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individual, «ni contribuyen a ella ni la afectan».

70 Las implicaciones políticas de tales


afirmaciones parecen evidentes: se trata de demostrar que esforzarse por reducir las
desigualdades es innecesario e incluso contraproducente.

Se han hecho esfuerzos considerables, actualmente y en el pasado, por reducir las desigualdades de
ingresos. Son muchos los que se declaran dispuestos a sacrificar el crecimiento económico para reducir las
desigualdades. Los resultados alcanzados sugieren que dichos esfuerzos están fundamentalmente mal
orientados, y esto es así porque en el mundo se constata que la desigualdad de rentas en general no es
sinónimo de desánimo ni de menor bienestar. En los países en vías de desarrollo es más bien la desigualdad
la que genera felicidad. Lo cual incita a pensar que los esfuerzos que realizan actualmente instituciones
internacionales como el Banco Mundial con el fin de reducir las desigualdades de renta son potencialmente
nocivos para el bienestar de los ciudadanos de los países más pobres.71

El recurso de la felicidad ha mostrado ser enormemente conveniente desde el punto


de vista tecnocrático (y no solo porque la felicidad añada un barniz humanista al
deshumanizante mundo de la ingeniería política). Si un cuestionario sobre satisfacción
con la vida o sobre bienestar mide de forma tan precisa el sentir de los ciudadanos, no
parece entonces necesario preguntarles qué piensan de las medidas políticas de sus
dirigentes, sino que bastaría con saber su puntuación en felicidad. Eso piensan los
economistas Layard y O’Donnell, tal y como figura en el documento antes citado,
quienes señalan que mientras que pedir a la gente que evalúe ciertas políticas públicas
«no suscita más que respuestas sin sentido», los datos sobre la felicidad aportan una
información mucho más fiable y rigurosa al respecto.72 Esta forma de gobernar para la
gente pero sin ella, sin embargo, parece algo más despótica que democrática. Como ha
señalado William Davis,73 los enfoques neoutilitaristas y tecnocráticos tienen
efectivamente un problema con que la democracia se haya extendido más allá de lo que
es realmente posible controlar, de tal forma que conceptos como el de felicidad,
susceptibles de ser medidos y de conmensurar una gran variedad de juicios y creencias
por otro lado enormemente heterogéneas, suponen una valiosísima estrategia para la
tecnocracia en cuanto permiten ofrecer conatos de democracia sin tener que enfrentarse a
las consecuencias imprevisibles y a los desafíos políticos que implicarían opiniones,
debates y decisiones más abiertamente democráticas.
No cabe duda de que la felicidad es hoy una noción de fuerte impacto político. Los
economistas de la felicidad y los psicólogos positivos también lo entienden así,
reconociendo que la felicidad tiene enormes consecuencias políticas, además de
importantes repercusiones económicas y sociales. Como ha demostrado Ashley Frawley,
casi el 40% de los artículos firmados por los científicos de la felicidad ponen de relieve
la relación entre la felicidad y sus implicaciones políticas.74 Sin embargo, lo que a estos
científicos les cuesta más reconocer es que la investigación en felicidad también
obedezca a móviles e intereses políticos y económicos; esto es, les cuesta reconocer que
detrás del estudio científico de la felicidad y de sus traducciones políticas, económicas y
sociales haya una agenda política y una orientación cultural muy concreta. Todos estos

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investigadores intentan rehuir cualquier cuestionamiento de tipo cultural, histórico o
ideológico invocando la clásica dicotomía entre ciencia y valores: puesto que su enfoque
es científico, el retrato que hacen del individuo feliz es, según ellos, perfectamente
neutro y objetivo, y está exento de connotaciones morales, éticas e ideológicas.
Semejante afirmación, sin embargo, contrasta plenamente con la estrecha relación que
los científicos de la felicidad dicen haber descubierto entre la felicidad humana y el
individualismo, tal y como se desarrolla en el siguiente capítulo.

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CAPÍTULO

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2

Reavivar el individualismo

El yo, separado de la familia, de la religión, del deber, de todas las fuentes


de autoridad y de ejemplo moral, se ha dedicado a perseguir su propia
felicidad y a encontrar por sí solo la forma de satisfacer sus deseos. Pero
¿cuáles son los deseos del yo? ¿Qué criterio, qué facultad le permite
identificar su felicidad? Frente a estas preguntas [...], el individualismo
parece más determinado que nunca a presionar para que nos podamos
desembarazar de todo aquello que no confirme nuestra individualidad.

ROBERT BELLAH et al., Hábitos del corazón

FELICIDAD Y NEOLIBERALISMO

El neoliberalismo debería entenderse como algo más amplio y más esencial que una
simple teoría política de las prácticas económicas. Como ya hemos apuntado en otro
lugar,1 debería considerarse como un nuevo estadio del capitalismo caracterizado por, al
menos, las siguientes cuestiones: 1) la extensión implacable del campo de la economía a
todas las esferas de la sociedad;2 2) la creciente imposición de criterios tecnocientíficos
en las esferas política y social;3 3) el refuerzo de los principios utilitaristas de la eficacia
y de la maximización de los beneficios privados;4 4) el aumento exponencial de la
incertidumbre laboral, la competencia en el mercado, la toma de riesgos, y la
flexibilización y descentralización organizacional;5 5) la mercantilización creciente de
las dimensiones simbólicas e inmateriales, incluidas las identidades, los sentimientos y
los estilos de vida;6 y 6) la consolidación de un ethos terapéutico que coloca la salud
emocional7 y la necesidad de realización personal en el centro del progreso social y de
las intervenciones institucionales.8 Más importante aún, el neoliberalismo ha de
entenderse como una filosofía individualista focalizada esencialmente en el yo, y cuyo
postulado antropológico principal puede resumirse, según Nicole Aschoff, en la asunción
de que «todos somos actores independientes y autónomos que, unidos por el libre
mercado, construimos nuestro propio destino haciendo sociedad por el camino».9 De ahí
que debamos analizar el neoliberalismo no solo desde el punto de vista de sus rasgos
estructurales, sino también del de sus postulados infraestructurales, por utilizar una
expresión de Herbert Marcuse. En otras palabras, debemos interesarnos por sus máximas
éticas y morales, según las cuales todos los individuos son (y deberían ser) libres,

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