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EN DEFENSA DE LA LECTURA

Por Miguel Iriarte Diazgranados

Mucho se ha hablado sobre muy diversos temas relacionados con el mundo de la


lectura, de los libros, del ejercicio editorial y de los múltiples problemas de ese
mercado en nuestro país y en los países latinoamericanos. Se habla mucho
también del papel en el que se escriben y se editan los libros (de sus costos casi
siempre) y del papel de los libros en la vida de una sociedad lectora. Para nuestro
caso colombiano la atención ha venido a centrarse sobre el punto preocupante y
polémico de que somos cada vez una sociedad de pocos y malos lectores, como
pretende demostrarlo la escandalosa estadística que ahora dice que hemos
dejado de leer los libros que en una estadística anterior se dijo que leíamos. Que
hemos pasado de casi cuatro libros a casi dos, y que eso nos ha puesto por
debajo de países como Argentina que lee 12 libros más que nosotros o de
cualquier país europeo que nos sobrepasa en 25.

Hablemos, más que del libro, del lector, de ese alguien que hace del ejercicio de la
escritura y del hecho escrito, ya se trate de  una simple página, o de un libro, de
una pequeña colección de textos, o de una gran biblioteca, un verdadero
fenómeno de cultura. Porque, al fin y al cabo, ¿qué es un libro sin lector? ¿Cómo
se realiza el milagroso encuentro de dos extraños que acaban colaborando para
construir un edificio de sentidos al mismo tiempo íntimo y público en el que uno de
ellos, el lector, en este caso, es solo un invitado de ocasión, un extraño al que, sin
embargo, se espera ansiosamente? El lector es así, entonces, la máxima
realización del texto, su más secreta aspiración, ese otro necesario que termina de
escribirlo, el que le agrega con su sensibilidad nuevos ángulos de identificación,
nuevas significaciones. Un lector creativo, que es, ya se ha dicho, un coautor. Sin
lectores un libro podrá existir como objeto, como cosa, pero no como elemento
provocador de cultura, como un ser vivo que crece por dentro  en la mente y en el
corazón del lector y empieza así a echar raíces a través del tiempo y de la historia.
Sobra aclarar, entonces, que soy todavía un ferviente partidario de la relación
romántica libro-lector, relación que hay obligación de tener asumida
comprometidamente antes de pasar al complejo aprendizaje de los componentes
culturales que exigen los universos posmodernos de la ciberlectura y el hipertexto,
sin que esto signifique la descalificación de esos posibles, pero pienso que todo a
su tiempo. Primero es necesario vivir de cerca la experiencia del trato dialógico
con las palabras, con esos signos que nos han puesto en existencia, esos que nos
han hecho posible el despliegue de nuestra imaginación y nuestra fantasía a
través de esas grandes historias y personajes que son, nadie lo duda, referentes
imperativos de la cultura, y luego, sí, las instancias que han sido propiciadas hoy
por el desarrollo de la tecnología. Más que todo para no perder el alma como
aquel que ha rezado al mismo tiempo a varios dioses.
Como el libro es el reino de los mundos posibles a partir de la experiencia de la
mente y del lenguaje humanos, quien aprende a leer en los libros, quien hace de
los libros una partitura de su propia vida y de la vida de los otros, no importa que
no estén inscritos en su cultura, aprende con ellos a construir su propia realidad,
porque los libros han sido y son la cantera de los sueños de los hombres con
historia.  Y la lectura es por eso un ejercicio supremo de la libertad individual, y
esa libertad hay que ejercerla haciendo de la lectura una acción responsable, un
momento espiritual que es en realidad un movimiento interior dirigido desde la
magia de la belleza, o desde el poder de lo terrible, hasta las más insospechadas
posibilidades del destino.
Leer es construir con las imágenes de esos mundos posibles parte importante de
nuestra propia memoria y de la de aquellos que comparten esa lectura con
nosotros; idea que nos sirve para ampliar el sentido de aquella frase de Borges
que definía los libros como la extensión de la memoria del hombre. Tal vez por eso
muchos libros importantes, han sido perseguidos, prohibidos, quemados,
censurados y escondidos por peligrosos, por adelantados, por incomprendidos,
por inconvenientes. Porque muy seguramente en ellos late alguna fuente de
libertad y de conocimiento liberador y atentan, por lo tanto, contra algún poder,
contra alguna noción del mundo y de la vida, con lo que seguramente nos
ponemos en la antípoda de la frase de Oscar Wilde, que decía que ningún libro u
obra de arte ha influido jamás en la vida o en la moral de nadie. Pero allí están los
ejemplos en la memoria de los pueblos o en la historia de la imaginación de los
hombres.
Yo creo que en este país estamos de alguna forma incapacitados para el diálogo,
debido a nuestra pobreza lectora.
Debe haber alguna no tan oculta conexión entre el consagrado oficio nacional de
matarnos unos a otros y escupirnos la cara por cualquier cosa, con esa
incapacidad de poder hallar en la lectura la experiencia de un diálogo sustancial
que es primero con uno mismo; con el autor, con los personajes; con los editores,
el prologuista, los reseñistas, en fin… con el mundo o los mundos del libro.
No tengo dudas de que la lectura nos prepara para la experiencia dialógica que es
primero personal y después con los otros. Lograr entablar ese diálogo es alcanzar
la mejor conversación que podamos imaginar. En los libros están las claves de
ese diálogo que es fundamental para movernos en la vida y para entendernos con
nuestra propia conciencia. En ellos están todos los conflictos y todas las
soluciones porque ellos mismos han leído en el espejo de nuestra propia vida. De
eso están hechos.
Pero ese desprecio por los libros, o la pretensión de reducir la lectura a su
expediente más pragmático y utilitario, es estar definitivamente ciego y no saber
hacia dónde es que debe caminar una sociedad civilizada.
Algo que no es en realidad nada  extraño debe estar ocurriendo al interior del
proceso de enseñanza-aprendizaje, especialmente en nuestros colegios
colombianos.
He dicho, y lo he escrito ya en otras ocasiones, que creo que el desapego por la
lectura, y casi que el desprecio por el conocimiento y por lo que el otro es y
piensa, está fundado en un dramático y abismal divorcio entre educación y cultura
en el país. Su crisis lectora es una extensión de la crisis de la educación. Y a la
visconversa. No en vano nuestra Ministra de Educación tiene una opinión tan
precaria de los educadores. Eso no es otra cosa que una prueba fehaciente de lo
que realmente importa; porque no solo es un problema del gremio, sino de la
educación misma en una sociedad guerrerista y mezquina como esta.
Si los contenidos curriculares de la educación estuvieran mejor y más penetrados
de contenidos culturales seguramente los maestros serían los mejores formadores
de público para la cultura. Y la cultura, la verdadera cantera de los hombres de
paz que el país necesita.
Pero no. Ojalá fuera así. Con ese concepto en que se tiene a los educadores, a la
educación y a la cultura en los más importantes estamentos de la sociedad
colombiana, no debe extrañarnos que los maestros no sólo no sean los primeros
formadores de público para la cultura sino los primeros ahuyentadores de público
para la cultura y para la misma educación, inclusive.
Que Fecode me diga que no. Que me corrija si no es cierto que la tremenda
precariedad de la calidad de la educación colombiana no radica en la disfunción
que en la educación colombiana existe entre educación y cultura; entre lectura y
conocimiento; entre arte y calidad académica; entre ética educativa y profesorado;
entre profesores y lectura y escritura e investigación; en fin… Fecode parece que
no leyera su propia revista.
¿Que la culpa sea por tanto de los sueldos miserables que un gremio tan
importante ha tenido históricamente en este país? Una respuesta en sana lógica
debería decir que sí. Es probable que ese sea un enorme factor de
desestimulación y de la destrucción de la dignidad. No es ninguna locura pensar
que mantener la educación en ese estado de postración y de inoperancia pueda
ser también un propósito de los que quieren que el país no cambie. Cuidado. Nada
de raro tiene. Pero yo no estoy seguro. La cosa es quizá es mucho más compleja.
Recuerdo en Sincé al patriarca de nuestra educación don Pedro Espinosa,
maestro de mi padre, con quien de adolescente llegué a tener una entrañable
amistad mediada por los pequeños poemas que yo le mostraba mientras él me
dejaba husmear en una vitrina que tenía por modesta biblioteca, contándome un
día cómo las rentas departamentales del Bolívar de entonces pagaba a los
maestros con cántaros de ron que ellos debían ir entonces a negociar en estancos
y garitos de mala muerte para poder comer.
De allá viene ese desprecio por la educación y sus maestros. Esa es la
consideración en la que siempre han estado el oficio y sus oficiantes. Y por lo que
vemos, las cosas no es que hayan cambiado mucho.
¡Que la lectura nos salve!
Texto publicado en http://www.las2orillas.co/en-defensa-de-la-lectura-i/
y

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