Está en la página 1de 50

MATER ET MAGISTRA [FRAGMENTOS]

Juan XXIII, Papa, Santo

Volvemos a afirmar, ante todo, que la doctrina social cristiana es una parte integrante de la concepción
cristiana de la vida.

"Mientras, advertimos con satisfacción que en varios institutos se enseña esta doctrina desde hace
tiempo. Nos apremia exhortar a que por medio de cursos ordinarios y en forma sistemática se extienda
la enseñanza a todos los Seminarios y a todos los colegios católicos de cualquier grado. Se introduzca,
además, en los programas de instrucción religiosa de las parroquias y de las asociaciones de apostolado
de los seglares: se difunda con los medios modernos de expresión: periódicos, revistas, publicaciones de
divulgación y científicas, radio y televisión.

"Mucho pueden contribuir a su difusión Nuestros hijos del laicado con el empeño en aprenderla, con el
celo en procurar que otros la comprendan y ejerciendo a la luz de estas enseñanzas sus actividades de
contenido temporal.

"No olviden que la verdad y eficacia de la doctrina social católica se demuestra sobre todo ofreciendo
una orientación segura para la solución de los problemas concretos. De esta manera se consigue atraer
hacia ella la atención de los que la desconocen o desconociéndola la combaten; y quizá hasta lograr que
penetre en sus almas algún rayo de su luz...

"Una doctrina social no se enuncia solamente, sino que se lleva también a la práctica en términos
concretos. Esto se aplica mucho más a la doctrina social cristiana, cuya luz es la Verdad, cuyo objetivo es
la Justicia, cuya fuerza impulsiva es el Amor.

"... Llamamos, por tanto, la atención sobre la necesidad de que Nuestros hijos, además de ser instruidos
en la doctrina social, sean también educados socialmente.

"La educación cristiana debe ser integral, es decir, debe extenderse a toda clase de deberes. Por
consiguiente, también debe mirar a que en los fieles brote y se robustezca la conciencia del deber que
tienen de ejercer cristianamente las actividades de contenido económico y social.

"El paso de la teoría a la práctica es arduo por naturaleza, tanto más cuanto se trata de llevar a términos
concretos una doctrina social como la cristiana. Es arduo por razón del egoísmo, profundamente
enraizado en los seres humanos por razón del materialismo que impregna la sociedad moderna, por
razón de la dificultad de individuar con claridad y precisión las exigencias objetivas de la justicia en los
casos concretos.
"Por esto, la educación no sólo ha de hacer que brote y se desarrolle la conciencia del deber que tienen
de actuar cristianamente en el campo económico y social, sino que también ha de mirar a que aprendan
el método que los capacite para cumplir este deber".

S.S. JUAN XXIII

Encíclica «Mater et Magistra»

Parte IV «Instrucción, Educación»


INTRODUCCIÓN A LA POLÍTICA (IV)

Jean Ousset

PRIMERA PARTE

Consideraciones generales

(Continuación)

Un sentido armonioso de las relaciones que unen, y deben unir, lo singular y lo universal; una
justificación más explícita de la definición del hombre: animal racional; la prueba de la inmortalidad del
alma humana; éstas son, como acabamos de ver (1), algunas de las consecuencias más directas de la
justa solución del problema de los universales: la del "realismo integral".

(1) Después del estudio, en sus líneas generales, del problema de los universales (VERBO, núms. 3 y 4), hablamos llegado
(VERBO, núm. 5) a la enumeración de las consecuencias teóricas y prácticas en su justa solución.

A esta primera serie podemos añadir: un entendimiento más riguroso de la noción de verdad.

La noción de verdad

Noción fundamental, si la hay, rica por si misma de innumerables consecuencias.

Noción justificada en su sentido más tradicional por la verdadera respuesta al problema de los
universales en la medida en que este último permite descartar las mil y una teorías según las cuales la
verdad es inexistente, incognoscible o de nulo interés por el hecho de una evolución perpetua.

¿Qué interés puede ofrecer, en efecto, la noción de verdad para el nominalismo, cuando ella no es para
este último nada más que el reflejo de una realidad superficialmente captada, siempre en trance de
hacerse y deshacerse?

Y, para el "realismo" (idealista), ¿qué importancia puede concederse a una verdad que no es sino el
simple fruto subjetivo de las concepciones de cada uno cuando no la verdad de tal modo desencarnada
que no puede menos que resultar desmentida por la evidencia del carácter concreto del universo que
nos rodea?
Muy al contrario, la justa solución del problema de los universales, en la medida en que ella permite
comprender mejor los diversos aspectos de la realidad, no puede en manera alguna dejar de ser como la
llave de esta expresión de la realidad que es la verdad.

Tal es, pues, la confirmación que aporta a las más elementales constataciones del sentido común esta
verdadera respuesta al problema de los universales.

La realidad no es sólo una palabra:

La conocemos, podemos conocerla.

Y en la medida en que nosotros la conocemos podemos decir que estamos en la verdad.

"Adaequatio rei et intellectus", dicen los escolásticos. Existe verdad cuando hay adecuación,
concordancia entre las cosas y el espíritu. "La verdad es la realidad de las cosas", decía Balmes. Conocer
las cosas tal como ellas son, es poseer la verdad.

Una lámpara está allí, sobre aquella esquina de la mesa; yo la veo y afirmo que está allí. El cielo es gris
en el momento en que escribo estas líneas. Luis XIV tomó el poder en 1661. El hombre no nace en la flor
de sus 20 abriles; la familia es su primer horizonte. Concordancia estrecha entre lo que es y lo que
afirmo. El pensamiento de acuerdo con las cosas, otras tantas verdades.

Pero, como se trasluce con estos ejemplos, la gama es inmensa y los puntos de vista extremadamente
diversos, por lo cual pueden ser constatados los innumerables parcelamientos de la verdad.

Verdades más o menos superficiales, de las que se podría decir que una parte de ellas expresa
solamente un fragmento de las cosas, mientras que otras más generales, más importantes, expresan el
orden mismo de las cosas.

Tal es la gran lección del problema de los universales. La realidad sólo existe en la apariencia
fragmentaria, mudable y contradictoria de las cosas. Gradas a su inteligencia el hombre puede alcanzar
lo inteligible, lo esencial, la idea. Conoce, puede conocer las leyes. Comprende, puede comprender, al
menos parcialmente, el orden que reina en el universo. Verdades de más alto precio. Verdades
maestras. Verdades clave.

Y es Bossuet quien ha escrito, con su habitual elocuencia: "Hay leyes fundamentales que no se pueden
cambiar. Quebrantándolas, se conmueven los cimientos de la tierra. Es entonces cuando las naciones
parecen tambalearse como turbadas y ebrias, tal como dicen los profetas. El espíritu de vértigo las
posee y su caída es inevitable porque los pueblos han violado las leyes, cambiado el derecho público y
roto los pactos más solemnes" (2).

(2) Política deducida de la. Sagrada Escritura, Libro I, art. IV, prop. VIII.
Es suficiente decir que si la realidad está, en cierto modo, compuesta de innumerables facetas, cada una
de las cuales representaría otras tantas verdades fragmentarias, no es menos cierto que una jerarquía
las ordena, constituyendo su inteligencia lo que se designa comúnmente por... "la verdad".

El orden natural de las cosas, orden divino

Inteligencia del orden de las cosas, mejor que inteligencia de las cosas, demasiado corta.

Inteligencia incluso de un conjunto suficiente de estas nociones universales, de estas generalidades, de


estas ideas, de es tas leyes de las que la justa respuesta al problema de los universales confirma
precisamente su importancia y su valor.

"Universales", generalidades, principios, leyes que, nosotros lo hemos visto, no son creaciones
arbitrarias de nuestro espíritu como aseguran los nominalistas, sino que, al contrario, son, como escribía
felizmente. Pierre Lasserre, "las ideas de la naturaleza misma o, si se quiere, las ideas de Dios como
creador y arquitecto de la naturaleza....; ideas latentes y eternas de la naturaleza, o ideas según las
cuales Dios ha adornado y distribuido los seres de la naturaleza...".

Prácticamente y muy realmente: ¡un orden divino, tanto como natural, de las cosas, del cual se
desprenden y pueden desprenderse muchas enseñanzas, mil lecciones! Conjunto de enseñanzas y
lecciones que Pío XII, incluso, no temió designar como una "segunda revelación"; entendiendo por
Revelación (con una R mayúscula), la primera, la más alta, la más cierta también, la auténtica Palabra de
Dios, guardada por la Iglesia y contenida en la Sagrada Escritura.

Porque "toda la realidad es de Dios, se lee en un mensaje mundial de Pío XII (Navidad, 1954), y es
precisamente en el hecho de separar la realidad de lo que es su principio y su fin, donde reside la raíz de
todo mal".

***

Doctrina y programa

Es esta visión de conjunto de principios, de nociones, de valores, de leyes que expresan y regulan, en lo
esencial, este orden divino, natural ... y sobrenatural, lo que nosotros llamamos la doctrina (en el
sentido más elevado y más universal de la palabra).
Por esto mismo, la doctrina es este conjunto de consideraciones que pertenecen por encima de las
vicisitudes cotidianas. LO ESENCIAL DEL ORDEN DE LAS COSAS, se podría decir. Definición que, para ser
aceptada, presupone que sea admisible y haya sido admitida esta tercera (y única verdadera) respuesta
al problema de los universales, que precisamente implica la distinción de algo "esencial" y de algo
"existencial", la permanencia de un ser bajo las múltiples apariencias de su devenir, etc. ...

Como se ve, siempre dualismos.

"Permanencia del principio, que debe ir acompañada de la evolución del procedimiento"... se ha podido
decir.

De ahí la importancia fundamental de esta observación del Cardenal Suhard en su carta "Ascensión y
declive de la Iglesia" (3), ...: "Y, ante todo, no debe confundirse la integridad de la doctrina con la
conservación de su ropaje pasajero".

(3) Carta pastoral. Cuaresma, 1947.

Guardémonos de confundir, como dijimos ya en el primer capítulo de nuestra primera publicación (4), ...
guardémonos de confundir "doctrina" y "programa"... Siendo precisamente el "programa", en nuestro
espíritu, este "ropaje pasajero" de la doctrina que interesa no tomar por "lo esencial", por la doctrina
misma.

(4) Cfr. nuestro folleto, actualmente agotado (y no reeditado), Au commencement..., pág. 38.

Doctrina y programa.

Del mismo modo que la doctrina, parece que un programa da también directrices de acción. Pero, corno
un plan de acción previsto para tal acontecimiento particular, el programa queda limitado a este
acontecimiento. Luego los acontecimientos cambian. Se suceden más rápidamente en los períodos
agitados, como son los que vivimos. Insuficiencia, por tanto, de concretarse sobre un programa que
puede ser llamado a cambiar de un día a otro. Necesidad de remontar más arriba, necesidad de llegar a
lo que es superior, a los programas, a lo que los domina en algún aspecto, a lo que permite
componerlos.

Que en tal circunstancia decidamos actuar, según tal o cual plan, implica una deliberación previa por
nuestra parte. Si actuamos así es porque debemos tener razones para hacerlo. Razones que nos
permiten decidir que en esta ocasión es bueno, es preferible, tomar tal decisión y no la otra. En
resumen, más o menos conscientemente, hemos recurrido a un conjunto de consideraciones superiores
que nos aclaran y nos dictan nuestra conducta.

Por lo menos, ésta es la manera de obrar de las personas sensatas.

LA DOCTRINA ES, PUES, EL CONJUNTO ORDENADO DE ESTAS NOCIONES, DE ESTOS PRINCIPIOS


GENERALES (UNIVERSALES) QUE PERMANECEN POR ENCIMA DE LOS ACONTECIMIENTOS Y
CUALESQUIERA QUE SEAN ESTOS ACONTECIMIENTOS.
No se cambia la doctrina.

Se cambia de programa: siendo el programa una aplicación de la doctrina en tal circunstancia.

El programa, por lo tanto, pasa... ; está condenado a pasar, bajo pena de ser malo como inadaptado a un
estado de cosas para el cual no ha sido hecho. Otro programa le deberá suceder.

La doctrina, que inspira todos los programas, permanece.

Ley de la vida en sí misma y que explica la permanencia de la maravillosa vitalidad de la Iglesia.

Como escribía San Pío X (5): "Hoy es imposible restablecer bajo la misma forma todas las instituciones
que han podido ser útiles e incluso las únicas eficaces en los pasados siglos, tan numerosas son las
modificaciones radicales que el paso de los tiempos introduce en la sociedad y en la vida pública, y tan
múltiples las necesidades nuevas que las cambiantes circunstancias no cesan de suscitar. Mas la Iglesia,
en su larga historia, siempre y en toda ocasión, ha demostrado luminosamente que posee una virtud
maravillosa de adaptación a las condiciones variables de la sociedad civil: sin haber atentado jamás a la
ingratitud o a la inmutabilidad de la fe, de la moral, y salvaguardando siempre sus derechos sagrados, se
adapta y se acomoda fácilmente a todo lo que es contingente y accidental, a las vicisitudes de los
tiempos y a las nuevas exigencias de la sociedad".

(5) Pío X. Il firmo proposito. Actes. Bonne Presse, II, pág. 94.

Pero hay necesidad de añadir, ... todo lo que se ha dicho de la doctrina supone su objetiva verdad.

Por sutiles que sean las apariencias, si la doctrina no es verdadera los hechos la quebrarán.

"Ningún principio que se mantenga contra los hechos"

Es por esto por lo que la justa solución del problema de los universales confirma y desarrolla lo que el
sentido común nos dice de la objetividad de nuestro conocimiento, que este problema de los
universales, precisamente, aparece como la clave del problema doctrinal.

Hay una realidad que podemos conocer.

Hay, pues, una verdad (6).

(6) Y es debido a que la filosofía moderna, sobre todo nominalista o idealista, conduce a la negación de lo real, comúnmente
entendido, o a la imposibilidad de su conocimiento, por lo que la noción de verdad se encuentra como disuelta por el
subjetivismo o el liberalismo. Buena ocasión de pinchar de paso los globos con los cuales el idealismo y el sensualismo tienen
hábito de manifestarse en las conversaciones corrientes: "Lo real es una ilusión... El conocimiento del hombre no puede superar
el orden de las verdades fenomenológicas (verdades de orden sensible)... Repitamos: "Lo real es una ilusión" ¿Pero entonces qué
es la ilusión, ya que no se la define nada más que en función de lo real? "Tomar la apariencia por una realidad", define el Petit
Larousse, tal es la ilusión. Lo que demuestra que la ilusión no se concibe nada más que en relación a un supuesto real conocido
o, como mínimo, cognoscible. Ilusión de cualquier cosa, no ilusión de nada. Por tanto, o la palabra ilusión no tiene sentido, o
todas las veces que se habla de .ilusión hay no solamente conocimiento de lo real, sino incluso conocimiento particularmente
exacto, sin el cual la ilusión sería indescubrible. Ejemplo: si no supiéramos que el bastón, sumergido en el agua, es realmente
recto, no sabríamos tampoco que el hecho de verlo quebrado es una ilusión. El beduino que al sufrir un espejismo ha creído ver
un oasis en el horizonte, no sabría que era una ilusión si no se apercibiese, al proseguir su camino, de que realmente en el
desierto no existe nada más que arena. Se puede igualmente precisar que el hecho de ver quebrado, por ejemplo, el bastón
recto sumergido en el agua, muy lejos de ser una prueba de la irrealidad de nuestro conocimiento confirma, por el contrario, la
objetividad del mismo. Y es porque nosotros, en efecto, vemos quebrado el bastón recto sumergido en el agua por lo que es
posible el estudio particular de las leyes más objetivas y más reales de la óptica. Y lo que nos equivocaría precisamente, lo que
nos escamotearía completamente una parte de lo real sería el hecho de ver recto el bastón recto sumergido en el agua. Pero
vayamos a la fórmula según la cual "el conocimiento del hombre no puede superar el orden de las verdades
fenomenológicas...". Esta fórmula, en sí misma, ¿dónde la colocamos, cómo la calificamos, a qué orden pertenece? ¿Expresa
una verdad de orden fenomenológico, de orden sensible? Ciertamente no. Es de orden intelectual, de orden metafísico. ¡Henos
en plena contradicción! Puesto que en el momento en que se pretende que el hombre no puede alcanzar las verdades de este
orden se enuncia una proposición que lo realiza directamente. Por tanto, ¿esta proposición es verdadera o falsa? Si es falsa, no
tiene ningún interés. Y si es verdadera, el que la formula está por lo menos en el error, pues ella nos prueba al menos, en
contradicción con su letra, que el hombre puede alcanzar las verdades de orden metafísico. Sentimos necesidad, pues, de
retirarnos algunos instantes a meditar sobre el rigor del principio de identidad y de reconocer, bajo pena de absurdidad, que
nada puede, al mismo tiempo y bajo la misma relación, SER y NO SER.

Y por eso, he ahí por lo que hemos sido convencidos.

Ya que, aun antes de saber, lo que son, en su detalle, esa realidad y esa verdad, por el solo hecho de
existir, imponen una serie de consecuencias.

Y es que el conocimiento de la realidad condiciona el conocimiento de la verdad —pues la sinceridad


equivale forzosamente a la verdad—, que nuestras opiniones, por ingeniosas que sean, carecen de
interés si son falsas —pues el primer deber consiste en ceñirse lo más cerca y cada vez más a la única
realidad—, que los discursos no son nada más que viento si no encierran la realidad y que, para lo
esencial, la verdad no depende del flujo y reflujo de las mayorías humanas.

Así, en el extremo vértice del ángulo, e incluso antes de que sean abiertas las ramas del saber, se
encuentra descartada implícitamente toda metodología liberal y subjetiva.

"No hay principio, decían los escolásticos, que se mantenga contra los hechos."

Y en un escrito ya antiguo, el príncipe Louis de Broglie, después de haber comparado el descubrimiento


que descorre el velo de la realidad desconocida a la invención que es creada por la fuerza de la
imaginación, explica cómo el inventor "es de repente poseído por el sentimiento muy limpio de que las
concepciones a las que ha llegado, en la medida en que son exactas, existían ya antes de haber sido
pensadas por el cerebro humano, apercibiéndose entonces de que las dificultades que le detenían no
eran nada más que el signo de una verdad oculta, PERO YA EXISTENTE". Y el hecho es que el teórico de
la física matemática y el investigador de la física experimental están obligados, tanto el uno como el
otro, a comprender, de una vez para siempre, que no es cuestión de crear una verdad, sino de admitirla.

***
Quien se dedica a la búsqueda de la verdad debe, en algún aspecto, renunciar a sí, o mejor dicho, a lo
que hay de mezquino en sí mismo.

"Los grandes sabios, decía Carrel, son siempre de una gran profundidad intelectual. Siguen a la realidad,
dondequiera que ella les lleve. No tratan jamás de substituirla por sus propias deseos, ni de ocultarla
cuando resulta molesta."

Que se trate de verdad natural o de verdad sobrenatural, el método es el mismo. Tal es la regia de los
sabios y de los santos en el silencio de los laboratorios o en el recogimiento de los claustros.

***

Tanto rigor podría sorprender.

Que antes de hablar, que antes de afirmar, que antes de decir: "Yo pienso que...", se produzca como un
reflejo que nos recuerde que antes de sostener cualquier cosa es necesario que esta cosa exista; el
orgullo que dormita en el fondo de nuestro corazón no acepta sin resistencia este respeto debido a la
verdad. Por tanto, por abrupto que sea el sendero que nos descubra la verdad, es el único practicable.
Por llano y cómodo que aparezca el error, conduce a un lugar desde el cual hará falta desandar el
camino.

Sinceridad y verdad

No es que se subestime la parte correspondiente a lo subjetivo, ni el impulso de una sinceridad, ni la


fuerza de una generosidad que muy a menudo atenúan o rescatan los sinsabores del error. Se parte de
la misericordia que la verdad precisamente sabe manifestar en atención a los que se equivocan, pero a
condición de que permanezca indiscutible la primacía de la verdad.

Por conmovedora, por sobrecogedora que sea, la sinceridad no es la verdad. La más recta intención y la
más firme voluntad no pueden hacer que lo que es no sea. La sinceridad de su autor no impedirá que su
realización nefasta deje de ser nefasta. Delante de convicciones sinceras, pero erróneas, se respeta la
sinceridad, pero no se respeta el error.

"Lo que es de sentido común, enseña San Pío X (7), es que la emoción y todo lo que cautiva al alma, lejos
de favorecer el descubrimiento de la verdad, lo dificulta. NOS hablamos, bien entendido, de la verdad
objetiva; en cuanto a esta otra verdad, puramente subjetiva, salida del sentimiento y de la acción, si bien
puede ser buena para juegos de palabras, no sirve para nada al hombre... La característica del
sentimiento es engañar si la inteligencia no lo guía".
(7) Pascendi.

Recuerdos tanto más saludables cuanto más oportunos. Las ideas no son ya clasificadas, efectivamente,
según sean verdaderas o falsas, sino según sean generosas, dinámicas, desinteresadas, etc. La verdad no
es ya el pensamiento de acuerdo con las cosas, sino el pensamiento de acuerdo con el corazón, el
sentimiento, la conciencia.

"¡Conciencia! ¡Conciencia! Instinto divino, voz inmortal y celeste, guía segura de un ser ignorante y ciego
pero inteligente y libre; juez infalible del bien y del mal, que hace al hombre semejante a Dios..."

"Yo no tengo más que consultar-ME, sobre lo que yo quiero hacer; todo lo que yo preciso que está mal,
está mal, etc...."

Tal es el tono del lenguaje bien conocido de Jean-Jacques Rousseau, y que recogerán, orquestándolo, los
románticos...

"Todas las opiniones son buenas a condición de ser sinceras". Prototipo de la fórmula que la aparente
generosidad de estos malos maestros hizo que fuera aceptada por la mayoría de nuestros
contemporáneos. Pero como Bonald ha hecho observar: "Se está seguro de la rectitud de sus
sentimientos más que de la justicia de sus pensamientos. Desgraciadamente, hay muchas personas que
creen ser el espíritu de la justicia porque tienen el corazón recto. Estos son los que hacen "mejor" el mal,
ya que lo hacen con la conciencia tranquila."

A su vez, el peor de todos los males, "el mayor desorden, escribía Bossuet, es creer en las cosas por lo
que se quiere que sean y no por lo que se ha visto que ellas efectivamente son".

"Descartemos todos los hechos", llegó a proclamar Rousseau en el más álgido momento de su
embriaguez Iegiferante ... "Descartemos todos los hechos, porque no tienen nada que ver con la
cuestión". Pero, como escribía Rivarol: "Qué pensar en un cuerpo político que dice sin cesar: ¡Ah! ¡Si la
naturaleza y la necesidad nos hubiesen dejado hacer!".

La verdad y el amor

Y lo que es verdad en materia de conocimiento, del saber, lo es también en el dominio de la voluntad y


del amor. Este último no puede más que corromperse cuando desaparece el sentido de la verdad, el
sentido de lo real.

Como ha dicho muy bien Maritain en su obra Arte y Escolasticismo ...: "Es de resaltar que los hombres
no se comunican verdaderamente entre sí nada más que a través del "ser" o de alguna de sus
propiedades. Es por eso solamente por lo que escapan de la individualidad en que la materia les
encierra. Aunque permanecen en el mundo de sus necesidades sensibles y de su yo sentimental y tienen
deseo de relacionarse unos con otros, no se comprenden. Se observan sin verse, cada uno infinitamente
solo, aun cuando, incluso el trabajo o el deleite los encadene juntos."

Es que, en efecto, sólo saliéndose de los límites de su individualidad, poniéndose de acuerdo sobre una
verdad, que siendo exterior a cada uno puede ser común a todos, resulta factible un contacto entre los
hombres, se hace posible su unión r su sociedad.

Rehusando conocer lo real y lo verdadero, el individuo se aprisiona a sí mismo. Lo real no es solamente


el universo material. Lo real son también nuestros hermanos, todos los hombres. "Ligados a ellos, nos
dice Saint-Exupery, por un fin común y que situemos fuera de nosotros, sólo entonces podremos
respirar, y la experiencia nos demuestra que amar no es en absoluto mirarse el uno al otro, sino mirar
conjuntamente en la misma dirección."

Según el individualismo, ciertamente el hombre es rey, e incluso dios, pero rey sin reino, rey en una
prisión, rey de una tumba, la suya. No, existe comunidad humana posible con los muertos.

El amor, que sólo sea el impulso de un ser hacia otro ser, no puede más que corromperse en tal
perspectiva. No estando ordenado hacia la realidad y hacia la verdad, el amor no puede llegar a ser nada
más que el amor del amor, conduciendo directamente al amor del placer del amor, forma del amor a
uno mismo, negación misma del amar.

Amor del amor, amor de nada. Suprema forma de una indiferencia que destruye hasta las nociones del
bien y del mal, por la negativa misma que ella implica de amar lo uno y de detestar lo otro. Y la libertad
que se invoca en este momento, es "una insensatez y un crimen", no temía decirlo León XIII, en
"Libertas", pues esta libertad conduce a "respetar igualmente la verdad y el error, la santidad y la
podredumbre moral, el verdadero progreso y la decadencia moral".

¿Libertad de pensamiento?

"Por lo demás, decía Augusto Comte, ¿dónde se encuentra esta pretendida libertad de pensamiento...
En la astronomía, en la física, en la química, o bien en la fisiología? Lo que nos engaña a este respecto es
la extrema complejidad de la materia, que mientras los fenómenos y sus relaciones estén mal
conocidos; permite conjeturas, interpretaciones y opiniones diferentes que, en resumen, nos dan la
libertad del error. Pero a partir de que hayamos descubierto una, ley, la pretendida libertad de
pensamiento se desvanece y desaparece, al menos para quien, guarde el elemental cuidado de la
coherencia intelectual y el respeto de la verdad."

"Yo pido, escribe por su parte el Cardenal Pie, yo pido la libertad en las cosas dudosas... Pero a partir de
que la verdad se presente con los caracteres ciertos que la distinguen, por lo mismo que ella es verdad,
es positiva, es necesaria y, por consiguiente, es una e intolerante. Condenar la verdad a la tolerancia es
condenarla al suicidio (8). La afirmación se mata si deja indiferentemente que la negación se coloque a
su lado. Por lo tanto, nosotros somos intolerantes, exclusivos en materia de doctrina" (9).

(8) Y es por esto por lo que la Iglesia no concibe la tolerancia nada más que como una forma de la caridad, una forma de la
misericordia, en relación con las personas que están en el error, y no como tolerancia, ni como misericordia para el error en sí
mismo (nota de La Ciudad Católica).

(9) Este carácter de intolerancia en materia doctrinal es, por otra parte, uno de los caracteres más fundamentales y más
inevitables del conocimiento intelectual (conocimiento justificado, como hemos visto, por la buena solución del problema de los
universales). Toda conclusión intelectual está marcada con el sello de lo absoluto. Empezando por la proposición bien conocida:
todo es relativo. Y hasta el mismo liberalismo no deja de presentar idéntico carácter, aunque se preocupa poco de pensar para
distinguirlo. Como muy bien lo ha aclarado RENÉ GROSS: "el liberalismo tiene por principio un respeto igual a todas las
opiniones. Es condenar la idea de elección, de jerarquía, de una verdad realmente objetiva, y de un solo golpe condenar toda
opinión fuera de la liberal"... De ahí la intolerancia, bien conocida, del liberalismo. Intolerancia la más odiosa, puesto que no
tiene nada que defender, sino las contradicciones y negaciones. Intolerancia que no puede ser, y que no es, sino la salvaguardia
del caos y de la anarquía (nota de La Ciudad Católica).

En materia de doctrina. Todo está ahí.

Piedad para el que está en el error. Ninguna piedad para el error mismo.

Estemos persuadidos: la verdadera caridad no consiente admitir otra ley.

Puesto que, ¿amar al prójimo, en qué consiste, sino en querer su bien? Y que bien puede llegarle si
desde el comienzo le dejamos que se pierda en el error y el mal.

"¿ Qué pensaríais de la caridad de un hombre, escribe León Bloy, que dejase envenenar a sus hermanos
por temor de arruinar, advirtiéndoles, el buen nombre del envenenador? Yo digo que, en este caso, la
caridad consiste en avisar a voz en grito..."

Querer el bien del prójimo es querer, desde el principio, para él la luz y la inteligencia de la verdad,
fundamento de todo bien.

Amar a su prójimo es llevarlo a lo bello y a bien. "La doctrina católica, escribe San Pío X (10), nos enseña
que el primer. deber de la caridad no está en la tolerancia de las convicciones erróneas, por sinceras que
sean, ni en la indiferencia teórica o práctica para con el error o el vicio en que vemos caer a nuestros
hermanos."

(10) Encíclica Nuestro cargo apostólico.

La verdadera caridad es inseparable de la verdad, tal como necesitó hacerlo recordar Pío XI con su
acostumbrada energía (11): "Nos queremos también, como vos, ¡Oh Divino Samaritano!, tender la mano
a todos los que sufren o están en la miseria... en tanto que no se nos pida sacrificar la menor parcela de
la santa verdad, que es la primera caridad, que es la base y la raíz de toda verdadera salud, tanto como
la posibilidad y la medida de la caridad verdaderamente bienhechora; en tanto que no se nos pida que
violemos la verdad por poco que sea, por una confusión o una exaltación cualquiera de las ideas; en
tanto que no se nos pida, aunque sólo sea una convivencia tácita o una tácita complicidad del silencio".

(11) Palabras citadas en La Croix del 21-XII-1937.


Estas son, y no pueden ser otras, las deducciones que esta certeza ordena desde el primer momento.
Certeza también justificada por la rigurosa solución del problema de los universales: hay una realidad;
hay una verdad que podemos conocer, si no totalmente, al menos lo bastante para que podamos decir:
"estar en la verdad".

Así, pues, el conocimiento intelectual no es una operación arbitraria, subjetiva, exclusivamente


pragmática, ciertamente útil a la organización de nuestra vida, pero sin fundamentos reales. Por el
contrario, es por su inteligencia por lo que el hombre, sobrepasando el mundo superficial de las solas
apariencias sensibles, llega a captar la realidad profunda de las cosas, lo que las hace ser lo que son, su
esencia... No tan sólo: la imagen (material), sino también: la idea (inmaterial).

El orden establecido y el orden del mundo

Conocimiento de la realidad de las cosas, pero aún más, inteligencia de los vínculos que unen las cosas
entre sí. Inteligencia de su jerarquía. Inteligencia del orden que las une. Inteligencia de los principios y
de las leyes de la creación.

Orden que no es el simple estado de hecho que puede reinar alrededor de nosotros. Sino orden
esencial, que la recta razón puede y debe saber distinguir, a pesar de los abusos posibles y tan
frecuentes, de lo que se llama el orden establecido.

Orden natural de las cosas, que bien lejos de poder ser confundido con el estado de hecho, puede y
debe, por el contrario, servir de argumento contra él, cuando las disposiciones de este último violen
demasiado abiertamente las prescripciones esenciales de este orden natural y divino.

En otras palabras, orden que no es la simple disposición "accidental" de las cosas, sino que pretende
expresar, por el contrarío, sus relaciones "esenciales". Y por este rasgo se adivina la estricta aplicación
de la justa respuesta al problema de los universales.

Importancia de saber distinguir, en efecto, lo esencial de lo existencial.

No se trata de un orden más o menas establecido en el mundo .o en alguna de sus partes, sino de aquel
orden al que se debe conformar el mundo; y el mundo, en efecto, le permanece sumiso allá donde no
han llegado "la utopía malsana, el desorden o la impiedad". Por otra parte, muy a menudo ha sido
confundido, incluso desfigurado. Es por consiguiente a "instaurarlo y en restaurarlo sin cesar" a lo que
deben aplicarse los hombres de buena voluntad y las comunidades —civiles y religiosas— a las que
pertenecen.

Comprendido así, este orden esencial es ese mismo orden del mundo, del que ha hablado Pío XII en su
mensaje de Navidad de 1957.
Orden del mundo que, en un mismo sentido, implica el orden humano como uno de sus aspectos:
conjunto de leyes que Dios ha asignado particularmente a la naturaleza humana al crearla. Plan de Dios
sobre los hombres, podríase decir.

El orden humano, en el sentido propio y esencial de la palabra, es el hombre creado por Dios,
dependiente, por tanto, de lo que sin él ya es real, de lo verdadero, en relación a lo cual no hay libertad
para pronunciarse falsamente. Es también el fui último del hombre. Son todas las cosas de este mundo
dadas al hombre para que él se sirva de conformidad con este orden, conforme a la naturaleza de estas
cosas y a la suya propia, y no de otra manera.

Más allá de las variedades, a menudo monstruosas, de los innumerables "estados de hecho" que
obstaculizan en toda la superficie del globo, saber distinguir y promover el orden verdadero, el orden
esencial: he ahí claramente uno de los aspectos más prácticos y más actuales que puede tomar el
problema de los universales.

La Civilización y las civilizaciones

Problema de lo que se podría llamar la Civilización (en singular y con C mayúscula) en sus relaciones con
las civilizaciones (en plural y con c minúscula).

Se duda: Para el "nominalismo", la Civilización (en singular y con C mayúscula) no existe. No hay más que
civilizaciones (en plural y con c minúscula), del mismo modo que no existe el Hombre (en singular y con
H mayúscula), sino los hombres (en plural y con h minúscula).

Y si para el "realismo" (idealismo), la planificación universal que osa llamar, la Civilización, supone, la
asfixia de múltiples civilizaciones particulares, para el "realismo cristiano", para el "realismo integral", la
suprema fuerza del orden es contemplar cómo las civilizaciones (en plural y con c minúscula) se
esfuerzan, según los talentos, las posibilidades, el genio propio de cada una, en realizar cada vez mejor y
cada vez más completamente el ideal de la Civilización sencillamente.

Si se nos permitiese volver a utilizar aquí los dos términos de "doctrina" y "programa", diríamos que la
"Civilización" (con C mayúscula) es el modelo doctrinal del que las civilizaciones (con c minúscula) son,
en algún aspecto, los programas más o menos fragmentarios.

Etimológicamente, la palabra "civilización" está formada de la palabra "civis": la ciudad, y del sufijo
"ation", que sirve para designar la operación, la acción; como en las palabras "colonización", acción de la
colonia; "evangelización", acción del Evangelio...

Y como la acción de la ciudad tiene por fin el florecimiento más total, más completo de todo orden
humano, no hace falta decir que la Civilización no puede ser otra cosa que LA EXALTACIÓN PRACTICA
DEL ORDEN DIVINO POR LA ACCION MISMA DE ESTA CIUDAD.
Ciudad que hace suyo este orden, y que lo ilustra más o menos bien.

Y puesto que está especificada por su objeto —que es hacer conocer y observar el plan divino por los
medios que le son propios—, la Civilización es única en su esencia. Sus manifestaciones podrán variar,
como varían las lenguas en la expresión de una misma verdad: esto es, los hábitos que suscita, las
costumbres que hace o deshace, los modos de vida que instaura o transforma; esto no es ella misma,
esto no son más que sus realizaciones más o menos perfectas, habiendo tenido en cuenta los hombres,
los tiempos y los lugares en los cuales actúa, los recursos de que dispone, habiendo tenido también en
cuenta la docilidad que halle y los obstáculos que oponen "la utopía malsana, la rebelión o la impiedad".

La civilización cristiana

Y es por esto por lo que la Civilización (con una C mayúscula) puede ser llamada cristiana, al menos
prácticamente, porque su obra es un homenaje al Soberano Ordenador.

"La Civilización de la humanidad es tina Civilización cristiana, enseña San Pío X. Ella es tanto más
verdadera, tanto más duradera, más fecunda en preciosos frutos, cuanto más netamente cristiana; y
tanto más decadente, para mayor desgracia de la sociedad, cuanto más se sustraiga a la idea cristiana"
(12). Y esto es precisamente porque no existe más que la idea cristiana para expresar perfectamente
este orden divino, orden sobrenatural, tanto como natural, de las cosas, del cual la acción de la ciudad, o
Civilización, debe ser la exaltación.

(12) Encíclica Il fermo proposito.

Es así como todos los pueblos, cualesquiera que sean los caracteres accidentales de sus civilizaciones
particulares, deben y pueden tender hacia la Civilización (con C mayúscula), pues la Civilización (con C
mayúscula) no es más que la acción ejercida por la ciudad de conformidad a las prescripciones e
indicaciones del orden creado. Y como la ciudad tiene por objeto hacer más fácil a sus miembros el
conocimiento y el respeto del orden natural (y sobrenatural), la Civilización es la acción ejercida por la
ciudad con vistas a poner de manifiesto y hacer más fácil de observar la ley natural. No es, pues, un
"orden establecido", un cierto estado que habría sido, sería o debería ser realizado un día en todo o en
una parte del mundo. Es una acción, una acción de la ciudad hacia un cierto fin, el fin por excelencia de
la ciudad, es decir, la perfección de sus miembros; es por esto por lo que la civilización es la acción por
excelencia de la ciudad, hasta el punto de ser casi el sinónimo de perfección de la ciudad.

Evidentemente, pues, todos los pueblos, y los más diversos, pueden y deben tender hacia la Civilización.
Esta unidad de fin no entraña el peligro de hacer sus civilizaciones uniformes, y menos aún el de
enfeudar tal civilización a tal otra. Apareciendo la civilización como un "esencial", las variedades
accidentales obligan a dejar las convenientes adaptaciones a la libre disposición de cada una de ellas.
¿Hay necesidad de añadir que no debe incurrirse en ninguna confusión entre la Civilización
sencillamente y lo que, no sin equivoco, se designa bajo el término de "civilización occidental"? (13).

(13) Término que nada nos agrada y que rehusamos emplear si no es para hacer alusión al hecho de que Occidente se halla
actualmente defendiendo ciertos "valores fundamentales" que son los frutos de la Civilización.

¿Qué título podría tener esta última para imponerse a Oriente?

Pero, precisamente, en la medida en que, de Oriente a Occidente, la recta razón puede distinguir el
fondo común de un orden humano verdaderamente natural y, por consiguiente, universal, el respeto, la
exaltación de este Orden Humano (con O y H mayúsculas), aparecerán como el deber único de la
Civilización, tanto para Oriente como para Occidente.

Sin esto, haría falta negar el fondo común de la naturaleza humana.

Y, en este caso; las fórmulas racistas, o de los nacionalismos erigidos en absolutos, deberían aparecer
como los únicos que expresaran la verdad.

NI POLITIZACIÓN DE LA IGLESIA NI SACRALIZACIÓN DE LO TEMPORAL

Episcopado Portugués

Nota del Episcopado portugués sobre el "Programa para la democratización de la República"


(Texto portugués en "Novidades" del 7 de noviembre de 1961, texto español en "Ecclesia" del 18 de
noviembre de 1961)

En documento hecho público que pretende "perfilar la síntesis" del ideario de un programa político,
después de afirmarse que la ley de separación, promulgada por la República, luego declarada "írrita y
nula" por el Papa reinante, San Pío X, y repudiada por los más altos exponentes del nuevo régimen,
situará el problema religioso "en términos que conferirán a la Iglesia la oportunidad de concentrarse en
su ministerio propio y creando un sano clima de consistencia", destacase el propósito, que se dice
coincidente con el objetivo de los sectores católicos portugueses, de "descomprometer a la Iglesia con
relación a los métodos de gobierno totalitario".

Puesta así en causa la Iglesia, por un lado insegura en cuanto a la revisión anunciada de las relaciones
entre el Estado y la Iglesia, las cuales, en el Concordato vigente, respetan y aseguran los derechos de los
dos y no ofenden los derechos de terceros y, por otro lado, afectada en su doctrina y en su misión por el
principio programado de que "la enseñanza oficial será laica", cuando en la propia Francia, madre del
laicismo, la enseñanza religiosa en la escuela está actualmente autorizada, el episcopado se siente en la
obligación de rechazar absolutamente la acusación que se hace a la Iglesia de estar comprometida con
los métodos de gobierno totalitario.

Politización de la Iglesia y sacralización de lo temporal

Es oportuno citar aquí lo que solamente dijo el episcopado en documento unánime suscrito en 10 de
enero de 1959: "No ha faltado quien acuse a la Iglesia de estar enfeudada en Portugal a la situación
política, olvidada de la pureza y libertad del mandato que recibió de su divino fundador. Pero tampoco
falta quien la acuse de no interponer su autoridad espiritual en favor de esa situación en momento de
crisis, a pesar de los efectivos beneficios hechos a la Iglesia. Aquella acusación nace de una confusión:
"Se confunde la misión propia de la Iglesia, situada en el dominio religioso y moral, por una misión
política de tutela sobre el Estado o de subordinación al Estado, cualquiera de las cuales es contra la
naturaleza de la Iglesia. En uno y otro caso politizase a la Iglesia y sacralizase lo temporal."

Nace también la acusación de otro error sobre la naturaleza de la Iglesia, error de raíz laicista. Quisiera
el laicismo encerrar a la Iglesia dentro de sus templos o, como vulgarmente se dice, en la sacristía y
limitarla al culto. Toda la presencia de la Iglesia en los actos públicos, así como la cooperación con los
poderes del Estado en las cuestiones mixtas que interesan al bien común son fácilmente apodadas
"catolicismo político". No se distingue entre presencia eclesiástica y presencia política. La presencia de la
Iglesia en los actos de la vida pública es de suyo condenación de un laicismo que pretende apagar a Dios
en la vida de la sociedad y el Estado. Ella crea un ambiente cristiano, proclama la realeza social de Dios,
de Cristo, de la Iglesia. Es la misma doctrina de la Iglesia la que obliga a mantener, como principios
fundamentales en las relaciones con el poder civil, la autonomía de ambos en su respectiva esfera, la
mutua colaboración sin confusión de competencias en aquellas tareas mixtas en que ambos se
encuentran al servicio del bien común, el respeto a las personas investidas de autoridad (que viene de
Dios) y la obediencia a las leyes. Esto mismo lo afirmó también el episcopado.

Fuera y por encima de políticas concretas

Colaborando con el poder público en pro del bien común, no asume, sin embargo, ni la misión, ni las
responsabilidades, ni los métodos, ni las obras de éste. Por definición, tantas veces repetida, la Iglesia
está fuera y por encima de una política concreta de regímenes, sistemas, gobiernos, partidos,
programas, personas en cuanto éstos respetan la libertad de la Iglesia y los principios religiosos y
morales que deben informar todo el orden social y la política. Acusar a la Iglesia de la responsabilidad de
las acciones del Estado, como comprometida con él, ¿no será pretender que ella haga aquello que la
acusan de haber hecho, esto es, de hacer política? ¡Y esto en Portugal, donde ella está separada del
Estado y donde no ejerce ninguna acción política! Otras veces fue acusada ya de lo mismo, pero
entonces, de estar comprometida con el régimen jacobino o masónico, inaugurado en 1910, tan
incondicionalmente alabado en el documento que nos obliga a estas declaraciones, cuando siguiendo al
Papa Benedicto XV procuró cumplir para con él los deberes que ahora cumple con éste. Ya entonces no
faltaron católicos que consideraron a los obispos comprometidos con un régimen y métodos totalitarios,
aunque la palabra no estuviese entonces en uso: los católicos que juzgan a la Iglesia por sus ideales
políticos, y no a los ideales políticos por la Iglesia.

La Iglesia condena las doctrinas y métodos totalitarios

Sería injusto sostener que la Iglesia se muestre indiferente ante las doctrinas y métodos totalitarios.
Toda su enseñanza los condena. En una pedagogía que procura extenderse a las "élites" y a las masas, la
Acción Católica ha procurado, con notable constancia, llevar a la conciencia católica la meditación de la
doctrina social de la Iglesia, fundadamente de la construcción de la sociedad según el Evangelio. Esto es,
de la sociedad en la justicia, en la libertad, en la fraternidad, en la paz. Tendremos que citar aquí, entre
otros varios testimonios, las palabras del cardenal patriarca en noviembre de 1945: "Fuera y por encima
de la política concreta, en el plano de los diversos modos legítimos de realización del bien común..., la
Iglesia no es indiferente a las concepciones religiosas y filosóficas que están a la base de toda política
verdaderamente humana. Aquí la Iglesia está en su campo propio, ya defendiendo las bases del orden
moral, social y político (y, por tanto, defendiendo la libertad religiosa, los valores morales, los derechos
de la persona humana, del culto de la patria, la solidaridad internacional, la elevación de las clases más
desprotegidas), ya condenando las doctrinas erróneas que se traducen prácticamente en la tiranía del
poder (sea éste ejercido en nombre de uno o en nombre de muchos) y en la esclavización del espíritu y
de la conciencia. Por esto la Iglesia legítimamente condenó y condena el totalitarismo cesarista,
comunista y demagógico, porque todo totalitarismo político niega la misión y la libertad de la Iglesia y.
sacrifica los derechos de la persona en el altar del Estado, o de la clase, o del pueblo. Condenándolo, la
Iglesia no afirma sólo su derecho y deber de denunciar el error, sino que al mismo tiempo defiende la
libertad y la dignidad humana. Ni sorprenda el que se hable de tiranía ejercida en nombre de muchos, la
mayoría incluso. Todo es tiranía cuando se niegan los derechos esenciales de la persona humana y la
libertad de la Iglesia, La ofensa a la justicia y al derecho no deja de ser ofensa por hacerse en nombre de
la mayoría..., cuando se hace de la voluntad popular un absoluto (quiere decirse, si no se reconoce a
Dios como fundamento del orden social y jurídico y, por tanto, la voluntad popular y no tiene otros
límites que ella misma), engendrase un nuevo totalitarismo".

Hay aventuras imprudentes y criminosas

Denunciando el error y el peligro, la Iglesia no procede, sin embargo, como los revolucionarios que
sacrifican locamente el presente al futuro. Más aún, cuando ella misma está herida y quejosa no grita a
las armas; ora, prosigue y espera. Ella edifica, no destruye. No rechaza el bien que posee en una
búsqueda precipitada del bien que no maduró todavía. Hay aventuras imprudentes, y hasta criminosas,
que abren el saco de los vientos sin cuidarse de contenerlos. Como ya dijimos en la nota pastoral de
enero de 1959, "es en la verdad, en el orden, en la paz donde se puede realizar la justicia sin causar
injusticia, desarrollar la libertad sin caer en el desorden, preparar el futuro sin sacrificar el presente,
conservar el bien adquirido sin caer en el estancamiento". La Iglesia confía en la eficacia de la doctrina
que enseña y en la gracia que derrama. Ella sabe que su mensaje es fuente perenne de luz y vida para el
mundo. Hay un crecimiento histórico del mundo bajo la influencia estimulante del Evangelio que ella
lleva a los hombres. "Estará siempre latente en la conciencia cristiana, afirmó el episcopado, la
inspiración dinámica, de crecimiento moral, social, político y cultural del hombre. Este crecimiento
depende de muchos factores: la ciencia, la técnica, la estructura social, la reforma legislativa; pero
depende sobre todo, como factor esencial, de la transformación cristiana de la conciencia. Lo que quiere
decir: sin Cristo en la inteligencia, en la conciencia y en la acción, la esperanza humana de paz y de amor
abortará siempre.

Votar primero por Dios

Por esto a ningún católico le es lícito aliarse, en la empresa política, con aquellos que niegan a Cristo y
quieren destruir, o por lo menos encadenar y amordazar a la Iglesia. El Santo Oficio prohibió, como es
sabido, votar no sólo a los comunistas, sino también a aquellos que se aliasen con ellos. Haciéndolo así,
los católicos no sólo traicionarían sus responsabilidades católicas, traicionarían la propia causa del
hombre. Puede y debe el católico trabajar por el progreso político social, abierto a las aspiraciones justas
de libertad, justicia, seguridad, cultura, promoción, solidaridad, como enseña la encíclica "Mater et
Magistra". Pero la orden necesaria de acción para el cristiano es ésta: primero Dios. En este momento,
para los portugueses están en juego otros valores, concretamente el de patria; pero si son justos los
preferidos, Dios no los recusa, antes los consagra. Votar por Dios y votar por todos ellos.

Es momento solemne para la vida de la nación el momento presente. El episcopado siéntese también
para Portugal corno el Papa para toda la Iglesia, "guardián y promotor de todos los valores que
contribuyen a la elevación moral y al reinado de la paz". No le pertenece, pues, a él dictar las soluciones
concretas, contingentes, institucionales que mejor sirvan, atendidas las circunstancias particulares, al
bien de la nación. Pero no puede admitir que los caminos de todos los que sinceramente quieren ver
reinar, cada vez más, entre nosotros "la justicia, la libertad y la fraternidad" (son estas tres palabras
recientísimas del Papa) no se encuentren. La consulta presente al país debería ser para todos ocasión de
examen de conciencia y de esfuerzo sincero, entendimiento y concordia. Y por la paz, por la unión y por
el progreso de Portugal, que ardientemente suplica el episcopado.

DEBERES INMUTABLES EN UN MUNDO CAMBIANTE

Episcopado de Estados Unidos

DECLARACIÓN COLECTIVA DEL EPISCOPADO DE ESTADOS UNIDOS

(Texto español de "Ecclesia" del 16 de diciembre de 1961)

Los Estados Unidos tienen en sus orígenes históricos como nación hondos e inigualados motivos de
orgullo, un orgullo sano que se justifica ante los altos principios morales que inspiraron a los padres de
la patria cuando pusieron los fundamentos de nuestro Gobierno y lanzaron a la nación por el curso de su
historia.

Nuestros documentos jurídicos fundamentales, la Declaración de Independencia y la Constitución,


incluyendo sus diez enmiendas posteriores, imprimieron en nosotros el carácter de una nación regida
por los principios de la ley moral.
Esos principios, y las creencias religiosas que los inspiran, continúan siendo la guía de nuestro pueblo en
su desarrollo nacional. Cuando nuestro país salía de la infancia para entrar en una juventud vigorosa, el
escritor De Tocqueville apuntaba en su tan leída obra Democracia en América.

"La religión en los Estados Unidos no se inmiscuye directamente en el Gobierno de la Sociedad, pero aun
así debe considerársela como la primera de las, instituciones políticas. No sé si todos y cada uno de los
ciudadanos profesan su religión con sinceridad; de lo que sí estoy seguro es de que consideran que la
religión es indispensable para mantener las instituciones republicanas" (1).

(1) De Tocqueville: Democracia en América. Ediciones Vintage, vol. I, pág. 310.

En años más avanzados, al fin del siglo XIX, otro escritor europeo, James Bryce, podía escribir:

"Religión y conciencia son una fuerza constante en la comunidad americana..., no todo lo fuerte como
para evitar muchos males morales y políticos, pero capaz si de inspirar en los peores momentos a una
minoría valiente y fervorosa, que puede así detener el mal, y a la larga, vencerlo" (2).

(2) James Bryce: La Comunidad Americana. Editorial McMillan. Tercera edición, vol. II, pág. 599.

Durante el siglo actual fue un cierto sentido de responsabilidad moral lo que impulsó a Estados Unidos a
constituirse en arsenal de la defensa contra la agresión totalitaria, en granero para alimentar al mundo
que tuvo hambre y en Samaritano que ayuda a las naciones derrotadas y enemigas a levantarse en la
paz. La historia de nuestro país está generalmente imbuida de un ideal fundado en principios morales.

La falta de fe, causa del declive moral

Ha llegado el momento de confesar, sin embargo, que ese ideal como nación no descansa ya sobre el
fundamento amplio y sólido de una moral popular. Por doquier crece la ignorancia de los principios
morales y hasta el rechazo de la noción misma de moral, con lo cual se amenaza con minar las bases de
nuestra nación y, sus tradiciones más sagradas.

La evidencia de nuestro declinar moral se ve en todas partes: aumentan los crímenes, particularmente
entre la juventud; se da una publicidad sensacional a la violencia y a la sensualidad en la literatura, las
tablas, la pantalla y la televisión; descúbrense casos de avaricia y cinismo en esferas del Gobierno, del
trabajo y del mundo de los negocios; continúan con dureza los prejuicios raciales y la injusticia; se
multiplican los divorcios y se desintegra rápidamente la familia; y bajo el manto de la ciencia se oculta
un desprecio altivo y pagano del carácter sagrado de la vida humana.

Esta relajación moral no puede interpretarse como un simple aflojamiento pasajero de las costumbres,
al que seguiría una reforma moral como las experimentadas en el pasado. Las condiciones en que
vivimos son sin precedente, y por tanto, el pasado no puede ser guía segura. Incluso hay muchos
hombres que ponen en duda, cuando no llegan hasta negar, la distinción objetiva entre el bien y el mal,
y dudan de que la razón humana pueda saber con certeza lo que es bueno y lo que es malo. Con
semejante lógica se divorcian por completo de las tradiciones morales, para formar, por primera vez en
la Historia quizá, un grupo desprovisto de toda ley moral, y que, por tanto, no puede quebrantar
ninguna.

Las razones para una rebelión moral sin precedentes pueden descubrirse, en parte al menos. Del mismo
modo que los altos principios de nuestra incipiente historia encontraban su fortaleza en la religión, hoy
el rechazo de la moral se debe precisamente a la negación que los hombres hacen de Dios.

Hay aquí algo también nuevo. En el pasado hubo siempre hombres que negaron la existencia de Dios
por razones personales. Pero el ateísmo actual es más difundido y artero. Los incrédulos, que viven
como si no hubiese un Dios a quien rendir cuentas, aumentan en número, abarcan a individuos de gran
influencia, y proclaman incluso que la ausencia de Dios es un hecho científicamente probado.

Ya pueden verse las consecuencias de semejante actitud. Si no hay Dios, toda la moral tradicional
fundada en la creencia en Dios se derrumba, y la vida entera del hombre, desde sus concepciones
básicas, debe ser reorientada de nuevo.

De hecho abundan hoy los seres humanos que viven sin Dios ni religión, confinados a un pedestal que
ellos mismos fabricaron, a la deriva de unas normas morales creadas por su capricho, pretendiendo
decidir, ante la fuerza de los hechos, cuál es el bien y cuál el mal, y distinguir, según su criterio mudable,
lo bueno de lo malo.

En su emancipación moderna, el hombre de nuestro tiempo ha pretendido asentar su confianza en la


ciencia puramente física. Si bien los enemigos de la religión y de la moral hacen de las ciencias arma
favorita de su ataque, lo cierto es que éstas no prestan de por sí el más mínimo argumento contra la
religión. Oigamos a un sabio eminente, el doctor Vannevar Bush:

"La ciencia no excluye a la fe..., ni demuestra un materialismo abrupto, porque no puede enseñar más
allá de sus propias limitaciones, precisamente impuestas por la ciencia misma" (3).

(3) Vannevar Bush: Armamento Moderno y Hombres Libres, 1949, pág. 78. El doctor Bush, ingeniero en electricidad y profesor
en las principales Universidades de Estados Unidos, tiene una larga carrera de servicios al país con sus investigaciones, inventos
y libros.

Lo que pasa es que quienes hacen de la ciencia su culto y su credo, no comparten la humildad del
verdadero hombre de ciencia; y en cambio se erigen, con un aire invencible de autoridad y autobombo,
en maestros de un "cientismo" que niega a Dios y se burla de la ley moral. Y desde posiciones
estratégicas —en escuelas y universidades, en obras de literatura y en trabajos de periodismo, con todos
los medios modernos de comunicación a su alcance— estos académicos de la incredulidad logran
contagiar con su doctrina a millares de espíritus débiles y desorientados.

Culpabilidad de la difusión y escuela laica


Insistimos en este punto. Los medios modernos de comunicación y difusión han contribuido
enormemente a la crisis moral de nuestros días, al desparramar por doquier la incredulidad y la rebelión
contra la moral tradicional. No negamos que la llamada industria de la difusión, gracias a la orientación
responsable de no pocos de sus dirigentes, ha hecho un aporte valioso al bien común; pero es evidente
que también ha impuesto sobre las modernas generaciones el pernicioso culto de "la imagen superficial"
de las cosas. Ocultos tras cataratas de publicidad, los creadores y manipuladores de "ideas-piloto", los
"magos de la persuasión", han hecho del público una víctima de esa imagen.

De este modo importa poco si la idea es cierta o no; lo que cuenta es la impresión que causa en las
masas su "imagen". El resultado es que la facultad de discernimiento del hombre queda nublada, fuera
de foco, a merced de los que procuran que individuos y naciones, convertidos en pantalla que reciben la
imagen proyectada, acepten esta propaganda rosada; y sus autores sólo miden el grado de su bondad
según sirva o no para vender más productos, ganar más votos o torcer voluntades en apoyo de
proyectos o impuestos.

La educación popular comparte también la culpa de la crisis moral en nuestro país. En sus orígenes, no
había la menor intención de excluir ni a la religión ni a la moral del horario de unas escuelas sostenidas
con los impuestos de un pueblo creyente. Ha sido la pluralidad de religiones y la creciente coerción del
laicismo lo que vino a producir una escuela sin religión. Era ilusorio que semejante educación pudiera
inculcar en la juventud de Estados Unidos firmes convicciones morales (a no ser que las reciban del
hogar o la parroquia). El resultado es que nuestra sociedad se enfrenta ahora al problema que ofrecen
esas muchedumbres de jóvenes carentes casi por completo de creencias religiosas y de orientación
moral, y que causan una justificada preocupación en todas las clases y en todas las regiones de nuestro
país.

Tras todas estas tendencias, a manera de mancha de aceite que impregna a nuestra moderna sociedad,
aparece la influencia del laicismo, cuyo móvil es excluir a Dios de la vida pública y privada de los
ciudadanos y en su lugar plantar los caprichos de la naturaleza humana.

Ese laicismo, que nació en la orgullosa era de la razón del siglo XVIII, que deriva su gran impulso de la
Revolución francesa, y que fue adoptado y cultivado por el liberalismo del siglo XIX, se convirtió y sigue
siendo la marca principal de nuestra sociedad moderna.

Bajo su influencia acomodaticia, los hombres no tienen que negar a Dios formalmente, e incluso pueden
en ocasiones solemnes mencionar su nombre; pero otra cosa es la práctica, en que simplemente ignoran
su existencia. De igual modo, no niegan tampoco los principios morales, y hasta los elogian con los
labios; pero los desprecian en la conducta y los reducen a conceptos oscuros e ineficaces. Así acaban por
no aceptar más sanciones que las que impone el mal o buen gusto del individuo, o la llamada opinión
pública, o el poder del Estado.

Resultado principal de semejante influencia ha sido una apatía moral que contagia a todos los sectores
de la vida nacional, incluso a aquellos que no quisieran conscientemente ignorar las normas morales: lo
vemos en esos ciudadanos a quienes no importa renunciar al derecho del voto, y no lo ejercen; en esos
funcionarios públicos que sólo se preocupan por el qué dirán —es decir, la "imagen" que de ellos tenga
el pueblo— y por mantenerse en el Poder; en esos dirigentes sindicales, en esa masa obrera, en esos
industriales que persiguen sus intereses egoístas antes que ceder ante las exigencias del bien común y
de la seguridad de la patria.

Examen de conciencia

Queremos advertir que por ingratas que sean estas debilidades, el hecho de denunciarlas no ha de servir
a los enemigos de nuestra nación, porque precisamente uno de los signos de nuestra vitalidad y de
nuestra tradición es el examen sincero de conciencia, el detenernos de tiempo en tiempo a valorar
nuestra condición moral. En una dictadura esto es imposible. En una democracia, esta pausa es una
necesidad constante.

El hecho es que la apatía que señalamos, y la laxitud moral, contradicen la más rica tradición de Estados
Unidos. Un pueblo con raíces morales como el nuestro tiene como característica el guiarse por normas
morales y reaccionar vigorosamente ante la consigna moral cuando atraviesa períodos de abandono.
Nuestras mejores tradiciones, lo repetimos, se fundamentan en principios e ideales morales y debemos
ser consecuentes con ellos.

La obligación de impulsar un retorno es mayor, para nosotros, los creyentes.

¿Cuáles son, pues, nuestros deberes?

En el mundo de nuestros días el primer deber es hablar, manifestar nuestra abierta profesión en la fe
religiosa y en las convicciones morales, para así contribuir a reafirmar la moral como fundamento de
nuestra nación, tanto en su grandeza pasada como en sus aspiraciones futuras.

Debemos demostrar: debidamente preparados, la falsedad del "cientismo", el vacío y la futilidad del
culto de "la imagen superficial", el efecto corrosiva del laicismo en los individuos y en la sociedad. Y,
sobre todo, debemos reconocer y afirmar el papel esencial que desempeñan la religión y la moral en la
formación de la personalidad humana, si hemos de sobrevivir como un pueblo fiel a las normas morales.

Pero por encima de todas estas cosas, la condición de nuestro tiempo exige que seamos testigos
personales, con nuestros pensamientos, palabras y actos, de la viva eficacia de esos principios morales,
inspirados por la religión.
Ante un mundo que desprecia la obligación del individuo debemos demostrar la responsabilidad
personal, una responsabilidad trascendente ante Dios, por todos los actos y actitudes; un rendir de
cuentas de cada alma, por sí, por sus deberes con la familia, la sociedad y la nación.

Y en particular, debemos demostrar con nuestras enseñanzas, con nuestra influencia y con nuestra
conducta, que una sociedad depende, para su salud, de los principios que rigen, la vida de sus familias:
la unidad y santidad del matrimonio, el deber y la autoridad de los padres, la obediencia y reverencia de
los hijos.

Como cristianos educados en el santo temor de Dios, debemos dar testimonio no sólo de las normas que
rigen nuestra vida individual y familiar, sino también de aquellos principios que se aplican a las demás
relaciones sociales del hombre.

El Papa Juan XXIII acaba de recordar a los católicos esta obligación:

"Las enseñanzas sociales proclamadas por la Iglesia no pueden separarse de sus enseñanzas
tradicionales con respecto a la vida del hombre."

Las normas de justicia que enseñan las grandes encíclicas sociales de los Papas en los últimos setenta
años son ante todo principios vitales de carácter moral, íntimamente ligados a los principios de moral
individual. Tenemos, pues, el grave deber de conocer esos principios, por la lectura y el estudio, la
reflexión y la plegaria. Pero también tenemos la obligación de ponerlos en acción:

"Las normas sociales de toda clase no sólo han de explicarse, sino también aplicarse, y esto vale sobre
todo cuando se trata de las enseñanzas de la Iglesia sobre la cuestión social, enseñanzas que tienen a la
verdad por guía y a la justicia por meta, siempre alimentadas como fuerza impulsora par la caridad" (4).

(4) Mater et Magistra. Editorial NCWC, 1961, núms. 222 y 226.

Debemos, pues, hacer que la influencia moral de estos principios prevalezca en toda la sociedad y en
todas sus instituciones. El trabajador debe proclamar esos principios en las reuniones del sindicato, para
aplicarlos; el industrial debe llevarlos al mundo de la producción y los negocios; el maestro, a su clase; el
padre, a su hogar; todos, en fin, a la esfera en que se mueven.

Solamente así pueden los creyentes ser levadura de los demás Nombres en la formación de tina
"mentalidad pública" que acepte libremente la paternidad de Dios y la vigencia de la ley moral.

Reconocemos que en semejante empresa de reconstruir los fundamentos religiosos y morales de


Estados Unidos existe una dificultad especial, hija del carácter pluralista de nuestra sociedad. Somos un
pueblo de diversas creencias religiosas, de diversas razas y orígenes, y, por tanto, expuesto siempre a
tensiones e incomprensiones internas.

Pero esas diferencias no pueden ser una valla inexpugnable en nuestros esfuerzos por la paz y la
cooperación si nos mantenemos fieles a los principios morales ya reconocidos como fundamento de
nuestras tradiciones y los completamos con la justicia y la caridad. Y esto vale para la cuestión racial que
sigue abrumando a nuestro país, como vale para muchos otros problemas que nos dividen.

Particular responsabilidad de Estados Unidos

Con todo, nuestra responsabilidad moral va más allá del círculo limitado de nuestras vidas, más allá del
territorio circunscrito por nuestras fronteras. Nuestro interés y nuestra obligación han de ser
universales, y al decir universales debemos incluir al espacio inexplorado.

Durante los años de su infancia, nuestra nación —joven en su libertad y confiada en la nobleza de sus
ideales— se convirtió en ejemplo e inspiración para otros pueblos que, sufriendo ataduras, anhelaban
también la libertad. Y así pueblo tras pueblo, alentado por el buen suceso de nuestra lucha, arrojó las
cadenas para proclamar su independencia.

Por otra parte, millones de emigrantes acudieron a nuestras playas en busca de un refugio de esperanza
y emancipación. Y hoy las naciones jóvenes de los viejos continentes, y algunas de las antiguas,
empobrecidas, nos buscan para que les ayudemos materialmente. La mayoría ha recibido una pronta
ayuda.

Pero lo que los pueblos en desarrollo anhelan sobre todo, porque son necesidades más profundas que el
simple socorro material, es que demos prueba positiva de nuestra comprensión hacia ellas.

Quieren, ante todo, el reconocimiento de su dignidad, como individuos y como naciones. Anhelan
poseer los conocimientos y la habilidad técnica que les permita valerse a sí mismos. Buscan la
orientación que da la fe y el aliento que da la esperanza; quieren, y deben tener, un tesoro de ideales
espirituales y una vigorosa dirección espiritual.

Saben que nuestra libertad en este país nació, en gran parte, de ideales religiosos y morales; por eso
debemos darles el ejemplo y la inspiración para que esas naciones también levanten su vida soberana
sobre los fundamentos de la religión y la moral, si es que hemos de contribuir positivamente a que
logren ellas sus metas.

Entre tanto, abramos nuestros corazones y nuestros hogares a quienes llegan a nuestros lares;
abrámosles nuestras escuelas y Universidades, y enviemos nuestros hijos a sus tierras, para ayudarles.

Todo esto debemos hacerlo, no como simples gestos para neutralizar al comunismo, sino movidos por la
dignidad esencial de esos pueblos y como expresión de nuestra ley suprema de amor a Dios y amor al
prójimo.

Si bien hemos titubeado a veces en nuestra historia, y los regímenes comunistas han aprovechado
nuestros errores humanos para atizar falsos ideales y despertar esperanzas relucientes, pero vanas, no
es esto razón para que desesperemos creyendo que hemos perdido la hora de la oportunidad.
Porque esa hora no ha pasado; precisamente suena en estos momentos, en que las fuerzas de la
libertad y las fuerzas de la tiranía se preparan para una lucha decisiva.

La fortaleza de Estados Unidos, un don de la divina providencia, fue concedida a nuestra nación
precisamente para esta hora: para que la libertad no fracase.

Pero para que logre su verdadero propósito el ejercicio de nuestra fortaleza nacional, debe guiarse por
los principios que le dieron origen, aplicándolos tanto a las cuestiones nacionales como a las
internacionales.

Solamente seremos merecedores del papel que la Historia nos depara en la conducción del mundo si
estamos dispuestos a comprometer "nuestras vidas, nuestras fortunas y nuestro honor sagrado" en
defensa del bien.

Cuando la nación parece abrumada por los fracasos, cuando abunda la tentación de desesperar, los
creyentes tienen el deber especial de mantener viva en sus corazones, y en los corazones de los
hombres libres, la llama inmortal de la esperanza verdadera.

Esa esperanza no es, con todo, la de un mundo utópico de total bienestar material para los hombres,
aunque confiamos en que la ciencia y la tecnología se empleen para eliminar la pobreza, el hambre y las
enfermedades. No esperamos, siquiera, un mundo moral y socialmente perfecto.

Lo que esperamos es un mundo en que los hombres, aunque imperfectos, acepten el reino de Dios: un
reino en que se reconocen los principios de la ley natural y de la doctrina cristiana como norma del juicio
moral de los individuos y de los pueblos, y como fundamento del orden social. Si así lo lográramos ante
la condición actual de la sociedad, no habrá un solo problema, no importa de qué magnitud, que no
tenga una solución razonable y, a la larga, satisfactoria.

Para terminar, reiteramos que el cristianismo de nuestro tiempo debe tener un profundo sentido de
misión apostólica que le mueva a dar testimonio de su fe religiosa y de sus convicciones morales, como
lo hacían los primeros cristianos, con sus actos, con su palabra y hasta con su martirio. Tal fue el
programa de acción de San Pablo y el programa de acción de San Agustín. Como San Pablo, nos
enfrentamos a un mundo pagano en su mayoría; como San Agustín, presenciamos la avalancha de los
bárbaros. Como los dos, debemos proclamar, impertérritos, nuestra fe en Cristo.

De esta manera seremos fieles a nuestro deber como cristianos de conservar el orden moral establecido
por Dios como norma de la conducta del hombre. Sólo así podremos salvar también las tradiciones
morales y religiosas de la patria en que nacimos y sin las cuales esta nación no puede sobrevivir jamás.

Junta Administrativa, National Catholic

Welfare Conference
LA CARIDAD POLÍTICA

Ponencia de Fernando Ruiz Hebrard en la I Reunión de los Amigos de La Ciudad Católica, celebrada los
días 22 y 23 de abril de 1961 en el Monasterio de Santa María del Paular

Afirmaciones preliminares

No para quien hoy me escuche, sino para aquellos que mañana eventualmente me lean, interesa en el
remate de esta Primera Asamblea de La Ciudad Católica en España, dejar sentadas muy claras las
siguientes afirmaciones

1º No somos un partido político ni, colectivamente, estamos ni estaremos nunca vinculados a ninguna
ideología temporal.

2º La Ciudad Católica aspira a facilitar los medios y el camino para una formación política individual,
auténtica y totalmente cristiana.

3º La Ciudad Católica, por su finalidad constructiva y su sentido de perdurabilidad, se sitúa por encima y
más allá de la política concreta y aplicada, actual o futura, encarnada en personas, partidos o sistemas.

4º Sobre la base de la moral y el dogma cristianos y católicos, La Ciudad Católica tiene, y siente, como la
Iglesia, el deber de su universalidad.

5º Aspiramos a lograr en nuestra Patria, y en cada Patria, una realidad cristiana, colectiva y eficiente, por
la suma y la influencia de las conciencias individuales con espíritu y formación de Ciudad Católica.

La Caridad

Tres mandamientos de amor a Dios, y siete de amor al prójimo.

Todo el Decálogo es caridad.

Pero en la divisoria entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, Dios se hace concreto: la respuesta de
Cristo al Doctor de la Ley referente a cuál fuese el primer y más importante mandamiento, es análoga en
los Sinópticos cuando se contrae al amor de Dios, pero literal en los tres Evangelios cuando establece
con renovada doctrina específica el "amarás al prójimo como a ti mismo". El precepto estaba vigente
desde el Sinaí, y ya en el Levítico aparecen como de Yahvéh, en sus ordenaciones a Moisés, las mismas
palabras con que Cristo, mil quinientos o dos mil años después, revalidaría el mandato que la
corrupción, las idolatrías, las guerras y las cautividades del Pueblo elegido, junto con la evolutiva
interpretación capciosa e interesada luego de las Sagradas Escrituras, habían desvirtuado.

"En estos dos mandamientos —el del amor a Dios y el del amor al prójimo, sigue el Señor en San Mateo
— se contiene toda la Ley y los Profetas."

Nos hallamos en presencia de dos imperativos absolutos y tajantes de Cristo.

Dos imperativos en los que se entraña la razón de nuestra vida con posibilidades divinas y eternas. Pero,
¿son, efectivamente, imperativos para nosotros? En teoría y de cara a Dios, el "amarle con todo nuestro
corazón, con toda nuestra alma, con todas nuestras fuerzas y con toda nuestra mente"... quizás.
Referido al prójimo en el "amarle como a nosotros mismos", ¿también?

No es momento aquí, ni ahora, para íntimos exámenes. Pero os invito insistentemente a que ante Dios,
y aprovechando la circunstancia actual, ahondéis en vuestro corazón y en vuestra postura en relación
con el amor, y de manera expresa en relación con el amor al prójimo en dimensión y calidad.

Porque el tema de la Ponencia implica en su enunciado, y lleva en su intención el amor al prójimo, y a él


concretamente, sin que por ello pierda su divino y vital engarce, hemos de referirnos poco menos que
de manera constante.

El imperativo implícito de las Tablas, explícitamente glosado por Yahvéh, como hemos dicho, en el
Levítico, asomando luego en muchos versículos de los libros Sapienciales y exaltado directa o
indirectamente por los Profetas, merece de Cristo el título de "Mandamiento nuevo". También hoy, si
volviera, sería novedad para los hombres, porque el orgullo, la ambición y el egoísmo lo relegaron poco
menos que al olvido o a la pura teoría inoperante.

Se trata de amar al Prójimo.

Pero se trata de amarle como a nosotros mismos.

Más aún: el Mandamiento nuevo se define tremendamente en el maravilloso y entrañable Sermón de la


Cena, testamento del Señor, cuando reitera: "Este es mi precepto: que os améis unos a otros, como yo
os he alnado".

Y todavía, en la Oración Sacerdotal con que culmina, momentos antes de su última singladura humana,
Cristo, dirigiéndose al Padre, dice: "No ruego por éstos solamente, sino también por los que crean en mi
por medio de su palabra; que todos sean uno —por el amor— como tú, Padre, en mí y. yo en ti, para
que el mundo crea que tú me enviaste".
Desde el Sermón de la Montaña, en el que Jesucristo proclamó la Ley fundamental evangélica y
promulgó la bienaventuranza de los pacíficos y los misericordiosos para con su prójimo, hasta la última
noche de su vida mortal, la doctrina del amor se ha ido definiendo. Su perfil es neto, y su dimensión es
Dios.

Amar al prójimo como a nosotros mismos parece establecer ya el mandamiento con valor de plenitud
absoluta, o peco menos. Rebasa ampliamente el contenido evangélico del refrán cuya realidad seria ya
de por si maravillosa —"No quieras para los demás lo que no quieras para ti"— para llevarle al terreno
positivo de hacernos compartir con los demás lo que para nosotros ambicionamos. Que queramos la paz
y la verdad y el bienestar, pero con la condición de que queramos y busquemos el hacerlos posibles
también para los otros. Nunca para egoísta satisfacción exclusiva, y menos aún a costa de nadie. Bien
entendido que el "como a nosotros mismos" no implica en modo alguno la meta de ilusorias igualdades
terrenales, porque cada clase social, cada estamento, cada profesión o situación, está sujeta, por
voluntad de Dios, a un coeficiente, distinto y bastante para cifrar y centrar su legítima felicidad material.

Si de verdad amáramos como a nosotros mismos habría quizás menos ricos, pero habría, seguro, menos
pobres. Y menos tristezas. Y menos odios también.

Aun a título de inciso en este punto: ¿Tenemos resuelto el problema moral y gravemente obligatorio de
cuál deba ser, en porcentaje de números sobre nuestros bienes y nuestros ingresos, el importe
periódico de nuestra caridad —limosna para los pobres y los necesitados? ¿Igualmente, para con los
servicios del culto y la subsistencia de los Ministros de Dios? Vamos a no creernos cumplidos con la
caridad, cuando a lo mejor estamos en deuda aún con la justicia.

Dios es amor. Y Cristo es Dios. La Redención es la máxima expresión —humana y divina— del infinito
amos. Y nadie ama en mayor grado que "aquél que da la vida por sus amigos". El amor al prójimo, en la
hora suprema de la última Cena; ensancha aún sus fronteras, y Cristo, el que va a morir por amor y no
por amor al prójimo, que en cierto modo entraña paridad, sino por amor a sus criaturas, pecadoras,
ingratas y rebeldes además, quiere que nuestro mutuo amor sea "como El nos. ha amado". Y pues nos
amó con amor infinito en cuanto. Dios y con amor hasta la muerte en cuanto hombre, la lógica nos lleva
al amor total, porque nuestro todo, en nuestra humana condición es la Medida que más cerca quedar
del infinito.

La primera manifestación del amor es la inclinación hacia el objeto amado, y la inclinación es la


tendencia que culmina en el ápice de la unidad. Cristo, además de nuestro amor al prójimo como a
nosotros mismos, y además de un amor como el que El nos tuvo, quiere que nos consumemos en la
unidad por el amor, "como tú, Padre, en mí y yo en ti", y el galardón de nuestra unidad es el derecho de
justificarle y acreditarle como Dios, Hijo del Padre, ante el mundo. "Para que el mundo crea —ante
nuestra unidad consumada por el amor— que Tú me enviaste". En cierto modo, pues, la fe de muchos
hombres y lo útil o lo inútil para el mundo del Sacrificio redentor de Cristo, radica y depende de nuestro
testimonio por la unidad en el amor. Pensadlo. Y recordadlo.
Permitidme una aclaración para mejor situaros: no quisiera que ni hasta aquí, ni luego, pudieseis
considerar que el tema está tratado desde un prisma excesivamente espiritual. En primer lugar, el
Evangelio es el libro más profundamente humano que existe.

Además, hablo a cristianos en el amplio y profundo sentido de "Hombres de Cristo". Miembros vivos del
Cuerpo místico y, real o potencialmente, con vida interior y formación espiritual, por lo menos los
dirigentes, los embriones de futuras células, los elementos responsables del mañana de La Ciudad
Católica en nuestra Patria.

En este aspecto, me sirve de ejemplo —y de envidia— la Cité Catholique de Francia, muchísimos de


cuyos integrantes han pasado —y algunos repetidamente— por el crisol de una Casa de Ejercicios. Y me
sirve también de profunda satisfacción personal —en mi calidad de militante de los tiempos heroicos del
Padre Vallet en su Obra de los Ejercicios Parroquiales, nacida en mi tierra catalana— el saber que las
primeras inquietudes e inspiraciones de la Cité Catholique se gestaron en Ejercicios.

¿Para cuándo nuestra primera tanda?

Volvamos al tema.

Es evidente que en la caridad, y más concretamente en la caridad para con el prójimo, ha de existir una
graduación por lo mismo que existe una jerarquía de bienes y que nuestra obligación está en proporción
directa con la importancia de los bienes a que se refiere y con su grado de necesidad. En este sentido,
Santo Tomás confirma expresamente que "el bien sobrenatural de un solo individuo es mayor y vale más
que el bien natural de todo el Universo". Consiguientemente, añadimos —por vía de corolario—: ni la
más mínima entre las mínimas transgresiones de la Ley se justifica, aunque con ella, por ejemplo,
evitáramos una guerra mundial. Sin tremendismo y sin mojigatería: en auténtica puridad teológica.

En orden a los bienes temporales, la lógica nos permite afirmar, que el bien común queda por encima
del bien particular, tanto como el bien del alma está por encima del bien del cuerpo y, el de éste, por
encima de los bienes exteriores.

Desde la inhibición al heroísmo, es largo el camino y múltiples los grados. Pero existe una doctrina y un
mandato, como existen la gracia y la oración, y la certeza de que Dios no ha de fallarnos.

La Política

Nuestra presencia en esta primera Asamblea de La Ciudad Católica constituye una afirmación expresa: la
de nuestra voluntad de intervención personal con nuestro credo en la política de España.

Intervención directa o indirecta. Inmediata o diferida. En cualquier caso, individual.


El Estado y los Gobernantes son católicos. Son católicas las leyes. Existe un Concordato. Los organismos
y las estructuras oficiales son de base católica. Y vivimos en la paz y la tranquilidad material.

¿En qué se funda, pues, nuestro afán y nuestra inquietud por una nueva postura incorporada, ajena al
cómodo inhibicionismo general?

España fue difícil. Nos movíamos en ella —en el terreno político principalmente y referido a períodos
anteriores al 36— a impulso de sentimientos más que de convicciones. Por pasiones más que por
formación. Por simpatías o antipatías más que por ideales. Y sobre la base de estas antinomias —que se
vitalizaban a través de una forma democrática más o menos sincera, pero sin la primera materia del
hombre suficiente— fuimos durante años campo abonado para todas las demagogias y víctimas, en la
época de la República, de la pendulación cada vez más amplia de los gobiernos y los partidos
sucesivamente opuestos, triunfantes en cada legislatura, hasta el estallido que nos llevó, por el camino
de la guerra, a la paz de 1939.

Y el péndulo... ¡pudo quedar en un extremo!

¿Estamos hoy, al margen de apariencias y manifestaciones externas, mejor que entonces en lo que al
factor hombre se refiere? Aludimos, claro está, a la masa: y al contenido y virtualidad de su doctrina en
orden a la política y a la Patria, al cristianismo y a la Iglesia.

Otro motivo innegable que justifica también nuestra existencia y nuestra acción ha de ser el "mea culpa"
por tanto tiempo sin oír la voz de Roma "para reconstruir todo un mundo, desde sus cimientos, para
transformarlo de salvaje en humano y de humano en divino", para "detener en el camino de su ruina,
por derroteros que conducen al abismo, almas y cuerpos, buenos y malos, civilizaciones y pueblos", con
el macabro cortejo por nuestras calles y plazas, de almas muertas o agonizantes" (Pío XII). Por tanto
tiempo sin atender a los sucesivos llamamientos de sucesivos Pontífices urgiéndonos "como deber
sagrado" para la instauración del Reinado social de Cristo, como necesidad y como remedio supremos
de la época.

Por remordimiento de nuestro pecado de omisión y de egoísmo.

¿Bastan ya estos argumentos para justificación?

Dejadme que añada otro, más intimo y personal, seguramente compartido. "Porque hay algo que no nos
gusta." Y no nos gusta porque no nos basta. No nos bastan las etiquetas ni nos convencen las ilusiones.
Ni nos basta el catolicismo y el patriotismo excesivamente minoritarios para adjetivo nacional.

¿Tiempo perdido? ¿Esfuerzos y tanteos baldíos? Nos consuela y nos esperanza la parábola de los
trabajadores de la viña en la última hora. Y el saber, en un terreno si queréis espiritualmente utilitario,
que nuestro deber está en luchar honradamente y que el triunfo es, en último caso, cuestión en manos y
a voluntad de Dios.

Cada uno se ha encontrado a sí mismo en La Ciudad Católica, y en ella y en la vocación y la idiosincrasia


personal radica la índole específica —intervención directa o indirecta, inmediata o diferida— de nuestra
futura acción en lo concreto de la política de España. De esta política, arte de gobernar en orden al bien
común, que actualmente entre nosotros presenta perfil distinto al que ofrece en otros países donde
también La Ciudad Católica se hizo realidad. No entro en si es mejor o peor, ni en si es merecido o
necesario. Me limito a señalar que es distinto, y a deducir en consecuencia que algunas —pocas o
muchas— de las que pueden ser normas prácticas más allá de las fronteras, quedarán en pura teoría
eventual para nosotros. Pero la doctrina, aquí y allí, es una y la misma, permanente e inmutable.

La Ciudad Católica tiene por objeto la aplicación integral del Nuevo Testamento y de las enseñanzas y
ordenaciones que de él derivan a la política en el que yo me atrevería a llamar primer ensayo
fundamental con garantía de efectividad después de veinte siglos. "Nunca se ha hecho nada eficaz y
verdaderamente profundo en la Historia sin una previa e intensa formación del hombre. Caballeros
auténticos, apóstoles incansables, hombres ardientes que dondequiera que vayan y sea cual sea el
movimiento a que pertenecen dejan siempre tras sí como una estela de luz y de verdad. Seglares
decididos y conscientes de sus responsabilidades. Católicos en su vida privada, pero católicos también
en su posición y en sus actos. Católicos de corazón. Católicos prudentes, decididos a soportar
situaciones de hecho mientras Dios lo quiera, pero decididos a no regatear esfuerzo ni sacrificio alguno",
cuando a Dios no vayan. (Verbe, núm. 89, págs. 4 y 5).

Que no se nos diga que la falta actual del juego político de los partidos enerva nuestra acción.

Que no se nos tache de enemigos de nada ni de nadie.

Que no se nos arguya que lo que pretendemos ya existe, ni se nos acuse de que venimos a crear
dificultades con exigencias y puritanismos fuera de lugar y tiempo.

Todo lo que sea concordante con nosotros, lo queremos mejor, más sólido, más profundo y duradero.
Cimentado no en intereses ni conveniencias ni ideales, que son y pueden ser muy útiles y muy dignos,
sino en cristianismo, que es la dignidad y la utilidad máximas y la justificación total.

Por nuestra doctrina de Ciudad Católica y nuestro método podemos y queremos ser el refuerzo para hoy
y la previsión cierta para mañana.

Caridad Política

"Identificados en lo fundamental y conviviendo en lo accesorio." Este es el signo de nuestra mutua


relación en La Ciudad Católica.

En lo accesorio puede empezar ya el deber de caridad mínimamente necesaria, porque encarnen en


personas o partidos o formas y sistemas de gobierno diferentes las simpatías o las convicciones y los
ideales con motivación opinable y humana de cada uno de nosotros, situándonos hipotética, pero no
impasiblemente, en campos políticos distintas. ¡Y ojalá, añado, que en cada campo hubiese directivos y
militantes influyentes con espíritu y formación de Ciudad Católica!

No ha de ser fácil, generalizando ya, la aplicación de la caridad a la política por los españoles, ni en la
postura, ni en el juicio, ni en el diálogo, ni en la acción. Si al factor temperamental, apasionado y
vehemente le sumamos el que se sepa o se crea pisando terreno firme en la doctrina... o le sumáis la
exasperación de sentirse dialécticamente acorralado… o la ambición o la falta de escrúpulos...

Los que como yo habéis rebasado el medio siglo recordaréis sin duda las atrocidades que pudimos llegar
a leer durante la República en los periódicos y a soportar en los mítines y a escuchar en el Congreso
cuando por la prensa y la tribuna y el escario andaba suelto el español metido a político.

Y dejo exprofeso fuera de comentario el exacerbamiento monstruoso de la época de la guerra.

No obstante, también entonces el imperativo de la caridad estaba tan vigente como hoy y como
siempre. De una caridad en todos los terrenos. En el político también.

¿Cómo ha de ser la caridad política, nuestra caridad política?

Sin desdecir ni una coma de la glosa inicial en cuanto a dimensión y calidad, vamos a tratar de perfilar un
poco su contorno para mejor adaptarla a una postura y una acción específicamente nuestras.

La caridad es perfecta y obligadamente compatible con las cuatro virtudes cardinales. El límite de esta
compatibilidad vendrá definido siempre por la verdad y, en lo personal, por la abnegación. La justicia
deja de serlo en la lenidad. La prudencia en la indignidad. Etc...

"La letra mata y el espíritu vivifica." "Seguramente no debe tomarse al pie de la letra el precepto de
presentar la mejilla izquierda a quien nos golpee en la derecha, ni abandonar la capa a quien nos robe la
túnica." Es más la disposición interior lo que se requiere que la ejecución literal, como lo comprendió
muy bien San Agustín, pues "si nuestra renuncia tuviese por efecto exasperar al agresor o volverlo aún
más soberbio e intratable en lugar de calmarle y hacerle ver la razón, la caridad misma nos dictaría tina
táctica contraria. Prestar, por ejemplo, a quien nos pida y todo cuanto nos pida puede contribuir a veces
a fomentar perezas o prodigalidades." "No olvidemos tampoco que esta regla de perfección reza con el
individuo en sus conflictos particulares, pero no con la Sociedad, que debe velar siempre, aun con la
fuerza, por la Justicia y el Derecho" (Jesucristo, su vida, su doctrina y su obra, Ferdinand Prat, pág. 250).

La caridad es consubstancial con la verdad. Por eso, Cristo, esencia del amor, pudo llamar raza de
víboras a los fariseos, y arremeter contra los mercaderes del Templo y señalar el traidor a Juan en el
Cenáculo, sin desmentirse.

No quiero cansaros con más consideraciones.

Concretando:

1º Nuestra caridad política personal ha de, ser sincera. Con sinceridad de voluntad, sino con sinceridad
de efusión. Querer amar ya es amar. El grado depende de cada caso. Pensar que en el prójimo, igual que
en nosotros, está presente Jesús por la gracia santificante, o está presente precisamente por su
ausencia, puede ayudarnos en la sinceridad y el grado de nuestra caridad. En última instancia —o en
primera— puede depender de la oración a Dios por el complemento y la verdad del amor que nos falta.

2º Ha de ser comprensiva para quienes no militen en nuestras mismas filas. También para con los afines
que no se deciden. Y más aún para los que militan en campo contrario, sin olvidar que comprensivo no
significa conmiserativo.

3º Ha de ser apostólica, discreta pero ardientemente apostólica, para el intento de añadir a la Ciudad
Católica y a su sistema a todos cuantos, correligionarios o no, sean susceptibles de comprender y vivir
nuestra doctrina. Nos interesan y caben en nuestras filas todos los "hombres de buena voluntad". Nos
interesan menos los que se acerquen por íntima reacción personal al recuerdo de pasadas hecatombes
familiares o personales. Pero nos interesan todos.

4º Ha de ser digna, pero cuidando de no confundir la dignidad con la vanidad y menos aún con el
orgullo. Sin paternalismos que molestan y ofenden a quien los sufre, pero sin innecesaria humildad, que
recrece a quien la advierte.

5º Ha de ser abnegada, sin esperar correspondencia alguna. El amor al prójimo es por amor a Dios. El
que nos corresponda, puede y debe significar para nosotros, no el premio a nuestra caridad, sino la
garantía de que supimos amar.

6º Ha de ser prudente y adecuada. Sin comprometer externamente con efusiones excesivas o


inoportunas. En el terreno político, la suspicacia y la susceptibilidad se dan pródigamente.

7º Ha de ser lógica, con fundamento "per se", o con fundamento prefabricado. Apoyando en el
convencimiento de su necesidad espiritual y material.

8º Ha de ser ordenada, en el sentido de la gradación de valores, con primacía de los espirituales por muy
poco espiritual que pueda parecernos, y hasta ser, la política en algunos casos. Con recuerdo y presencia
de que nuestra preocupación por el prójimo y por el bien común no puede, en modo alguno, inhibirnos
de nuestro deber egoísta referido a la vida eterna empezada ya desde aquí abajo.

9º Ha de ser exigente para consigo misma, hasta el límite del sacrificio máximo necesario en el generoso
empleo de los medios y facultades que Dios quiso poner a nuestro alcance.

10º Ha de ser, finalmente, cristiana. Cristiana de Cristo, vivida y practicada "por hombres de Cristo", "en
el estudio, la enseñanza, la difusión de la verdad contenida en la Doctrina social y política de la Iglesia"
para que Cristo reine en las Patrias y en el Mundo" (Verbe, núm. 106, pág. 62).

***
He llegado, prácticamente casi, al final de mi Ponencia y he llegado con la íntima satisfacción de pensar
que, por la voluntad y la paciencia con que me habéis escuchado —y que agradezco infinitamente— vais
ya bien entrenados y dispuestos para la caridad.

Quiero, no obstante, señalar que al ser el último entre los cuatro Ponentes y al haber tratado mis
compañeros de temas muy específicos, cada uno desde su campo científico y especializado, en el que
tienen función de alta docencia y hábito de definición y síntesis, me pareció oportuno pormenorizar un
poco en relación con La Ciudad Católica, no para vosotros, ciertamente, sino para quienes, como os
decía al principio, puedan interesarse mañana por ésta, nuestra Primera Asamblea, y por la Ciudad
Católica en España.

Pero hay algo más aún: a lo largo de mi exposición aletea el espíritu que anima a La Ciudad Católica,
pero no hay apenas concreción literal alguna de su doctrina respecto al tema. Olvidé, voluntariamente,
que nada menos que Jean Ousset (v. Verbe, núm. 106, pág. 55 y sigs.), en el IX Congreso Nacional de
Francia, año 1959, había sido Ponente del tema La Caridad política, orden imperativo de nuestra nación.

Resultaría insensato por mi parte el intento de coronar esta disquisición sin acogerme a tan preclara
autoridad, mayormente al haberlo glosado Ousset más directamente desde el terreno de entidad, que
es el de la Cité Catholique.

Nosotros andamos aún en los prolegómenos de la actuación, apenas nucleados los grupos de Madrid y
Barcelona, respectivamente, pero sabiendo de otros que florecieron espontáneos en el ámbito de
España.

Nuestros enemigos futuros, cuando ya La Ciudad Católica en España sea entidad operante y eficiente,
han de ser principalmente el odio, la incomprensión y la indiferencia de los que no piensen como
nosotros, de los que aleatoriamente creen pensar como nosotros y de los que se inhiben de pensar.
Ante las tres posturas —decimos "ante" y no "contra"—: los postulados de Ousset en la Ponencia que
mencionamos, empezando por la conversión del título en base de doctrina: "La caridad política en orden
imperativo de nuestra acción". El amor, la tolerancia, el entusiasmo apostólico. Desde arriba, como
consigna y como mandato y acicate, en nuestra actuación colectiva y en nuestra postura individual.

"La teología de la caridad —aduce Ousset— está en la base de cualquier proyecto y realización de
espiritualidad y de apostolado." "La teología de la caridad implica una visión cristiana integral de la
vida."

Por otra parte, San Pío X nos dice que "la doctrina católica nos enseria que el primer deber de la caridad
no está en la tolerancia de las convicciones erróneas, por sinceras que sean, ni en la indiferencia teórica
o práctica para con el error o el vicio en que vemos caer a nuestros hermanos".

Y Pío XI, luego, recordó explícitamente que "la verdadera caridad es inseparable de la verdad".

La caridad —añadimos nosotros— no es una invención: es una revelación o un descubrimiento para


nuestro destinó eterno, como para el bien común en la Patria y en las patrias.
Caridad, Verdad, Política, tienen y deben tener un enlace insoslayable. Permitidme leeros estas palabras
que, en diciembre de 1927, dirigió S. S. Pío XI a la Federación Universitaria Italiana: "Los jóvenes se
preguntan a veces si, siendo como son católicos, no deben hacer alguna política. Y después de haberse
entregado a estudios sobre este tema llegan a establecer ellos mismos las bases de la buena, de la
verdadera, de la gran política… Obrando así comprenderán y realizarán uno de los más grandes deberes
cristianos, pues cuanto más vasto e importante es el campo en el cual se puede trabajar, más imperioso
es el deber. Y tal es el terreno de la política que mira los intereses de la sociedad toda entera, y que a
este respecto es el campo de la más vasta caridad, de la caridad política, del que se puede decir que
ningún otro le es superior, salvo el de la Religión. Bajo este aspecto es como los católicos y la Iglesia,
.deben considerar la política."

Con Ousset, aún: "Si bajo el signo y a la luz de la caridad nuestra acción se muestra conforme con las
prescripciones más rigurosas de este orden del amor, permitidme señalaros que la acción que
pretendemos es no tan solo legítima, sino que puede pertenecer al haz de deberes que hoy se imponen
a los seglares cristianos, como ciudadanos directamente responsables del bien común de la Ciudad."
"Pero si fuese al contrario, si el balance resultara negativo, si el desorden, si la confusión de nuestras
actividades apareciesen como pobres y vanas en la prueba, entonces, sin miedo alguno a las palabras,
digamos sin esperar ni un solo momento que sería preciso separarnos, dispersarnos inmediatamente y
tomar la resolución de dedicarnos, en adelante, a otras actividades totalmente distintas."

De una postura a la otra va una distancia infinita y una responsabilidad tremenda.

Termino.

Hay un pasaje en el Génesis que siempre, al contrastado con cualquier actuación y posibilidad de
cristianos, me ha impresionado profundamente.

Estamos en víspera de la destrucción de Sodoma y Gomorra, cuyos pecados llegaron al cielo. Yahveh,
con dos ángeles, se aparece a Abraham y dialoga, como otras veces con él. Y le anuncia la destrucción de
las ciudades execrables. Abraham reacciona: "¿Es que vas a perder al justo con el malvado? Quizás haya
cincuenta justos en la ciudad. ¿No perdonarás al lugar, en consideración a estos cincuenta justos de su
interior?" Y Yahveh accede a la súplica del elegido como cabeza de su pueblo. Pero Abraham, poco
seguro, insiste rebajando el número de posibles justos en Sodoma. Y Yahveh accede de nuevo. La
intercesión sucesiva y la sucesiva aquiescencia continúan y queda finalmente en diez la cifra de justos
suficientes para impedir el fuego del cielo.

Cincuenta... Treinta... Diez...

No creo que el mundo de hoy le ande muy lejos en méritos negativos a Sodoma y a Gomorra.

¿Quién puede asegurar que no seamos nosotros los cincuenta, los treinta, los diez justos que basten
para la salvación de la Ciudad?
El Paular, Abril de 1961

CARTAS DE OBISPOS ESPAÑOLES SOBRE «PARA QUE EL REINE» Y «LA CIUDAD CATÓLICA»

Con motivo de la publicación en España del libro Para que El reine, de Jean Ousset, el editor ha recibido
numerosas cartas de Obispos españoles. Nos complacemos en reproducir algunas de ellas.

Del Excmo. y Emmo. Sr. Cardenal Arzobispo de Tarragona

Mi distinguido y querido amigo:

Le agradezco en el alma el envío de un ejemplar de la obra interesantísima Para que El reine, de Jean
Ousset.

Me alegro muchísimo que ella sea el texto básico para la formación de los grupos de "La Ciudad
Católica" en los principios fundamentales de nuestra Santa Madre la Iglesia.

Con una bendición muy cordial a todos los componentes de "La Ciudad Católica", se encomienda a sus
oraciones y le saluda con todo afecto en Cristo,
† BENJAMÍN, Cardenal-Arzobispo.

***

Del Excmo. y Emmo. Sr. Cardenal Arzobispo de Sevilla

Saluda y bendice

Afectuosamente a D. XX su distinguido amigo y se complace en expresarle su agradecimiento por su


amable envío del libro Para que El reine, de Jean Ousset, que acaban de editar, traducido, los
componentes de "La Ciudad Católica.

No me ha sido posible aún leer el libro, aun cuando la primera impresión es sumamente grata,
encontrando en él los principios fundamentales del orden cristiano en toda sociedad bien organizada,
muy dignos de ser conocidos por cuantos tengan alguna relación con la Política, actividades sociales y,
simplemente, alguna participación en la vida pública.

Con su felicitación y mejor afecto, queda s. s. y amigo,

José M., Cardenal-Arzobispo de Sevilla.

** *

Del Excmo. y Emmo. Sr. Arzobispo de Pamplona

Ilustrísimo señor:

He recibido el ejemplar del libro Para que El reine que me envía en nombre de los amigos españoles de
"La Ciudad Católica", que acaban de editar traducida del que escribió en francés Jean Ousset.

Ni "La Ciudad Católica" ni el libro Para que El reine es una obra corriente, y ya está suficientemente
avalada por personalidades que no precisan nuevas firmas que se sumen a sus criterios.
Pero no puedo ocultarle que me ha impresionado la lectura del libro, que ha puesto el dedo en la llaga y
presenta con claridad meridiana el modo actual de pensar, quizás muchas veces de buena fe, y hasta
subjetivamente pensando prestan un gran servicio a Dios y a su Iglesia, como San Pablo antes de su
conversión, cuando perseguía a los cristianos. Las desviaciones prácticas en el pensamiento filosófico y
teológico de algunos católicos y hasta sacerdotes en lo no esencial y dogmático y, algunas veces, el
excesivo afán de innovaciones litúrgicas so pretexto de repristinar modos antiguos, lastimando buenos
sentimientos del pueblo fiel, que sin mengua del valor que tiene la Eucaristía quiere también refugiarse
bajo el manto de la Santísima Virgen y tener de protectores a algunos Santos, tienen su origen oculto en
esos otros modos de pensar viciados por la Reforma y que se nutren del Racionalismo. Este, acuciado
por la soberbia de la razón, actúa diversamente según los campos que desea conquistar, propendiendo
siempre al materialismo, que al final será totalmente ateo e irá del brazo, en lo político, con el
socialismo y comunismo, amparados y protegidos por la masonería, que en su odio a la Iglesia y a Dios
inmolará sin compasión a su Moloc todos los valores espirituales del hombre y hasta la paz y el bienestar
de los pueblos, que al apartarse del Reino de Dios se apartan del reino de la paz, de la justicia y de la
verdad.

Creo han hecho un gran beneficio a los españoles de buena voluntad los amigos de "La Ciudad Católica"
dando a conocer ese libro, y creo es un deber nuestro recomendarlo y propagarlo. Así lo he hecho ya y
lo seguiré haciendo para que también se propague y aumente el número de los que expresamente
quieran formar parte de esa reunión de buenos españoles sin ánimo de formar partido político alguno ni
asociación o hermandad, pero que puede salvar la mentalidad y la sociedad española y católica en la
verdadera acción de nuestros días.

Con toda consideración le saluda y queda suyo affmo. s. s. en Cristo,

† ENRIQUE DELGADO, Arzobispo de Pamplona.

***

Del Excmo. y Emmo. Sr. Arzobispo de Valencia

Muy querido amigo:

He recibido, juntamente con su amable carta, el ejemplar de Para que El reine, de Jean Ousset, que ha
tenido usted la, bondad de mandarme en nombre de los amigos españoles de "La Ciudad Católica".

Lo he hojeado ya y leído algunas páginas, pues mi gran falta de tiempo me deja hacerlo de un tirón.
Me parece obra muy importante, escrita con nervio, reveladora de vasta cultura, que ahorra palabrería y
centra y sintetiza con gran acierto todo el problema del Reinado Social en Cristo.

Daré a conocer el libro en nuestro Boletín Oficial Diocesano.

Muy agradecido le quedo, bendiciéndole afectuosamente en su persona, familia y cargos.

Afmo. amigo,

† MARCELINO

***

Del Ilmo. y Rvdo. Sr. Obispo de Almería

Muy distinguido Sr. mío y estimado en Cristo:

Recibí su atenta carta (sin fecha), y algunos días después el ejemplar de la obra Para que El reine que en
ella me anunciaba.

Muy de veras agradezco este obsequio, y al mismo tiempo las noticias que me da referentes a la
finalidad de la entidad "La Ciudad Católica".

No dudo que Nuestro Señor ha de bendecir los trabajos que ustedes realicen, puesto que realmente es
tan laudable el fin que se proponen de formar doctrinalmente a sus componentes en los principios
fundamentales del Derecho Público Cristiano.

No me ha sido posible todavía leer la obra; cuando lo haya hecho, entonces procuraré complacer a
usted dándole mi opinión sobre la misma.

Me es muy grato aprovechar la ocasión para saludarle a usted y al mismo tiempo bendecirle
efusivamente, quedando suyo afmo. en Cristo,

† ALFONSO, Obispo de Almería.

***
Del Ilmo. y Rvdo. Sr. Obispo de Ávila

Muy estimado en el Señor:

A su debido tiempo recibí su amable carta, y poco después el libro Para que El reine, tan oportunamente
editado en castellano por los amigos de "La Ciudad Católica".

Parece innecesario decir que estimo oportunísima esa organización de seglares, cuyo fin nobilísimo es la
formación doctrinal de sus miembros en los principios fundamentales del Derecho Público Eclesiástico,
de suerte que contribuyan luego con su perseverante actuación a contrarrestar la perniciosa influencia
de tantos errores como invaden hoy nuestra sociedad y la de otros organismos también de signo social,
pero de tan escasa consistencia moral…

Merece amplia difusión el libro Para que El reine, que tanto puede contribuir a la genuina formación
social católica de los hombres de hoy.

Destacan en este libro: 1) La claridad, firmeza en la refutación de tantos errores de nuestro tiempo
(naturalismo, liberalismo, laicismo...); sin embargo no se contenta con la refutación de los errores, sino
que es también una apología de los valores de la sociedad cristiana y; por lo mismo, una aportación muy
valiosa a la reconstrucción del orden social cristiano en: la sociedad moderna. 2) Un amor grande a la
verdad del Evangelio y a Iglesia santa, depositaria de esta verdad. 3) Un sano optimismo en el triunfo del
reinado social de Jesucristo en el mundo.

Quiera el Señor que los nobles afanes que han inspirado (al autor y a los editores españoles) la
publicación de este libro sean pronto una espléndida realidad: el triunfo de Cristo Rey por María en la
sociedad humana.

Les bendice con señalado afecto su h. s. in C. J.,

† SANTOS, Obispo de Ávila.

***

Del Ilmo. y Rvdo. Sr. 0bispo de León

Saluda y bendice
A XX y le agradece el envío de la obra Para que El reine, de Jean Ousset, interesantísima por su eficacia
para la acción ordenada e inteligente en el puro servicio de Dios, con el conocimiento de los principios
eternos del orden social cristiano.

***

Del Ilmo. y Rvdo. Sr. Obispo de Mondoñedo-El Ferrol del Caudillo

Mi respetado amigo:

He recibido el libro de Jean Ousset titulado Para que El reine. Lo he ojeado con sumo interés y me
dispongo a leerle despacio.

Es interesante ir de la mano con el autor del citado libro y recorrer campos devastados donde todavía
están frescas las huellas del enemigo. Y es consolador detenerse en las fórmulas doctrinales de
resurrección y de vida que señala con seguridad. Tranquiliza el ánimo el ver cómo los creyentes se
aprestan a conocer más profundamente las verdades del Evangelio que triunfa y triunfará con
seguridad.

Expresándole mi gratitud y felicitaciones, le saluda y bendice su afmo. amigo,

† J. a. G., Obispo.

***

Del Ilmo. y Rvdo. Sr. Obispo de Plasencia

Distinguido señor mío:

Deseo expresarle mi agradecimiento por el envío del libro Para que El reine, con que ha tenido usted la
bondad de obsequiarme.
Lo leeré con la merecida atención cuando disponga de vagar para ello, pues en el breve vistazo que he
podido dedicarle me ha parecido apreciar en él un gran caudal de doctrina y sugerencias muy
interesantes y certeras.

Con esta ocasión me complazco en suscribirme de usted afmo. en JXto. s. s. y cap.,

† JUAN PEDRO, Obispo de Plasencia.

***

Del Ilmo. y Rvdo. Sr. Obispo de Segovia

Muy estimado en el Señor:

Habrá, sin duda, supuesto que el tardar tanto en darle las gracias por el libro de Jean Ousset, recibido
como obsequio, se ha debido a querer cumplir lo que me pedía en su carta. En efecto, lo he leído desde
el principio hasta el fin.

A las obligaciones y asuntos de un Prelado se ha unido el visitar en este tiempo treinta parroquias.
Dispense por mi tardanza y reciba mi gratitud. El juicio se lo expongo aparte por si le place publicarlo en
Verbo –ayer me llegaron los dos números–, aunque nada nuevo he de decir.

Se ofrece a usted muy ex corde, le bendice y se encomienda en sus o. su a. h. s. in c.,

† DANIEL LLORENTE.

La obra de Jean Ousset Para que El reine me ha interesado sobre manera. Es preciso que reine Jesucristo
no sólo en los individuos, sino, además, en la sociedad y en los Estados.

Muy bien expone los fundamentos la primera parte de la obra, así como la necesidad de dicho reinado
para la verdadera civilización y la paz del mundo. Constituye un valioso estudio sobre las ideas más
importantes de Derecho Público Eclesiástico: claras son las razones que desarrolla e irrefragables los
testimonios que aduce, principalmente los de los romanos pontífices.
En la segunda parte desfila ante nuestros ojos el aglomerado enorme de los que, ignorantes o perversos,
se oponen a la realeza de Cristo y su evolución histórica desde el Renacimiento hasta el naturalismo y
laicismo de nuestros días. Llega al alma el pensar en nuestras propias omisiones y negligencias.

Ante el número y empuje del enemigo necesitarnos firme esperanza en el triunfo de la Iglesia. La tercera
parte expone los motivos de confianza, para que no entre en nosotros el desaliento. Por fin, en el orden
práctico, la cuarta parte, examina los medios empleados hasta aquí en.la contienda. Y, sin negar su
valor, propone como el más eficaz la formación de células o pequeños grupos de estudio y acción que;
enlazados entre sí, constituyen la Ciudad Católica; una red de células que lleven por doquier la claridad,
exactitud y precisión a las ideas y por el influjo y contacto personal logren que en la vida pública como
en la privada domine el espíritu cristiano.

Con indicaciones muy discretas presenta la organización y funcionamiento de las referidas células,
completando el trabajo con notas acertadas y el reglamento.

Que el libro se propague, las células y redes se multipliquen y se realicen los ideales que con tanto
anhelo deseamos.

† DANIEL, Obispo de Segovia.

***

Del Ilmo. y Rvdo. Sr. Obispo de Solsona

Muy señor mío y amadísimo en Cristo:

He recibido el, libro Pala qué El reine, que ha tenido la gentileza de enviarme; Dios se lo pague.

Ya conocía la edición francesa, aunque no lo había leído íntegramente. Procuraré leerlo ahora tan
pronto me sea posible, y con mucho gusto le enviaré mi sincera opinión.

Ya sabía que existían grupos en España de "La Ciudad Católica"; y lo considero como una bendición de
Dios, porque su finalidad es admirable y necesaria.

Le bendice afectuosamente s. s. en Cristo,


VICENTE, Obispo de Solsona.

***

Del Ilmo. y Rvdo. Sr. Obispo de Vich

Un libro denso de contenido, valiente en la forma, documentadísimo y con un estilo vibrante y de


actualidad para desenmascarar los errores modernos y proponer los medios para el reinado social y
efectivo de Cristo. Propugna una doctrina de acción concreta trazando las líneas de la futura y ansiada
Ciudad Católica. Tiene el aval de prestigiosos prelados, y en sus páginas aletea aquel espíritu de trabajo
y acción animosa urgente en las actuales circunstancias de la Humanidad zarandeada por tantos
enemigos de Dios y de la Iglesia. Recomendamos la adquisición de este libro voluminoso.

† RAMÓN, Obispo de Vich.

***

Del Ilmo. y Rvdo. Sr. Obispo de Vitoria

Muy estimado en el Señor:

No he tenido tiempo más que para hojear la traducción del francés del libro de Ousset y ya he
comprobado lo hermoso que es y la bella obra que realiza la "Ciudad Católica".

Mucho agradezco la deferencia de enviarme un ejemplar, y si tengo ocasión le enviaré la solicitada


opinión sobre la obra.

Con mis mejores deseos para el feliz y fecundo desarrollo de esa organización, le saluda atentamente y
bendice,

† FRANCISCO, Obispo de Vitoria.


***

Del Ilmo. y Rvdo. Sr. Obispo de Zamora

Muy estimado en el Señor:

Con su atenta carta recibí el ejemplar de la magna obra de Jean Ousset Para que El reine y me puse a
hojearla con la intención de leerla y formarme un juicio completo de su contenido. Pero realmente es
tan densa y es tanto lo que contiene que para lograr mi propósito necesitaría un tiempo del que
actualmente no dispongo.

La impresión que he sacado es que se trata de una obra muy seriamente pensada y escrita, con una
visión muy amplia y unas consecuencias prácticas muy trascendentales. El criterio del autor aparece
firme, constante y muy recto, de suerte que no deja de extrañar encontrar hoy un escritor que enfoque
los problemas con esa decisión. Puede por ello producir gran fruto en este ambiente de desorientación
doctrinal en que vivimos.

En el próximo número del Boletín Eclesiástico se hará una breve reseña.

Agradeciéndole su atención le bendice cordialmente su afmo. en Xto.,

† EDUARDO, Obispo de Zamora.

***

Del Ilmo. y Rvdo. Obispo Auxiliar de Burgos

Muy señor mío:

Mucho agradezco su delicadeza y atención por el envío de la obra Para que El reine, de Jean Ousset,
traducida al español por los amigos de "La Ciudad Católica". Asimismo acabo de recibir los dos números
del boletín Verbo que me anunciaba en su carta y que le agradezco muy de veras.

He leído algunos capítulos de la obra; me satisface y agrada no sólo por la solidez de la doctrina, sino por
el tono valiente y optimista con que está concebida. Es de esperar que produzca abundantes y copiosos
frutos entre los lectores, que serán más numerosos a través de la reproducción en Verbo.
Aprovecho muy gustoso la ocasión para saludarle, y a la vez que reitero mi agradecimiento le bendice
con todo afecto suyo s. s. en Cristo,

DEMETRIO MANSILLA.

***

Del Ilmo. y Rvdo. Sr. Obispo Auxiliar de Madrid-Alcalá

Distinguido y muy estimado señor mío:

Acabo de recibir un ejemplar de la obra Para que El reine, cuyo envío me anunciaba usted en su atenta
carta. Sólo he podido mirar unas cuantas cosas, y puedo asegurarle que me ha causado excelente
impresión por su doctrina tan sólida, tan clara y sistemáticamente expuesta sobre materias muy básicas
y fundamentales. La leeré despacio, D. m., pero por lo pronto les felicito cordialmente y le agradezco
muy de veras el envío.

Aprovecha muy gustoso esta oportunidad para ofrecerse de usted afmo. en Cristo y s. s. que le bendice,

† JUAN RICOTE.

***

Del Ilmo. y Rvdo. Sr. Obispo Auxiliar de Toledo

Muy distinguido señor mío:

He recibido con ilusión el ejemplar que ha tenido la delicadeza de mandarme del libro Para que El reine.
No he tenido tiempo de leerlo a fondo, sino solamente de ver su orientación, y a fe que me ha agradado
mucho. Yo espero que este movimiento de "La Ciudad Católica" hará mucho bien.
Recuerdo con emoción, porque compruebo que este libro sigue la misma línea, que el gran Cardenal
Gomá decía que era necesaria como una Cruzada del pensamiento y de la orientación católica de la vida,
y él mismo se disponía a escribir un libro para iluminar a España por este camino.

Quedo de usted atento y afmo. en Cristo Jesús, s. s. q. e. s. m.,

ANATASIO, Obispo Auxiliar de Toledo.

También podría gustarte