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El domador de ilusiones

Jorge Luis Llópiz

Editorial Nosotros
Cubierta:
Ilusión con alas de mariposa.
© 2011, Jorge Luis Llópiz Forján.
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El domador de ilusiones
© 2013, Jorge Luis Llópiz

Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley


y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la
reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio
o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el
tratamiento informativo, el alquiler o cualquier otra forma de
cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito del
autor.

Digitalizado por la Editorial Nosotros en los Estados Unidos


de América en diciembre del año 2013.

ISBN-13: 978-1494325510
ISBN-10: 1494325519

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A mi esposa María Isabel que
me acompaña siempre con ingenio y
mucha paciencia en el difícil arte de
narrar cuentos.

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Índice

Pandora
Fidelito
Boletos para soñar
La graduada
Dalia
El domador de ilusiones
Seremos como el Ché
Los amores del presidente

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Pandora

Esta mañana me levanté de la cama y al subir a la pesa, me


di cuenta que mi cuerpo tenía demasiada libertad. No hablo
de libras. Me refiero, esencialmente, a la libertad. La báscula
es capaz de determinar cuánta libertad poseo cada día. Me la
regalaron en un concurso literario. Después de recibir el
artefacto, mi expresión inmediata fue: “¿Para qué carajo sirve
esto?”. Un escritor famoso se acercó y me confesó que era
una balanza inigualable. “Te será útil. Yo tengo una en casa.
Antes de escribir una novela, me subo en ella; si noto que
tengo mucha libertad, entonces disfrazo más a mis personajes
y los sitúo en escenarios irreconocibles. Así me evito
problemas con los sabuesos literarios”.
Cuando observo que tengo esa pesadez de libertad,
una señal roja me anuncia que he caído en zona de peligro.
Se lo confesé a mi mejor amigo y me subí a la máquina. En
ese momento, los deseos de libertad eran excesivos. No quiso
creerme. Entonces escribí una novela y pese a que le cambié
el sexo a la persona aludida, la llevé a una época remota y la
puse hablar en hebreo, alguien la reconoció. Me vi obligado a
testificar ante un tribunal estético. Llevé las fuentes históricas

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de mi narración. Había sido una coincidencia. Literatura y
realidad se habían confundido. Para el jurado, eso quedó
claro, pero mi amigo y yo sabíamos que no debía sentarme
otra vez sobre el filo de una navaja.
Hoy noto que es enorme la libertad que tengo, y en mal
día, porque la editorial desea que escriba un libro de una
mujer que ama mucho a las computadoras. Estoy en una
encrucijada. Si la nombro, me señalarán; si la desfiguro con
una caracterización barroca, aun así podrían identificarla; y se
me acabarían los paseos tranquilos por las calles de la Habana
perseguido por los detectives asalariados.
“¿Dónde está mi libertad?”. Así quiere el editor que
comience mi novela. Las palabras las gritaría el personaje
principal frente al malecón. ¿Está loco? Eso es un suicidio. Le
convencí que mejor era ubicar la historia en otra parte. El
protagonista sería un francés con una pronunciación nasal
muy acentuada. Lo vestí con un chaleco y el editor observó
que era una mujer. Le dije que era una estratagema para
engañar al lector. Nadie creería que a finales del siglo XV, la
señorita María reportaba a escondidas al gobierno enemigo de
las atrocidades que ocurrían en el país. Ella era muy astuta y
se las ingeniaba para burlar a los guardias. Pese a que
muchas veces la apresaban, nunca faltaron sus descripciones
de los atropellos a cargo de una multitud organizada y
uniformada. Ella simplemente metía los trozos de noticias en
botellas y los lanzaba al agua.
-¿Cómo burla la censura? -quiso saber el editor.
-Mañana le traigo una respuesta.

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Y mañana es hoy, y la pesa me avisa a gritos que no es
un buen día para escribir. Me llaman y no respondo al
teléfono. Envían un mensajero. Estoy enfermo. No salgo de la
cama. Muestro fiebre virtual, pero el hombre es un lector
fanático de mis libros y me aconseja que descanse, que
regresaría al día siguiente para llevarse parte del manuscrito.
En la mañana respiré aliviado: había perdido libras de
libertad. Podía seguir escribiendo y puse a María en un
excelente dilema: el gobierno le daría una visa para que
visitara el país vecino. “Si salgo y me quedo -conjetura ella-
me llamaran traidora, si regreso muchos me tildarán de loca”.
En este punto la historia podía tener dos senderos. El
editor me dijo que le presentase primero la trama en la que
ella viaja y regresa. Esta opción era la más improbable, pero
accedí. Podía diseñar a María atrapada en el dilema madre-y-
periodista. Debía comenzar la historia una tarde en la que ella
y su hijo frente a la desembocadura…
-Pero, señor Pandora –me interrumpió el editor- ¿Dónde
se desarrolla la historia?
-En una isla lejana.
-¿Y por qué no en Cuba?
-Yo soy escritor. No soy periodista. Para el que desee
reportar, ahí está las redes electrónicas. Mi trabajo es la
literatura. ¿Puedo continuar?
-Claro, por su puesto.
En la desembocadura ambos se dan cuenta de que del
otro lado viven personas. Se dedican a la tarea de desmentir

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al gobierno que siempre había afirmado que era un lugar
inhóspito.
Ya tenía bien delineada la trama y al editor le gustaba.
Una vez que se marchó fui a pesarme. Estaba inspirado. De
repente, algo inaudito me arrancó un grito de espanto:
“¿Dónde está la pesa?” Mi esposa, al escuchar la algarabía,
preguntó asustada:
-¿Qué pasó?
-La romana ha desaparecido.
Ella sonrió como si ya supiera el final feliz de esta
terrible historia.
-La boté en la basura.
-¿Cómo?
-Estaba rota. Cuando me subí, marcó trescientos.
¿Crees tú que esta diosa tenga eso?
Claro que no, le iba a decir, que no eran libras reales
sino… ¿Y por qué mi mujer tiene tanto peso de libertad? Una
amargura me apretó la garganta. “El que quiera tienda que la
atienda y si no que la venda”, fue una voz salida de mi cabeza
en boca de mi amigo una tarde de lluvia cuando sorprendimos
a la novia del editor saliendo con otro. Pero mi esposa no
sería capaz. Ella era mi inspiración. Sabía que le amaba, que
cuando no estaba a su lado andaba con los personajes por las
avenidas de la novela. ¿Se habrá acostumbrado a no verme?
¿Tendrá tanta libertad?
Todo este amasijo de inquietudes arrugó mi frente y ella
con la dulzura de siempre me dijo: “No te preocupes, cariño.

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Compré otra.” La sacó de su estuche, la ajustó y se paró
sobre la báscula.
-¿Qué me dices? 125 libras –y sonrió con esos hoyuelos
que se dibujan en las mejillas-. Esta si funciona bien. Marca
mi peso ideal.
El teléfono timbró. Era el editor. Me presionaba para que
terminase las cuartillas acordadas y contrariado le pedí unos
días más: “Señor Pandora, -mi nombre pasó raspándose por
los agujeros del auricular- si alarga más la cosa, el libro no va
a salir en la fecha acordada. No olvide que el tiempo es oro”.
Sencillamente quiero morirme. Si escribo sin pesarme,
cuánto de libertad pudiera estar en una palabra. No doy ni un
centavo por mi futuro. Adiós carrera de escritor. Adiós a esas
ceremonias con aplausos, premios y apretones de manos.
Estoy acabado. El azar me juega una mala pasada y
garabatea a su antojo la novela de mi vida como si yo fuera
un personaje sin importancia.
Estoy desesperado. El timbre suena. Mi esposa me cuida
la espalda. Entonces, ¡Aleluya! Me levanto de la cama y sin
despedirme de mi amada, voy a casa del famoso escritor.
Comprendió de inmediato mi situación y me prestó su pesa.
“Por favor, Pandora, -y abrazó al artefacto conmovido- cuídala
como a una hija”. Le abracé y con lágrimas en los ojos le
prometí que la protegería con mi propia vida.
Sentí un alivio tan grande que me encerré en mi cuarto
y recomencé mi trabajo.
Por esa época el puente que años más tarde conectaría
a los dos países no se había construido. María hizo un cometa

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para saber cómo era la vida en la otra ribera. Empinó el
primero y enseguida le devolvieron otro con cientos de notas
y fotografías. Se quedó sorprendida de cómo aquel bárbaro
lugar tenía escuelas y hospitales. Se entusiasmó tanto
empinado chiringas y papalotes que llamó la atención de la
guardia costera. Le confiscaron todos los cometas y fue
acusada de compartir noticias falsas con el enemigo.
En esta ocasión no fue a prisión. Sólo la asustaron
gritándole insultos frente a su casa, pero si continuaba con
ese lleva y trae de papelitos, la cosa se le iba a poner en
candela. Ahí fue cuando ideó pasar las notitas dentro de unas
botellas. Pasarían desapercibidas, lanzadas por distraídos
caminantes al agua y la corriente las arrastraría. Nadie
advertiría que estaban conectadas a unos cordeles de nylon,
invisibles, en la corriente de agua.
No obstante fue sorprendida y enviada a la cárcel por
traición. Para sorpresa del gobierno muchas personas del otro
lado comenzaron a gritar que la liberasen y el gobernante
prometió que cuando el puente estuviese terminado, ella
podría viajar.
Aquí el editor me hace una observación de que si yo
había estudiado la historia del puente. Le dije con
tranquilidad, que yo era un profesional y que sabía cómo
venderle al público un pedazo de ficción de forma verdadera.
Llegó el día señalado y María recibió la visa para cruzar
el puente. Viajaría sola sin su hijo. La recibieron con halagos,
con múltiples entrevistas y reconocimientos. Todos querían

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que no regresara, pero ¿acaso una madre puede dejar a su
hijo?
-Entonces, ¿ella no es libre? -me recriminó el editor-.
María está atada, ¿no?
-Nadie le obligó a regresar.
-¿Y su hijo?
-No sería la primera ni la última madre que abandona a
su prole.
-Bueno, cuéntame cómo sería la segunda variante de la
historia. Recuerda que la novela es sobre la libertad, y para
serte sincero: aún no veo que la mujer sea tan libre.
No sé por qué esas palabras me golpearon como piedras
punzantes. ¿Dónde está mi esposa? Llevo no sé cuántos días
encerrado en el cuarto y sólo escucho sus pasos dejándome la
bandeja de comida a la puerta. “Mi amor, tu labor es sagrada
-me susurró una vez- Necesitas comer”.
Los celos me empujan y voy a buscarla. Tropiezo con la
bandeja y caigo de bruces a la puerta de nuestro cuarto. La
abro lentamente... y allí duerme mi ángel abrazada a la
almohada con esa sonrisa que me arrebata. ¡Qué vergüenza!
¿Cómo dudar de esa manera? Sacudí los recelos de mi cabeza
y regresé a mi estudio a teclear con la seguridad de que el
futuro me pertenecía por entero.
Me pesé y estaba en talla. Tenía la libertad precisa, la
libertad perfecta. No pasaría nada que me borrase de pronto,
como si fuera una cuartilla mal escrita. Recomencé:
Estando María en prisión, le llega la nueva de que
pronto viajaría. El puente se había terminado. Le trajeron el

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pasaporte, pero se negó a recogerlo. Ellos querían alejarla del
país para después no dejarla entrar. Y pese a las amenazas,
no saldría de las rejas con la ilusión de que, al menos, vería a
su hijo los fines de semana.
-Un momento, -me detuvo el editor-. Esto no fue lo que
acordamos, señor Pandora: el verdadero acto de libertad es
que ella se quede.
-Pero es su decisión ¿no?
. -¡Qué va! El lector no es tonto. Ella no es libre, está
obligada a quedarse; si no, no le destierran.
-Es cierto, pero…
El editor insistió que deseaba leer la versión en la cual
María se quedaba. No tenía más remedio que complacerle y
de prisa porque apenas me quedaba una semana para el
lanzamiento del libro en España.
Entonces el infortunio me agarra por una pierna y me
aprisiona el tobillo como el grillete electrónico que registra los
pasos del recluso. Sin avisarme, el famoso escritor se
apareció en mi casa y me reclamó lo más preciado de su vida.
-Necesito la pesa.
-¿Ahora?
-Firmé el mejor contrato de mi vida. Imagínate que el
libro será lanzado en varios países al mismo tiempo y...
Me dieron ganas de llamar a la policía para que se
llevara al intruso, pero me contuve. Vi como la criatura fue
guardada en una mochila. Sentí que se quejaba, que
balbuceaba y desapareció tras la esquina. Cerré deprimido la

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puerta y miré a través del visillo, como si hubiera perdido la
custodia de una hija adorada.
Quedé tan desamparado que el mendigo más pobre de
la Habana Vieja sería un millonario. Sólo Dios podía guiarme
en el correcto camino de la libertad. Él continuaría: Después
que María cruzó el puente ya sabía que no se encontraría con
su hijo, pero él comprendería, cuando fuera adulto, que hay
sacrificios que valen la pena. Su madre debía de informarle al
mundo de los desmanes que ocurrían del otro lado donde la
gente tenía hambre y ni siquiera podía comentar. Cualquier
discrepancia era interpretada como desacato y era la
oportunidad del gobierno de azuzar a la jauría entrenada
contra los insubordinados.
Mientras narraba las peripecias de María denunciando
las atrocidades en varios países, toqué mis brazos, mis
piernas; y sentí que estaba un poco pasado de libertad. No
podía confirmarlo. Sólo eran conjeturas. ¿Y si alguien hiciera
conexiones? Sería el fin. Por suerte al editor no le gustó ese
derrotero de María y afirmó:
-Amigo, Pandora; este último relato es demasiado
aburrido, que venga el siguiente.
Bueno, concluyo el manuscrito de esta manera: María
regresó y abrazó a su hijo. Fue reconocida del otro lado como
una mujer valiente, que no le teme a la dictadura, que pese a
la oportunidad de quedarse, no abandonó a su hijo y que
sigue denunciando los atropellos de un gobierno tiránico. En
cambio, los de dentro le acusaron de perra traidora que
desinformaba a la gente, que sus visitas al extranjero fueron

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con el objetivo de calumniar, de burlarse del gobierno y
engañar a la opinión internacional. Le llenaron de
excrementos la entrada de la casa y le vaticinaron un
accidente automovilístico en el que cualquiera de los suyos
podía morir. La heroína, sin importarle insultos, empujones, ni
amenazas, siguió ardiendo en protestas como Juana de Arco,
gritándole al mundo sus denuncias.
Le pongo el punto final a la novela y estoy inquieto. La
escribí tan emocionado que espero que el Señor haya puesto
el acento de las íes donde iban. ¿Y de libertad? No sé cuánto
pese hoy. Espero que no exceda lo permitido. ¿Si no qué? Tal
vez sea este el último libro que escriba de este lado del mar.

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Fidelito
(Una biografía no autorizada)

Todavía no entiendo por qué mi padre me mandó a


buscar. Si ya tenía lo más anhelado, la libertad de Cuba,
entonces para qué le rogó a mi madre por el permiso de viaje.
Ya me había acostumbrado a Nueva York, hablaba inglés como
un nativo y tenía muchos amigos. Vivía en una barriada
acogedora, con parque, escuela, heladería, un gimnasio con
piscina y un cine. Esa llamada me expulsó de mi mundo,
como la pieza que no encaja en un rompecabezas.
Claro que me dio alegría escucharle. Las noticias de mi
padre llegaban por inesperadas vías. Una tarde lo vi en un
canal de noticias. Un periodista norteamericano le
entrevistaba en una manigua. Apenas le reconocí. Ya no
vestía traje, ni lucía su fino bigote. Hablaba alisándose una
copiosa barba, fumando un puro y acomodándose el fusil
cargado al hombro. Respondía en ese tropezoso inglés, y sentí
que se estaba dirigiendo a mí, que hacía un esfuerzo para
comunicarse conmigo. No soy comunista, afirmaba, no le

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quitaré las propiedades a nadie y haré elecciones una vez que
triunfe. Me hubiera gustado más el saludo: “hijo, ¿cómo
estás? Papá sigue vivo”.
Con muchas reservas mi madre me llevó al aeropuerto.
Al entrar susurró que no podía acompañarme. Su mirada
vagaba por el suelo. Sabía de las discrepancias con mi padre,
pero… ¿al punto de dejarme solo en el avión? No sospeché
que viajaría así. Lo supe de golpe cuando la azafata me ajustó
el cinturón. Incluso tuve la esperanza de que mi madre
cambiara de idea, tal vez me volvería a secuestrar, como lo
había hecho en México, cuando mi padre se montó en el yate
Granma con el proyecto suicida de sacar a Batista del poder.
Pero no me secuestró. Quizás ella aún escuchaba los gritos e
insultos de antaño, que aún yo desconocía. Sólo en la vejez
uno se da cuenta de cómo algunos mayores manejan las
intrigas para no sacar a los pequeños de su mundo de
ensueño.
Después de cinco años de ausencia, vi por la escotilla la
imagen de una Habana prendida, más que a mis propios
recuerdos, al de las fotografías que mi madre había guardado
en el maletín de partida. Todo se veía muy diferente. Incluso
la pista de aterrizaje parecía angosta y sucia. Esta primera
rara impresión fue anulada de golpe cuando al pie de la
escalerilla me encontré con mi padre, con el hombre más
famoso del mundo, a quien apenas conocía. Me levantó en
vilo y me restregó la barba con un gran abrazo. Ya casi no
tenía memoria de él. No recordaba que fuera tan alto, ni que
oliera a tabaco. Fueron los únicos momentos en los que sentí

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el calor paterno. Si intentara reunir los minutos que hemos
estado verdaderamente juntos desde entonces, como padre e
hijo, no completaría veinticuatro horas.
De su vida tengo montones de diarios, cientos de
películas, kilómetros de cintas radiofónicas. Tal vez posea la
biblioteca más extensa con libros halagadores, biografías
enaltecedoras, entrevistas elogiosas; pero ninguno de ellos
me ha podido devolver a mi padre, a ese ser jovial que un día
me recibió con los brazos abiertos y me auguró que iba a ser
popular. Y todo parecía indicar que sí, porque recibió una
invitación para una entrevista vía satélite, y le pidieron que yo
estuviese presente.
Llegamos al estudio de televisión y los operadores
estaban preparando el set. No era tan amplio como
imaginaba. Además de dos cámaras grandes con rueditas,
había un piano. Merodeé mientras colocaban las luces, una
butaca, un pequeño sofá, y adornaban la habitación con flores
y un cuadro. A los ojos del espectador sería una sala
modestamente amueblada. Estaba contento. Era mi primera
película y mi padre me prometió que no sería la última. Una
señora muy amable me explicó la manera de entrar en
escena. Durante la entrevista, mi padre me llamaría y yo me
sentaría a su lado como si estuviese en casa. Por más que me
motivaron para que me inspirase en una vivencia hogareña,
no encontré ninguna en los escenarios de mi vida. De todas
maneras, no debía mirar a las cámaras, para crear la ilusión
de que habíamos sido sorprendidos por el ojo mágico de la
televisión en una cálida noche en la que un padre se

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reencontraba con su hijo. Millones de cubanos disfrutarían de
ese momento paternal en la vida del Jefe de la Revolución.
Sería una escena cautivadora.
Aún hoy, después de tantos años, me pregunto adónde
se fue ese padre encantador. Mi madre no quería que se diera
aquella farsa y menos que estuviese yo presente, pero en la
obra de teatro necesitaban a un niño, y yo estaba orgulloso de
representar el papel de hijo de mi padre. El director me dijo:
“no finjas, actúa como eres”; y lo hice tan bien que al final el
equipo de filmación me felicitó y también elogió a mi padre
por su magistral actuación.
Pero, ¿por qué mi padre tenía que hablar en un idioma
que no era el suyo? Cuando lo vieran los cubanos, muy pocos
le entenderían. En ese momento pensé que el guionista de la
entrevista le había dado un papel equivocado. Si debíamos
comportamos como en una noche cualquiera, por qué tenía
que hablar en inglés. Ensayó hasta el cansancio, porque eso
de la pronunciación no es su fuerte. Aunque leía los rótulos
con letras grandes, no se le entendía. Ese idioma no es nada
fácil. Yo también tuve dificultades cuando comencé a
estudiarlo en Nueva York. Es como si aprendieras dos lenguas
en una: lo escrito es una cosa y lo que se pronuncia es otra.
Por eso tuvo que repetir la toma una y otra vez hasta que
venció el obstáculo fonético.
Ésa es la única cinta que guardo con celo. La he visto un
millón de veces. No la primera parte en la que mi padre habla
de que tiene mucho trabajo, de que no le preocupa la
influencia del comunismo porque su revolución es

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democrática, ni que se va a cortar la barba cuando termine de
cumplir sus promesas al pueblo, sino el momento en que yo
entro cargando un perrito y mi padre me da un beso. Son
apenas unos segundos y todavía, cuando estoy a solas, los
repito y repito en la reproductora para disfrutar la sensación
de bienestar que tuve esa vez.
Entonces el entrevistador me preguntó por mis estudios
en New York. Me sentí importante. Podía hablar de mi
segunda patria con admiración. ¿Si mi padre no hubiese
triunfado, habría regresado? Viendo las cosas en perspectiva,
no lo creo; sobre todo porque mami jamás quiso vivir otra vez
en Cuba. Sin embargo, ahora yo estaba en la patria, y en ese
instante no pude percatarme que mi presencia era parte de
un mensaje: nadie debía temer -menos aún los
norteamericanos- al comandante barbudo. Su primogénito
estudiaba en el colegio PS 20 de Queens, New York, USA.
Asistía a clases como un americanito más. Mi padre no era el
enemigo; ningún comunista enviaría a su hijo a una escuela
capitalista, ni se preocuparía tanto por los asuntos escolares.
Cuando me acerqué al piano, mi tutor dibujó una amable
sonrisa al escuchar las dedicatorias del álbum de cartas:
“Disfruta tus vacaciones”, “Regresa, pronto”, “Te extrañamos”,
que me regalaban los estudiantes de mi clase. Fue el instante
más apacible, más paternal y afectuoso que recuerdo. No
hubo otro.
Después de la entrevista, pensé que regresaría con mi
madre, pero el jefe me alentó a que le ayudase a dirigir el
país, que mi presencia era importante; y en verdad eso de

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gobernar ilusiona a cualquiera. Al principio la extrañé, aunque
los ajetreos de viajar de un lugar a otro, de visitar ahora un
hotel y luego una embajada, de comer lo que se me antojase,
aliviaron un poco su ausencia. Era sencillamente Fidelito, el
favorito de Fidel.
Pero no fue por mucho tiempo. ¡Dalia apareció con sus
hermosos ojos verdes y me separó de mi padre! Eso es lo que
mi madre lamentaba. Mas en este momento, con sesenta y
tantos años me doy cuenta que hubo una razón más
poderosa, y esa no tenía falda de mujer. Era un desasosiego,
una imperiosa necesidad de ser único, diferente, irrepetible,
continental, mundial; de meterse en batallas ajenas, de
amenazar al mundo con una guerra nuclear, de incitar
combates lejanos con el pretexto de liberar a los pobres de la
tierra, de adentrarse en proyectos agrícolas, agropecuarios y
económicos imposibles. Lo que alejó a mi padre de mi fue esa
energía descontrolada, agotadora, que le quitaba el aliento,
que le robaba el tiempo para compartir con la familia. Y sufrí
esa ausencia impuesta, como los hijos de Dalia, por el acoso
del inconmensurable deber. De esa manera aprendimos a
amarlo desde lejos, tras la tribuna. Era nuestro padre aunque
pareciese inalcanzable como una estrella.
Me quedé a la deriva. No podía regresar a los Estados
Unidos porque ese país se había convertido para mi padre en
el peor lugar del planeta. Tampoco podía estar con mi madre,
que para entonces vivía en España, pues según él los espías
tratarían de hacerme daño. La CIA planeaba atentado tras
atentado y mi padre no deseaba que yo fuera la víctima. No

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tenía otra opción que seguir en la sombra de la revolución, a
menos que hiciera algo relevante. Entonces, me tracé el
secreto plan de ser un estudiante brillante y así deslumbrar a
mi padre. Él amaba la ciencia; así que yo sería un científico en
un área que él consideraba el arma del futuro: la energía
nuclear. Y no me importó que me cambiaran el nombre por el
de José Raúl para proteger mi identidad, ni me enviaran a
estudiar a un país que nada tenía en común con nuestra
cultura, donde había más frío que en Nueva York. De no ser
por las deliciosas manzanas y las lindas piernas de las
moscovitas, hubiera desistido de mi proyecto de super hijo.
Después de alcanzar las maestrías y los doctorados en
Ciencia, Física y Matemáticas en la lejana Rusia, me llegaron
sus felicitaciones, pero nada de besos ni de abrazos. No hubo
el reencuentro deseado. ¿Acaso no me extrañaba? ¿Se había
acostumbrado a que estuviese más tiempo fuera de Cuba? Si
saco la cuenta de los años que he estado viviendo en México,
Estados Unidos y la Unión Soviética pudiera decir que soy un
hombre de cualquier parte, como cantaba John Lennon.
Sonreí. Estaba celoso. Mi padre me amaba, sólo que era un
hombre muy ocupado. Los corretajes revolucionarios y las
demandas pasionales de Dalia no le dejaban espacio para
nada, ni siquiera para dormir un puñado de horas.
Entonces me dije: “seré como él”. Observé muchas de
sus imágenes: entrevistas, discursos, reuniones. Hablaba
siempre con ímpetu, apenas dejaba participar a su
interlocutor y utilizaba los dedos para enfatizar sus palabras.
Comencé a imitarle, a caminar y a mover las manos a su

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manera. Me dejé la barba, vestí de uniforme e igualé sus
gestos. Estaba seguro que dirían: “Es la estampa de su padre.
Ahí va el heredero”.
Y lo logré, aunque no sé si para bien o para mal. En la
lejana década de los años ochenta, mi padre aún no había
contemplado la idea de un sucesor. Por esa fecha, me nombró
jefe de un proyecto que me absorbería en cuerpo y alma. Eso
de aprender a gobernar el país, pese a que me lo había
prometido, no era para el primogénito. Debía conformarme
con “La Nuclear”, un instituto en el que debía poner en
marcha programas nucleares complicadísimos, como si Cuba
fuera Japón o un país industrializado. Pese a la distancia
entendí que mi padre no me había olvidado: me regalaba un
valioso juguete y aunque las malas lenguas vomitasen que me
estaba alejando del trono, no les presté atención.
En realidad el poder no me interesa. Sólo querría repetir
aquel instante en el que mi padre sentando en el pequeño
sofá, se muestra relajado, simpático y acogedor. Él volvería a
estirar su mano y me llamaría: “ven Fidelito”, y me daría ese
beso inolvidable ante toda la audiencia. ¿Quién no se
emocionó? ¿Quién no suspiró ante lo humano y enternecedor
de la escena? ¿Por qué cambió tanto?
Hoy apenas le veo. Dalia le protege como una leona. No
deja que nadie se le acerque. Después de la enfermedad, ella
piensa que está vivo de milagro. Se niega a las visitas y a los
apretones de mano. Cree muy seriamente en el mal de ojo y
le ha colocado un azabache debajo de la solapa. Ya perdí la
esperanza de abrazarlo. Aunque pensándolo bien, puedo

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cerrar los ojos y abrirlos en ese mágico momento en el que
entro, me siento a su lado y me regala el beso de despedida.

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Boleto para soñar

Aún no amanece. Rubén limpia con una manguera la entrada


de la gasolinera. La presión de agua se lleva toda la porquería
incrustada en el suelo. Una vez que termine la fregadera debe
vaciar los tanques de basura, empaquetar las bolsas de hielo
en la nevera, y acomodar los paquetes de galletas y
caramelos en los estantes antes de que el primer cliente
llegue. “Un negocio limpio y ordenado –decía su padre
Andrés- es el lugar al que todos quieren volver”. Pasa un paño
humedecido sobre el mostrador y sacude con un plumero la
alacena pegada a la pared que resguarda las cajetillas de
cigarros. Desempolva el retrato grande de su abuelo Evaristo,
que muestra la barbilla levantada como si estuviese aún
orgulloso de haber abierto la única gasolinera del pueblo.
El cencerro de la entrada repica y ya el dependiente
sabe quién es el visitante. ¿Cuántos años hace que el viejo
Vicente aparece cada mañana con su boina de color marrón?
Rubén ha perdido la cuenta. Desde que tiene memoria lo ve
sonar involuntariamente el cencerro que cuelga de la puerta

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de cristal y arreglarse, sin prisa, el viso de la boina para
cumplir con la rutina de siempre. Repite los mismos gestos de
tal manera, que a Rubén le parece que el tiempo se ha
detenido, que no existe un antes ni un después. De niño,
Rubén, parado de puntillas tras el mostrador, otea a Vicente
buscando en la nevera una botella de leche; años más tarde,
cuando el mostrador ya no es un obstáculo, le observa
separar una bolsa pequeña de galletas. El hombre sigue un
orden preciso. Comienza por la nevera; sigue con el estante y,
finalmente, la caja.
-¿Eso es todo? –le pregunta.
Ahora que Vicente se ha jubilado, confunde, a veces, el
itinerario y al llegar a la caja, regresa al estante o a la nevera.
-¿Eso es todo?- cae de nuevo la pregunta sobre el
mostrador.
El anciano le comenta a Rubén, señalando el retrato del
abuelo, el parecido que tiene con Evaristo. La frente es el
cuño de familia. Es ancha, alta, despejada, igual a la de
Andrés, como si alguien les hubiese tirado el cabello desde las
cejas hacia la nuca. El joven sonríe y compara la piel cubierta
de lunares de color café del comprador con la de su abuelo
Evaristo, a quien le gustaba rememorar el día de apertura de
la gasolinera, cuando Vicente compró el primer billete de
lotería.
-¿Eso es todo? –insiste.
-Y un boleto de lotería, por favor -responde mientras
busca el dinero en la billetera.

25
Rubén lo ve dirigirse a la puerta. Pese a sus años se
mantiene erguido y camina con pasos seguros. Sus canas
están resguardadas bajo la boina ya fuera de moda, pero que
le sienta muy bien. Quizás si otra persona la llevase -piensa-
se notaría esa diferencia entre una prenda de vestir y un
disfraz. ¡Qué de risas se armaría! Pero nadie se burlaría de
Vicente. ¿Quién hubiera podido hacerlo? Sólo Evaristo. Su
padre le contaba que el abuelo bromeaba sobre Vicente a la
hora de la cena. Le imitaba su andar. Simulaba arreglarse la
boina, abrir la supuesta nevera, buscar en un estante
imaginario y decir:
-El boleto de la lotería, ¡por favor!
Rubén percibe aún tras el mostrador a Evaristo
mofándose de Vicente, con una voz carrasposa, que se perdía
en la lejanía. ¡Cómo se los cuento! –les decía a la esposa y su
hijo Andrés-.No falla. Después de varios meses de comprar el
boleto, le pregunté si nunca los iba a cambiar. ¿Qué creen
ustedes que respondió? Se alisó la boina y dijo que no tenía
prisa, que cualquier día los cambiaría. Le di un empujoncito
en el hombro. ¿Y qué tal, si ya eres millonario? Entonces
sonrió. Guardó el boleto en la billetera, abrió la puerta y dejó
un silencio impenetrable tras el ruido del cencerro. ¡Qué de
locos hay!, gritó en la distancia el abuelo Evaristo.
Todavía el grito resuena en los oídos de Rubén cuando
ve que Vicente cierra la puerta. El silencio que molestó tanto a
su abuelo, tras el replicar del cencerro, lo inquieta. Tiene la
intención de salirse del mostrador y preguntarle que cuándo

26
va a cambiar los boletos, pero no tiene caso. Le daría la
misma respuesta que le ganó el mote de Vicente Loto.
La primera vez que escuchó el apodo fue en la escuela
cuando la profesora de la preparatoria preguntó si alguien
conocía una leyenda viva. “Hay un nombre –apuntó-, que
corre de boca en boca entre los habitantes del pueblo, que
identifica a una persona extraordinaria. ¿Alguien lo conoce?
¿Saben quién es Vicente Loto?”. Rubén cree que es el único
privilegiado, que nadie tiene la respuesta. Podría lucirse y
contar muchas anécdotas que asombrarían a sus compañeros
de clase, pero el sorprendido es él. La abuelita de Marcela lo
conocía muy bien.
¡Marcela! ¡Marcela! La dibuja, ahora, con los ojos
cerrados mientras permanece inmóvil en la esquina del
mostrador. ¡Qué encanto el de aquella pelirroja! Cuando
hablaba tenía un dejo al final de las palabras, que lo
embobecía a más no poder. Todavía la recuerda, altanera,
conduciendo a su abuela Margarita para que se sentara en
una butaca. Cuando la invitada se acomodó en el asiento, los
adolescentes se sentaron en el suelo. Desde esa posición a
Rubén le parece que la anciana es más grande y sobre todo
cuando ella descubre un Vicente desconocido para todos; un
Vicente nuevo, incluso para él.
No obstante, Rubén está molesto. Evaristo se fue de
este mundo; no podría llamarlo como testigo para que
contase de primera mano la tozudez de Vicente al no querer
cambiar los billetes de lotería. Su padre Andrés tampoco
podía venir a la escuela a dar fe de su testimonio. ¿Quién

27
atendería la gasolinera? ¡No es justo! Su malhumor se va
disipando cuando la señora pelirroja les cuenta, con el mismo
dejo de la nieta, que ella estuvo casada con Vicente. Todos los
chicos miran a Marcela. Un aire de misterio une a todos de
repente.
-¡No! ¡No! -se apresura Margarita-. Marcela no es la
nieta de Vicente.
Una brisa entra por la ventana y sacude el cabello de la
profesora que le pregunta cuándo se casó. La anciana, con
una mirada casi pícara, le dice que hacía mucho tiempo. No
recuerda el año. Fue por la época en que los boletos
ganadores de la lotería sólo se anunciaban por la radio. ¿Y la
televisión?-Rubén la interrumpió sin darse cuenta. ¿La
televisión? No existía.
-¿Cómo es posible?
-Por eso digo que fue hace mucho, mucho tiempo -
replicó la anciana.
La mirada de Margarita resplandece y las arrugas se
difuminan lentamente cuando comienza a hablar de Vicente.
“Lo conocí en la iglesia. Era por entonces un siervo de Dios.
Los domingos pasaba por la parroquia con mi familia cuando
él era monaguillo. Lo veía sostener el libro sagrado mientras
el cura leía versículos. Después de la misa le esperaba para
que me diera alguna hostia sobrante. Lo que más me gustaba
era la cruz que trazaba en mi frente mientras recitaba en latín
a la manera de una suave melodía”.
“Aunque Vicente me juraba que no iba a tomar los
hábitos, un día me dijo de repente: voy a ser sacerdote”. La

28
voz de la anciana cae, por un instante, en un agujero
silencioso. “No tenía otra alternativa que amarlo de lejos. Allí
lo vería sermoneando con pasión. Cada gesto suyo me
elevaba, y cuando se persignaba sentía que tocaba mi cabeza,
mis hombros y mi pecho… Ya resignada a la pérdida del
amado, algo inaudito sucedió. En la misa de los fieles difuntos
cuando Vicente aleccionaba “abraza al Dios del amor”, se
produjo un milagro: descubrí que me miraba con una
intención que no era casta”.
“Al principio pensé que eran ideas mías, pero sermón
tras sermón nos aproximamos cada vez más hasta
encontrarnos, inesperadamente, en el patio trasero de la
parroquia, donde nos dejamos llevar por los besos y los
abrazos. Vicente quería a Dios y también me amaba”. Las
palabras revoloteaban alrededor del rostro de la anciana que
rejuvenecía por segundo. Estaba a punto de convertirse en la
enamorada que una vez fue cuando un surco agrietó su
entrecejo presagiando mal tiempo.
“Vicente se flagelaba. Me decía que un juramento era un
juramento. ¿Cómo iba a dejar los hábitos? Era un pastor en el
que todos confiaban. Tanto los enfermos como los sanos
acudían a él para que los aliviara el dolor. Se decía en el
pueblo que su mano era pura, que curaba, que cuando la
ponía sobre una cabeza abatida por la angustia, la aliviaba.
Temía que ese poder curativo menguara al rendirse a los
deseos terrenales. Sobre todo no quería defraudar a los
pacientes del hospital. A veces ninguna medicina los mejoraba
y Vicente lograba con sus manos celestiales lo inesperado.

29
Dejarlos sería un crimen, y no atender a los llamados de su
corazón, otro. Entonces lo vi tan desesperado que le propuse
ocultar nuestra pasión a los ojos de los demás”.
“Por un tiempo las cosas marcharon bien. Después que
Vicente liberaba a los pecadores, nos escondíamos casi todos
los días cerca del confesionario en un cuartito donde él
guardaba la cofia, la Biblia, la copa bendita y otros objetos
sagrados. Éramos tan jóvenes que no advertíamos que
nuestros suspiros podían delatarnos. Una tarde de ajetreo
amoroso los gemidos se deslizaron suavemente por debajo de
la puerta y tropezaron con los pies del hermano mayor”.
Rubén ve a la profesora acercarse con un vaso de agua.
Realmente Margarita lo necesita. Su rostro ha enrojecido.
Después de beber un sorbo, continúa su relato. “Lo
expulsaron de la iglesia un día extremadamente caluroso. El
pueblo casi se derretía. Sólo lo refrescaban las aspas de los
ventiladores. Un silencio estirado y pegajoso cubría sus calles
como si la gente esperase que la excomunión saliera por una
hendija de la parroquia. Y así ocurrió. Se escuchó tras los
ventanales la voz de trueno del superior amonestando al
descarriado: “¿Qué amor ni ocho cuartos? ¡Pamplinas! Sólo
hay un amor. ¡El de Dios!”
“A Vicente no le dolió tanto que le quitaran los hábitos.
Lo que no pudo soportar fue las miradas desilusionadas de
sus feligreses. Aunque siguió asistiendo al hospital, ya los
enfermos no mostraban la misma disposición ante el contacto
de sus manos curativas. Un día se arrodilló ante la cama de
un paciente que deliraba por la fiebre. Le pidió a Dios que

30
mitigara su agonía, sin embargo, la familia del agonizante le
empujó para que se alejase; y en medio de la refriega, el
dolido despertó y le dijo que le dejara morir en paz, que ya no
necesitaba de su oración”.
Margarita vuelve a refrescar sus labios. Toma aliento.
Retira los hombros hacia atrás como si estuviera decidida a no
quedarse con ninguna reminiscencia dentro de ella. “En el
hospital –les dice- atendía sólo a pacientes desmemoriados.
Era a los únicos que podía aliviar. Ellos no se interesaban por
la ausencia de sotana de su protector ni tenían curiosidad por
el revuelo de los boletos de la lotería. Eran agradecidos en ese
espacio de tiempo en que habitaban. Los tocaba con sus
manos, las mismas de antes, las del sacerdote, y se aliviaban
de las dolencias; sin embargo, las utilizaba con los demás
pacientes, con los avisados para quienes el recuerdo pesaba
más que la cura, y no conseguía nada. Estos le miraban con
ojos suspicaces y Vicente se lamentaba que por su culpa los
enterados tuvieran que pagar el celo de la memoria”.
“Una mañana, mientras yo preparaba el café, me
preguntó qué era más importante, si la memoria o la ilusión.
La cafetera comenzó a pitar. El sonido fue la excusa para
ganar tiempo antes de responder. En aquel momento,
titubeando, le susurré que la memoria. Mientras servía el café
pensé que debía apoyar mi respuesta con una buena razón.
Lo que más teme el hombre –le subrayé- no es la muerte,
sino ser olvidado. Fue una sentencia que deslicé sobre la
mesa mientras servía el desayuno. No me miraba y me animé
a decirle que muchas personas dedicaban toda su vida a dejar

31
un legado para que les recordaran sus descendientes. Vicente
me miró con ojos silenciosos; bebió el café, me dio un beso y
se marchó sin hacer ningún comentario. Tras su partida el
café se hizo más amargo, como si su silencio le hubiese
quitado todo vestigio de dulzor”.
La abuela de Marcela hace una pausa. Respira. Se ve
agotada. Rubén cree que no puede seguir hilvanando más
recuerdos, pero Margarita retoma el hilo de su historia:
“Después de la expulsión, la estación de radio dedicó horas y
horas a criticar al traidor de Dios. Vicente se sentía un Judas y
no sucumbió a la tristeza porque nunca lo dejé solo en su
calvario. Después del vendaval de sinsabores nos casamos y,
por supuesto, otro brote de habladurías recorrió el pueblo,
pero ya Vicente estaba resignado a ser un pecador público.
Compramos una casa pequeña de dos cuartos y mi esposo
colgó la cruz en la sala. Me dijo que Dios no nos abandonaría.
Fuimos felices –la voz de Margarita casi se apaga-, hasta que
apareció la lotería en el pueblo”.
Rubén conocía esta parte del relato por boca de su
abuelo Evaristo. Muchas veces él había sido eco de lo que se
comentaba en el pueblo. Todos decían que el ex sacerdote
recibió un castigo divino. Dios lo condenó a comprar boletos
de la lotería. “Al inicio –continúa Margarita- no le di crédito a
los chismes. Estaba segura que mi Vicente no era un maldito.
Lo convencería para que cambiase los boletos y de esa
manera se acabarían todos los rumores”.
“Cuando compró el primer billete lo guardó dentro de
una Biblia. Me pareció que eso le daría suerte, sin embargo

32
cambié de parecer con los días al ver que el segundo, el
tercero y muchos más fueron engordando el libro sagrado.
Una zozobra comenzó a quitarme el sueño. Presentía que algo
marchaba mal, sobre todo en la noche en la que Vicente
decidió acomodar los boletos, que ya no cabían en el
volumen, dentro de una caja de zapatos. Luego, ante la
llegada de más boletos, quise detenerlo, mas colocó los
sobrantes en un baúl de madera en el que guardaba los viejos
hábitos. Los boletos siguieron apilándose en el baúl, después
fueron a dar a un armario que estaba en una de las
habitaciones. Las puertas del armario llegaron a no cerrarse y
una decisión inaudita hizo que me invadiera el pánico. Vicente
sacó el armario y los otros muebles del cuarto y fue
acumulando fajos de boletos sobre el suelo. Llegaron a ser
tantos que ya no podía entrar a limpiar la habitación. Estaba
desesperada”.
“Incluso pensé –suspiró Margarita- que la gente tenía
razón. Mi esposo estaba loco. Quise salvarlo. Tomé varios
boletos y fui a la estación de gasolina”
-Finalmente –abrió los brazos el dependiente con una
sonrisa amable-. ¿Vicente ha decido cambiarlos?
Yo no quise comentar nada. El hombre pasó los boletos
por la máquina registradora y ninguno tenía el número
ganador. Entonces comencé a llorar.
-No te preocupes. Traerás más.
-No puedo hacerlo otra vez.
-¿Por qué no?

33
-¿Y si los demás boletos tampoco tienen el número
ganador?
-¡Imposible! Vicente debe tener el número gordo varias
veces repetido”.
Rubén recuerda que su padre comentó que el abuelo
Evaristo llegaba contento una tarde a la casa con una
tremenda noticia. La mujer de Vicente estaba dispuesta a
traerle poco a poco los boletos que ella pudiera sacar a
escondidas de la habitación. Después los devolvería para que
el marido no notase la ausencia.
Margarita comienza a llorar enfrente de la clase, y su
nieta Marcela la abraza.
“Fui sacando los boletos a hurtadillas y después que
cientos fueron rescatados… de nada valió. ¡Tal vez nunca
encontraría el número ganador! Renuncié a seguir llevándolos
y la desilusión se apoderó de mí. Ya no podría mirar a Vicente
de frente. Era, sin dudas, una traidora”.
“Una noche le confesé todo. Él me abrazó y me dijo
que no llorase, que todavía quedaban muchos boletos. Le
rogué que los cambiara para que los chismes del pueblo
terminaran. Entonces me apretó suavemente los hombros y
murmuró: ¿Qué tal si no hay un boleto ganador?”.
Hay silencio en el aula. Nadie se atreve a comentar
nada ni siquiera a preguntar cuántos boletos tiene Vicente en
su casa. Dice la gente que después que su esposa lo
abandonó, se fue a dormir a la sala para seguir acumulando
boletos en otra habitación.

34
El cencerro de la puerta sonó anunciando la entrada de
un cliente y Rubén regresa de un golpe a la realidad de la
gasolinera.
-¿Ya sabes la última? –le dijo el recién llegado.
Rubén se encoge de hombros.
-Cuando Vicente salió de la gasolinera, se desplomó a
un par de cuadras de aquí. Se quedó tieso como si fuera parte
del pedazo de acera.
-¡Pobre viejo! –exclamó Rubén mirando con pesar la
puerta por donde hacía unos minutos partió la leyenda del
pueblo.
-Todavía no se ha enfriado –añadió el hombre-, y ya en
el pueblo crearon una comisión para ir a su casa y sacar todos
los boletos. Así que prepárate. Vas a tener muchísimo trabajo.
-¡No! –Rubén da un manotazo sobre el mostrador-. No
voy a cambiarlos.
-¿Estás loco? Ya prepararon un camión con cientos de
cajas de cartones vacías. Es probable que estén aquí en una
hora.
-No voy hacerlo.
-¿Por qué?
-No quiero contrariar el deseo del viejo.
-Pero, ya estiró la pata. ¿No?
De repente el cencerro de la entrada retumba. Un fuerte
golpe de aire abre la puerta violentamente y las bolsas de
papas fritas, galletas, caramelos; botellas de refrescos y
pomos de agua salen de sus estantes y se arremolinan hasta
subir al techo que se levanta como si fuera de papel. Rubén

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se agacha tras el mostrador. Un ruido de locomotora fuera de
control bate todo lo que está alrededor. El joven arrastrándose
alcanza la puerta trasera de la gasolinera y corre varias
cuadras hasta llegar a la esquina donde unos enfermeros
cargan a Vicente en una camilla.
Después que la luz roja de la ambulancia se pierde tras
el puente, que une al pueblo con los campos de la vecindad,
Rubén mira hacia atrás y la gasolinera ya no está, sólo
escombros por doquier como si una podadora gigante la
triturase sin compasión y la descuartizara en medio del
camino. Pedazos de techo, paredes quebradas, neveras
aplastadas se revuelcan con la registradora de la lotería
completamente destripada.
Rubén mira al cielo, donde miles de boletos forman un
remolino de papel amarillento. El tornado partió en dos la
casa de Vicente, y los billetes vuelan enloquecidos. Algunas
personas corren, otras ensillan sus caballos y otras suben a
sus autos para perseguirlos. Pese a los esfuerzos, nadie puede
capturarlos. Rubén los ve alejarse mientras sus pies tropiezan
con la boina de color marrón abandonada en una esquina de
la calle, a punto de desaparecer en la oscuridad de una
alcantarilla. Le sacude el polvo y se cubre con ella la frente
ancha. Le sienta como si siempre hubiese estado en su
cabeza. Sonríe y dirige los pasos rumbo al puente.

36
La graduada

En otro momento la luz del sol viajando a través de un cielo


sin nubes, el rocío deslizándose por las hojas de las flores y el
sinsonte trinando en la copa del árbol, hubiese dibujado en
Amanda una amable sonrisa, pero hoy, precisamente hoy, ni
siquiera advierte que el pájaro ha estrenado un nuevo canto
en esa fresca y adorable mañana. La joven está preocupada,
nerviosa. Tiene una entrevista de trabajo. A ella le falta
experiencia y sabe que eso le da escalofríos a los
empleadores. Una amiga de la infancia, después de haber sido
el mejor expediente en la universidad, tampoco pudo esquivar
la inexorable pregunta: “¿Dónde has trabajado antes?”. Por
eso cuando entra en la oficina fría del hombre canoso de
corbata color rosa, lo primero que hace es esconder su
diploma en el portafolio, sacudir los hombros, levantar la
barbilla y repetirse una y otra vez que el empleo de prostituta
es suyo.
Detrás del escritorio, se reclina de manera familiar, un
anciano de cabello largo y blanco. Dice llamarse Dionisio. Su

37
voz es pausada, como si el tiempo fuera todo suyo, y sus
ademanes son elegantes. Viste un traje blanco con un pañuelo
rosa en la solapa, que combina con la corbata. El hombre se
levanta y le extiende amablemente la diestra. Los dedos
frágiles de Amanda rozan las manos huesudas de Dionisio.
Después de sentarse, la joven se acomoda en la silla y
la mueve, ligeramente, hacia el lado derecho para cruzar las
piernas dejando ver, al descuido, una piel bronceada. Luego
ladea la cabeza hacia la izquierda mostrando un cuello
lánguido e inofensivo. Los ojos de Amanda acarician
suavemente el rostro arrugado de Dionisio. El viejo la mira
complacido y su brazo, repleto de diminutas manchas de color
marrón, se levanta para apuntar a un cuadro colgado detrás
del escritorio que muestra a un cisne seduciendo a una
doncella desnuda.
-¿Sabes de qué trata la representación? -le preguntó y
sin esperar la respuesta él mismo añadió-. Recrea un mito
antiguo, el enamoramiento de Zeus por Lena.
-Como ella era una mortal, -agregó Amanda
entusiasmada, a la manera de una colegiala que desea
agradar al maestro- Zeus se convirtió en un cisne para
poseerla.
-Eso es. Así es el trato que le debes dar a los PMI en
cada encuentro. Enfatizó las siguientes palabras acompañadas
de un ligero ademán en forma de círculo: ellos como Zeus
vienen por su Lena.
¡Qué sorpresa para Amanda cuando Dionisio le confirmó
que estaba empleada! La entrevista fue muy breve. No le

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preguntaron qué estudios superiores cursó, ni el índice
académico que obtuvo, ni siquiera su filosofía de trabajo. La
amiga le había dicho que era importante toda esa
información, pero el gerente no preguntó nada, ni siquiera por
las referencias ni recomendaciones. Estaba confundida. Quiso
preguntar qué significaba PMI, pero no lo hizo. Sólo se limitó
a ocultar los bordes del certificado que asomaban por una
esquina del portafolio. No obstante, su rostro irradió alegría.
El viejo llamó a Lucrecia, quien le ayudaría a acomodarse en
el puesto de trabajo.
Lucrecia es una mujer casi perfecta. Sus piernas son tan
largas que parecen la cola del vestido blanco de una novia, el
cabello rubio tempestuoso oculta parte del rostro y las
pestañas abanican unos ojos azules resplandecientes. Se
contonea mientras recorre el pasillo, y sus pies parecen flotar.
-¿Cómo puedes caminar así?
-Es fácil. Ya lo aprenderás -le contestó Lucrecia. Es el
paso que aprecian los PMI.
-¿Quiénes son los PMI?, preguntó Amanda con cierta
ansiedad.
-Son las Personas Muy Importantes que te dan una
calificación después que terminas el contacto. Después
Dionisio los llama para hacerles algunas preguntas. De las
respuestas depende que te renueven el contrato.
Caminaron un poco más a lo largo del corredor y
Amanda indagó:
-¿Acaso tienes idea de lo que les pregunta?

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-Sobre la manera en que complaces a los PMI –le dijo
Lucrecia mientras la observaba con cierta superioridad-, pero
no debes preocuparte. Si Dionisio te dio el empleo, es porque
tus referencias y experiencia le convencieron que eres la
candidata idónea para cumplir con los requisitos del trabajo.
-¿Las credenciales? –murmuró Amanda-. ¿La hoja de
vida?
-Bueno, demasiado palique –se detuvo Lucrecia-. Debes
prepararte para recibir a tu primer PMI. Recuerda, nena, que
la primera impresión es la que cuenta.
Cuando Amanda se quedó sola en el cuarto, estaba
asustada. “¿Y si los PMI dan una mala opinión?”. Trató de
alejar la inquietud mirando a su alrededor. Las paredes de la
habitación están pintadas de color púrpura y las cortinas
oscuras impiden que la luz pase a través de la ventana y
toque la cama. “¿Y si los PMI se quejan?” Nada de eso, apartó
con su mano la molesta duda como si fuera una mosca
pegajosa. “Vine a triunfar”. Su padre le había dicho que no
permitiera que ninguna vacilación afectara su mente: “Las
adversidades son aventuras y las incertidumbres un reto.
Todo lo que hagas con amor –le afirmó- a la corta o a la larga,
te traerá buenos resultados”.
Los consejos del progenitor le impidieron enredarse en
la bruma de ansiedades y comienza a contonearse por la
alcoba como si fuera suya. Saca del portafolio el Kamasutra,
la obra más recomendada por los profesores de la
Universidad. “Ningún libro –le aseguraron-encierra tanta
sabiduría, ni siquiera Los tratados sexuales de China,

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abundante en lecciones”. “Y ellos tienen la razón, sonríe
Amanda, el texto hindú es más prolijo en posturas eróticas”.
Amanda busca en los capítulos, dedicados a la
seducción, aquellos ardides y atajos afrodisíacos que
encenderían al más insensible e impotente de los PMI.
Refresca algunos ademanes provocativos entreabriendo varias
veces los labios a la vez que se desliza, como una felina sobre
la alfombra aterciopelada colocada alrededor de la cama.
Hojea también los apartados que tratan sobre el
encantamiento de las fragancias. Despliega pétalos blancos
sobre el suelo y enciende varillas de incienso dentro de
recipientes de cristal.
El PMI tocó a la puerta. Amanda le recibe con un traje
de baño que solo cubre los labios de su pelvis y la areola de
los pezones. Al visitante le centellan los ojos. Ella le invita a
pasar acariciándole el rostro. Lo desviste lentamente al
compás de una música de saxofón y cuerdas. Con la nariz le
acaricia el cuello, las axilas, el pecho, le humedece el ombligo
y se desliza hasta tropezar con la virilidad del homenajeado.
Entonces, la boca cubre sin prisa la dureza del PMI, quien
extasiado mueve sus brazos como las aspas de un ventilador
enloquecido.
En el ajetreo amoroso ella recuerda la opinión de su
maestro de música: “El sexo oral es un diálogo entre el
ejecutante y la flauta. La secreción no es un fin, sino un
medio. Lo más importante es el espasmo, la convulsión
involuntaria que le arranca al bendito los halagos más
increíbles. Si aplicas las caricias de manera descontrolada, la

41
emisión ocurre como la de cualquier animal. En cambio, si
alargas o retienes la succión, jamás el acto oral caerá en una
vulgaridad sin freno”.
Fueron varios los bosquejos labiales hasta que el PMI
dejó escapar suspiros profundos y, como el moribundo que
trata de alcanzar las últimas bocanadas de aire, cayó
exhausto sobre la almohada. Amanda le miró un poco
alarmada pues el hombre apenas pestañaba. Tras un
instante, el agonizante le sonrió, se levantó de la cama y salió
de la habitación con el rostro relajado y feliz. Amanda estaba
convencida de que sería premiada por su empeño en el arte
de amar.
Pasaron unos veinte minutos y Lucrecia regresó con la
opinión del PMI.
-No es buena.
Amanda se quedó boquiabierta.
-No has seguido los procedimientos habituales, le acusó
la supervisora.
-¿Cuáles son esas rutinas?
-¿Acaso no sabes que los tiempos en que la prostituta
era el centro del placer han terminado? Investigaciones
recientes han demostrado que los PMI quieren también dar
placer, desean provocar los orgasmos más largos y profundos
en las participantes. ¿Eso no te lo enseñaron en la
Universidad?
Amanda no supo qué responder. Estaba a punto de
llorar. Le preguntó a la mentora qué podía hacer. Lucrecia
miró el reloj pulsera, enroscado al igual que una diminuta

42
serpiente plateada, y le dijo que más tarde le explicaría
algunos trucos.
-Ahora tengo que atender al insatisfecho PMI.
-¿Puedo mirar por el ojo de la cerradura? –se atrevió a
sugerir la frustrada.
-Claro, querida.
Y tras la puerta, Amanda observa que Lucrecia no usa
fragancias. “Nadie puede asegurar –como luego le afirmará-
que el PMI no sea alérgico. Entonces una demanda puede
tener curso. Además, el prostíbulo está recortando
presupuesto a causa de la crisis económica”.
En ese instante Lucrecia, tendida sobre la cama, le toma
la mano al PMI y la acaricia. Le hizo un cuestionario muy
cerca del oído para hallar respuestas a la mejor manera de
complacerlo. “Debes emplear esta técnica interrogativa de los
tres pasos: lo que sabe el visitante, lo que quiere aprender y
lo que aprendió. De ese modo el PMI se conectará con sus
experiencias anteriores y logrará involucrase a sus anchas con
la nueva experiencia de placer”.
Amanda aguza la mirada para disipar la penumbra de la
habitación, mientras la experta descubre, apoyándose en
preguntas que van de lo simple a lo complejo, las zonas de
éxtasis del huésped. “Por supuesto, -se extenderá más tarde
Lucrecia- hay que tener en cuenta el tipo de personalidad.
Alguien introvertido tiene demandas diferentes a las de un
extrovertido. El primero necesita más tiempo para expresar
emociones. El segundo, a la inversa, menos para no perderse
en elucubraciones. Después viene la parte en la que el PMI

43
entra en acción. En ese momento, no debes perturbarlo con
sugerencias ni argumentaciones. Déjalo que provoque en ti
una excitación real. Nada de imitación porque inmediatamente
se dará cuenta que tus piernas no se erizan y tus pezones no
arden como monedas calientes. Continúa excitando al infeliz
con propuestas juguetonas y te poseerá como si fueras la
mujer de sus sueños. Una vez que la fantasía sexual haya
terminado, pregúntale si aprendió algo nuevo, y qué te
aconseja para que el próximo encuentro sea más placentero.
Una vez que el PMI se haya marchado, anota en tu registro el
comportamiento y aprendizaje del visitante para que de esa
manera puedas protegerte ante cualquier reclamo”.
Así terminó de ilustrarle Lucrecia, mientras la bisoña
escribía las observaciones en una agenda, a la vez que
recordaba en forma de ojo de cerradura, cómo el energúmeno
PMI se arrastraba a los pies de la experta.
Amanda se sintió muy agradecida. La especialista le
había ayudado a entender la esencia del empleo. Una cosa es
lo que se aprende en la sala de clase y otra sobre la cama.
Nada suple a la práctica. “Por eso la sabiduría –como le
apuntaba la instructora-, no está en la Universidad, sino en la
habitación, cara a cara con los invitados”. También, la joven
estaba agradecida con Dionisio. ¿Cómo se había arriesgado a
contratar a una novata? Esto le dio nuevos bríos. El próximo
PMI quedaría completamente satisfecho. Pero la joven se
equivocaba.
De nada le valió el alarde de gestos sensuales ni el
despliegue de lo recién aprendido con el inmutable PMI: el

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tipo era de cera. Una vez que el insensible se retiró, Lucrecia
le anunció a la discípula que Dionisio estaba muy molesto. El
huésped se había quejado de que la dadora no usó
manipulativos ni recursos tecnológicos en la habitación.
-¿Qué? -Amanda se quedó boquiabierta cuando un
nubarrón de lágrimas saltó al vacío-. ¿Qué pasó? Lo he hecho
todo bien. Tuve en cuenta todos los requisitos y estrategias.
Incluso anoté en el registro todas las porquerías que se le
ocurrieron.
-Eso fue -le interrumpió Lucrecia- lo que te salvó.
-Entonces… ¿Dónde estuvo el error?
-No te culpo. –Lucrecia la abrazó-. Ese PMI es uno de
los más difíciles de complacer.
-¿De qué manera puedo satisfacerlo?-le preguntó
desesperada.
-¿Sabes cómo identificar a un superdotado?
-Sí, -le respondió Amanda con malicia, colocando las
manos para que entre ellas cupiese un pene imaginario-. Lo
que se ve no se pregunta.
-¡No mi amiga! Te equivocas. Un superdotado es un PMI
que tiene un coeficiente de inteligencia muy alto. Suelen ser
curiosos, creativos, preguntones... porque les gusta ver el
sexo desde diferentes ángulos. Cuando no lo consiguen, se
aburren con facilidad.
-Pero mi visitante no dio señales de aburrimiento.
-Ésa es precisamente su limitación. –añadió Lucrecia-.
No pueden comunicar con facilidad sus emociones. Por eso es
tan importante saber identificarlo antes de llevarlo a la cama.

45
Para ello te sugiero que uses varios tipos de acercamiento,
que incluyan los manipulativos, como vibradores,
consoladores u otro tipo de juguete erótico. Además, no
olvides las películas pornográficas. Los audiovisuales son muy
efectivos.
-¿Dionisio nos da –se atrevió a insinuar- todos esos
recursos?
-Nada de eso. Los gastos corren por nuestra cuenta.
Amanda se quedó pensativa. Su diminuto puño derecho
golpeó la palma de la mano izquierda y le dijo a la supervisora
que lo haría. Ella amaba a su profesión y las cuestiones
materiales no iban a detenerla.
Los ahorros de la aprendiza languidecieron un poco.
Compró un televisor de pantalla plana, de 47 pulgadas, una
reproductora digital y un montón de juguetes eróticos. Ahora
sí estaba lista. Nadie podía darle una evaluación negativa.
Desnuda en el borde de la cama espera dispuesta a
enfrentar al más inconmovible de los PMI. Tocan a la puerta.
La abre y ladea ligeramente la cabeza con absoluta serenidad
y pone voz de emperatriz en celo. Es el maldito superdotado
que viene a la revancha, pero ella mantiene con
determinación sus brazos seductores. Entonces algo
inesperado sucede. Dionisio aparece tras el mequetrefe con
una tablilla en la mano.
-Sigue en lo tuyo. -le dijo al oído- Soy un fantasma.
Un zumbido aturde los oídos de la joven. No sabía que
podían evaluarla sin previo aviso. Las manos de la hechicera
comienzan a sudar. La voz del padre vino en su auxilio: “hija,

46
ama a tu prójimo como a ti mismo”. No le flaquearon las
piernas. Utilizó todo lo que tenía a su alcance: hasta al propio
Dionisio lo involucró en las fantasías. No hubo fronteras,
recreó cualquier tipo de juego sobre las sábanas; y como
Lucrecia le había dicho que los superdotados eran personas de
inteligencia avanzada, le propuso repasar todas las posiciones
del Kamasutra. Una vez finalizada esta ardiente etapa, el
huésped tuvo el reto de inventar otras nuevas. Esto
entusiasmó tanto al PMI que casi despotrica a Dionisio que,
extenuado, extendió su huesuda mano y anotó en la planilla;
‘Amanda ha excedido las expectativas”. La joven sonrió. Lo
había conseguido. El empleo seguía siendo suyo.

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Dalia

Ya hace más de cincuenta años que me fui de casa de mis


padres, y hoy mi vida es cuidar del renegado.
Mi familia no podía escuchar su nombre. Para ellos era
una persona sin valores. Eso de salir en pijama en televisión -
decía mi madre- mostraba poca vergüenza. Ni siquiera
hablaba un inglés fluido, qué iba a decir la opinión pública
norteamericana. Además, era un Don Juan: se le conocían
muchas mujeres, y los hijos ya alcanzaban la docena. ¡Y qué
me dicen de su vestimenta!, gritaba mi madre. Con tantos
trajes bonitos y siempre andaba con el mismo uniforme. Se
aparecía en un baile, en una recepción o en un banquete
vestido igual, como un guerrillero peleando su propia batalla.
¿Y la barba? Ni hablar de ella. A mi madre le daba asco.
- No hay nada más aseado y elegante que un hombre
afeitado.
Mi padre lo maldecía por otras razones. Aseguraba que
era un embustero, que engañaba a Sansón Melena. Tenía dos
caras: una en inglés y otra en español. Le decía a la prensa
norteamericana que los dueños de propiedades no tenían de
qué alarmarse; y a la cubana, que le quitaría las tierras a la

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gente, sin importarle las observaciones del presidente Urrutia.
Era un hombre sin ley y nadie lo detenía. Su tozudez no
discriminaba entre amigos y enemigos: si alguien le
contradecía, él lo humillaba hasta que el sujeto desaparecía
de la vida pública. ¿Cuántos ministros renunciaron ya? Hasta
el mismo presidente estaba a punto de colgar los guantes, y
mi madre al escuchar esos vaticinios, se persignaba. Le
rogaba a mi padre que evitase maldiciones, que no debía
mencionar la soga en casa del ahorcado.
-¿Adónde va a parar el país, Dios mío?
Mi padre: ¿sin Urrutia?... y rezongó como el vidente que
conoce la ironía del destino:
-Al abismo.
Por más que insistieron en que era el mismo diablo, no
les hice caso. ¡Cómo no enamorarme de aquel hombre! Fue
un encuentro fortuito. Estaba en la oficina, organizando unos
papeles, cuando abrió la puerta. Se acercó con tres zancadas
y me preguntó por qué mis ojos eran del mismo color de su
uniforme. Le respondí, sin pensarlo, que el verde reflejaba
mucho. Sonrió y una dentadura fresca, muy blanca,
desenredó su barba. Ahí estaba frente a mí el maldito, el
burgués renegado, el hombre de las mil caras, como le
apodaba mi padre, proponiéndome que nos viéramos después
que terminara el trabajo.
Claro está que nada dije en casa. Ya ellos andaban
molestos conmigo porque me había ido a trabajar en una de
sus oficinas. Pensaban que él era el dueño de todo. Mis padres
estaban equivocados: él no era propietario de nada. Ni

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siquiera daba las órdenes en el ministerio. Visitaba las oficinas
rara vez, y nunca había entrado en la mía. Cuando lo hizo
quedé electrizada; pero mucho más cuando me invitó a cenar.
Fuimos a un club de la playa. Un restaurante con
bombillas a media luz y ventanas abiertas. La brisa de la
noche traía un olor a mar de agosto y ruido de olas aplanando
la arena. Estaba como en una película americana con mi
príncipe azul, o más bien... mi príncipe verde. Mientras
comíamos, me hablaba de sus sueños, de cambiar las cosas,
de que el mundo fuera mejor. Era tan apasionado que
cualquier mujer caería rendida a sus pies. Lo interrumpían a
ratos con llamadas telefónicas que apenas atendía. ¡Quería
decirme tantas cosas! Me propuso que nos escapáramos, que
corriéramos por la playa, lejos de los impertinentes. Los
escoltas se distrajeron por un instante. Entonces nos
escurrimos como un par de niños que huye de la escuela a la
hora del receso.
Cuando mi madre se enteró, casi muere del susto. Mija,
con tantos hombres que hay en Cuba y vienes a enamorarte
precisamente de ÉL -me decía llorando. Cuando tu padre se
entere le va a dar un infarto. Pero más que un infarto, lo que
le dio fue una perreta. No lo soportaba. Había regalado el
televisor para no verlo más frente a las cámaras horas y
horas. Vean esto, protestaba indignado, el alzado lo mismo
acusa a zutano que a mengano como si él fuera un santo;
para él todos han pecado. De seguir por ese camino, va a
terminar criticando al mismísimo Dios.

50
Enseguida que mi padre recibió la noticia, se puso de
estaca. Perdió el habla. Me llevó hasta el auto y condujo por
la carretera sin anunciar cuál era nuestro destino. Al ver a los
aviones aterrizando en el aeropuerto, me percaté de lo que
estaba tramando. En la entrada de la terminal, detuvo el
carro. Se volteó y me puso en las manos un boleto de avión.
¿Mi rumbo? Miami. Comencé a llorar. Mi propio padre me
había raptado. Dejé la puerta abierta del carro y corrí
desesperadamente.
En el umbral de mi casa estalló el diálogo, con más
gestos que palabras, y a la confesión de “no puedo vivir sin
él”. Le siguió la sentencia tajante de mi padre: para mí estás
muerta. Pese a que mi madre trató de interceder, me vi en la
calle con una maleta.
En la esquina se estacionó un auto negro. Bajó el chofer,
abrió una de las puertas traseras y me invitó a entrar. Era un
desconocido, pero me rogó cortésmente que lo siguiera: el
comandante no quiere que usted pase trabajos. A través de la
ventanilla vi alejarse la casa de mis padres, mi infancia y los
primeros pasos de mi juventud. ¿Sería la última vez que vería
a mi familia? Le hice un ademán al chofer para que se
detuviera. Me bajé del carro. Miré la casa en la lejanía y me
di cuenta que era inútil regresar. Jamás lo entenderían.
Pasaron muchos años y los viejos nunca aceptaron mi
decisión. Cada nuevo paso que daba, traía de vuelta una carta
que me hacía sentir miserable: “¿cómo es posible, Dalia, que
le des un hijo sin que te hayas casado?”. Ellos no entendían
que él me estaba protegiendo. Muchas personas deseaban

51
matarlo y evitaba a toda costa ponerme en peligro. Esas son
excusas -vociferaba mi padre en el teléfono. Lo que quiere es
vivir como un sultán, brincando de cama en cama. Los
verdaderos hombres se casan por la iglesia y camina con su
esposa delante de todos, en las buenas y en las malas. ¿No
tiene ese miserable el más mínimo pudor?
Ya ni quería hablar por teléfono con ellos. Nadie me
apoyaba. No sólo me echaron a la calle, también me cerraron
las puertas de su alma. Me enjuiciaban como si fuera una
extraña. Por eso tomé la decisión de no contarles nada de mi
vida en lo adelante. Cuando nació mi segundo hijo estuve a
punto de escribirles una carta, pero me contuve. Lo mismo
pasó con el tercero y con los otros. Así, año tras año, la
distancia creció tanto que en ocasiones me he preguntado si
alguna vez tuve una familia.
Realmente queríamos casarnos, pero él me amaba en
serio. Se angustiaba sólo de pensar que algún lunático me
pudiera hacer daño. Fueron tantos los atentados, que a
menudo llamaba por teléfono a casa para saber si estábamos
bien. ¡Como si alguien pudiera romper el cerco de guardias
que me protegía! Dalia, no estamos seguros en ninguna parte
– repetía mientras se quitaba el uniforme.
-Cualquiera puede traicionarnos... un amigo, un
familiar; no sé, el que menos uno se imagina.
Y ya en la cama, desnudos, ronroneaba que sólo en mis
brazos encontraba sosiego.
De esa manera me acostumbré a vivir. No me
arrepiento. Si hay algo que amo es mi libertad, y el

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anonimato es la única forma de conservarla. Así tengo todo el
tiempo para dedicarme a la familia. Nada de trabajo ni de
política. Lo único que acarrea el ajetreo público son
responsabilidades. ¿Qué las malas lenguas aseguran que “ella
es otra dama de compañía; es una concubina más”? Son
puras habladurías. Sé que llegará el momento en que todos
sabrán quién es la mujer de su vida.
Aquella tarde de 1980 cuando me dijo que nos
casábamos, casi me desmayo. Me aseguró que su amor
seguía intacto y que deseaba formalizar el matrimonio. Eso sí,
sería una boda en privado. Nada de cámaras ni de periodistas.
Todavía los enemigos pululaban y sería un mentecato si les
daba una oportunidad. Si había algo sagrado (palabra que
casi nunca pronunciaba) eran su esposa y sus hijos, aunque
estuviese siempre ausente, de un trabajo en otro. La carga
del gobierno no le dejaba tiempo, pero su corazón siempre
estaba con nosotros. Eso dijo.
No fuimos al altar, ni hubo velo blanco. Mucho menos
iglesia, como hubieran deseado mis padres. Fue una
ceremonia clandestina, acogedora, en una casa rodeada de
cristales, a la orilla de la playa. Ese día nadie nos molestó. Fui
toda suya como nunca antes. Pasamos largas horas con los
niños, ya crecidos, que lo agobiaban con preguntas de
gobierno. Mi esposo amablemente las atendía. El más chico
preguntó cuándo su mamá saldría en público. Él le prometió
que muy pronto.
Casi veinte años más tarde, en un atardecer de verano,
sin aviso, nos invitó al estadio Latinoamericano, el lugar

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favorito de la familia, y en especial de mi hijo pequeño, que
soñaba con dirigir un equipo de pelota. Las graderías estaban
repletas y las potentes farolas iluminaban el terreno donde los
peloteros corrían, bateaban y lanzaban la pelota. Cuando se
anunció nuestra llegada por las bocinas, todo el equipo de
pelota se detuvo y un mar de aplausos, vítores y consignas
respaldaron la aparición del Comandante en Jefe con su
compañera, la primera dama.
La ovación estremece, y más cuando los aplausos te
saludan como a la elegida. Por suerte los periodistas no me
molestaron. Sólo tomaron algunas fotos y hubo comentarios
en muchos periódicos del mundo: que el indomable también
era un hombre casado y otras tantas sandeces para
entretener a los curiosos y los malintencionados. ¡Si mis
padres me vieran! El hombre maldito me había cumplido. Yo
no era una cualquiera sino su amiga, su amante, su esposa.
Mi madre, de seguro, sonreiría. ¿Y mi padre? No sé, espero
que al menos disimulara su rabieta.
Si supieran cuán indefenso está, tal vez le perdonarían.
Le veo con su barba canosa buscando un libro en la repisa de
la sala. Las manos le tiemblan y enseguida me pide ayuda
para sentarse en el sillón. Todas las mañanas abre el
escaparate y le convenzo para que no se ponga el uniforme.
Todavía le cuesta trabajo desprenderse de la ajetreada rutina.
Cuando el tiempo termine con su cuerpo, veré a mi padre
alegrarse en su tumba. Cuántas veces le escuché gritar: ¡Ese
hombre es el diablo!, sin importarle que me hiciera feliz.

54
El domador de ilusiones

El señor Cordero se acercó a la puerta de la jaula y las fieras


empezaron a saltar y rugir. Sus figuras se proyectaban como
sombras chinescas inatrapables en el techo de la carpa del
circo. “Ya no me respetan –las observaba el domador con
cierta amargura-. Antes entraba y se mantenían sentadas
igual que estatuas sobre los toneles. No era necesario
desenfundar la vara. Sólo me ajustaba la gorra negra y
enseguida las criaturas me saludaban levantando sus patas.
Sin embargo, ahora, ni siquiera el chasquido del garrote
contra las rejas las apacigua. Cuando aparezco, no se dan por
enteradas. Entonces rugen, corren y se despotrican
mordisqueándose entre sí. ¡Si el maestro Don Correa viera
hasta dónde había llegado el oficio de domador, seguramente
me aconsejaría buscar otra profesión! Por suerte hace tiempo
que dejó atrás las inquietudes mundanas. Ya no tendrá que
sufrir la decadencia de un arte tan admirado desde la
antigüedad.

55
De esa manera cavilaba el señor Cordero cuando golpeó
con la macana los barrotes de la jaula. Se detuvo. Los rugidos
y los zarpazos de las bestias estremecieron los asientos vacíos
de las gradas. “¿A quién se le ocurrió –masculló- que se
podía domesticar a un león sin utilizar la fusta? Entró con la
vara en la jaula. Los animales intentaron atacarlo, pero
levantando el fuete los hizo entrar rápidamente en razón.
“Don Correa -enarboló el azote antes de restañarlo contra el
suelo- decía que la letra sólo con sangre entra. Y tenía mucha
razón. Por aquellos tiempos ningún tigre ni leopardo se
resistía a los mandatos y menos se reviraba, como este que
ahora se me acerca mostrando los colmillos insolentemente.
Se acabaron los tiempos en el que el domador podía decir:
¡está es mi jaula!”.
La cosa cambió a finales de los años setenta. El circo
hasta la fecha había sido el lugar favorito del señor Cordero.
Pasaba más tiempo en la jaula que en su casa. Una vez le dijo
a Don Correa: “aunque le parezca raro las fieras son la única
familia que tengo”. El maestro dándole unas palmadas le dijo:
“descuídate un minuto y verás cómo tu familia te descuartiza
en un instante”. Jamás desatendió a los consejos del maestro.
¿Quién le superaba en experiencia? No obstante las amaba
pese a que nunca tuvo la certeza de que fuese amado por
ellas. Amasaba la secreta ilusión de que las bestias le
permitían al público expresarle su asombro: “¿Cómo puedes
entrar en una jaula con tantas fieras y salir sin un rasguño”.
Esos agasajos le llenaban de regocijo y le animaban a

56
entregarse con más pasión a su faena. Todos le respetaban, le
admiraban, le aplaudían hasta que apareció Doña Perfecta.
La mujer era gorda. Sus extremidades parecían
salchichones y las caderas sobresalían del cuerpo. En más de
una ocasión vio relamiéndose a los animales cuando la señora
aparecía contoneándose. La tabla de apuntes que colgaba de
su cuello se mecía como un metrónomo al compás de las
caderas. La administración del circo la había nombrado
supervisora. Ella velaría por la educación de los felinos.
Entonces no sólo comenzó a criticar al señor Cordero sino
también a su maestro: “Don Correa, usted y su discípulo
utilizan métodos anticuados. Necesitan actualizarse lo más
rápido posible” y les abrió un legajo titulado Principios de
psicología y pedagogía para domadores principiantes.
Era la última investigación de la Universidad de Harvard.
“El autor del estudio –continuaba la mujer sin advertir la cara
de aburrimiento de Don Correa- habla de unas etapas de
aprendizaje que se corresponden con las edades de las fieras.
Por ejemplo, -leía en voz alta- si el león es un cachorro puede
entrenársele usando manipulativos como pelotas, bloques y
aros. Nunca gritarle. Cada vez que el leoncito cumpla con una
actividad, es imprescindible congratularlo con una pequeña
ración de carne y, sobre todo, con muchos halagos pues se ha
descubierto que la autoestima es vital para la adquisición de
nuevos conocimientos”.
Pese a que el maestro mostraba desdén, el señor
Cordero se sintió atraído por la lectura. Por supuesto, simuló
para no contrariar al que siempre había sido el guía. No

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obstante a solas en su pequeño apartamento, que sólo
abarcaba una habitación, siguió husmeando en lo que a los
ojos de la inspectora parecía ser la Biblia de los domadores.
“Cuando los cachorros se conviertan en jóvenes inquietos –
subrayaba el investigador- es importante cambiar de
estrategia; utilizar diferentes modos de enseñanza. Por
ejemplo: lo visual podía ir acompañado de fotografías a color,
lo auditivo de canciones pegajosas y lo gestual de danzas
circulares que tanto relaja a los intranquilos aprendices. Lo
más urgente es no aburrirlos –el lector se rascó la cabeza-, y
sobre todo que cada cual aprenda a su manera. La
personalidad de la fiera dicta la estrategia de enseñanza más
conveniente”.
El señor Cordero se dio cuenta que detrás de los rugidos
y zarpazos anidaba una naturaleza única e irrepetible.
Prepararía danzas para los animales intranquilos, esos que no
podían estar ni un momento en su asiento y se la pasaban
merodeando por la jaula. Así convertiría sus movimientos
impertinentes en una coreografía. A los que el mundo les
parecía una porquería y se mostraban indiferentes y
descoloridos los sacaría de su mutismo con carteles
atractivos, tarjetas llamativas y videos interesantes. Estaba
convencido de que todas sus criaturas podían aprender de
forma divertida sin necesidad de utilizar el látigo como bien
aconsejaba la investigación. Rechazó con un gesto el recuerdo
de Don Correa. El maestro sostuvo el libro entre sus manos.
Lo sopesó igual que una piedra. Miró la primera página.
Inmediatamente saltó a otra del centro. Sus ojos se movieron

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rápido y pasaron hoja tras hoja hasta llegar al último capítulo.
Lo cerró con desgano y le dijo, lanzando el tratado por una de
las ranuras de la carpa: “Pura palabrería. Hay que estar en la
jaula para saber cómo huele el tigre. Es muy fácil escribir:
digámosle adiós a la cuerda, cuando nunca se ha sentido el
rugido de una pantera a una pulgada de distancia”.
La prosa del ensayista cautivaba. Eran tan convincentes
las razones para domesticar con amor y lógica, que el señor
Cordero entró en la jaula sin una fusta en la mano. Estaba tan
empalagado con las explicaciones del sabio que no advirtió el
mal día que tenía la leona Cleopatra. El animal, al verlo tan
sonriente y campante, le lanzó un zarpazo quedándose con la
gorra negra entre sus garras.
El hombre alcanzó a dar un salto atrás y cerrar la puerta
de la jaula, mientras la fiera despedazaba con aire triunfante
lo que quedaba de su querida gorra y las otras rugían
enloquecidas vitoreando la hazaña de su compañera. El
domador, asustado, buscó a ciegas el látigo en un cajón tirado
en la trastienda del circo y lo rascó en el aire. Entró a la celda
y azotó a la atrevida leona. Entonces, lo que parecía una selva
desquiciante, se convirtió en una llanura apacible donde las
fieras pastaban distraídas.
El señor Cordero sonrió. Toda estaba bajo control.
Aunque no del todo. Afuera de la jaula le auscultaba Doña
Perfecta. Luego escribía notas con sus dedos regordetes en la
tablilla de siempre. La inspectora solía venir una vez al mes.
Hacía sus garabatos y se iba rápidamente pues Don Correa
tenía muy malas pulgas. Pero después de la partida definitiva

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del maestro, comenzó a visitar el circo varias veces por
semana para observar el trato que el domador le daba a las
criaturas. “Señor Cordero, le dijo la señora con voz seria, no
me parecen adecuados los métodos de enseñanza que está
usted empleando. No está siguiendo los procedimientos del
célebre manual Identificación y valoración de las fieras”.
En honor a la verdad, el señor Cordero no sabía de qué
libro le hablaba. “Leo poco -le confesó- pero, eso sí, he
manoseado la biblia de Harvard hasta el cansancio”. Doña
Perfecta no podía creerlo. “¡Cómo se atreve usted – y la
pronunciación de usted fue larga y punzante- a trabajar sin
antes consultar el texto!”. La mujer buscó en su bolsa gigante
y sacó el ejemplar que fue entregado o casi lanzando como si
fuera una papa caliente. “Debe leerlo inmediatamente. Le
pondré preguntas con cuatro posibles respuestas para saber si
has comprendido la verdadera templanza del domador”.
De regreso a casa, el señor Cordero abrió el libro
recomendado. Mientras lo hojeaba se puso la mano en la boca
para decir asombrado: “¡Doña Perfecta está en lo cierto!”.
Mientras se limpiaba las desgarraduras de la piel con agua
oxigenada, descubrió en las páginas cuál había sido el error.
Por lo general comenzaba las sesiones siguiendo el modelo
que aconsejaba el escrito, el de las 5-E: enganchar, explorar,
explicar, elaborar y evaluar. “Para despertar la curiosidad de
las fieras –mencionaba el manual- el domador usará, como
enganche, un juguete de plástico con olor a carne de caballo
fresca”. Lo mismo hacía el Señor Cordero y en seguida los
presentes comenzaban a segregar saliva. “Después los dejará

60
explorar con mordiscos y lengüetazos”. Este paso también era
parte de su rutina e inmediatamente les mostraba, a manera
de explicación, un verdadero trozo de res y los animales se
balanceaban intranquilos. “De esa manera –concluía el
estudioso- se les ayudará a hacer la conexión con sus propias
vidas como tanto recomienda el ensayo de Harvard”. “¡Qué
bien! –Aplaudió emocionado-. Conozco a ese autor como la
palma de mi mano”. Siguió leyendo más animado: “Es el
momento de pasar a la siguiente etapa: el domador les dará
huesos reales e imitaciones muy olorosas. Algunos
necesitarán más tiempo que otros para distinguir cuáles son
los verdaderos y cuáles, los falsos”.
“Precisamente en ese paso –y subrayó con el dedo el
párrafo- fue donde me equivoqué. Traté a la leona como si
tuviese un coeficiente de inteligencia regular y el resultado fue
la desgarradura de mi camisa y brazos”. “Una fiera
superdotada –continuó la lectura- aprende más rápido que un
animal regular y tiende a aburrirse con facilidad. Si se le da
libre albedrío, explota la bomba de tiempo que lleva dentro.
Se ve acosada por el tedio, se pone ansiosa y suele atacar a
cualquiera”. “¡Carajo! -rezongó Cordero. ¡Son tantos los
detalles!”. Cerró los ojos y caminó en la arena del circo como
si fuera un campo minado: despacio y atento para que no les
explotasen las fieras en el misma cara. “Definitivamente –
sentenció- hay que estar alerta. Nada de entrar en una jaula
sin conocer de los pormenores de las fieras. Estoy obligado a
saber hasta del palo que se rasca cada animal”.

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Un poco mortificado por el ardor de los arañazos que
desfiguraban sus hombros, dejó el algodón ensopado en agua
oxigenada dentro del cesto de basura. Se sentó al escritorio.
Allí había una carpeta con legajos y un sobre blanco diseñado
a rayas. La misiva no la abrió. Sus manos se detuvieron en los
papeles. Dentro estaba el nombre de cada uno de los
animales con observaciones escritas por la dirección del circo.
La leona Cleopatra estaba clasificada como superdotada. El
león Jacinto era, por suerte, normal. Sin embargo, la pantera
Medianoche tenía discapacidad mental. “No en balde -recordó
el domador- le costaba tanto trabajo identificar la carne
verdadera de la falsa”. Así fue repasando a cada uno de los
internados hasta que se quedó dormido.
A la mañana siguiente el señor Cordero se levantó
resplandeciente. La lectura del nuevo libro lo había reanimado
y se juró no utilizar más el látigo. Frente al espejo se puso el
chaleco, ajustó los botones y levantando el dedo como si
apuntara al cielo afirmó: “La letra entra con paciencia”. Nunca
se había atrevido a parafrasear al maestro y sintió un poco de
vergüenza. ¿Cuántas veces Don Correa –recordó- le había
salvado la vida? Se quedó detenido con el brazo en alto ante
el espejo, como esperando que las imágenes del pasado
vinieran a sacudirle la ilusión de enseñar con amor y lógica.
No obstante estaba resuelto a seguir los consejos del
estudioso de Harvard. “Hay que tener la mente abierta –se
decía mientras entraba en la carpa del circo con el volumen
bajo el brazo. No se pierde nada con probar. Además tengo
encarnada a la regordeta. Me habla con tanta autoridad que

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cualquiera diría que le recitó el manuscrito al...”. Revisó la
portada del libro mientras entraba en la jaula. Las fieras lo
vieron y se colocaron en sus asientos. “Eso es, al Doctor
Cornelio que tiene 30 años de experiencia. ¿Acaso Doña
Perfecta es tan vieja? No lo creo. Tiene mofletes frescos
todavía. Con gusto se los daría de merienda a cualquiera de
mis felinos”.
Sus devaneos maliciosos se detuvieron al abrir bien los
ojos y darse cuenta que en la jaula tenía un nuevo aprendiz.
Un sobresalto le traqueteó el pecho. “No sé nada acerca de… -
y leyó el cartel pegado en el tonel- Sultán. Trataré –respiró
lentamente- de mostrar serenidad. No quiero que la
adrenalina me delate y envíe el mensaje de incertidumbre a
los hocicos oportunistas”. Se acomodó el chaleco y tuvo en
mente que debía seguir la rutina de aprendizaje señalada en
el libro. “No debo apurar a Medianoche –susurraba a manera
de rezo-. Es importante respetar su naturaleza. Necesita más
tiempo para realizar el trabajo. Jacinto, gracias a Dios, es
diligente: puede cumplir su exploración sin tropiezos; y
Cleopatra -¡esa adorable criatura!-, la dejaré completar la
tarea a sus anchas”. El señor Cordero detuvo su aliento y lo
dejo salir suavemente. Estaba resuelto a que en el día de hoy
nadie se aburriría en la jaula.
Venía preparado, alerta y compasivo. No obstante, una
nube de inquietud le obligó a arquear una ceja. “¿Cómo voy a
familiarizarme con Sultán?”. Le observó atentamente. “Es un
hermoso tigre blanco. Sus bigotes son largos y los músculos
se ven fibrosos. ¿Será como Jacinto o tan rápido como

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Cleopatra? Voy acercarme un poco más, así con cuidado, para
valorar sus reflejos”. Sultán ni siquiera lo miró. Se volteó
como un rayo y en un segundo le quitó el chaleco y la parte
trasera de la camisa. Lejos de la jaula el señor Cordero no se
explicaba en qué instante se puso a salvo de las garras de la
imprevisible fiera.
Esta vez tuvo que ir al hospital. El médico le dijo: “Eres
un hombre de suerte. Si el tigre no hubiese estado vacunado
contra la rabia, la mordedura hubiese sido fatal”. Le recetó
pastillas y lo envió a casa. “Estos días de reposo te servirán
para investigar cuál fue el error que cometiste. Un tigre -le
aseguró el galeno casi con una mirada acusadora- no ataca de
esa manera. Algo ha hecho mal, señor Cordero, para recibir
tal embestida”. El herido estuvo a punto de gritarle al doctor:
“soy un domador dedicado, compasivo con mis criaturas,
preocupado por sus necesidades; he abandonado el látigo
para darle sólo amor”; pero no tenía fuerzas para decirle todo
aquello. Apenas podía respirar. Una de las garras del tigre le
había dislocado una costilla.
La victima estuvo en cama dos días y al tercero, aún
adolorido, se levantó en busca de una respuesta. “¿Cómo
explicar el comportamiento errático del tigre?” Tropezó con la
carta de rayas sobre el escritorio. La leyó con atención.
“¡Eureka!-gritó-. Ya sé lo que le pasa a Sultán. Es disléxico”.
Regresó mentalmente a la escena y descubrió su fallo. “Claro
está. Me acerqué a la fiera por el lado izquierdo y como el
disléxico –de acuerdo a las observaciones del libro- carece de
visión periférica, no me reconoció”. Pese a la alegría por el

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hallazgo de su metedura de pata, los colmillos del animal lo
sentían aún incrustados en la carne. “¿De qué manera podré –
pasándose lentamente la mano por las vendas del pecho-
ayudar a este gatito grande?”.
El timbre del teléfono sonó como si viniera a responder
a la pregunta. Era Doña Perfecta. Según la inspectora el tigre
debía de trabajar en un barril ubicado en la parte trasera de la
jaula: “los disléxicos –añadió- son inclinados a las
confusiones. Ningún domador por experto que fuera podía
hablarle de esa manera. Cada palabra hay que pronunciarla
de frente a la fiera. Creo señor Cordero que está obligado a
tomar el curso de Modificaciones versus Acomodaciones en la
educación especial, que voy a impartir la semana próxima. De
no hacerlo, -y esto sonó a amenaza desde el otro lado del
auricular-, perderá su certificado de domador. En esas clases
aprenderá el modo de tratar a animales con necesidades
especiales.
El señor Cordero no pudo contenerse y le gritó al
teléfono: “¿No será mejor que las fieras recibieran un curso
de cómo comportarse correctamente?”. “¡Usted se ha vuelto
loco!- se escuchó en la bocina del aparato-. ¿No se da cuenta
que son animales?”. “¡Pues renuncio! –Se le escapó al
hombre-. ¡No aguantó una mordida más!”; y tiró con tanta
fuerza el artefacto que no pudo escuchar las maldiciones de
Doña Perfecta.
“No voy a regresar –le rugió al teléfono descolgado-.
No volveré jamás a pisar la arena del circo. A nadie le interesa
realmente mi trabajo de domador. Ya nadie me respeta: ni los

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animales, ni los administradores del circo, ni la maldita
inspectora. ¿Para qué continuar en un empleo tan desgastante
y peligroso? Cambiaré de profesión. Eso haré. Mi pasión es
enseñar. Voy a sacar el certificado de maestro. Tengo la
esperanza –se ajustó el cinto del pantalón- de que en el aula
las cosas serán diferentes”.

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Seremos como el Ché

A la memoria de los pioneros que


no pudieron ser como el Ché.

Ser otra persona es una tarea muy difícil y puedo jurar que la
he intentado de todo corazón. Durante muchos años repetí en
el matutino de la escuela: “Pioneros por el Comunismo,
seremos como el Ché”. Al principio, fue una letanía; después
el lema se apoderó de mi cerebro y ya me veía en cuerpo y
alma como el finado. Por suerte mis padres me nombraron
Ernesto. Ése es un punto a favor en el largo camino de
parecerme a él.
Cuando llegué a este mundo, mi héroe ya se había
marchado. Lo conocí por los carteles pegados en los postes de
las esquinas y en los murales de cada edificio. Sencillamente
seguía vivo; y doy gracias que así fuera. De no estar su
querida presencia, tal vez hubiera preferido parecerme a otro;
no sé, quizás a Superman o Batman, personajes mucho más
difíciles de encarnar, pues, seamos honestos: ¿quién puede –
realmente- volar y tener esa fuerza sobrehumana? Pero eso
de hacer revoluciones aquí o allá y padecer asma, es más

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humano, más creíble. Claro que evitaré por todos los medios
quedarme solo, como le pasó a mi ídolo en Bolivia, vagando
por esos parajes inhóspitos como alma en pena.
Lo segundo que tengo a mi favor es mi amigo. Él está
dispuesto a recorrer conmigo la Isla. No se llama como el
compañero de Guevara, pero no importa. También es un buen
aventurero y le ha gustado el tema de escaparnos por toda la
Vía Blanca y darle la vuelta a Cuba. Claro que no le dicho mis
intenciones, no vaya a ser que a él le guste la idea de
parecerse al Ché, y ya eso sería un problema, porque Ché hay
sólo uno, y ese soy yo.
Otro punto a mi favor es que poseo, al igual que mi
guerrillero, una motocicleta. No podré empezar recorriendo
Sudamérica, sin embargo nos esperan las provincias
orientales y en ellas resonarán nuestras hazañas al darle a los
necesitados lo que necesitan.
Le conté el plan a mi amigo Jesús y se puso muy
contento. Eso de quitarle a unos y darle a otros le encantaba.
Él considera que es más como Robín Hood. Sentí alivio al
saber que un personaje literario era su icono y que estaba
dispuesto a hacer el bien.
Hasta aquí puedo resumir que tengo un buen nombre,
un gran amigo y una moto. Casi soy un guerrillero, pero me
falta algo importantísimo: el asma. No soy asmático. No podré
mostrar ese jadeo necesario para vencer las dificultades
careciendo de oxígeno. Apenado se lo confieso a Jesús y me
alivia con un consejo esperanzador: “si no pierdes la fe,
podrás agarrar un asma de la buena en el camino. Si en el

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viaje abres la boca y tragas todo el aire que puedas, te
aseguro que, antes de llegar a Matanzas, ya eres un asmático
insalvable”. Y mientras parloteaba me di cuenta de un detalle
técnico: la motocicleta de mi padre estaba atada con un
candado, como si fuera una presa política. Pero Jesús, que
todo lo puede, trajo un alicate y la liberamos de sus cadenas.
Ya estamos en la carretera bajo la luna llena. Jesús
maneja y voy atrás con la boca abierta. Siento la humedad de
la noche y empiezo a toser. Hemos recorrido varias calles y
cuando empiezo a sentirme como un asmático, una patrulla
nos detiene.
-¡Niños! –apunta la linterna en nuestros rostros- ¿A
quién le han robado esa moto?
-Es de mi papá. –le digo-. Nos la prestó.
-Pero,… ¿qué edad tienen ustedes?
Después que le dijimos once, el hombre llamó por la
planta, ubicó la dirección del dueño de la placa y nos dejó en
nuestras casas. Estábamos de suerte: el oficial era amigo de
mi padre. No obstante, la paliza no me la quitó nadie de
encima y ahora estoy de castigo en mi cuarto. Sólo me
acompaña mi diario, que como el Ché, he garabateado día a
día. ¿Qué falló?, me pregunté por varias semanas. ¿Tal vez
deba esperar a terminar la secundaria? ¿O sería mejor
marcharme mientras estudio medicina? Eso es lo que haría.
Cuando escribí en mi diario: “ya estoy listo para
recomenzar el viaje” había terminado el bachillerato y
estudiaba el primer año en la carrera de medicina. “Soy el
mismo trotamundos, añadí en el papel, con los mismos

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sueños y ansias de lucha”, sólo que el peregrinaje lo haré en
bicicleta, pues a mi padre le han quitado la motocicleta a
causa del Período Especial. No hay gasolina y ¡gracias a Dios!
(esta exclamación he de borrarla: el Ché era ateo), le dieron
una bicicleta china.
¡Qué feliz augurio! Mi comandante lo había previsto
desde la Crisis de los Misiles. La Unión Soviética no es el
camino verdadero. Allá en las estepas de Nikita Jrushchov no
había nada de unión, nada de internacionalismo proletario;
sólo un inaguantable literal y humano frío. Los sacrificados
camaradas estaban en la China de Mao, que a puro pulmón
habían logrado el Gran Salto en su economía comunista, pero
en aquellos turbulentos tiempos de instala, esconde y saca los
misiles, nadie le hizo caso. Ahora, después de treinta años, la
premonición se hace realidad: llegan a la Habana bicicletas de
Pekín pintadas en un azul reluciente con la marca “Forever”.
¿A quién se le había ocurrido la macabra idea de ponerle
a las bicicletas “Forever”, precisamente, en el idioma del
imperialismo yanqui? Eso era un insulto a la memoria del
Guerrillero Heroico. Nadie se dio cuenta, pero yo sí. Por eso
cuando a mi padre le cambian la moto por la bici, raspo el
maldito rótulo con una cuchilla oxidada y le grabo en letras
doradas el emblema “Hasta la Victoria Siempre”.
De la moto a la bicicleta, no estoy seguro de honrar
como se merece a mi héroe favorito. Esto lo dejo claro en mi
diario para que no se entienda que yo quise degradar su
figura, sino que viajo en dos ruedas, pero sin motor, por
razones ajenas a mi voluntad.

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Afortunadamente mi amigo no ha perdido su afán de
quitarle a algunos sus cosas, como Robín Hood, y regalárselas
a otros en aras de la igualdad equitativa de que todos seamos
iguales.
Jesús me propuso algo que rechacé de inmediato:
“Podemos robarnos bicicletas en la Habana –sus ojos
brillaban- y dárselas a los necesitados en la provincia de
Santa Clara. Allí la gente camina a pie porque no hay carros,
ni guaguas, ni bicicletas. Es una buena oportunidad de hacer
justicia, de acabar con la desigualdad entre la capital y el
campo”.
Estuve a punto decirle que sí, al escuchar el nombre de
Santa Clara, el lugar donde el guerrillero se había convertido
en gigante. Pero no. Eso no puede ser. Lo discutí con Jesús.
Trató de convencerme de que el Ché era temerario e
intrépido, que había descarrilado un tren para saquearlo y
quedarse con las armas. “Así que nosotros – sostuvo- no
estamos haciendo nada extraordinario. Imagínate la cara de
los pobres al entregarle las bicicletas con las nuevas etiquetas
de ‘Hasta la Victoria Siempre’. Nos aclamarán como a sus
salvadores, como a sus guerrilleros, ya que estamos borrando
una desigualdad social”.
Aquello tenía mucha lógica, pero era la lógica de Robín
Hood y no la de mi paladín revolucionario. Yo quiero algo más
grande, y lo mejor es recorrer la autopista hasta encontrar un
buen monte y convertirnos en guerrilleros. “Tú estás loco –
ripostó Jesús- ¿y si nos llaman alzados?, como a aquellos del
Escambray, y terminamos patitiesos. Si robamos bicicletas el

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gobierno no se dará cuenta; pero si nos subimos a un cerro a
hacer una revolución, nos cuelgan”.
Ése es el punto -y lo subrayo en mi diario- que Jesús no
entiende: un guerrillero no le teme a la muerte. Sólo hay una
manera de combatir el mal, y es mediante la lucha armada.
Lo dijo Marx, lo hizo Lenin, y la ratificó el mismo Ché con sus
luchas en Guatemala, Cuba, Argentina, el Congo y Bolivia.
Tengo que hacer una revolución para convertirme en un
verdadero revolucionario.
Se lo dije resueltamente a Jesús, y temo que me delató.
Estoy de nuevo encerrado en casa, bajo la amenaza de la
policía de que si salgo de mi cuarto me meten en la cárcel.
Por más que les expliqué a los guardias que quería ser como
el Ché, no quisieron escucharme y me acusaron que tenía
problemas ideológicos. Y que si seguía con esa cantaleta me
llevarían a un hospital psiquiátrico para que me dieran
corriente en el coco.
Sólo me queda un camino: el exilio. Pudiera asilarme en
una sede diplomática, como hizo el Ché en Guatemala, para
luego viajar a México y organizar la revolución; pero en cuál
embajada. Yo no soy argentino; así que esa protección no es
una variante. La del Perú, ni soñarlo. Después del ochenta, no
quieren ver un cubano ni en pintura. Sólo me queda Miami.
Pero, ¡carajo! el Ché odió tanto al imperialismo yanqui, lo
insultó de tal manera en su propia casa que no puedo
aparecerme allí con este deseo infinito de parecerme a él.
¿Para qué coño me hicieron repetir que fuera como el
Ché? ¿De qué manera voy cumplir mi promesa? He tratado en

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vano. No hallo la forma y ya tengo veinte años. Sólo me
quedan seis para empezar la lucha revolucionaria, como mi
comandante, que se montó en el yate de la abuela con apenas
26 años. ¿Pero por dónde comenzar? ¿En Venezuela? ¿En
Argentina? ¿En Cuba? Tengo la sospecha de que lo he
traicionado y escribo en mi diario, antes de partir, que me
siento como alma en pena porque ya nadie reclama el
concurso de mis modestos esfuerzos.

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Los amores del presidente

No hay palabras para explicar ciertas cosas y estas, a pesar


de los años, continúan envueltas en recriminaciones y dudas.
Cuando Bill Clinton en 1998 juró ante la nación: “Yo no tuve
relación sexual con la señorita Lewinsky.”, los amores del
presidente eran lo más importante para Norteamérica. No se
hablaba de otra cosa ni en la radio, ni en la televisión: “si la
pícara sonsacó al viejo, si Bill dejó el esperma en el
vestido,…y tantos otros detalles salpicados de amenazas: “El
mandatario jura ante Dios por segunda vez –afirmaba el
comentarista-. Si fuera sorprendido en una mentira, podría
ser condenado a prisión”.
No es un secreto para nadie. Un mandatario tiene
ciertos privilegios que todos quisiéramos disfrutar. Por
ejemplo, aquí, no importa dónde viva, si en California, la
Florida o Texas. Cierra inmediatamente su residencia y se
muda para la Casa Blanca. Ni siquiera ve los pormenores con
el corredor de casas. Simplemente agarra sus bultos y se
instala allí con su prole por los años del mandato. ¿A quién no
le gustaría establecerse en un palacete con un puñado de
habitaciones? Incluso, no pagar alquileres, ni preocuparse si

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el jardinero cortó el jardín, si el basurero recogió la basura, si
el recibo de la luz vino muy caro. Esos pormenores caseros
perderían importancia. Claro está, hay objetos inmutables y el
elegido no los puede cambiar como los retratos de los
antiguos presidentes que adornan las paredes. ¿Se le habrá
ocurrido a algún candidato descolgarlos? No lo creo. Al final
de cuentas, a él también lo colgarán de la misma manera.
Pudiera sonar feo, pero a Clinton lo jodieron. Si hay algo
por lo que me gustaría ser presidente es para bajarme todas
las mujeres atractivas. Así te dije esa vez, antes de la boda; y
te burlaste: nunca votarías por mí. No deseabas pasar el mal
rato de verme en una Corte hablando de mis intimidades.
Esas eran bobadas. El tipo se puso de mala suerte. ¿Quién va
a creer que el hombre más importante del mundo sólo posea
una mujer? Mira a Fidel Castro. ¿Cuántas mujeres gozó ese
bribón? ¿A quién no le gustaría estar en sus zapatos? Fíjate.
El hombre en los primeros años de la Revolución tuvo un
agente, apodado el ministro de alcoba. Le arreglaba
encuentros amorosos los fines de semana a espaldas de Celia,
su amante protectora. Le pasaba la cuenta a toda falda
viviente. No tenía miramientos: si la virgen de la Caridad se
hubiera levantado el vestido, también hubiera pecado. De esa
manera, si dan ganas de ser presidente. No como Clinton. Yo
te lo dije: le pusieron una trampa. ¿Enjuiciar a un distinguido
patriarca por una simple mamada? Esto sólo ocurre en los
Estados Unidos, el país de las oportunidades para todos,
menos para los presidentes. Estos ya no pueden tirar ni una
canita al aire. ¡Qué mojigaterías! ¿Quién se va a creer esa

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película de los gobernantes anteriores amando sólo a la
primera dama? Seguro disfrutaron de una segunda, una
tercera y quién sabe cuántas. ¿Exagero? Sonreíste y continué
con mi perreta: los acusadores se han ensañado con Bill. Ellos
bien saben que los mandatarios del mundo se bailan hasta a
la bruja de Blanca Nieves si les cae en gracia.
¿Recuerdas la cara del desdichado en el juicio? Figuraba
a un muchacho sorprendido en una maldad. ¿Y su esposa?
Hilary no parecía la mujer, más bien la madre. No actuaba
como la primera dama. Su rostro de desatino era muy similar
al de una madre cuando asiste a la reunión de padres de la
escuela para discutir las marcas de indisciplinas en la tarjeta
de conducta de su hijo.
El abogado dijo frente a las cámaras de televisión: “el
presidente Clinton no tuvo sexo con la colegiala Lewinsky”.
Entonces me froté las manos. Enseguida fui donde estabas. Te
anuncié la nueva. Ya era hora de avanzar más en nuestras
caricias. Según el defensor del mandatario, no hubo sexo en
la chupada. No me querías creer. Encendí el televisor. Lo
escuchaste en boca del leguleyo: “No hubo coito, sólo sexo
oral” Por esa razón el presidente no era culpable, no le podían
probar infidelidad a la primera dama. Daba risas, pero así fue.
Hay algo muy doloroso. Nadie hizo nada por parar esa
estúpida telenovela. Todos como idiotas nos divertimos con
sus ridículos episodios amorosos. Por esa época, ¿qué otro
asunto nos interesaba? Ningún otro. Ni la visita de Juan Pablo
II a Cuba, ni su gran esfuerzo en convertir al cristianismo al
más viejo comunista de la tierra. Tampoco reparamos en las

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amenazas de las computadoras al fin de siglo. Las máquinas
se desconectarían y todo el país quedaría como en la Edad de
Piedra. Menos notamos cómo los federales raptaban a un niño
a punta de ametralladoras en Miami sin importarle el sacrificio
de la madre por traerlo a la tierra de la libertad. Ninguno de
esos eventos nos llamó la atención como los amores del
presidente.
Era como si los sucesos pasaran y lo único de valor
fuese el chupete de Lewinsky. Toda esa farsa terminó el
último día de la presidencia de Clinton. Al final no lo pudieron
condenar, pero dejaron al país embobecido. No advirtieron
que un verdadero malvado les estaba preparando la peor de
las pesadillas.
Todavía lo tengo claro en la memoria. Esa mañana tuve
un percance con las ruedas del carro. Al salir del
apartamento, una llanta estaba desinflada. Maldije a los mil
demonios. Si cambiaba la goma, llegaría tarde. Saqué la
bicicleta del balcón y pedaleé por la avenida. Ya sabes cómo
se pone el cruce del puente. Nueva York es realmente Nueva
York del otro lado del río. Pero cuando te agarran los tranques
no te salva ni el médico chino. A momentos me bajé de la
bicicleta para ladear el embotellamiento mientras veía a lo
lejos la estatua de la Libertar con su antorcha encendida.
Empapado en sudor llegué a la esquina donde siempre
nos tomábamos un café. Ya divisaba las altas torres con sus
cristales grises. Si no fuera por el humo de los carros, la
travesía sería casi un paseo, pensé mientras veía a la gente
caminado sin importarle quién iba a su lado. “¡Qué maravilla

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de ciudad!”, una vez me dijiste. “¿Cómo puede acoger a
tantas personas? La muchedumbre arrasa las calles, los autos
de alquiler se amontonan, los autobuses interrumpen el
tráfico, los metros vomitan gente”. Respiraste. “¡Qué bonito es
Nueva York!”, te sonreí. No obstante, la amábamos con hastío
y encantamiento quejándonos, admirándonos de su urbe
saturada de luces, ruido y carros. Muchas veces planeamos
marcharnos, pero después ¿para qué?, si vivíamos del otro
lado del puente donde la vida era más apacible.
De repente, un estruendo estremeció el manubrio de la
bicicleta. Un avión se estrelló contra una de las torres de
cristal. La explosión lanzó toneladas de vidrios en todas
direcciones. Dejé la bicicleta tirada sobre el pavimento y me
refugié a la entrada de la cafetería.
-¿Qué pasó?—gritó el tendero aterrorizado.
Estaba aturdido. Me asomé lentamente. Una bola de
candela consumía la parte alta de una de las torres del World
Trade Center. Tuve un mal presentimiento. Comencé a correr
en dirección opuesta a la manada de curiosos. Al pasar varias
cuadras, sentí otra explosión. Volteé la cabeza. La segunda
torre ardía, impactada por otro avión. ¿Otra vez, los
japoneses sorprendieron a los americanos? Mis pies se
asustaron con esa idea y corrieron con fuerza. Ansiaba
salirme de la ciudad, cruzar el puente, avisarte: “amor, no
salgas de casa”.
El suelo se estremeció. Perdí el equilibrio. Me golpeé las
manos y las piernas contra el asfalto. A lo lejos se veía
desplomarse una de las torres del World Trade Center. Una

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montaña de humo se abalanzó de golpe sobre las calles, las
tiendas, los mercados. La gente corría despavorida con los
ojos, la nariz y los oídos ensangrentados. El polvo de las
ruinas cubrió casi todo a la redonda. Se respiraba escombros
por todas partes.
Saqué un pañuelo y me cubrí el rostro sin interrumpir
mi enloquecida carrera. Cuando la tierra volvió a temblar por
la caída de la segunda torre, ya estaba a salvo, del otro lado
del puente. Entré en la casa y el terror otra vez se apoderó de
mí. Encontré una nota: “Regresaré pronto. Te quiero”. No era
inusual. Muchas veces dejabas un papel como ese, pero se
me enfriaron las piernas. Te llamé por el celular. No
respondiste.
Como tantas veces, el televisor estaba encendido. En
otra ocasión, me hubiese enfadado. ¡Ya hemos peleado tantas
veces! Pero, esa mañana, no me importó. En la pantalla
repetían la escena de los aviones golpeando las torres: el
primero se hundía en los vidrios; luego, el segundo se
encajaba en la costilla del edificio. ¡Parecía cosa del diablo! He
visto en las películas despedazar puentes, palacios, edificios,
pero siempre tenía una seguridad: “es un truco, un alarde de
pirotecnia”.
A la explosión del segundo avión contra la fachada, un
pedazo de vidrio hirió mi garganta: allí estabas. Tuve una
última ilusión. “¡No, Dios, que no sea ella!”. La cámara hizo un
acercamiento desde un helicóptero. Perdí de un culatazo la
noción de la esperanza. Eras tú en el primer plano de fuego.

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El incendio cubría buena parte de la torre. Las personas
atrapadas salían aterrorizadas a los aleros. Como ellas, te
sujetabas del marco de los grandes ventanales. Algunos
resbalaban y caían al vacío. Pegué mi mano en la pantalla
impotente, rabioso brindándote una ayuda inepta e infantil. La
candela enfurecida golpeaba las paredes. Abajo en la calle
varios carros de bomberos se estacionaban con las sirenas
delirantes. Tirarse era una muerte segura y quedarse era
morir calcinado. A tu lado estaba una pareja. Dudaba si se
dejaba caer al vacío. Finalmente los enamorados se dieron las
manos y saltaron como gorriones desesperados. Fueron
dando vueltas sin soltarse hasta el final de la caída.
Probablemente el camarógrafo perdió el control: no volví a
verte.
Por muchos años tuve la esperanza de encontrarte. Me
alisté como voluntario. Removí escombros. Saqué cadáveres.
Rezaba a cada encuentro de piernas atrapadas en las ruinas
para que no fueras tú. Te busqué en todas las ambulancias.
Hablé con todos los heridos. Nadie te había visto. Pregunté en
cada hospital, en cada morgue. No encontré nada de ti. Sólo
crecía la imagen en la memoria de la torre desplomándose y
tú aferrándote a un alero calcinado mientras yo corría como
una rata a través del puente. Primero sentí rabia: no te salvé,
no fui en tu ayuda. Más tarde, vergüenza por mi cobardía y
por último quise culparte. ¿Qué fuiste hacer a ese maldito
lugar?
Han pasado muchos septiembres y no se me quita el
desasosiego, la incredulidad, la amargura. ¿Qué pasó? ¿Por

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qué la CIA nada hizo mientras se planeaba el atentado?
¿Dónde estaba el FBI? ¿La Casa Blanca? ¿No pudo nadie
detener a los terroristas?
Quiero alejar de mí ese afán de encontrar a un culpable,
de enjuiciarlo, de castigarlo. ¿Mataron al cabecilla? Dicen que
el presidente Obama envió un grupo de ajusticiadores y lo
sorprendieron en una mansión de Siria. Luego lo lanzaron al
mar. ¡Qué más da! Las dudas aún castigan, la culpa mata. No
puedo recuperarme todavía.
Hoy te traigo tus flores favoritas como cada once de
septiembre. Te sigo extrañando mucho. ¿Y sabes algo? En
verdad, nunca deseé ser presidente. No sería bueno. Jamás
podría engañarte.

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