim-


plemente socialistas que tenemos una convicción compartida. A cos-
ta de la sangre de los argentinos, de la destrucción del tejido social
cultural del país, de la degradación de su vida económica ha surgi-
do la posibilidad de construir un sistema político democrático que
pueda arrancar a la República de un funesto destino. Procuraremos
ser un elemento activo en la construcción de una democracia social
avanzada no porque hayamos renunciado a nuestros ideales socialis-
tas sino porque es la única forma de mantenerse fiel a ellos. (N.E.,
LCF, N° 1, 1986: 3).

Estos señalamientos no impedían, sin embargo, afirmar que


existía en el grupo una convergencia con el proyecto alfonsinista:

Convergencia, sin embargo, no significa identidad, aceptación incon-


dicional o coincidencia general y particular. Del hecho de que sosten-
gamos que una política responsable lo es en la medida en que sostenga
más que al gobierno actual, a la figura de su presidente, no puede de-
rivarse la conclusión que aceptemos o estemos de acuerdo en parte, o
aún con la mayoría de las decisiones […]
Pero si como pensamos en el Club, por primera vez en la historia un gran
líder político, que es a la vez jefe de Estado, muestra tener una profunda
convicción democrática y a la vez una firme voluntad de reformas, esto
debe ser sostenido a rajatabla. (Aricó, 1986, en Crespo, 1999: 267).

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Así pues, es bajo la convicción de que el socialismo no podía ser


la liquidación de la democracia sino su plena realización que se irá
definiendo la posición de estos intelectuales en la escena política ar-
gentina de los años ochenta. En esa misma escena se inscribe, también
en una posición muy diferente, otro de los emprendimientos edito-
riales con los que trabajaremos, alternadamente, en los contrapuntos
temáticos. Se trata de la revista Unidos, cuyo título refería a la frase
de Perón “El año 2000 nos encontrará unidos o dominados”. Desde
sus inicios, en mayo de 1983, y hasta 1989, estuvo dirigida por quien
fuera su mentor, Carlos “Chacho” Álvarez. En los últimos dos años,
de 1989 a 1991, la dirección quedó a cargo de Mario Wainfeld.8 Esta
publicación era, según se afirmaba en el primer número, “el resulta-
do del encuentro de un conjunto de militantes peronistas que, desde
diferentes opciones coyunturales, acordaron contribuir al proceso de
institucionalizar la lucha por las ideas” (N.E., Unidos, N° 1, 1983: 1).
La revista surgía por la necesidad de contar con un espacio para dis-
cutir el peronismo y reconstruirlo en el nuevo contexto democrático.
De ahí que algunos estudios coinciden en identificar a Unidos como
expresión del peronismo renovador (Brachetta, 2005; Garategaray,
2008). Podría decirse que nace de la “crisis organizativa” dada por la
división interna ente los ortodoxos y el ala renovadora del peronismo.
En este marco, la renovación plantea la necesidad de “explicitar cla-
ramente el proyecto ideológico” estableciendo los límites de aquello
con lo que querían diferenciarse: un modo de entender la política
centrada en “fetiches doctrinarios” que ya no servían para dar cuenta
de la política del momento.9
Presentaremos a Unidos y a La Ciudad Futura como espacios de
debate en los que se asumen varios desafíos que suponen comple-

8
La revista nucleó a un amplio grupo de intelectuales, académicos y militantes entre
los cuales se encontraban Horacio González, Arturo Armada, Roberto Marafiotti,
Norberto Ivancich, Salvador Ferla, Enrique Martínez, Vicente Palermo, José Pablo
Feinmann, Hugo Chumbita, Álvaro Abós y Oscar Landi.
9
  Por tal motivo, cada vez que hablemos de la facción renovadora del peronismo,
estaremos refiriéndonos a la renovación peronista nucleada en Unidos, y no al par-
tido político.

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46 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

jidades teóricas y prácticas. Lo que estos espacios de producción


político-intelectual comparten es, en primer lugar, la necesidad de
revisar sus concepciones políticas pasadas resignificando sus ideas
y reconsiderando su vocabulario analítico para estar a la altura de
la realidad de los años ochenta. En segundo término, generar un
compromiso político con la democracia que ayudara a pensar en el
proceso que estaba aconteciendo, y aportar a su construcción, pero
sin dejar de hacer las críticas necesarias para su mejoramiento. Final-
mente, definir su posición frente a la apuesta política del gobierno
radical en general y a la imagen del presidente Alfonsín en particu-
lar. A pesar de las diferencias que existen entre estas producciones
nos importa mostrar cómo ellas ayudaron a construir un conjunto
de reconfiguraciones conceptuales que reorganizaron el campo de
las significaciones políticas en torno a la democracia.
Por otro lado, tendremos en cuenta otras producciones (orales
y escritas) que, aun sin hacer referencia explícita al debate teórico,
contribuyeron con y a la discusión política sobre la democracia. Nos
referimos a la serie de textos escritos, discursos, consignas e imáge-
nes que suscitaron la lucha en torno a los modos de tratamiento
del pasado reciente y a las violaciones a los derechos humanos du-
rante la dictadura. Así, prestaremos atención a la serie de consignas
y lemas que llevaron adelante y performaron las demandas de los
organismos de derechos humanos. Tal como señala Inés González
Bombal, la fuerza del Movimiento de Derechos Humanos se ubica
más en el orden del acontecimiento que en la elocuencia de su dis-
curso doctrinario:

La censura de hecho que sobre él se tendió hizo que se desplegaran en


una nueva modalidad de acto político innumerables prácticas signi-
ficantes de alto valor evocativo. En cambio, su discurso se condensó
al máximo en sintéticas pero axiales consignas políticas. (1987: 147).

En el contexto de la dictadura, la lucha de los organismos pasaba


por la performatividad de su presencia en el espacio público y por

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la efectividad simbólica de ciertas frases que interrumpían la lógica


del discurso militar. Este fue el caso de la disruptiva consigna “Apa-
rición con vida” que, como señala la autora, introduce un malenten-
dido, interrumpiendo el discurso oficial de los militares. En efecto,
éste se sostenía en el sobreentendido de que todos los desaparecidos
estaban muertos como resultado de la “guerra contra la subversión”.
El discurso de los organismos interrumpe este silencio al negarse a
escuchar el sobreentendido –y luego las declaraciones directas de los
militares sobre los desaparecidos–, al reclamar que éstos aparecieran
con vida y al pedir a los militares la rendición de cuentas sobre sus
paraderos. Como señala González Bombal, con el advenimiento de
la democracia y los descubrimientos realizados por la CONADEP10
los organismos se enfrentaron con la dolorosa verdad acerca de los
desaparecidos. Esta nueva etapa estuvo marcada por nuevas consig-
nas, como la de “Juicio y Castigo a todos los responsables” –en el
marco del Juicio a las Juntas militares y en respuesta al discurso sos-
tenido desde el oficialismo sobre los tres grados de responsabilidad de
los mandos militares-, o la de “Nunca Más” que recorrió diferentes
discursos con diversos significados.
A fin de analizar la construcción de esos diversos significados
del “Nunca Más” y para ponderar la importancia que estos debates
tuvieron sobre el sentido de la democracia, también recorreremos
los discursos de los organismos oficiales encargados de investigar
y construir un relato sobre el pasado. Nos referimos al trabajo de
la CONADEP, que se plasmó en el libro –particularmente en el
prólogo escrito y firmado por Ernesto Sábato – Nunca Más: Informe
de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (1984), y
al de la fiscalía durante el Juicio a las Juntas, en particular el alegato
final del fiscal Dr. Julio Strassera (1985). Con la recuperación de
10
  Recordamos al lector que la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas
(CONADEP) fue una comisión de personalidades notables que el presidente Alfonsín
formó para que en seis meses recibiera las denuncias e investigara sobre el paradero
de las personas desaparecidas durante la dictadura y el destino de los niños sustraí-
dos a sus familias. El Informe, que llevó el nombre de Nunca Más estructuró el Juicio
a las Juntas Militares. Volveremos sobre este tema en el Capítulo 4.

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48 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

estos relatos, nuestra intención es dar cuenta de la forma en que la


tensión entre los sentidos de la democracia encontraban eco y se
amplificaban también en el debate sobre el tratamiento del pasado.

4. Discursos y lenguajes políticos:


la democracia como significante polémico

Nos proponemos rescatar el debate sobre la democracia utilizando


como corpus de análisis las ideas plasmadas en diferentes textos –dis-
cursos públicos, publicaciones políticas de intervención y académicas,
consignas, alegatos–, a fin de reconstruir el diálogo y la confrontación
entre ellas. Ello implicará mostrar que el imaginario democrático de
la década de los años ochenta se constituyó ambiguamente en una
articulación contingente entre distintos lenguajes políticos.
Intentaremos un recorrido diferente del encarado por un conjun-
to de análisis politológicos focalizados en desentrañar las inconsis-
tencias que encerraba una noción aparentemente consistente de la
democracia, entendida como un modelo de régimen político, al estilo
de la poliarquía propuesta por Robert Dahl (1989). En este contexto
se ubican tanto los estudios que intentan pensar en términos de la
“calidad” de la democracia –estipulando las metas que ésta debería
alcanzar– como aquellos que se ocupan de señalar las “ineficiencias de
la poliarquía” (O’Donnell, 1992, 2001, 2007; Novaro, 2000; Pou-
sadela, 2004; Pousadela y Cheresky, 2004). Tampoco haremos aquí
un estudio de las identidades políticas ni de sus formas de operación
en la reapertura democrática como los que desarrollan los trabajos de
Gerardo Aboy Carlés, (2001) y de Sebastián Barros (2002). Final-
mente, no trataremos de hacer historia intelectual ni mucho menos
una historia de las ideas para trazar una genealogía de los conceptos o
hacer una historización de sus usos como propone Elías Palti (2007).
Teniendo como antecedente los estudios ya mencionados, nues-
tro desafío será emprender una tarea crítica que nos permita abor-
dar a la democracia como un significante político, es decir, como un

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concepto polémico. De lo que se tratará es de mostrar las paradojas,


fallas, superposiciones de sentido y contradicciones entre los len-
guajes políticos en torno a dicho significante. El punto de partida
será abordar las formas en las que se configuraron y reconfiguraron
los sentidos de la democracia en términos de “democracia formal”
y “democracia sustantiva”. Lo que nos proponemos es mostrar qué
supuestos implícitos tiene esta dicotomía e indagar cómo es utiliza-
da por los lenguajes en las intervenciones discursivas al generar un
conjunto de iterabilizaciones conceptuales para pensar la forma y
el contenido de la democracia. Para ello debemos establecer qué
entendemos por lenguajes políticos y en qué radica la productividad
de plantear a la democracia como significante político.
La idea de “lenguaje político” que aquí vamos a utilizar se ins-
pira en la propuesta que la nueva historia intelectual ofrece como
alternativa a la historia de las ideas, incorporando los aportes de
la Escuela de Cambridge y de la Escuela alemana de historia de
los conceptos. La contribución de la primera escuela fue plantear
un análisis de los lenguajes políticos que obligue a traspasar el pla-
no de los contenidos explícitos de los textos, el nivel semántico, e
incorporar su dimensión pragmática. Esto implica abandonar una
concepción representacionalista desde la cual las palabras son en-
tendidas como el reflejo de la realidad. De lo que se trata, por el
contrario, es de entender que el lenguaje es constitutivo de las prác-
ticas socio-políticas. La obra de Ludwig Wittgenstein fue pionera
en reivindicar esta concepción del lenguaje como lenguaje en uso
y como forma de acción. El concepto construido por Wittgenstein
para ilustrar “el todo formado por el lenguaje y las acciones con las
que está entretejido” es el de juego de lenguaje (1988: 23). Los usos
del lenguaje son múltiples, no sólo porque existe una gran variedad
de juegos de lenguaje sino porque son múltiples los propósitos para
los cuales ellos se utilizan.
En esta lógica se inscribe la concepción pragmática del discurso,
que entiende al lenguaje como herramienta y a las palabras como
instrumentos que cumplen funciones diferentes de acuerdo a cómo

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son usadas. El lenguaje es, en definitiva, el recurso del cual se va-


len los seres humanos para dotar de significados al mundo social
y comprenderlo. Esta posición implica aceptar que la separación
entre la semántica –que se refiere al significado de las palabras– y la
pragmática –que se ocupa de analizar el modo en que una palabra es
usada en un determinado contexto– se vuelve cada vez más borrosa.
Wittgenstein sostiene que significado y uso están inextricablemente
relacionados, porque es el uso el que ayuda a determinar el senti-
do de un término. El sentido es aprendido y conformado por las
instancias de uso. Por consiguiente, tanto su aprendizaje como su
configuración dependen de la pragmática. El significado semántico
se constituye a partir de los casos de uso de una palabra, que incluye
los muchos y variados juegos de lenguaje en que aquél entra; por
consiguiente, el significado es, en buena medida, producto de la
pragmática (Pitkin, 1984). El lenguaje nos permite construir prin-
cipios de lectura sobre la realidad política; ella se vuelve inaccesible
si no es a través del uso del lenguaje.
En conexión con los lenguajes políticos, las consideraciones so-
bre la pragmática abren una perspectiva nueva en cuanto al modo
de entender la relación entre texto y contexto. Concretamente, im-
plica considerar que las condiciones de enunciación –quién habla,
a quién, dónde, cómo, etc.– son parte integral del sentido del tex-
to. Esto de ningún modo supone entender que esa conexión en-
tre el texto y el contexto tiene que ver con una determinación de
los hechos sobre las palabras. Cuando Quentin Skinner –referente
principal de la primera escuela que consideramos– habla de tener
en cuenta el contexto se refiere al intelectual, esto es, un contexto
hecho de debates, de lecturas y de debates sobre esas lecturas. De
ahí la importancia que le otorga al problema del significado de las
palabras y a sus cambios. En consonancia con lo que acabamos de
explicar recurriendo a Wittgenstein, para Skinner los significados se
vinculan con los usos específicos que se hace de las palabras en uno
u otro contexto; esto es lo que el autor denomina “usos en la argu-
mentación” (Skinner, 2007: 159). Bajo estas premisas, los lenguajes

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políticos son formaciones conceptuales indeterminadas semántica-


mente. Por eso, para acceder a su estudio, es preciso traspasar la
instancia textual y acceder al aparato argumentativo que le subyace
(Palti, 2005: 74). Como decíamos, implica hacer hincapié en la di-
mensión pragmática del lenguaje e instalarse en aquellos puntos de
contacto en los que el contexto penetra en el texto y en los que el
texto actúa sobre el contexto.
Por su parte, el aporte de la historia conceptual radica en la nece-
sidad de comprender el carácter plenamente histórico –contingen-
te– de las formaciones discursivas y superar la tendencia normati-
vista característica de la historia de las ideas. Esta última considera a
las ideas como tipos ideales, y la tendencia normativa está presente
al entender que todo aquello que se aparte de estos modelos es un
“defecto” y no algo constitutivo de la historia intelectual (Ibid.: 74-
75). Para Reinhart Koselleck –máximo exponente de esta segunda
escuela que ahora presentamos– todo concepto articula redes se-
mánticas plurales, de ahí su carácter plurívoco. Según el autor, una
palabra se convierte en un concepto si la totalidad de un contexto de
experiencia, y del significado sociopolítico en el que se usa y para el
que se usa esa palabra, pasa a formar parte globalmente de esa úni-
ca palabra. Los conceptos son concentrados de muchos contenidos
significativos. Los significados de las palabras y lo significado por
ellas pueden pensarse de modo separado. Pero en el concepto con-
curren significaciones y lo significado por él solo se comprende en el
sentido que recibe esa palabra: “una palabra contiene posibilidades
de significado, un concepto unifica en sí la totalidad del significado”
(Koselleck, 1993: 117. Cursivas nuestras).
Desde esta concepción, la historia conceptual supera y trascien-
de a la historia social, dado que articula redes significativas de largo
plazo y es, al mismo tiempo, deficitaria respecto de ésta, puesto que
nunca la agota. En otras palabras, los hechos sociales –la trama ex-
tra-lingüística– rebasa al lenguaje en la medida en que la realización
de una acción excede siempre su mera enunciación o representación
simbólica. Ello explica por qué un concepto, en tanto que cristaliza-

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ción de experiencias históricas, puede eventualmente alterarse, frus-


trar expectativas vivenciales en él sedimentadas, y ganar así nuevos
significados (Palti, 2005: 73). Así, entre el concepto y el “estado de
cosas existentes” existe una tensión que parece irresoluble: el lengua-
je no agota la realidad y ella es inaprensible por fuera del lenguaje.
El énfasis de la nueva historia intelectual en los lenguajes polí-
ticos supone no sólo observar cómo el significado de los conceptos
cambió a lo largo del tiempo, sino también, y, fundamentalmente,
qué impedía alcanzar su plenitud semántica. Lo importante de esta
perspectiva es que nos obliga a cambiar el enfoque y entender que
si el significado de los conceptos no puede ser fijado de un modo
determinado no es porque éste cambia históricamente, sino que,
a la inversa, cambia históricamente porque no puede fijarse de un
modo determinado (Palti, 2007: 251). Toda fijación de sentido es
precaria, y el contenido semántico de los conceptos no es nunca
perfectamente autoconsistente, lógicamente integrado, sino algo
contingente y precariamente articulado. Esta forma de entender
la relación inestable entre significante y significado no niega la
posibilidad de fijar un sentido a los mismos. Lo que nos propone
es entender que es posible únicamente dentro de una determinada
comunidad política o lingüística (Ibid.: 247), vale decir, dentro de
un determinado juego de lenguaje. Al mismo tiempo, nos propone
comprender que el proceso de fijación de un sentido está habitado
por una imposibilidad estructural que hace que el significante no
pueda asumir para sí la plenitud de un significado homogéneo, uní-
voco y transparente. Este último es el sentido que Ernesto Laclau
(1996) ha atribuido a la noción de significante vacío, es decir, un
significante que no tiene un significado inherente, sino que éste
es construido en la relación hegemónica, que, para el autor, es la
forma de operación de la política. La emergencia de un significan-
te y la construcción de su significado es un proceso imprevisible
en el que el grado de correspondencia entre ellos está sometido a
una indeterminación radical. Es en esa indeterminación, pero al
mismo tiempo en la necesidad de estabilizar momentáneamente el

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proceso de significación, donde se inscribe la politicidad del sig-


nificante.
Desde estas premisas nuestro análisis pretende mostrar cómo el
significante “democracia” está habitado por una tensión entre una
dimensión formal y una dimensión sustantiva que le es constitutiva.
Y, además, que los modos en que esta tensión va configurándose son
el resultado siempre precario de un anudamiento simbólico entre
los lenguajes políticos –asociados, a su vez, a las tradiciones liberal,
democrática y/o republicana– que intervienen en la disputa alrede-
dor de los sentidos de la democracia. Por eso se tratará de un trabajo
en el que las paradojas no son entendidas como un problema para
comprender un supuesto “verdadero sentido” de la democracia. Por
el contrario, veremos cómo tales lenguajes colaboraron en la cons-
trucción de un imaginario democrático sostenido sobre aquella ten-
sión. En él pudieron convivir –bajo operaciones de tensión, jerar-
quización, oposición y exclusión– elementos liberales, republicanos
y democráticos, resignificados desde las tradiciones radical, pero-
nista y socialista en sus propias experiencias de revisión conceptual.

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Capítulo 2
Pensar modelos de democracia

1. “Tenemos una meta. Tenemos un método”1

En su libro La cuestión argentina, escrito a principios de los años


ochenta, Alfonsín insistía sobre la necesidad de restaurar la demo-
cracia para hacer frente a la situación de histórica inestabilidad que
había creado las condiciones para la instauración de la dictadura
militar en 1976. Simbólicamente, ese plan de acción se inició años
después, cuando el autor de aquel libro llegó a la presidencia, con
base en lo que Gerardo Aboy Carlés ha denominado una “doble
ruptura”. Por un lado, el establecimiento de una frontera con un
pasado inmediato encarnado por la dictadura, cuyo imperio estaba
asociado a la discrecionalidad, al terrorismo de Estado y a la viola-
ción a los derechos humanos. Y, por el otro, la ruptura con un modo
tradicional de hacer política, caracterizado por los faccionalismos
desestabilizadores de la democracia, asociados al peronismo y al sec-
tor sindical (2004: 38-39). En su discurso, esta última ruptura tomó
forma en lo que se conoció como la denuncia del pacto militar-sin-
dical. Según el análisis de Oscar Landi ésta produjo dos acciones
importantes del discurso alfonsinista que lo pusieron en ventaja en
relación con otros discursos. En primer lugar, con la denuncia de
un pacto que, al decir de Alfonsín, “ya es público y notorio” entre
cúpulas militares y líderes sindicales, logró desplazar por fuera de
la frontera de la democracia a la fórmula justicialista. En segundo
lugar, logró ubicarse como el “garante” de la ruptura de esta forma

1
  La frase completa es “Tenemos una meta: la vida, la justicia y la libertad para todos
los que habitan este suelo. Tenemos un método: la democracia” y corresponde al
primer discurso de Alfonsín como Presidente de la Nación (1983 d).

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tradicional de hacer política y, por lo tanto, de la transición misma


hacia la democracia. Veamos cómo se producen estas operaciones.
En la refundación de la Argentina como un país viable –entién-
dase por esto: donde las luchas del poder y las pujas distributivas de
las corporaciones no condujeran al caos y a la violencia–, la demo-
cracia aparecía como la principal condición de posibilidad. Landi
nos recuerda que esto es presentado en la campaña gráfica del ra-
dicalismo que hablaba de la democracia como “más que una salida
electoral una entrada a la vida” (Landi, 1988: 66-69). Se trazaba así
una frontera temporal que constituía una distancia con el pasado
e inauguraba un tiempo nuevo que, por oposición al anterior, se
asociaba a la vida, a la paz, a la política basada en el consenso y a la
reconstrucción del Estado de derecho como su principal garante.
La metáfora que le da sentido al trazado de esta frontera en el
discurso de Alfonsín es la de “ponerle una bisagra al tiempo”:

Dentro de poco esto nos va a parecer una pesadilla, un mal sueño.


Vamos a enterrar la etapa de la decadencia argentina, vamos a volver a
ponerla entre los primeros países del mundo por la riqueza de nuestro
pueblo. No va a ser fácil, nos va a costar, pero lo vamos a lograr, y si lo
hacemos, amigos de Buenos Aires, que nadie se deje deslumbrar por
los resplandores de las glorias del pasado; yo les aseguro a ustedes que si
cumplimos con nuestro deber, nuestros nietos nos van a honrar, como
nosotros honramos a los hombres que hicieron la organización nacio-
nal. Vamos a salir de todo esto, y lo vamos a hacer entre todos, porque
vamos a cumplir nosotros, nos toca a nosotros, así lo ha querido la
historia, nos toca a nosotros en este instante histórico fundamental, dar la
respuesta que signifique ponerle una bisagra a este tiempo argentino. Va-
mos hacia el nuevo rumbo, con la nueva marcha, con la nueva lealtad,
hacia el futuro, los argentinos. (Alfonsín, 1983 a. Cursivas nuestras).

La democracia, como un valor en torno al cual se buscaba refun-


dar un país posible, invitaba también a reconstruir un relato sobre el
pasado, recuperando mitos fundadores y ficciones unificadoras que

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pudieran funcionar como un pasado común a la hora de interpelar


a un “nosotros” y superar las diferencias identitarias de los partidos.
Así, como señala Leonor Arfuch, mientras el candidato justicialista,
Ítalo Luder, ubicaba a “los peronistas” como destinatarios efecti-
vos de su discurso y a “los argentinos” predominantemente como
auditores u oyentes de los mismos, Alfonsín se proponía hablar a
un “nosotros” inclusivo que no se detuviera en el límite del propio
partido sino que incorporara directamente a sectores del peronismo
(Arfuch, 1987). Para esto apeló a una reinterpretación del pasado
nacional, y de la participación que el radicalismo y el peronismo
tuvieron en él. Así, Alfonsín “recupera las banderas originarias del
peronismo combinándolas con una distancia crítica del peronismo
de los años 70” (Landi, 1988: 68), a la vez que redefine el rol de la
UCR en la construcción de un régimen viable. Esta operación le
permite, por un lado, “asociar el pasado común” de radicales y pero-
nistas “a la innovación democrática” de la cual él se presenta como
garante y, por otro lado, relacionar a la fórmula justicialista con “la
repetición de la crisis”, con el “pasado indigerido”, y con la crisis del
peronismo de los años setenta, de la que era heredera (Ibid.). Esta
operación se completa con la denuncia del pacto militar-sindical el
27 de abril de 1983. En efecto, aun cuando resultaba muy difícil de
probar, encontró apoyo y verosimilitud al reflejar ciertas conductas
de la dirigencia sindical, su relación con las fuerzas armadas y la pro-
pia actitud del peronismo que, considerándose vencedor, tomó una
postura más cauta frente a la posibilidad de enjuiciar a los militares.
De esta manera, el discurso de Alfonsín creó sus propias condicio-
nes de verosimilitud y fundamentó su fuerza en un “discurso de la
verdad, de la honradez y la autenticidad” en contraposición con
otras prédicas “absolutamente reñidas con la democracia”, basadas
en “el manipuleo, la mentira y la injuria” (Alfonsín, 1983 c).
Este es, definitivamente, aquello que se quiere dejar atrás porque
es parte de una “pesadilla” y “un mal sueño” signado no solo por
el terror y la muerte sino también por la intolerancia y la exclu-
sión política. Se trata de un pasado en el que “una minoría accedió

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al control del Estado, ejerciendo una política de represión social y


empobrecimiento”, que se convirtió en una “mera herramienta para
aumentar privilegios” (Alfonsín, 1983 f :157). Este es, por tanto, el
nuevo tiempo que viene a reparar ese pasado marcado ya no solo
por la violencia y la desintegración del lazo social, sino también por
una forma de concebir a la política bajo la lógica de medios y fines.
Ahora, si bien el alfonsinismo se constituyó a sí mismo como el
reverso del régimen autoritario y como el garante de la recuperación
de la democracia, la frontera que plantea en 1983 modifica pro-
fundamente las anteriores antinomias que organizaban el escenario
político de aquel pasado del que quería tomar distancia:

Y ahí no habrá ninguna antinomia, porque es falso que las haya, como
son falsas las acusaciones que imprudentemente algunos lanzaron.
No habrá radicales ni antiradicales, ni peronistas ni antiperonistas
cuando se trate de terminar con los manejos de la patria financiera,
con la especulación de un grupo parasitario enriquecido a costa de la
miseria de los que producen y trabajan.
No habrá radicales ni antiradicales, ni peronistas ni antiperonistas
cuando haya que impedir cualquier loca aventura militar que pretenda
dar un nuevo golpe […]
No habrá radicales ni antiradicales, ni peronistas ni antiperonistas sino
argentinos unidos para enfrentar el imperialismo en nuestra patria o
para apoyar solidariamente a los países hermanos que sufran sus ata-
ques. (Alfonsín, 1983 b).

Alfonsín intentó combinar la tradición del radicalismo, larga-


mente identificada con la defensa del sufragio, las instituciones y
la Constitución Nacional con la tradición peronista de la justicia
social, identificada con las luchas sociales por la inclusión política y
económica de las clases populares. Como sostiene Aboy Carlés, la
“ruptura alfonsinista” conserva rasgos que caracterizaron la consti-
tución de anteriores fronteras identitarias, pero lo que constituye un
punto innovador es que estas alteridades no eran excluidas definiti-

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vamente como un enemigo sino como un adversario que podía “re-


generarse”, adaptarse a las prácticas democráticas y, por lo tanto, ser
potencialmente incluido “de este lado” de la frontera (2001: 257-
258). Esto abrió el camino para la construcción de una concepción
de la democracia que recuperara viejos sentidos y nuevas interpre-
taciones de las tradiciones políticas. Ellas fueron organizándose en
distintos lenguajes políticos que circulaban en el espacio público
y hacían que la discusión se nutriera de los aportes de la tradición
radical, de la tradición peronista y de la socialista.
En este marco, se hacía evidente que la reconstrucción demo-
crática no podía mantenerse sólo en el trazado de la frontera tem-
poral e identitaria. Por ello, mediante la estrategia de concertación
política, la recomposición simbólica que siguió a la inicial estrate-
gia confrontativa apeló a la necesidad de construir una dimensión
política común. Quisiéramos sugerir que esta dimensión se confi-
guró mediante la apelación a la construcción de un consenso de-
mocrático fundamental que constituía a la vez el principio, el fun-
damento y el resultado de la promesa democrática: la construcción
de una comunidad política. El consenso democrático que proponía
Alfonsín debía establecerse sobre un “Compromiso Nacional en
los Fundamentos” que sostuviera la organización democrática y
evitara que las tensiones sociales se expresaran como contradic-
ciones paralizantes. Este acuerdo –que no era un mero pacto elec-
toral, como el propio Alfonsín se encargaba de remarcar– debía
admitir la preeminencia de un conjunto de normas sustantivas
para asegurar la democracia. Es decir, habría un sustrato norma-
tivo que quedaría indemne, cuando se tratara de evitar peligros
para la sociedad: era así como debía reiniciarse la democracia en
Argentina y, al mismo tiempo, como se resolvería el problema de
la inestabilidad política. Aunque no hubiera un consenso absoluto
sobre los contenidos de la democracia, el consenso sobre su forma
y procedimientos la convertirían en la garantía para la solución de
todos los problemas nacionales. El punto de partida era, pues, un
compromiso ético.

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Así las cosas, Alfonsín emprende la recomposición del sentido de


la democracia en torno a un imaginario del orden, la unidad de todos
los argentinos y la estabilidad institucional. Concepción que al mismo
tiempo funcionó como la superficie de inscripción de un debate que,
poco a poco, fue poniendo en duda algunas de las certezas sobre la
reciente recuperación de la institucionalidad como hito fundacional
de la democracia. En su primer discurso oficial, Alfonsín decía:

[…] una savia común alimentará la vida de cada uno de los actos del go-
bierno democrático que hoy se inicia: la rectitud de los procedimientos.
Hoy convocamos a los argentinos, no sólo en nombre de la legitimidad
de origen del gobierno democrático, sino también del sentimiento ético
que sostiene a esa legitimidad [porque] el objetivo de construir la unión
nacional debe ser cabalmente interpretado a través de la ética. (1983 d).

El llamado a la unidad nacional se asentaba sobre dos tópicos


discursivos: la ética y los procedimientos. La conexión entre ambos
constituía el elemento común que condensaba un sentido particular
de la democracia como idea fundadora. La cuestión ética era un
tópico central en el restablecimiento de la democracia puesto que el
inicio de la transición implicaba un compromiso de todos los parti-
dos y de las fuerzas democráticas del país. Según Alfonsín, el punto
de partida de ese compromiso lo marcaban los principios que daban
forma a la Constitución Nacional que figuraban en el Preámbulo
–al que escucharíamos recitar recurrentemente en sus discursos de
campaña y luego como presidente–, y en el capítulo sobre Derechos
y Garantías. Allí estaban contenidos los fundamentos de la demo-
cracia que debíamos comprometernos a defender responsablemente
pues, sostenía Alfonsín,

[…] ningún demócrata puede negarse a trabajar activamente para re-


conquistar la vigencia de los derechos y garantías constitucionales y la
libertad de su patria. Los derechos y garantías son el punto de partida
para empezar a crear la democracia estable del futuro. (1980: 209-210).

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La recuperación democrática requería un necesario compromiso


basado en una ética común y en un ejercicio de responsabilidad. Ya
lo decía en uno de sus más célebres discursos de campaña,

Yo vengo a explicarles esta noche qué es lo que va a hacer la U.C.R.


desde el gobierno para superar esta tremenda crisis que padecemos:
lo primero, el Estado de derecho, el imperio de la ley emanada de la
voluntad general, para que todos los hombres sepan inclinarse ante la
Majestad de la Ley, y ningún hombre tenga jamás que inclinarse ante
otro hombre. División de poderes, para que quien recurra a la Justicia
encuentre en ella lo que corresponde: seguridad para todos en el juego
grande de las instituciones de la República. (1983 a).

La recuperación del Estado de derecho era, pues, el primer ob-


jetivo en el camino para construir y consolidar la democracia, y
era la condición a partir de la cual plantear cualquier posibilidad
de transformación. La institución de mayor legitimidad porque
su instauración era el resultado del ejercicio de un derecho fun-
damental de la democracia: el voto. Es el sufragio “el que hace
posible la resolución pacífica de las controversias en la sociedad y,
al proveer de la única legitimidad pensable al Estado, favorece la
continuidad de las instituciones republicanas y de las doctrinas en
que ellas se asientan” (Alfonsín, 1983 d). El régimen institucional
es el que construye el escenario para la acción política y es el que,
a su vez, fortalecerá el sistema democrático. La mutua interdepen-
dencia entre la política como acción y la política como institución
será la garantía para el establecimiento definitivo de la democracia
asentada sobre un Estado legítimo, porque fue instituido por el
ejercicio soberano del pueblo. El presidente lo anunciaba así,

Vamos a establecer definitivamente en la Argentina la democracia que


todos los argentinos queremos, dinámica, plena de participación y mo-
vilización popular en el marco bien definido pero históricamente flexi-
ble de nuestra Constitución, que garantiza todos los derechos, todas las

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62 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

libertades, todos los avances sociales y culturales del mundo moderno,


a la vez que asegura la responsabilidad de los gobernantes ante el pue-
blo a través de los mecanismos jurídicos y políticos de control que la
misma Constitución ha previsto, y de la periódica renovación de los
poderes mediante el ejercicio del sufragio. (Alfonsín, 1983 d).

El potencial transformador de la democracia quedaba entonces


supeditado a las reglas y normas del Estado de derecho, vale decir,
estaba condicionado de antemano por la “lealtad general al siste-
ma”. Es en ese condicionamiento que la dimensión de cambio, de
imprevisibilidad y de incertidumbre de la política se subsumían a
una lógica democrática que priorizaba la ley en la defensa de un
ordenamiento basado en la Constitución y en la delimitación del
procedimiento eleccionario como el momento político más impor-
tante, en tanto garantizaba la competencia entre gobierno y oposi-
ción. Después de todo, la consolidación democrática consistía en el

éxito en la institucionalización de las estructuras de autoridad del ré-


gimen democrático y de las estructuras de mediación, tales como los
partidos y organizaciones corporativas. Esto es, una regulación estable
de las formas de democracia política y de la presencia de los intereses
en el Estado. (Portantiero, 1987: 263).

La democracia era presentada por Alfonsín como el único méto-


do posible para la resolución del conjunto de problemas que aque-
jaban a la sociedad argentina. De ahí que, como reafirmara en el
marco de la campaña:

[…] nuestra primera propuesta básica es que sea claro el método con el
que vamos a construir nuestro propio futuro, el método de la libertad
y la democracia […]
Nuestra segunda propuesta fundamental, además del método con el
que actuaremos, señala el punto de partida del camino que nos pro-
pondremos recorrer: el de la justicia social. (Alfonsín, 1983, b).

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Dos operaciones de sobredeterminación2 de ideas acontecen en el


discurso que hasta aquí venimos repasando. Primero, la democracia
como método, como compromiso con los principios universales de la
Constitución Nacional sobredetermina la democracia como justicia
social. En otras palabras, la forma de la democracia –el método, el
marco– sobredetermina el contenido –la justicia social. Segundo, la
democracia como ejercicio de la libertad, como su contenido indiso-
luble, también sobredetermina la justicia social y la idea de dignidad
que ella conlleva. La dignidad de los hombres está garantizada por la
libertad y no por la justicia. Esta libertad que en sus diversas manifes-
taciones conforma la esencia misma de la democracia está asociada a
otra idea: el pluralismo. Leemos también en el texto de 1980,

[…] la libertad implica pluralidad de opiniones y concepciones. Los


asuntos públicos, de más está decirlo, son suficientemente complejos
para que una sola forma de verlos resuelva todos los problemas […] Es
la confrontación de distintas ideas, las formas en que unas y otras se
van penetrando, lo que constituye el método con que nos acercamos a
las mejores soluciones. (Alfonsín, 1980: 198).

Recapitulando; el discurso alfonsinista sostenía una idea de la


democracia como “método para asegurar una forma de vida y de
gobierno”. Ese método implicaba una forma racional de compatibi-

2
  El concepto de sobredeterminación ha sido objeto de un uso indiscriminado e im-
preciso por numerosas disciplinas y para distintos fines. Fue introducido en las ciencias
sociales por Althusser pero proviene de la lingüística y del psicoanálisis. Laclau y Mou-
ffe se reapropian de este concepto para estipular que no hay nada en lo social que no
esté sobredeterminado, lo que les permite sostener que lo social se constituye como
orden simbólico (Laclau y Mouffe, 2004: 134).
El modo en que aquí apelamos al concepto de sobredeterminación quiere recuperar
esta connotación para sostener que el sentido de la democracia como método apa-
rece simbólicamente en el discurso oficial en posición de jerarquía –siempre parcial–
respecto de otros contenidos (por ejemplo el de la justicia) que conservan un lugar
subsidiario –siempre capaz de revertirse–. Más adelante veremos cómo esta relación
de sobredeterminación es matizada en otros momentos del discurso alfonsinista y es
retomada por otros discursos como el de la renovación peronista y el de la izquierda
democrática.

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64 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

lizar distintos intereses que “no pueden lograr espontáneamente una


unidad estratégica y conceptual”. Se trata de un “método y no de
una ideología” para producir una transición efectiva hacia la demo-
cracia, insistía Alfonsín. Es el método democrático, que se sostiene
sobre ciertos fundamentos contenidos en los principios constitucio-
nales, lo que debe constituir la base común para la “única solución
para el problema de nuestros días: recuperar la democracia y forta-
lecer las bases de su fortaleza futura”. (Alfonsín, 1980: 192-194).
Ahora bien, la dimensión común que estaba dada por el método
y por el compromiso con los fundamentos era la base de un gran
acuerdo que no debía negar la diversidad y las diferencias entre las
fuerzas políticas. Es más, es sólo a partir de ese acuerdo de base que
las diferencias podían ser reconocidas. El pluralismo, la diferencia
y el conflicto eran elementos constitutivos de la democracia, pero
sólo podían tener lugar si primero se consolidaba una base común
que los hiciera posible. Así lo expresaba el propio Alfonsín: “exis-
ten elementos comunes que deberán constituir la base de nuestro
acuerdo”; “el esfuerzo de gestar un compromiso nacional no puede
descansar en la ilusión de que todos pensamos igual” (1980: 193);
“ningún acuerdo profundo puede basarse en el desconocimiento de
nuestras diferencias” (Ibid.: 226-227). Nótese que la disrupción, la
diferencia y el potencial conflicto se muestran supeditados a una
instancia superior que es el acuerdo de base sobre un conjunto de
principios que nadie puede cuestionar. Resumidos todos ellos en el
Preámbulo de la Constitución Nacional, daban forma a un planteo
que unía la defensa de la democracia implícita en el contenido cons-
titucional, con la idea fuerza de la unidad de los argentinos.
La decisión de recuperar la democracia implicaba, necesaria-
mente, alentar la pluralidad de opiniones, ideologías y formas de
solucionar los problemas en el marco de sus propias reglas, en tan-
to régimen regido por la Constitución. De ahí que la dimensión
conflictiva de la democracia dada por la expresión del disenso y
el pluralismo comportaba un límite insuperable: el que la propia
democracia, como método, suponía. Pues, si el “desorden de su-

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Ariana Reano - Julia Smola w 65

perficie” que supone la democracia, la expresión de la libertad y el


ejercicio de la participación “se mantiene en los límites del respeto
a las instituciones de la democracia, puede ser más o menos desa-
gradable, pero no alcanza a quebrar la estructura” (Alfonsín, 1980:
216-217). El orden democrático se planteaba como resultado de un
proceso en el que un gobierno, elegido por el voto popular, consti-
tuía un régimen político y establecía el marco institucional para la
acción política. Pero ese era el primer paso de un camino hacia la
consolidación, proceso que dependía de una construcción colectiva
más profunda en el marco de las reglas “que todos nos obligaremos a
respetar” (Ibid.: 242).
La institucionalización de las elecciones, la recuperación de la
vigencia de la Constitución Nacional y del Estado de derecho eran
un gran paso en el proceso de “consolidación democrática” que se
planteaba como meta final del ciclo de “transición”.3 Pero resultaba
obvio que con eso no era suficiente. La preocupación, y el desafío,
pasaban por lograr la democratización de la sociedad, por reconstruir
los “lazos de comunalidad” que debían complementar aquel com-
promiso sobre los fundamentos al que nos referimos anteriormente.
La garantía de funcionamiento de este nuevo orden requería, ade-
más de procedimientos, un esfuerzo por “crear bases estables” para
la convivencia democrática, asentada sobre una “mentalidad colec-

3
Siguiendo los antecedentes de la teoría de la modernización, la idea de transición
comienza a ser utilizada por una parte importante de los estudios socio-políticos de la
época para pensar el cambio político. Como afirma Lesgart, la política empezaba a ser
“asimilable a un proceso paulatino, gradual, distinto y opuesto a las transformaciones
hechas en un solo movimiento, concluyentes o violentas a las que se aludía con la
utilización de la idea de revolución” (2003: 113). Se intentaba ensayar un camino,
estipulando procesos que esa transición debería necesariamente recorrer hasta llegar
a un estadio final representado por la instauración de la democracia. Por esto se acu-
ñaron palabras que revelaban la necesidad de cumplir con ciertas etapas anteriores,
intermedias o posteriores: liberalización, apertura, democratización, consolidación. En
este sentido la “transición democrática” refería a un proceso que, si bien adoptaba
especificidades según los contextos, tenía un recorrido general más o menos predi-
señado “cuya fase de inicio se daba con la descomposición del régimen autoritario,
la segunda etapa por la instalación de un régimen político democrático y el tercer
momento donde se procura consolidar un nuevo régimen” (Portantiero, 1987: 262).

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66 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

tiva unificada” que superase la herencia de un pasado signado por


la disgregación, el autoritarismo, la intolerancia, la violencia. Así, la
manera de interpelación alfonsinista bajo la categoría de “amigos”,
y de “argentinos”, que tantas veces fue interpretado como un ges-
to antipolítico porque evitaba nombrar las tradicionales identidades
partidarias, puede pensarse, por el contrario, como un gesto político:
el intento de crear una nueva idea de “pueblo” a quien representar.
Frente al Obelisco, tres días antes de las elecciones, Alfonsín expre-
saba esta nueva identidad: “Ahora somos nosotros, el conjunto del
pueblo, quienes van a decir cómo se construye el país. Y que nadie
se equivoque, que la lucha electoral no confunda a nadie: no hay
dos pueblos. Hay dos dirigencias, dos posibilidades. Pero hay un solo
pueblo” (1983 b).
Alfonsín disputaba al peronismo el derecho de nombrar al pue-
blo y lo despojaba de su propia legitimidad para hacerlo, acusándolo
de ser quien no veía al nuevo pueblo argentino: un pueblo unido
que no necesitaba el nombre de un partido para sentirse interpelado,
pues se trataba de un pueblo responsable que quería participar de la
vida política del país. Alfonsín pensaba en términos que identifica-
ban el conflicto o, mejor dicho, cierta gestión del conflicto, como
el mayor obstáculo para la democracia naciente. Los “amigos” de la
democracia constituían una identidad por fuera del antagonismo
y, como diría en un acto de campaña, “quien piensa distinto en el
pluralismo de la democracia puede ser un adversario, pero jamás un
enemigo” (1983 a). La particularidad de la operación alfonsinista es
la ausencia de referente externo estructural o político-partidario y
una extensión de la interpelación hacia un “nosotros los argentinos”:

[…] es tiempo, porque estamos frente a elecciones, de levantar y enar-


bolar las banderas partidarias. Pero también es tiempo, porque defini-
mos cien años de paz y prosperidad, de dejar un lugar arriba de todas
para que por encima de todas flamee la azul y blanca, hablando del
encuentro definitivo de los argentinos. Es tiempo de marchar juntos tam-
bién lo he dicho en toda la República, cada uno inspirándonos en lo

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mejor de nosotros mismos y también en nuestros muertos más ilustres.


Los radicales ya estamos en la marcha, y al frente de nuestra columna
allá van: Alem, Yrigoyen, Pueyrredón, Sabattini y Lebensohn, Larral-
de, Balbín, Illia. Los que estén a nuestra derecha pueden inspirarse si
lo desean en Sáenz Peña o en Pellegrini, los demócratas progresistas en
Luciano Molina o Lisandro de la Torre, los socialistas en Juan B. Justo
o Alfredo Palacios, los peronistas en Perón o en Evita, pero [iremos]
juntos los argentinos para terminar con la dictadura. Es la marcha nueva
de los argentinos. (Alfonsín, 1983 a. Cursivas nuestras).

En un contexto donde las identidades sociales se encontraban


astilladas y el tejido político desgarrado por la violencia política,
simbólica y económica de los años de dictadura, no había pueblo
estructural ni pueblo político que hubiera quedado en pie. El astilla-
miento social y el desgarro político constituyen la pérdida del relato
que invita a una nueva narración del pasado y a la interpelación de
nuevas identidades.
Si bien esta identidad discursiva y narrativa, la identidad del
pueblo democrático –caracterizada por la pluralidad política y
social– se encontraba articulada en el discurso de Alfonsín, no
se estructuraba, sin embargo, bajo su liderazgo. No se presentaba
–no podía presentarse, por la característica plural de la identidad
política que estaba interpelando– como su líder “natural”. Es así
que se establecía la particular posición de enunciación4 de Alfonsín
respecto de la promesa democrática. Tal como analizamos en el

4
  Remitimos a la apropiación que hace Arfuch de la teoría de Benveniste para definir el
concepto: “Si se considera que toda actividad discursiva es un proceso de interacción
(enunciativo/interpretativo), la problemática de la enunciación resulta fundamental
para el análisis, en tanto remite a los participantes del circuito comunicativo y a los
múltiples lazos que se establecen entre ellos. Así podrá determinarse en cada caso
cómo se construyen las posiciones respectivas del enunciador y del destinatario,
teniendo en cuenta que este binomio designa entidades discursivas y no sujetos
empíricos. En efecto, el productor del discurso (`sujeto comunicante´) elabora en su
decir una cierta imagen de sí mismo (`enunciador´), delineando simultáneamente
una imagen de su interlocutor (`destinatario´), que puede corresponderse o no con
el receptor efectivo (`sujeto interpretante´)” (Arfuch, 1987: 30-31).

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68 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

capítulo anterior, la relación de autoridad y de autoría que esta-


blece con la palabra y la promesa democrática está relacionada con
las formas y los espacios de circulación de la palabra hacia el fin
de la dictadura. El acto político como reunión pública donde no
sólo se hacía referencia a los simpatizantes de un partido sino que
se apelaba a un “nosotros” inclusivo, donde no se desarrollaba un
programa de gobierno sino que se iba creando una comunidad
política que superaba las fronteras partidarias y donde la tribuna
de espectadores se constituía en actor político de la “transición a la
democracia”, permitía la circulación de la palabra y de la prome-
sa democrática sin conceder la autoría o definición última sobre
su contenido. Como dice Claudia Hilb, “Alfonsín ocupa el lugar
de enunciador de la promesa democrática porque dice tal prome-
sa” (1990: 14). Pero ese lugar no se puede estabilizar, su lugar de
enunciación es tal que él no es el autor de la promesa sino su actor.
Se presenta como el “garante” de una promesa que repite pero
que no formula. Una promesa que puede enunciar legítimamente
debido a su militancia por los derechos humanos y las libertades
políticas durante la dictadura, a su negativa a apoyar la Guerra en
las Islas Malvinas, a su prédica y su práctica política. Así, logra
erigirse en “garante”, pero se trata de una promesa colectiva, re-
flejo de una multiplicidad de voces. Como la promesa carece de
fundamento externo, la legitimidad del enunciador se mantiene
mientras su discurso sea aceptado como legítimo.5
Reconstituir el campo democrático y los lazos sociales desgarra-
dos suponía entonces asumir la democracia como una “forma de
vida”: “democracia cotidiana”, “democracia integral”, “democracia

5
 Insistimos sobre esta distinción ya que en repetidas oportunidades se ha
identificado la promesa de la democracia con la promesa alfonsinista. Esta
identificación no carece de argumento, ya que Alfonsín hizo de la democracia su
promesa de campaña y la identificó con los objetivos de su gobierno. Sin embargo,
lo que queremos sostener aquí es que por esta particular relación que le impide
reclamar autoría sobre la promesa y socava su autoridad como su único enunciador,
Alfonsín sólo era el enunciador, el garante, de una promesa mutua que remitía al
colectivo de la sociedad argentina en ese momento.

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en todas partes”, eran los sentidos que instituía la palabra presiden-


cial, además de insistir con la necesaria democratización de las fuer-
zas armadas, de la estructura sindical. La consolidación del proyecto
democrático, “que no se establece solamente a través del sufragio
ni vive solamente en los partidos políticos”, insistía Alfonsín, nece-
sitaba de un “espíritu de unidad nacional” (1983 d) que él mismo
enuncia apelando a la unidad del pueblo democrático.
Esta apelación a la unidad del pueblo era actualizada en cada uno
de los actos públicos donde recitaba el Preámbulo de la Constitución
Nacional. Allí el “pueblo de la Nación Argentina” era en el presente
(aún bajo el gobierno militar, antes de las elecciones) lo que prometía
ser en el futuro (con el gobierno constitucional). Así, en el gesto de
recitar el Preámbulo recogía este aspecto de la fundación de un nuevo
poder en la promesa democrática. Al recordar a los representantes del
pueblo “reunidos en Congreso General Constituyente” lo que invo-
caba era el poder de esa imagen, el poder constituyente, que reside
en el pueblo y desde donde emanan todas las leyes. El Preámbulo se
convierte en el acto ilocucionario (Austin, 2008) que performa, orde-
nando, decretando y estableciendo la Constitución Nacional que es
la que regirá la vida de la comunidad política. Más allá de las inten-
ciones de los actores y del sentido de las palabras, lo que se enuncia
claramente con la lectura del Preámbulo es la capacidad de fundar
una comunidad que vivirá bajo las leyes que emanan de su poder
constituyente. Lo que se crea en este rezo laico6 es el poder del pueblo
reunido, un poder que produce una legitimidad que dotará de senti-
do a todo el edificio legislativo del Estado de derecho.
En efecto, la referencia al Preámbulo siempre aparece ante la reu-
nión popular. De hecho, el día de su asunción y luego de pronunciar
su mensaje a la Asamblea Legislativa, Alfonsín salió a los balcones
del Cabildo –en un gesto que profundiza aún más las reminicencias
fundacionales de la Revolución de Mayo– a saludar a la multitud

6
 El mismo Alfonsín definía, este gesto de la lectura del preámbulo como una
oración laica de modestos ciudadanos (Alfonsín, 1983 d).

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70 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

allí reunida, y pronunció un discurso que cerraba renovando esta


oración laica, que iba unida a la referencia de la multitud reunida:

Entre todos vamos a constituir la unión nacional, consolidar la paz


interior, afianzar la justicia, proveer a la defensa común, promover el
bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad, para nosotros,
para nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo que quie-
ran habitar el suelo argentino. (Alfonsín, 1983 e).

¿Pero cómo debemos entender este llamado al poder constitu-


yente del pueblo? ¿Cuál es la relación entre este poder y los pode-
res constituídos de la república? Como sosteníamos antes, si bien
la democracia debía recuperar las banderas de la justicia social, esta
dimensión de la democracia con la que “no solo se vota” sino que
también “se come, se cura y se educa” (Alfonsín, 1983 a), permane-
ce supeditada al “compromiso representativo y republicano” con las
“instituciones naturales, modernas y eficientes de la justicia y de los
organismos que deben servirla en el marco de la legalidad” (Alfon-
sín, 1983 d). Las marcas argumentales presentes en las palabras de
Alfonsín y que, como veremos, permanecerán en gran parte de sus
discursos, plantean a la norma precediendo y habilitando a la acción y
a la estructura anteponiéndose, y conteniendo, al sujeto de esa acción.
En otros términos, performativamente, la realización de la democracia
sustantiva –por ejemplo, en la figura del pueblo múltiple, cuyo poder
constituyente se invoca– queda supeditada a la consecución primera
de la democracia formal –bajo la plena vigencia de la Constitución
Nacional, es decir, del poder constituido–.
La reivindicación de la política que nos presentaba Alfonsín era
la de una política de la deliberación y de la negociación que, desde
un principio, estaba marcada por el límite de las normas del de-
recho y del compromiso ético. Ellas se convierten en “lo común”
que organiza homogéneamente la comunidad y en el aval para el
tratamiento y la solución racional de los conflictos. La democracia
se reconstruye así alrededor de un nuevo sentido del orden que, si

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bien habilita la expresión del pluralismo y el disenso, lo hace sobre


la estipulación de ciertos límites que se convierten en la garantía de
certidumbre frente a la conflictividad que tal pluralismo supone. La cer-
tidumbre democrática que instituye el discurso alfonsinista plantea
una omnicompresividad de la ética y de la norma asentadas sobre
criterios de validez que son universales, pues invocan la voluntad
del pueblo de vivir bajo la ley. Estos criterios son la plataforma que,
en la reivindicación de su carácter neutral, constituyen la condición
para la construcción de la República en tanto comunidad política.
No hay posibilidad en este punto de entender que el carácter con-
flictivo y antagónico de la vida política es constitutivo de todo orden
social, por eso se volvía imprescindible superar los antagonismos del
pasado. La democracia se convierte así en un metarrelato que, por
sí mismo, se vuelve fundamento de la gestión y organización de la
vida social, y garante de la seguridad de la República. De ahí que el
propio presidente afirmara ante la Asamblea Legislativa: “la demo-
cracia sólo funcionará en plenitud cuando todos estemos dispuestos
a anteponer los intereses de la República a las ideas particulares” (Al-
fonsín, 1983 d). La apelación a una ética y a la normatividad supre-
ma del derecho que garantizan la salud de la República constituye
un ideario de la comunidad política que pivotea entre la necesidad
de consolidación de un régimen institucional fuerte y estable, y la
construcción de un ethos democrático que sea capaz de subjetivarse.
Ahora bien, lo que quisiéramos sugerir es que ese elemento co-
mún sobre el que pretende fundarse la democracia tiene que ser
entendido como un ad hoc, un suplemento que viene a ponerle
un sentido a una comunidad que, por sí misma, no lo tiene. La
insistencia en el compromiso común y en la unidad por sobre la
diversidad tienen el sentido de convocar a la construcción de algo
que naturalmente no existe, pero que la democracia necesita para
existir. En el caso del alfonsinismo, será la palabra del líder político
lo que dará legitimidad a la construcción de ese marco normativo.
Éste se fundaría en la promesa de la democracia como comunidad
de ciudadanos libres e iguales ante la ley que construye un modo

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72 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

de estar juntos, identificando a la República como representación


institucional de lo común de la comunidad.
Es porque la comunidad política se estructura sobre una falta
–de hecho, Alfonsín lo recalcaba así: “mucha gente no sabe qué
significa vivir bajo el imperio de la Constitución y la ley, pero ya
todos saben qué significa vivir fuera del marco de la Constitución
y la ley” (1983 d)– que aquello que viene a llenar el vacío tiene que
ser instituido. Tiene que ser puesto en palabras, hacerse presente y,
sobre todo, ser capaz de subjetivarse. Por eso la tarea instituyente
de la política aparecía vinculada a la construcción de una “cultura
constitucional” y a una “política de principios” (Ídem) que no son
inherentes al orden político pero que era preciso que fuesen per-
cibidos como el piso necesario para su constitución. El arché de la
comunidad democrática se sostenía entonces sobre elementos que
había que construir: “la sensatez, los métodos correctos y los sanos
principios” (Ídem) y también, como decíamos, la unidad de todos
los argentinos. Elementos que no son naturales a la democracia
pero cuya legitimidad tiene que ser aceptada para que la propia
democracia pueda acontecer. La apelación a la ética funcionó en-
tonces como un referente común, como un principio de unidad
en el imaginario político de un país profundamente fragmentado
por la crisis heredada de la dictadura. La democracia, expresión
del “protagonismo popular”, no podía consolidarse sin sostener
una “política de principios”, “una ética que asegure su perdura-
ción” (Alfonsín, 1983 d).
Ciertamente, el discurso alfonsinista que aquí estamos analizan-
do es una muestra de la operación política según la cual las certi-
dumbres de un orden político dependen de construcciones huma-
nas. Allí reside tanto su potencialidad como su problema. Porque
la “necesaria consolidación democrática” que nos planteaba el pre-
sidente se sostiene en la idea de una democracia como tarea, como
un programa de acción gradual que no se produciría “de la noche a
la mañana” y que implicaría el esfuerzo y responsabilidad de todos
los sectores. Pero es también, desde sus inicios, un proceso conce-

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bido sobre la necesaria aceptación de los principios rectores de la


democratización, que son los que garantizarían “lo común” de la
comunidad política. En otras palabras, era un régimen asentado en
una idea de identidad de la comunidad, fundada en una ética y un
derecho universal, y era al mismo tiempo algo sobre lo que se debía
trabajar puesto que la democracia era todavía un proyecto.

2. Unidos en (la) democracia

Como señalamos en el Capítulo 1, Unidos representaba el espacio de


la renovación peronista que compartía con el alfonsinismo la oposi-
ción a la ortodoxia peronista y la necesidad de reconstruir las reglas
del juego de la democracia. No obstante, el discurso de Unidos sobre
la democracia establecía sus diferencias con el oficialismo presentán-
dolo como gestor de una “democracia para administrar”, de una “de-
mocracia vacía”, “sin sujeto” y carente de “potencial transformador”.
La renovación se afirmaba en el gesto de defender una opción demo-
crática que lo acercaba al proyecto radical sin dejar de asumir una
posición crítica de lo que consideraban su “excesivo normativismo”.
Quisiéramos sugerir que aquí también una de las claves en las que
puede ser revisada esa disputa es la del resurgimiento y resignificación
del binomio conceptual democracia formal-democracia sustantiva.
Desde sus inicios, en mayo de 1983, el tema principal que con-
vocó a este sector de intelectuales peronistas era debatir la crisis del
peronismo: una empresa que el partido no estaba en condiciones de
realizar y que los ubicaba en un lugar distinto en el debate público.
Sin embargo, ese proceso de autocrítica no puede escindirse de la
toma de posición respecto de la concepción democrática enunciada
por Alfonsín, lo que implicaba apoyar la concepción alfonsinista,
pero sin renunciar a la construcción del poder popular. Esto permite
poner énfasis en la participación y no renunciar a la idea de organi-
zación, aunque sí dotarla de un sentido distinto, en un proceso de
actualización de la doctrina.

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Una de las primeras temáticas que aparece en la revista es la idea


de participación como condición de estabilidad y fortalecimiento de
la democracia. Implicaba combatir la tesis que asociaba un aumento
de la participación con un aumento del peligro para la gobernabili-
dad democrática generado por la supuesta sobrecarga de demandas
que el sistema sería incapaz de soportar. Se trataba, pues, de re-
definir teórica y prácticamente la participación como la recupera-
ción de la capacidad de la gente para plantear y resolver sus propios
problemas. Esto suponía además una importante redefinición del
lugar del poder, que dejaría de estar, así, concentrado en un Esta-
do centralizador y fuertemente burocrático. En efecto, implicaba la
creación de un poder en la sociedad que sería complementario de
la acción gubernamental. Se trataba de “comprometer a la gente en
un sistema que le permita intervenir en mayor o menor medida en
las cuestiones que le afecten directa o indirectamente” y de “lograr
que las decisiones del Estado en sus múltiples instancias se vivan
efectivamente como producto de la participación comunitaria” (Pa-
lermo y García Delgado, 1983: 110). Así se tejía la relación de la
eficacia participativa y el compromiso directo de la ciudadanía con
la democracia entendida como consecución de la estabilidad polí-
tica definitiva.
Era claro que para el logro de la estabilidad política debían con-
jugarse dos elementos: por un lado, la defensa de las reglas de juego de
la democracia –el logro del consenso y la oposición responsable–; por
el otro, la ampliación y profundización de la participación ciudadana.
El desarrollo de cada uno de ellos en forma aislada sería insuficiente,
pues, como afirmaban Palermo y García Delgado en Unidos,

[…] con la primera condición sin la segunda se percibe el riesgo de


un intento despolitizador, y de una democracia no transformadora. El
segundo sin la primera equivale a la imposibilidad de evitar el desborde
y la ausencia de un pacto político sustancial donde todas las trans-
formaciones tengan un marco de referencia y consenso generalizado.
(1983: 112-113).

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La participación como forma de construcción del poder popular


se convertía en la garantía última de la democracia como régimen
de gobierno, pero, al mismo tiempo, se volvía imposible sin las re-
formas institucionales que resguardaran y garantizaran su efectiviza-
ción. La fórmula que intentaba estipularse era la reivindicación de
la democracia como marco político indispensable para defender el
interés del pueblo, una defensa que se tornaba imposible sin parti-
cipación popular y organización social.
La revalorización de la democracia, “denostada en otros mo-
mentos históricos por formal, vacía, burguesa y liberal” (Álvarez,
1984) fue el principal reconocimiento que desde Unidos se hizo
al gobierno radical como garante de un sistema de reglas que ha-
cía posible la convivencia y la participación. Un claro ejemplo
de esto era el apoyo a la propuesta oficial que entendía que una
nueva Constitución Nacional podría institucionalizar diversos
mecanismos de participación (como el referéndum, el plebiscito,
la iniciativa popular y la revocatoria de mandato) de la comunidad
en la toma de decisiones. Era el modo en que las formas repre-
sentativas de gobierno –a través de las cuales el pueblo delibera y
gobierna– podían coexistir con alternativas de recuperación vo-
luntaria del poder delegado, canalizando las energías sociales de
forma congruente con las necesidades de estabilidad democrática.
¿No era éste el mismo argumento que utilizaba Alfonsín, cuando
apostaba por una democracia dinámica, plena de participación y
movilización popular pero en el marco bien definido de nuestra
Constitución? La necesidad de contener la participación bajo la
institución de la Carta Magna, ¿no era reconocer que el poder
sustantivo del pueblo debía subsumirse a los canales formales de
la democracia o su poder constituyente debía subsumirse al poder
constituído? Estas preguntas y su paradoja, que ya fue señalada,
nos llevan a recuperar un nuevo punto de tensión que en Unidos se
plasma como un dilema teórico: no desechar el espacio democráti-
co formal como un espacio que también corresponde a los sectores
populares, pero no hacer de él el único lugar y método legítimos

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76 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

para la transformación democrática. Vicente Palermo sintetizaba


esta preocupación al preguntarse:

[…] ¿cómo evitar que el ámbito democrático formal congele los con-
flictos sociales o resulte en el establecimiento de un sistema político de
elites que, aunque de representación diversa y origen popular, establez-
ca una suerte de pacto histórico que manipule las fuerzas populares, las
desmovilice y contenga sus presiones? (1984 a: 2).

De ahí que desde Unidos se apoyara el proceso de recuperación


institucional de la democracia pero reconociendo que era preciso
avanzar sobre los factores de la dependencia, el atraso y la injus-
ticia social. Vemos cómo ese dilema teórico entre una concepción
de democracia que reivindicara los canales formales contenidos en
la Constitución y una noción más ligada a la democracia de base,
históricamente sostenida por el peronismo, se convertía también en
un problema político.
Esta revitalización del binomio conceptual entre democracia for-
mal y democracia real se vincula, además, con el intento de superar
los enfrentamientos entre las principales tradiciones populares de
nuestro país: el liberalismo democrático, representado por el radi-
calismo, y el nacionalismo popular, por el peronismo. Es decir, el
peronismo como abanderado de la democracia social-popular y el
radicalismo de la democracia institucional-formal.
Como tradiciones democráticas, ambas debían asumir modifi-
caciones en sus antiguas concepciones en función de generar una
articulación de las fuerzas políticas para hacer frente a la denomina-
da crisis de la cultura política argentina. El peronismo nucleado en
Unidos había empezado con la tarea mediante la revalorización de
las libertades políticas, el pluralismo y la competencia político-par-
tidaria, tradicionalmente asociados al imaginario radical. También
era importante que los aportes del peronismo fuesen asumidos por
otras fuerzas políticas en el marco de sus propias tradiciones para
que las coincidencias básicas no pusieran en peligro la diversidad.

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Ariana Reano - Julia Smola w 77

En este contexto la renovación veía como un signo positivo la cons-


titución de la Multipartidaria a partir de la cual se daba por iniciada
la etapa de transición a la democracia. La convocatoria nacional era
un emprendimiento que dinamizaba el proceso político profundi-
zando las coincidencias entre distintos sectores de la sociedad en un
contexto de “desesperación, angustias, necesidades, miedos e inse-
guridades, agravado por la crisis económico-social más profunda de
la historia del país”.7
Se trataba de un pronunciamiento asentado sobre los valores
de la libertad, la justicia y los derechos humanos para asegurar la
estabilidad política. Al igual que la Multipartidaria y que aquel
compromiso al que convocaba Alfonsín en La cuestión Argentina,
el Movimiento Nacional iba más allá de un acuerdo entre partidos
políticos. Suponía la organización y movilización de un conjunto
de sectores, grupos, intereses y objetivos en torno a objetivos co-
munes de la nación. Por tanto, la idea de movimiento aludía más
a un tipo de articulación, a una agregación de fuerzas políticas y
sociales y no ya al vínculo inescindible entre partido peronista y
movimiento nacional y popular. Este pilar sobre el que el peronis-
mo había fundado su naturaleza e identidad se veía trastocado por
una realidad altamente conflictiva que requería de la construcción
de un movimiento en el que libertad civil y justicia social no per-
manecieran escindidas. En definitiva, el desafío era poder reunir
en una nueva cultura democrática los componentes de la tradición
liberal republicana sin desentenderse de la tradicional valorización
de la justicia social. En su artículo “Notas sobre el Movimiento
Nacional”, García Delgado y Palermo expresaban este desafío
como la necesidad de reconciliar libertad y pluralismo político con
equidad distributiva:

Democracia pluralista y justicia social son las dos caras del mismo pro-
ceso de lucha del Movimiento Nacional. Sin un cambio profundo de

7
  Primer documento de la Multipartidaria, Buenos Aires, 14 de Julio de 1981.

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78 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

las relaciones de poder que aseguren la equidad distributiva en el marco


de un crecimiento económico vigoroso, no existirían posibilidades de
consolidación con una democracia pluralista; pero igualmente, sin esta
última, las relaciones de poder pueden significar el simple reemplazo de
una modalidad autoritaria por otra. Es todo esto lo que está en juego
en la necesidad objetiva del replanteo del Movimiento Nacional, en
una nueva etapa en la que el peronismo deja ya de ser el actor hegemó-
nico. (1983: 3).

En un escenario en el que la construcción del campo popular


ya no dependía de una identidad política homogénea –rol históri-
camente asociado al peronismo– debían buscarse formas alterna-
tivas de articulación de los sectores sociales. Frente a la desarticu-
lación de los sectores populares, el nuevo Movimiento Nacional
tenía que construir formas de representación distintas. Esta ope-
ración política suponía, como sustento ideológico, la superación
de las dicotomías sobre las cuales se había construido el sentido
de la política hasta entonces. Así, la elaboración de un nuevo ho-
rizonte conceptual tenía que sustentarse en la riqueza del “terce-
rismo ideológico” que permitiera superar los sesgos ideológicos y
las limitaciones inherentes a las tradiciones liberal democrática y
nacional y popular. De lo que se trataba era de empezar a poner
en duda que sólo el peronismo podía llevar adelante una política
nacionalista, fomentar la organización del pueblo y su participa-
ción en una democracia que surgía de las bases y se sostenía en
el ideario de la justicia social. Y, al mismo tiempo, revisar que
solamente el radicalismo podía ser la expresión del pluralismo
ideológico, sustentado en las instituciones de la república y defen-
sor de los derechos y garantías de la ciudadanía. Tanto la noción
de Movimiento Nacional como la de “tercerismo” apuntaban a
una nueva concepción política que reflejara la disputa por la he-
gemonía de los sentidos. Vale decir, que volviera factible para el
peronismo despegarse de una concepción orgánica de la demo-
cracia, inspirada en la fuerte relación entre el líder y el pueblo y

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Ariana Reano - Julia Smola w 79

reivindicara el respeto a las instituciones y la preservación de la


libertad sin quedar por ello condenado a defender un proyecto
democrático fraudulento, corrupto y elitista. Se trataba, además,
de que el radicalismo pudiera hacer suyas la demanda de justicia
social y reconociera que la democracia es también ejercicio del po-
der soberano a través de la participación, que en muchos casos se
da por fuera de los canales formales de representación. Prefigurar
las premisas teóricas del nuevo sistema post-Perón, implicaba en
definitiva romper con la oposición radicalismo/peronismo cuyas
principales “notas distintivas” eran, según García Delgado y Paler-
mo: “liberalismo democrático/nacionalismo popular; individuo/
pueblo; representación/voluntad general; legitimación por pro-
cedimientos/legitimación por resultados; partidos/organizaciones
populares; ciudadanía/ethos democrático” (1983: 3). Quebrar la
antinomia entre las identidades políticas implicaba la posibilidad
de romper con los imaginarios políticos distintivos de cada una.
Era preciso, entonces, concretar aperturas y redefinir valoraciones,
articular en el seno de cada identidad política algunos compo-
nentes distintivos de las otras identidades porque es en esa mutua
afectación donde los contenidos se redefinen y adquieren nuevos
matices para el análisis de la realidad.
El tercerismo ideológico y el Movimiento Nacional funcio-
naban entonces como los núcleos articuladores de sentido de una
democracia que necesitaba que el enfrentamiento y la mutua des-
legitimación entre peronistas y radicales finalizaran. Así lo expre-
saba Chacho Álvarez en su artículo de Unidos:

Una concepción tercerista de la democracia, superadora de la visión


restringida de la tradición liberal y actualizadora de la opción ple-
biscitaria y directa apoyada en la presencia de una jefatura nacional,
debe apoyarse en la reconstrucción de un sujeto colectivo, que con-
vierta a la democracia en un proyecto trascendente de unidad nacio-
nal, con pleno contenido de justicia social. La participación activa del
pueblo en las alternativas y en los caminos que conducen a la toma

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80 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

de decisiones, es la garantía de superar el esquema de la democracia


como técnica de gobierno o mera administración de los conflictos
políticos y sociales. Esto implica valorizar ciertos espacios de poder
que no se agotan en el ámbito partidario y sindical, que permitan ge-
nerar nuevos canales de participación para recomponer, de abajo ha-
cia arriba, el desarticulado cuerpo social de la comunidad. (1984: 4).

Superar la rigidez sectaria de los conceptos y el puro ideologismo


implicaba construir una tercera alternativa entre el “modelo demo-
crático de la pura representación” y el “modelo democrático de la
pura movilización”. El nombre con el que Palermo proponía pensar
esta tercera alternativa era el de democracia participativa: ella resul-
taría de la convergencia entre la “democracia liberal” y la “nacional
popular” y evidenciaría la superación de sus inherentes sesgos y li-
mitaciones y de sus históricos enfrentamientos (1984 b: 87).
Ahora bien, a pesar del intento por pensar la necesaria articu-
lación, democracia formal y democracia sustantiva siguen siendo
operadores de sentido para sostener la diferencia entre las dos prin-
cipales tradiciones políticas. A pesar de las insistencias, las cadenas
de significantes –que asociaban al radicalismo con la defensa de la
democracia formal, ligadas a una concepción representativa, libe-
ral e institucionalista, y al peronismo a una democracia sustantiva,
social, participativa, de base– continuaban funcionando como re-
gistro de evaluación ideológico-política. Ello operaba tanto como
modo de evaluar las propias ideas del peronismo renovador res-
pecto de las antiguas concepciones sostenidas por el ala ortodoxa,
cuanto como herramienta de crítica a la política oficial que, para
Unidos, permanecía asociada a una noción de democracia como
“técnica de gobierno”.
Una percepción bastante generalizada en Unidos respecto del
alfonsinismo era que confundía buen gobierno con una adminis-
tración equilibrada y los asimilaba a una democracia relativamente
estable y en vías de consolidación. El excesivo apego del partido
gobernante a una legalidad de derecho, a la estabilidad institu-

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Ariana Reano - Julia Smola w 81

cional como fin de la democracia, a la reivindicación del marco


jurídico como parámetro de evaluación de los hechos políticos,
lo convertían, decía Iribarne, en un “‘gobierno a la expectativa’,
con el riesgo de transformarse en un gobierno democrático for-
mal de contención social” (1985: 66). La democracia encarnada
por Alfonsín quedaba “congelada en un puro formalismo” y la
“reforma social se ahogaba en un palabrerío insustancial” (Abós,
1985: 22). En definitiva, para la mirada de Unidos toda la aspi-
ración y compromiso histórico del radicalismo era “reinstalar la
democracia sin conmover asimetrías” (Álvarez, 1985: 44). En este
señalamiento se comenzaba a inscribir un nuevo eje de la crítica:
el gobierno de Alfonsín no hacía de la democracia un verdadero
sistema de transformación de las desigualdades e injusticias. La le-
galidad democrática, primaria y formal, tenía que impregnarse de
contenidos sociales si quería asegurar su continuidad y autentici-
dad. Tenía que emprender una transformación de las relaciones de
poder como única posibilidad para lograr un verdadero cambio.
Pues, en el imaginario de Unidos,

[…] “la democracia de Alfonsín” no conlleva un proceso de liberaliza-


ción nacional y de cambio social. Es, dicho con respeto, una “demo-
cracia boba” […] Cien años de democracia es magro proyecto y poco
sueño si esa democracia no tiene un contenido de liberación nacional
y revolución social que difícilmente pueda serle dado al radicalismo a
quien conforma ese sueño chiquito. (Wainfeld, N° 4, 1984: 8-9).

El problema para la renovación era que la valorización de la de-


mocracia parlamentaria, limitada al respeto formal de los rituales
constitucionales, quedaba encerrada en una visión simplista tanto
de las relaciones de poder como del rol del Estado en el juego po-
lítico de afectación de intereses. Decían concretamente:

[…] para la conducción radical el problema de la estabilidad-inestabili-


dad institucional no depende de la intervención concreta del gobierno

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82 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

en la resolución de los conflictos sociales […] Para ser más claros: el ra-
dicalismo no afecta intereses que son incompatibles con la democracia,
articulándolos o reestructurándolos. (Iribarne, 1985: 65).

Esta crítica servía a los integrantes de la revista para interpelar


a un peronismo que, manteniendo la legalidad institucional, no
resignara la construcción de un proyecto de transformación con
mayor justicia social. La apuesta era invertir los términos de la
relación, es decir, no hacer de la legalidad institucional un valor
absoluto que llevaría inexorablemente a la equidad, sino promover
un proyecto democrático con igualdad y justicia donde las institu-
ciones y los canales formales fueran sólo un punto de partida para
las innumerables conquistas del pueblo. En este aspecto volvía a
abrirse la brecha entre el proyecto peronista de una democracia
reformista y el proyecto radical de una democracia restringida.
El peronismo se presentaba encarnando una democracia trans-
formadora que, recurriendo a su tradicional fuente movimentista,
ponía el acento en el protagonismo popular. Desde esta posición
se discutía con la teoría liberal que circunscribía a la democracia
(representativa) al aparato del Estado. Esta última era la opción
del radicalismo, cuya “poca fuerza reformista” terminaba reprodu-
ciendo “viejos mitos liberales”, es decir,

[…] una relación adulta con los poderes hegemónicos del occidente,
una concepción de la sociedad civil que apela más al ciudadano virtuo-
so que a la capacidad comunitaria de auto-organización, el culto del
crecimiento, la productividad y la apertura como aggiornados dogmas
desarrollistas, la primacía de la técnica y la economía sobre la política,
la visión de la solidaridad y el interés sectorial como rémora corporati-
vista y la mirada desconfiada del Estado como poder a vaciar, más que
como espacio a reordenar. (Álvarez, 1985: 44).

Para Unidos el alfonsinismo no había podido afrontar, durante


sus primeros años de gobierno, el desafío de construir una demo-

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cracia participativa donde el protagonismo popular no fuera vis-


to como potencialmente peligroso para la estabilidad del sistema
político. Así, el dilema democracia formal-democracia sustantiva
volvía a operar como herramienta de evaluación teórica de esa si-
tuación. Ligada a la primera nos encontramos ahora con las me-
táforas de la estabilidad institucional, la participación entendida
como representación de intereses a través del sistema de partidos,
la conservación del statu quo y la defensa de un Estado como órga-
no que procesa demandas. La democracia sustantiva, por su parte,
se asociaba al cambio, a la necesidad de revisar la distribución del
poder, a apuntalar una participación a través de organizaciones
donde el pueblo pudiera expresarse mediante otros mecanismos
que no fueran exclusivamente el voto, y a la reivindicación del
Estado como herramienta para alcanzar la justicia social.
Es claro que el intento de articular democracia formal y de-
mocracia sustantiva por parte de Unidos no puede comprenderse
si no es en este doble movimiento de crítica al alfonsinismo y
propia autoevaluación del lugar de la renovación en la nueva etapa
democrática. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos revisionistas,
la “imposibilidad” de la articulación radicaba en que la democra-
cia formal seguía utilizándose como idea fuerza para encasillar al
alfonsinismo, señalar sus peores errores y los riesgos a futuro que
ellos suponen. Esto sucede al mismo tiempo en que se produce
una sobrevaloración de la democracia sustantiva, como bandera
exclusiva del peronismo. El artículo de José Pablo Feinmann es
ilustrativo al respecto:

Cuando nosotros decimos que el modo peronista de hacer política es


“hacer política con las masas” es un modo no elitista y profundamente
democrático. Pero no democrático en el sentido liberal de la palabra.
Para el liberalismo, democracia es el sistema en el cual el individuo
elige a sus representantes que, en el parlamento –entre ellos– deciden
por el pueblo […] El peronismo debe oponerse absolutamente a ese
concepto liberal que confunde la actividad del pueblo con la anarquía.

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84 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

No somos caballeros de guante blanco que elegimos a los señores que


nos representan, y después nos vamos a casa […]
Así como es fundamental la organización democrática, parlamentaria
y los tres poderes, todo eso no sirve de nada, si no va acompañado de
la democracia de base, de la democracia real. (1984: 23-24. Cursivas
nuestras).

Esto le permitía sostener a Unidos que si bien el proyecto radical


proponía una democracia respetuosa de las libertades cívicas e indi-
viduales, no lo hacía avanzar en un proyecto de liberación nacional.
No se trata de una democracia transformadora donde los sectores
populares tienen un protagonismo central y donde el rol del Estado
es central en la distribución del poder. Todo ese desafío está puesto
en el peronismo como único actor político capaz hacer posible la
democracia real. En este sentido Arturo Armada decía:

Apuesto a que el peronismo pueda renacer de sus cenizas. Creo que puede
ser la “alternativa” de izquierda ante el chirle proyecto posibilista del alfon-
sinismo, pero una izquierda realista, con sólidas bases en el movimiento
obrero organizado, con conciencia nacional inspirada por la tradición his-
tórica de las luchas populares iniciadas a comienzos del siglo pasado […]
Y lo digo claro, una fuerza reformista –como lo fue siempre– asumida lisa
y llanamente como tal, sin encubrir tras un discurso “revolucionario” pero
que nadie se traga, su incapacidad para suministrar soluciones eficaces y
convincentes a los intrincados problemas argentinos. (1985: 39).

La articulación entre democracia formal y democracia sus-


tantiva quedaba así atrapada en el siguiente argumento circular:
si la verdadera democracia fue “la que hizo el peronismo”, “au-
ténticamente democrática porque su base social era democrática”
(Feinmann, 1984), también era cierto que sin un régimen demo-
crático que sirviera de marco, la realización de una democracia
transformadora sería imposible. Y aunque el peronismo quería
despegarse de un alfonsinismo que “desplazó los límites de la de-

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Ariana Reano - Julia Smola w 85

mocracia como marco y la convirtió en sustancia” (Álvarez, 1985:


45), quedaba atrapado en su mismo argumento: la aceptación y
el respeto a las reglas del juego democrático como punto de partida
para el logro de la transformación. La realización de la democra-
cia sustantiva estaba condicionada a la conservación de la demo-
cracia formal como su única condición de posibilidad. La marca
diferencial estaba puesta en el sentido que cada lenguaje político
otorgaría al contenido de la democracia y, por consiguiente a su
potencial transformador. Pues, si el acuerdo general era que había
que partir de un piso mínimo de reglas, que no lo otorga ningún
otro régimen que no sea el democrático, para el peronismo de
Unidos era claro que garantizar este piso era sólo el principio, el
marco general, el medio, pero nunca el fin en sí mismo.
El eje de la disputa pasará entonces a plantearse en estos tér-
minos: sostener una democracia que sea asociada al orden como
fin superior de la política, o una democracia que sea entendida
como marco que habilite el proceso de transformación, siendo esta
última la aspiración política de máxima. Una democracia como
orden era una “democracia controlada y restringida”, con “apela-
ciones cotidianas a la mesura” y que reivindicara las “virtudes del
ciudadano como un ser casi incontaminado”, que “debe rehuir
a toda convocatoria a lo comunitario” (Álvarez, 1985: 51). Esta
cultura de la democracia era la que, para Unidos, representaba el
alfonsinismo. Mientras que una democracia transformadora debía
replantear las modalidades de participación en relación con las
organizaciones intermedias y la recuperación del rol protagóni-
co de los sujetos en la actividad política. Porque, como afirmaba
también Álvarez,

[...] se necesitan cantidades y calidades de participación popular para


que la democracia, como marco político, se combine efectivamente
con el cambio de las relaciones de poder en términos de equidad dis-
tributiva, crecimiento económico y autonomía nacional. (1985: 47).

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86 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

La democracia formal, planteada ahora como orden democrático ne-


cesario, y la democracia sustantiva como transformación posible a partir
de la primera, será el nuevo eje de disputa que reorganizará el debate
político-intelectual.

3. Orden y transformación: metáforas para pensar la


democracia

En su libro Metáforas de la política Emilio de Ípola sostiene que des-


de la teoría sociológica la política puede ser concebida:

[…] o bien como un subsistema dotado de funciones predetermi-


nadas –en particular la “autorregulación” de lo social– o como una
“superestructura” del edificio social con causa y efectos también pre-
determinados, o bien como la dimensión de contingencia inherente
a lo social, con su dimensión de apertura, que posibilita la inter-
vención eficaz de la acción individual y colectiva sobre el mundo
social, y en particular, que permite, dadas ciertas circunstancias, el
cuestionamiento del principio estructurante de una sociedad, de su
pacto social fundamental, ya sea para reafirmarlo, ya para subvertirlo
e instituir un nuevo orden. (2001: 9).

Estas metáforas de la política encuentran su síntesis en dos pa-


labras que dan cuenta de su sentido: orden –ligada a una idea de
estabilidad y cierto grado de equilibrio social garantizado por los
procedimientos institucionales y las normas que rigen la conviven-
cia social– y revolución –asociada a la capacidad que toda acción
tiene para subvertir el orden y transformarlo. Nos gustaría retomar
estas apreciaciones para reconstruir, para el caso del debate sobre la
democracia argentina, cómo operaron a nivel simbólico las metá-
foras del orden y de la transformación como iterabilización de las
tensiones que veníamos desarrollando entre democracia formal y
democracia sustantiva.

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Ariana Reano - Julia Smola w 87

La democracia, en 1983, surgía ligada a una demanda de orden


que retoma su lugar central para pensar la política en un sentido muy
diferente de la que había caracterizado el orden impuesto por la dic-
tadura militar. Cabe recordar que la “crisis orgánica” que tuvo lugar
en Argentina desde 1974 en adelante permitió la articulación de una
práctica en la que prevaleció la demanda por una rápida restauración
del orden. La respuesta a esa demanda pronto se asoció a la figu-
ra de las fuerzas armadas como agente privilegiado que detentaba el
poder para ordenar una sociedad acechada por la violencia y el caos
generalizado originado por la subversión (O’ Donnell, 1981). Así, la
noción de orden representada por el discurso militar bajo el concepto
de “reorganización nacional” se asoció a la responsabilidad última del
destino nacional de un agente dotado de la racionalidad de la que
carecen los otros sectores de la sociedad. De ahí la ratificación de las
fuerzas armadas como el sujeto garante del orden político.
Pero el advenimiento de la democracia resignificó la propia con-
cepción de orden. Frente a la crisis y fragmentación que había sufrido
la sociedad argentina durante la última dictadura militar, la necesi-
dad de construir un orden político venía a invertir los lugares del ar-
gumento: “ahora la democracia es el nombre del orden y la dictadura
el del caos” (Alfonsín, 1985 b). Se trataba, entonces, de transformar
el viejo orden –autoritario, ilegítimo, violento y antidemocrático– en
un nuevo orden –plural, institucional, consensuado y legítimo. El
inicio de la democrática puede ser leído en este sentido como una
ruptura con lo viejo pero también, y al mismo tiempo, como una
reconstrucción interna de los lazos sociales a partir de las prácticas de
los actores sociales. La clave sería emprender una transformación que
pusiera en interrelación la dimensión institucional y la dimensión
subjetiva de la democracia. En la medida en que los procedimientos
por sí mismos no podían garantizar este nuevo orden, se hacía im-
prescindible la transformación de la cultura política, de las relaciones
intersubjetivas, de los hábitos políticos de la sociedad.8

8
  La necesidad de leer a la transición democrática no sólo como un cambio en la

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88 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

Se abría así el espacio para las posibles transformaciones de un


orden que se sabía precario pero que, en virtud de esa precariedad, no
podía renunciar a la lucha política por construir ciertas “islas de pre-
visibilidad” (Arendt, 2003). En el marco de los discursos que estamos
repasando, esta dimensión de previsibilidad estará asociada al rol de
la ley como un “mecanismo para la regulación de los conflictos y para
la adopción de decisiones colectivas” (Nun y Portantiero, 1987: 9).
En un intento por concebir a la democracia como un orden político
normado, pero no por ello conservador de un statu quo que perpe-
tuara la dominación, las reglas se volvían un instrumento necesario
para su transformación. Se sostenía así una defensa común de la ins-
titucionalidad9 como referente de certidumbre en la difícil y conflictiva
construcción del orden democrático (Lechner, 1984).
La democracia se recuperaba bajo un doble desafío: instaurar un
orden institucional que fuera, al mismo tiempo, el terreno a partir
del cual la política se convirtiera en herramienta de transformación.
El desafío pasaba entonces por descifrar el cómo de la relación entre
orden y transformación democrática, sin que una noción puramen-
te formal de la democracia implicara la subsunción de la capacidad
transformadora de la acción subjetiva en la formalidad de la regla.
estructura institucional (reforma del Estado, reforma constitucional) sino también
como una transformación cultural del país fue tematizada por los textos de Landi
(1984; 1988) y de Nun (1989). Poniendo énfasis en la mirada sobre las relaciones
sociales para construir la democracia, en estas reflexiones se hace hincapié en la
necesidad de trasformar la cultura política del país. Es un trabajo que supone, res-
catando las enseñanzas gramscianas, trabajar con los núcleos de sentido común de
una sociedad que, a pesar de encontrarse formalmente en democracia, en muchos
aspectos no podía desembarazarse de los efectos antidemocráticos del autoritaris-
mo. Este desafío será retomado también en el discurso de Alfonsín en Parque Norte,
del cual nos ocuparemos más adelante.
9
  Cabe aclarar que cuando hablamos de la dimensión institucional no nos referimos
solamente a la necesidad de reivindicar la figura del Estado y del parlamento
como ejes centrales de la acción política, o a la implementación de mecanismos
de participación semi-directa por parte de la ciudadanía. Nos referimos, más bien,
a la institucionalidad como instancia simbólica de ordenamiento de las relaciones
sociales. A la necesidad de que exista un conjunto de reglas mínimas que organicen
las relaciones entre identidades plurales y diversas y que, al mismo tiempo, establezca
quién está autorizado a tomar decisiones colectivas y bajo qué procedimientos
(Portantiero, 1988).

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Así, se va perfilando un debate donde la compleja articulación con-


ceptual entre orden y transformación iterabiliza la relación entre
democracia formal y democracia real, y el desafío para pensar su
articulación. Porque, como explicaba José Aricó:

Esta sociedad argentina ve el problema así. Lo ve por un lado, como


instancias de garantías y derechos políticos que, por otro, son incon-
ducentes a instancias de transformación que tienden a excluir a los
primeros. Esta es la experiencia histórica y este país se constituyó mí-
ticamente así. Así está planteado en la plaza, así está planteado en los
discursos, así está planteado en la forma de razonar. Esta es una trampa
del lenguaje, un error, y es lógico que a esta confusión hayamos llegado
después de todo lo que pasó. El problema es cómo pugnar, como traba-
jar en el sentido de dar verosimilitud a un razonamiento, cómo operar
sobre una sociedad para que este problema de instancias garantísticas
e instancias de transformación no aparezca contrapuesto. (1985: 120).

La operación de disociación señalada por Aricó había resultado


útil tanto para el pensamiento de izquierda como para al peronismo,
como modo de justificar una posición política que los colocaba en
uno de los polos –el de la democracia “real”, la democracia del pue-
blo, generadora de una transformación radical de la desigualdad,
promotora de la participación popular en todo ámbito de la vida
social– y también para discutir al liberalismo su excesivo formalis-
mo conservador. El desafío seguía siendo el de intentar quebrar la
separación que permitía ubicar de un lado a la democracia formal
como única garante del orden político, y de otro lado, la democracia
real o sustantiva, ligada a un proyecto político transformador de las
injusticias y desigualdades.
A este desafío se sumaban las voces de la izquierda intelectual
–sobre las cuales tendremos ocasión de explayarnos en los próximos
capítulos– para quienes el debate sobre la transformación era un
modo de revisar la idea de revolución. Estas reformulaciones junto
con el énfasis que algunos intelectuales ponían en la cuestión del

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90 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

Estado de derecho o el pacto democrático, los obligó a repensar los


modos posibles de articular valores democráticos y cambio social.
Al igual que en la discusión del peronismo renovador, finalmen-
te, la supuesta falacia en la identificación entre democracia formal
y democracia sustantiva abría paso a la resignificación. Es que la
apertura democrática exponía a intelectuales y políticos a la tarea de
asumir nuevos esquemas referenciales, distintos de aquellos que ha-
bían permitido clasificar la experiencia pasada en torno a categorías
dicotómicas tales como nación/imperio, pueblo/oligarquía, obrero/
burgués o peronismo/antiperonismo. A lo largo de este capítulo he-
mos revisado cómo tanto la palabra del presidente Alfonsín como
los debates llevados a cabo en el peronismo renovador de Unidos
hicieron un esfuerzo por repensar una dimensión democrática su-
peradora de estos, y otros, antiguos dualismos.
Sin embargo, como ya lo anunciamos, el discurso de Alfon-
sín se apropió de esta lógica dualista al plantear, como eje de la
“frontera política” la oposición democracia-autoritarismo. Esta
operación, que permitía trazar distancia con la formación política
previa, y a través de la cual la democracia aparecía como la única
solución posible a los males de la Argentina, la convertía en un
“concepto positivo en sí mismo” (Lesgart, 2003: 68). Esta conjun-
ción fue interpretada por algunos análisis de las ciencias sociales
como el “paso” de una “concepción dualista” –que había primado
en las explicaciones de la salida de los gobiernos autoritarios– a
una “operación monista”, donde la democracia se constituía como
la única garante posible para la reconstrucción política del país
(Guber y Visacovsky, 2005: 61-62). El carácter aparentemente
unívoco estaba dado, desde esta concepción, por la búsqueda de
los núcleos “puros” e “incontaminados” de la democracia. Esos
núcleos claramente podían identificarse en el llamado que hacía
Alfonsín a la construcción de una democracia basada en un com-
promiso nacional sobre los fundamentos y en una reivindicación
de los procedimientos como normas garantes. No obstante, hemos
afirmado, hace apenas un instante, que la operación discursiva que

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surge del intercambio político-intelectual en los años de la transi-


ción es más bien la de un intento por comprender la relación ambi-
gua entre los dualismos conceptuales que surgirían precisamente para
pensar uno de los polos de la relación antagónica: la democracia. Es
que ya no se trataba sólo de oponer la democracia al autoritaris-
mo, sino de reactivar la disputa por la forma y los contenidos que la
propia democracia debía adoptar. De ahí la importancia de lo que
veníamos sosteniendo: lejos de concretarse la univocidad del sen-
tido de la democracia al oponerla a autoritarismo, el debate surge
por aquellos años bajo nuevas lógicas binarias que resultan de la
iterabilización conceptual del dualismo democracia formal-demo-
cracia sustantiva.
Esta operación pone en evidencia al menos dos cuestiones. En
primer lugar, que el complejo universo discursivo que se configura
durante los años ochenta en Argentina muestra que la democracia
no es un simple dato de la realidad sino un significante cuyo signifi-
cado es objeto de debate público y que, como tal, se vuelve objeto de
controversia. En segundo término, que el intento por articular los
binomios conceptuales ha dado cuenta de la ambigüedad constituti-
va de la democracia como significante político. Tales binomios no son
los antagonismos conceptuales del pasado sino núcleos de sentido a
través de los cuales se instituye una lucha simbólica por fijar el sentido
del significante democracia. Retomando la hipótesis de De Ípola en
relación con las Metáforas de la Política, los discursos que hemos
repasado –y los que continuaremos analizando– dan cuenta de que
si el contenido y la forma de la democracia pueden ser discutidos es
porque ni la metáfora del orden ni la metáfora de la transformación
se aplican total y coherentemente a la significación de la democra-
cia. Más bien, el intento de combinarlas muestra, como decía Aricó,
que “lo político” de la democracia está en ese intento permanente de
las sociedades por “sostener un orden social al tiempo que se pugna
por cambiarlo” (1986 a: 24).
Es en este juego complejo de “necesidad” e “imposibilidad” que
nos parece sugerente abordar los debates sobre la democracia como

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92 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

significante político. Esto nos permitirá ver que los intentos de ar-
ticulaciones conceptuales llevados a cabo por los distintos discursos
responden a una falla constitutiva de la democracia, antes que al fra-
caso o al error de un partido o un sector político. Se trata de explotar
una complejidad teórica que revela una preocupación política muy
concreta: desde dónde sostener y apoyar el proyecto democrático
liderado por el alfonsinismo –aceptando, en principio, las reglas de
la democracia como garantes de la diversidad de ideas– sin dejar de
disputarle su hegemonía, señalando sus inconsistencias y debatien-
do sus contenidos. Esa batalla política, que era también ideológica
y que por lo tanto debía tener un lugar en el campo del discurso, se
condensaba, como sosteníamos antes, en el reto de cómo abordar el
problema de la democracia en democracia.

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Capítulo 3
La apuesta por “cien años de democracia”

1. Parque Norte y la resignificación de la democracia

En una entrevista concedida al diario Río Negro en 2006, Horacio


González recordaba que el Discurso de Parque Norte había sido
“excepcional”. Quizás, agregaba, “uno de los grandes discursos de
los ochenta”, porque fue capaz de abrir una época nueva vinculada a
la idea de que lo democrático estaba en el poder del discurso, en la
capacidad de crear una doctrina y un nuevo sujeto. Aquel discurso
abrió un horizonte porque habilitó una disputa sobre el sentido de
las categorías necesarias para pensar la consolidación democrática.
Las nociones de cultura política, pacto, ciudadanía plural, consenso
y participación se articulaban allí para construir un nuevo “sentido
común” en torno a la nueva dinámica democrática. El propio dis-
curso de Alfonsín planteaba esta cuestión en términos de disputa
por el significado de las palabras y el uso que se hacía de ellas en
determinados contextos históricos. En política, decía, “los términos
no son neutrales ni unívocos, deben ser definidos. Ya lo hicimos al
precisar nuestra concepción de la democracia” (Alfonsín, 1985 c).
Como veremos, el Discurso de Parque Norte recuperaba categorías
de la teoría política y de la sociología –marca indiscutible de la cola-
boración de los intelectuales que rodeaban al presidente, en especial
de Portantiero y de De Ípola– y al mismo tiempo convocaba a dis-
cutir sobre ellas, sobre sus usos y efectos en torno a un “aconteci-
miento político” determinado.
Cabe preguntarnos, pues: ¿en qué sentido el Discurso de Parque
Norte fue un acontecimiento político? Lo fue en la medida en que
allí se planteaba la idea de una democracia fundadora, sentando
las bases de un “nuevo tiempo democrático” (Vommaro, 2006). La

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concepción de la democracia que planteaba expresaba la necesidad


de reconstitución política luego de aquella doble ruptura que, como
señalamos en el capítulo anterior, se había provocado con el pasa-
do y con el peronismo.1 En su intento por restituir un horizonte
de certeza sobre qué democracia construir es posible leer a Parque
Norte como símbolo discursivo de la recomposición del discurso de-
mocrático. El Discurso condensaba un cúmulo de ideas que comple-
mentaban un modelo de democracia liberal-procedimental con uno
de democracia participativa, unida a un compromiso ético común.
Esta conjunción puso de relieve varias temáticas abordadas por las
tradiciones políticas tales como la ciudadanía, el rol del Estado y
su relación con la sociedad civil, la cultura política, el lugar de las
instituciones y la importancia de la deliberación y el consenso en la
construcción democrática. Comencemos entonces por reconstruir
sus principales tópicos argumentativos.
Portantiero y De Ípola (2000) señalan que el “trípode” sobre
el que se estructuraba el Discurso de Parque Norte articulaba los
conceptos de democracia participativa, modernización y ética de la
solidaridad. A través de ellos el gobierno convocaba a los distintos
actores políticos a construir un proyecto de cambio asentado en un
consenso suprapartidario bajo el supuesto de que se había confor-
mado una sólida voluntad antiautoritaria en nuestra sociedad.
El tópico de la democracia participativa unía una dimensión ins-
titucional, expresada en la consolidación del Estado de derecho con
una dimensión subjetiva que apelaba al compromiso y a la partici-
pación ciudadana:

1
En la reapropiación que Aboy Carlés hace de la teoría de la hegemonía de Laclau y
Mouffe (2004) nos propone que “toda identidad política supone una dimensión de
ruptura, la consideración de un espacio identitario propio tras el cual se vislumbra la
clausura impuesta por una alteridad y, por otra parte, una pretensión de ampliar ese
espacio. En este sentido, la demanda de ruptura y la demanda de orden aparecen
como componentes esenciales de toda identidad política” (2001: 306). Es en esta
clave de “demanda de orden” que se puede leer la recomposición del discurso de-
mocrático, tomando a Parque Norte como marca fundamental de ese paso.

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El concepto de esta democracia participativa que buscamos impulsar


representa una extensión e intensificación del concepto moderno de
democracia, y no se contrapone en modo alguno al de democracia for-
mal. Toda democracia es formal, en tanto implica normas y reglas para
contener, delimitar y organizar la actividad política y el funcionamien-
to de las instituciones del Estado y de la sociedad. Y toda democracia,
por definición, implica también la participación de la ciudadanía en las
decisiones políticas. (Alfonsín, 1985 c).

La apertura de canales de participación directa de los ciudadanos


en la toma de decisiones tenía la intención de acercar el gobierno a
la sociedad y de afianzar el compromiso de los sujetos con la comu-
nidad política. Se propugnaba, desde una “visión constitucionalista
moderna”, la “combinación de los mecanismos de democracia re-
presentativa con los de la democracia semidirecta” con el propósito
de “superar la apatía de la mayoría de la población, que amenaza en
convertir el pluralismo político en un simple pluralismo de elites”
(Alfonsín, 1985 c). Operativamente, los mecanismos de participa-
ción semidirecta2 eran concebidos como complementarios de las
instancias representativas tradicionales, y la justificación teórica de
su existencia, según el jurista Carlos Nino, es que:

[...] la participación presupone una mayor descentralización del po-


der, ya que sólo hay una intervención efectiva en las decisiones que
afectan a intereses importantes de la gente cuando esas decisiones
son tomadas en ámbitos cercanos a donde se desarrolla la vida de los
ciudadanos.(1986: 135).

La ética de la solidaridad apelaba a un punto desde donde en-


focar el tema de la justicia social, poniendo el acento en los menos
favorecidos y siendo capaz de vertebrar procesos de cooperación que

2
 Estas eran el plebiscito, el referéndum y la consulta popular: figuras que serán
incorporadas al luego frustrado proyecto de reforma de la Constitución Nacional.

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concurrieran al bien común. Esta ética se basaba “en una idea de la


justicia como equidad, como distribución de las ventajas y de los
sacrificios, con arreglo al criterio de dar prioridad a los desfavoreci-
dos aumentando relativamente su cuota de ventajas y procurando
disminuir su cuota de sacrificios” (Alfonsín, 1985 c). Era una ética
que, basada en los principios liberales de la libertad, el pluralismo,
la igualdad y el consenso, pretendía –a la manera de la justicia rawl-
siana– ser el paraguas capaz de abarcar, en virtud de su neutralidad,
a una amplia pluralidad de sujetos. En nombre de su imparcialidad,
esta ética universal estaba llamada a ser aceptada por todos. De ahí
se derivaba la idea de democracia como “forma organizada o regi-
mentada del discurso moral”, entendiendo por discurso moral una
“práctica que tiende a disminuir los conflictos y facilitar la coope-
ración a través del consenso, o sea, la aceptación unánime de los
mismos principios de conducta” (Nino, 1986: 131).
Por último, la modernización. De acuerdo con la palabra oficial
ésta no era una receta tecnológica sino una concepción integral sólo
pensable en relación con los otros dos lados del triángulo. La mo-
dernización aparecía como un proceso complejo –no ligada a un
criterio exclusivo de eficientismo técnico– con su obvia dimensión
económica, pero también cultural, social e institucional. El desafío
modernizador incluía “la difícil tarea de conciliar armoniosamen-
te eficiencia con justicia” (Alfonsín, 1985 c). En una apuesta por
sostener que la democracia no sólo implicaba calidad institucional
sino también una mejor calidad de vida para los ciudadanos, Alfon-
sín sostenía que “transformar en eficiente una sociedad quiere decir
modernizar no sólo la economía, sino también las relaciones sociales
y la gestión del Estado, dotando a los ciudadanos de cuotas crecien-
tes de responsabilidad, a fin de asociarlos a una empresa común”
(Ídem). En este marco, la ampliación de la participación formaba
parte del proyecto de reforma del Estado:

Existe una relación inversamente proporcional entre centralización y


participación. Una gestión estatal muy concentrada implica confiar

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el manejo de la cosa pública a un núcleo burocratizado de la pobla-


ción, que desarrolla como tal, conductas sujetas en mayor medida a sus
propios intereses corporativos que al interés general. Descentralizar el
funcionamiento del Estado significa al mismo tiempo abrirlo a formas
de participación que serán tanto más consistentes cuanto mayor sea su
grado de desconcentración. (Alfonsín, 1985 c).

Así, los tres ejes de la propuesta de Parque Norte reproducían


aquella visión de la democracia presente en los primeros discursos
de Alfonsín que revisamos en el capítulo anterior. Se trata de una
concepción sustentada, por una parte, en una dimensión institucio-
nal, plasmada en la reivindicación de la Constitución Nacional, en
los mecanismos de representación semidirecta a ser incorporados
a ella y en la necesidad de reconstitución de los partidos políticos.
Y, por otro lado, en un conjunto de principios éticos, asociados al
compromiso moral con los más desaventajados, a una responsabili-
dad ciudadana con lo público a través de la participación solidaria,
y al llamado a la convivencia civilizada.
Un tiempo después, en relación con este último punto, De Ípola
sostenía que aquel discurso hacía una lectura más bien culturalista
de las principales dificultades del país, concebidas como producto
de los “hábitos perversos de nuestra moral colectiva” (2004: 55).
De ahí el insistente llamado al compromiso común en la tarea de
reconstruir la democracia. Por su parte, Portantiero entendía que
aquel trípode conceptual conformó un mix que fue la “clave del
éxito” del alfonsinismo porque resumía “una combinación de vo-
luntad de cambio y de voluntad de orden, de innovación y a la vez
de paz, para una sociedad que había vivido más de una década de
violencia y represión” (1987: 276). Desde nuestro punto de vista,
los tres elementos que estructuraron Parque Norte colocaron en el
centro del debate la articulación entre una democracia sostenida en
el respeto a la institucionalidad del Estado de derecho, vale decir, una
democracia formal, y una democracia de tipo social, que recuperaba
cierta idea de bien común sostenida en el compromiso y la parti-

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cipación. En este marco, el discurso alfonsinista intentaba articular


simbólicamente una serie de necesidades y expectativas de la sociedad
civil que estaban dispersas. Lo hacía conjugando las demandas de or-
den institucional y, al mismo tiempo, convocando a un compromiso
fundamental para sostener ese orden, dando lugar a la expresión del
pluralismo y la diferencia:

Una sociedad democrática se distingue por el papel definitorio que le


otorga al pluralismo, entendido no sólo como un procedimiento para
la toma de decisiones, sino también como su valor fundante. En estos
términos, el pluralismo es la base sobre la que se erige la democracia y
significa reconocimiento del otro, capacidad para aceptar las diversida-
des y discrepancias como condición para la existencia de una sociedad
libre. La democracia rechaza un mundo de semejanzas y uniformidades
que, en cambio, forma la trama íntima de los totalitarismos. Pero este
rechazo de la uniformidad, de la unanimidad, de ninguna manera su-
pone la exaltación del individualismo egoísta, de la incapacidad para la
construcción de empresas colectivas. (Alfonsín, 1985 c).

El ejercicio responsable de las divergencias implicaba un consen-


so básico entre los actores sociales sobre la aceptación de un sistema
de reglas de juego compartidas. Con esto, el disenso sólo podía ser
expresado en el marco de la democracia en tanto sistema de reglas.
Ellas son las que definen la legitimidad de las demandas en conflic-
to. Como vemos, se retoma aquí una temática que habíamos adver-
tido hacia el final del capítulo anterior: la democracia vinculada a la
cuestión del orden. Decía el presidente al respecto:

Una antigua concepción –generalmente asociada a las derechas tradi-


cionales– tiende a juzgar el orden como un valor absoluto y suficiente
y a calificar al disenso, y sobre todo al conflicto como eventualidades
negativas e indeseables por principio. Otra concepción no menos añeja
–vinculada a ciertas izquierdas– exalta en cambio las presuntas virtudes
de la lucha y el antagonismo constantes considerando como perniciosa

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toda estrategia que se preocupe por la construcción de un orden polí-


tico estable. Superar esa falsa disyuntiva constituye uno de los principales
desafíos de la democracia. (Alfonsín, 1985 c. Cursivas nuestras).

Ni orden absoluto, ni antagonismo permanente: la democracia


debía ser una instancia superadora. La clave estaba en la apelación
a un consenso básico sobre las reglas del juego que permitiera la
construcción del orden democrático sin resignar la expresión del
disenso. No se trataba de la instauración democrática a través de
una coalición gubernamental sino que, una vez instalado el Estado
de derecho y la democracia política, su contenido fuera definido en
el marco de un nuevo proyecto de país, al proponer un conjunto
de pactos (De Ípola y Portantiero, 2000: 121). El primero, referido
a la institucionalización de la democracia formal, era un pacto de
garantías. El segundo, el pacto de transformación, era un llamado a la
coincidencia sobre los temas básicos de la reforma.
Estas ideas ponían de relieve que el camino hacia la consolidación
democrática no implicaba solo haber restablecido la institucionalidad
política –expresada en la vigencia del Estado de derecho y la recupe-
ración de las libertades, derechos y garantías prescriptos en la Cons-
titución–, sino también la construcción de un sistema de “creencias
comunes” sobre el cual sustentarla. En este sentido, el pacto surge en
los discursos políticos y académicos de la época como la “metáfora
fundadora del orden político” a partir de la cual se muestra a la de-
mocracia no ya como una utopía de sociedad transparente sino reve-
lando su carácter “construido” y, por tanto, ambivalente. La democra-
cia, más bien, como “utopía de conflictos, de tensiones y reglas para
procesarlos” (Portantiero, 1988: 175; Portantiero y De Ípola, 1984).
Durante los años de la transición, el requisito de un pacto social para
garantizar la gobernabilidad ponía de manifiesto que la democracia
no era garante de sí misma y que el lazo instituyente de la comunidad
política no estaba dado de antemano.
Se trataba entonces de construir simbólicamente ese elemento
común garante del orden; un orden que ya no era impuesto por la

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100 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

fuerza sino construido mediante la participación de una pluralidad de


actores. Así, la democracia pivoteaba entre la necesidad de consolidar
un régimen institucional fuerte y estable y la construcción de un ethos
democrático que fuera capaz de subjetivarse. Porque para que el pacto
democrático adquiera realidad “hace falta que los sujetos sociales lo asu-
man como propio y, por tanto, que asuman la necesidad de proyectarse
más allá del horizonte de sus particularismos reivindicativos y acuerden
prioridad a la construcción de un orden colectivo vinculante” (Portan-
tiero, 1988: 187). Entre las condiciones de instrumentación del pacto
democrático aparece una “dimensión ética insoslayable”: un cierto gra-
do de autolimitación de los actores sociales en pos del bien común de
la comunidad política. Este aspecto se convertiría en un gran acierto
a nivel simbólico, pero al mismo tiempo, querríamos sostener, en el
principal escollo para la construcción de la legitimidad gubernamental.
Acierto, porque el sistema de acuerdos fundamentales sobre el conte-
nido de la democracia se presentaba como el resultado de un proyecto
plural y abierto a la libre participación de las distintas fuerzas políticas.
Y obstáculo en la medida en que la dimensión subjetiva de la democra-
cia terminaba reduciéndose a la capacidad de los sujetos de interiorizar
los valores éticos y políticos de la democracia. Esta idea ya había sido
expresada por el presidente cuando en abril de 1985 convocaba a todo
el pueblo a la Plaza de Mayo y decía:

[…] vamos a avanzar cada vez más hacia la construcción de una democra-
cia participativa. El pueblo comienza a transitar los caminos de su histo-
ria. Necesitamos su protagonismo para ratificar verdades y certezas; verdades
y certezas que aparecen de pronto cuestionadas en la interesada confusión
de quienes no creen en su soberanía. (Alfonsín, 1985 a. Cursivas nuestras).

La convocatoria a la defensa de la democracia se hacía en nombre


del respeto a los fundamentos de la nación, expresados en la Cons-
titución Nacional. La dimensión ética –simbolizada en las figuras
del respeto, la solidaridad, el compromiso con el otro y la autoli-
mitación a las ambiciones personales desmedidas– aparecía como

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consecuencia natural de la obediencia a las reglas.3 Las dimensiones


de la democracia que esbozaba el Discurso de Parque Norte ponían
en una relación de equivalencia las nociones de pacto, ética común
y reglas constitutivas, concebidas como el piso a partir del cual la
democracia debía ser construida. Estas parecían ser las “verdades y
certezas” a ser ratificadas por el pueblo.
Como vemos, durante los años ochenta la reflexión sobre la de-
mocracia y su contenido sólo se volvía posible si podía estipularse
un punto de partida en el que todos estuviesen de acuerdo. Esto
interpelaba a los sectores de la izquierda intelectual y del peronis-
mo en la necesidad de discutir el significado de ese piso mínimo y
el margen que pudiera otorgar a un proyecto político de transfor-
mación. El debate sobre las concepciones de la democracia estaba
condicionado por un límite que, mientras establecía ciertas condi-
ciones básicas del orden democrático, hacía posible la discusión sobre
el sentido de ese orden. Esta “lealtad general al sistema” no podía ser
negociada, tenía que ser admitida como un punto de partida básico
desde el cual comenzar a discutir cuestiones más profundas. En el
capítulo anterior sosteníamos que la idea que mejor expresó la exis-
tencia de un principio incuestionado de la democracia era la idea de
orden. La democracia como imagen del orden, y ambos asociados
ahora a las ideas de pacto y de reglas constitutivas componían el
trasfondo de la convocatoria de Parque Norte. Se retoman así las
metáforas del orden y del conflicto, del pacto y de la transforma-
ción, de las reglas y de la acción para pensar el complejo proceso de
construcción democrática.
La apelación al pacto, ya lo insinuamos, formaba parte de un
contexto de época donde el debate político intelectual retomaba la
temática neo-contractualista para pensar la transición de las demo-
3
  Varios años más tarde De Ípola reconocía las principales falencias de aquel dis-
curso que, según sus palabras, “caía en la indefinición y casi omisión de la figura
del enemigo: los grupos de poder económico, clerical y militar, los que muy pronto
mostrarían sus afilados dientes; pecaba de optimismo moral y sobreestimaba su
percepción también optimista de un sujeto democrático ya constituido e inconmo-
vible” (2004: 56).

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102 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

cracias latinoamericanas. El pacto sobre las reglas del juego democrá-


tico expresaba:

[...] la búsqueda de un acuerdo complejo y confuso en que se sobrepo-


nen la restauración del las reglas de juego fundamentales, la negocia-
ción de un itinerario y un temario mínimo para la transición así como
el establecimiento de mecanismos de concertación socioeconómica.
(Lechner, 1986 a: 34).

Ello suponía revalorizar los procedimientos institucionales y for-


males de la democracia pero también reconocer que la reconstruc-
ción del sistema político podía llegar a confrontar con los modos en
que tales procedimientos son comprendidos por los actores sociales.
De Ípola y Portantiero advertían esto cuando argumentaban sobre
las reglas constitutivas como el corazón de aquel pacto democrático:

[…] muy a menudo, se nos dirá, y particularmente en situaciones de


crisis, las reglas constitutivas, lejos de ser un espacio neutro y definido
dentro de cuyos límites se desplegaría la acción política, son aquello
mismo que está en juego en dicha ocasión. Con otras palabras, en muchas
situaciones las luchas políticas son esencialmente luchas por definir la
política. (Portantiero, 1988: 177).

Los autores admitían que, antes que constituirse en el marco


para la expresión del conflicto, tales normas podían ser en realidad
el objeto central de la lucha política. Pero esto no invalidaba su
hipótesis, pues, según decían “la circunstancia de que a veces la lu-
cha política tenga por objeto la definición misma de la política, no
implica en modo alguno que tal lucha se lleve a cabo al margen de
todo sistema de reglas constitutivas” (Ídem). De lo que se trataba era
de concebir las reglas del juego democrático y el acuerdo sobre éstas
como las dos caras de un mismo proceso. Esto reabría un punto
problemático en la discusión sobre la articulación entre “formas ins-
titucionales” y “contenido político”, o para decirlo en los términos

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Ariana Reano - Julia Smola w 103

que circulaban por aquellos años: la posible articulación entre pacto


y proyecto. El modo en que se insistía sobre estas dos dimensiones
como parte de un mismo proceso consistía en indicar que sin pacto
no podía haber proyecto de transformación. O, a la inversa, que nin-
gún cambio sería posible si no se establecía en base a un conjunto
de reglas que consensuamos respetar para, a partir de allí, modificar
las situaciones de opresión, injusticia, crisis económico-social, falta
de respeto a los derechos humanos, etc.
En este marco surgía la pregunta acerca de la fuerza vinculante
de los procedimientos formales y de si ellos encontraban un fun-
damento en una normatividad externa, universalmente aceptada
por toda la sociedad. Porque, si bien se insistía en el aspecto cons-
titutivo del pacto democrático, afirmar que estas reglas se funda-
mentaban en criterios de racionalidad universal podría conducir a
despolitizar la democracia, en la medida en que limitaban las posi-
bilidades de discutir tales criterios de validez. A propósito de esto,
Jorge Dotti advertía: “situar a las reglas en un nivel metanormativo
hace que la democracia resulte justificada como mecanismo de
neutralización: su universalidad es intangible y la homogenización
que ella produce no da reconocimiento al antagonismo más pro-
fundo” (1986: 23). En este texto, donde se proponía imaginar una
relación posible entre democracia y socialismo, el autor sostenía
que el reconocimiento del antagonismo inherente a la democracia
resiste la homogenización e indistinción cuantificante de la norma
y pone el acento en la diferencia. Y que es el desafío del socialis-
mo en democracia el que más exige “atender a lo específico de los
enfrentamientos sociales y a la identidad efectiva de los factores
de poder, para que el ‘pacto’ no sea mero consenso a un a priori
políticamente mudo y se convierta en democratización efectiva de
lo público” (Ídem). Por eso la tensión se daba entre concebir al
pacto como fundacional y universal pero, al mismo tiempo, como
producto de una obra colectiva que constituye las reglas para que
los conflictos puedan desenvolverse sin desembocar en la anar-
quía. Esto permitía argumentar que “el pacto no sería algo exterior

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104 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

y posterior a los sujetos sino la institucionalidad por medio de la


cual y junto con la cual se construyen las identidades colectivas”
(Lechner, 1986 a: 35). La metáfora del pacto aparecía entonces
como

[...] el único esquema de referencia que permite conciliar la existencia


de una pluralidad, potencialmente conflictiva, de sujetos sociales, con
un principio ordenador que intermedie en las oposiciones sin anularlas
y haga valer los requerimientos de la cooperación necesarios para la
convivencia social. (Portantiero, 1988: 187).

Para que esto fuera posible, los sujetos debían asumirlo como
propio o, como decía Alfonsín, “interiorizarlo”. El pacto adqui-
ría, así, un sentido ambiguo, porque al mismo tiempo que daba
cuenta de una forma de relación entre distintos actores en un es-
pacio común, el tener que asumirlo como propio indicaba tam-
bién cierta exterioridad respecto de la relación entre pacto y suje-
to. Recordemos que esta acción de “asumir”, implicaba una cierta
autolimitación personal y un ejercicio de responsabilidad en la
construcción colectiva de la democracia. Suponía un compromiso
ético común que sería la “sustancia misma del pacto social”, según
señalaba el propio Alfonsín en Parque Norte.
En síntesis, el pacto democrático consistía, por un lado, en el
respeto a las reglas de juego (libre discusión y oposición, tolerancia
a la diversidad de ideas, rechazo a toda forma de acción violenta)
y, por el otro, en la consolidación de un mínimo de ética cívica
compartida. Así entonces, el pacto –y su doble sustancia, ética y
procedimental– convocaba a defender la democracia como forma de
gobierno pero también como forma de vida. Las dificultades prácti-
cas que el alfonsinismo percibía para lograr esta complementarie-
dad intentarán ser afrontadas en la propuesta de fundar una nueva
República.

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2. Fundar la “Segunda República”: reformas para la


consolidación de un régimen democrático y republicano

El primer número de La Ciudad Futura venía acompañado de un


suplemento cuyo título anticipaba su objeto de debate: “¿Una Se-
gunda República?”. La introducción comenzaba así:

Que necesitamos un país distinto es hoy una verdad compartida por


la mayoría de los argentinos […] ¿Pero es posible pensar lo nuevo sin
quedar atrapados por los demonios del pasado? […] En las condicio-
nes presentes de la sociedad argentina, cargada de resentimientos his-
tóricos, de desigualdades insoportables, de sistemática degradación
de su vida económica y social, de extrema proclividad a la inestabi-
lidad institucional y política no parece fácil contestar positivamente
esta pregunta […]
El problema, en tanto, no consiste en preguntarse si esta sociedad
puede ser cambiada; el problema consiste en preguntarse si una nueva
sociedad es deseada por los argentinos. La iniciativa presidencial de im-
pulsar un debate sobre la actualidad de una reforma constitucional es
una manera de hacerle frente al problema y por eso debe ser apoyada
aún más allá de los propósitos que se trace al respecto el presidente o el
partido gobernante. (Consejo de Redacción, LCF, 1986: 15).

En la propuesta oficial, la posibilidad de fundar una nueva Re-


pública estaba vinculada a la reforma de la Constitución Nacional.
A tales fines se creó el Consejo para la Consolidación de la Demo-
cracia.4 Fue concebido como órgano asesor del Poder Ejecutivo en la

4
El Consejo fue creado por el decreto N° 2446, el 24 de diciembre de 1985. Estuvo
originalmente dirigido por Nino. Sus integrantes más activos fueron: Oscar Albrieu,
José Antonio Allende, Ismael Amit, Leopoldo Bravo, Genaro Carrió, Raúl Dellepiane,
Guillermo Estévez Boero, René Favaloro, Ricardo Flouret, Enrique Nosiglia, Julio H.
Olivera, Ema Pérez Ferreira, Oscar Puiggrós, Ángel Robledo, Fernando Storni, Jorge
Taiana, Alfredo Vítolo, María Elena Walsh y Emilio Weinschelbaum. Entre los gru-
pos de trabajo que lo conformaban cabe destacar: 1) Comisión de Articulación de
las Relaciones de los Poderes Políticos del Estado y las Organizaciones Sociales; 2)

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106 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

elaboración de proyectos de transformación, cuyo eje se sintetizaba en


el trípode conceptual que había estructurado el Discurso de Parque
Norte. Una de las primeras tareas que Alfonsín encargó al Consejo
fue la de recabar antecedentes y opiniones, y elaborar un estado de la
cuestión acerca de las posibilidades político-institucionales de llevar a
cabo una reforma de la Constitución Nacional.
Podría decirse que la propuesta de la reforma se justificaba desde
dos dimensiones: una de tipo ideológica y una de tipo operativa o
procedimental. Con justificación ideológica nos referimos al con-
junto de ideas que debían inspirarla. Categorías tales como consenso,
convergencia programática, ideales y objetivos comunes, democratiza-
ción fundamental, se conectaban entre sí para articular un conjunto
mínimo de ideas –aquel piso mínimo al que nos referíamos en el
apartado anterior– en las que había que coincidir. El desafío, recor-
daba años más tarde Alfonsín, era no plantear un “conglomerado
ideológico monocolor” sino dar lugar al pluralismo, pero sin caer
en el “espíritu sectario de las capillas ideológicas” cuyo mayor riesgo
era habilitar prácticas autoritarias. La opción era el consenso sobre
una democracia concebida como “combinación superadora de las tra-
diciones ideológicas que amalgama, en una imagen ética de la vida,
los aportes del liberalismo, del socialismo y del socialcristianismo”
(1996:144-145. Cursivas nuestras). La convergencia de ideales y
objetivos, condensados en esta concepción universal de la democra-
cia, debía implementarse operativamente a través de una reestructu-
ración institucional y plasmarse en una nueva Constitución.

2.1. La base institucional de la Segunda República

Las transformaciones previstas contemplaban un conjunto de re-


formas de la estructura económica y social, y una educacional. Sin

Comisión de Descentralización, Federalismo y Desburocratización; 3) Comisión de


Economía y Producción; 4) Comisión de Fuerzas Armadas; 5) Comisión de Medios
de Comunicación social; 6) Comisión de Poder Judicial; 7) Comisión de Reordena-
miento Demográfico e Integración Territorial y 8) Comisión de Política Exterior.

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Ariana Reano - Julia Smola w 107

embargo, la apuesta más fuerte del gobierno de Alfonsín estaba en


la reforma político-institucional. Ésta apuntaba a hacer “más ágil y
eficaz el funcionamiento de los diversos poderes del Estado, a facili-
tar la participación de la población, a promover la descentralización
institucional y a mejorar la gestión de la administración” (Alfonsín,
1986 a). Inspirado en el eje de la modernización esbozado en Parque
Norte, la reforma del Estado era el camino para lograr una moderna
administración pública, dirigida a que la burocracia estatal fuese un
instrumento al servicio de las necesidades y derechos de la población.
Comprendía también una reforma de la administración de la justicia
dirigida a hacer más eficaz y más accesible a todos los sectores la tarea
de dirimir judicialmente los conflictos institucionales e individua-
les. La descentralización en la toma de decisiones se sostenía en la
defensa y el fortalecimiento del federalismo por vía del reintegro a
las provincias de los poderes autónomos originarios y mediante el
establecimiento de bases constitucionales para la coparticipación en
el sistema tributario. Esta idea se ligaba, a su vez, al tópico de la de-
mocracia participativa enunciado en Parque Norte. Se ponía énfasis
en la incorporación a la Constitución Nacional de mecanismos de
participación semidirecta, pero también en la profundización de las
instancias intermedias de gestión y participación, en una relación
más directa con los municipios y en la promoción de formas comu-
nitarias de gestión tales como cooperativas y ligas de consumidores y
usuarios de servicios públicos (Alfonsín, 1996: 147).
Pero una de las piezas clave de la reforma político-institucio-
nal era la posibilidad de combinar nuestro tradicional régimen pre-
sidencialista con elementos de los sistemas parlamentarios. En el
discurso ante el Consejo por la Consolidación de la Democracia,
Alfonsín sostenía:

Se trata de una fórmula mixta, como la que rige en algunas democra-


cias pluralistas y estables, que permita, posiblemente, que el Congreso
intervenga en forma directa y eficaz en la gestión y control de los asun-
tos de Estado, que los ministros tengan una relación más directa con el

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108 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

Parlamento, que se distinga entre la función del manejo cotidiano de la


Administración, de la fijación de las grandes políticas nacionales, y que
haya mecanismos institucionales más dúctiles para enfrentar cambios
en las circunstancias políticas y sociales. (1986 a).

El cambio hacia un sistema mixto de gobierno se debía a que el


presidencialismo argentino había concentrado un exceso de faculta-
des y poderes que socavaban su legitimidad democrática. Los meca-
nismos de control habían resultado ineficaces para evitar el ejercicio
abusivo del poder, la corrupción, el avance del Ejecutivo sobre los
otros poderes y el avasallamiento del federalismo. Para Alfonsín, la
Constitución expresaba un fuerte y exagerado carácter presidencia-
lista a través del cúmulo de atribuciones conferidas al Poder Ejecuti-
vo que, frente a cambios políticos o sociales importantes, impedía la
canalización orgánica de las tensiones y la búsqueda de soluciones al
margen de las instituciones. La forma de gobierno semiparlamentaria,
por el contrario, permitiría una redistribución del poder; evitaba su
personalización; estimulaba una dinámica de la confrontación que no
apelara a técnicas obstruccionistas por parte de la oposición; promo-
vía el reparto de poder, y permitía que los partidos que no triunfaron
conservaran algún grado de influencia en la toma de decisiones pues-
to que se trata de un sistema mixto que estimula la constitución de
alianzas y la construcción de acuerdos (Alfonsín, 1996: 164).
Tomando como ejemplo las democracias de alto desarrollo polí-
tico y económico –la mirada, sobre todo, estaba puesta en Europa–
se sostenía que la “ventaja natural” del parlamentarismo radicaba
en que el principio de soberanía del pueblo se refleja en la elección
que constituye al Parlamento como centro de gravedad del gobierno
nacional. Así, proseguía la justificación,

Quienes ocupan los cargos ejecutivos, llámense primeros ministros, pre-


sidentes del gobierno o presidentes del consejo de ministros, desempeñan
un rol de delegados de las asambleas populares. Ello significa que aunque
tales posiciones las ocupen los líderes partidarios, su permanencia de-

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Ariana Reano - Julia Smola w 109

pende de la confianza que logren entre los parlamentarios, aun entre los
de su propio partido. Asimismo, como cualquier variación del consenso
político en tales sociedades se refleja de inmediato la composición de las
asambleas parlamentarias, es posible también que repercuta de manera
inmediata en la composición del gabinete. Por el contrario, los sistemas
presidenciales carecen de esta actitud dado que la soberanía del pueblo
se refleja en dos fuentes autónomas de poder político: el presidente y el
Congreso. Este desdoblamiento permite que la legitimidad popular sea
reclamada tanto por el jefe del ejecutivo como por los propios congresis-
tas. (Alfonsín, 1996: 167-168).

Como vemos, los argumentos centrales en favor del parlamen-


tarismo se deducían directamente de las fallas del presidencialismo.
En esta lógica argumentativa se sostenía que el presidencialismo era
un sistema tan rígido que impedía la canalización de las tensiones
políticas en el propio marco institucional: “en el sistema actual la
concentración de poderes y expectativas en el presidente hace que
las crisis tengan como centro su figura, llegándose al punto en que la
única solución posible sea el abandono del cargo” (CCD, 1986). Por
el contrario, en un sistema parlamentario mixto, las soluciones a las
crisis políticas resultarían menos lesivas para las instituciones puesto
que la figura del primer ministro y del jefe de gobierno preservaría al
presidente y al sistema en general. Además, frente a posibles situacio-
nes críticas, el sistema preveía distintas “válvulas de escape” como la
disolución de la Cámara de Diputados por disposición del presidente,
el llamado a elecciones anticipadas, la remoción del primer ministro y
su gabinete, la realización de una consulta popular (Ídem).
Asimismo, el presidencialismo suponía una falla en la relación en-
tre los poderes del Estado porque si las mayorías en el Congreso perte-
necen al partido del presidente, se inclinarán decisivamente a apoyar
sus iniciativas. En caso contrario, la mayoría opositora procurará obs-
taculizarlo permanentemente. En el semiparlamentarismo, estas difi-
cultades se reducirían enormemente, porque el sistema tiene la flexi-
bilidad de tornarse más presidencialista o más parlamentarista, según

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110 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

el presidente reúna o no la mayoría en ambas cámaras. Cuando esta


coincidencia no se da, el presidente debe, necesariamente, nombrar a
un primer ministro que pertenezca al grupo mayoritario y transferirle
una parte de las tareas ejecutivas, armonizando sus políticas con el
Poder Legislativo para poder gobernar eficazmente. Esta modalidad
apostaba a hacer más fluidas las relaciones entre los poderes del Esta-
do y entre el oficialismo y la oposición (Alfonsín, 1996: 181).
A las ventajas del sistema mixto se sumaban los procesos de des-
centralización mediante el fortalecimiento del federalismo y de la
autonomía de la justicia para lograr una Corte Suprema que pueda
controlar la constitucionalidad de las leyes y de los actos de los otros
poderes. Éstas, y otro conjunto importante de reformas sugeridas por
el Consejo,5 tenían el propósito de justificar y promover la reforma
constitucional. Ella era el instrumento jurídico a través del cual el
oficialismo hacía depender la consolidación democrática, no sólo en
su dimensión institucional-procedimental sino también en su dimen-
sión subjetiva. Lo que equivale a decir que la adopción de la demo-
cracia como forma de vida pasaba a depender casi inexorablemente
de la revisión y reforma del ordenamiento institucional. Esto decía el
presidente ante la Asamblea Legislativa:

Rescatadas las instituciones llega la hora de que la sociedad las asuma


en plenitud, interiorice sus valores y los principios que las animan. La
democracia institucional sería un castillo en el aire si no la colmara una
práctica social convertida en rutina democrática y vocación íntima de
cada individuo. (Alfonsín, 1986 b).

5
  En el dictamen preliminar del Consejo aparece el siguiente listado de reformas: 1)
la posibilidad de elegir directamente al intendente municipal de la Ciudad de Buenos
Aires y garantizar el régimen municipal autónomo; 2) dar jerarquía constitucional a
los partidos políticos e incorporar a la Constitución la participación de organizacio-
nes intermedias articuladas con órganos de gobierno a través de un Consejo Econó-
mico y Social; 3) legitimar la incorporación de los derechos económicos y sociales al
texto constitucional; 4) incentivar mecanismos de control de gestión de los usuarios
de las empresas públicas; 5) proteger el derecho a la privacidad (hábeas data); 6) es-
tablecer que los tratados internacionales tengan preeminencia respecto de las leyes.

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Ariana Reano - Julia Smola w 111

Una vez más el planteo repetía la lógica que hemos venido anali-
zando: la dimensión subjetiva de la democracia depende de un aspecto
institucional-procedimental. Si bien los argumentos se refuerzan para
mostrar que la reforma constitucional no era simplemente un “reme-
dio jurídico” sino que implicaba un “hecho político” en sí mismo, la
justificación en última instancia siempre aparecía del lado de la norma
como habilitadora de la acción. Era un juego que se planteaba como de
mutua imbricación pero que, en definitiva, hacía primar el estatus nor-
mativo y universal de la regla. La norma parecía adquirir una entidad
propia que no podía ser puesta en cuestión puesto que su fundamento
universal había sido el resultado de la participación y el debate de ideas
entre individuos concebidos libres e iguales. El argumento cerraba así:
la consolidación definitiva del sistema democrático y su reaseguro de-
pendían de la formación de una conciencia moral en cada individuo
acerca del valor y la necesidad de una reforma de la Carta Magna.
La reforma constitucional permitiría recuperar el sentido del debate
público y de la racionalidad, por lo que la coincidencia sobre su nece-
sidad no sería impuesta por ninguna fuerza política sino el resultado
de la discusión libre entre múltiples actores. La nueva Ley establecería
los lineamientos generales para una transformación democrática. Ellos
debían ser asumidos, procesados e incorporados a los hábitos de una
ciudadanía que permitiera fundar una nueva república, una “Segunda
República”.6 Así concluía el discurso del presidente ante el Consejo:

6
  En un texto reciente Aboy Carlés aclara que la idea de una “segunda república”
tomaba cuerpo como una superación de la inestabilidad política que había sepultado
a la primera experiencia republicana en 1930. Así, se dejaba de lado un pasado carac-
terizado por las recurrentes intervenciones militares y la institucionalidad restringida
de los años treinta y la posterior a 1955. Según el autor, la fundación de la “segunda
república” fue el objetivo más ambicioso de la gestión de Alfonsín porque significaba
una apuesta por una profunda transformación en la forma en que las principales
identidades políticas populares argentinas se habían constituido. Detrás de esta idea
emergía una crítica demoledora a la dicotomización del campo político entendida
como una contradicción fundamental y un mal a subsanar (2010: 72-73). Considera-
mos que esta última observación guarda directa relación con nuestra interpretación
de la consolidación democrática como propuesta de reconstrucción del orden político
basado en una conjunción ético-procedimental que reivindica al conflicto como una
dimensión interna, aunque no constitutiva de la democracia.

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112 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

Estamos en una nueva etapa fundacional, que remueve los factores que
han provocado el desencuentro y la frustración, y que dará frutos que
serán aprovechados plenamente por los argentinos. Se trata, entonces,
no sólo de crear una nueva capital, crear una nueva provincia, reformar
la administración pública, perfeccionar la administración de justicia o
adoptar un nuevo sistema político, sino que se trata de crear condiciones
para una nueva República que ofrezca nuevas fronteras mentales a los ar-
gentinos. (Alfonsín, 1986 a. Cursivas nuestras).

En el discurso de apertura de las sesiones legislativas de 1986 Al-


fonsín afirma que el primer tramo de su política de gobierno se había
centrado en el esfuerzo por reconstruir las instituciones democráticas.
No se había tratado tanto de cambiar, de reformar o de perfeccionar
el sistema, sino de revivir una democracia largamente escamoteada.
Por eso, promediando la mitad de su mandato, llegaba la hora de
dar un paso más: “la profundización de la democracia en su doble
vertiente institucional y social” (Alfonsín, 1986 b. Cursivas nuestras).
Si la profundización de la “vertiente institucional” de la democracia
estaba ligada a la reforma constitucional, la “vertiente social” aparecía
vinculada a la reconstrucción de la “cultura política”.

2.2. La vertiente social como reaseguro de la democracia

En relación con la doble vertiente de la democracia, Alfonsín


insistía: “la democracia ha sido establecida ya entre nosotros en su
vertiente institucional, pero para alcanzar su plenitud necesita desa-
rrollarse también en el alma de los argentinos” (Ídem). La tarea pen-
diente era la transformación subjetiva y en este aspecto una idea que
articulará la concepción de democracia como práctica política será
la de cultura política. Lograr una subjetivación democrática, como
paso siguiente a la recuperación de las instituciones implicaba tam-
bién transformar una “cultura política” basada en la arbitrariedad y
la injusticia (características de un pasado autoritario e inmoral). Pues
como ya se había afirmado en Parque Norte: “la debilidad de la de-

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mocracia en Argentina (y la fugacidad de sus intentos), radica menos


en sus instituciones que en nuestro modo subjetivo de asumirlas”
(Alfonsín, 1985 c). La intención de superar una “larga y dolorosa
era de dispersión nacional” articulaba este diagnóstico con el necesa-
rio establecimiento de un acuerdo fundamental. Se trataba del pacto
democrático al que convocaban las líneas del Discurso de Parque
Norte y que sostenía que la democracia no era posible sin comunes
denominadores, es decir, sin una sólida base de valores, normas y
principios comunes –aquel “piso mínimo”, “marco general” o “base
primaria” a los que nos referíamos cuando hablamos sobre el com-
promiso nacional sobre los fundamentos. La construcción democrá-
tica, tanto a nivel institucional como social debía evitar los efectos
ideológicos de grupos tendientes a totalizar sus intereses particulares:

Debemos tener claramente en cuenta que a lo largo de nuestra historia


reciente se han desarrollado en la cultura política del país tendencias
a desnaturalizar el papel de los partidos y que, aun manteniendo su
igualitaria pluralidad en el plano formal, la sacrificaban de hecho en
el plano de los contenidos. La democracia se resiente en su funciona-
miento si una determinada fuerza política se considera investida de un
rango especial del que están excluidas las demás: si una determinada
fuerza política asume para sí la representación exclusiva de los intere-
ses nacionales, la encarnación exclusiva del espíritu democrático, o de
cualquier otro de los grandes exclusivismos que tanto han abundado en
la pasada vida argentina. (Alfonsín, 1986 b).

La reconstrucción democrática también debía priorizar el valor


del pluralismo y la diversidad, porque superar los faccionalismos no
implicaba caer en la reivindicación de puros particularismos, por
más legítimos que resultaran. Lo universal y lo particular podían
articularse bajo una concepción común de la democracia que inclu-
yera la valoración y el respeto a las instituciones de la República y la
incorporación de sus valores a la vida cotidiana de la gente. Se volvía
necesario, según argumentaba el presidente, que toda la sociedad

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114 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

aprendiera a fundamentar sus conductas, no sólo en los valores y


principios que nos diferencian, sino también en un conjunto más
alto de valores y principios que nos asocian: “sin esta argamasa cul-
tural de denominadores comunes no habrá democracia cabal, o la
habrá sólo como armazón institucional vacío y condenado a una
vida breve por su propia vacuidad” (Ídem).
La reconstrucción de la cultura política suponía, a la vez, convo-
car a la praxis democrática: “no defenderemos solamente la democra-
cia política sino que avanzaremos para construir la democracia social.
Y esto se logra con una creciente participación” (Alfonsín, 1986 b.
Cursivas nuestras). Vemos entonces cómo se retoma, en las palabras
del propio presidente, la dicotomía democracia formal-democracia
sustantiva sobre la que venimos trabajando, ahora bajo el binomio
democracia política-democracia social. La democracia formal se itera-
biliza como democracia política, vale decir, en su vertiente institucio-
nalista, que es la que crea las bases estables para el despliegue de una
democracia en su vertiente social.
Estas categorías formaban parte de un escenario de debate polí-
tico más amplio que, en el caso concreto de la izquierda intelectual,
conducía a repensar la relación entre socialismo y democracia. La
puerta de entrada para dar cuenta de la necesaria articulación en-
tre ambos era pensar la democracia “más allá de las instituciones
políticas” y poner el acento en “lo social” (Portantiero, 1988: 10).
A los fines de no abandonar el ideal de transformación, tan caro
al pensamiento de izquierda, la recuperación del sentido “social”
de la democracia fue asociado a la participación en el marco de
la sociedad civil como espacio de expresión política. El desafío
consistía en recuperar la relación entre “lo político” y “lo público”
como forma de reconstrucción del espacio de “lo común”. En este
aspecto radicaba para José Nun la diferencia entre democracia go-
bernada, es decir, entre un modo de concebir la democracia como
método para la formulación y toma de decisiones en el ámbito
estatal, y democracia gobernante. Esta última concebida como pro-
ducción social a través de la participación directa del pueblo en

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Ariana Reano - Julia Smola w 115

la formulación de políticas y en la toma de decisiones. Si bien en


términos conceptuales el ideal socialista es más afín a la democracia
gobernante, sostenía Nun,

[…] una moderna democracia socialista no sólo no puede negar sino


que debe incluir necesariamente formas representativas […] que no
pueden ya agotarse en ese lugar de referencia de la representación que
es el ámbito estatal: ahora se trata de democratizar los sistemas de au-
toridad en todas las áreas de la vida, respetando sus características pro-
pias, lo que se vuelve un requisito imprescindible para una representa-
ción auténtica y responsable. (1984: 61-62).

La democracia socialista se equiparaba a la democracia gobernan-


te, asociada, a su vez, a la democracia participativa –que es la que
recuperaba la dimensión activa de la política–, pero ya no mediante
una exclusión de la idea representativa “propia” de la democracia li-
beral, sino de su re-articulación con otras instancias de participación
que democratizarían las relaciones sociales. Este desafío hacía eviden-
te un equívoco conceptual advertido por Nun cuando decía que lo
que estaba en juego en nuestro país no era el restablecimiento de una
democracia genuina sino de un sistema de gobierno representativo.
Y que el carácter problemático no residía en la relación entre demo-
cracia y socialismo sino entre la idea democrática de participación
reivindicada por el socialismo y la idea de representación producto de
la concepción liberal y moderna de la democracia. En síntesis, para
Nun, el problema era cómo abordar la compleja relación entre par-
ticipación y representación planteada en términos de una imposibili-
dad práctica que conducía a muchas posturas a caer en un planteo
“etapista”. En ese planteo, la importancia del gobierno representativo
y de la consolidación institucional democrática implicaba dejar para
un “momento posterior” la realización socialista de una democracia
participativa. Allí radicaba el desafío: intentar comprender el sentido
de la relación no como oposición sino como complementación; en
mostrar que el límite no era ni temporal ni conceptual. Es decir, que

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116 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

era un error pensar que había que lograr “primero” un régimen políti-
co gobernable para que “después” pudieran “realizarse” prácticamente
los valores de justicia e igualdad inspirados en el “horizonte socialis-
ta”. Y que tampoco existía una incompatibilidad conceptual entre la
consolidación de un gobierno representativo y el socialismo. En el
artículo que venimos comentando Nun insistía en que

[…] la lucha por el restablecimiento del gobierno representativo en


el plano de la política nacional de ninguna manera excluye la lucha
simultánea por la democratización de los sistemas de autoridad en la
familia, en el lugar de trabajo, en el barrio o en el sindicato […] No
hablo de un simple reconocimiento táctico de los niveles, como otros
tantos espacios donde difundir verdades recibidas y donde buscar votos
[…] Hablo de un esfuerzo sostenido por desarrollar formas de partici-
pación autónomas en cada nivel […] La crítica del sentido común, la
transformación de la vida cotidiana, la discusión abierta de los proble-
mas colectivos, el cuestionamiento de los malos representantes, son ta-
reas inmediatas que no tienen que esperar las instrucciones de ningún
“estado mayor”. (1984: 65).

En este mismo sentido, desde La Ciudad Futura, Aníbal Quija-
no sostenía lo insatisfactorio de seguir analizando a la democracia
sólo desde su carácter institucional como condición para empezar
a pensar una democracia social. Proponía modificar las categorías
interpretativas para abarcar la extensa y compleja gama de núcleos
sociales que exceden la acción del Poder Ejecutivo, el Parlamento
y el Poder Judicial, puesto que “el problema de la democracia no
es solamente un problema de representación en el Estado, es un
problema que implica más cosas, vinculadas a la vida cotidiana”
(Quijano, 1986: 22). Vuelve a aparecer aquí la asociación entre una
democracia real, directa, sustantiva, vinculada a las relaciones co-
tidianas de la gente que se configura como un espacio distinto del
de la democracia institucional-formal. Un espacio distinto pero no
contrapuesto, pues el desafío, recordémoslo una vez más, era imagi-

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Ariana Reano - Julia Smola w 117

nar ambos espacios como partes de un proceso mayor en el que pu-


dieran vincularse y no presentarse como opciones irreconciliables.
Que el carácter institucional de la democracia no fuera suficiente
no implicaba que no fuera importante. Y pensar en una democracia
como acción social no suponía dejar de lado los mecanismos repre-
sentativos en los que esta lógica podía expresarse. En definitiva, se
trataba de no seguir presos del debate entre los principios formales,
por un lado, y los contenidos sustanciales, por el otro.
Habíamos anticipado que la propuesta de articulación entre la
dimensión institucional y la dimensión sustantiva de la democracia ex-
cedía el planteo del discurso de Alfonsín, para formar parte de un
debate teórico-político más amplio y complejo. Se intentaba salir
de planteos maniqueos en los que, o bien la defensa de los proce-
dimientos formales implicara descalificar como democrática toda
acción política que aconteciera por fuera de ellos, o bien se hiciera
una sobreponderación de esas expresiones calificándolas como las
verdaderamente democráticas. En el marco de las discusiones lleva-
das a cabo en La Ciudad Futura, Aricó planteaba lo siguiente:

Pienso que desconocer la sustantividad del orden jurídico-institucional


es un error político mayúsculo. Porque si la izquierda se plantea un
cambio radical de la sociedad y acepta que este cambio no es incom-
patible con la profundización de la democracia, debe necesariamente
incorporar el problema de la reforma democrática del estado y del sis-
tema político como un campo privilegiado de su acción política […]
Colocar en un nivel derivado y secundario las formas jurídicas e insti-
tucionales de una sociedad no sólo es un error teórico sino también el
claro indicador de una situación social de neta separación entre estado
y sociedad, entre sociedad política y sociedad civil, entre economía y
política. (1986 b: 36).

Aricó apostaba por la reconstrucción de un discurso socialis-


ta que admitiera que ningún protagonismo de masas asegura per
se absolutamente nada y que la única garantía residía en el carác-

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118 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

ter organizado o institucional de la democracia. En este marco, la


democracia podía expresarse en la pugna por la ampliación de los
procedimientos de control hacia más vastos grupos y sectores de la
sociedad. Ahora bien, esto tampoco implicaba sostener la vigencia
del Estado de derecho como expresión pura de la democracia.
Desde estos planteos algunos de los intelectuales de la izquierda
democrática intentaban distanciarse de la posición alfonsinista que,
según ellos, planteaba una continuidad entre el formalismo jurídico
y la propia democracia. Se argumentaba, por tanto, que el carác-
ter formal-procedimental no era la democracia en “sí misma”, sino
su forma jurídica. Allí volvía a distinguirse el “procedimiento” del
“hecho social”, ligando este último a la participación y a la transfor-
mación: se trata de reivindicar la democracia como “hecho social”
y, al mismo tiempo, sostener que ese “hecho” no puede verificarse
si no es en el marco de los procedimientos que lo hacen posible.
En otras palabras, la democracia no es el Estado de derecho, ni la
Constitución Nacional, ni el conjunto de normas que rigen la con-
vivencia común, pero no puede acontecer por fuera de la organiza-
ción que ellos otorgan. En este sentido es que Nun sostenía que la
definición en términos formales resultaba tanto indispensable como
insuficiente. Es indispensable, decía, “porque no hay estado de de-
recho […] sin un sistema codificado de reglas que controle y regule
la arbitrariedad del poder”, pero insuficiente para comprender el
proceso político “porque ningún conjunto de reglas alcanza para
definir socialmente prácticas concretas, esto es, actividades median-
te las cuales actores específicos interpretan, negocian y aplican esas
mismas reglas” (Nun, 1987: 18). El nuevo “pacto de lectura” sobre
la democracia al que convocaba Nun desarticulaba algunas ideas
poco discutidas por los análisis tradicionales de la transición a los
que criticaba. En ellos se remarcaba la coincidencia entre régimen
democrático representativo, conjunto de reglas de procedimiento, juego
político y democracia. Para Nun lo que estaba en juego en dichos
planteos no era la instauración de la democracia sino de un régimen
representativo, por lo que advertía:

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Ariana Reano - Julia Smola w 119

Se supone que las prácticas que usualmente se denominan democrá-


ticas implican estrategias dirigidas a garantizar el principio de la libre
elección entre agentes autónomos que gocen de sus derechos humanos
y cívicos. Si tales estrategias no promueven la participación del conjun-
to de ciudadanos y si las decisiones que surgen del juego democrático
no son las que en gran medida rigen la vida de la comunidad, el inelu-
dible aspecto formal del régimen degenera en un mero formalismo y la
democracia representativa se convierte en un simulacro. (Nun, 1987:
18-19. Cursivas nuestras).

La apuesta, como vemos, era sostener la importancia del con-


junto de reglas que hacían posible la democracia como experiencia
intersubjetiva. Con todo, las reglas de la democracia política fun-
cionaban como “telón de fondo”, como “soporte” de la acción. Esto
conformaba un espacio de discusión en torno a qué estaba primero:
si las reglas que habilitan la acción, o la acción que crea las reglas que
luego van a regular esas acciones. El alfonsinismo resolvía el dilema
estipulando la necesidad de ciertos principios políticos que constru-
yeran el escenario para la acción. Tales principios se sostenían en la
ética y las instituciones. Así, el polo de la democracia sustantiva –el
quién que activa la política como acción y transformación– quedaba
subsumido al qué de la política, esto es, al orden de las reglas.

3. Unidos en la necesidad de articular


democracia formal y democracia sustantiva

La tensión que venimos señalando representaba un problema para


quienes, desde el peronismo renovador, acordaban en la necesidad
de establecer un marco de reglas para la convivencia democrática sin
que ello implicara renunciar al carácter movilizador de la política. El
riesgo que Unidos veía en la propuesta democrática del alfonsinismo
era que se trataba de una democracia que subsumía un proyecto de
transformación política a ciertos arreglos institucionales, sin una in-

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120 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

dagación profunda de los conflictos que atravesaban la sociedad. Se


retomaba entonces la dicotomía conceptual en torno a la democracia,
esta vez para dos propósitos concretos que guiarán la discusión de la
revista. En primer lugar, para reconocer que el peronismo tenía que
contribuir positivamente en los debates sobre el sentido de la demo-
cracia pero sin renunciar a su histórica bandera de la justicia social:

En la Argentina se desarrolló un largo debate ideológico alrededor de


los conceptos de democracia formal y democracia real que viene desde
sus orígenes. Los propios grupos políticos asumían uno u otro con-
cepto y se ataban a él. En el campo nacional se denostaba a quienes
asumían la defensa de lo formal y se cuestionaba ese concepto de la de-
mocracia […] La única forma de debatir y concertar los cambios para
la consolidación democrática es soldando la división, no de golpe, en
un acto, sino en un proceso que va desde el restablecimiento del Estado
de derecho hasta la concreción de una democracia plena de justicia
social. (González, 1987 a: 40-41).

Según González, el peronismo tenía que asumir el desafío de


concretar el paso de la democracia política a la democracia social,
entendiendo a esta última como expresión plena de la justicia. Es
interesante destacar que, aun reconociendo la necesidad de las ins-
tituciones en la construcción del orden democrático, la articula-
ción entre la dimensión institucional y la dimensión social se sigue
sosteniendo sobre la identificación del peronismo como la única
identidad capaz de realizar la democracia social. Se reproduce así el
problema que advertía Nun: la relación democracia formal-demo-
cracia sustantiva pensada como “pasaje”. Ahora ya no para pensar
la transición del autoritarismo a la democracia sino el paso de una
democracia formalmente institucionalizada a una democracia social
avanzada. Así, una vez recuperada la institucionalidad democrática
–tarea que muy bien había hecho el alfonsinismo y que Unidos re-
conocía– había llegado la hora de que el peronismo asumiera la con-
ducción política en la construcción de una democracia sustantiva.

Palabras politicas.indb 120 11/04/14 19:44


Ariana Reano - Julia Smola w 121

En segundo término, veremos que el dualismo conceptual si-


gue vigente en la acusación que Unidos hacía a la concepción de-
mocrática del alfonsinismo por “exceso de formalismo”. Esta vez,
la crítica se reactualizará en torno a la democracia participativa y,
por extensión, al proyecto de modernización sostenido en Parque
Norte y que se encarnará en la “Segunda República”. En su artícu-
lo “Estado, legitimidad y eficacia”, Pablo Lerman sostenía que Al-
fonsín se propuso recrear las instituciones republicanas, dándoles
eficacia y credibilidad: la vuelta a la Constitución liberal de 1853,
el normal funcionamiento de los tres poderes, la participación po-
lítica a través de elecciones periódicas y libres, y el respeto a los
derechos humanos. Para el autor, la propuesta alfonsinista ofreció
regenerar las condiciones mínimas para sostener una convivencia
democrática, pero de ningún modo prometió romper dependen-
cias ni afectar intereses. Su concepción de democracia se reducía
a un “juego institucional” que suponía una interrelación entre ac-
tores que racionalmente acordarían sobre las reglas mínimas para
esa convivencia (Lerman, 1986: 84). En este sentido, el proyecto
democrático alfonsinista era “tímidamente reformista y profun-
damente liberal” puesto que carecía de voluntad para transformar
las estructuras sociales, políticas y económicas. Además, era un
proyecto que no incorporaba las categorías de lucha y conflicto
como elementos centrales para entender la dinámica democrática.
El partido gobernante, se sostenía desde Unidos, “opone conflicto
a democracia, en una visión de paz social que se acerca a la concep-
ción de una democracia domesticada” (Martín, 1986: 69).
Esto era un eje central de la crítica puesto que el borramiento
de la lucha y del conflicto como dinamizadores de lo social, condi-
cionaba la visión de la democracia participativa que se había expre-
sado en el Discurso de Parque Norte. Para la renovación peronista
nucleada en Unidos, la idea de participación que se expuso en aquel
discurso operaba como una neutralización de la participación co-
lectiva, escamoteando la política en nombre de la imparcialidad, la
simetría y el equilibrio. La democracia se convertía en un escenario

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122 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

para la convivencia donde los conflictos siempre pueden dirimirse


civilizadamente. En nombre de la estabilidad institucional, el alfon-
sinismo no tenía un proyecto político capaz de afectar intereses para
transformar la realidad. Y ello porque suponía que las disfunciones
económicas, sociales y políticas del país eran una consecuencia di-
recta de la inestabilidad institucional:

El alfonsinismo no cuestiona la condición dependiente de la Argenti-


na, tampoco cuan injusto es en nuestro país el reparto social del poder,
de los bienes económicos, del conocimiento y del prestigio. Es más:
supone que alterar cualquiera de esas variables pone en peligro la de-
mocracia. Su finalidad es mantener el sistema político aún al precio de
no tocar la dependencia ni la injusticia […] Son “marxistas al revés”,
piensan que las instituciones son determinantes de los fenómenos eco-
nómicos y sociales. (Wainfeld, 1986: 108).

El reordenamiento político institucional con el que el gobierno


asociaba la estabilidad democrática lo convertía, según Unidos, ape-
nas en el garante de la transición más que en un actor protagonista
de la transformación. En este aspecto, se decía, Alfonsín tuvo la
virtud de adecuarse a los tiempos y frente a una sociedad llagada
y adormecida supo estructurar su discurso en la dicotomía “demo-
cracia o caos” asociada a la diferencia entre la “vida y la muerte”.
En ese marco se presentó y fue consagrado por la sociedad como el
garante del pacto que inauguraría, como ya señalamos, una etapa
fundacional: “los cien años de democracia”. Etapa marcada por una
ética y una cultura ciudadana que exaltan las libertades individua-
les, la igualdad jurídica, la transparencia y probidad republicana, la
racionalidad y la pluralidad. Con esto, para Unidos, el alfonsinismo
“desperdició la oportunidad de convertirse en un núcleo convocan-
te de una nueva síntesis histórica popular, desarrollando y profun-
dizando en serio el pacto democrático en dirección a un auténtico
protagonismo popular” (Bergel, 1986: 122). Este señalamiento es
fundamental para entender un punto de divergencia respecto de

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Ariana Reano - Julia Smola w 123

cómo entender la participación a la que Alfonsín convocaba en Par-


que Norte. Para el peronismo, la participación democrática tenía
que recuperar el protagonismo del pueblo, el ensanchamiento de la
decisión soberana, que no se agotaba en las formas representativas.
En un intento por recuperar otra idea de participación, más ligada
a la reconstrucción del poder popular, y desmitificar que la etapa de
transición solamente consistía en la recuperación de la estabilidad
institucional, Ernesto Villanueva y Carlos Dasso sostenían:

Los objetivos sociales posibles en la transición democrática dependen


de los espacios socialmente conquistados institucionalmente, donde
las nuevas formas incorporadas por la práctica de las masas son las
que recrean los marcos institucionales o conquistan nuevos, para ir re-
solviendo las contradicciones internas del campo popular, articulando
bajo nuevas formas orgánicas –institucionalizadas o no– el desarrollo
de su conciencia reivindicativa y política en la lucha social que se libra
al interior del Estado democrático. Las luchas reivindicativas y políti-
cas permitirán incorporar nuevas formas de participación a la práctica
democrática –avanzando de un consenso formal a un consenso social
más real–, que, con la intervención de las masas en la organización y
desarrollo del poder social transformador, posibilitará ir resolviendo las
contradicciones de las clases populares. (1986: 204).

Los nuevos modos de construcción del poder popular no po-


dían reducirse a disputas por cuotas de poder institucional. La re-
cuperación del poder del pueblo dependía de la recuperación de
los organismos de masas y de las estructuras políticas mayoritarias.7
Porque sólo un poder democráticamente acumulado podía ser ca-
paz de revertir la correlación de fuerzas que se presentaba hasta el
7
Allí se inscribía el propio desafío del peronismo por transformar sus viejas estruc-
turas de poder, las cuales ya no daban cuenta de la realidad política de los años
ochenta. En esta disputa por la herencia del peronismo se produjo una controversia
importante entre ortodoxos y renovadores de la que gran parte de los debates de
Unidos son subsidiarios (Ver Brachetta, 2005; Garategaray, 2008; Podetti, Qués y
Sogol, 1988).

Palabras politicas.indb 123 11/04/14 19:44


124 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

momento en el país. Estos elementos articulaban una concepción


de democracia popular a diferencia de la democracia institucional que
proponía Alfonsín. Nuevamente se planteaba la dicotomía, aunque
se suponía que la democracia popular debía ser la síntesis entre la
estabilidad democrática y la reconstrucción de una estrategia popu-
lar de transformación. La estabilidad institucional era incorporada
como un paso primordial en el camino para realizar la transfor-
mación social contra los nuevos modos de dependencia, pero de
ningún modo la consolidación democrática podía pasar solo por la
estabilización de las instituciones.
En este contexto, la participación era definida como canal de
lucha y no como la “recreación de hábitos de civismo” o la interio-
rización de “rutinas institucionales”. Se trataba, por el contrario,
de recuperar al conflicto como sustancia de la política, evitando la
despolitización:

Sucede que pocas veces se advierte o reconoce que la dictadura no sólo


derribó el reino de las valoraciones en torno a fines colectivos sino que
contagió además a la clase política el temor al conflicto y a la politiza-
ción de los problemas sustantivos, miedo paralizante que conduce al
discurso tecnocrático de lo posible en el que los medios ocupan el lugar
de los fines. (Colombo, 1986: 194-195).

Con las banderas de la reconciliación, de la negociación, de la


necesidad de adaptarse a las circunstancias y el establecimiento de
acuerdos mínimos, el alfonsinismo profesaba el pragmatismo como
ideología y la administración como política. Por eso el desafío para
el peronismo renovador era el de asumir la democracia en su carácter
conflictivo, y de ahí su asociación entre democracia y participación
(esta última entendida más como lucha que como representación).
Se intentaba recuperar el carácter revolucionario del peronismo en
un sentido nuevo: la política como el arte de la transformación.
Como sostenía Hugo Chumbita,

Palabras politicas.indb 124 11/04/14 19:44


Ariana Reano - Julia Smola w 125

Hoy en día, el problema de la participación comprende una multitud de


cuestiones: la reforma del sistema político global, los cambios y nuevas
formas de organización empresaria como la autogestión, la cogestión, co-
munidades laborales, cooperativismo, la introducción de modelos análo-
gos en las instituciones educativas, con la autonomía y cogobierno de las
universidades, cooperativas escolares, etc. (1986: 138-139).8

Esta participación rescataba el dinamismo positivo de la acción


donde “aquellos que son parte, tomen parte” y se conviertan en “pro-
tagonistas de la transformación” (Ídem). Participación y transforma-
ción se unían en una concepción de la democracia que propiciaba
el cuestionamiento y la disconformidad, rescatando el antagonismo
y la ambigüedad como marca distintiva. Unidos trataba de sostener
la bandera de la democracia social y real –aquella que “no evade las
circunstancias económicas, políticas y sociales concretas que rodean
la reconstrucción democrática”– frente a una concepción de la de-
mocracia como “sistema para la toma de decisiones” que no hace
más que reforzarla “como un fin en sí misma” (López, 1986: 188).
El compromiso del peronismo era devolverle el protagonismo de la
participación popular y para eso había que construir una voluntad
colectiva capaz de sostener y protagonizar los cambios estructurales
que aún estaban pendientes en el país. En el reconocimiento de los
logros de la democracia alfonsinista, pero también en su crítica hacia
ella, el peronismo renovador de Unidos iba construyendo su apuesta:

La democracia debe dar cuenta, sin ocultamiento, de los fundamentos


del orden social, legitimando la experiencia histórica y recusando las
desigualdades que tienden a despedazar el espacio social. Alejados de la
angustiosa opción entre dictadura o democracia, la realidad distingue

8
  Nótese que el modo en que es planteada la participación democrática recupera
el sentido en el que Nun hacía alusión a su concepción de democracia gobernante.
Vemos así cómo las reflexiones del campo intelectual de la izquierda democrática se
articulan con los planteos del peronismo renovador de Unidos en un contexto en el
que, como venimos insistiendo, la discusión sobre el sentido de la democracia incluía
a la vez que excedía la palabra presidencial.

Palabras politicas.indb 125 11/04/14 19:44


126 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

otras líneas de conflicto donde la transformación pasa a ser el requisito


de la estabilidad institucional. Esto requiere trascender la noción de
la democracia como mercado político y construir en un mismo movi-
miento, el orden democrático y los sujetos populares que lo sustenten.
(Álvarez, 1986 b: 15).

La democracia, entonces, como terreno de disputa y no como


punto de llegada o como valor absoluto. La democracia del lado de
la justicia distributiva, de la igualdad y de la liberación, disputándo-
le a Alfonsín una concepción que, hacia mediados de su gobierno,
se asociaba cada vez más a la lógica del mercado. Una democracia
que corría el peligro de “impulsar una neutralidad despolitizadora
de los conflictos sociales forzando una visión ‘armoniosa’ y por lo
tanto ajena a la condición democrática” (Ídem). Los debates en tor-
no a la modernización, otro de los tópicos centrales del Discurso de
Parque Norte, serán el terreno fértil para desplegar esta crítica.
El número 10 de Unidos, con el irónico título de “Che Moder-
nidad” estaría en gran parte dedicado a cuestionar el proyecto de
modernización anunciado en aquel discurso. Tal como lo señala-
mos al inicio de este capítulo, si bien la idea de modernización que
se sostenía allí pretendía exceder la dimensión económico-tecno-
lógica importadora de modelos exitosos, Unidos percibía que para
los hombres de la dirigencia radical la modernización “consiste en
apostar a una salida técnica para los conflictos histórico-sociales
que caracterizan desde hace mucho la vida pública argentina” (N.E.
Unidos, 1986: 12). En la medida en que se partiera de la hipótesis
de “retraso técnico-político” de las estructuras vitales de la socie-
dad argentina como lo hacía el discurso alfonsinista, la estrategia
imaginada para su solución dejaba de ser política y pasaba a ser
técnica. Con esto, para Unidos, el radicalismo pretendía decretar la
extinción del proyecto nacional-popular apelando al discurso de la
modernización que representaba un peligro para el desarrollo de la
democracia real. Porque hablar de modernización democrática im-
plicaba burocratizar y profesionalizar la política; una política hecha

Palabras politicas.indb 126 11/04/14 19:44


Ariana Reano - Julia Smola w 127

por “profesionales y tecnócratas” y no por “militantes y hombres


públicos”. Bajo esta “gramática científico-técnica” cobraba senti-
do la existencia de partidos políticos sin ideología, convertidos en
“máquinas electorales” que compiten, como en el mercado, por el
votos de “ciudadanos descreídos” a cambio de prebendas (González
Bombal, 1986: 133). El discurso de la modernización concluía en
que la política se desvinculaba de la base social y que pasaba a contar
con la ciencia y la técnica como parámetros de constitución de su
legitimidad política.
Por el contrario, la modernidad tenía que ver, para Unidos, con
una recuperación del protagonismo de la acción colectiva como cons-
titutiva de la política. Esta era la diferencia entre entender la dinámica
de la democracia como “movilización social” y “estrategia de masas”,
o como “racionalidad partidaria” ligada a “las encuestas y los sondeos
de opinión para que el marketing político elabore la oferta electoral”
(Álvarez, 1986 a: 28). La disputa quedaba planteada entre concebir a
la política como espacio de lucha o creer en la política como arena neutral
donde los conflictos pueden ser procesados, recurriendo a la delibera-
ción racional como proponía el alfonsinismo.

4. Las palabras de la política


y la lucha por las resignificaciones

Para Unidos, con la tecnificación de la política crecía el riesgo de que


las palabras políticas se vaciaran de contenido. Ello los interpelaba
en la recuperación de las palabras como herramientas indispensables
para la batalla ideológico-política que había que dar en la Argenti-
na. Esto les planteaba un doble desafío: por un lado, poner a prueba
la capacidad del peronismo para desarticular lo que consideraban el
discurso políticamente vacío del alfonsinismo; y, por el otro, los com-
prometía en la reinvención de un vocabulario propio que resignificara
aquellas viejas palabras como doctrina, proyecto nacional y popular,
comunidad organizada, pueblo, liberación, patria soberana, que esta-

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128 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

ban “enfermas” y “degradadas” y que ya no servían para dar cuenta


de la realidad de los años ochenta. Más aún, la resignificación de esas
palabras tenía que recuperar los sentidos históricamente identifica-
dos con el peronismo: la política como conflicto constitutivo, pero
también como modo de concretar la justicia social, los derechos y la
igualdad. Con esta reflexión cerraba Álvarez su artículo:

Democracia-escenario o democracia social; tecnocracias modernizadoras


o dirigentes con vocación transformadora; operadores o cuadros; profe-
sionales o militantes; partido–oferta o partido–movimientista; clientelis-
mo o participación popular; carguismo y burocracia o ambición legítima
de poder; estatismo parasitario o autocreación de lo colectivo; moderni-
zación periférica o modernidad nacional popular; fin del ciclo liberador,
o continuidad democrática de las luchas populares; opinión pública o su-
jeto popular. Juegos de contradicciones que sintetizan las distancias hoy
inexistentes entre gobierno y oposición. Los primeros términos expresan
la realidad, los segundos una propuesta de transgredirla, desmarcando la
política de las rutinas actuales. (1986 a: 36).

En estas dicotomías se resumían tanto la crítica al alfonsinismo


como el desafío de la renovación por recuperar el sentido de la po-
lítica que había caracterizado al peronismo, pero ahora en sintonía
con el nuevo contexto histórico:

A diferencia del radicalismo gobernante, y en consonancia con los sec-


tores populares que expresa, este peronismo reivindica la “naturaleza
revolucionaria”, una vocación de lucha por la justicia social y la autode-
terminación nacional […] un proyecto de transformación, democracia de
contenido social y nacional, métodos transparentes, a la par que revisión
y recreación de la historia del movimiento. (Chumbita, 1987: 101.
Cursivas nuestras).

Como vemos, las dicotomías conceptuales que habían servido para


estructurar el universo simbólico-político de la democracia seguían

Palabras politicas.indb 128 11/04/14 19:44


Ariana Reano - Julia Smola w 129

operando, ahora para señalar un doble desafío para la renovación.


Por una parte, la necesidad de autocrítica y de revisión histórica de
los acontecimientos que implicaba la actualización del movimiento
a la condición del sistema democrático en el plano institucional. Por
la otra, el compromiso en la no clausura del pasado y el permanente
retorno hacia él para recuperar lo mejor del patrimonio simbólico
del peronismo, construyendo la frontera del desacuerdo con el alfon-
sinismo. En este juego que trataba de recuperar y de reinventar un
pensamiento político que fuese popular, nacional y democrático, el
peronismo renovador de Unidos construía, así, su discurso:

La renovación ha reconstruido el lugar de la ‘palabra autorizada’ que an-


tes era sólo propiedad de Alfonsín. Y ahora que la democracia no tiene
un solo propietario, esa ‘palabra renovadora’ tiene que ser hablada para
constituir ese horizonte de sentido. Es asumir plenamente y sin com-
plejos el desplazamiento de ciertos temas o problemáticas que expresan
la sociedad argentina, reelaborándolas y situándolas en perspectiva de
nuestra propia escala de significaciones […] para desde ahí continuar su
discurso en una dirección afín con las propuestas de justicia social, trans-
formación e igualdad. (Álvarez, 1987: 17. Cursivas nuestras).

Precisamente porque la democracia ya no era percibida como


un significante que fuese propiedad exclusiva de alguien, es que su
significado podía disputarse. Es más, había que disputarlo. Pero,
¿implicaba esto no reconocer ningún mérito político al alfonsinis-
mo? ¿Dónde estaba puesto el límite entre reconocimiento y recha-
zo a la concepción de la democracia alfonsinista? En una entrevista
publicada en Unidos, Landi sintetizaba el trayecto recorrido por
la propuesta política de Alfonsín distinguiendo dos momentos:
el primero se iniciaba en 1983 con la convocatoria a un pacto
de entrada a las reglas constitucionales de vida social y política.
Aquí, el discurso de Alfonsín se puso en sintonía con una serie
de transformaciones del sentido común político de la población.
Su apelación al “todos”, al “ahora”, a la “nueva mayoría”, junto

Palabras politicas.indb 129 11/04/14 19:44


130 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

con su mayor afinidad y sintonía con la política como imagen y


como gesto, obtuvo una credibilidad y confiabilidad muy fuer-
tes. Lograba situarse así en la construcción de un imaginario ético
que la sociedad reclamaba luego de un duro pasado caracterizado
por la generalizada trasgresión de las reglas. Landi entendía este
primer proceso como el de instauración de un pacto democrático
cuya legitimidad de origen es fundamentalmente defensiva puesto
que se apoyaba en la protección de lo nuevo que había comenzado
a desprenderse del pasado. El segundo momento, a partir de 1985,
es cuando comienza a ingresar en el debate el tema de la moder-
nización de la Argentina, como una problemática que redefine
los términos en que hay que abordar las cuestiones referidas a la
educación, las relaciones laborales, los medios de comunicación,
las tecnologías, etc. (Landi, 1986: 225-226).
En un artículo publicado varios meses después de la entrevista de
Landi, García Delgado advertía las implicancias de ese cambio en la
gestión radical. A diferencia de la etapa anterior, nos decía,

[…] 1985 se convertirá en la bisagra que distingue dos etapas en el


gobierno. La primera buscando apoyos en las sociedades desarrolla-
das para un tratamiento de la deuda externa que no comprometiera
el crecimiento económico, las alianzas con el mundo empresarial y los
sectores concentrados de la economía, la aceptación de las restricciones
del FMI (y la consiguiente economía de guerra y políticas de ajuste), la
inflación, privatizaciones, etc. El segundo hecho es que el proceso de
modernización significa la racionalización de la estructura de poder.
No altera los patrones de acumulación sino más bien crea un conjun-
to de condiciones requeridas por el capital para acumular, invertir y
tecnificarse. Hay una decisión política de ajustarse a las restricciones
externas y las decisiones pasan a estar en manos de técnicos expertos.
(García Delgado, 1987: 199).

Este viraje del alfonsinismo era leído por García Delgado como
un desplazamiento en el intento por constituir la continuidad de la

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Ariana Reano - Julia Smola w 131

tradición movimentista para promover la fundación de una Segunda


República. Se trataba entonces de un cambio en la noción de política
que pasaba de reconocer una filiación a los movimientos populares
y sus luchas –expresado en la aspiración del alfonsinismo a conver-
tirse en el Tercer Movimiento Histórico–, a sostener el proyecto de
una Segunda República en un marco de acentuado conservadurismo
social y político. Ambos, concluía el autor, “tienen un horizonte de
significación distintos: uno alude al protagonismo de las masas y a la
transformación del poder (liberación), y el otro a las elites rectoras y a
la modernización” (Ídem). Esta mirada de la modernización proponía
reemplazar una experiencia democrática por un sistema de acuerdos
entre la clase política y algunos sectores dominantes, recortando las
demandas y distanciando a los ciudadanos de la política. Esto llevaba
a Unidos a sostener con más fuerza que, el de Alfonsín, era un gobier-
no destinado a “administrar la crisis”, lo que implicaba un fracaso en
el intento de “hacer coincidir” lo formal con lo sustancial de la demo-
cracia. Así finalizaba García Delgado su diagnóstico:

La imposibilidad de hacer coincidir el análisis realista con las aspiracio-


nes sustanciales (mayor justicia social, igualdad o autonomía nacional)
aunque sea como tendencia, evidencia una fuerte aceptación de la so-
bretederminación de las estructuras […] El posibilismo desde el que se
opera es también un riesgoso acercamiento a la aceptación de la legali-
dad de mercado, al peligro de subordinar todo principio sustantivo a la
racionalidad formal del mismo. (1987: 205).

En esa falla el peronismo debía asentar su estrategia política ha-


cia el futuro. Priorizar un discurso sobre la transformación que re-
cogiera los valores de la democracia y la ética que el alfonsinismo
había logrado instaurar y que una pluralidad de identidades había
hecho suyo. En esta línea, Landi sostenía que el peronismo era el
sector político que podía pensar mejor las relaciones entre las tradi-
ciones populares participativas y la posible modernización del país.
La Argentina, decía,

Palabras politicas.indb 131 11/04/14 19:44


132 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

[…] tiene un movimiento como el peronismo que contiene en su tra-


dición dos componentes decisivos de la modernidad, los valores igua-
litarios y su disposición al cambio, a la transformación social. Creo
que tiene entonces una gran oportunidad para reconstituir su palabra
política y aportar al país, superando por la positiva al otro gran par-
tido hoy en el gobierno. [Ello] facilitaría esos cruces entre peronismo
y radicalismo tan necesarios para impedir la fractura de las mayorías
populares. (Landi, 1986: 233).

La dinámica política de los años ochenta impulsaba a las dos


tradiciones mayoritarias del país a revisar su historia y a recrear sus
lenguajes para superar la escisión histórica entre democracia formal
y sustantiva. Inevitablemente esta posibilidad dependía de las po-
sibles combinaciones que en la lucha ideológico-política pudieran
resignificar la cuestión democrática. Para la renovación, los inten-
tos de democratización debían señalar los méritos de la democracia
formal como marco para la verdadera transformación democrática.
No se podía menospreciar la institucionalidad democrática, cuya
recuperación había costado tanta sangre a los argentinos. Pero sobre
ella, había que profundizar un cambio que apuntara, en el campo
económico, a la necesidad de afectar intereses, de impulsar reformas
estructurales y de discutir el rol del Estado. Y en lo político, a vol-
ver a discutir el sentido de “lo popular”, reconstruyendo al pueblo
como sujeto de la soberanía.
En este juego ambiguo, la construcción del contenido de la de-
mocracia resultaba compleja, tanto para los actores políticos como
para los intelectuales que participaban de ese proceso de construc-
ción simbólica. Porque si bien los renovadores se arrogaban para
sí la pertenencia a la tradición que históricamente impulsó la de-
mocracia sustantiva, no podían renegar del desafío de consolidar a
la democracia como régimen democrático, lo que los interpelaba a
constituirse en opción electoral en los próximos comicios.9

9
  El antecedente a la formalización de la Renovación Peronista como corriente inter-

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Ariana Reano - Julia Smola w 133

Los temas que venimos revisando dan cuenta de lo problemático


que resultaba definir el contenido de la democracia. La combina-
ción de distintas palabras y conceptualizaciones usadas para sentar
cada posición no hacían más que mostrar la asociación inestable
entre los distintos significantes, que se combinaban ambiguamente
hasta volver borrosa su pertenencia histórica a una u otra tradición
política. Este escenario de desacoplamiento entre ideas e identida-
des políticas hacía evidente que si en la Argentina “las temáticas
de la democracia están abiertas” es porque “la democracia no tiene
dueño” (Landi, 1986).
Llegados hasta aquí, no querríamos finalizar este capítulo sin sos-
tener en qué sentido consideramos que la complejidad del proceso de
articulación de conceptos e ideas en torno a la democracia formaba
parte de un “clima de época” vinculado a una cierta “crisis” del len-
guaje. Decimos “crisis” –entre comillas– porque hemos sostenido que
el debate sobre la democracia implicó la puesta en escena de una serie
de ambigüedades conceptuales que subvertía antiguas asociaciones li-
neales entre palabras, ideas y tradiciones políticas. Por eso no se trata
de señalar el componente negativo de esta “crisis”, sino más bien de
poner el acento en su productividad. Y esto porque cuando hablamos
de conceptos nos referimos a los significados que ellos adquieren en
su uso. Así pues, para reconstruir un lenguaje político no basta con
analizar los cambios de sentido que sufren las categorías, sino que es
necesario penetrar en la lógica de sus articulaciones para descubrir qué
significantes se unen a qué significados y para decir qué cosas.

na fue la victoria en las elecciones parlamentarias de 1985 de la alianza conformada


entre el Frente de Renovación para la Justicia, la Democracia y la Participación (FRE-
JUDEPA), un sector de la Democracia Cristiana y la Izquierda Nacional. Aun perdien-
do con los radicales, triplicó la lista oficialista de Herminio Iglesias consagrando 11
diputados contra 3. Después de eso, el Documento Fundacional de la Renovación
Peronista, redactado por Carlos “Chacho” Álvarez, fue firmado el 21 de diciembre
de 1985 por Grosso, Menem y Cafiero. La renovación estuvo compuesta también
por José Luis Manzano, Luis Macaya, Oraldo Britos, José Octavio Bordón, Eduardo
Vaca, Roberto García, Carlos Ruckauf, Olga Riutort de Flores, Julio Guillán, Esteban
Righi, Marcos Raijter, José Arguello, Manuel Torres, Juan Carlos Dante Gullo, Julio
Bárbaro, Claudia Bello, Oscar Massei, Fernando Melillo y José Manuel de la Sota.

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134 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

En un ejercicio de revisión, varios años después, Portantiero y


De Ípola sostenían que lo que el Discurso de Parque Norte busca-
ba (y jamás consiguió) era una convocatoria por encima del parti-
do oficial. Los temas que se propusieron allí, sostenían, abrían una
agenda apta para deslindar la superación de la crisis de las recetas co-
rrientes del “populismo anacrónico o del liberalismo salvaje” (2000:
121). La reconstrucción democrática, confirmaba De Ípola, reque-
ría de la resolución de dilemas sustanciales referidos al desarrollo
económico-social, y la propuesta era hacerlo “siguiendo una vía que
se apartaba de las recetas de la izquierda tradicional, del populismo
y del liberalismo” (2004: 54). La democracia que se convocaba a
construir en Parque Norte configuraba sus sentidos en la negación
del populismo –asociado a la tradición peronista y considerado una
forma de autoritarismo negador del pluralismo y la diversidad. Esta
concepción también debía alejarse de los planteos de una izquierda
anacrónica que entendía a la democracia sólo como un instrumento
para llegar a una sociedad justa e igualitaria. Una izquierda ortodoxa
que seguía viendo al Estado como aparato burocrático de domina-
ción y no como un potencial elemento dinamizador de la política
y la economía. De ahí que fuera tan útil el proceso de revisión con-
ceptual que hizo una parte de la izquierda intelectual en la recons-
trucción de la relación entre socialismo y democracia.
Aquel discurso también planteaba una democracia que debía
apartarse de las recetas del liberalismo conservador tanto en lo po-
lítico como en lo económico. Sin embargo, la ideología liberal era
retomada por el discurso alfonsinista en su versión de la democracia
igualitarista y deliberativa. La democracia deliberativa será invoca-
da a través de la apelación a la política como debate público y de
la democracia como diálogo. El presidente reivindicaba la apertura
democrática iniciada en 1983 como un espacio de libertad “para
hablar y para escuchar”, para “intercambiar pareceres” en el marco
de una democracia donde “no sólo cuenta su voto, sino que cuenta
su opinión” (Alfonsín, 1986 b). El diálogo aparecía como expresión
del consenso y hacía de la deliberación una experiencia colectiva

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Ariana Reano - Julia Smola w 135

donde superar “los impulsos egoístas, individuales o sectoriales” y


aprender “a convivir, a dialogar, a discutir nuestras discrepancias
en el marco de una racionalidad común y bajo un firmamento de
principios compartidos” (Ídem). Como apuntamos en otra parte,
en el discurso alfonsinista la democracia surge condicionada por la
adscripción a ciertos fundamentos comunes, que reaparecen ahora
como precondición del diálogo.
Parte de la estrategia era hacer entender que el diálogo y el deba-
te eran la mejor expresión de la práctica democrática. En definitiva,
la deliberación asociaba la democracia a un juego de intercambio
dinámico, donde todos los argumentos eran comparables y donde
el pueblo podía elegir entre ellos como alternativas. Sólo a través del
diálogo podría ser alcanzado el consenso como máximo valor de-
mocrático.10 Pero es en la imposibilidad de concretar en la práctica
esa concepción deliberativa de la democracia que se volvía necesario
apelar a la institucionalidad. Así lo expresaba el propio presidente,
diez años después:

Cuantas más dificultades encontrábamos para la elaboración de un con-


senso mínimo más me convencía de la necesidad de reformar la Consti-
tución, incorporando a nuestras instituciones elementos de los sistemas
parlamentarios que impidieran el juego de suma cero que se desarrollaba
en nuestro país […]
Necesitábamos un acuerdo institucional que no impusiera mayorías artificia-
les, necesitábamos una democracia donde las mayorías fueran coincidencias
concretas sobre lo que debe hacerse en el futuro y no sólo negociaciones
emocionales fundadas en la lealtad al pasado. (Alfonsín, 1996: 148-149).

La reforma de la Constitución y la necesidad de refundar la Re-


pública aparecen, argumentalmente, como los mecanismos forma-
les que suturan la falla de la democracia consensual. En el discurso

10
  La idea de consenso como “máximo valor epistémico” de la democracia es desa-
rrollada por Carlos Nino en La constitución deliberativa de la democracia (1997 b).

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136 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

alfonsinista aparecían mezclados los lenguajes de la democracia de-


liberativa y de un republicanismo que oscilaba entre un republica-
nismo institucional, ligado a la necesidad de consolidar el régimen
político con una nueva y mejor institucionalidad y un republicanis-
mo social, vinculado a la reconstrucción de lazo entre el sujeto y la
comunidad política a través de la participación. En estos esfuerzos
por articular ideas provenientes de tradiciones teórico-políticas dis-
tintas, Alfonsín buscaba encontrar argumentos para “compatibilizar
liberalismo y tradición democrática” (Basombrío, 2008).
Como sosteníamos en el primer capítulo, entre los lenguajes po-
líticos y las ideas existe una brecha que pone en cuestión toda cohe-
rencia de sentido. De ahí que nos interesa destacar que las relaciones
conceptuales y la revisión de sus contenidos y efectos políticos no
comportan un carácter unívoco. Por el contrario, todo proceso de
formación y circulación de ideas es estructuralmente arbitrario. Es
en esta clave que proponemos leer las articulaciones entre democra-
cia y socialismo, democracia y liberalismo, peronismo y democra-
cia, y hasta una concepción republicana de la democracia, como las
que hemos revisado aquí. Desde esta perspectiva es posible mostrar
que la construcción de la democracia como significante político no
fue el resultado de un proceso lineal ni homogéneo sino, más bien,
el producto de una tensión entre un conjunto diverso de lenguajes
políticos involucrados en la lucha discursiva por establecer qué de-
mocracia era preciso construir en la Argentina de los años ochenta.

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Capítulo 4
La democracia y los sentidos del pasado

1. Enfrentar el pasado: la democracia frente


a la violencia política y el terrorismo de Estado

En los primeros capítulos decíamos que el uso de la palabra en de-


mocracia buscaba encontrar una forma de hacer política dejando
atrás los conflictos y las metodologías del pasado. La identificación
de la democracia por oposición a la dictadura, es decir, contrapo-
niendo término a término la guerra a la paz, la desaparición y la
muerte a la libertad y la vida, fue parte esencial de un proceso de
lucha contra la dictadura y de reivindicación del retorno a la vigen-
cia de la Constitución y de un gobierno civil. Ya ha sido señalado en
numerosos trabajos académicos: esta identificación, que abrió paso
al retorno de la democracia, tuvo diversas consecuencias políticas y
teóricas a las que nos hemos referido con anterioridad. Una de las
más importantes, en nuestra opinión, fue la oposición del discurso
–con su capacidad de argumentación, persuasión y convencimien-
to– a la violencia física y la coacción política. En ese contexto y bajo
las marcas de estas oposiciones, la palabra política fue concebida
como una manera de superar la división y los conflictos sociales en
la tarea principal de la democracia, es decir, dejar atrás la violencia
del pasado y fundar un orden político estable.
Veíamos, al final del Capítulo 2, cómo la oposición entre demo-
cracia y dictadura, lejos de cerrar el significado de la democracia, dio
lugar a otra disputa discursiva en torno a su sentido. En ese contexto,
la forma de superar el antagonismo político que aquejaba al país se
expresaba a través del discurso de dos maneras distintas. Por un lado,
en el deseo de un acuerdo en torno a la necesidad de un Estado que
funcionara como garante de una palabra única, que se elevara como

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138 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

palabra legítima sobre los conflictos de interpretaciones –conflictos a


los que la dictadura misma no había logrado poner fin. Del otro lado,
la idea de la democracia como un ethos, como una forma de vida, que
requería la adopción de una “cultura democrática” pero la entendía,
no tanto como el compromiso con una forma de la ciudadanía activa
en el espacio público donde los conflictos pudieran expresarse, sino
como el ejercicio de internalización de un sistema de normas y de re-
conocimiento de la legitimidad del arbitraje de las instituciones sobre
los intereses representados por las corporaciones. Estos dos polos del
sentido de la democracia se encontraban entramados de una forma
muy compleja en los discursos políticos referentes al tratamiento del
pasado reciente de la dictadura, pero expresaban el mismo deseo y la
misma exigencia hacia la política: la fundación de un espacio público
pacificado en el que la expresión de los conflictos no tuviera por efecto
la disolución del nuevo y precario orden.
Ahora bien, más allá de los deseos y de las afirmaciones políticas
al respecto, el espacio público de los últimos años de la dictadura
militar y los primeros del gobierno civil, lejos de ser un lugar pacifi-
cado por medio de la palabra, constituyó un campo de luchas sim-
bólicas por la recuperación del pasado y la significación del futuro.
Los sentidos de la nueva democracia se jugaban en relación no sólo
con aquello que se quería alcanzar sino también con aquello que se
intentaba dejar atrás. Es decir, no sólo en cuanto a las proyecciones
que pudieran hacerse sobre el futuro sino también en torno al diag-
nóstico y la lectura que primara sobre el pasado. En este sentido,
era esencial determinar no ya solamente qué democracia se quería
construir sino también, y junto con ello, qué pasado se estaba dejan-
do atrás. No bastaba con decir que se trataba de un pasado signado
por la violencia, sino de discutir también qué violencia: ¿política?,
¿jurídica?, ¿estatal?, ¿popular?
Esta disputa, que se extendió durante todo el periodo que estamos
abarcando aquí, tuvo espacios y actores bien determinados: las mani-
festaciones de los primeros años ochenta, los espacios institucionales y
el proceso judicial que se abrió con el gobierno democrático constitu-

Palabras politicas.indb 138 11/04/14 19:44


Ariana Reano - Julia Smola w 139

yeron los escenarios más importantes de este debate; los Organismos


de Derechos Humanos, los partidos políticos y los actores del Poder
Judicial, sus sujetos privilegiados. El resultado, sin embargo, no fue
la primacía del discurso de alguno de ellos; por el contrario, las con-
secuencias que este debate tuvo sobre todo el espacio público que se
abría y el régimen político que nacía desbordaron las intenciones de
los actores y marcaron la forma de constitución tanto del sentido de
la democracia como del ejercicio de la ciudadanía democrática en la
Argentina, durante la transición y aún hoy, treinta años después.
En este capítulo nos proponemos recorrer algunos de los discur-
sos centrales que configuraron la disputa alrededor de los sentidos
del pasado, para considerar su importancia en torno a la constitu-
ción de la democracia como significante polémico.

1.1. Los Organismos de Derechos Humanos


frente al silencio y al discurso de los militares

Como sabemos, una vez implantada la represión y persecución


sobre todas las organizaciones políticas en el país y la región, la lu-
cha en torno a los derechos humanos constituyó la resistencia más
importante a los autoritarismos.
La palabra de las Madres de Plaza de Mayo se levantó en pri-
mer lugar frente al silencio que los militares sostenían respecto de las
desapariciones y torturas. Su accionar, incluso, fue más allá y logró
resquebrajar la solidez del discurso militar. En efecto, el régimen
militar no se sostenía únicamente por la violencia muda de la per-
secución y la tortura, sino que se levantaba sobre el “discurso de la
guerra contra la subversión” (Landi y González Bombal, 1995). Éste
sostenía que la Argentina estaba sumida en una “guerra sucia” y que,
por lo tanto, no era necesario rendir cuentas de las acciones tomadas
para conseguir la paz.1 De esta forma, los militares eliminaban de
antemano la necesidad de expresarse sobre las acciones emprendidas

1
  Sobre la dinámica de silencio y discurso en la dictadura, referimos a Ansaldi (2006).

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140 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

contra “la subversión”. La política represiva del régimen militar se


sostenía sobre el paradigma de la desaparición; esto es: no simple-
mente la declaración de guerra a un enemigo sino el borramiento
de las marcas de su existencia y de su historia. En este sentido, Alain
Brossat sostiene que la desaparición, propia de los genocidios mo-
dernos,2 difiere de la guerra tradicional de la siguiente forma: “no
pone solamente en movimiento el proyecto de exterminio radical
de un grupo enemigo, sino que también es movido por un ideal (si
se me permite esta palabra), el de la desaparición sin trazos de ese
grupo” (Brossat y Déotte, 2000: 53, traducción nuestra). A diferen-
cia de la guerra tradicional, donde el relato épico, que reivindica la
violencia puesta en movimiento, completa la escena por medio de
la exposición victoriosa del cadáver del enemigo o de la aflicción
extrema de la derrota, “el genocidio obra de una forma diferente, se
despliega en un horizonte referencial distinto: su objetivo es entra-
mar la desaparición de un cuerpo colectivo indeseable, parasitario o
superfluo, más que un enemigo propiamente dicho” (Ídem). En el
discurso de los militares no había dos bandos, ni dos causas, sino la
disolución y el orden, el “parásito” y los “anticuerpos”. La palabra de
los Organismos de lucha por derechos humanos vino a interrumpir,
a la vez, el silencio de las desapariciones y el discurso de la guerra,
interponiendo otra lógica desde la cual resultaba necesario dar ex-
plicaciones por las acciones.
Como sostiene Inés González Bombal, la fuerza del Movimiento
de Derechos Humanos se ubica en el orden del acontecimiento más
que en la elocuencia de un discurso doctrinario.

2
  En el libro compilado por Brossat y Déotte se hace un uso extenso del concepto de
“genocidio”. No pretendemos entrar en el debate sobre la calificación de genocidio
para nuestra dictadura (Feierstein, 2007).Tampoco pretendemos identificar lo ocurrido
en la Argentina con lo sucedido bajo los totalitarismos nazi y soviético. Simplemente
tomamos la idea expuesta en el libro sobre un régimen de la desaparición, donde ésta
no es sólo un “recurso” del terror sino una práctica sistemática que se completa con
los centros clandestinos de detención estableciendo lo que Pilar Calveiro (2001) llamó,
sobre la idea de Giorgio Agamben, un universo concentracionario.

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Ariana Reano - Julia Smola w 141

La censura de hecho que sobre [el espacio público] se tendió hizo que
se desplegaran en una nueva modalidad de acto político innumerables
prácticas significantes de alto valor evocativo. […] su discurso se conden-
só al máximo en sintéticas pero axiales consignas políticas. (1987: 147).

A las Madres les tocó denunciar una falta y, a través de esta de-
nuncia, interrumpir la escena de plenitud de la política, ya que,
como habíamos sostenido antes, la modalidad de la desaparición
se completaba con la desaparición física y también discursiva del
enemigo. A través de su acción de denuncia y sus consignas, las
Madres impedían ese cierre creando “un lazo con la escena de la des-
aparición” (Ídem). Las Madres piden saber qué pasó con sus hijos,
dónde están, quién se los llevó y quién dio la orden de que se los
llevaran. Se instalan en la lógica del pedido de explicaciones al poder
y, por eso mismo, le presentan un límite: la rendición de cuentas. Al
interrumpir a la vez la escena de la desaparición y el discurso de la
guerra, arruinan el argumento de la victoria.
Como adelantábamos en el primer capítulo, González Bombal ana-
liza la consigna que levantaron las Madres de Plaza de Mayo: “Aparición
con vida”, en términos de un malentendido: “Es una no escucha social
[…] un hacer diferendo [Lyotard, 1983] en la cadena de enunciados, lo
que mete la verdad en circulación interrumpiendo el discurso” (1987:
148). Esa cadena de enunciados se sostenía sobre el silencio de los mi-
litares que no dice sobre la suerte de los desaparecidos. Así, su consigna
también se levanta contra el intento de darlos por muertos, tanto por
las “leyes” emitidas por la dictadura, como por el “reconocimiento” de
“excesos cometidos en la lucha contra la subversión”.3
3
  La autora glosa alguno de estos intentos de la siguiente forma: “1. La ley de Presun-
ción de Muerte, Ley 22.068, dictada en el año 1979 y que fracasa por la labor política
llevada a cabo por el Movimiento de Derechos Humanos que se niega a trocar un
desaparecido por una declaración judicial asimilable a un certificado de defunción, a
pesar de los obstáculos legales y previsionales que la reglamentación ofrece superar. 2.
El reconocimiento del entonces Presidente Videla, en Caracas, acerca de la existencia
de `excesos´ en la represión. 3. La célebre declaración del presidente de la Unión Cívica
Radical, durante el año 1980 en España: `Todos los desaparecidos están muertos´. R.
Balbín pudo intuir las consecuencias que sobre la legalidad institucional tendría el pro-

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142 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

Presentan una demanda imposible: “Aparición con vida”, y su


efecto se completa con la resistencia a escuchar. Exigen una respuesta
pero no pueden escuchar aquellas esgrimidas por los militares, por-
que ellas mismas fijan las condiciones para una escucha verdadera.

Nos tienen que responder por qué los capturaron, qué pasó con cada
uno, quién ordenó su detención, dónde los tuvieron alojados y dónde
están ahora. Porque si están muertos los han asesinado y entonces lo
lógico, lo ético es saber quién los asesinó, quién dio la orden de tortura
y ejecución y quién la llevó a cabo. Nosotras no podemos transigir
más que con una explicación total y la detención, juicio y castigo a los
delincuentes, porque castigar a los delincuentes hace a una sociedad
civilizada”. (Citado en González Bombal, 1987: 161).

Es así que pedir lo imposible lleva a un planteo que trasciende lo


que concretamente ocurrió, pidiendo la verdad para hacer una sociedad
civilizada. Las Madres no pueden dar por muertos a sus hijos: “‘Con
vida se los llevaron, con vida los queremos’ […] ‘Aunque estuvieran
todos muertos y pidiéramos nosotras y todo el pueblo argentino que
nos den los muertos, los estaríamos matando por segunda vez’” (Nora
Cortiñas, citado en González Bombal, 1987: 158).
Es el cumplimiento de estas condiciones lo que las Madres de
Plaza de Mayo reclaman a los partidos políticos en la etapa de aper-
tura. Esa es la base de la exigencia: “que la democracia no acepte la
herencia de los desaparecidos” (Ibid.: 161). Las lesiones a los dere-
chos humanos introducen la noción de culpabilidad que abre la po-
sibilidad del juicio y el castigo. Se presenta así, a través de estas luchas

blema de los desaparecidos y, con perspectiva de largo plazo, colaboró en el intento


de `clausurar´ el tema. 4. La propuesta del `manto de olvido´ que la administración del
general Viola trasmitió a las fuerzas políticas en el llamado periodo del `diálogo polí-
tico´. 5. De la reivindicación de la llamada `guerra justa´ y la apelación al `juicio de la
Historia´ o del `Supremo´ a las sentencias del Informe Final, en el ocaso de la presiden-
cia de R. Bignone : `En consecuencia, debe quedar definitivamente claro que quienes
figuran en nóminas de desaparecidos y que no se encuentran exilados o en clandes-
tinidad, a los efectos jurídicos y administrativos se consideran muertos´” (Ibid.: 160).

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Ariana Reano - Julia Smola w 143

políticas por los derechos humanos, una idea inédita en la Argentina


de los años setenta: la posibilidad de la Justicia (Ibid.: 148).

1.2. Alfonsín, lectura del pasado y perspectivas


para la democracia futura

Durante la campaña electoral, el tratamiento del pasado ocupó


un lugar central en los discursos políticos. En particular, Raúl Al-
fonsín hizo de esta temática el centro de su propio discurso y un
eje conceptual para la construcción de su idea de democracia. La
posición de Alfonsín se expresó en lo que se conoció como la teoría
de los dos demonios, que sostenía que, durante los años setenta:

[…] la Argentina fue barrida por la violencia, y nuestra sociedad fue


ahogada por una tenaza de terror. Por un lado, el intento de cambiar la
sociedad transformado en terrorismo; por el otro, la decisión de preser-
var la sociedad convertida en terrorismo de Estado. Entre uno y otro,
el derecho a la vida, a la integridad física y a la libertad fue destruido.
(Alfonsín, 1983 f).

De esta forma, a través de la consideración de la violencia y de la


lógica instrumental que ambas tendencias compartían, Alfonsín de-
finía a la democracia como la instauración de una nueva lógica po-
lítica: la de los procedimientos y el respeto a los “medios”, en lugar
de la supremacía de los fines. Es decir, la consideración de la política
como un “fin en sí mismo”, frente al que había que abandonar la
lógica sacrificial que requería la utopía o su contrario, el autoritaris-
mo. Esto se lograba, como nos ocupamos de argumentar en el Capí-
tulo 2, con la consolidación del Estado de derecho, bajo el imperio
de la ley y la división de poderes. Pero también con la construcción
de una democracia cotidiana que le permitiera a cada ciudadano
ver garantizado el ejercicio de sus derechos sin abusos por parte de
ninguna autoridad. Y en este camino, sostenía Alfonsín:

Palabras politicas.indb 143 11/04/14 19:44


144 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

Dejará la Argentina de andar a contramarcha de la historia; defenderse


del flagelo de la subversión terrorista o golpista porque nadie más in-
tentará un golpe gratis en la Argentina. Lo hará en el marco de la ley y
en la respuesta cabal a principios de la democracia y en el respeto que
corresponde a los derechos humanos sin baños de sangre ni desapare-
cidos. (1983 a).

Pero este camino podía plantear diferentes bifurcaciones. Como


explica Alfonsín en sus memorias, a los países que pretendían reali-
zar transiciones exitosas desde autoritarismos a gobiernos democrá-
ticos se les abrían tres vías distintas de acción:

El olvido, fuera mediante una ley de amnistía o a través de la inacción


[…]. El procesamiento de absolutamente todos los que pudieran re-
sultar imputados. […] La condena de los principales actores, por su
responsabilidad de mando, para quebrar para siempre la norma no es-
crita, pero hasta el momento vigente en nuestro país, de que el crimen
de Estado quedara impune o fuera amnistiado. (Alfonsín, 2004: 35).

Dentro de estas opciones, basado en el asesoramiento del grupo


de expertos en leyes encabezado por Carlos Nino, Alfonsín sostenía
la necesidad de emprender la última, distinguiendo entre los perpe-
tradores de violaciones a los derechos humanos según tres grados o
niveles de responsabilidad.

Aquí hay distintas responsabilidades; hay una responsabilidad de quie-


nes tomaron la decisión de actuar como se hizo; hay una responsabi-
lidad distinta de quienes en definitiva cometieron excesos en la repre-
sión. Y hay otra distinta también de quienes no hicieron otra cosa que,
en un marco de extrema confusión, cumplir órdenes. (1983 a).

Durante su mandato, intentó, en repetidas oportunidades, esta-


blecer las pautas de los “tres grados de responsabilidad” por medio
de una legislación que limitara, de antemano, la realización de juicios

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Ariana Reano - Julia Smola w 145

a los subordinados. Esto le permitiría realizar un “juicio ejemplar” a


quienes concentraban el más alto grado de responsabilidad –ya que
habían tomado las decisiones y emitido las órdenes–, y juzgar tam-
bién a quienes se habían excedido en el cumplimiento de aquéllas.
Pero se eximiría de juicio a los que hubieran “obedecido órdenes”,
evitando la prolongación de los juicios en el tiempo, acción que, se-
gún Alfonsín, pondría en peligro a la democracia. Con este objeto,
a menos de un mes de haber asumido, envió dos proyectos de ley
al Congreso: uno que debía derogar la Ley de Pacificación Nacional
(o de auto-amnistía), sancionada por la dictadura militar y otro que
debía especificar el alcance de la responsabilidad penal y la jurisdic-
ción en la cual se realizarían las prosecuciones ordenadas.4 La primera
fue aprobada casi por unanimidad y sin realizar modificaciones, pero
la segunda tuvo un tratamiento más complicado. La ley 23.049 de
Reforma del Código Militar confería jurisdicción inicial al Consejo
Supremo de las Fuerzas Armadas, pero establecía que los tribunales
civiles podrían hacerse cargo del proceso en caso de que la Corte Mi-
litar se demorara injustificadamente (más de seis meses) en el trámite
de los mismos. Además, la propuesta inicial del gobierno asentaba,
respecto de la obediencia debida, que “se presumirá, salvo prueba en
contrario, que se obró con error insalvable sobre la legitimidad de la
orden recibida”. De acuerdo con este criterio, aquellos que hubieran
recibido órdenes, más allá de lo aberrante de las mismas, no podrían
ser tenidos como responsables de sus actos ya que se descartaba de
antemano la posibilidad de discutir o deliberar sobre su legitimidad.
Como señalan Acuña y Smulovitz:

[…] el proyecto del Ejecutivo no sólo pretendía restringir ad initio los


alcances de la política de juzgamiento, a su vez, los criterios utilizados
para limitar la extensión del castigo tenían por objeto crear certidum-
bre en las Fuerzas Armadas acerca de los riesgos y alcances que la políti-
ca de persecución elegida podía implicar para las mismas. (1995: 161).

4
  Ver cita N° 6 en este capítulo.

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146 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

Este proyecto desató un intenso debate impulsado por quienes


se oponían al tratamiento indiscriminado del concepto de obedien-
cia debida. Luego de la discusión parlamentaria, se aprobó la ley
pero con la modificación del artículo Nº 11, que ahora establecía:

[…] se podrá presumir, salvo evidencia en contrario, que se obró con


error insalvable sobre la legitimidad de la orden recibida, excepto cuan-
do consistiera en la comisión de hechos atroces o aberrantes. La inclusión
de este artículo además de impedir al gobierno limitar, desde el inicio,
el número de posibles imputados, introdujo un factor de incertidum-
bre en su relación con las Fuerzas Armadas, en tanto los alcances de la
ley iban a ser definidos de forma contingente en los diversos procesos
judiciales. (Ibid.: 162).

Esto permitió la apertura de una cantidad muy grande de causas


a los oficiales de rangos intermedios. Para frenar esa tendencia, en
1986 Alfonsín envió una ley al Congreso de la Nación que deter-
minaba un tiempo máximo de sesenta días para presentar causas,
luego de lo cual no podrían iniciarse nuevos procesos: la Ley de
Caducidad de la Acción Penal (Nº 23.492), conocida como Ley
de Punto Final, que fue aprobada por ambas cámaras sin modifi-
caciones el 23 de diciembre de 1986. Sin embargo, encontró otro
escollo para su cumplimiento: el Poder Judicial. Ante el nuevo lí-
mite de tiempo establecido por la ley, muchos jueces levantaron la
feria que se extendía normalmente durante enero, y dieron ingreso
a una cantidad muy importante de causas judiciales. Para el final
del periodo, las causas por violación de los derechos humanos a
cargo de la Justicia Civil se habían multiplicado y el objetivo de la
ley había sido revertido. Según Horacio Verbistsky, los camaristas
del país “habían recibido un número de procesamientos que su-
peraba en quince veces los deseos oficiales y en tres o cuatro veces
sus previsiones más pesimistas” (1987: 322). Señalaba Alfonsín al
respecto: “Nuestro propósito, dirigido a centralizar los juicios en los
principales responsables, se vio superado a tal extremo que todos los

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Ariana Reano - Julia Smola w 147

militares se sintieron juzgados” (2004: 50. Cursivas nuestras). Esto


no sólo provocó un clima de inestabilidad al interior de las Fuerzas
Armadas, sino que erosionó la palabra del gobierno y la de los jefes
de las tres armas. Al respecto, Alfonsín explicó que

[…] el gran problema radicaba en que, a través de estas conversaciones,


(con el Ministro de Justicia y los jefes de Estado Mayor de las tres fuer-
zas) los militares tomaban conocimiento de proyectos y expectativas
gubernamentales que luego resultaban totalmente contradictorios con
lo que determinaban los jueces. Decidíamos una medida, informába-
mos a los mandos, y luego la Justicia trastocaba la decisión, creando así
situaciones confusas. (Ibid.: 52).

En el Capítulo 5 nos dedicaremos a ver una de las situaciones


más difíciles que se desató a raíz del impulso de llevar a juicio a los
militares de rangos intermedios que habían cometido crímenes de
lesa humanidad: el levantamiento militar de Campo de Mayo en Se-
mana Santa de 1987. Lo que nos importa abordar aquí es la forma
en que la definición de la democracia, que intentaba ser construida
por oposición a la dictadura como el reino del Estado de derecho y
de la Justicia, encontraba un suelo arenoso en el tratamiento del pa-
sado. Aunque el Estado marcó parámetros para la reconstrucción de
los relatos del pasado, no pudo definir fehacientemente los marcos
de la justicia. Y lo que ocurrió fue que se planteó un conflicto de in-
terpretaciones sobre la idea misma de justicia democrática. Nueva-
mente, los sentidos de una democracia formal y de una democracia
sustantiva venían a tensionar los distintos discursos en torno al tra-
tamiento del pasado que daría la justicia democrática. Por un lado,
una democracia formal, restringida en un sentido al ejercicio de
la “justicia ejemplar” y por el otro, una democracia sustantiva –en
donde el sentido mismo de la justicia no se remitía simplemente a
su sentido legal y mucho menos a su ejercicio ejemplar, sino que era
ampliado a la responsabilidad social, política y jurídica del ejercicio
de la ciudadanía. Lo que ocurría, como venimos viendo a lo largo de

Palabras politicas.indb 147 11/04/14 19:44


148 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

este trabajo, no era solamente el simple enfrentamiento de dos ideas


distintas sostenidas desde diferentes discursos, sino la tensión entre
ambas reflejada en los distintos discursos, pero particularmente por
el discurso oficial. Veremos a continuación algunos momentos cla-
ves en la constitución de esta tensión.

2. Juicio y democracia

Con la apertura del espacio público a un discurso sobre lo ocurrido


comenzó a aparecer, con diferentes formas, un relato sobre el pasado
que ubicaría en el centro de su argumento a la figura del deteni-
do-desaparecido. Esta figura fue el punto de partida del análisis del
pasado y la proyección en espejo de la figura política del futuro. En
efecto, el discurso político de la democracia, en todas sus formas y
variantes, propiciará el nacimiento de un nuevo sujeto político: el
ciudadano.
En el relato del pasado, el desaparecido vendrá a desplazar a la
categoría de “subversivo” que se instauraba a partir del discurso mi-
litar. Como decíamos, el régimen de la dictadura no se sostenía so-
bre el silencio total sino que mantenía un discurso que, a la vez que
identificaba un “enemigo” como el objeto de persecución, borraba
sus marcas estructurantes sobre el espacio político. De esta forma,
el militante político de los años setenta quedaba relegado a la cate-
goría de “subversivo”, donde la pertenencia ideológica y partidaria
quedaba desdibujada bajo la acusación de atentar contra el orden
de la sociedad. Lo que en este relato no tenía lugar eran las historias
de estas militancias y cómo se relacionaban con la historia políti-
ca argentina que fue una de proscripciones, desde el primer golpe
militar a Perón hasta el golpe de 1976. Al escindir la violencia de
los años setenta de la historia política argentina, también se des-his-
torizaban las intervenciones militares que se instauraron con el fin
de perseguir y desarticular el movimiento obrero y, en particular, al
movimiento peronista. De esta forma, la razón de ser del autodeno-

Palabras politicas.indb 148 11/04/14 19:44


Ariana Reano - Julia Smola w 149

minado Proceso de Reorganización Nacional quedaba desligada de


tal finalidad antipopular y limitada al control y “aniquilamiento” de
la “subversión”, sin hacer referencia ni a las ideas, ni a los intereses,
ni a las alianzas políticas que sostenían al régimen. Al retomar la
idea de la violencia de los años setenta como la responsable de desa-
tar el golpe de Estado de 1976, el discurso político de la democracia,
a través de la teoría de los dos demonios, vuelve a escindir al golpe
militar de la historia política argentina. La recurrencia a los golpes
es explicada circularmente por la inestabilidad política argentina, la
inmadurez de los partidos y, finalmente, su incapacidad para fundar
y consolidar el régimen político. De esta forma, la posibilidad del
golpe volvía como una figura fantasmagórica, porque su razón pro-
funda se encontraba negada en el discurso.
Como decíamos, el discurso institucional en torno a la defen-
sa de los derechos humanos movilizará estas dos categorías, la de
“subversivo” y la de “desaparecido”, de maneras diversas, dando a
luz a un nuevo sujeto político: el sujeto de Derecho, el ciudadano
de la democracia. Veamos cuál es el proceso de constitución de este
relato a través de tres momentos: la emisión del programa televisivo
“Nunca Más”, la publicación del Informe de la Comisión Nacional
sobre la Desaparición de Personas (CONADEP), y el Juicio a las
Juntas Militares.

2.1. Imágenes del pasado

En primer lugar, las imágenes de la represión irrumpieron en la


escena pública, en la televisión y en las revistas, con lo que se cono-
ció como el “show del horror”. Los noticieros mostraban incesan-
temente inhumaciones de tumbas colectivas, escenarios y relatos de
torturas. “Se trató de información redundante, macabra, hiperrea-
lista […] produciendo un fenómeno con ribetes desinformantes, en
la medida en que terminaban produciendo en el lector la saturación
y el horror sostenido” (Landi y González Bombal, 1995: 156). Lue-
go de esta primera etapa, algo anárquica, el relato comenzó a apare-

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150 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

cer de manera diferente, más controlada, y mostrando más cuidado


por las condiciones de exposición y narración del horror.
La emisión televisiva “Nunca Más” mostró imágenes y relatos de
forma pudorosa, respetando los tiempos y vacilaciones propias del tes-
timonio. Según González Bombal, se trató de “un relato sobrio don-
de la fuerza ilocutoria [estaba] ubicada más en el acto pragmático de
dar voz e imagen a las víctimas que en el contenido de la narración”
(1995: 205). El programa fue una iniciativa de la CONADEP que, al
tiempo de haber llevado adelante la investigación sobre el secuestro,
tortura y violación de los derechos humanos durante la dictadura, se
encontró con un corpus sólido de denuncias que, consideró, debían
adquirir estado público. Con este objetivo organizó una emisión que,
por única vez, mostraría, durante una hora y media, testimonios sobre
la represión y la desaparición durante la dictadura. Como era previsi-
ble, la iniciativa generó recelo en el gobierno e irritación en las Fuerzas
Armadas, y estas últimas desplegaron acciones de presión para que el
programa no se transmitiera. Finalmente, el 4 de julio de 1984, de 22
a 23.30 hs., se realizó la transmisión por un canal de televisión abierta.
Como sostiene Emilio Crenzel, esquemáticamente el programa
estuvo dividido en tres partes. La primera constó de una “presen-
tación” que realizó el ministro del Interior Antonio Tróccoli, en la
que destacó la tarea de la CONADEP pero advirtió que el alcance
de la misma era parcial, puesto que a la Comisión no le correspon-
día investigar “el accionar de la subversión” (2008: 82 y ss.). La
segunda parte del programa estuvo caracterizada por el testimonio
de sobrevivientes y familiares de desaparecidos presentados por una
voz en off –representando la narración de la CONADEP– que las
ratificaba con argumentos y evidencias surgidas de la investigación,
y enmarcadas por un sobrio escenario interrumpido por la trans-
misión ocasional de imágenes de los desaparecidos o de los centros
clandestinos de detención. Señala Crenzel,

En sus relatos espontáneos, los familiares y sobrevivientes presentaron


a los desaparecidos desde el marco de la memoria familiar y los valores

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compartidos socialmente, evocaron cómo los hechos desgarraron a sus


familias y hogares, y se presentaron ajenos a toda peligrosidad […]
Excepto una madre, Rubino, que mencionó la militancia de su hija en
la villa, el resto de los desaparecidos no fue descripto como parte de un
conjunto de relaciones sociales más amplio que su familia. De igual
modo, CONADEP presentó a los desaparecidos resaltando sus datos
identitarios básicos y su indefensión. (Ibid.: 87).

En tercer lugar y como cierre del programa, Ernesto Sábato, pre-


sidente de la CONADEP, concluyó que los crímenes relatados eran
de carácter monstruoso y de lesa humanidad, enfatizando que se
trataba de cuestiones más que políticas, de índole ética y religiosa.
Sábato sostuvo que el periodo que les había tocado investigar “ha
sido el reinado del demonio sobre la tierra” y que los actos perpetra-
dos “han sido, no ya contra los presuntos o reales culpables de algo,
sino contra la inmensa mayoría de inocentes absolutos” (Ibid.: 86).
De esta forma, se puede ver cómo las imágenes y los relatos de
las experiencias de la represión estuvieron enmarcados por discursos
con el fin de ordenarlos en una narración y propiciar su lectura del
sentido sobre el pasado. Sin embargo, como afirma Crenzel, cada
uno de estos discursos movilizaba dicha narración para demandar o
proponer tratamientos diferentes del pasado: “Mientras los familia-
res y sobrevivientes la usaron para exponer una demanda de justicia
extendida, Tróccoli la asoció al castigo ejemplar y al imperativo his-
tórico de reconstruir el país” (Ibid.: 88-89).
El programa alcanzó una audiencia masiva: 1.640.000 personas
pudieron verlo. Las imágenes hechas públicas y el relato lograron
dar voz y encarnar la historia de brutalidad del régimen. En ese
contexto, “la escena de la tortura y el ensañamiento con el cuerpo
de las víctimas apareció por fuera de toda explicación razonable, [y
la conclusión fue que] la política como guerra era lo que debía que-
dar definitivamente atrás” (González Bombal, 1995: 206). De esta
forma, al mismo tiempo que se confirmaban las imágenes del horror
–de los campos de detención, de las fosas anónimas, de las salas de

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152 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

tortura– y éstas se acompañaban de un relato que las enmarcaba en


la narrativa de la violación de los derechos humanos, se difundía en
la sociedad una sensación de extrañamiento, de sinrazón, ya que no
se encontraban justificaciones para tal brutalidad. El relato, de al-
guna manera, “mostraba” esta sinrazón, puesto que al tiempo que la
investigación descubría la represión y el terror estatal, los objetivos
quedaban ocultos. Lo que hasta ahora había sido esgrimido como
argumento –la “guerra sucia”– quedó deslegitimado al demostrarse
que el régimen perseguía inocentes y que aun si alguno de ellos hu-
biera sido culpable de algún delito “subversivo”, el proceder de los
militares lo había vuelto inocente al transformarlo también en “víc-
tima” y expropiarlo de los derechos con los que aún cuentan hasta
los prisioneros de guerra. Pero, al construir el argumento político
y legal en torno a la figura del desaparecido, la historia política de
la conformación de esta relación amigo-enemigo quedó oculta. De
la misma manera que el discurso de los militares, aquél sostenido
desde las instituciones democráticas no decía nada acerca de las ideas
que estaban en juego en este enfrentamiento. Lo que la narración
y las imágenes condenaron fue la metodología y no los fines del
llamado Proceso de Reorganización Nacional, que quedaron identi-
ficados con la metodología y con el terror.
El relato de la violación de los derechos humanos y la consigna
“Nunca más” aparecen evocados, como vimos, con diversos senti-
dos pero, por sobre todos ellos, se esgrime un juicio moral contra el
accionar de los militares que, al ignorar la identidad política tanto
como jurídica de los ciudadanos, actuó de forma atroz y aberrante
sobre la persona. Sobre este juicio moral se fundamentó la necesidad
de poner un límite al poder absoluto y a la discrecionalidad en la
decisión sobre la vida y la muerte.

2.2. Palabras del pasado

El libro Nunca Más apareció unos meses después de la emisión


televisiva del programa y representó una nueva etapa en el relato y

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tratamiento del pasado. El libro es el informe de la investigación


que durante casi nueve meses llevó a cabo la CONADEP a fin de
recabar información y denuncias sobre los crímenes de Estado,
la represión y la desaparición de personas durante la dictadura
militar. La Comisión fue creada mediante un impulso del Poder
Ejecutivo y se distinguió de la propuesta que sostenían los Orga-
nismos de Derechos Humanos y los partidos políticos de la oposi-
ción. Éstos pretendían la creación de una comisión parlamentaria
bicameral que se ocupara de recoger las denuncias y llevar adelante
la investigación sobre la represión. Alfonsín temía que, en manos
de una comisión bicameral, y por lo tanto en manos de los parti-
dos políticos, el tema se radicalizara y que los legisladores se em-
barcaran en una pelea por ver quién lograba emitir una condena y
una sanción más dura contra los militares. Además, una comisión
“política” quedaría atada a las diferentes versiones del pasado, con-
tadas a través no ya del lente de los derechos humanos sino del de
las opciones políticas que se disputaban el sentido de los acon-
tecimientos históricos en los años setenta. El gobierno impulsó,
entonces, la creación de una “comisión de personalidades” que in-
cluyó personas destacadas de la ciencia y la cultura a quienes se les
encargó juntar información y llevar a cabo la investigación sobre
los crímenes cometidos por el gobierno de facto.5 Su objetivo se
5
  La Comisión estaba presidida por Ernesto Sábato (escritor) e integrada por Eduar-
do Rabossi (abodado), Gregorio Klimovsky (epistemólogo), Hilario Fernández Long
(ingeniero civil y ex-rector de la UBA), Marshall Meyer (rabino y doctor en filosofía),
Ricardo Columbres (ex-ministro de la Corte Suprema de la Nación), Monseñor Jaime
De Nevares (obispo y abogado), Magdalena Ruiz Guiñazú (periodista), René Fava-
loro (cardiólogo y médico rural) y Gattinoni (pastor protestante). Como enviados
del Congreso fueron Santiago Marcelino López, Hugo Diógenes Puicill y Horario
Hugo Huarte. Sus secretarios fueron Graciela Fernández Meijide, Daniel Salvador,
Raúl Aragón, Alberto Mansur y Leopoldo Silgueira. Según el decreto presidencial, la
comisión tendría seis meses para que el análisis del pasado “no sustrajera esfuerzos
para afianzar la conviviencia democrática […] Durante ese tiempo, la CONADEP
debía recibir las denuncias y pruebas, y remitirlas inmediatamente a la justicia, ave-
riguar el destino o paradero de las personas desaparecidas y de toda otra circuns-
tancia relacionada con su localización, ubicar a los niños sustraídos a la tutela de
sus padres, denunciar a la Justicia cualquier intento de ocultamiento, sustracción
o destrucción de pruebas relacionadas con esos hechos y emitir un informe final”

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154 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

definía por el decreto que le daba origen y consistía principalmen-


te en recibir las denuncias y elevarlas a la Justicia.
A pesar de algunas desconfianzas y resistencias, el resultado de
la publicación de este informe desbordó los objetivos de Alfonsín
y de los miembros de la Comisión, y tuvo importantísimas con-
secuencias para la historia del país y de la región. Esto se debe
a que es un libro de testimonios que ofrece pruebas de un plan
sistemático de persecución política y represión física caracterizado
por la suspensión del derecho, el abuso de poder y la violación de
los derechos humanos. El libro no sólo recava información sobre
casos particulares sino que los trasciende, ya que describe el siste-
ma y la metodología de la desaparición, reconstruyendo la red de
responsabilidades que se extendía a lo largo de toda la cadena de
mando de las armas militares.
Como decíamos, la Comisión no sólo se limitó a recibir las de-
nuncias y elevarlas a la Justicia. A fin de sustentarlas con más prue-
bas e identificar a los captores y perpetradores de los crímenes,
tuvo que salir a buscar testimonios, volviendo a acercar el Estado
a la sociedad que, por obvias razones, había dejado de recurrir a
él. La Comisión funcionó como la primera voz que se dirigía a los
detenidos-desaparecidos. Yendo a buscar testimonios tanto al inte-
rior como en el exterior del país, logró relevar nuevas denuncias y
probar la extensión y la sistematicidad con la que había trabajado
el régimen de facto. También pudo reconstruir otra serie de lazos
sociales invisibles y revelar la existencia de ciertas voces inaudibles
durante la dictadura. En este sentido, como sostiene Crenzel,

Para la mayoría, se trataba de la primera interpelación pública a sus


recuerdos, sólo unos pocos eran conocidos y ya habían hecho su de-
nuncia en el exterior […]

(Crenzel, 2008: 61). La comisión consiguió luego una prórroga de tres meses más
para realizar su tarea, que concluyó el 20 de septiembre de 1984 con la entrega del
Informe.

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Estos testimonios alumbraron, además, el abanico de relaciones que la


sociedad civil estableció con las desapariciones y la dictadura, las cuales
abarcaban la solidaridad para con los perseguidos, su denuncia a las
autoridades, el desplazamiento del registro del horror o su normaliza-
ción. (Ibid.: 71).

Según el autor, al momento de la redacción del Informe la Co-


misión imaginó como lector privilegiado a quien mantenía una re-
lación de “ignorancia” e “incredulidad” respecto de las desaparicio-
nes. El Informe incluyó fotos y mapas de centros clandestinos de
detención con el propósito de afirmar la veracidad de los hechos, al
tiempo que excluyó algunos relatos que, consideró, atentaban con-
tra la credibilidad del Informe. Más allá de estos cuidados y de los
debates internos que determinaron su redacción y su forma final, el
Informe cumplió en presentar pruebas abrumadoras de los crímenes
perpetrados por los militares.
En línea con la teoría de los dos demonios, la letra expresa del pró-
logo presentó a la dictadura como la consecuencia del clima de vio-
lencia establecido por un enfrentamiento entre la extrema izquierda
y la extrema derecha. El terror de la década de los años setenta,
desvinculado de la historia política anterior, era identificado como
el responsable de la intervención militar. Asimismo, se lo inscribía
dentro de un movimiento político internacional muy heterodoxo
identificado en este discurso más por el uso de la violencia como
metodología que por una concepción ideológica en particular. Del
mismo modo, la dictadura también era despojada de ideología y se
presentaba en términos de una intervención o respuesta a esa vio-
lencia, aunque de proporciones muy superiores y lesionando más
profundamente la fibra de la sociedad, puesto que había actuado
eliminando la protección y las garantías que debía proveer el Estado
de derecho. En el prólogo puede leerse:

[…] a los delitos de los terroristas, las Fuerzas Armadas respondieron


con un terrorismo infinitamente peor que el combatido, porque des-

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156 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

de el 24 de marzo de 1976 contaron con el poderío y la impunidad


del Estado absoluto, secuestrando, torturando y asesinando a miles de
seres humanos. (CONADEP, 1984: 12. Cursivas nuestras).

La investigación revela así un plan sistemático que debía haber


sido pensado, organizado y puesto en funcionamiento desde los al-
tos mandos de las Fuerzas Armadas.

De la enorme documentación recogida por nosotros se infiere que


los derechos humanos fueron violados en forma orgánica y estatal
por la represión de las Fuerzas Armadas. Y no violados de manera es-
porádica sino sistemática, de manera siempre la misma, con similares
secuestros e idénticos tormentos en toda la extensión del territorio.
¿Cómo no atribuirlo a una metodología del terror planificada por los
altos mandos? ¿Cómo podrían haber sido cometidos por perversos
que actuaban por su sola cuenta bajo un régimen rigurosamente mi-
litar, con todos los poderes y medios de información que esto su-
pone? ¿Cómo puede hablarse de “excesos individuales”? De nuestra
información surge que esta tecnología del infierno fue llevada a cabo
por sádicos pero regimentados ejecutores. Si nuestras inferencias no
bastaran, ahí están las palabras de despedida pronunciadas en la Jun-
ta Interamericana de Defensa por el jefe de la delegación argentina,
General Santiago Omar Riveros, el 24 de enero de 1980: “Hicimos
la guerra con la doctrina en la mano, con las órdenes escritas de los
Comandos Superiores”. Así, cuando ante el clamor universal por los
horrores perpetrados, miembros de la Junta Militar deploraban los
“excesos de la represión, inevitables en una guerra sucia”, revelaban
una hipócrita tentativa de descargar sobre subalternos independien-
tes los espantos planificados. (Ídem. Cursivas nuestras).

En este largo párrafo se encuentran expresados datos clave para


el proceso judicial que se desarrollaría con posterioridad, abonan-
do la propuesta del Poder Ejecutivo acerca del juicio ejemplar. Se
argumentó que el plan sistemático no podría haberse llevado a

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cabo si no hubiese sido puesto en marcha por los altos mandos y


que estas acciones no pudieron ser catalogadas simplemente como
“excesos” en el ejercicio de la autoridad.
Por otro lado, lo que distinguía a la violencia estatal de cual-
quier otra violencia y de cualquier otra situación pasada no era
sólo la sistematicidad y organización del régimen sino su meto-
dología, que no sólo reposaba en la represión sino que era posible
porque suspendía los derechos ciudadanos, llegando de esta forma a
anular hasta los más básicos derechos humanos.

Desde el momento del secuestro, la víctima perdía todos los derechos


[…] en nombre de la seguridad nacional, miles y miles de seres huma-
nos, generalmente jóvenes y hasta adolescentes, pasaron a integrar una
categoría tétrica y fantasmal: la de los Desaparecidos. Palabra –¡triste
privilegio argentino!– que hoy se escribe en castellano en toda la prensa
del mundo. (Ibid.: 15)

La tragedia argentina fue caracterizada de esta forma en térmi-


nos de la suspensión del Estado de derecho y de la violación de los
derechos humanos, que adquirió su forma extrema con la figura
del desaparecido, pero que repercutió sobre la sociedad de forma
que ésta también se vio expropiada de sus derechos: “En cuanto a
la sociedad, iba arraigándose la idea de la desprotección, el oscuro
temor de que cualquiera, por inocente que fuese, pudiese caer en
aquella infinita caza de brujas” (Ídem). Como vemos, el lazo social
y la solidaridad se vieron destrozados por el miedo:

[…] apoderándose de unos el miedo sobrecogedor y de otros una ten-


dencia consciente o inconsciente a justificar el horror: «Por algo será»,
se murmuraba en voz baja, como queriendo así propiciar a los terribles
e inescrutables dioses, mirando como apestados a los hijos o padres del
desaparecido. (Ibid.: 13)

Por último, el prólogo establece que el “desaparecido” aparece

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158 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

como categoría dominante del Proceso por medio de la expansión


de los límites de la categoría de “subversivo”:

[…] el epíteto de subversivo tenía un alcance tan vasto como impre-


visible. En el delirio semántico, encabezado por calificaciones como
“marxismo-leninismo”, “apátridas”, “materialistas y ateos”, “enemigos
de los valores occidentales y cristianos”, todo era posible: desde gente
que propiciaba una revolución social hasta adolescentes sensibles que
iban a villas-miseria para ayudar a sus moradores. Todos caían en la
redada: dirigentes sindicales que luchaban por una simple mejora de
salarios, muchachos que habían sido miembros de un centro estu-
diantil, periodistas que no eran adictos a la dictadura, psicólogos y
sociólogos por pertenecer a profesiones sospechosas, jóvenes pacifis-
tas, monjas y sacerdotes que habían llevado las enseñanzas de Cristo
a barriadas miserables. Y amigos de cualquiera de ellos, y amigos de
esos amigos, gente que había sido denunciada por venganza personal
y por secuestrados bajo tortura. Todos, en su mayoría inocentes de
terrorismo. (Ídem).

Esta forma de relatar lo sucedido en términos de desaparición y


de violación de los derechos humanos indicaba también un apren-
dizaje, una consecuencia de la que se extraía el sentido del “nunca
más” que proclama el Informe.

Las grandes calamidades son siempre aleccionadoras, y sin duda el más


terrible drama que en toda su historia sufrió la Nación durante el pe-
riodo que duró la dictadura militar iniciada en marzo de 1976 servi-
rá para hacernos comprender que únicamente la democracia es capaz de
preservar a un pueblo de semejante horror, que sólo ella puede mantener
y salvar los sagrados y esenciales derechos de la criatura humana. Única-
mente así podremos estar seguros de que NUNCA MÁS en nuestra
patria se repetirán hechos que nos han hecho trágicamente famosos en
el mundo civilizado. (Ibid.: 15. Cursivas nuestras).

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La lección que se desprendería de este relato de violencia polí-


tica y violación de los derechos humanos era la democracia iden-
tificada con el Estado de derecho como sistema que protegiera los
sagrados y esenciales derechos de la criatura humana. Y la Justicia
identificada con el Poder Judicial como la forma de sustentar esta
idea de democracia.

[…] sólo pedimos la verdad y la justicia, tal como por otra parte las han
pedido las iglesias de distintas confesiones, entendiendo que no podrá
haber reconciliación sino después del arrepentimiento de los culpa-
bles y de una justicia que se fundamente en la verdad. Porque, si no,
debería echarse por tierra la trascendente misión que el poder judicial
tiene en toda comunidad civilizada. Verdad y justicia, por otra parte,
que permitirán vivir con honor a los hombres de las fuerzas armadas
que son inocentes y que, de no procederse así, correrían el riesgo de ser
ensuciados por una incriminación global e injusta. Verdad y justicia
que permitirán a esas fuerzas considerarse como auténticas herederas
de aquellos ejércitos que, con tanta heroicidad como pobreza, llevaron
la libertad a medio continente. (Ibid.: 14).

En el texto, diferentes ideas de la justicia entran en juego como


colaborando con una noción amplia que engloba desde el valor
moral y religioso del arrepentimiento y la confesión, pasando por
la noción procedimental ligada la tarea del Poder Judicial y de los
tribunales, llegando hasta el valor restitutivo para preservar las
instituciones –no sólo a sus miembros sino a su reputación y su
historia. Pero por sobre todas estas diferentes concepciones de Jus-
ticia, el Informe instala la idea de la necesidad de juzgar. Al mismo
tiempo, y justamente porque son varias las ideas de justicia que
aquí se esgrimen, sienta algunas bases importantes para el debate
que se desarrollaba acerca de cómo y quién debía juzgar estos he-
chos que, primero con el programa y luego con el Informe, habían
tomado estado público.

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160 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

2.3. Juicio del pasado

El acto público de entrega del Informe, el 20 de septiembre de


1984, fue acompañado por una manifestación de más de 70.000
personas que enarbolaban la consigna “Después de la verdad, ahora
la justicia.” El Informe dio paso al proceso que había sido abierto
por los decretos presidenciales que impulsaban el juicio a quienes
consideraba como los mayores responsables de la tragedia argentina:
los jefes guerrilleros y las tres Juntas Militares que habían gobernado
el país.6 Además de tratarse de un intento limitado, ya que se propi-
ciaba un acto de “justicia ejemplar”, justificada tanto por la teoría de
los dos demonios como por la de los tres grados de responsabilidad en la
decisión y la obediencia de las órdenes, este impulso se encontraba
limitado por otro frente: al asumir, Alfonsín había derogado la lla-
mada “ley de auto-amnistía” que habían proclamado los militares,
pero había ordenado la reforma de la Justicia Militar otorgándoles
la jurisdicción de los juicios en primera instancia. Por medio de esta
estrategia, Alfonsín intentaba que las mismas Fuerzas Armadas pro-
dujeran una auto-crítica y una suerte de auto-depuración.7
Esta estrategia, que fue ampliamente criticada por los partidos de
la oposición, por los Organismos de Derechos Humanos y también
por ciertos núcleos intelectuales,8 comenzó a evidenciar la brecha

6
Como una de sus primeras medidas de gobierno, Raúl Alfonsín emitió los decre-
tos 157/83 y 158/83 por medio de los cuales se ordenaba enjuiciar, por un lado, a
los jefes guerrilleros de las organizaciones ERP y Montoneros, y por el otro, a los
jefes de las Juntas Militares que gobernaron el país durante la última dictadura.
7
  Alfonsín dispone la reforma del Consejo Supremo para que los tribunales mili-
tares pudieran juzgar las acciones de las Juntas, pero la jurisdicción pasaba inme-
diatamente a manos civiles luego de la primera apelación. Es así que, cuando los
tribunales militares declararon nulo el Juicio, fue la Cámara de Apelaciones la que
tomó la tarea de juzgar (Cfr. Nino, 1997 a).
8
En la nota editorial de LCF Nº 3 se advertía sobre los peligros que implicaba una
cierta idea de “conciliación” que estaba por detrás de esta decisión. Allí se sos-
tenía que el oficialismo no estaba otorgando la relevancia que el tema realmente
tenía y que consistía, además de la solución jurídica, en rediscutir el rol político
e institucional de las Fuerzas Armadas en el camino hacia la consolidación de-
mocrática (1986: 4). La polémica continuará y se agudizará una vez aprobada la

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existente entre las concepciones de justicia que se expresaban desde


el frente civil y el militar. En el frente civil comenzaba a resquebra-
jarse el consenso sobre la idea de justicia ejemplar y se instalaba con
más fuerza la necesidad de una justicia extendida. Por otro lado, en
el militar, no daban señales de querer cumplir con esta idea de justi-
cia ejemplar y, lejos de producir una autocrítica, seguían sostenien-
do la reivindicación de lo actuado en la lucha contra la subversión.
Como señala la mayoría de los autores, la estrategia de generar
una autocrítica y una autodepuración llegó a su fin con el Informe
de la CONADEP, a partir del cual quedó claro que los militares no
podían ser depositarios nuevamente de la tarea de perseguir la vio-
lencia e impartir justicia. El argumento del Informe fue confirma-
do cuando el Consejo Supremo (la Corte Militar), luego de haber
pedido su segunda prórroga de treinta días, se declaró incapaz para
juzgar las acciones en la lucha contra la subversión. Así, el juicio
pasó a manos de la Justicia Civil, que se dispuso a iniciar un juicio
oral y público.
Respecto del Juicio, querríamos referirnos particularmente al
alegato final del Fiscal Julio César Strassera, donde los testimonios
eran unidos, una vez más, en una narración coherente sobre el pa-
sado que estaba siendo enjuiciado. Este texto, que se leyó durante
largas sesiones, es considerado una pieza maestra a la que se han de-
dicado muchas interesantes páginas. Nosotros vamos a interrogarla
desde el punto de vista de la figura del delito que el alegato creaba
para acusar a los militares. ¿Cuál era, en el alegato, el crimen que
habían cometido los militares? ¿Cuáles habían sido sus consecuen-
cias y hasta dónde se extendían? Y, por lo tanto, ¿qué era lo que la
Justicia debía redimir para que fuera posible la democracia?
El texto plantea, de la misma forma que el Informe, la teoría de
la violencia que provenía de ambos extremos del espectro político,
presentando el accionar de los militares como una respuesta a la vio-
lencia guerrillera. La simetría, también aquí, se rompe cuando esta

“Ley de Punto Final” (Cfr. Godio y de Ípola en LCF, Nº4, 1987).

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violencia se apodera del Estado a través del poder militar. En este


sentido, el crimen específico por el cual los militares estaban siendo
juzgados era la apropiación del aparato del Estado para el desplie-
gue de una violencia que, si bien tenía antecedentes, se demostró
sin precedentes en la Argentina. Lo que hacía de esta violencia algo
sin precedentes fue, en palabras de Strassera (1985) “una verdadera
subversión jurídica”. La suspensión del Estado de derecho y de las
garantías constitucionales de derechos a juicio fue, según Strassera,
no sólo lo que permitió la persecusión y la represión, sino lo que
culminó con la dignidad de la persona humana como tal.
En la argumentación de Strassera, la violación de los derechos
humanos se derivaba de la supresión de los derechos civiles y del
derecho a juicio. En primer lugar, al no ser acusadas y juzgadas por
un tribunal, las personas perdían el derecho a la palabra. Hablar,
durante la dictadura –y esto, como ya venimos diciendo, fue crucial
para establecer qué significó hablar en democracia–, era equivalente
a confesar o delatar a otros. La palabra no podía pronunciarse puesto
que dos condiciones estaban ausentes para que tuviera una existen-
cia pública: no había un espacio donde esta palabra pudiera circular
y no había un tercero que pudiera recibirla. Durante la tortura y el
interrogatorio no hay –si seguimos el argumento de Strassera– una
interpelación de la persona. Entre la víctima y el victimario no pue-
de existir un diálogo.
En segundo lugar, los hombres fueron expropiados de sus accio-
nes. Al no haber un espacio donde actuar y significar esas acciones,
las “víctimas” no podían ser consideradas responsables de sus actos.
El abandono de los espacios legales y el carácter clandestino de la re-
presión llevaron a que ésta fuera feroz e indiscriminada. Esto no sólo
quería decir que la categoría de víctima alcanzaba a cualquiera, sino
que “cualquiera podía ser devorado por el sistema. La afirmación de
que sólo los que infringían la ley iban a ser sancionados encubría
la realidad” (Strassera, 1985). Esto abarcaba a muchos más que los
secuestrados y torturados, puesto que:

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[…] no sólo los secuestrados fueron las víctimas, hubo mucho más.
Ante estos estrados desfilaron padres y familiares narrando las gestiones
infructuosas que realizaban a partir del secuestro. Por lo general, todo
comenzaba en una comisaría donde, por las órdenes de los acusados, se
negaban a recibir las denuncias […] convertían al que reclamaba o se
hacía eco de las denuncias en un subversivo. (Ídem).

Para terminar englobando a todos en esta categoría de víctimas:

En la Argentina, todos estábamos en libertad condicional [...] La com-


binación de clandestinidad y de mentira produjo efectos que trastorna-
ron a la sociedad argentina [...] Y si mediante las patotas, los acusados
pusieron una capucha a cada una de las victimas de los secuestros, me-
diante la campaña de acción psicológica le colocaron una gran capucha
a toda la sociedad. (Ídem).

De esta forma, vemos cómo el argumento de Strassera conside-


raba el crimen de los militares como un delito que no involucraba
sólo a las víctimas directas de la represión sino que construía una
categoría de víctima donde cabía toda la sociedad, que había sido
expropiada de sus derechos.
La categoría de víctima de violaciones a los derechos humanos
es, en sí, universalizable en nombre del interés que está en juego, es
decir, la vida humana. Es una categoría que procede a la universa-
lidad por medio de la solidaridad que se pone en juego cuando se
amenazan valores tan fundamentales como la vida. Pero el argu-
mento de Strassera iba más allá de eso, ya que consideraba que toda
la sociedad era víctima directa del crimen que los militares habían
cometido. El alegato acusa a los militares no sólo en nombre de los
desaparecidos sino en nombre de toda la sociedad, que no sólo se
declara inocente del crimen que los militares perpetraron, sino que
se declara víctima de él.
El castigo de este crimen se fundamenta en la necesidad de re-
parar no ya el daño hecho a las víctimas de la represión ilegal sino

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a toda la sociedad en tanto víctima de los militares. La necesidad y


la función de este Juicio y del castigo que se propone debe resta-
blecer los valores trastocados en el país: “A partir de este juicio y
esta condena, el pueblo argentino recuperará su autoestima, su fe
en los valores sobre la base de los cuales se constituyó la Nación y
su imagen internacional severamente dañada por los crímenes de la
represión ilegal” (Strassera, 1985). Pero además, este tratamiento
del pasado permitirá fundar una nueva comunidad política que se
emplace sobre estos valores:

Los argentinos hemos tratado de obtener la paz fundándola en el ol-


vido, y fracasamos: ya hemos hablado de pasadas y frustradas amnis-
tías. […] Hemos tratado de buscar la paz por la vía de la violencia y
el exterminio del adversario, y fracasamos: me remito al periodo que
acabamos de describir.
A partir de este juicio y de la condena que propugno, nos cabe la res-
ponsabilidad de fundar una paz basada no en el olvido sino en la me-
moria; no en la violencia sino en la justicia. (Ídem).

En el marco de este alegato, la justicia queda definida como el per-


fecto opuesto del crimen. Como el opuesto de la violencia, pero no de
cualquier violencia, sino de la desplegada por el régimen militar. Vio-
lencia que actúa por eliminación del Estado de derecho y del proceso
judicial, y termina violando toda norma, aun aquella que el mismo
régimen establece. Así, al considerar el crimen de los militares como
la desaparición, definida en términos de violación de los derechos hu-
manos a través de la subversión jurídica, queda claro que la sociedad
toda resulta ofendida –además de en su moralidad y su respeto a la
vida– en cuanto comunidad de ciudadanos con derechos. Es así que
la figura política que resulta “defendida” en este alegato no es la del
hombre (víctima de la violación de los derechos humanos) sino la del
ciudadano (víctima de la suspención de todos sus derechos).
Castigar no significa perdonar el qué en nombre del quién,
puesto que ese qué (la violación de los derechos humanos) resulta

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imperdonable y, por lo tanto, como dice Arendt (2003), imposi-


ble de castigar. Castigar en el contexto del Juicio significa, como
sostiene Hilb (1990), hacerlo en nombre del espacio público que
hay que preservar. Porque allí quien ha resultado violentado en sus
derechos no es el hombre en sentido abstracto, sino el ciudadano
en tanto parte de una comunidad política. En este sentido, como
sostiene González Bombal (1995), la realización del Juicio a las
Juntas contribuyó singularmente a la restauración simbólica del
Estado de derecho y de la Justicia en la Argentina. En sintonía con
esta idea, desde la revista Unidos se afirmaba:

Quizá el efecto político más importante de este juicio, y de otros pro-


cesos con él vinculados, sea su enorme significación simbólica, por
ahora, potencial: la culpabilidad puede ser demostrada en el contexto
jurídico institucional, el castigo a los principales culpables puede ser
establecido, y luego aplicado, en el marco del ejercicio de los poderes
republicanos. La sociedad argentina, en otras palabras, puede fortale-
cer su creencia –hoy sin duda débil y precaria– de que hay lugar para
la justicia en el marco de las instituciones democráticas. (Palermo,
1985: 106).9

Como podemos observar en los discursos que repasamos, es un


diagnóstico compartido que el Juicio a las Juntas excedía la dimen-
sión jurídica puesto que involucraba un conjunto complejo de va-
lores sociales y políticos que, a su vez, abría varios interrogantes
políticos. La instancia jurídica es en sí misma la expresión de una
pugna por los significados. Una pugna abierta por el Juicio pero
nunca clausurada por él ya que se extiende hacia las más diversas
manifestaciones sociales y políticas.

9
Sobre la importancia de que el Juicio haya funcionado como espacio para la ma-
nifestación pública de la ley –frente a los actos de una concepción discrecional del
poder– y sobre su valor moral y cívico también se reflexionó en algunos artículos de
la revista Punto de Vista (Cfr. Altamirano, 1985).

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166 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

3. Juicio político al pasado y


demanda social sobre la democracia

Hasta aquí hemos establecido un recorrido por algunos discursos


sobre la violación de los derechos humanos durante la dictadura
que consideramos centrales en nuestro propósito de establecer las
disputas discursivas en torno a la democracia. Esos discursos iban
desde las consignas que motorizaban la acción de los Organismos
de Derechos Humanos en la lucha contra el régimen militar hasta el
establecimiento de la doctrina oficial sobre el tratamiento del pasa-
do en democracia. Estos últimos, como vimos, apuntan a construir
una narración, apoyada en la investigación de hechos, denuncias
y testimonios, sobre el pasado reciente de la Argentina, el crimen
de los militares y, por lo tanto, la promesa de la democracia como
redención. Sin embargo, como también sostuvimos, lejos de ser una
narración única y un espacio discursivo pacificado, el tema del pa-
sado reciente y la violación de los derechos humanos resultó un te-
rreno arenoso, disputado no sólo, o no tanto, por “otros discursos”
sobre el pasado, como por la interpretación de la narración oficial y
de los relatos que la sustentaban.10 Es decir, más que desde la defensa
del accionar de los militares o de la militancia política de los años
setenta, el discurso oficial encontró resistencias dentro de la inter-
pretación o recepción que del mismo se hizo. Tal como estuvimos
analizando, las diferentes definiciones de justicia que entraron en
tensión en y a través de estos discursos socavaban la legitimidad de
la justicia democrática como “justicia ejemplar”.
La expresión de los distintos relatos, junto con las imágenes y los
testimonios que tomaron estado público durante estos años, promo-
vieron de diversas formas la expresión de un juicio político por parte
de la sociedad argentina. En efecto, cada escena, desde la emisión del
programa, pasando por la entrega del Informe en el Congreso Nacio-
10
  A los diversos “usos del juicio” y sus repercusiones, como así también a reivin-
dicar el carácter de “ceremonia pública” del juicio, está dedicado a reflexionar el
artículo de Hugo Vezzetti (1985), publicado en Punto de Vista, Nº 24.

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Ariana Reano - Julia Smola w 167

nal, hasta el proceso judicial, suponía y exigía la presencia activa de la


ciudadanía. Como sostiene Inés González Bombal,

[…] los efectos que las imágenes de las violaciones a los derechos hu-
manos tuvieron para el orden simbólico fueron la base desde la que
derivó una demanda de juridicidad que la sociedad argentina trasladó
a la política en 1983. Creo que esa demanda se fundó en el juicio
político que ejercieron los espectadores de la escena política aunque
luego fuera, por supuesto, tomado y enunciado doctrinariamente por
el discurso de los partidos y se convirtiera en objeto de estrategias de
los diferentes actores políticos implicados en el tratamiento de esa que
fue la cuestión crucial de la transición. (1995: 196-197).

Para comprender en profundidad esta idea, queremos detener-


nos en el uso que es pertinente hacer en este contexto de tres con-
ceptos que aquí aparecen: el de testigo, el de espectador y el de juicio.
En primer lugar, si evocamos el libro de Giorgio Agamben (2000)
Lo que queda de Auschwitz, podemos encontrar una reflexión inte-
resante sobre el valor del testimonio. En su explorar las formas de ser
testigo y de dar testimonio, Agamben se topa con la doble etimología
de la palabra. En latín, “testigo” significa dos cosas: aquel que se sitúa
como tercero en un proceso o en un litigio entre dos contendientes y
aquel que ha vivido cierta realidad hasta el final y está en condiciones
de dar testimonio y generar un relato sobre ese acontecimiento.
Lo interesante es que, en nuestro caso, se da la coexistencia de
estos dos sentidos. Cuando se llamó a declarar a aquellos que ha-
bían sido víctimas de la represión se lo hizo en calidad de testigos en
un juicio que era entre el Estado y los militares. Se los colocó, por
consiguiente, en el lugar de terceros, interrumpiendo, como señala
atinadamente González Bombal, la relación de víctima-victimario,
donde sólo hay dos, entre quienes no hay ni espacio, ni ley, ni pa-
labra (1995: 209-210). Por otro lado, se los convocó en calidad de
los que habían sido testigos, los que habían vivido en el cuerpo este
proceso hasta el final. En ese sentido, tanto el testimonio como el

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168 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

relato –dos partes inseparables de un mismo proceso crítico sobre


el pasado– sólo pueden tener lugar cuando éste termina, y, a la in-
versa, el acontecimiento sólo puede terminar cuando puede darse
testimonio de él.
De esta forma podemos comprender la importancia social del
testimonio en nuestro país y de lo que ocurrió en el Juicio a las
Juntas. Esto lo distingue de la forma y el caso que utilizó Agamben
para pensarlo. Aquí, no sólo se presentaron testigos que contaron el
pasado vivido, sino que alguien se interpuso entre ellos y sus victi-
marios. Fueron las leyes y los jueces quienes interrumpieron esta re-
lación. En este sentido, es esencial lo que sostiene González Bombal
respecto de que tanto el relato como el testimonio surgen –o al me-
nos surgieron en nuestro contexto– como una interpelación. Fue el
Estado, primero a través de la CONADEP y luego de los jueces, el
que interpeló el recuerdo de los sobrevivientes y allegados. Esto hizo
que su relato se enmarcara y fuera guiado en pos de la construcción
de una verdad jurídica y no histórica.
Por su parte, la sociedad también asumió una doble función en
estas narraciones. En cuanto espectadora, es llamada a escuchar un
relato. Como señala Claudia Feld (2002), es esencial considerar el
Juicio a las Juntas como una escena que convocó la presencia de
toda la sociedad para que ésta pudiera tener lugar. Es interesante
señalar, aunque merecería un comentario más extenso que aquí no
podemos hacer, que la escena judicial en la Argentina fue siempre
acompañada de una escena política, es decir, de una manifestación
política en las calles que acompañó cada paso del proceso y que per-
duró aun cuando la escena judicial fue clausurada por las leyes del
olvido y los indultos. Pero también, como espectadora, la sociedad
fue llamada a emitir un juicio sobre este relato puesto que toda ella
es considerada víctima del régimen militar. Este desplazamiento del
eje, de la violación de los derechos humanos a la subversión del Es-
tado de derecho, produce un sentido de la demanda de justicia que
ya habíamos remarcado en el alegato de Strassera. El Juicio restituye
la justicia democrática por medio del Estado de derecho “como re-

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gulador de las relaciones sociales, como mediador imprescindible,


en este caso, entre la culpa y el castigo legítimo” (Palermo, 1985:
107). Pero también, por medio de la capacidad ciudadana de juzgar
y de responsabilizarse por sus acciones. Actor, espectador, víctima y
testigo confluyen, entonces, en el nuevo sujeto político: el ciudada-
no de la democracia.
Ahora bien, el argumento de la justicia ejemplar, es decir, la idea
de que se debía perseguir judicialmente sólo a los militares que ocu-
paron los altos mandos de las Fuerzas Armadas, se sostenía sobre el
presupuesto de la obediencia debida que, según el Código Militar,
exigía que los oficiales de menores rangos no pudieran discutir ni
deliberar sobre las órdenes que recibían de otros militares de rangos
superiores. Tal como lo revela Nino (1997 a), la decisión acerca de
la restricción de la justicia a los altos mandos se justificaba en la
dificultad del régimen democrático para juzgar a todas las Fuerzas
Armadas, pero se sostenía en el argumento de la imposibilidad de
deliberación y desobediencia a las órdenes militares.
Esta idea fue rechazada por la amplia mayoría de la ciudadanía.
En efecto, como muestran algunos estudios, a pesar de que la socie-
dad parecía haber aceptado la teoría de los dos demonios, rechazaba la
posibilidad de que los militares pudiesen ser leales a la democracia y
descartaban que su culpabilidad pudiera ser atribuida según la teoría
de los tres grados de responsabilidad. En 1987, sobre una encuesta
realizada a 1.200 personas a nivel nacional, el 73 por ciento de los
encuestados contestó que estaba de acuerdo con esta frase: “Todos
los militares que violaron los Derechos Humanos son responsables,
cualquiera sea su grado”. El 9 por ciento estaba más o menos de
acuerdo y sólo el 14 manifestó estar en desacuerdo con esta afir-
mación (Landi y González Bombal, 1995: 169-171).11 Entonces,
11
  El 4 por ciento restante se distribuyó entre «otras», «no sabe» y «no contesta».
Estos datos provienen de un estudio sobre culturas políticas en Argentina, Chile,
Uruguay y España, realizado con el apoyo del Instituto de Cooperación Iberoame-
ricana (ICI) de España. El estudio argentino fue dirigido por Oscar Landi, con la
colaboración de Heriberto Muraro. El trabajo de campo fue realizado en agosto y
septiembre de 1987.

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170 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

la idea de justicia ejemplar era tensionada desde el mismo discurso


oficial por un nuevo sentido de justicia democrática: la idea univer-
sal e imparcial de justicia que exigía que todos fuésemos capaces de
escuchar el relato del pasado y juzgarlo. Esto inhibía una aplicación
restrictiva de la ley al interpelar al ciudadano en su doble función
de “víctima” de la dictadura y espectador del relato del horror. La
constitución de una idea de ley y de ciudadanía que nacía en refe-
rencia constante a los actos de justicia que se sucedían, imprimía
ciertas características a estos conceptos que resistían ser totalmente
asimilados por el sistema constitucional y seguían desbordando el
espacio público democrático, funcionando menos como estatutos
y normas que como principios a la orden de una cultura política de
declaración de derechos y ampliación de la ciudadanía.
De esta forma, vimos cómo en todos los discursos sobre el tra-
tamiento del pasado se repetía la tensión entre democracia formal
y democracia sustantiva representada, por un lado, por una justicia
democrática cuyo sentido se restringía a un ejercicio ejemplar (que
suponía la interiorización ciudadana de normas y su aplicación ins-
titucional de las mismas) y, por el otro, por una justicia democrática
ampliada, correspondiente con una cultura política pero también
con un ejercicio ciudadano del juicio. Esta tensión se repite en los
espacios abiertos por el retorno de la democracia y se topa con uno
de sus desafíos más importantes en el levantamiento militar de Se-
mana Santa. Allí no sólo se puso en evidencia la brecha que separaba
las concepciones de justicia de civiles y militares, sino que se agudi-
zó al máximo el conflicto entre ambos “polos” de la noción misma
de justicia democrática.

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Capítulo 5
El orden democrático en disputa

1. Lecturas sobre Semana Santa

Hay un acuerdo generalizado, en la literatura académica sobre los


años ochenta, en afirmar que los sucesos de la Semana Santa de 1987
constituyeron un momento de quiebre en la “transición democráti-
ca”. Aunque no todos los autores consideren que las consecuencias
de estos sucesos se extendieron a todo el proceso democrático, la
amplia mayoría concuerda en señalar que éste fue un momento cru-
cial en la redefinición de la fuerza, la centralidad y la legitimidad de
ciertos actores políticos.
En este sentido, Claudia Hilb considera que en Semana Santa
se rompió un “pacto” entre la ciudadanía y Alfonsín, una forma de
adhesión política, un contrato que se sostenía sobre la creencia en su
palabra. En su interpretación, “La promesa del alfonsinismo es en
gran medida una promesa plena –o es recibida como tal–, de reden-
ción, de reencuentro con un sentido colectivo. Y ésa es precisamente
la promesa que la democracia no puede nunca cumplir” (1990: 12).
Según Hilb, el pacto de adhesión al alfonsinismo se sostenía so-
bre el poder de la palabra, que lograba una producción simultánea
de confiabilidad y verosimilitud: “es verosímil porque es confiable,
pero es confiable porque es verosímil” (Ídem). Lo que se rompe en
Semana Santa es la confiabilidad de Alfonsín porque “en su palabra
encubre la existencia de otra escena” (Ibid.: 14). Es la escena de una
sociedad dividida, fragmentada social y políticamente, enfrentada
entre civiles y militares.
También Landi y González Bombal piensan que éste fue el mo-
mento en que la legitimidad de Raúl Alfonsín comenzó, irremedia-
blemente, a decaer. En esta ocasión, dicen,

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172 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

[…] los discursos no pudieron evitar que la suerte de la palabra de


Alfonsín ante gran parte de la opinión pública hiciera una parábola
entre dos sospechas de intrigas de poder. Su credibilidad aumentó con
la denuncia exitosa de un pacto realizado por el adversario electoral y se
deterioró notablemente con su desmentida fallida de otro pacto secre-
to, pero en este caso atribuído por la gente a su autoría. Uno estuvo en
la base de su ascenso y el otro en el origen de su declive. (1995: 169).1

Desde un enfoque diferente, Carlos Acuña y Catarina Smulovitz


consideran que esta crisis dio como resultado la transformación del
tema de los Derechos Humanos, que fue desplazado, junto con sus
actores principales, por otro tema que cobró centralidad: la “cues-
tión militar”.

Cuando la disputa acerca de la cuestión de Derechos Humanos se su-


perpuso con el conflicto alrededor de la restauración del orden militar,
el tema y el objeto central de la lucha política se transformó, y esta
redefinición modificó también la relevancia estratégica de las accio-
nes de los actores intervinientes. Mientras los organismos de Derechos
Humanos, los partidos y el Poder Judicial pasaron a un segundo plano,
el Estado Mayor del Ejército, los carapintadas y el Poder Ejecutivo se
constituyeron en dominantes. (1995: 170).

Probablemente, cada una de estas interpretaciones y muchas de


las que no glosamos aquí toquen un punto importante de los que
fueron conmovidos por los sucesos de Semana Santa. En nuestro
análisis de este acontecimiento, nos ocuparemos de rastrear qué
consecuencias tuvo Semana Santa en el debate político, intelectual
y social sobre el sentido de la democracia.
Nos proponemos revisitar los hechos, los discursos y los deba-
tes para mostrar “en contexto” las lecturas realizadas por los actores

1
Recordamos que Landi se refiere a la denuncia del pacto militar-sindical con que
Alfonsín acusó al peronismo durante la campaña de 1983. Ver Capítulo 2.

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Ariana Reano - Julia Smola w 173

políticos. Dichas interpretaciones son claves en el debate sobre la


crisis y la potencialidad de la democracia en un momento donde se
evidenciaba no sólo que el orden democrático no estaba consolida-
do sino que, además, podía ser disputado. En este marco, nuestra
mirada sobre el alzamiento militar se centrará en analizar cómo –
esto es, desde qué concepciones de la política– se discutía el sentido
de la democracia argentina. Por eso algunos de los interrogantes
que guiarán nuestro recorrido son: ¿los acontecimientos de Semana
Santa implicaron un cambio radical en la concepción democrática
sostenida por el oficialismo hasta el momento? ¿O aquellos hechos
sirvieron para sacar a la luz ideas que estaban tensionando el dis-
curso desde antes? ¿Cómo se posicionaron las voces de la izquierda
democrática y del peronismo renovador frente a los sucesos de abril?
¿Qué sentidos circularon en la evaluación que se hizo sobre la deci-
sión presidencial luego de aquellos hechos? ¿Qué quiere decir, reto-
mando una afirmación de Chacho Álvarez, que después de Semana
Santa “vivimos otra Argentina”?
Iniciaremos nuestro recorrido recuperando la lectura que hizo
el propio presidente Alfonsín sobre los sucesos de Semana Santa.
Luego presentaremos el reverso de dicha lectura, revisando el relato
sobre las promesas incumplidas y las ilusiones traicionadas del al-
fonsinismo después de Semana Santa que circulaban, con matices,
tanto en Unidos como en La Ciudad Futura. Finalizaremos hacien-
do una breve referencia a los argumentos a partir de los cuales se
leyó el resultado electoral de 1987 en términos de “voto castigo”
ante las promesas incumplidas de la democracia. Sin embargo, nos
proponemos argumentar que alrededor de estos hechos y de las lec-
turas que los actores hicieron de ellos, el debate sobre el sentido de
la política y de la democracia reinventaba algunas de las disputas
vigentes entre ellos desde 1983. Disputas que forman parte de la
ambigüedad constitutiva de la democracia y que se manifestaron en
la tensión por consolidar una democracia institucional, sostenida en
las reglas del Estado de derecho, sin dejar de lado el proyecto trans-
formador de una democracia más justa, participativa e igualitaria.

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2. Hechos, interrogantes y presagios

El levantamiento militar en Campo de Mayo se inició el jueves 16


de abril de 1987 cuando el teniente coronel Aldo Rico, acompaña-
do por un grupo proveniente de distintas unidades militares, ocu-
pó y se acuarteló en la Escuela de Infantería de Campo de Mayo.
El amotinamiento se generó en apoyo al mayor Ernesto Barreiro,
quien dos días antes había logrado el apoyo de su superior directo
en su negativa a concurrir a los tribunales frente a un requerimiento
del Poder Judicial. El objetivo central de estas acciones era poner
fin a los procesos iniciados por la justicia civil, posteriores a la pro-
mulgación de la Ley de Punto Final. También se proponían obtener
la remoción de los comandantes superiores del Ejército que, según
su criterio, los habían utilizado en su enfrentamiento con el poder
político y la sociedad civil y, finalmente, insistían en reivindicar la
actuación en la guerra antisubversiva, revalorizando el triunfo sobre
las organizaciones guerrilleras.
Este no fue el primer desafío que la justicia democrática recibió de
los militares que estaban siendo enjuiciados. En ocasiones anteriores,
otros habían amenazado con no presentarse ante los tribunales, pero,
finalmente, habían cambiado de actitud (Acuña y Smulovitz, 1995:
167). Si bien ésta fue la primera crisis abierta, la inestabilidad militar
databa de comienzos del gobierno constitucional. Como ya hemos
mencionado, los militares no habían logrado el “pacto de salida” que
propiciaban, ni habían impuesto las condiciones de traspaso que, a
través del “Documento Final” y la “Ley de Pacificación Nacional”, les
habría garantizado la inmunidad judicial de los crímenes de la repre-
sión y el reconocimiento social al que aspiraban.
Hasta ese momento, los militares se habían mantenido en rela-
tiva calma y su actitud había sido, más bien, expectante. Sin em-
bargo, manifestaron su disconformidad respecto de la revisión del
pasado tanto desde acciones individuales como a través de acciones
institucionales. En cuanto a las primeras, ya hemos comentado las
protestas frente a la acción de la CONADEP, la emisión del progra-

Palabras politicas.indb 174 11/04/14 19:44


Ariana Reano - Julia Smola w 175

ma “Nunca más” y la realización del Juicio a las Juntas. En cuanto a


las segundas, la negativa del Consejo Supremo Militar a enjuiciar a
los ex-comandantes es un ejemplo importante para percibir que no
se trataba de protestas aisladas sino que existía una resistencia orga-
nizada desde las Fuerzas Armadas hacia la política gubernamental.
Los militares experimentaban un marcado disgusto ante la po-
lítica de revisión del pasado que se había iniciado en 1983, y ese
disgusto se incrementaba a medida que avanzaban las investigacio-
nes, se acentuaba la condena social a la dictadura y se abrían juicios
contra los represores. Ya hemos señalado que entre los militares se
sostenía un “discurso de la guerra” en el que se defendía la “acción
contra la subversión” como un acto de servicio de las Fuerzas Ar-
madas a la Nación. Como argumentábamos en el capítulo anterior,
el Informe de la CONADEP y el Juicio a las Juntas significaron el
fracaso de ese discurso a nivel de la opinión pública, que aceptó ma-
yoritariamente una lectura del pasado en términos de la “teoría de
los dos demonios” pero que también responsabilizó en primer lugar
a las Fuerzas Armadas de haber provocado la subversión jurídica que
hizo de todos potenciales desaparecidos. Esto fue percibido por los
militares como un gran agravio y como una campaña de despres-
tigio contra las Fuerzas Armadas. Aun desde organismos oficiales,
como el Consejo Supremo, replicaban que “[Las Fuerzas Armadas]
lucharon, sufrieron y murieron en defensa de la soberanía y de la
libertad de su patria para oponerse a una agresión extranjera”.2
A pesar de los esfuerzos de Alfonsín por reintegrar discursivamen-
te a la institución de las Fuerzas Armadas al “campo democrático”,
la percepción colectiva de que eran una amenaza a la democracia fue
creciendo durante los primeros años de su gobierno.3 A su vez, la so-

2
 Fragmento de la declaración del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas en
reclamo porque la Cámara Federal de Córdoba tomó a su cargo la causa CONADEP-
La Perla (La Nación, 12 de marzo de 1987. Citado en Alfonsín, 2004: 54).
3
  Se trataba de un esfuerzo de recuperación de la figura institucional de las Fuerzas
Armadas esgrimiendo la idea de que en su interior existía una minoría, que a veces
se identificaba con los altos mandos y otras veces simplemente con facciones dentro
de la institución. He aquí un ejemplo: “Pero hay otros grupos que actúan distinto,

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176 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

ciedad percibía cada vez más claramente que los militares no podían
ser incorporados a ese campo, cuyo sujeto político –ya lo habíamos
establecido– estaba identificado con el “ciudadano de la democracia”
quien, además de poseer derechos, tenía la responsabilidad de ejercer
juicio y deliberación sobre las acciones pasadas y futuras.
En este marco, una vez conocida la noticia del acuartelamiento,
Alfonsín dio un mensaje en el Congreso Nacional en el que sostenía:

No he de hacer concesiones ante la iniciativa o presión alguna que apun-


te a restringir el ejercicio de los derechos y libertades que hacen a la
naturaleza misma de la democracia. Tampoco he de hacer concesiones
ante la iniciativa que pretenda limitar, condicionar o negociar el iguali-
tario sometimiento de todos los ciudadanos –con o sin uniforme– a los
dictados de la ley. Los argentinos amanecieron hoy sorprendidos por la
noticia de que un ex oficial del ejército resistía, con la colaboración de
otros oficiales, una orden de arresto, impartida luego de que la Cámara
Federal de Córdoba lo declarara en rebeldía por desacatar una citación
judicial […] Se pretende por esta vía imponer al poder constitucional
una legislación que consagre la impunidad de quienes se hallan conde-
nados o procesados en conexión con violaciones de derechos humanos
cometidos durante la pasada dictadura. No podemos, en modo alguno,
aceptar un intento extorsivo de esta naturaleza. Nos lo impide la ética,
nos lo impide nuestra conciencia democrática […] Entonces aquí no hay
nada que negociar. La democracia de los argentinos no se negocia. (1987 a.
Cursivas nuestras).

La firmeza con la que el presidente sostuvo que no estaba dis-


puesto a negociar la democracia era acompañada por la “súbita y

es como si hubieran estado esperando al acecho este momento argentino, son los
nazis de siempre, fundamentalistas extinguidos en otras partes del mundo, que aun
aquí han conspirado permanentemente contra la democracia y contra el pueblo.
Que no se confundan por el hecho de que tengan alguna llegada a los medios de
difusión; no significa que tengan llegada a la opinión pública. Que no se confundan
esos señores que se proclaman luchadores contra la subversión y al mismo tiempo
ponen bombas y amenazan a los ciudadanos” (Alfonsín, 1987).

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Ariana Reano - Julia Smola w 177

sorpresiva expansión del activismo individual, social y político pro


democrático impulsado por la convocatoria ciudadana del gobierno,
de algunos medios de comunicación y de los principales partidos po-
líticos” (Pucciarelli, 2006: 122). La movilización de todos los sectores
representativos de la sociedad era una muestra de “cuán firme es la
decisión colectiva de consolidar la democracia y cuán aislados están
quienes pretenden desconocerla” (Alfonsín, 1987 a). En virtud del
mandato conferido por el pueblo argentino, insistía el presidente,
“no vacilaremos en emplear ninguno de los medios que la ley y la
Constitución nos confieren: no traicionaremos ni negociaremos ese
mandato” (Ídem).
Alfonsín se reunió con los mandos del Ejército para ordenarles
que elaboraran un plan de acción destinado a terminar con el amo-
tinamiento. El encuentro se pautó para el domingo 19 de abril a
las 10 hs.4 Pero un supuesto intento de solución “sobre la base del
respeto a las instituciones de la Nación” cambiaba el panorama:

Todo parecía indicar que estaban dadas las condiciones para que Rico
y sus seguidores depusieran la actitud que habían adoptado. En medio
de este nuevo cuadro yo estaba seguro de que una segunda visita de
Jaunarena a la Escuela de Infantería aportaría sin dificultades la so-
lución final al problema. Alrededor de las 8.30 hs. del domingo hice
comunicar a la guarnición de Campo de Mayo que sobre esas bases se
iba a conversar durante el día.
Esa mañana la casa de Gobierno volvió a llenarse de gente. Llegaron
dirigentes políticos, radicales y opositores, que iban a suscribir el do-
cumento de reafirmación de la democracia. El respaldo brindado por
quienes lideraban la renovación peronista era para mí un hecho políti-
co de significación histórica. (Alfonsín, 2004: 62-63).

4
Los detalles del esquema operacional que habían elaborado los comandantes y
directivos, así como la serie de reuniones que desde el viernes el presidente tuvo
con ministros y representantes de las distintas Fuerzas Armadas son descriptos por
Alfonsín en su libro Memoria Política (2004: 58-65).

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La aparente finalización de las negociaciones con los insubor-


dinados no fue tal, pues volvieron a endurecerse las demandas de
Rico, a las que supuestamente se había cedido unas horas antes. En
este contexto crecía un tipo diferente de rebelión que inauguraba
una nueva fase en el conflicto, donde los discursos entraban en con-
tradicción con los actos y volvían cada vez más confusa la situación.
Según Pucciarelli, las figuras más relevantes del elenco gubernamen-
tal, y el propio Alfonsín, trataban de ocultar las características que
tomaba la generalización de la desobediencia, acoplada a la rebelión,
y de disimular el hecho de que “por la acción de una aislada minoría
y la omisión de una difusa e invertebrada mayoría el gobierno había
perdido totalmente el control de la situación militar” (2006: 128).
En esta situación de incertidumbre y desconcierto, los medios de
comunicación, los políticos oficialistas y de la oposición, las orga-
nizaciones sociales y la ciudadanía toda ensayaban interpretaciones
sobre lo que “realmente” estaba ocurriendo y elaboraban hipótesis
sobre cómo terminaría todo aquello.
Finalmente, la comunicación telefónica del ministro de Defensa
a casa de gobierno anunciaba literalmente: “todo fracasó”, “están
descontrolados”, “quieren que venga el presidente”.5 Después de
analizar la situación, Alfonsín decidió anunciar al pueblo que se
iba a trasladar personalmente a Campo de Mayo para reclamar la
rendición de los amotinados. Antes de hacer efectivo el anuncio y
al mismo tiempo en que le pidió a la gente que lo esperara en la
Plaza mientras él se reunía con los sediciosos, interpretó aquellos
acontecimientos como una “puesta a prueba” que haría más fuerte a
la democracia. Estas fueron sus palabras:

Compatriotas: desde el jueves vivimos días de tensión, vivimos días


de tristeza, pareciera que en el tiempo histórico ha habido un segundo
en el que el pasado nos ha alcanzado […] Les pido que por encima de

5
  El testimonio completo del ministro Jaunarena acerca de los acontecimientos de
Campo de Mayo puede hallarse en Alfonsín (2004: 265-267).

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la tristeza se advierta hasta qué punto hombres y mujeres de distintas


militancias políticas, de distintos sectores sociales, los trabajadores de
la Argentina, los empresarios, el mundo de la cultura, todos, en fin,
nos ponemos de pie para defender las instituciones de la República
[…] Con esta presencia y con la presencia en todas las plazas de la Re-
pública estamos demostrando acabadamente la definitiva decisión de
vivir en democracia. En segundo lugar, estamos demostrando la fuerza
de la movilización pacífica de la ciudadanía que es más fuerte que la
violencia. (Alfonsín, 1987 b).

La concepción de la democracia que expresaban estas palabras


reivindicaba la unión del pueblo y el compromiso en el manteni-
miento del orden institucional. La reunión de la gente en el espacio
público de la Plaza y de las calles expresaba un “verdadero Cabildo
Abierto en defensa de la democracia” (Alfonsín, 1987 a). Esta ima-
gen de la democracia se resaltaba fuertemente ante la posibilidad de
que si los amotinados mantenían su tesitura y el gobierno no conta-
ba con las fuerzas leales para reducirlos, “el desafío se resolvería, por
primera vez en la historia de nuestro país, de un modo diferente, a
través de la resistencia civil” (Pucciarelli, 2006: 130).
Sin embargo Alfonsín descartó aquello que en algún momento
había pensado como posibilidad: marchar, junto al pueblo, a Cam-
po de Mayo.6 Decidió hacerlo él, en calidad de máximo represen-
tante de la soberanía del pueblo, sin la participación activa de la

6
En su texto Memoria Política, Alfonsín reconocía que, antes de tomar la decisión
de dirigirse a campo de Mayo, pensó en “hacer valer el peso de la voluntad popu-
lar manifestada en las plazas de toda la República”, “estaba decidido a defender
el sistema” pero también “tenía conciencia de la gravedad que implicaba hacer
uso de este recurso extremo, movilizar al pueblo para defender la democracia y la
libertad”. Según su propio relato, fue la intervención del brigadier Crespo –que se
ofreció a acompañarlo a Campo de Mayo, y cuyo ofrecimiento fue interpretado por
el presidente “como una expresión de apoyo total por parte de su arma” (la Fuerza
Aérea)– quien lo hizo cambiar de opinión y dirigirse solo con su custodia y algunos
acompañantes a conversar con los rebeldes (Alfonsín, 2004: 64-65). Este relato fue
corroborado por Sergio Bufano, un colaborador cercano al ex presidente y miembro
del grupo de intelectuales que escribía para La Ciudad Futura, en una entrevista
realizada en agosto de 2009 en el marco de la tesis doctoral de Ariana Reano.

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multitud. Su encuentro con Rico terminaría con la rendición de los


militares amotinados. Son conocidas las palabras del entonces pre-
sidente al regresar de Campo de Mayo y hablarle al pueblo reunido
en la histórica Plaza de Mayo:

Compatriotas: Felices Pascuas. Los hombres amotinados han depuesto


su actitud. Como corresponde serán detenidos y sometidos a justicia.
Se trata de un conjunto de hombres, algunos de ellos héroes de la gue-
rra de Malvinas que tomaron esa posición equivocada y que han reite-
rado que su intención no era la de provocar un golpe de Estado […]
Para evitar derramamiento de sangre di instrucciones a los mandos del
Ejército para que no se procediera a la represión y hoy podemos dar
gracias a Dios: la casa está en orden y no hay sangre en la Argentina. (Al-
fonsín, 1987 c. Cursivas nuestras).

3. Momentos, discursos y democracia(s)

Mucho se ha escrito sobre el sentido de aquellas palabras y sobre


el desfasaje en relación con las pronunciadas unas horas antes y el
jueves anterior. Dicho en términos muy generales, para muchas de
las lecturas contemporáneas a los sucesos de Semana Santa y otras
tantas hechas a posteriori, las plazas del 16 y del 19 de abril repre-
sentaban dos momentos distintos en la apelación a los sentidos de la
democracia y de la política: uno, en el que la democracia se defiende
con el pueblo en la Plaza y el otro, en que se lo hace mandando al
pueblo a la casa.
Propondremos una línea más de análisis sobre los discursos del
presidente durante aquellos días a fin de contribuir a pensar estos
dos momentos. Para nosotros es esencial, a fin de ver estas dos
formas de apelación a los sentidos de la democracia, analizar los
usos de las figuras de lo privado que coexisten en el discurso de
Alfonsín y la relación que allí se establecía con el espacio público
democrático.

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Las figuras de lo privado solían ser frecuentes en los discursos de


Alfonsín, que contenían fuerte emotividad e intercalaban referencias
políticas con referencias familiares. Aquí, simplemente un ejemplo:

[…] la mujer argentina que a veces de tan bondadosa le dio un mal


consejo a su hijo cuando le dijo “no te metas” […] Pero frente a este
requerimiento de la historia yo estoy seguro que también de tan bon-
dadosa lo tomará de la mano al hijo e irá a la casa de cualquier partido
político para decir sencillamente: aquí estamos, para defender la demo-
cracia de los argentinos. (Alfonsín, 1983 a).

En los días de Semana Santa, estas referencias se multiplicaron y


estuvieron presentes en los tres discursos que aquí evocamos, es de-
cir, el del 16 en el Congreso y los del 19 en la Plaza, antes y después
de ir a Campo de Mayo. Alfonsín decía:

[…] estamos arriesgando el futuro nuestro y el de nuestros hijos; es-


tamos arriesgando sangre derramada entre hermanos. […] dentro de
un rato volveré con la noticia de que cada uno de nosotros podemos
volver a nuestros hogares para darle un beso a nuestros hijos. (1987 b.
Cursivas nuestras).
[…] la casa está en orden y no hay sangre en la Argentina. (1987 c.
Cursivas nuestras).

Sin embargo, es posible marcar una diferencia evidente en los


usos de estas figuras. En el primer caso, abundan las notas sobre los
hijos y el hogar, haciendo clara alusión a los efectos que la democra-
cia tiene sobre la vida privada de los individuos. Estas referencias a la
familia confieren, sin duda, una fuerte carga emotiva a los discursos
del presidente. Las mismas reenvían a la lectura del pasado en que la
vida, como tal, fue amenazada por la violencia política desplegada
por el terrorismo de Estado. Como ya hemos visto con anterioridad,
la “teoría de los dos demonios” extiende la noción de la violencia po-
lítica más allá del terrorismo de Estado, hasta las organizaciones de

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derecha y de izquierda que se disputaban el protagonismo político


en los años setenta. Así, la idea de violencia quedaba identificada a la
actividad política de aquellos años y a la intensidad que el conflicto
político podía adquirir amenazando la vida de todos los ciudadanos.
El discurso de Alfonsín recupera esta noción, pero en lugar de enco-
mendar a los ciudadanos a su ámbito privado para proteger su vida
de ese peligro, enarbola la idea de la política no-violenta identificada
con la democracia como único medio para preservar la vida.

Hemos comprendido todos que nuestros males empiezan donde termi-


nan nuestras libertades. Lo ha entendido el muchacho de la fábrica, que
antes suponía que la democracia no se metía con su vida cotidiana y hoy
sabe lo que significa perderla en términos del pan suyo de cada día. Lo ha
entendido también el empresario argentino que cuántas veces de tan li-
beral que se había vuelto en lo económico, se habrá hecho autoritario en
lo político y hoy sabe lo que significan los oros que la democracia le brin-
da para la defensa de sus intereses […] Lo sabe el intelectual que a veces
se ha encerrado un poco en su torre de marfil [y] llegaba a suponer que
la democracia no servía para nada. Y hoy comprende desgraciadamente
que en ocasiones la diferencia que va entre la democracia y la dictadura es
igual a la diferencia que va entre la vida y la muerte. (Alfonsín, 1983 c).

En este párrafo vemos que Alfonsín crea un lazo entre la demo-


cracia como forma de vida, a través del “ejercicio de sus derechos y
sus libertades”, y la vida privada. Lo privado es presentado como un
ámbito de interés primordial de los ciudadanos, que se preocupan
por su prosperidad y el futuro de sus hijos, pero que al hacerlo,
también se ocupan de los asuntos públicos. Esto resuena dentro
de la retórica del Juicio a las Juntas, del programa Nunca Más y del
Informe de la CONADEP, que recuperaba la memoria de la “desa-
parición” dentro del marco social familiar, presentando a las familias
como las primeras víctimas de la dictadura (Crenzel, 2008). Sin
embargo, como decíamos en el capítulo anterior, la familia no sólo
representó la figura de la víctima, también en torno a ella se organi-

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zó la resistencia al régimen militar y la demanda política de cambio


de régimen. La idea de proteger y garantizar la vida de nuestros hijos o
nuestros nietos se comunicaba directamente en el lenguaje político de
la época con la idea de la democracia y la libertad política como el
único medio para lograrlo. Como habíamos visto, la forma de vida
democrática oscilaba, en el discurso político, entre la participación
de los ciudadanos en el espacio público y la incorporación de nor-
mas y reglas que los convirtieran internamente en sujetos democráti-
cos. Es decir que oscilaba entre la acción en lo público y la incorpo-
ración de normas que regularan internamente la conducta privada.
En principio, parecería que la relación entre lo público y lo pri-
vado en el discurso de Alfonsín se presentaba en una línea de con-
tinuidad. Ambos espacios se encontraban relacionados pero mante-
niendo una distancia y una distinción. Bien separados, el dominio
de los asuntos privados que concierne a cada ciudadano no se con-
funde con el gobierno de los asuntos públicos que incumbe a todos
los ciudadanos, y sin embargo, el primero no puede desarrollarse
sin relación y conexión con el segundo. En los discursos de Semana
Santa esta idea se expresaba de la siguiente manera:

La democracia ha devuelto a los argentinos la posibilidad de parti-


cipar y, con ello, la posibilidad de elegir un futuro […] está galvani-
zado en el corazón y en el sentimiento de los argentinos el estilo de
vida democrático. […] Estamos demostrando los argentinos con esta
presencia y con la presencia en todas las plazas de la República cosas
importantes […] estamos demostrando acabadamente la definitiva
decisión de vivir en democracia […] estamos demostrando la fuerza
de la movilización pacífica de la ciudadanía que es más fuerte que la
violencia. (Alfonsín, 1987 b).

La participación y movilización pública que fueron invocadas


aquella tarde en la Plaza de Mayo no se contraponían con la tarea
democrática: era la “presencia en todas las plazas de la República”,
“la movilización pacífica de la ciudadanía, que es más fuerte que la

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violencia”, lo que el presidente estaba reivindicando y reconocien-


do como el elemento central para “defender” la democracia. Ahora
bien, es justamente en los momentos de conflicto cuando el lugar
del ciudadano en la vida política y las formas de participación de-
mocrática en lo público se ponen en juego. Es entonces cuando la
virtud del ciudadano –su amor por la libertad– y la virtud de las
instituciones –su capacidad de albergar y preservar esa libertad– se
ponen a prueba. En los momento de máxima expresión del con-
flicto, la relación público-privado, tan claramente delimitada, entra
en tensión al tiempo que la democracia se define en medio de la
participación ciudadana y –en el caso argentino– en “defensa” de
las instituciones.
De los primeros dos discursos pronunciados durante la crisis
hemos rescatado abundantes figuras de lo privado. Los hijos y los
hogares evocados son aquellos que los ciudadanos tienen en mente
y adonde retornan una vez que han participado en la defensa de la
libertad en lo público. Sin embargo, estas referencias se mezclaban
con otro uso en que las palabras se volvían metáforas para nombrar
lo público. Éste era el caso cada vez que Alfonsín hacía referen-
cia, justamente, al conflicto entre los militares y la sociedad civil:
“estamos arriesgando sangre derramada entre hermanos” (1987 b,
cursivas nuestras). Esta metáfora sugiere que el país es como una
gran familia, dividida por conflictos entre hermanos que comparten
la misma sangre y que corren el riesgo de derramarla. A la vez, la
sangre hace referencia a aquello que une –un origen común– y que
divide –el conflicto político que degenera en violencia. La figura de
la gran familia apela al modelo político de gobierno asentado sobre
la figura del pater familiae cuyo poder se basa en la desigualdad que
esgrime frente a los otros miembros del colectivo. Por el contrario,
el espacio público de la comunidad se caracteriza por ser cualitati-
vamente diferente del espacio de la familia: las relaciones entre sus
miembros son de igualdad y la autoridad del gobernante es discuti-
ble y contestable. En un espacio público plural las decisiones presi-
denciales pueden ser discutidas y modificadas por los debates en el

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Parlamento, como sucedió con el primer intento de reglamentar la


obediencia debida. Asimismo, puede ponerse en jaque por medio
de la intervención del Poder Judicial, como sucedió en el caso de la
Ley de Punto Final.
Al regresar de Campo de Mayo, Alfonsín pronunció el ya evo-
cado discurso de “Felices Pascuas”. Allí, la “casa” fue utilizada como
una metáfora para nombrar lo público y anunciar el regreso al
orden. Sin embargo, en la metáfora de la casa los términos no se
sustituyeron sino que entraron en tensión y se modificaron mutua-
mente:7 tanto la “casa” como el “país” acabarían, por medio de esta
metáfora, siendo conceptos diferentes de lo que habían sido antes.
Veamos en detalle la metáfora y el desplazamiento que produce.
En el primer discurso, Alfonsín pide a los ciudadanos movilizados
la autorización para ser quien se dirija en representación de todo el
pueblo, “a intimar la rendición de los sediciosos”, y dice: “si Dios
quiere […] dentro de un rato vendré con la noticia de que cada uno
de nosotros podemos volver a nuestros hogares para darle un beso a
nuestros hijos y en ese beso decirles que estamos asegurando la liber-
tad para los tiempos” (1987 b). La casa que los ciudadanos abando-
nan al momento de aventurarse al espacio público tiene un estatuto
cualitativamente diferente del de lo público. La hilación de figuras
de lo privado en el primer discurso del 19 apela sin duda a la emo-
tividad, pero también está en diálogo con la idea de la participación
ciudadana en esta crisis: la presencia es importante, pero es necesario
definirla dentro de los marcos de la “movilización pacífica”, en una
idea de “espíritu”, de “estilo de vida democrático” que está “galvani-
zado en el corazón de los argentinos”. Un estilo de vida que enmarca
esta movilización “a los costados del camino por donde avanzan las
tropas de las Fuerzas Armadas leales”; este pueblo se encolumna y
saluda con “aplausos y abrazos” a los militares que cumplen con su
deber. Alfonsín está allí, una vez más, creando el lazo social que une
7
Esta tensión no se limita a las palabras sino que se extiende sobre el enunciado
y sobre el discurso para alcanzar, dice Ricœur (2001), consecuencias sobre la «re-
alidad». A partir de esta idea, el autor acuña el concepto de “verdad metafórica”.

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a esta comunidad inexistente: “a los militares que cumplen con su


deber” con “los hombres de distintas militancias políticas, distintos
sectores sociales, los trabajadores de la Argentina, los empresarios, el
mundo de la cultura, todos” (1987 b).
Es en nombre de ese “todos” que aparece la figura de autoridad
de Alfonsín como aquel que “resuelve”, toma la decisión de ir “per-
sonalmente” a Campo de Mayo y pide al pueblo que espere a que
vuelva con las “soluciones”. Frente a esa Plaza, Alfonsín era, por así
decir, un padre entre otros padres de familia que se habían aventu-
rado al espacio público para “asegurar la libertad para los tiempos”.
Era, sin duda, el más responsable de los padres, y por eso podía pedir
“que esperen” en esa Plaza, puesto que él se retiraba a Campo de
Mayo con un “mandato” del pueblo argentino “al que no (podía)
renunciar”. En el segundo discurso, en cambio, no volvemos a la
casa sino que estamos allí. El hogar ya no es el lugar al que regresan
los ciudadanos luego de defender la libertad de lo público. La casa
es lo público, la autoridad que rige allí ya no es la de un padre entre
padres, sino la de un pater familias que resolverá el conflicto entre
hermanos. Al nombrar al país como la casa, pretende extender las
propiedades de la segunda al primero como si éste fuera una gran
casa, como si no hubiera, finalmente, una diferencia cualitativa en-
tre una y otro.8
En este pasaje del país a la casa hay otros desplazamientos que
se producen en el mismo sentido. No sólo cambia el sentido de la
autoridad que esgrime un gobernante en una democracia y el jefe de
una casa: también cambia la calidad de lo que se persigue en dichos
ámbitos. Mientras que hasta ahora “Democracia significa libertad”

8
Es interesante notar que, a la hora de su muerte, el 31 de marzo de 2009, Alfonsín
fue recordado como «el padre de la democracia». Esta es una lectura muy compar-
tida sobre los años ochenta a través de la cual, en sentido positivo o negativo, se
recuerda a Alfonsín como el protagonista de los hechos, olvidando, por cierto, la
construcción colectiva que significó la vuelta de la democracia y la reinstauración
institucional en nuestro país. Pensamos que los sucesos de Semana Santa y el des-
plazamiento de sentido de lo público y de la figura de autoridad de Alfonsín, ha
alimentado esta lectura tan centrada en la figura del presidente.

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Ariana Reano - Julia Smola w 187

(Alfonsín, 1987 a), y mientras que lo que ocurría en el espacio pú-


blico era “que estamos garantizando la libertad para los tiempos”, lo
único que queda al regreso de Campo de Mayo es el orden: “la casa
está en orden” y la no-violencia: “no hay sangre en la Argentina”.
Oscar Landi resumía la recepción de ese discurso por parte de la
multitud reunida en la Plaza de esta manera:

La desconcentración de la gente en la plaza el domingo a la tarde


contuvo una mezcla de alegría y sospecha, el magnífico espacio pú-
blico construido en esos días se desdoblaba: la gente a festejar las Pas-
cuas, ciertas elites políticas y militares a seguir su tensa conversación”
(1987: 13).

A partir de allí sobrevendrían una serie de críticas de lo que,


desde la propia evaluación de Alfonsín y sus allegados, había sido
un acto de responsabilidad, y desde otras posiciones “una maniobra
que transformó una injustificada concesión a la demanda rebelde
acordada previamente, en un engañoso acto de suprema valentía y
arrojo” (Pucciarelli, 2006: 138). El símbolo de dicha claudicación,
que se percibió como un “giro en la estrategia presidencial”, fue la
sanción de Ley 23521 de Obediencia Debida. En este contexto, Se-
mana Santa y la Ley como su referente directo –y complementario
de la ya sancionada Ley de Punto Final– potenciaban la incertidum-
bre acerca del rumbo de la democracia.

4. La lectura oficial sobre el retraso cultural,


el fin de las ideologías y la voluntad del pueblo

El 1° de mayo de 1987 Alfonsín dio su habitual mensaje al Congre-


so de la Nación en ocasión de la apertura de las sesiones legislativas.
Recapitulando los hechos de Semana Santa reflexionaba sobre el
significado de esa experiencia en la que “el pasado pretendió alcan-
zarnos por un instante” (Alfonsín, 1987 d). Recurría una vez más a

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188 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

la figura del pasado violento, signado por el accionar de las corpo-


raciones, lo que le permitía argumentar que la etapa de transición
política que vivía el país se caracterizaba por una profunda crisis, no
sólo económica sino también política y ética, cultural y social. Esta
crisis se definía por la “persistencia de hábitos autoritarios” expresa-
da en “la costumbre de tomar atajos, de no respetar las reglas” y en la
existencia de “faccionalismos que han convertido la nación en una
ideología cristalizada” (Ídem.).
En estas circunstancias, el desafío pendiente de la democracia
era transformar una sociedad “bloqueada en su capacidad de movi-
miento”, “corporativizada” y, por tanto, “fragmentada y renuente a
elaborar soluciones por consenso”, en una “sociedad flexible, abierta
y fluida” (Ídem.). El diagnóstico de Alfonsín era el siguiente: la de-
mocracia no podía consolidarse porque la crisis de la cultura política
no permitía que algunos sectores se dispusieran a consensuar y a
construirla como empresa común. Esta fragilidad era lo que, según
él, había venido a corroborar el levantamiento de Campo de Mayo.
Las palabras del presidente reafirmaban el vínculo inexorable
entre democracia y consenso como requisito para la consolidación
democrática. Esta etapa de transición, como cualquier otro periodo
histórico, decía, “necesita de un gran pacto de convivencia” que re-
quiere, a su vez, de un “sólido consenso entre los ciudadanos”. Y un
auténtico consenso “se logra a través del debate abierto y reflexivo
en el que se contraponen propuestas alternativas” (Ídem.). Como
vemos, en su discurso se articulaban, una y otra vez, las figuras del
pacto, el consenso y la deliberación como condición para la conso-
lidación democrática:

Cuando hablamos de pacto social estamos haciendo referencia a un


encuentro de voluntades destinado a superar los sectorialismos cor-
porativos […] Nosotros reivindicaremos el pacto social como la libre
concurrencia de intereses y proyectos de los sectores en una negocia-
ción abierta que tiene por mira el bienestar colectivo […] Se asienta
en una coincidencia fundamental en cuanto al rumbo que el país debe

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tomar y no en la negociación pragmática e inmediatista de los peque-


ños intereses […]
A esa convergencia y a ese compromiso, es decir a ese pacto social nos
está convocando nuestro pueblo, con la fuerza de un mandato que da
a sus dirigentes. (Ídem).

En este marco, Semana Santa reunía dos sentidos. Por un lado,


era la muestra de que la democracia plural y deliberativa, asociada
al compromiso común, no era un hecho todavía en la Argentina,
sino algo a lo que se aspiraba y que estaba por construirse. Como se
sostenía en La Ciudad Futura,

La crisis de abril evidencia luminosamente para quienes se hacían los


distraídos que estamos viviendo un tránsito, que de ninguna manera la
democracia está consolidada en Argentina. Los sucesos de Semana Santa
quebraron la inocencia de la transición […]
La consolidación de la tantas veces denostada forma de la democracia
supone conflictos y luchas. Esa es, quizá, la primera lección. Una lección
que se aprende más rápido cuando se advierte que esa forma es la tenue
frontera que separa la vida de la muerte. (Nota Editorial, LCF, 1987: 3).

Por otro lado, pero al mismo tiempo, la reacción de la ciudada-


nía ante aquellos hechos fue reivindicada como la mayor expresión
de defensa del sistema democrático vivida en los últimos años. La
respuesta de la gente en la calle ante la amenaza de una posible gue-
rra civil era el máximo símbolo de ejercicio democrático:

Hace pocos días, durante la Semana Santa, a los argentinos se nos vino
encima el pasado. Pero porque todos recordamos lo que significó, el
pasado no nos alcanzó. Salimos a las calles, a las plazas de toda la Repú-
blica a defender a la democracia, como si se tratara de defender nuestra
propia vida, y en rigor, era así. Se trataba de la vida. De nuestro derecho
a la convivencia civilizada, a la libertad, al progreso, al imperio de la ley
como condición para vivir mejor. Supimos entonces que la democracia

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no era concesión de nadie sino que todos la ejercíamos en pleno dere-


cho. (Alfonsín, 1987 e).

A lo que desde la La Ciudad Futura se adhería:

La seriedad, la profundidad, la madurez de la conducta colectiva se


probó mucho más allá de la capacidad de convocatoria de las organiza-
ciones, de las disciplinas de los militantes. Se probó en la conmovedora
disposición del ciudadano que decidió que la causa de la democra-
cia era suya y que había que juntarse con otros para defenderla de las
amenazas. Esto es absolutamente nuevo en la historia argentina, un
indicador hacia el futuro de la voluntad de participación, un metís a la
idea de apatía política, un recurso disponible para que la democracia
pueda ampliarse desde la trama de la vida cotidiana. (Nota Editorial,
LCF, 1987: 3).

Alfonsín consideraba que los hechos de Semana Santa habían


demostrado que aquella sociedad que en su momento había per-
mitido que las minorías usurparan el poder utilizándolo como ins-
trumento de un mesianismo ideológico, había dejado de existir: “la
democracia dejó de ser un anhelo casi tormentoso, para convertirse
en acción” y “nunca más será posible invocar el vacío de poder para
pretender imponer doctrinas mesiánicas” (Alfonsín, 1987 e).
En síntesis, Semana Santa simbolizaba tanto las amenazas sobre
la todavía frágil democracia como el compromiso de la sociedad y
de sus dirigentes con su futura consolidación. Insistiendo en que
estábamos ante una etapa fundacional en que la República iniciaba
un nuevo periodo histórico, Alfonsín sostenía que era preciso supe-
rar los históricos desencuentros expresados en “nuestra obstinada
resistencia al cambio cultural”, en “nuestra incapacidad, no siempre
inocente, de poner al día nuestras ideas y nuestra manera de ac-
tuar” (Alfonsín, 1987 d). La solución al “oscurantismo ideológico”,
al “corporativismo profesional”, al “burocratismo administrativo” y
al “subdesarrollo científico”, recibidos como herencia del pasado y

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síntomas de la actual crisis, pasaba por la construcción de “un siste-


ma ético fundado sobre valores que, sin menoscabo para la libertad,
promuevan y consoliden la solidaridad” (Ídem).
Esta crisis de la cultura política impedía avanzar en la consolida-
ción democrática. Pero también se la percibía como una crisis mo-
mentánea y como una oportunidad de liberarse de las “antigüedades
ideológicas”. La expresión del pueblo en las calles había mostrado que
estaba gestándose una nueva democracia: “esta es la democracia por
la que el pueblo se jugó, integral y participativa”, insistía Alfonsín
(Ídem). Pero, si bien la renovación ya se estaba dando en muchos
aspectos, era preciso definir el contenido y acelerar el rumbo del pro-
ceso para vencer los obstáculos que se oponían a una democracia par-
ticipativa. Para el oficialismo, el reaseguro de una mayor gobernabili-
dad dependía de este cambio en nuestro “universo cultural” que debía
acompañar el proceso de articulación entre una mayor participación
de la población a todos los ámbitos del quehacer social. El concepto
que reaparecía como facilitador de ese cambio, apenas emergente, era
el de modernización. La idea de modernización había sido usada en
el discurso oficial para aludir a la descentralización burocrática de las
funciones estatales y el mejoramiento en el funcionamiento de los po-
deres del Estado. Ahora el concepto de modernización política y cultu-
ral será utilizado para sintetizar la necesidad de “dejar atrás un pasado
que nos agobia y colocar a nuestra sociedad a la altura de los tiempos”
(Alfonsín, 1987 d). Construir una República moderna, afirmada so-
bre sus raíces pero abierta al mundo, requería de un accionar respon-
sable no sólo del gobierno, que conduce el proceso desde el Estado,
sino de toda la sociedad. Una etapa fundacional como la que estába-
mos viviendo, insistía Alfonsín, necesitaba de una reflexión sobre el
pasado mediato para no reiterar errores; para aprender que los actores
del cambio social no están predeterminados y que los acontecimien-
tos no siguen un rumbo inalterable. Después de todo, agregaba:

La democracia tiene dos virtudes esenciales para el hombre: no exige


por principio ninguna cuota de sangre –y con ello queda garantizado

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192 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

el derecho a la vida– y tiene, además, la capacidad de cuestionarse a


sí misma, de transformarse, renovar las relaciones entre los hombres,
generar nuevas ideas y desechar las viejas. Porque la democracia es, fun-
damentalmente, un régimen en estado permanente de creación, con
sus conflictos, con sus tensiones. Antagónica y –¿por qué no?– también
rebelde. (Alfonsín, 1987 d).

Vemos que el argumento oficial se mueve constantemente en-


tre el diagnóstico de lo que estaba sucediendo en el país y el de
lo que era necesario cambiar para consolidar definitivamente la
democracia. En el plano de lo que sucedía, existía un reconoci-
miento del conflicto, de la puja de intereses, de las diferencias y
las contraposiciones. Esta era la cultura política que era preciso
cambiar, actualizar y modernizar. La situación se tornaba para-
dójica puesto que, al mismo tiempo que se reivindicaba el prota-
gonismo del pueblo en las calles en la defensa de la democracia,
se reconocía la persistencia de acciones y sentidos antidemocrá-
ticos. En el plano prescriptivo, es decir, del modelo de demo-
cracia al que se aspiraba y por el que todos los actores sociales
debían trabajar mancomunada y responsablemente, el conflicto
se clausuraba, o más bien, se subordinaba al ámbito de la delibe-
ración. Pero de ningún modo era rescatado como constitutivo y,
en última instancia, como inerradicable de la práctica política.
Porque aun cuando la democracia fuese un estado permanente
de creación, aun cuando las acciones de los hombres no pudieran
ser predichas por ninguna teoría de la historia, el piso mínimo de
valores comunes debía ser la garantía del orden político. Desde
la palabra oficial el llamado a la construcción colectiva se hacía
bajo la condición de cierta razonabilidad de los actores y sobre la
base de la aceptación a las reglas constitutivas de la democracia.
Este punto de partida indiscutido se acentuaba sobre la doble
dimensión de la ética y los procedimientos. En este marco, la
incertidumbre democrática sólo podía ser incertidumbre sobre
los resultados, ya que el piso mínimo dado por las reglas y el

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Ariana Reano - Julia Smola w 193

compromiso sobre los fundamentos aseguraba la certidumbre al


nivel de los procedimientos.9
Ahora bien, a pesar de la defensa a ultranza de la democracia
en su dimensión formal, la construcción democrática implicaba un
trabajo de transformación de la cultura política. Para el presidente
Alfonsín, una parte importante de esta reforma cultural implica-
ba introducir un cambio en la “concepción sobre el papel militar”.
Dada la cercanía de los levantamientos, “la profunda moderniza-
ción de las Fuerzas Armadas y de las ideas que las inspiraron en el
pasado”, se volvía un objetivo prioritario (Alfonsín, 1987 e). Era
preciso reconciliar a las Fuerzas Armadas con la sociedad que había
demostrado signos de fortaleza al movilizarse a favor del gobierno,
de la ley, del Estado de derecho, de la vida y de la paz. En este
contexto se hará el anuncio del envío al Congreso de la Nación del
proyecto de Ley de Obediencia Debida:

Sé perfectamente que a través de esta ley quienes pueden haber sido


autores materiales de hechos gravísimos, pueden quedar en libertad. Y
esto no me gusta. Pero también es cierto que la responsabilidad penal

9
  En su racconto del clima intelectual que rodeaban las discusiones en torno a la tran-
sición democrática, Lesgart muestra cómo la palabra incertidumbre disparada por el
artículo de Adam Przeworski (1989) en el volumen Perspectivas Comparadas –y cuyo
antecedente puede rastrearse en el artículo del mismo autor “Ama la incertidumbre
y será democrático” (1984) – se convirtió en una categoría aplicada al análisis de las
transiciones. A través de la incorporación del modelo de las opciones contingentes
–de la elección estratégica, de la elección racional y del nuevo institucionalismo– el
marco modelo de las transiciones de la democracia puso en primer plano los cálculos e
interacciones inciertas de diversos actores que, en este proceso, tenían amplias dificul-
tades para identificar intereses, dilucidar quiénes serían sus partidarios, aliados u opo-
sitores. Así, dos cambios de perspectivas teóricas instalaron la idea de que el cambio
de régimen político era un proceso altamente incierto. Primero, porque en situaciones
de interacción estratégica entre actores políticos el proceso de cambio podía llegar,
por la vía de sucesivas negociaciones o resultados muy diversos e indeterminables
a priori. Segundo, porque dado que las reglas del juego se encontraban en proceso
de creación, ellas estaban sometidas a constantes redefiniciones. Desde este marco
conceptual la democracia se definía como el resultado contingente de conflictos e
interacciones inciertas (Lesgart, 2003: 142-143). Sobre otras concepciones acerca de
la “incertidumbre democrática” que circulaban en los debates de la época, sugerimos
consultar Hirschman (1986) y Lechner (1984; 1986 b).

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194 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

de las violaciones a los derechos humanos corresponde antes que nada,


legalmente, a quienes concibieron el plan, su metodología aberrante y
pusieron en marcha su ejecución. Y que a ello además le sumaron un
estado de coerción moral, psíquica y material que determinó que quie-
nes fueron los autores materiales entendieran que obraron bajo órdenes
y, en ocasiones, en beneficio de la nación. (1987 e).

Presentada por el gobierno como signo del esfuerzo de pacifi-


cación nacional para establecer el fin de la impunidad mediante el
juicio y condena de los responsables directos de la represión, la Ley
de Obediencia Debida será un punto de quiebre sustancial en el
proceso de consolidación democrática.

5. El reverso de la lectura oficial.


De promesas, traiciones, manipulaciones y concesiones

Como señalamos al comienzo del capítulo, en los análisis que se


hicieron tanto contemporáneamente como a posteriori, existe un
acuerdo generalizado que sostiene que la Semana Santa de 1987
cambió la política argentina. Las explicaciones ponen el acento en
distintas cuestiones que van desde la ruptura del lazo de represen-
tación entre el líder (Alfonsín) y su pueblo, pasando por la claudi-
cación del poder civil ante las presiones del poder militar, hasta la
defensa de las decisiones tomadas por el presidente entendiéndolas
como un acto de responsabilidad.
La lectura de Unidos sobre los sucesos del año 1987 potenció el
lugar que la revista y los intelectuales habían adquirido en el debate
político de aquellos años, ratificando algunas de sus posiciones más
críticas hacia el alfonsinismo. En términos generales, para Unidos
Semana Santa supuso la desarticulación de un sistema discursivo
vigente hasta el momento. Desde allí, Landi sostenía que en Se-
mana Santa se produjo la caída del “enganche” del discurso oficial
basado en argumentos tales como el “contenido anticorporativo de

Palabras politicas.indb 194 11/04/14 19:44


Ariana Reano - Julia Smola w 195

la cultura del gobierno radical”10, y de la “a-juricidad” a la que su-


puestamente venía a poner fin (1987: 19). Aquellos sucesos ponían
en escena muchas de las cuestiones que desde ese espacio se ve-
nían advirtiendo respecto de la política oficial: la poca capacidad
del gobierno para intervenir por dentro de la conflictividad real de
la sociedad argentina, su equivocación al definir a sus adversarios,
su poca capacidad para prever la acción de ciertos agentes en el pro-
ceso político y su excesiva expectativa en una democracia basada
en el diálogo entre los distintos sectores. Alfonsín había elegido no
apoyarse en el capital político de la movilización popular, y con esa
decisión estaba privilegiando la política como negociación y arreglo
institucional. Así lo expresaba Wainfeld:

La política–espectáculo tuvo su cielo. También su techo. El Presidente


convocó a una formidable movilización. Recogió miles de aplausos.
Fue el centro del país. La TV emitía un paradójico y surrealista mensa-
je: apague el televisor y vaya a la plaza […] En medio del contragolpe
sabiamente elaborado el aguafiestas Rico cambia las reglas del juego. El
Presidente sabe qué decir, tiene operadores […] Sin sacarse el chaleco
vuela solo a ver a Rico. Habla. Seguro que lo convence. El discurso
alfonsinista es invencible.
Los fuegos artificiales, la fotogenia, sirven para confrontar con los que
buscan consenso o votos. Los principales poderes no derivan del núme-
ro sino de las armas o del peso económico. Con ellos no vale la lucha
por las imágenes. Alfonsín confrontó con Saadi, con Herminio, con
las Madres, con la renovación, con los ‘25’. Hoy paga las facturas; los

10
En el mismo número de Unidos, Ivancich recordaba que una de las palabras que
más fácilmente “prendió” en la opinión pública a partir de la campaña electoral
de 1983 fue “corporativismo”. La “patria corporativa” fue la expresión que inten-
tó sintetizar la perversión política expresada por dos estructuras tradicionalmente
vinculadas al poder: las FF.AA. y el sindicalismo. Pero “el corporativismo, en el lé-
xico alfonsinista, estaba muy poco definido, más allá de señalar a los ‘malos’ de
la película. Se lo entendía como una alianza de estas dos corporaciones (el pacto
sindical–militar) que pasaba a ocupar el espacio de la derecha autóctona” (Ivancich,
Unidos N° 15, 1987: 97).

Palabras politicas.indb 195 11/04/14 19:44


196 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

verdaderos poderes (‘los capitanes’ de la industria y de las FF.AA.) le


imponen condiciones. (1987: 26-27).

El cambio que Unidos marcaba entre la democracia reivindicada


antes del domingo de Pascua y la que se selló después es pensado
no sólo como un cambio en el orden del discurso sino también un
cambio en el “signo” de la democracia:

[…] del Congreso a la Casa de Gobierno hubo un viraje. Un tránsito


que partió de hablar desde los principios teóricos, éticos, de la demo-
cracia como sistema inclaudicable, reglados y consecuentes con sus
normas, hasta arribar al reconocimiento indirecto de una situación de
hecho que negaba esos principios. (Armada, 1987 a: 46-48).

La democracia retrocedió, se debilitó, o en realidad, decía Wainfeld,


mostró que “era más débil de lo que quisimos reconocer” (1987:
34). Sin duda Semana Santa había marcado un antes y un después
en lo que se había avanzado en los juicios a los responsables de la
violación a los derechos humanos en la última dictadura militar.
Pero después de la Ley de Obediencia Debida, no sólo los derechos
humanos y la actuación de la justicia parecían cambiar de valor y de
importancia: todo el sentido de la política se trastocaba.
La mayor parte de las críticas expresadas desde la revista se vin-
culaban a la decepción que generó un modo de hacer política que en
vez de apoyarse en el poder del pueblo, eligió ceder ante las presiones
de los poderes corporativos. Decimos “los poderes” porque no sólo
se ponía en tela de juicio la sanción de la Ley de Obediencia Debida
como una concesión hecha a las Fuerzas Armadas sino que ella se
unía a la claudicación ante las presiones sindicales. El hecho que lo
corroboró de modo contundente fue la designación, a fines de mar-
zo de 1987, de Carlos Alderete11 al frente del Ministerio de Trabajo
11
Alderete era el titular de la Federación de Trabajadores de Luz y Fuerza, pertenecía
al denominado grupo de los “15”, sector sindical catalogado como la “burocracia
sindical peronista” que se había fortalecido durante el Proceso gracias a su capaci-

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Ariana Reano - Julia Smola w 197

como modo de integrar a una de las corporaciones con las que más
se había confrontado en la etapa inicial del gobierno.12 Así se leían
los dos hechos que fueron el síntoma de la claudicación alfonsinista:

Rico y Alderete son dos caras de una moneda: el Presidente termina


reculando ante los poderes corporativos. Pactando con lo peor de las
FF.AA. y del sindicalismo. Nada hizo la UCR para desmontar los po-
deres fácticos de la Argentina; terminó encontrándose con ellos. […]
Lo cierto es que Alfonsín paga el precio de una política ‘dura de boca’
y blanda a la hora de intentar afectar poderes. (Wainfeld, 1987: 27).

Las correlaciones de fuerzas mostraron que un “estadista demo-


crático” y una “mayoría electoral inactiva” (Álvarez, 1987: 3) no
eran suficientes para afrontar la conflictividad real que estructura-
ba el espacio histórico–social de aquellos años. Para Unidos, esta
situación los interpelaba acerca de los recursos de poder con los
que debía contar una democracia, la cual no podía sostenerse en
un equilibrio inestable de fuerzas tal que, ante el menor cambio,
pudiera generar una desestabilización mayor de parte de quienes
se sienten perdedores del juego democrático. Pero tampoco podía
sostenerse sobre la base de una política de concesiones por parte del
gobierno que, ante el temor de desestabilización, pusiera en riesgo
su legitimidad. Esta última fue para Unidos la opción de Alfonsín,
quien a pesar de condensar en su imagen todo el poder constitu-

dad de acordar con el empresariado. A mediados de los años ochenta la recompo-


sición de los sectores más ortodoxos del poder sindical pudo efectuarse gracias a la
revalidación de sus títulos en una normalización sindical realizada con leyes previas
a 1976, luego del fracaso del proyecto de ley de Normalización Sindical encarado
por el alfonsinismo en 1984. Sobre la cuestión sindical y su relación con el gobierno
de Alfonsín recomendamos revisar Palomino (1987). Un resumen sobre la fallida
reforma sindical y sobre las razones que llevaron al radicalismo a un acuerdo con el
sector más ortodoxo del sindicalismo se encuentra en Aboy Carlés (2001: 213-218).
12
  Cabe recordar que el gobierno de Alfonsín había hecho de la confrontación con
las corporaciones sindicales (Sindicatos, Fuerzas Armadas e Iglesia) un eje de su polí-
tica. Sobre este eje se sustentaba la denuncia del pacto militar-sindical y la presenta-
ción de la figura de Alfonsín como la verdadera alternativa democrática.

Palabras politicas.indb 197 11/04/14 19:44


198 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

cional, cedió frente a la concentración del poder de la fuerza en la


corporación militar y sindical.13
Pero en Unidos podían encontrarse otros artículos que plantea-
ban algunos interrogantes que interpelaban desde otro lugar, no
sólo al oficialismo sino también a la oposición:

Porque así como muchos supieron claramente o intuyeron que el Fe-


lices Pascuas alfonsinista contenía un recule vergonzoso y una traición
encadenada: ¿quién planteó responsable y verosímilmente una salida
esencialmente diferente? […]
Cualquier alternativa rebasaba los límites y la experiencia de la política
institucionalizada. Implicaba por lo tanto riesgos importantes, quizá
decisivos, que sólo pueden despejarse en aproximaciones sucesivas.
Exige tolerar una cuota importante de incerteza sobre los resultados.
Pueden comprenderse entonces las vacilaciones e incertidumbres que
se adueñaron de la dirigencia política.
Pero entonces: ¿Por qué no plantearle a la propia gente reunida en la
Plaza esas incertezas? ¿Por qué no trasladar la cuestión al conjunto del
pueblo, transformando una manifestación de apoyo a la democracia en

13
  Una lectura alternativa sobre los hechos fue desarrollada por Palermo en un artí-
culo publicado en La Ciudad Futura N° 5. El autor proponía entender lo que desde
Unidos era caracterizado como concesión a los poderes corporativos, como un cam-
bio en la estrategia de un gobierno que “deja de hacer pedagogía política y se allana
a negociar con los ‘poderes reales’ en cada sector”. Así, insistía Palermo, “creo que
hay que colocar la jugada reciente (designación de Alderete) en este tablero para
entenderla. Lo que gana el gobierno electoralmente al ubicar un hombre muy repre-
sentativo del sindicalismo peronista compensa las previsibles pérdidas que habrá de
tener una política acordada que genere inevitables disconformidades (…) Se trata
de acordar una salida inevitablemente costosa pero corriendo ‘a la romana’ con los
costos, de modo tal de neutralizarlos. Esto mantiene la posibilidad de alternancia: ni
acuerdo social con autolimitación oficialista, ni pulverización de la oposición como
garante de un acuerdo social electoralmente no ruinoso (…) La cultura política ar-
gentina es bastante clara al respecto y es útil ser (usaré la palabra sin turbarme) rea-
lista: conviene no arrinconar a la oposición porque si no, se tornará ‘salvaje’” (1987:
13). En definitiva, el autor proponía leer el cambio de la estrategia alfonsinista como
una forma de procesar y ordenar los conflictos sociales que, frente al cambio de
los interlocutores, volvía necesaria la negociación en ámbitos que excedía aquellos
supuestamente “naturales” y “transparentes” de un régimen democrático, como el
Parlamento y los partidos.

Palabras politicas.indb 198 11/04/14 19:44


Ariana Reano - Julia Smola w 199

una auténtica asamblea popular? […] ¿Por qué no defender la demo-


cracia con más democracia, allí mismo, en el lugar y el momento de la
crisis? ¿Es que quizás se teme que la gente se tome la democracia tan en
serio y tan como cosa propia que después no la quiera largar? (Bergel,
1987: 187-188).

La decepción que reflejan gran parte de los artículos destinados a


debatir las consecuencias de Semana Santa se entrecruzan con una
lectura de aquellos acontecimientos en términos de traición al pue-
blo. La convocatoria a que los ciudadanos pudieran volverse sujetos
protagonistas de una acción masiva en el espacio público denotaba
que aquella multitud reunida era la expresión de la democracia di-
recta. Sin embargo, la decisión de Alfonsín de presentarse solo a
negociar en representación del pueblo construyó el retrato de una
doble traición expresada, por un lado, en el cambio entre la rotunda
afirmación de “la democracia no se negocia” a la directa concesión
hecha a los poderes corporativos. Y, por otra parte, porque en cues-
tión de horas se pasó de reivindicar un relato sobre la democracia
participativa a privilegiar el momento donde el máximo represen-
tante del poder del pueblo decidía ir solo, pero en nombre del pueblo,
a negociar con los sublevados la defensa de la democracia. En este
vaivén de convocar primero y desmovilizar después Unidos veía una
manipulación de “la energía social”:

Seguir especulando a casi cuatro años de haber inaugurado una nueva


experiencia democrática, con ese doblez que oculta el propósito de que
el pueblo adhiera pero sin saber en nombre de qué, de que se movilice,
pero no tanto, de que colabore pero como acto convalidatorio de algo
decidido de antemano y desde arriba, es jugar con el tiempo ‘kairológico’
o el ‘timing’ propio, si se quiere, de la democracia. (Auyero, 1987: 197).

La decisión de Alfonsín de no negociar la democracia fue vista


como una manipulación cuya expresión más fuerte cobró vigencia
en la figura de la mentira. Decía Álvaro Abós al respecto

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200 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

La ambigüedad que practican es peligrosa. No se puede jugar con la


gente. La sociedad se volcó a la calle y todo indica que estaba en dispo-
nibilidad para realizar un sacrificio en defensa del sistema democrático.
Pero, ¿cuántas decepciones resiste esa virtualidad movilizadora? ¿Volve-
rá a salir la gente si advierte que la clase política instrumenta la fuerza
popular para luego consumar enjuagues bajo la mesa? […]
Imponer justicia es un imperativo ético en toda sociedad. La impu-
nidad de crímenes aberrantes ofende a esa ética. Pero hay algo que la
ofende aún más, porque hace trizas el pacto de confianza originario
que está en la base del sistema de representación política: mentir a la
sociedad. (1987: 68-69).

Los relatos de la mentira, el engaño y la traición a la confianza


del pueblo intensificaban la indignación frente a un gobierno que
se había proclamado defensor de la democracia como una cuestión
ética. El mismo gobierno que, en un acto de pragmatismo, amoldaba
esa ética mostrando el acuerdo con los militares y el posterior envío al
Congreso del proyecto de Ley de Obediencia Debida como un ejer-
cicio de responsabilidad. Para Ivancich, en la invención de la “ética
de la responsabilidad” para justificar la claudicación de la “ética de
procedimientos” el radicalismo se escapaba de la mera lectura de “la
correlación de fuerzas”. Así, el fin ético –la democracia– justificaba los
medios no éticos –la Ley de Obediencia Debida (1987: 104).
Finalmente, la sanción de esta ley y su posterior convalidación
por la Corte Suprema apareció ante los ciudadanos como la rendi-
ción incondicional del poder civil ante el poder militar y no, como
intentó mostrarlo el propio presidente, como el único modo posible
de fortalecer la democracia. Varios años más tarde Alfonsín admitía
que, a pesar de la decepción de mucha gente que se había moviliza-
do y que esperaba que la rebelión fuera aplastada sin miramientos,
el desenlace fue, según sus palabras: “que la democracia salió final-
mente fortalecida sin derramamiento de sangre y con el mayor costo
cargado sobre las espaldas de este presidente que asumió la plena
responsabilidad de sus actos y decisiones” (2004: 71).

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Ariana Reano - Julia Smola w 201

Según Alfonsín, habían sido los sectores de la prensa y de la


oposición los que, en un acto difamatorio, lanzaron la versión del
pacto con los insubordinados. Lo cierto es que el “acuerdo ne-
gociado” se volvió verosímil para toda la sociedad. Este acuerdo
consolidó simbólicamente el desenlace que mostraba la incapaci-
dad política del gobierno para lidiar con los poderes fácticos que
amenazaban el orden democrático. Este diagnóstico se encontraba
ampliamente extendido en todo el número de Unidos que aquí ve-
nimos analizando. Allí se insistía por ejemplo en “la ambigüedad
alfonsinista”, en su “insuficiente mirada sobre la Argentina”, en su
“deficiente manera de articular ética y política” y en las contradic-
ciones generadas por pretender ser, simultáneamente, “el campeón
de los derechos humanos y el protector de los ejecutores del te-
rrorismo de Estado” (López, 1987: 82-83). Y también se sostenía
que el gobierno radical, “atrapado en situaciones dilemáticas, y sin
proyecto de transformación” ensayó varias estrategias caracteriza-
das por “una filosofía del poder que define lo posible a partir de la
resignación”. La última de estas estrategias, la “neocorporativa”, era
propia de un gobierno ubicado a la defensiva y dispuesto a ceder
áreas de influencia y actuación a grupos organizados de presión a
cambio de estabilidad (Auyero, 1987: 199).
Estas ambigüedades eran entendidas por Unidos –y por la reno-
vación peronista en general– como una política de doble discurso
que oscilaba entre propuestas antimilitaristas y concesiones al poder
castrense. La obediencia debida no era otra cosa que una auto-anmis-
tía parcial y encubierta que no hacía más que repetir un pasado
trágico: “la sociedad civil cediendo ante las Fuerzas Armadas”.14 Esta
insistencia en el juego pragmático de las concesiones hechas por el
oficialismo construiría la base de un imaginario donde las acusacio-
nes de falta de decisión, inconsistencia y contradicciones consolida-
rían la tesis de la traición a la promesa democrática.
14
 Estas palabras forman parte de la Declaraciones de la “cumbre” renovadora,
desarrollada en La Falda (Córdoba) y publicadas en El Bimestre, 3 de mayo de 1987,
citado en Aboy Carlés (2001: 206).

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202 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

Los sucesos de Semana Santa, y en particular ese giro de Alfon-


sín entre “convocar a la plaza” y “mandar a la casa” a ciudadanos
que no sabían “lo que en realidad” estaba pasando en Campo de
Mayo, quebraron esa promesa común con la que se iniciaba la
democracia, resignificándola en términos de engaño. El desencan-
to provocado por aquellos sucesos radicó en que la democracia
no resolvió los problemas de salud y de trabajo, en que el pacto
democrático se vio superado por una sociedad fragmentada, en
que la promesa de que la democracia “no se negocia” fue reem-
plazada por una dramática resignación: “hemos de conceder para
que termine un conflicto que nos deteriora” (Armada, 1987 a:
48). Como resume Hilb, “esa desazón comienza a encontrar pala-
bras para reorganizarse a partir de Semana Santa en términos de
‘promesas traicionadas’. Detrás de la pantalla ya no se ocultan los
militares violadores de los derechos humanos sino los políticos,
que prometen y no cumplen” (1990: 14). En definitiva, el sentido
que se quiebra trasciende los hechos puntuales de las concesiones
a los pedidos de los militares, o de la designación de un minis-
tro de Trabajo. Esos hechos condensaron una serie de desencantos
mucho más amplios y mucho más ambiguos. Lo cierto es que
desde allí en adelante, todo lo dicho, de nada valdría sin pruebas:
Semana Santa era la muestra de que “por primera vez en la ges-
tión del gobierno, la verdad estaba fuera del discurso presidencial”
(González, 1987 b: 145).
Al desencanto experimentado por distintos grupos sociales, se
sumaba el de los intelectuales y políticos para quienes el primer go-
bierno constitucional había generado expectativas que, promedian-
do los cuatro años de gobierno, los sumía en una situación de pro-
funda incertidumbre. El entusiasmo que había generado escuchar
a un líder recitando el preámbulo constitucional, la incitación al
debate sobre las reformas institucionales, la percepción de Alfonsín
como un político que lee libros y escucha la voz de los intelectua-
les y de la Unión Cívica Radical como el gran partido defensor de
las libertades políticas, va a enfrentar a varios intelectuales con el

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Ariana Reano - Julia Smola w 203

fracaso sucesivo de los planes económicos, con las leyes de Punto


Final y Obediencia Debida (Lesgart, 2003). Con el correr de los
acontecimientos se volvía más evidente que la democracia, entendi-
da primero como puerto de llegada del ciclo de transición y como
nuevo pacto fundacional no era la llave que abriría todas las puertas
para las necesarias transformaciones. En ese clima la consolidación
democrática seguía pendiente, tornándose cada vez más evidente
que la vigencia del orden constitucional y del Estado de derecho no
eran precondiciones suficientes.
Paradójicamente, y a pesar del clima de desilusión, fue un
acontecimiento político el que planteó los desafíos del nuevo es-
cenario. Nos referimos a las elecciones legislativas de 1987. El
triunfo del Partido Justicialista fue contundente y provocó que el
oficialismo perdiera la mayoría en la Cámara de Diputados de la
Nación y también el control de las gobernaciones provinciales. Se
trató de la primera derrota en el campo electoral desde 1983 y la
consolidación de la renovación peronista al interior del partido,
que obtuvo la conducción de distritos estratégicos, entre ellos la
provincia de Buenos Aires.15 Si, como ya indicamos, Semana San-
ta provocó una reestructuración de la dinámica política y del fu-
turo del gobierno democrático, los resultados electorales vinieron
a reforzar ese proceso. Inclusive refirmarán algunas de las lecturas
sobre Semana Santa que hemos repasado aquí, ya que el resultado
electoral fue interpretado como un “voto castigo” o “voto bronca”
frente a la traición a la promesa democrática.
No obstante, frente a la tesis del “voto castigo”, otro conjunto
de reflexiones comprendieron el resultado electoral desde una pers-
pectiva más amplia y promisoria para el peronismo. Esta lectura

15
El PJ venció a la UCR por más de 600.000 sufragios en todo el país, logrando
6.609.012 votos, es decir el 41,5% de los votos emitidos. Sobre 24 distritos elec-
torales el PJ venció en 16. Por su parte, la UCR logró 5.948.610 votos, es decir el
37,9%, venciendo sólo en 2 distritos electorales y en la Capital Federal. Además de
la pérdida del control del Poder Ejecutivo en la mayoría de las provincias, en especial
la estratégica provincia de Buenos Aires, la UCR solo conservará 117 bancas sobre
105 del PJ y 32 de otros partidos.

Palabras politicas.indb 203 11/04/14 19:44


204 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

sostenía que aquel resultado, antes que un castigo, había sido una
demanda por resignificar el sentido de la democracia:

Ha habido dos grandes elecciones con ejes diferentes: en 1983 se votó


por la democracia política, en 1987 por una democracia social y económica.
La U.C.R. y el P.J. han sido los actores centrales en escenarios diferentes
y por eso, por su capacidad o no de ubicarse correctamente en esos esce-
narios, es que han sido vencedores o derrotados… (Godio, 1987: 137).

Esta lectura de Unidos insistía en que el peronismo venció por-


que representó la voluntad de justicia social en elecciones en que ése
era justamente el eje articulador. Por eso había que leer los resulta-
dos electorales no sólo como un modo de protesta sino también, y
sobre todo, como una postura en favor de la democracia como justi-
cia social en un momento donde la demanda del pueblo ya no con-
sistía en lograr la estabilidad institucional. Como vemos, Semana
Santa y las elecciones volvieron a poner en la escena del debate los
sentidos de la democracia sobre los que venimos insistiendo. La ten-
sión se manifestaba ahora en que la dimensión social y popular de la
democracia no podía subordinarse a la gobernabilidad del régimen,
como tampoco ésta última podía sostenerse a costa del deterioro de
la vida del pueblo. Para retomar la idea expresada en la cita anterior
de Unidos, a partir de los sucesos de 1987 se hacía evidente que la
democracia política tenía un camino por recorrer en la articulación
con la dimensión social y económica de la democracia por venir.

6. Recapitulando: el (sentido) futuro de la democracia

En estas páginas hemos sostenido que el oficialismo resignificó los


acontecimientos de Semana Santa en al menos dos sentidos. Por un
lado, entendiendo que habían sido la consecuencia de una cultura
política retrógrada signada por la “ajuricidad”. Así lo demostraban
el nivel de violencia y de intransigencia con el que se planteaban

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Ariana Reano - Julia Smola w 205

algunas demandas de ciertos sectores corporativos. Frente a esas


amenazas, aquella frontera que el alfonsinismo había trazado entre
un tiempo “nuevo” y otro “viejo”, caracterizado por el autoritarismo
y el predominio de ideologías mesiánicas, comenzó prontamente a
desdibujarse. En este sentido, Semana Santa implicó un resquebra-
jamiento de esa frontera sobre la que Alfonsín había logrado cons-
tituir su legitimidad de origen, pero también mostró la fragilidad
de la construcción de nuevos referentes de certidumbre capaces de
abrirse a la articulación política con más sectores. En definitiva,
aquellos sucesos expusieron con claridad la dificultad del alfonsinis-
mo para lograr la recomposición de una frontera que reconstruyera
su legitimidad y le permitiera posicionarse de otro modo frente a los
poderes corporativos. En este marco fue inevitable que la idea de la
“política de las concesiones” o de las “promesas traicionadas” se con-
virtieran en las claves de las lecturas hegemónicas sobre el accionar
del gobierno radical.
Por otro lado, para la mirada oficial, Semana Santa había sido
una cabal muestra de la grandeza de una sociedad que había optado
por la democracia y que por eso expresaba públicamente su apoyo
manifestándose en las calles y plazas de todo el país. De nuevo, aquí,
la ambigüedad. La salida a la calle –salida prefigurada en respuesta
al pedido hecho en nombre de la defensa de la institucionalidad
democrática– era revindicada como la verdadera democracia, pú-
blica y participativa. Sin embargo, la negociación a puertas cerradas
entre el presidente y los sublevados hizo que el regreso del presiden-
te (para pedirle al pueblo que volviera a sus casas porque “la casa”
estaba en orden) significara la reivindicación del ejercicio político ya
no en términos de participación, sino de representación. Esta vez era
el representante mayor del Estado, el presidente, quien tomaría las
riendas del asunto y, en un ejercicio de responsabilidad, tomaría las
decisiones en virtud del mandato que le había dado su pueblo, no
en la plaza, sino en las urnas.
En Unidos, Semana Santa también adquiere una doble lectura. Por
una parte viene a corroborar algo que desde los primeros números se

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206 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

venía advirtiendo sobre la política alfonsinista y que nosotros venimos


proponiendo leer en términos de una sobredeterminación de la idea
de la democracia como orden y pacto por sobre la idea de la democra-
cia como transformación y proyecto político. Las claudicaciones del
alfonsinismo venían a confirmar que su democracia no era más que
una mera fórmula para administrar los conflictos. Sin embargo, en
la narrativa instalada sobre la ruptura de la “promesa alfonsinista” es
posible advertir que, a pesar de las críticas y las diferencias marcadas
con el oficialismo, algo se esperaba de la política alfonsinista –puesto
que no decepciona alguien que no hubiera creado previamente una
ilusión. ¿Qué expectativa había generado el alfonsinismo? Generó un
gran entusiasmo en el campo intelectual. En particular, entre aquellos
intelectuales vinculados a Unidos y a La Ciudad Futura, Alfonsín “ge-
neró fascinación en su modo de hacer política” (Wainfeld, 1987). Su
discurso “proponía temas a la sociedad” (Aricó, 1987). Además, “a las
libertades públicas que el gobierno garantizaba había que agregar la
incitación al debate” (Sarlo, 1986). Estas expresiones son una muestra
de aquel entusiasmo democrático que invadió el espacio público en los
primeros años de la democracia y que fue erosionándose poco a poco,
teniendo como consecuencia el “voto castigo” en las elecciones legisla-
tivas de acuerdo con algunas de las lecturas revisadas aquí. Ella se mez-
claba con la necesidad de recuperar una democracia que apostara por
la verdadera transformación, con un mayor protagonismo del pueblo.
Lo cierto es que 1987 finalizaba con un importante grado de in-
certidumbre acerca del futuro de la democracia. La crisis económica
y la cuestión militar se colocaron en el centro de la escena como los
obstáculos básicos del proceso de democratización. Para algunos sec-
tores era claro que sería el inicio de una etapa de profundas contrapo-
siciones entre el gobierno y la oposición, cuyo mayor riesgo podía ser
la “parálisis del sistema”. Después de septiembre de ese año, sostenía
Sarlo, el gobierno había perdido la iniciativa discursiva que le había
permitido fijar la agenda. Concluía así “la etapa ideológica” del go-
bierno radical (1989: 10). Al parecer había terminado también una
“época de oro” en lo que refiere a la influencia conceptual del grupo

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Ariana Reano - Julia Smola w 207

de los “gramscianos argentinos” que constituían el entorno intelectual


del presidente Alfonsín (Burgos, 2004). Los problemas político-insti-
tucionales y las dificultades para sobrellevar la inestabilidad económi-
ca delinearon el inicio del fracaso del proyecto alfonsinista en térmi-
nos de un “doble deterioro”: de la figura de Alfonsín, por un lado, y
del discurso político, por el otro (Cavarozzi y Landi, 1992: 212-213).
Para finalizar querríamos sostener que los sucesos de Semana San-
ta, los resultados electorales y las disputas en torno a la gobernabilidad
y a la consolidación democrática que sobrevinieron después, pueden
ser entendidos como momentos de inflexión en los que se conjugaron
ambiguamente un sentido de la democracia institucional-representativa
y un sentido de la democracia social-participativa. Esta tensión, que
atravesaba los debates entre el alfonsinismo y el campo político-in-
telectual –simbolizados aquí en las figuras de Unidos y La Ciudad
Futura–, dejaron en evidencia la complejidad del proceso político y
la necesidad, aún pendiente, de articular ambas concepciones de la
democracia. En otras palabras, en los acontecimientos de 1987 se ac-
tualiza, una vez más, la tensión constitutiva de la democracia sobre
la que venimos trabajando. Ello no implica, en modo alguno, pensar
ambas dimensiones –la formal y sustantiva, y sus respectivas iterabili-
zaciones– como dos polos aislados entre sí que buscan forzosamente
unirse. Son ambos sentidos los que están presentes y se tensionan
mutuamente para lograr estabilizar el sentido de la democracia, sin
poder nunca hacerlo completamente. El modo en que esta tensión
venía operando es la clave teórico-política a partir de la cual quisié-
ramos leer el proceso de transición y para lo cual hemos revisitado el
clima de debate ideológico-político que marcó de modo tan peculiar
este periodo de nuestra historia reciente.
El periodo transcurrido entre Semana Santa y la asunción anti-
cipada a la presidencia de Carlos Menem en junio de 1989 no fue
fácil para el gobierno de Alfonsín.16 El debate sobre la democracia
16
  La crisis económica cobraba mayor agudeza después de los fallidos resultados
del Plan Primavera implementado por el ministro Sourrouille en agosto de 1988.
El mismo había sido pensado para estabilizar los precios mediante un acuerdo con

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208 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

fue dando paso progresivamente al discurso de la reforma económi-


ca. En realidad, esta idea había empezado a circular ya en 1987 en
el marco de los debates sobre las políticas de control de la inflación
y del déficit generado por las empresas de servicios públicos. La
necesidad de un Estado moderno, más eficiente, que viera reducida
su intervención en la actividad económica, y la necesidad de abrirse
a los mercados mundiales fueron parte del conjunto de ideas que
empezaron a predominar en torno a dicha reforma.17 El antagonis-
mo entre la economía neoliberal de la dictadura y la democracia que
también formó parte, aunque con menos fuerza, de la frontera con
el pasado que estableció el gobierno de Alfonsín desde sus inicios,
irá perdiendo fuerza e instalará a la reforma como precondición ne-
cesaria de la consolidación democrática. Los términos se invertirán
y ya no será la democracia aquella que garantizará que el pueblo
“coma, se cure y se eduque”, sino que el logro de la estabilidad eco-
nómica pasará a ser la garantía para que la democracia se consolide.
En su último discurso ante la Asamblea Legislativa, Alfonsín
ilustraba aquel momento de profundo desconcierto y ambigüedad
para el pensamiento político. Se refería, por una parte, al logro que
implicaba para la democracia que un “gobierno legítimo diera paso

los grupos empresarios representados por la UIA, pero sucumbió ante la escalada
inflacionaria ocasionada por un verdadero “furor especulativo” de los grandes gru-
pos de la economía. Esto fue conocido como el “golpe de mercado” que provocó
la desestabilización política del gobierno por parte de grupos económicos a través
de la especulación financiera y el incremento acelerado de los precios (Barros, 2002:
152). La desmesura del proceso condensó en la conocida hiperinflación de febrero
de 1989. En mayo de ese año el índice inflacionario llegaba al 78,5 por ciento y a
este porcentaje se sumaba la sucesión de saqueos a almacenes y supermercados en
las principales ciudades del país, junto a una escalada de violencia social que llevó
al gobierno a declarar el estado de sitio. El comienzo del fin del gobierno radical y
de su capacidad de articulación política se verá ratificado con el triunfo del Partido
Justicialista que consagró a Carlos Menem como presidente de la Nación el 14 de
mayo de 1989.
17
No queremos sugerir de modo alguno que existió una ruptura radical entre el
gobierno de Alfonsín y el de Menem. Una interesante argumentación sobre cómo el
menemismo repitió los argumentos de dos articulaciones discursivas –la defensa de
la democracia y de la reforma económica– que estaban presentes en la formación
política argentina previamente, puede consultarse en Barros (2009).

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Ariana Reano - Julia Smola w 209

a un gobierno legal” en una situación de “normalidad institucio-


nal”. Sin embargo, la existencia de esa “democracia plena” convivía
con una situación de desequilibrio económico que repercutía en un
clima social de desconfianza y se traducía en una profunda incerti-
dumbre. En esta encrucijada, su gobierno había “colocado las bases
del desarrollo” y así quedaba prefigurada “la plataforma de despegue
que hemos construido para la transición económica, para que nues-
tros sucesores puedan articular democracia con crecimiento y con
prosperidad” (Alfonsín, 1989). Como vemos, una de las dimensio-
nes de la democracia –la institucional– estaba garantizada, la otra,
seguía siendo una cuenta pendiente. Tan pendiente como la articu-
lación que inspiró la lucha por el sentido de la democracia durante
los años ochenta y que dio a ese tiempo su propio sentido político.
La hegemonía del discurso liberal en lo económico va a introdu-
cir la novedad de no sostenerse, como lo había hecho en el pasado,
sobre un discurso antidemocrático en lo político. Por el contrario,
va a apropiarse de un cierto discurso democrático. Se trata de un
modo particular de entender la democracia que estipula, por un
lado, que ella consiste casi exclusivamente en un conjunto deter-
minado de procedimientos y, por otro, que la lógica democrática se
asimila a la lógica del mercado, entendido como “condición de po-
sibilidad fáctica de la democracia” (Aibar Gaete, 2007: 27). Como
se afirma en el número 18 de Unidos, dedicado casi en su totalidad
a discutir el liberalismo,18 la versión neoconservadora del liberalis-
mo logró estructurar una concepción de la política entendida como
el establecimiento de reglas de juego mínimas, la idea de un espa-
cio público reducido, transformando las cuestiones políticas en un
asunto de racionalidad técnica, potenciando el vaciamiento de las
tradiciones populares y promoviendo la desmovilización.
18
  Recordemos que en las elecciones internas del Partido Justicialista que se celebra-
ron el 9 de julio de 1988 se enfrentaron las fórmulas Cafiero-De la Sota y Menem-Du-
halde, siendo ésta última la ganadora. Aunque con matices, todos los miembros de
Unidos habían declarado su apoyo a Cafiero. La derrota los interpelará fuertemente y
les exigirá revisar el rol de la renovación y su lugar dentro del peronismo. A ello dedi-
carán buena parte de sus reflexiones los últimos números de la revista.

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210 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

En este marco, entre críticas, decepciones y esperanzas algo di-


luidas, al inicio de la década de los años noventa el desafío seguía
siendo la construcción de nuevas articulaciones ideológicas. Tal mi-
sión, que había sido el motivo por el cual las voces que aquí revisi-
tamos se involucraron en el debate sobre la democracia a inicios de
los años ochenta, continuaba interpelándolas en un momento de la
historia donde la lucha política necesitaba resistir a la privatización
de la palabra, dando nuevas batallas discursivas y rearticulando los
lenguajes políticos de la democracia.

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Palabras finales

Las páginas que aquí finalizan nos permitieron recuperar el legado


político de los años ochenta revisitando los debates sobre el sentido
de la democracia. Recorrimos fragmentos importantes de las dis-
tintas voces que formaron parte del debate público de la época: los
discursos del presidente Raúl Alfonsín, las discusiones dentro del
campo intelectual –circunscriptas fundamentalmente a las revistas
Unidos y La Ciudad Futura– y las voces de otros actores políticos
como los Organismos de Derechos Humanos, los partidos políticos
y los actores del Poder Judicial.
Ensayamos, por así decirlo, una especie de arqueología de las
ideas en debate que nos permitió entender cómo se fue construyen-
do la democracia como el significante distintivo de los años ochenta
en Argentina. El objetivo que guió nuestro recorrido fue mostrar
algo que no aparece como evidente en la lectura hegemónica que las
ciencias sociales han hecho de la transición, y es que el sentido de la
democracia no surgió asociado a un significado unívoco y transpa-
rente, sino, que más bien, fue producto de la disputa entre distintos
lenguajes políticos. Ellos organizaron los debates de esos años pro-
blematizando y ensayando articulaciones entre las dimensiones for-
mal y sustantiva de la democracia; y lo que propusimos denominar
como sus iterabilizaciones conceptuales: democracia política y demo-
cracia social; democracia procedimental y democracia real; democracia
representativa y democracia participativa; democracia gobernada y de-
mocracia gobernante, entre las más importantes. En otras palabras,
reconstruimos un clima de época en torno al debate de las ideas
sobre la democracia donde las dimensiones que hemos rescatado no
aparecen como objetos preconstituidos que al estar objetivamente
en las antípodas buscan articularse, sino que es la dicotomía misma

Palabras politicas.indb 211 11/04/14 19:44


212 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

la se convierte en experiencia y síntoma de la ambigüedad constitu-


tiva de la democracia como significante político.
En nuestra lectura, esta ambigüedad, reflejada en las tensiones,
las superposiciones de sentido y las contradicciones, no fue enten-
dida como un defecto o desviación respecto de un modelo al que la
democracia debía corresponder, o de la tradición política que la evo-
caba. Nuestra apuesta fue mostrar que la democracia es, al mismo
tiempo, la condición de posibilidad y el resultado de la articulación
contingente entre distintos lenguajes políticos. Así, la dimensión pro-
piamente política de la democracia en los años ochenta surge de la
apropiación de dicha ambigüedad, que se plasmó por el uso de las
dicotomías conceptuales que hicieron los lenguajes políticos articu-
lados en las distintas voces que aquí hemos revisitado.
En este marco, vimos que Alfonsín construyó su concepción de la
democracia trazando un límite con el pasado autoritario y, al mismo
tiempo, instó a construir un consenso democrático fundamental como
horizonte de certeza a futuro. Esto implicó una rearticulación de las dis-
tintas fuerzas políticas y el establecimiento de un fundamento común
para coordinar las tensiones sociales existentes. La construcción de ese
sentido democrático se hizo apelando a la ética y a la normatividad del
derecho, ambos garantes de la necesaria consolidación de la República.
En otros términos, el sentido de la democracia pivoteaba en el discurso
presidencial entre la necesidad de consolidar un régimen institucional
fuerte y estable y la construcción de un ethos democrático que fuera
capaz de subjetivarse. Con esta idea se recuperaba una concepción de
la democracia como construcción colectiva enmarcada en una “cultura
constitucional” y una “política de principios”. La dimensión formal,
representada en los principios normativos y en los procedimientos ins-
titucionales, aparecía entonces como condición de posibilidad de la de-
mocratización subjetiva, y esta última como el necesario complemento
de los procedimientos institucionales.
Frente a esta posición, en los debates de la revista Unidos la no-
ción de democracia formal fue utilizada como idea fuerza para se-
ñalar los errores del alfonsinismo. Esto sucedía al mismo tiempo

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Ariana Reano - Julia Smola w 213

en que se producía una sobrevaloración de la idea de democracia


sustantiva como bandera exclusiva del peronismo. Por tradición his-
tórica el peronismo creía ser el único capaz de realizar la “verdadera
democracia de base”. Una democracia transformadora en la medida
en que suponía un reparto de poder entre los sectores populares y
que reinvindicaba el rol central del Estado en esa transformación.
Precisamente por ello se concebía como la “verdadera alternativa de
izquierda” frente al “débil proyecto socialdemócrata” que, para ellos,
representaba el alfonsinismo.
En ese debate la izquierda democrática intervino para recuperar
una idea de una democracia formal como el marco desde el cual
sostener el rol activo de los sujetos en la transformación del orden
social. Al igual que en la discusión del peronismo renovador, final-
mente, la supuesta falacia de la separación entre democracia formal
y democracia sustantiva –o entre orden institucional y transforma-
ción social– siguió operando. Esta estructura dualista, y su constan-
te intento de rearticulación, permeó el debate sobre el sentido de la
democracia en los distintos momentos en los que hemos detenido
nuestro análisis: la asunción de Alfonsín como presidente, el dis-
curso de Parque Norte y la propuesta oficial de fundar la Segunda
República, el Juicio a las Juntas y el trabajo de la CONADEP en
torno al “Nunca Más”, y el levantamiento militar de Semana Santa.
Ya en sus discursos de campaña Alfonsín insistía en construir
una democracia que, sostenida en las instituciones del Estado de de-
recho, fuera capaz de subjetivarse. Al promediar la mitad de su ges-
tión, se volvía evidente para él que las dificultades para consolidar
la democracia no radicaban solamente en las instituciones, sino en
el “modo subjetivo de asumirlas”. La democratización subjetiva de la
que hablaba en Parque Norte implicaba, como vimos, la construc-
ción de una democracia participativa mediante el reconocimiento
institucional de los canales de participación semi-directa y también
de un compromiso ciudadano. Este acercamiento del ciudadano a
la política debía hacerse potenciando una ética de la solidaridad que,
inspirada en una concepción de la justicia como equidad, pudiera,

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214 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

desde el Estado, promover instancias de cooperación mutua para


mejorar la situación de los menos favorecidos. La modernización
vinculaba eficiencia en la administración del Estado con un forta-
lecimiento de la cultura democrática y de la calidad institucional.
Esta última cobraba vida en la propuesta de reforma del Estado, vía
la reforma de la Constitución Nacional. Los tres ejes del Discurso
de Parque Norte reproducían la visión de la democracia presente en
los primeros discursos de Alfonsín. Por una parte, una concepción
política sustentada en un conjunto de instituciones, plasmada en la
reivindicación de la Constitución Nacional, en los mecanismos de
representación semi-directa a ser incorporados a ella y en la nece-
sidad de reconstitución de los partidos políticos. Y, por otra, una
concepción social, asentada en un compromiso moral con los más
desaventajados, y una responsabilidad ciudadana con los asuntos
públicos a través de la participación.
La articulación entre ambas necesitaba de la constitución de un
pacto. Como metáfora fundadora del orden político, el pacto ex-
presaba la dimensión procedimental de la democracia, porque im-
plicaba un acuerdo mínimo sobre las reglas del juego político. Pero,
al mismo tiempo, reivindicaba su dimensión subjetiva al presentar
a la democracia como un proyecto plural y abierto a la libre parti-
cipación de las distintas fuerzas políticas. Sin embargo, aun cuando
se insistía en que la democracia era una construcción común, la
convocatoria se hacía en nombre de los fundamentos de la nación
plasmados en la Constitución Nacional que los sujetos tenían que
asumir como propios. La dimensión ética, simbolizada discursiva-
mente en las figuras del respeto, la solidaridad y la autolimitación a
las ambiciones personales desmedidas, se desprendería naturalmen-
te de la obediencia a las reglas. El pacto, la ética común y las reglas
constitutivas conformaban el piso a partir del cual la democracia
debía ser construida y consecuentemente transformada.
La reforma de la Constitución Nacional y la apuesta por fundar
una Segunda República fueron el complemento de la convocatoria
realizada en Parque Norte. La reconstrucción institucional de la de-

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Ariana Reano - Julia Smola w 215

mocracia a través de la reforma se utilizó como argumento para esta-


blecer las bases de una nueva República. Ella suponía tanto reformar
el Estado como construir lo que el propio presidente denominaba
una democracia social avanzada.
La reforma constitucional surgía como una “solución institu-
cional” al problema político de la concentración de poder, y hacía
posible la construcción colectiva y plural de la democracia median-
te la participación de los distintos actores en la deliberación. En
la discusión sobre la república, el discurso alfonsinista articulaba
los lenguajes de la democracia deliberativa y de un republicanismo
que oscilaba entre dos vertientes: una ligada a la conformación del
régimen político y otra vinculada al lazo entre el sujeto y la co-
munidad política. La primera, cobraba forma en la propuesta de
la reforma político-institucional para construir un régimen de go-
bierno parlamentario y un sistema de administración del Estado
más ágil y descentralizado. La segunda, aludía a la relación entre
sujeto y comunidad, vía la ampliación de la participación ciudadana
y el compromiso ético con la comunidad política. Así, la dimensión
dual de los debates sobre la democracia se reproducía para discutir
la ambigüedad de los sentidos de la República. Este debate estaba
atravesado por un lenguaje liberal que hacía hincapié en la organi-
zación de un régimen de gobierno, bajo un equilibrio de poderes
y un sistema de control entre ellos, y un lenguaje democrático que
estipulaba como central la participación entendida como práctica
autorganizativa de la ciudadanía.
En la recepción y análisis que desde Unidos y La Ciudad Fu-
tura se hacía de la idea de la Segunda República subyacía también
la necesidad de seguir pensando la articulación: ésta aparecía en la
propuesta de reconciliar una democracia participativa, asociada a la
idea de “democracia gobernante”, con una representativa, cercana a
la visión de una “democracia gobernada”. O, como se sostenía en
Unidos, construir una democracia con contenido social y nacional,
y no un sistema democrático como “pura forma”. Es que, como
vimos, la crítica de Unidos al proyecto republicano apuntaba a su

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216 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

carácter formal, débilmente reformista y profundamente liberal.


Ella se daba paralelamente a la necesidad de reafirmar a la reno-
vación como garante de un proyecto político popular, nacional y
democrático. No obstante, la construcción de sentido por la cual la
democracia como régimen era el punto de partida para disputar sus
contenidos, formaba parte de un sentido común de la política del
que participaban tanto la izquierda intelectual como el peronismo
renovador. La crítica republicana y liberal al alfonsinismo no podía
hacerse tirando por la borda el propio edificio institucional de la
democracia sobre el cual podía pensarse, debatirse, y más aún, cons-
tituirse en alternativa política a futuro. Así, la Segunda República se
convertía en el símbolo promisorio de la consolidación democrática.
En el caso del Juicio a las Juntas, como acontecimiento políti-
co, y del Nunca Más, como metáfora para pensar la democracia en
relación con el pasado, pudimos ver que, aunque el Estado marcó
los parámetros para la reconstrucción de los relatos del pasado,
no pudo hacer lo mismo con los marcos de la justicia. Y esto por-
que la noción misma de justicia democrática habilitó un conjunto
diverso de interpretaciones que pronto entró en conflicto y que
volvieron a poner en el centro de la escena la ambigüedad de la
democracia. Y, nuevamente, como expresión de dicha ambigüe-
dad nos encontramos, por un lado, con la reivindicación de una
democracia formal, vinculada al ejercicio de la “justicia ejemplar”
y, por el otro, con una democracia sustantiva, donde el sentido de
la justicia era ampliado y se asociaba a la responsabilidad social,
política y jurídica de la ciudadanía en tanto víctima del terrorismo
de estado. Todo el trabajo de recopilación de pruebas y testimo-
nios realizado por la CONADEP –simbolizados, primero en el
programa de televisión y luego en el libro Nunca Más– sumado a
la propia escena del juicio, y al alegato del fiscal Strassera, sobre el
que nos detuvimos especialmente, representaron momentos clave
de la tensión constitutiva de la democracia. En ella estaban pre-
sentes tanto la apelación a una justicia universal e imparcial en lo
que respecta a la aplicación de las normas, como la necesidad de

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Ariana Reano - Julia Smola w 217

un ejercicio ciudadano –colectivo– del juicio, en orden a construir


una justicia democrática.
Los sucesos de la Semana Santa de 1987 pusieron una vez más
en el centro de la discusión los sentidos de la democracia, de la
justicia y de la política. Al inicio de la crisis nos encontramos con
el pueblo reunido en la plaza, manifestando su apoyo incondicio-
nal al presidente y dispuesto a defender la democracia. La reacción
espontánea de la ciudadanía era leída como signo de la democracia
real en las calles, expresada en la voluntad genuina de participación
en el espacio público. Al final, nos encontramos con la decisión del
máximo representante del poder soberano de ir solo, pero en nom-
bre del pueblo, a negociar a puertas cerradas con los sublevados,
confirmando así la democracia representativa.
Semana Santa marcó un antes y un después en lo que se había
avanzado en los juicios a los responsables de la violación a los de-
rechos humanos en la última dictadura militar. Pero después de la
Ley de Obediencia Debida, los derechos humanos como política de
Estado y la actuación de la justicia cambiaron de valor y de importan-
cia. Esto fue percibido como una transformación radical en el modo
de pensar y hacer política y alimentó las lecturas sobre las promesas
incumplidas y las ilusiones traicionadas de la democracia alfonsinista.
La lectura que el oficialismo hacía de la situación indicaba que
la democracia no podía consolidarse porque la falta de cultura po-
lítica de algunos actores impedía que ciertos sectores se dispusieran
a consensuar. Según el presidente el levantamiento de Campo de
Mayo corroboraba esa fragilidad de la cultura política argentina y
por eso su llamado a establecer un gran “pacto de convivencia”. Éste
tenía que ser producto de un “sólido consenso entre los ciudadanos”
logrado a partir de un debate abierto y reflexivo, pero también a
través de la institucionalización de los mecanismos necesarios para
asegurar las bases de un nueva República.
Para Unidos, Semana Santa corroboraba que el alfonsinismo no
era una fuerza política capaz de desarticular los poderes corporati-
vos. La “ambigüedad alfonsinista” y su insuficiente capacidad para

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218 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

comprender el esquema de poder abonaron a la lectura sobre la


traición. Una traición vista como el desfasaje entre la promesa de
que “la democracia no se negocia” y la directa concesión hecha por
Alfonsín a los poderes corporativos. Una traición simbolizada por la
convocatoria a la manifestación pública en defensa de la democra-
cia y la posterior desmovilización, mandando al pueblo a sus casas
particulares porque la casa común estaba en orden. Los relatos de
la claudicación ante los poderes corporativos sumado al de las pro-
mesas traicionadas, constituyeron la narrativa a partir de la cual la
renovación intentó despegarse del alfonsinismo.
En el mismo año del primer levantamiento carapintada, se pro-
dujeron los comicios en los que el Partido Justicialista obtuvo la
mayoría en la Cámara de Diputados y ganó un importante núme-
ro de gobernaciones provinciales. Vimos que en las reflexiones de
Unidos convivían al menos dos interpretaciones sobre el resultado
de las elecciones. Una, aludía al “voto castigo” hacia el alfonsinismo
por sostener una política que cedía a los poderes del establishment y
no promovía una verdadera transformación del sistema económico
para satisfacer las demandas de justicia social. Otra, indicaba que la
del “voto castigo” era una lectura insuficiente y que aquellos resul-
tados mostraban la necesidad y la posibilidad de una alternativa en
el sistema político. Es decir, que la opción por el peronismo no era
sólo un modo de castigar al oficialismo sino una demanda por resig-
nificar el sentido de la democracia. En conclusión, si en las elecciones
de 1983 se había votado por la democracia política en las de 1987 se
había optado por la democracia social y económica.1
Por otro lado, y en contrapartida, en el nuevo mapa político la
construcción de la democracia también suponía garantizar la gober-
nabilidad del sistema. En el debate sobre esta cuestión emergía nue-
vamente la valoración de la democracia institucional como el piso
mínimo a proteger para lograr su consolidación. Una consolidación
que requería dar respuesta al crecimiento y a las demandas popula-

1
  Esta expresión le pertenece a Julio Godio (Unidos, Nº 16 y La Ciudad Futura, Nº 4).

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Ariana Reano - Julia Smola w 219

res para lo cual se volvía necesario replantear el rol del Estado, lo que
implicaba no hacer del aparato estatal un mero árbitro sino un actor
con capacidad de transformación. En este escenario, volvía a cobrar
sentido la concepción dualista entre la democracia formal sostenida
por el gobierno alfonsinista y caracterizada por Unidos como demo-
cracia restringida, y una democracia auténtica2 cuya realización estaba
aún pendiente.
Si bien nuestra lectura no consistió en establecer que hubo ciclos
o etapas claramente delimitadas en la transición democrática argen-
tina, sí sostenemos que la transición puede ser leída como un ciclo
de apertura de debates, que tuvieron como escenario los distintos
momentos políticos que aquí hemos revisitado. Como decíamos al
inicio de estas palabras finales, esos debates fueron traccionando de
diversos modos la tensión constitutiva de la democracia generando,
a partir de ella, la mayor productividad política de los años ochenta
en términos de debate público y confrontación de ideas. A partir de
Semana Santa y de los acontecimientos políticos y económicos que
le sucedieron, ese debate fue clausurándose y, por tanto, la discu-
sión sobre el sentido de la democracia fue perdiendo terreno en el
espacio público.
Como sabemos, la última etapa de la gestión radical transcurrió
en medio de una crisis política dada por el desgaste de la imagen
y de la palabra política, sumada a una creciente crisis económica.
Hacia 1987 empezaba a aparecer con fuerza la necesidad de la re-
forma económica como mecanismo para contrarrestar la inflación
y el déficit del sector público. A pesar de las medidas tomadas por
Alfonsín destinadas a la reducción del gasto público y de los salarios,
el aumento de impuestos y el traspaso de la administración de las
empresas deficitarias a manos privadas, el discurso de la reforma
económica comenzaba a volverse hegemónico a nivel ideológico.
En Unidos y La Ciudad Futura se advertía que el discurso neoli-
beral iba ganado un importante terreno no sólo en los programas de

2
  Esta denominación es utilizada por Armada, 1987 b.

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220 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

las distintas fuerzas políticas sino en el sentido común de la sociedad


en su conjunto. Junto con la propuesta de la reforma económica se
logró estructurar una concepción de la democracia entendida como
el establecimiento de reglas de juego mínimas; la idea de un espacio
público de participación y debate reducido y la construcción de los
problemas políticos en asuntos a ser resueltos técnicamente. En este
contexto, la mayor conquista ideológica del neoliberalismo fue la de
ir consolidando progresivamente una visión minimalista y procedi-
mental de la democracia.
La crisis de sentido que subordinaba la política a la técnica, inter-
pelaba a la renovación y al lugar que ella ocupaba dentro del peronis-
mo, sobre todo a partir del triunfo de Menem, primero en las internas
partidarias, y luego en las elecciones presidenciales de 1989. Unidos
se propuso discutir las premisas neoliberales, planteando sus diferen-
cias respecto del alfonsinismo y promoviendo una fuerte crítica al
menemismo. El “fenómeno Menem”, como lo llamaban, exponía la
mayor dificultad de la democracia: cómo hacer posible que el sistema
político fuera capaz de contener las necesidades y las reivindicaciones
socioeconómicas de la población. La renovación se encontraba en una
situación compleja. Había quedado presa de la lógica institucionalista
simbolizada por el “pacto de gobernabilidad” que planteó el oficialis-
mo y, en este marco, fue incapaz de promover prácticas tendientes a
politizar lo social para construir otra forma de hacer política.
El triunfo de Menem como presidente representó, para Unidos,
un duro golpe al discurso renovador. Menem venció con un discurso
que captó de mejor modo la heterogeneidad histórica del peronismo
y que, frente a la crisis asfixiante, le permitió convertirse en el garan-
te de la construcción de una nueva Argentina. El plan de gobierno
menemista propuso alejarse de lo que denominaba “las políticas iz-
quierdizantes del radicalismo” y dedicarse a seguir una serie de recetas
económicas para salir de la crisis. Las mismas tenían que ser ideadas
e implementadas ya no por políticos que sostuvieran una concep-
ción sustantiva de la democracia, sino por técnicos y especialistas que
vinieran a decir la verdad de la democracia. Por eso el discurso del

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ajuste y de las reformas estructurales no sólo formó parte de las recetas


económicas sino también de un ajuste estructural sobre la política.
La privatización –que parecía ser la única alternativa para salir de la
crisis– fue central en las recetas para acallar el debate político sobre
la democracia. La hegemonía de las ideas neoliberales para pensar la
política puso en evidencia la siguiente falacia: creer que la articulación
entre democracia formal y sustantiva se daría, primero, garantizando
la institucionalidad del régimen para avanzar, luego, sobre su transfor-
mación económico-social.
“La democracia perpleja” se titula el artículo de Fabián Bosoer
publicado a comienzos de los años noventa en La Ciudad Futura. En
él se establecía el dilema político con el que se cerraba una década y
se daba inicio a otra, no sólo en Argentina sino en gran parte de los
países latinoamericanos. La mayoría de los presidentes en América
Latina habían concluido sus mandatos sin interrupciones, sin haber
restringido las garantías ciudadanas, ni cerrado los parlamentos, ni
perseguido a los opositores, ni acallado con violencia las críticas. En
este sentido, la década del ochenta había significado la refundación
de la democracia política en América Latina. Sin embargo, agrega-
ba el autor, los ochenta fueron también los años del desenlace del
agotamiento de los modelos tradicionales de articulación entre la
economía, el Estado y la sociedad. Llegaba la época de la “democra-
dura”, de la restauración y del ajuste drástico; de las corporaciones y
los factores transnacionales de poder ocupando el lugar del Estado
en crisis (Bosoer, 1990). La transición ocurría así en el marco de
una crisis económica, pero sobre todo de una crisis política que fue
cristalizándose en la verosimilitud adquirida por el discurso de la
reforma asociada a las ideas de ajuste, privatizaciones, reducción de
la injerencia del Estado, etc. Éstas fueron conformando un sentido
común neoliberal cuyo potencial “ético-político” fue acallando la
productividad de los debates que construyeron el clima político en
el que se iniciaba nuestra democracia.
El triunfo de la hegemonía neoliberal no fue sólo el triunfo
de un modelo económico ya que produjo también una mutación

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en el lenguaje de la democratización. Mientras se insistía en la


centralidad de las instituciones, en la trama política se producía el
desmantelamiento del Estado como institución fundamental de la
política moderna. Mientras se reafirmaba el triunfo de la demo-
cracia plena, se la reducía a la pura forma de un juego de mercado
o, peor, de un trámite a cumplir por un conjunto de sujetos a los
que se los consideraba ciudadanos por el solo hecho de votar. Así,
el sentido de la transición democrática en nuestro país no solo im-
plicó el pasaje de un gobierno de facto a uno elegido por el pueblo.
La transición democrática fue, sobre todo, una transición entre
un momento en que el sentido de la democracia podía debatirse
–y es allí, digámoslo una vez más, donde radicó el gran potencial
político de ese momento histórico de nuestra historia reciente–
a otro momento en que la política ya no se debate sino que se
ejecuta, se opera y se instrumenta. Claro que este pasaje no debe
entenderse en forma automática sino como el resultado parcial de
un proceso que se inició marcado por la ambigüedad constitutiva
de la democracia. Iniciada la década del noventa la tensión entre
la dimensión formal y la dimensión sustantiva –y sus distintas va-
riaciones conceptuales– que había mantenido vivo el debate sobre
el sentido de la democracia, dejaba de operar, quedaba en stand
by. La situación de incertidumbre que planteaba el inicio de la
nueva década fue caracterizada como “el triunfo de los objetivos
políticos” a costa del “fracaso de los contenidos sociales” (N.E.,
La Ciudad Futura, 1989). Esta situación, por la que un gobierno
elegido por el pueblo daba paso a otro en las mismas condiciones,
se volvió el dato más relevante, y acaso el único, para hablar de la
consolidación de la democracia institucional en la Argentina.
Sin embargo, es posible afirmar que el acontecimiento que cons-
tituyó, tanto para la política como para la academia, el paso hacia
la “definitiva consolidación” de la democracia argentina fue la Re-
forma Constitucional de 1994. Este acontecimiento fue precedido
por un acuerdo –conocido por todos como el Pacto de Olivos– en el
que los líderes de los dos principales partidos políticos firmaron los

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puntos centrales de la reforma de la Constitución que sería votada


por la Asamblea Constituyente el año siguiente.
Según relata Alfonsín en sus memorias, aquello que lo impulsó
a buscar un acuerdo con Menem fue “la urgencia y la perentorie-
dad que imponen los momentos críticos” (2004: 156). No obstante,
también se encontraba inspirado por la búsqueda de un acuerdo
fundamental y por la necesidad de emprender una reforma pro-
gresista de nuestra Constitución Nacional que hiciera posible insti-
tuciones más felxibles y perdurables y que fue, según sus palabras,
lo que aquel pacto posibilitó (Ibid.). Era una forma de recuperar
parte de la propuesta que había planteado en Parque Norte y en
su convocatoria a construir la Segunda Repúbica y que, luego del
intenso debate generado, había quedado trunca. Era la posibilidad,
según explicaba, de reformar la constitución con una base amplia
de apoyo político que pudiera consolidar el régimen constitucional.
Cuando Carlos Menem asumió como presidente, declaró tener
otras prioridades que la reforma constitucional, y ambos partidos
abandonaron las negociaciones sobre el proyecto. Sin embargo, en
1992, el tema adquirió relevancia pública cuando el oficialismo de-
cidió darle nuevo impulso. La discusión por la reforma se intensificó
cuando el radicalismo se opuso al proyecto presentado por el ofi-
cialismo por considerarlo de tono neoconservador, y el peronismo
intentó argumentar en el parlamento que no hacía falta mayoría ca-
lificada para tratar el tema.3 Ante lo que consideró un atropello del
presidente, el radicalismo se declaró en contra de la medida y ame-
nazó con no dar quorum para tratar la reforma. Entonces, Menem
optó por subir la apuesta y convocó a un plesbiscito para que la ciu-
danía se manifestara sobre la necesidad de reformar la Constitución.
A pesar de que se trataría de una consulta no vinculante, Alfonsín la
3
El artículo 30 de la Constitución Nacional estipulaba que la necesidad de reforma
constitucional debía decidirse por las dos terceras partes de las cámaras. Pero el
oficialismo presentó un proyecto de ley que interpretaba que la mayoría calificada
era de dos tercios de los presentes en la sesión que tratara la reforma constitucional.
De esta forma, el oficialismo, ampliando su base de apoyo a sus aliados, podría
conseguir la reforma constitucional.

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interpretó como un intento de conseguir la reforma constitucional


sin el apoyo del radicalismo.
Fue en este contexto, que ocurrieron las reuniones entre Menem
y Alfonsín. Los puntos que allí fueron tratados seguían en su mayor
parte las sugerencias formuladas por el Consejo para la Consolidación
de la Democracia4, pero, a diferencia de Alfonsín, quien en su mo-
mento había propuesto asumir una posición “ética” y renunciar a la
posibilidad de una reelección, Menem pretendía que la reforma le
permitiera ser electo por un periodo más. Los firmantes decidieron
que, para que el acuerdo fuese válido, varias eran las condiciones
que debían darse: en primer lugar, Alfonsín debía ser nombrado
presidente de la UCR, y como tal, lograr que la Convención del
Radicalismo refrendara el acuerdo. En segundo lugar, para que el
mismo tuviera vigencia, los puntos de las “coincidencias básicas”
debían votarse colectivamente y no someterse a discusión de manera
individual. Los hechos que se sucedieron fueron de gran convulsión
al interior del radicalismo. El partido enfrentó intensos conflictos
para finalmente aceptar la postura que imponía Alfonsín. Luego de
que éste abandonara la presidencia con siete meses de antelación,
el radicalismo había estado obligado a acompañar las medidas del
nuevo presidente para resolver la crisis económica y social que acu-
ciaba al país. Pero ahora estaba listo para recuperar un rol opositor
a un gobierno que se declaraba cada vez más abiertamente de signo
neoliberal. La posición alfonsinista, que finalmente prevaleció, cam-
biaba este rol por uno de mayor conciliación, que rozaba práctica-
mente el co-gobierno.
El acuerdo fue firmado en un acto silencioso, sin discursos, y
una vez más, en nombre de la consolidación de la democracia. Al-
fonsín no dio, en ese momento, explicaciones públicas de su deci-
sión de negociar y tampoco justificó la necesidad de una reforma
constitucional. Más tarde, alegaría dos tipos de razones que, como

4
Remitimos a nuestro Capítulo 3 para repasar el trabajo del Consejo y el debate
sobre sus propuestas.

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otras veces, oscilaban entre el institucionalismo y el realismo políti-


co. Por un lado, alegó que, de no existir acuerdo entre ambas partes,
el país no contaría, una vez más, con una constitución legítima, y
caeríamos nuevamente en el peligro de disolución. Por el otro, alegó
que si no hubiera habido acuerdo, Menem habría logrado una refor-
ma, pero de signo “neoconservador” y hubiera dejado al radicalismo
en una posición de fuerza muy marginal. Ambos argumentos con-
fluían: la defensa del rol del radicalismo constituía una defensa del
bipartidismo, y ésta, en última instancia, era una defensa del insti-
tucionalismo. Así el círculo se cerraba “consolidando” la democracia
en torno a sus aspectos más formales.
La lectura que produjo gran parte de las ciencias sociales sobre la
reforma constitucional señaló que, a pesar del secreto y la discrecio-
nalidad con que ambos líderes políticos la concibieron, constituyó
un avance tanto en una dimensión constitucional –en términos de
ampliación de derechos– como institucional: ésta fue, sostienen,
la primera reforma constitucional argentina que no había sido el
resultado de un golpe militar o de la decisión unilateral de un par-
tido, sino que fue producto del consenso amplio de toda la sociedad
(Acuña, 1995; Smulovitz, 1995). Esta lectura, nuevamente, redu-
ce los procesos que estaban ocurriendo a meros medios en torno al
objetivo mayor, el punto de llegada que constituía –como ya había
señalado mucho antes José Nun (1987)– la democracia definida en
términos puramente formales. El Pacto de Olivos, así como las lectu-
ras que sobre él se han hecho, refleja la concepción ya cristalizada de
la democracia como aquello a conseguir, aquello por lo que se debe,
paradójicamente, sacrificar al menos uno de los sentidos que consti-
tuían la tensión democrática: su dimensión popular y participativa.
Así, el final de los años ochenta también marcaba el fin de una
manera de hacer política a través de palabras. Esa forma de hacer
política a través del discurso se imponía, ya lo hemos visto, como
una necesidad ante la falta de “consensos” acerca del sentido del pa-
sado, de las reglas del presente o de las proyecciones para el futuro.
En el comienzo de los ochenta, fue la imposibilidad de llegar a un

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acuerdo político sobre los caminos de la transición lo que incentivó


una forma de participación política por medio de la acción y la pala-
bra. Al contrario, el principio de la década de los años noventa llega
con un acuerdo político entre los líderes de los dos partidos políticos
mayoritarios de la Argentina. El sistema político se cierra de esta
forma sobre sí mismo dejando afuera a aquel sujeto político múlti-
ple que había protagonizado la política de principios de la década, y
sellando el lazo de la representación por medio del consentimiento
a las decisiones tomadas. Este sentido de la democracia, cristalizado
ahora en su dimesión formal, continuó operando en el vocabulario
político, académico e intelectual argentino al menos hasta el final
de la década del noventa, cuando otra crisis económica, política y
social, vino, en diciembre de 2001, a sacudir todas las “certezas” que
éste había conferido a la actividad política.

***

Nuevos tiempos para la política se iniciaron en nuestro país des-


de 2003 a partir de la experiencia kirchnerista. Ella es parte de un
contexto más general dado que el siglo XXI nace marcado para el
Cono Sur de América Latina por la experiencia de gobiernos que, a
pesar de sus especificidades, surgen como crítica y oposición al statu
quo de la ortodoxia neoliberal. El proceso que estos gobiernos ini-
cian no es de ningún modo armonioso ni lineal. Mientras que, por
un lado, se afirman como algo radicalmente distinto de la experien-
cia político-económica neoliberal, en la práctica política no pueden
desprenderse totalmente de algunas de las premisas del neoliberalis-
mo, sobre todo en lo referente a los lineamientos principales de la
lógica económica. A su vez, se enfrentan al desafío de reconocer la
importancia del Estado de derecho y la república democrática, sin
renunciar a la construcción de una sociedad más igualitaria y justa,
lo cual implica en muchos casos poner en cuestión las estructuras de
poder existentes. Esta complejidad ha hecho posible que volvieran
a cobrar vida algunos dilemas teóricos vinculados al problema de

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cómo calificar a estas experiencias. Una parte importante de las re-


flexiones de las ciencias sociales ha optado por denominarlas como
“nuevos gobiernos de izquierda” mientras que otras han optado por
catalogarlas como “nuevos gobiernos populistas”. Esta última con-
ceptualización generó un campo fructífero para repensar la relación
entre populismo y democracia y discutir con una determinada con-
cepción republicana de la democracia, la liberal. Asimismo, aunque
con menor énfasis, los debates entre populismo y socialismo ree-
mergieron para disputar la veta progresista de estos gobiernos.5
Pensamos que es en este contexto de reapertura de debates teó-
rico-políticos que se vuelve posible recuperar el debate abandonado
acerca de qué democracia estamos construyendo en la Argentina en
particular y en Suramérica en general. Si bien es cierto que la de-
mocracia no es el tema de discusión en la agenda pública y tampoco
en la académica –al menos en el modo en que sí lo era durante la
transición– lo que se rehabilita con fuerza a partir de 2001 es la
discusión política acerca de los sentidos de una democracia que re-
cupera los contenidos sociales que había perdido a costa de garanti-
zar la estabilidad institucional. Querríamos sostener, menos a modo
de premisa que de apuesta, que en los debates actuales el espectro
de la transición vuelve proponiéndonos recuperar aquella tensión
constitutiva de la democracia para pensar qué democracia es preciso
construir hoy y qué concepción del Estado y de sujetos políticos
precisa reivindicar este proceso. Pues de eso se trata, de pensar a la
democracia como un proceso que se construye y se reconstruye en
una multiplicidad de dimensiones, involucrando a distintos actores
sociales, políticos y económicos. Se abre así un nuevo tiempo que nos
insta a rediscutir las articulaciones posibles entre las dimensiones
institucional y sustantiva de la política, motivándonos a pensar de
modo diferente la vinculación entre tradiciones político-partidarias
y lineamientos ideológicos. En general, los nuevos gobiernos en
5
Una síntesis del discurrir de estos debates puede encontrarse en el prólogo a la
edición argentina de Vox populi. Populismo y democracia en Latinoamérica (Buenos
Aires: FLACSO-UNGS-UNDAV, 2013).

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228 w Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta

América Latina no han incorporado elementos de estas tradicio-


nes en modo regular ni equilibrado sino con diferentes mixturas
dependiendo del propio contexto político en el que les ha tocado
operar. Se trata de experiencias que han atravesado una redefinición
de sus estrategias políticas actuando sobre coyunturas específicas
para resolver problemas concretos y complejos. Pero lo cierto es que
hubo por parte de sus líderes políticos una voluntad de confrontar,
con grados de éxito variables, a aquellos poderes que han sometido
al pueblo a situaciones de sujeción, tomando partido y asumiendo
costos por ello.
Pero justamente por lo impreciso e irregular de este proceso –que
a diferencia de la década pasada ya no sigue tan claramente recetas
ni consensos– este nuevo tiempo que se abre para el sur del con-
tinente tiene la particularidad de volver a poner en la agenda del
debate público-político aquellos viejos temas que fueron fundantes
del debate de la transición y que, por las vicisitudes de la historia
que aquí hemos revisitado, quedaron sepultados. Este debate que
es preciso reabrir y al que de algún modo estas páginas nos convo-
can, debe necesariamente involucrar una diversidad de voces para
mostrar que si el contenido y la forma de la democracia pueden
volver a ser discutidos es porque su especificidad se constituye en
una articulación de múltiples juegos de lenguaje. De la potencia
de esta dinámica depende que reconstruyamos un espacio público
en el que podamos volver a debatir qué democracia queremos para
nuestro país, y en la recuperación y reinvención de qué tradiciones
y lenguajes políticos creemos que ello es posible.

Palabras politicas.indb 228 11/04/14 19:44


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