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Camino del Calvario

via crucis mariano

AMALIA QUEVEDO
I. Jesús es condenado a muerte
Si al menos hiciera frío, se habría aglomerado menos gente; si hubiera
nevado, la nieve se tragaría sus gritos; si… tan sólo lloviera, la lluvia
aminoraría sus voces y disolvería el tumulto. Pero no llueve, ni nieva, ni
hace frío. El sol cae de pleno sobre una multitud enardecida, rabiosa,
vociferante, presa de furor. La turba pide a gritos la muerte de cruz para un
hombre, Jesús de Nazaret, con voces cada vez más estentóreas, cada vez
más insistentes, cada vez más roncas.

El griterío enloquecido de la muchedumbre aturde los sentidos de una


mujer que, aunque confinada en una casa distante, siente que cada voz la
taladra, y ya no se tiene en pie. Derrumbada sobre el duro suelo, María se
desmaya en los brazos fornidos de un adolescente que intenta sostenerla.
Queriendo ahogar el clamor enemigo, Juan estrecha a María contra su
pecho varonil. En contraste con los gritos furiosos y en un vano esfuerzo
por mitigar su estruendo, él le habla en susurros: le dice que nada de aquello
es verdad, le asegura que todo terminará bien,… le habla ininterrumpida y
deshilvanadamente, febrilmente, pretendiendo ocultar con sus palabras el
miedo que delata su voz entrecortada.

María tiembla en brazos de Juan: está pálida y todo su cuerpo se


estremece bajo un inclemente escalofrío, mientras un sudor gélido se
mezcla en su cara con las lágrimas. No puede hablar.

De repente todo calla. En la punta de un instante se apagan todas las


voces, todos los ruidos. No se oye nada. Ese silencio, presagio de la muerte
y prenda de su victoria, desgarra el corazón de la madre como no podría
haberlo hecho ni el más feroz de los rugidos, ni la más acerba de las
acusaciones. En medio de ese silencio lacerante, cruel, letal… de ese
silencio elocuente cargado de desdicha, Juan oye temblar los labios de
María, que ella muerde hasta arrancarles unas gotas de sangre… Sangre que
el torrente de sus lágrimas se encargará de disipar.
II. Jesús recibe la cruz
María no logra aún ver al hijo, que ya carga con la cruz. En vano se
empina o intenta abrirse paso entre la abigarrada y maloliente
muchedumbre. Juan la toma del brazo con tanto vigor que casi le hace daño:
es que no puede perderla. El tumulto los arrastra y atropella, los ahoga. El
aire se rompe con el llanto de los niños extraviados y las voces de las
madres que los buscan. El codo de un hombre, el cántaro de una mujer, se
clavan ora en la espalda, ora en el costado. No hay espacio para mirar al
suelo; Juan y María caminan a tropezones, empujados por un lado,
arrastrados hacia el otro, temiendo a cada instante verse separados.

María quiere acercarse a Jesús, quiere verlo, llegarse hasta él. La


aglomeración y el desorden de la masa desenfrenada se lo impiden. Todos
hablan a la vez, aunque vayan solos; todos comentan, todos preguntan,
todos vociferan. María está aturdida. Ella no se atreve a interrogar a
ninguno de aquellos amotinados.

Y como si él pudiera oírla en medio de aquel fragor turbio y


ensordecedor, de aquel río de gente excitada y sudorosa, María se dirige al
hijo que ni siquiera divisa y le pregunta en un débil gemido: “Mi Jesús,
¿dónde estás?”
III. Jesús cae por primera vez
En pocos segundos una exclamación unánime recorre la multitud como
un corrientazo eléctrico. Jesús se ha desplomado y yace en tierra. Un
estrépito seco y una nube de polvo han acompañado su aparatosa caída, que
ya era de esperar, dadas sus diezmadas fuerzas.

Jesús está en el suelo, con la cara pegada a la arena del camino, inmóvil
como un muerto. Uno de los despiadados mercenarios se acerca a él y le
propina un puntapié que hace que todo su cuerpo se estremezca, como el de
un animal herido.

María aprovecha la confusión para abrirse paso y avanzar hacia


adelante, de cualquier manera, como puede, aun a riesgo de hacer jirones
sus vestidos. Juan la sigue con dificultad… y termina por perderla de vista.
IV. Jesús es hallado por su madre
Deslizándose entre apretujones, el discípulo amado ve ahora a la madre
muy cerca del hijo, mezclando su aliento con el de él. Ella repite incansable
su nombre, y él la llama madre una y otra vez. No hay otras palabras, no
hay más palabras; tan sólo una mirada intensa. La mirada abismal de Jesús
absorbe la de la Virgen, que se pierde en esa profundidad insondable que
ella tan bien conoce, que la aquieta y suspende a la vez. Jesús y María se
miran a los ojos en silencio… como siempre; como nunca. La fuerza de esa
mirada inefable, más elocuente que todas las palabras, contagia a los
circundantes que ahora callan. Hombres y mujeres observan al hijo y a la
madre conteniendo el aliento… y también los sollozos.

María arranca sus ojos de los de Jesús para pasear su mirada sobre los
hombros sangrantes y deshechos de su hijo, sobre su cara hinchada,
amoratada y sucia, sobre sus miembros irreconocibles. El desconcierto se
apodera de ella. Una mano ruda la ase por el hombro para levantarla,
apartándola del vacío interior de locura y desazón en el que su espíritu está
a punto de caer. Los ojos de Jesús vuelven a besar con su luz honda los de
la madre, y uno y otra se incorporan al calor y el amparo de esa mirada de
amor sin límites.
V. La cruz es descargada sobre Simón de Cirene
Simón viene andando en dirección contraria, cargado con los
instrumentos de trabajo y acompañado por un muchacho que parece ser su
colaborador o aprendiz. Juan y María lo ven negociar con los soldados;
regatea con ellos, indeciso, desganado.

María no puede oír lo que aquellos hombres hablan, pero dirige a Simón
una mirada suplicante que lo transporta a aquella noche fatal, hace ya tantos
años, cuando su madre, desde el lecho de muerte, lo miraba de idéntica
manera. Simón se siente turbado y conmovido a la vez. ¿Quién es esa mujer
hermosa, tan distinta de su madre, que lo mira sin embargo con la misma
expresión? Está seguro de no haberla visto nunca antes; una belleza así no
es fácil de olvidar. Y no obstante su rostro y su figura le resultan familiares,
incluso entrañables.

Simón traga saliva al percibir los ojos de la mujer fijos en él.


Insensiblemente deja caer los aparejos de trabajo, que ruedan por el suelo
antes de que el sorprendido aprendiz pueda recogerlos. Con gesto firme y
resuelto, Simón desliza sus anchas espaldas bajo el travesaño de la áspera y
pesada cruz. Y haciendo acopio de fuerzas se incorpora valiente y la
levanta, llevándola cuesta arriba con paso decidido.
VI. Verónica enjuga el rostro de Jesús
María no puede verle la cara a su Jesús. Avanza detrás de él, como de
costumbre, siguiéndolo, secundándolo. Su memoria repasa uno a uno
aquellos rasgos que ella conoce mejor que los suyos propios, deformados
ahora por los golpes, desfigurados por las espinas, emborronados por el
sudor, el polvo, la sangre… y los viles escupitajos que ninguna mano amiga
ha enjugado. María piensa con nostalgia en ese rostro amado que ella tantas
veces limpió de niño, del que tantas veces enjugó el sudor en el remoto
taller de Nazaret.

Adivinando a María, otra madre, una madre joven de pechos henchidos


que se mecen a su paso, se adelanta hasta Jesús y le seca cuidadosamente la
cara con el lienzo que lleva en la mano. Es el mismo lienzo con que ha
limpiado a su hijo recién nacido después de alimentarlo, el mismo con que
ha protegido su cabeza tierna del sol ardiente, el que portan todas las
madres que tienen niños pequeños.

Jesús aspira el tenue olor tibio de la leche materna… y advierte en ese


gesto la proximidad dulce y cálida de su desconsolada madre.
VII. Cae Jesús por segunda vez
Con indecible crudeza capta Jesús todo el dolor de su madre, ese dolor
que traspasa su corazón como una espada de siete filos. Él no puede verla
sufrir así, no quiere hacerla sufrir así. El dolor de la madre, asumido y
comprendido sin resquicios por el hijo, es el dolor más grande. Su peso
insoportable derriba a Jesús y lo echa por tierra.

Jesús sufre aun más que en el huerto de olivos centenarios… pero esta
vez no suda sangre. Su cuerpo lacerado ya no reacciona, sus miembros
molidos ya no responden.
VIII. Jesús consuela a las mujeres de Jerusalén
María llora; llora calladamente, quedamente, sin ostentación pero sin
tregua. Jesús puede oír su respiración entrecortada, su tos apagada y seca,
sus sollozos a medias reprimidos. ¡Qué cerca la siente de sí y cuánto pesar
le da su madre buena! Pero no puede retroceder y decirle unas palabras, no
puede volverse y acariciarla.

Descubriendo entre la multitud a un grupo de mujeres que por él lloran


y se lamentan, Jesús se dirige a ellas.

María, que conoce este modo de obrar indirecto del hijo, sabe que esas
palabras de aliento son antes que nada y sobre todo para ella…; y las bebe
con ansia, con sed, sin dejar perder nada.
IX. Jesús cae por tercera vez
La caída de Jesús ofrece a María la oportunidad de acercarse a él. La
última mirada de cerca, el último beso, la última posibilidad de susurrarse
uno a otro, al oído, un “te amo por encima de todo”. La última ocasión de
mezclar su aliento, el último apretón de manos, una caricia fugaz, un postrer
y desgarrador abrazo.

Rodeados de verdugos y curiosos, de enemigos que injurian y de


chusma anónima con aire de víspera de fiesta, Jesús y María se encuentran
privados de toda intimidad. No hay pudor que vele su pena sin medida, ni
abrigo para sus corazones en carne viva. El dolor expuesto al escarnio
público se agudiza. Pero la pena es tan honda y el sufrimiento tan puro, que
nada, ni siquiera la ruindad de una muchedumbre asesina, puede
enturbiarlos.
X. Jesús es despojado de sus vestiduras
La sangre, el polvo y el sudor pegan a la piel de Jesús sus ropas.
Arrancadas brutalmente, hacen sangrar de nuevo sus incontables heridas;
que ahora sangran mansamente… lentamente... lastimosamente. María se
lleva la mano a la boca para ahogar un grito de espanto y compasión.
Apenas puede creer lo que sus ojos ven: el espectáculo lamentable de un
cuerpo bello y recio destrozado en extremo, torturado con saña y
animosidad.

La desnudez de Jesús hace que la madre lo vea, lo sienta y lo reconozca


aun más suyo. Pero si… apenas lo reconoce; tan maltrecho, herido y
desfigurado está, tan mancillado, tan exhausto, tan infamemente denigrado.

Con ojos de mirada torva, que delatan asco y codicia a la vez, un


soldado desaprensivo enrolla aparte las vestiduras de Jesús. Instintivamente
la madre extiende los brazos para aparar las ropas del hijo. Pero nadie se da
cuenta. Sólo Juan, que con gesto acogedor toma entre las suyas las manos
huérfanas de la madre despojada… y las aprieta contra su pecho fiel, así
como ella habría querido estrechar las ropas manchadas del hijo: ¡pobre
consuelo!, que le será negado.
XI. Jesús es clavado a la cruz
Un sol despiadado cae de lleno sobre el cuerpo otrora fuerte del buen
Jesús, que ahora se abandona sobre el madero, dejando hacer a los
verdugos.

Tras el estruendo de los martillazos que lo cosen a la cruz, madre e hijo


reconocen un eco dulce y lejano de los amables sonidos del taller de
Nazaret. Una y otro están pensando en José; lo extrañan… como todos los
días, como todas las noches. Siempre lo han echado en falta.

Al compás del martilleo, densas nubes se amontonan en el cielo y van


extendiendo su tupida sombra. La oscuridad se vierte como un elíxir
benigno sobre una naturaleza muda y seca… y sobre unos hombres
estupefactos, que están a punto de consumar la mayor injusticia de la
historia.
XII. Jesús muere en la cruz
En la penumbra se recortan los sobrios contornos de las cosas, bajo un
cielo ayuno de estrellas, del que el sol ha huido prematuramente. La vida se
escapa sin freno del cuerpo deshilachado de Jesús. Un susurro débil
abandona sus labios como un gemido. Solamente la madre reconoce en él
las palabras que le han sido siempre familiares; Jesús, su Jesús, tiene sed y
pide de beber. Al oír a la madre expresar el deseo del hijo, una mujer de
Samaria arroja con desprecio su cántaro vacío contra la dura roca. “¡Si tan
sólo pudiera darle de beber!…”, exclama con un hondo suspiro.

Unas pocas gotas de vinagre resbalan por la barbilla de Jesús y caen al


suelo. Aliviado por su precaria frescura, Jesús encuentra fuerzas para hablar
de nuevo: y esta vez le da al joven Juan lo mejor que tiene, lo único que
posee, todo cuanto le queda: su mayor tesoro, su madre Santa María. E
invocando al Padre, exhala el último aliento.
XIII. Jesús es entregado a su madre
La madre acoge en su regazo el cuerpo exánime del hijo bienamado.
Con amorosa devoción cierra sus párpados apagados; y apoya contra la suya
su frente rota.

Una a una retira María las crueles espinas que ciñen la cabeza noble de
su hijo muerto; y al arrancarlas con sus manos frágiles, mezcla su sangre
palpitante con la que lo cubre a él. Sin poder reprimir un ligero temblor,
María se inclina y besa los labios yertos aún tibios de su amado hijo, alisa
sus enmarañados cabellos, acaricia su piel desnuda… y pálida… y fría.
XIV. Jesús es depositado en el sepulcro
Absorta en la contemplación del hijo ya sin vida, María se olvida del
tiempo. Hasta que unas palabras de los circunstantes la devuelven a la
realidad: “¡viene José!”, “¡ya llega José!”. María se incorpora bruscamente;
y ve entonces… a José de Arimatea, que se aproxima por el camino. Por un
momento había creído que se trataba de su José, de José de Nazaret. Pero
no; su José y su Jesús se han ido, ya no están entre los vivos.

Desolada, sin consuelo, María se inclina de nuevo sobre el hijo inmóvil


de perfil de mármol. Lo afilado de sus rasgos acentúa su originaria
hermosura. Y mientras José y Juan y los demás amigos lo lavan y lo ungen
y lo envuelven en lienzos virginales, la madre ensangrentada lo riega con
copiosas lágrimas… y lo mira largamente… y lo besa con callada unción.

La tristeza y el amor se funden en el corazón de la Virgen, que


experimenta con ímpetu el torrente incontenible de vida generosa y
compartida que es la maternidad. María se siente madre: como en el ya
lejano día en que supo en el alma y en el cuerpo que había concebido, como
la noche en que dio a luz a su hijo, como en el momento inolvidable en que
gustó el agua convertida en vino.

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