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¿Por qué renuncio a la Universidad tras diez años de docencia?

Annick Stevens, Doctora en filosofía.


Profesora de filosofía en la Universidad de Liège (Bélgica) desde 2001.

Enero 2012

Hoy más que nunca es necesario reflexionar sobre el papel que deben desempeñar las universidades dentro
de unas sociedades que se encuentran sujetas a cambios profundos y radicales, y que deben elegir con
urgencia el modelo de civilización desde el que quieren comprometerse con la humanidad. Hasta el
momento presente, la Universidad es la única institución capaz de preservar y transmitir la totalidad de
saberes humanos elaborados a lo largo del tiempo y del espacio, de crear conocimientos nuevos y
fundamentarlos en los previamente adquiridos, así como de poner a disposición de nuestras sociedades
esta síntesis de experiencias, métodos y competencias en todos los ámbitos, con el fin de auxiliarnos en las
alternativas que queremos elegir en la vida. Es cierto que en todas las épocas la Universidad ha faltado en
cierto modo a algunas de sus exigencias fundacionales, como puede verse en las críticas que,
constantemente, y con razón, se le han dirigido; pero no se trata ahora de invocar la nostalgia de antiguas
formas. Sin embargo, nunca como hoy la Universidad ha sido tan complaciente con las tendencias
dominantes, nunca como ahora ha renunciado hasta tal extremo al uso crítico de su potencial intelectual,
ante la interpretación de valores y movimientos que estas corrientes imponen al conjunto de la población
en general, y de forma tan particular a la comunidad universitaria.

Subyugada desde el primer momento por el poder político, como se ha visto de forma clarísima a lo largo
del Proceso de Bolonia, ahora parece que son los propios gestores universitarios quienes, voluntariamente
—con muy pocas excepciones—, exigen cumplir con esta huida hacia adelante, ciega e irreflexiva, hacia
formas de conocimiento pobremente utilitaristas, determinadas por el economismo y el tecnologismo.

Aunque este hecho se fundamenta muy firmemente sobre la adhesión ideológica de quienes ejercen el
poder institucional, no se habría impuesto al conjunto del personal universitario si no se hubiera
instaurado simultáneamente una serie de limitaciones destinadas a paralizar toda oposición, mediante la
amenaza de hacer desaparecer a todas aquellas entidades que no se sometan a la enloquecida carrera de la
competencia global. Hay que atraer al “cliente” para que tenga éxito, independientemente de sus
capacidades (“¡he aquí la Universidad del Éxito”!), darle un título que garantice un puesto cómodo y bien
pagado, formar en el menor tiempo posible a investigadores que sean hiper-productivos, siempre según los
criterios de calidad editoriales, así como excelentes gestores y directivos de empresas, dispuestos en todo
momento a ocupar un puesto en las infinitas comisiones y consejos en los que se toman simulacros de
decisiones —simulacros, sí, porque tanto los presupuestos como los criterios de selección y distribución del
dinero se deciden en otra parte. Ni una sola cuestión se plantea jamás sobre calidad, objetividad crítica, o
reflexión sobre nuestra civilización. La nueva noción de “excelencia” no designa en absoluto ni la mejor
calidad de enseñanza ni de conocimiento, sino la mejor habilidad para acumular desmedidos presupuestos,
ingentes equipos de investigación en personal de laboratorio, o largas tiradas de títulos en revistas
científicas, que son cada vez más sensacionalistas en la medida en que resultan menos fiables. El delirio de
evaluaciones que se despliegan a todos los niveles, desde las comisiones internas hasta el ranking de
Shanghái, no hacen sino demostrar el absurdo de todos estos criterios.

El resultado de todo ello es precisamente lo contrario de cuanto se pretende promover. En sólo diez años
de docencia he visto cómo la mayoría de mis mejores alumnos abandonaban la Universidad, antes, durante
o en el momento de haber concluido su tesis doctoral, al darse cuenta del proceder que se les obligaba
asumir a cambio de continuar con sus estudios. He visto también cómo otros renunciaban a sus
competencias y verdaderos intereses intelectuales para adaptarse a determinadas áreas, así como para
asumir formas de comportamiento que les permitían disponer de mejores oportunidades. Y, por supuesto,
vi trepar a los trepadores, de pensamiento mediocre y astucia productiva, que saben de inmediato en
dónde deben ponerse y a quién deben pegarse, que no tienen ningún inconveniente en escribir siempre de
acuerdo con las normas editoriales, de modo que así todo es más rápido en tanto que menos exigente.
Salvo escasas excepciones, quienes tienen la posibilidad de llegar en el mejor momento con la mejor
calificación al puesto oportuno son precisamente los más hábiles mediocres. La reciente reforma del FNRS
acaba de suprimir las últimas posibilidades disponibles para aquellos estudiantes que sólo se valen de sus
capacidades intelectuales, haciendo prevalecer la evaluación del laboratorio sobre la de la persona.
Semejantes extravíos presentan variantes y realizaciones diversas según disciplinas y países, pero en todas
partes nuestros colegas confirman las tendencias generales: la competencia que se basa exclusivamente en
la cantidad; la selección de temas de investigación impuesta por organismos financieros, todos ellos al
servicio de un modelo de sociedad según el cual el progreso humano se basa únicamente en el crecimiento
económico y en el desarrollo tecnológico; hipertrofia de la actividad administrativa y de gestión a expensas
de un tiempo que debería dedicarse a la docencia y a la investigación. Por poner un ejemplo, teniendo en
cuenta los actuales criterios, Darwin, Einstein o Kant no tendrían hoy ninguna posibilidad de que los
seleccionaran. Piénsese en las consecuencias que todo esto tendrá en el futuro de la enseñanza y la
investigación. ¿Es que se cree posible mantener contento al “cliente” proponiéndole una formación de tan
estrecha envergadura? Incluso desde el punto de vista de sus propios criterios de excelencia, la política de
las autoridades científicas y académicas es sencilla y totalmente suicida.

Tal vez algunos digan que exagero, que es posible compaginar cantidad y calidad, y llevar a cabo un buen
trabajo sin dejar de plegarse a los imperativos de la competitividad. La experiencia desmiente este
optimismo. No diré que todo es nefasto en la Universidad actual, pero lo que hay de bueno en ella procede
de la resistencia a las nuevas medidas impuestas, y no a su aplicación. Y esta resistencia se irá debilitando
con el tiempo. Se confirma, de hecho, que todas las disciplinas académicas se empobrecen
progresivamente, ya que las personas seleccionadas como más “eficaces” son también las menos sólidas,
las más limitadamente especializadas, es decir, las más ignorantes, incapaces de comprender la
complejidad de sus propios resultados.

Incluso aquellas materias con un fuerte potencial crítico, como la Filosofía o las Ciencias Sociales, se pliegan
a las exigencias mediáticas y se mantienen siempre con suficiencia en un conformismo que les permiten
librarse de la exclusión en la batalla de la productividad —por no hablar de la incapacidad para asumir la
incoherencia entre sus propias teorías críticas y su aplicación práctica, cuyos representantes se ven
obligados a adoptar, a título individual, con el fin de alcanzar un puesto desde el que hacerse oír.

Sé que muchos colegas comparten este juicio global y tratan heroicamente de salvar los muebles, en un
ambiente de resignación e impotencia. Incluso se me podría reprochar que abandono la Universidad en un
momento en el que habría que luchar desde el interior con el fin de invertir el proceso. Precisamente por
haber llevado a cabo varios intentos en este sentido, y pese a la estima que profeso a quienes se esfuerzan
todavía por contrarrestar tales estragos, creo que la lucha es inútil en las actuales condiciones, dado el
poder de unión entre los intereses individuales de algunos de nosotros y la ideología general a la cual se
adhiere la Universidad.

En lugar de lanzarse a nadar contra corriente, es momento de salir para dar lugar a otra cosa, para
constituir otro tipo de institución, capaz de retomar el papel fundamental de transmitir la complejidad de
las características de las civilizaciones humanas y de promover la reflexión indispensable que, sobre
saberes y conductas, hace prosperar a la humanidad. Todo está por hacer, pero en el mundo hay cada vez
más personas que disponen de inteligencia, cultura y voluntad para llevarlo a cabo. De cualquier modo, no
es momento de peder energías luchando contra la decadencia anunciada de una institución que se hunde
sin saber entender lo que es la excelencia.

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