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Brasilia, el sesentón herido de muerte

Se cumplen seis décadas de la fundación de Brasilia. Observada


retrospectivamente, esa utopía urbanística que imaginaron Kubitschek, Costa y
Niemeyer, con Le Corbusier de fondo, ha acabado degenerando en distopía

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Fredy Massad

Oscar Niemeyer explica en sus memorias que, poco después de


que Juscelino Kubitschek se convirtiera en presidente de Brasil en
1956 -el cual había contado ya con él para la construcción de un
conjunto arquitectónico en Pampulha durante la década de los
cuarenta− volvió a convocarlo.

Esta vez tenía planes para elevar una gran ciudad: «Vamos a
construir la capital de Brasil. Una capital moderna, ¡la capital
más bella del mundo!», recuerda Niemeyer que le anunció con un
inmenso entusiasmo. Señala además que el lugar escogido era como un
«inmenso y desangelado trozo de tierra salvaje en la remota llanura
interior central»: «Pero, para mi sorpresa, todas mis dudas se disiparon
frente al optimismo de Kubitschek. […] Su visión y su empuje eran tan
contagiosos que pronto estuve plenamente convencido de que, en un
par de años, la nueva capital de nuestro país se levantaría desde ese
lugar y llegaría hasta el confín más lejano de la tierra. […] Una ciudad
moderna y de vanguardia, que representara la importancia de nuestro
país».

Brasil vivía entonces un importante momento de prosperidad


económica: tras la II Guerra Mundial se había afirmado como una
potencia y motor de América del Sur. Se sumaba a esto un estado
mental, alentado por la influencia que el Instituto Superior de
Estudios Brasileiros (ISEB) ejerció en lo ideológico, promoviendo
la idea de que la cultura se encontraba en el futuro, en lo no hecho, en
lo que estaba por construirse.

Una coyuntura óptima


La promesa electoral de trasladar la capital del país a la zona centro
encontró la coyuntura óptima para materializarse. Hay, no obstante,
que señalar que tal proyecto tenía ya un cierto recorrido histórico: la
idea fue formulada por primera vez por el político y naturista José
Bonifacio de Andrada y Silva, una de las figuras más importantes
del periodo imperial brasileño (1822-1889). Hasta ese momento, el
país había tenido dos capitales litorales: primero, Salvador,
y, a partir de 1760, Río de Janeiro. La colonia portuguesa se había
desarrollado sólo en las costas, dejando el interior inexplorado. José
Bonifacio intentaba de esta manera romper con esta inercia histórica.

Con Niemeyer como arquitecto, emblema de una modernidad audaz, se


convocó un concurso público para escoger al responsable del plan
urbanístico. El elegido fue Lúcio Costa, antiguo maestro de Niemeyer,
que se impuso sobre el resto con una propuesta escueta, apenas un
croquis y unas cuantas páginas en las que no ofrecía ningún tipo de
densa elaboración teórica, y que presentó como fruto de «una idea
que nació de forma espontánea».

Cierto o no, el hecho es que esa naturaleza espontánea que se atribuyó


al germen del proyecto alimentó el aura de heroicidad en torno a la
creación de Brasilia como tabula rasa, presentándola como una
ciudad que no era producto de cálculos y racionalidad, sino de un
relámpago de inspiración. Se subrayaba así su carácter de símbolo, su
singularidad, su mirada hacia un futuro que estaba por hacerse, pero
cuyos cimientos ya estaban dispuestos.

Niemeyer (derecha) junto a Le Corbusier

No obstante, Brasilia se sustenta sobre los fundamentos de


los Congresos Internacionales de Arquitectura (CIAM) y las
directrices sobre urbanismo señaladas por la Carta de Atenas (1933).
Su plan evocaba la forma de un avión con las alas extendidas en un
suave arco. El punto central era la Plaza de los Tres Poderes, donde se
elevaron el Palacio Presidencial, el Tribunal Supremo, el Congreso y la
catedral, edificios cuyas formas enfatizaban la impresión de apertura
espacial y se elevaban vigorosamente hacia el cielo.

Costa y Niemeyer rompían con la tradición rectilínea del


racionalismo articulando ese eje monumental a través de la curva.
Asimismo, crucial en su planificación fueron las supercuadras,
impresionantes manzanas con edificios de viviendas separadas por
amplios espacios.

Del diálogo que los expresivos cuerpos geométricos diseñados por


Niemeyer establecieron con los volúmenes y espacios libres del plan de
Costa resultó lo que éste describiría como «una ciudad monumental y
hospitalaria», y que, en su tiempo, fue leído en clave entusiastamente
positiva por figuras como Peter Smithson, pero que sería puesto en
cuestión en años posteriores por otros críticos como Kenneth
Frampton y Manfredo Tafuri, que minimizaron lo innovador de su
planteamiento al interpretarlo como una aplicación de los modelos
históricos desarrollados en 1930: un modelo urbano que ya había dado
muestras de fracaso en Europa y que llegó a destiempo a Iberoamérica.

Fe en los «candangos»
También se la comparó con modelos anticuados y autoritarios de
planificación urbana. Los arquitectos Sérgio Ferro y Rodrigo
Lefèvre, que proyectaron edificios residenciales en Brasilia,
denunciaron la situación de los trabajadores de la que pudieron ser
testigos: los candangos, así eran llamados aquellos que servían como
mano de obra, procedentes de las zonas más pobres del país,
fueron explotados y sometidos a difíciles condiciones para
elevar una ciudad cuyo plan maestro no había contemplado viviendas
de renta baja. Criticaron de igual manera la pulcritud de las
fachadas, tras la que quedaba oculta la marca de la mano humana que
las había construido, y en la que veían una manifestación de la
tendencia del Estado a controlar la realidad social.

Futuro perfecto
Brasilia es principalmente vista como la manifestación de una utopía
cuya pretensión era traer al presente ese futuro deseado por la
Modernidad. Un futuro perfecto en el cual se aspiraba al
control, a que el individuo se amoldase a la ciudad, y no a la inversa.
Observada retrospectivamente esa utopía que imaginaron Kubitschek,
Costa y Niemeyer (con Le Corbusier de fondo) acabó degenerando en
una distopía. Una ciudad monumental o hecha para
«exhibirse», pensada para el automóvil. Una ciudad para
conquistar el interior salvaje de Brasil como corroboración del poder
del hombre sobre la Naturaleza. El poder del poder sobre el propio
individuo. Una capital que optó por la monumentalidad y prefirió ser
hostil a hospitalaria. Se llegó a acuñar el concepto de «brasilete» para
dar nombre a un trauma: el periodo de adaptación por el que el recién
llegado tendría que pasar antes de sentirse medianamente cómodo en
Brasilia.

Hoy, reconfigurada, Brasilia es testigo del fracaso de la idea de que


la arquitectura debía ser la directora y ordenadora de la vida
de los individuos, en lugar de ser permeable y flexible para adaptarse
a sus necesidades.

Sesenta años después de su fundación, esta metrópolis brasileña se


antoja como una estampa de retrofuturo. Un vestigio de lo mejor y
lo peor del siglo XX.

LAS JOYAS DE LA CORONA

Palácio da Alvorada (1958). La residencia presidencial, con una


superficie de 7.000 m2 distribuida en tres plantas. Sus columnas
exteriores de mármol blanco aluden a la antigua arquitectura doméstica
colonial.

Sede del Supremo (Trib. Fed. de Brasil). Los cálculos


estructurales del ingeniero Joaquim Cardozo permitieron que las bases
del edificio fueran delgadas, apenas tocando el suelo, lo que genera
impresión de ligereza.
Palacio Itamaraty (1970). Sede del Ministerio de Relaciones
Exteriores, lo distinguen los arcos de su fachada. Roberto Burle Marx
fue responsable del proyecto de paisajismo interior y exterior.

Palacio do Planalto (1960). Sede del poder ejecutivo, con 36.000


m2. Su fachada se caracteriza por dos elmentos: la rampa que conduce
al vestíbulo interior, y el parlatorium, desde el que el presidente se
dirige al pueblo.

Catedral de Brasilia (1970). Como una impresionante escultura, el


edificio tiene una planta circular de 70 metros de diámetro, desde la
que ascienden dieciséis columnas de hormigón en un formato
hiperboloide.

Congreso Nacional del Brasil (1960). Uno de los edificios más


emblemáticos de Brasilia, lo caracterizan sus dos cúpulas sobre un
bloque horizontal: una cóncava y otra convexa. Entre ellas, dos torres
ascienden a un centenar de metros.

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