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La

forma en que lo logramos no puede considerarse un ejemplo de la nueva


política que había prometido durante mi campaña electoral. Era pura vieja escuela.
Cuando la votación de la Cámara dejó claro que no estaba garantizado un proyecto de
ley ampliamente bipartidista, nos centramos en asegurar los sesenta y un votos del
Senado; sesenta y uno porque ningún senador republicano podía darse el lujo de ser
el único que permitiera que se aprobara el proyecto de ley de Obama. En aquella
atmosfera radiactiva orquestada por McConnell, los únicos republicanos que estaban
dispuestos a considerar apoyarnos eran tres autodenominados moderados de los
estados en los que yo había ganado con comodidad: Susan Collins y Olympia Snowe
de Maine y Arlen Specter de Pensilvania. Ellos tres, junto con el senador Ben Nelson
de Nebraska —el portavoz no oficial de la media docena de demócratas de estados
conservadores cuya prioridad en cualquier asunto controvertido era siempre algún
punto, el que fuera, a la derecha de Harry Reid y Nancy Pelosi, para ganarse así la
preciada etiqueta de «centrista» de los comentaristas de Washington— se convirtieron
en la clave para poder aprobar la Ley de Recuperación. Y ninguno de aquellos cuatro
senadores se arredraron a la hora de imponer un alto peaje.
Specter, que ya había batallado contra dos episodios de cáncer, insistió en que
diez mil millones de la Ley de Recuperación se destinaran a los Institutos Nacionales
de la Salud. Collins exigió que en el proyecto de ley se redujera la partida para la
construcción de escuelas y que se incluyera un «impuesto mínimo alternativo»; una
provisión de impuestos que evitara que la clase media acomodada estadounidense
tuviera que pagar unos impuestos más elevados. Nelson quería más dinero de
Medicaid para las zonas rurales. Aunque aquellas prioridades sumaban miles de
millones, el grupo insistió en que el total del proyecto de ley tenía que ser inferior a
ochocientos mil millones, porque cualquier cifra por encima de esa parecería
«demasiado».
Hasta donde podíamos ver no había ninguna lógica económica en ninguna de
aquellas cosas, solo posicionamiento político y la típica presión de políticos que
sabían que tenían ese poder. Pero esa verdad pasó en buena medida inadvertida; al
menos en lo que se refiere a los corresponsales de Washington, el mero hecho de que
cuatro senadores trabajaran de una manera «bipartidista» implicaba una sabiduría y
una lógica salomónica. Mientras tanto, los demócratas liberales, sobre todo del
Congreso, se enfurecieron conmigo por haber permitido que aquella «banda de
cuatro» determinara de forma efectiva los contenidos finales del proyecto de ley.
Algunos incluso llegaron a sugerir que hiciera campaña en contra de Snowe, Collins,
Specter y Nelson en sus propios estados hasta que ellos renunciaran a sus peticiones
de «rescate». Les dije que eso no iba a ocurrir, porque había calculado (coincidiendo
con Joe, Rahm, Harry y Nancy) que unas tácticas intimidatorias probablemente
recibirían una respuesta parecida, y también cerrarían la puerta a la posibilidad de que
el cuarteto cooperara en cualquier otro proyecto de ley que intentara aprobar en el
futuro.

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