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Condena de proposiciones contrarias al intelectualismo escolástico.

Un documento magisterial olvidado.

Olvidado, sí, incluso por el Peter Hünermann, último compilador del Denzinger, que al
paso de las ediciones ha ido, como muchos hemos podido comprobar, omitiendo o sesgando
lo que a juicio del autor “dejaba de ser” magisterio o de tener “actualidad”. Difícilmente podrá
sostenerse la validez de estas omisiones –ya gravísimas en la edición preparada por
Schönmetzer–, dado que precisamente el fin del citado libro no es el de ofrecer el magisterio
que en la actualidad enseña la Iglesia, sino ser una compilación lo más completa posible de la
enseñanza y expresión de la fe que la Iglesia ha impartido a lo largo de los siglos desde sus
inicios, sea de modo ordinario, sea de modo extraordinario.

Hecha esta introducción, por otra parte innecesaria a los asiduos lectores de
Cristiandad o a los discípulos de Schola Cordis Iesu, centrémonos en el documento que nos
ocupa.

El 27 de enero de 1925 se celebró en la “Semaine religieuse de Quimper”. Allí, bajo el


título de «Proposiciones condenadas» se expuso el comunicado siguiente:

«Sobre una solicitud que le había sido enviada por un escritor de otra diócesis, el Sr.
Obispo presentó al examen del Santo Oficio ciertas proposiciones concernientes a la
filosofía, la apologética y la teología, sin señalar sin embargo a la censura las obras
donde pudieran contenerse, buscando centrarse en las doctrinas más que en las
personas. Su Excelencia (Mons. Duparc) ha recibido de Roma la siguiente respuesta».

El Cardenal Rafael Merry del Val envió al Mons. Duparc, obispo de Quimper (diócesis
situada al extremo occidental de Francia) el escrito que trataremos de traducir al español
castellano de la manera más fiel posible1.

«Roma, 1º de diciembre de 1924

ILUSTRÍSIMO Y REVERENDÍSIMO SEÑOR,

En la asamblea plenaria de la Suprema Congregación del Santo Oficio, celebrada el


miércoles día 19 del mes pasado, se propusieron y fueron minuciosamente examinadas las
proposiciones siguientes, denunciadas por Su Excelencia:

I. Los conceptos o ideas abstractas no pueden en modo alguno constituir por sí


mismas una imagen recta y fiel de la realidad, sino solamente parcial.
II. Tampoco los razonamientos construidos con ellas pueden por sí mismos
conducirnos al verdadero conocimiento de la misma realidad.
III. Ninguna proposición abstracta puede ser considerada como inmutablemente
verdadera.
1
Publicado por Documentation Catholique, 1925, I, co. 991ss.
IV. En la búsqueda de la verdad, el acto del entendimiento, considerado en sí
mismo, está desprovisto de cualquier virtud aprehensiva especial, y no es
instrumento propio y único de su búsqueda, sino que tiene validez solamente
en el conjunto de toda la actividad humana, de la que es una parte y
momento, y a la cual solamente compete buscar la verdad y poseerla.
V. Por lo cual la verdad no se encuentra en ningún acto particular del
entendimiento, en el cual habría «conformidad con el objeto», como dicen los
escolásticos, sino que la verdad está siempre in fieri (en devenir, formándose),
y consiste en la adecuación progresiva entre el entendimiento y la vida, es
decir, en cierto movimiento perpetuo por el que el entendimiento intenta
desarrollar y explicar lo que nace de la experiencia o exige la acción, de modo,
por tanto, que en todo su perfeccionamiento no puede nunca darse nada
determinado y definitivo.
VI. Los argumentos lógicos, tanto de la existencia de Dios, como de la credibilidad
de la religión cristiana, carecen por sí mismos de todo valor “objetivo”: es
decir, por sí mismos nada demuestran en el orden real.
VII. No podemos llegar a ninguna verdad propiamente dicha sin admitir la
existencia de Dios y la Revelación.
VIII. El valor que pueden tener argumentos semejantes no proviene de su evidencia
o fuerza dialéctica, sino de las exigencias «subjetivas» de la vida o de la acción,
que para desarrollarse recta y coherentemente, necesitan de estas verdades.
IX. Aquella apologética que procede «ab extrinseco», es decir, la que asciende
mediante el raciocinio desde el conocimiento natural de los hechos históricos
relatados en las Sagradas Escrituras, principalmente en el Evangelio, para
establecer el carácter sobrenatural y divino de esos mismos hechos, de tal
modo que concluya que Dios es el autor de la Revelación a la que apoyan, es
endeble y pueril, y no responde a las legítimas exigencias actuales de la mente
humana.
X. El milagro considerado exclusivamente en sí mismo, a saber, en cuanto es un
hecho sensible que sólo puede atribuirse al poder divino, dejando aparte tanto
su significación simbólica como las exigencias subjetivas del hombre, no aporta
un argumento sólido de la Revelación.
XI. La praxis religiosa legítima no es fruto de la certeza que el hombre tiene de la
verdad, sino por el contrario, el único modo de obtener certeza de esta
verdad.
XII. Incluso después de tener fe, el hombre no debe permanecer estancado en los
dogmas de la religión, y adherirse a ellos fija e inconmoviblemente, sino más
bien perseverar en alcanzar una verdad ulterior, desarrollando nuevos
sentidos e incluso corrigiendo lo que cree.

Los Eminentísimos y Reverendísimos Señores Cardenales que juntamente conmigo son


Inquisidores Generales, tras pedir consejo a los Señores Consultores, en su respuesta
decretaron:
Que las proposiciones presentadas, tal cual son enunciadas, ya fueron en su conjunto
proscritas y condenadas por el Concilio Vaticano y la Santa Sede, o bien conducen a las mismas
proposiciones ya proscritas y condenadas.

Comunicando esto a Su Excelencia en cumplimiento de mi cargo, suplico al Señor todo


lo mejor y más feliz.

R. CARD. MERRY DEL VAL».

Hasta aquí el documento magisterial. Recordamos bien cómo San Pío X, tomando pie
de los cánones enunciados en el Concilio Vaticano I, formula la fórmula del juramento
antimodernista, obligatorio para cuantos en la Iglesia tenían la misión de enseñar, sea en
cátedras, sea en púlpitos. Así, el Concilio 2 disponía que «Si alguno dijere que Dios vivo y
verdadero, creador y señor nuestro, no puede ser conocido con certeza por la luz natural de la
razón humana por medio de las cosas que han sido hechas, sea anatema ». Más tarde, el
juramento antimodernista3 mandaba profesar «que Dios, principio y fin de todas las cosas,
puede ser ciertamente conocido y, por tanto, también demostrado, como la causa por sus
efectos, por la luz natural de la razón mediante las cosas que han sido hechas [cf. Rom. 1, 20],
es decir, por las obras visibles de la creación».

A nadie se le escapa la precisión añadida por el santo Papa: “y, por tanto, también
demostrado”. Es esta una piedra de toque fundamental para reconocer si un filósofo o teólogo
han sido envenenados por el modernismo o no. No faltan quienes tildan de ingenuo y mal
aconsejado a San Pío X, diciendo que manda profesar algo que sería, dicen ellos, en sí mismo
imposible: la demostración de la existencia de Dios. Huelga decir que estos mismos consideran
igualmente superado cualquier razonamiento basado en las cinco vías de Santo Tomás,
despreciándolas como hijas de una concepción infantil de la física y metafísica que hoy se
suponen descartadas ante los nuevos avances de la física molecular y atómica.

Muy al contrario, San Pío X sabía muy bien qué enseñaba y mandaba enseñar. El
famoso atque demonstrari ya había sido objeto de consideración en el Vaticano I. La
Congregación General 39ª, celebrada el 1 de abril de 1870 4, describen lo siguiente:

En las enmiendas presentadas por los padres conciliares al segundo capítulo del
esquema sobre la fe católica, la enmienda séptima, dice así:

«”1. La misma Santa Madre Iglesia sostiene y enseña que Dios, principio y fin de todas
las cosas, puede, con la luz natural de la razón humana, es decir, por argumentos metafísicos,
cosmológicos y morales, ser conocido con certeza y demostrado”. – O simplemente, “Puede
con la luz natural de la roón humana, ser conocido con certeza y demostrado”».

La respuesta de la Deputatio fidei, fue la siguiente5:

2
Dz. 1806.
3
Dz. 2145.
4
Mansi, vol. 51, col. 261 D ss.
5
Ibid., col. 276 AB.
«…Otra enmienda referida a la segunda parte dice: por la luz de la razón natural puede
ser conocido con certeza y demostrado, peca por defecto y por exceso. Por defecto, porque no
se indican los medios naturales por los que el hombre puede conocer naturalmente a Dios; y
por exceso, poruqe no sólo dice que Dios pueda ser conocido con certeza por la luz de la razón
natural, sino también que esta existencia de Dios puede ser probada o demostrada, siendo así
que conocer con certeza y demostrar es una y la misma cosa, aunque la Diputación de la fe
determinó elegir la expresión más suave y no ésta más fuerte».

Aquí estriba la centralidad del argumento: «certo cognoscere et demonstrare sit unum
idemque».

La concepción evolucionista o dialéctica de la verdad, o el querer “forzar” la realidad a


mi querer y entender, es lo que hace que desaparezca todo entendimiento objetivo, pues las
esencias quedarían a merced de mi razón, de mi voluntad, o de cierta “violencia” de
contradicción al modo hegeliano. Lo mismo ocurre en el orden moral y, por supuesto, en el
orden teológico. Kant defiende que si se pregunta a un hombre virtuoso por qué cree en la
inmortalidad del alma y en la existencia de Dios, éste respondería: “porque yo quiero que así
sea, porque tengo necesidad de ello y me interesa” 6.

La realidad de las esencias existentes independientemente del conocimiento humano y


que por éste son intencionalmente aprehendidas, es un punto de partida imprescindible. Por
eso, los razonamientos hechos partiendo de los entes aprehendidos tienen su paralelismo
fuera de la mente humana. De aquí que si un razonamiento está bien construido, es infalible, y
dadas todas las premisas, su conclusión irrefutable. La evolución de las ciencias, sean de la
rama que sean, provienen de construir verdades sobre verdades. Y el orden racional vale lo
mismo para la moral, física, política, filosofía, teología… en todas ellas la verdad es la realidad
de las cosas.

Roberto de Tapia García, pbro.

6
Kant, Crítica de la razón práctica, P. U. F. 1943, pág. 153, en Verneaux, R., Crítica de la “Crítica de la
razón pura”, Rialp 1978, pág. 259.

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