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AMALIA QUEVEDO
I. Jesús es condenado a muerte
Si al menos hiciera frío, se habría aglomerado menos gente; si hubiera
nevado, la nieve se tragaría sus gritos; si… tan sólo lloviera, la lluvia
aminoraría sus voces y disolvería el tumulto. Pero no llueve, ni nieva, ni
hace frío. El sol cae de pleno sobre una multitud enardecida, rabiosa,
vociferante, presa de furor. La turba pide a gritos la muerte de cruz para un
hombre, Jesús de Nazaret, con voces cada vez más estentóreas, cada vez
más insistentes, cada vez más roncas.
Jesús está en el suelo, con la cara pegada a la arena del camino, inmóvil
como un muerto. Uno de los despiadados mercenarios se acerca a él y le
propina un puntapié que hace que todo su cuerpo se estremezca, como el de
un animal herido.
María arranca sus ojos de los de Jesús para pasear su mirada sobre los
hombros sangrantes y deshechos de su hijo, sobre su cara hinchada,
amoratada y sucia, sobre sus miembros irreconocibles. El desconcierto se
apodera de ella. Una mano ruda la ase por el hombro para levantarla,
apartándola del vacío interior de locura y desazón en el que su espíritu está
a punto de caer. Los ojos de Jesús vuelven a besar con su luz honda los de
la madre, y uno y otra se incorporan al calor y el amparo de esa mirada de
amor sin límites.
V. La cruz es descargada sobre Simón de Cirene
Simón viene andando en dirección contraria, cargado con los
instrumentos de trabajo y acompañado por un muchacho que parece ser su
colaborador o aprendiz. Juan y María lo ven negociar con los soldados;
regatea con ellos, indeciso, desganado.
María no puede oír lo que aquellos hombres hablan, pero dirige a Simón
una mirada suplicante que lo transporta a aquella noche fatal, hace ya tantos
años, cuando su madre, desde el lecho de muerte, lo miraba de idéntica
manera. Simón se siente turbado y conmovido a la vez. ¿Quién es esa mujer
hermosa, tan distinta de su madre, que lo mira sin embargo con la misma
expresión? Está seguro de no haberla visto nunca antes; una belleza así no
es fácil de olvidar. Y no obstante su rostro y su figura le resultan familiares,
incluso entrañables.
Jesús sufre aun más que en el huerto de olivos centenarios… pero esta
vez no suda sangre. Su cuerpo lacerado ya no reacciona, sus miembros
molidos ya no responden.
VIII. Jesús consuela a las mujeres de Jerusalén
María llora; llora calladamente, quedamente, sin ostentación pero sin
tregua. Jesús puede oír su respiración entrecortada, su tos apagada y seca,
sus sollozos a medias reprimidos. ¡Qué cerca la siente de sí y cuánto pesar
le da su madre buena! Pero no puede retroceder y decirle unas palabras, no
puede volverse y acariciarla.
María, que conoce este modo de obrar indirecto del hijo, sabe que esas
palabras de aliento son antes que nada y sobre todo para ella…; y las bebe
con ansia, con sed, sin dejar perder nada.
IX. Jesús cae por tercera vez
La caída de Jesús ofrece a María la oportunidad de acercarse a él. La
última mirada de cerca, el último beso, la última posibilidad de susurrarse
uno a otro, al oído, un “te amo por encima de todo”. La última ocasión de
mezclar su aliento, el último apretón de manos, una caricia fugaz, un postrer
y desgarrador abrazo.
Una a una retira María las crueles espinas que ciñen la cabeza noble de
su hijo muerto; y al arrancarlas con sus manos frágiles, mezcla su sangre
palpitante con la que lo cubre a él. Sin poder reprimir un ligero temblor,
María se inclina y besa los labios yertos aún tibios de su amado hijo, alisa
sus enmarañados cabellos, acaricia su piel desnuda… y pálida… y fría.
XIV. Jesús es depositado en el sepulcro
Absorta en la contemplación del hijo ya sin vida, María se olvida del
tiempo. Hasta que unas palabras de los circunstantes la devuelven a la
realidad: “¡viene José!”, “¡ya llega José!”. María se incorpora bruscamente;
y ve entonces… a José de Arimatea, que se aproxima por el camino. Por un
momento había creído que se trataba de su José, de José de Nazaret. Pero
no; su José y su Jesús se han ido, ya no están entre los vivos.