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TEÓRICO 5
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Bibliografía obligatoria:
Adorno, T. W., Teoría estética, trad. Jorge Navarro Pérez, Madrid, Akal, 2004, cap. “Arte,
sociedad, estética”, pp. 9-28; cap. “Situación”, pp. 28-29 (el apartado “Descomposición de
los materiales”) y cap. “Carácter enigmático. Contenido de verdad. Metafísica”, pp. 161-
174
“Es un aparato singular”, dijo el oficial al explorador, y contempló con cierta admiración el
aparato que le era tan conocido. El explorador parecía haber aceptado sólo por cortesía la
invitación del comandante para presenciar la ejecución de un soldado condenado por
desobediencia e insulto hacia sus superiores. En la colonia penitenciaria no era tampoco
muy grande el interés suscitado por esta ejecución. Por lo menos en ese pequeño valle
profundo y arenoso, rodeado totalmente por riscos desnudos, sólo se encontraban, además
del oficial y el explorador, el condenado, un hombre de boca grande y aspecto estúpido, de
cabello y rostro descuidados, y un soldado que sostenía la pesada cadena donde convergían
las cadenitas que retenían al condenado por los tobillos y las muñecas, así como por el
cuello, y que estaban unidas entre sí mediante cadenas secundarias.
Kafka, Franz, En la colonia penitenciaria, trad. J. R. Wilcock, Madrid, Alianza, 1995, pp.
5-6
Noten que el relato describe con más detalle el sistema de cadenas con que se sujeta
al condenado que los rasgos humanos específicos de los personajes.
De todos modos, el condenado tenía un aspecto tan caninamente sumiso que al parecer
hubieran podido permitirle correr en libertad por los riscos circundantes para llamarlo con
un simple silbido cuando llegara el momento de la ejecución.
El explorador no se interesaba mucho por el aparato y se paseaba detrás del condenado con
visible indiferencia, mientras el oficial daba fin a los últimos preparativos arrastrándose de
pronto bajo el aparato, profundamente hundido en la tierra, o trepando de pronto por la
escalera para examinar las partes superiores. Fácilmente hubiera podido ocuparse de estas
labores un mecánico, pero el oficial las desempeñaba con gran celo, tal vez porque
admiraba sobremanera el aparato o tal vez porque, por diversos motivos, no se podía confiar
ese trabajo a otra persona.
También el aparato −pueden intuir ustedes, aún sin haber leído el relato completo−
es un aparato de muerte extremadamente sofisticado, dado que quien lo va a poner en
funcionamiento no delega su trabajo en un mecánico, sino que lo realiza él personalmente.
El dispositivo de muerte no un dispositivo simple, rápido, expeditivo, como por ejemplo,
una guillotina. Y lo podemos calcular también en función de lo complejo que es el sistema
de sujeción del condenado (el sistema de cadenas y cadenitas).
Ahora bien, para Adorno, este lenguaje está, de manera negativa, hablando de un
sujeto emancipado. Solamente un lenguaje que expresa que el sufrimiento, en la vida
contemporánea, adopta estos caracteres protoconcentracionarios (los de la colonia
penitenciaria, es decir, los caracteres de una vida falsa tal como esa vida falsa puede ser
falsa a esa altura del siglo XX), puede ser el lenguaje de un sujeto emancipado (el sujeto
que no puede emanciparse en la sociedad).
No está tan desarrollada la negativización del lenguaje en Kafka como en Beckett,
aun con todo lo que el lenguaje kafkiano tiene de siniestro y quizá precisamente por todo lo
que tiene de siniestro. En Beckett, en cambio, aparece banalizado todo lo que en Kafka es
siniestro.
Los personajes de Los días felices son dos: Winnie, a quien Beckett describe en las
indicaciones iniciales de la obra como una mujer de unos cincuenta años -después aclara
que está muy bien conservada- y Willie, un varón de unos sesenta años, de quien no hace
aclaración respecto de su “estado de conservación”, lo cual es importante en cuanto a la
indeterminación del personaje masculino. En el comienzo del acto primero, se describe el
escenario en el cual estos dos únicos personajes van a interactuar:
Acto I
Extensión de hierba reseca que se eleva en el centro en forma de pequeño montículo.
Pendientes suaves caen hacia ambos lados del escenario y hacia el proscenio. Corte brusco
en la parte posterior hasta el nivel del suelo. Simetría y sencillez máximas.
Luz cegadora […] Enterrada hasta más arriba de la cintura, y en el mismo centro del
montículo, Winnie, mujer regordeta de unos cincuenta años, bien conservada,
preferentemente rubia, brazos y hombros desnudos, corpiño muy escotado, senos
abundantes, collar de perlas. Aparece dormida, con los brazos apoyados en el suelo y la
cabeza entre los brazos. A su lado, a la izquierda, una gran bolsa de compras negra. A su
derecha, una sombrilla plegable plegada, la punta del mango asomado por la funda.
Beckett, Samuel, Los días felices, ed. bilingüe y traducción: Antonia Rodríguez Gago,
Barcelona, Altaya, 1995, p. 127
Todo los objetos accesorios –o mejor dicho, los objetos que en la vida cotidiana
tienen un valor accesorio o instrumental− reciben en la obra una descripción más
minuciosa que la figura humana de los personajes principales: es importante que la bolsa
sea negra y que la sombrilla esté plegada, mientras que la mujer puede tener alrededor de
cincuenta años, ser preferentemente rubia (es decir que podría no ser rubia), regordeta y
bien conservada. El equivalente sería indicar cuánto debería pesar la mujer, para que sea tan
importante ese rasgo como que la bolsa de hacer las compras sea negra.
Detrás, a su derecha, durmiendo en el suelo y oculto por el montículo, Willie. Pausa larga.
Timbrazo agudo. Uno diez segundos. Se para. Winnie no se mueve. Pausa. Timbrazo más
agudo. Unos cinco segundos. Winnie se despierta. El timbre se para. Levanta la cabeza,
mira fijamente al frente. Pausa larga. Se gira, apoya las manos abiertas en el suelo, vuelve la
cabeza hacia atrás y mira fijamente al cenit. Pausa larga. [Ídem, p. 131]
Es notoria, en esta cita, la alternancia entre datos muy precisos sobre todo lo que es
mecánico (la sonoridad y duración de los timbrazos) y la indeterminación respecto de, por
ejemplo, cómo es, físicamente, el personaje de Willie.
Winnie – (mirando fijamente al cenit) ¡Otro día divino! (Pausa. Vuelve a girar la cabeza,
mira al frente. Pausa. Enlaza las manos sobre el pecho. Cierra los ojos. Plegaria silenciosa
moviendo los labios: diez segundos. Labios inmóviles. Las manos permanecen enlazadas.
Bajo.) …Por Cristo nuestro señor, amén. (Abre los ojos, desenlaza las manos y las apoya de
nuevo en el suelo. Pausa. Enlaza de nuevo las manos sobre el pecho. Cierra los ojos. Los
labios se mueven en una última plegaria silenciosa, unos cinco segundos. Bajo.)…siglos de
los siglos, amén. (Abre los ojos, desenlaza las manos y las vuelve a apoyar en el suelo.
Pausa.) Comienza, Winnie. (Pausa) Comienza tu día, Winnie.
[Nos damos cuenta de que Winnie se está hablando a sí misma.]
(Pausa. Se vuelve hacia la bolsa, revuelve dentro de ella sin cambiarla de sitio, saca un
cepillo de dientes, revuelve de nuevo, saca un tubo gastado de pasta de dientes, se vuelve al
frente, desenrosca la tapa del tubo, deja la tapa en el suelo, saca con dificultad un poco de
pasta que pone sobre el cepillo, sujeta el tubo con una mano y se cepilla los dientes con la
otra. Se vuelve púdicamente a la derecha y hacia atrás para escupir detrás del montículo.
En esa posición, observa a Willie. Escupe, se estira hacia atrás y se inclina. Alto.) [Ídem, p.
131]
Por encima de lo que dice el personaje, tienen prioridad las banalidades de su ritual
al momento de despertarse, por ejemplo, el acto de lavarse los dientes.
¡Chis! ¡Chis! (Pausa. Más alto.) ¡Chis! ¡Chis! (Pausa. Dulce sonrisa mientras se vuelve al
frente. Deja el cepillo en el suelo.) Acabándose. (Busca la tapa.) En fin… (Encuentra la
tapa.) No tiene remedio. (Tapa el tubo.) Una de esas cosas viejas. (Deja el tubo en el suelo.)
Otra de esas cosas viejas. (Se vuelve hacia la bolsa.) No tiene solución. (Revuelve en la
bolsa.) Ninguna solución. (Saca un espejo pequeño, se vuelve al frente). ¡Ah, sí!
(Inspecciona sus dientes en el espejo.) Pobre, querido Willie. (Examina los dientes
superiores pasando el pulgar sobre ellos. Ininteligible.) ¡Dios mío! (Levanta el labio
superior para inspeccionar las encías. Igual.) ¡Dios santo! (Estira la comisura de los
labios. Boca abierta. Igual.) ¡En fin! (Estira el otro lado. Igual.) Ni peor. (Deja la
inspección. Normal.) Ni mejor ni peor. (Deja el espejo en el suelo.) Ningún cambio. (Se
limpia los dedos en la hierba.) Ningún dolor. (Busca el cepillo de dientes.) Casi ninguno.
(Coge el cepillo de dientes.) Eso es lo maravilloso. (Examina el mango del cepillo.) No hay
nada igual. (Examina el mango y lee.) Pura…¿qué? (Pausa) ¿Qué? (Deja el cepillo en el
suelo) ¡Ah, sí! (Se vuelve hacia la bolsa.) ¡Pobre Willie! (Revuelve en la bolsa.) Ningún
entusiasmo… (Revuelve)...por nada. (Saca unas gafas de su funda.) Ningún interés... (Se
vuelve al frente) …por la vida. (Saca las gafas de la funda.) Pobre, querido Willie. (Deja la
funda en el suelo.) Siempre durmiendo. (Abre las gafas.) ¡Don maravilloso! (Se pone las
gafas.) No hay nada igual. (Busca el cepillo de dientes.) Creo yo…. (Coge el cepillo de
dientes.) Siempre lo he dicho. (Examina el mango del cepillo.) Ojalá yo lo tuviera.
(Examina el mango y lee.) Genuina, pura… ¿qué? (Deja el cepillo en el suelo.) Pronto
ciega. (Se quita las gafas.) En fin. (Deja las gafas en el suelo.) He visto bastante. (Busca un
pañuelo en el escote.) Supongo… (Saca el pañuelo doblado.) Hasta ahora… (Sacude el
pañuelo.) ¿Cuáles son aquellos versos maravillosos? (Se limpia un ojo.) ¡Desdichada de mí!
(Se limpia el otro.) Ver ahora lo que veo… (Busca las gafas.) ¡Ah, sí! (Coge las gafas.) No
me lo perdería. (Comienza a limpiar las gafas echándoles vaho.) ¿O sí? (Frota.) Sagrada
luz… (Frota.) …que brota de la oscuridad,… (Frota.) …azote de luz infernal. (Deja de
frotar, levanta la cabeza, mira al cielo. Pausa. Baja la cabeza, vuelve a frotar, deja de
frotar. Gira a su derecha y hacia atrás.) ¡Chis! ¡Chis! (Pausa. Dulce sonrisa al volverse
hacia adelante. Sigue frotando. Deja de sonreír.) Don maravilloso. (Deja de frotar. Pone las
gafas en el suelo.) Ojalá lo tuviera yo. (Dobla el pañuelo.) ¡En fin! (Vuelve a poner el
pañuelo en el escote.) No puedo quejarme. (Busca las gafas.) ¡No, no! (Coge las gafas) No
debo quejarme. (Sujeta las gafas y mira a través de una lente.) Tanto que agradecer…
(Mira por la otra lente.) Ningún dolor. (Se pone las gafas.) Casi ninguno. (Busca el cepillo
de dientes.) Eso es lo maravilloso. (Coge el cepillo de dientes.) Nada comparable. (Examina
el mango de cepillo.) Ligeros dolores de cabeza a veces. (Examina el mango. Lee.)
Garantizada, genuina, pura… ¿qué? (Mira de cerca.) Genuina, pura… (Saca el pañuelo del
escote.) ¡Ah, sí! (Sacude el pañuelo.) Ligera jaqueca de vez en cuando. (Comienza a
limpiar el mango del cepillo.) Viene… (Limpia) Se va… (Limpiando mecánicamente.) ¡Ah,
sí! (Limpiando) Tantas mercedes… (Limpiando) Abundantes mercedes. (Deja de limpiar.
Mirada fija, perdida, angustiada.) Las oraciones quizás no en vano… (Pausa. Igual.) Por la
mañana (Pausa. Igual.) Por la noche. (Baja la cabeza, vuelve a limpiar, deja de limpiar,
levanta la cabeza. Calmada. Se limpia los ojos, dobla el pañuelo, lo mete en el escote de
nuevo, examina el mango del cepillo. Lee.) Totalmente garantizada, genuina, pura… (Mira
más cerca.) …genuina, pura… (Se quita las gafas, deja las gafas y el cepillo en el suelo,
mira al frente.) Cosas viejas. (Pausa.) Ojos viejos. (Pausa larga.) Adelante, Winnie. (Mira
en torno suyo, ve la sombrilla, la mira detenidamente, la coge, la saca de la funda. Mango
de una largura sorprendente. Sujetando el mango de la sombrilla con la mano derecha, se
gira a la derecha y hacia atrás por encima de Willie.) ¡Chis! ¡Chis! (Pausa.) ¡Willie!
¡Willie! (Pausa.) Don maravilloso. (Le pega con la punta de la sombrilla.) Ojalá lo tuviera
yo. (Le pega de nuevo. La sombrilla se le va de las manos y cae tras el montículo. La pausa
invisible de Willie se la devuelve inmediatamente.) Gracias, cariño. (Pasa la sombrilla a la
mano izquierda, se vuelve al frente y examina la palma derecha.). [Ídem, p. 131-139]
Dejo acá la trascripción, porque no hay punto y aparte hasta que se despierte Willie.
Mi idea, con la cita de Los días felices, es que noten la diferencia de lenguaje entre Kafka y
Beckett y a la vez del parecido que tienen, en términos de lenguajes negativos. Estamos
marcando una distancia entre el texto de Kafka, mucho más siniestro, y este de Beckett,
mucho más banal, más liviano, para mostrar que la negatividad no es mayor (o más radical)
cuando es más sublime, sino cuando es más antisublime. Así como en Baudelaire el
lenguaje prosaico de la ciudad todavía contenía, como resto o elemento menos avanzado, a
las figuras románticas de lo demoníaco (la propuesta de acostarse con el diablo, por la
referencia a la almohada de Satán, que aparece al comienzo de Las flores del mal, o incluso
la figura misma del mal, que no está todavía lo suficientemente banalizada), del mismo
modo sucede en el lenguaje negativo kafkiano: hay algunos elementos que todavía
podemos relacionarlos con el terror gótico. Hay algo todavía siniestro en el lenguaje
kafkiano. Pero en la banalidad del lenguaje beckettiano estamos ante una oscuridad baja,
una oscuridad enteramente mundana, cotidiana, trivial. Una griseidad, más que una
oscuridad. Tan cotidiana y trivial como el acto de despertarse y lavarse los dientes y, a
continuación, envidiar al que es capaz (como Willie), por un “don maravilloso”, de seguir
durmiendo.
Es decir, el lenguaje artístico se negativiza no en la dirección de lo sublime: la
intensidad, la presencia de la muerte o de lo suprasensible (aunque lo suprasensible sea una
facultad del sujeto, como en Kant), sino en la dirección contraria: lo carente de intensidad,
lo cotidiano rutinario, lo monótono, la repetición de rituales sin sentido. El rezo a media
voz Winnie lo realiza mientras desarrolla acciones absolutamente triviales, como parte
constitutiva de esas acciones mecanizadas.
Podemos pensar este oscurecimiento del lenguaje beckettiano, que es característico
del lenguaje de la obra de arte moderna, como un oscurecimiento paradójico, un
oscurecimiento que se produce por medio de una luz enceguecedora, de una luz que parece
la de los interrogatorios ilegales en una comisaría. Recuerden la indicación escénica inicial
que da el texto de Beckett: tiene que haber en el escenario una luz enceguecedora. Los
colores que predominan en los escenarios beckettianos son el amarillo y el naranja. Esos
colores hacen que la luz del escenario sea más enceguecedora aún y que los reflectores den
la idea de que la luz quema, como si fuera una luz en el medio del desierto, una luz en un
paisaje yermo. Winnie está enterrada hasta la cintura en un montículo de hierba seca, y no,
por ejemplo, en una tierra húmeda, que podría dar idea de fertilidad. Por lo tanto, podemos
pensar que esa luz mata todo lo que está debajo de ella: personas, animales, plantas, todo lo
que está vivo.
En el desarrollo del ritual de Winnie, que se repite hasta en los mínimos
movimientos (pareciera que uno estuviera leyendo siempre lo mismo, y esa es la idea:
marcar la repetición como repetición, casi sin variaciones), ella se pregunta: ¿cómo hace
Willie para poder seguir durmiendo? ¿Cómo es que tiene ese “maravilloso don”? Por un
lado, ella envidia al que duerme, porque todavía no ha despertado a su propia rutina. Pero,
otro, reconoce que debería estar agradecida de estar despierta, porque, mientras está
despierta, no siente prácticamente ningún dolor intenso, sino apenas la acostumbrada
jaqueca, que no es ni muy intensa ni tampoco tan leve como para no sentirla. El suyo es un
dolor tolerable, compatible con la vida. La jaqueca quizás es producto del insomnio: no
sabemos desde cuándo está despierta. Winnie se dice a sí misma que debería estar
agradecida de no tener un dolor realmente intenso. Es decir, la forma en la cual aparece el
dolor en Los días felices es la de lo tolerable. Es un dolor ni muy intenso ni tampoco
inexistente, casi como una señal de que se está viva, mientras que el ritual parece indicarle,
en su repetición sin cambios, que podría estar muerta o que su vida es la de una zombie.
Ahora bien, sólo puede expresarse así sobre su vida, como se expresa Winnie, quien
la vive como una vida no verdadera. No es que en Winnie se exprese un sujeto inexistente
porque ella sería ese sujeto inexistente. Ella es, podríamos decir, un sujeto medio entre
todos los sujetos sufrientes. Una muestra o un caso. Pero ¿qué es lo que hace la obra de
Beckett con un personaje como el de Winnie, para expresar negativamente, por medio de la
no comunicación, a un sujeto inexistente?: que Winnie viva su vida, tal como se la ve y se
la escucha en el escenario, en todo lo que tiene de no vida. No es que el personaje hable,
por contraste con su vida, de cómo sería la vida verdadera, como si fuera un sujeto
iluminado o un sujeto que sueña con otra vida y puede contarla como lo otro de la vida
falsa. El lenguaje negativizado por Beckett habla en términos más exactos de lo que la vida
vivida tiene de vida no verdadera, de vida falsa, que el lenguaje kafkiano, en la
comparación que hicimos. La situación kafkiana es todavía sublime (el sufrimiento, en
términos de terror, tiene algo de sublime), la beckettiana, no: es una situación cotidiana,
banal, una especie de “muerte en vida”, a la que los personajes están acostumbrados. En la
medida en que la situación kafkiana del comienzo de En la colonia penitenciaria es desde
el comienzo excepcional, parece y es, diríamos hoy, una situación concentracionaria.
Estamos inmersos en un lugar de castigo desde la primera frase. Mientras que en la
situación de partida de Los días felices, justamente, de lo que la obra no va a hablar es del
título: los días felices. Los días felices es lo que en la obra no hay.
Adorno iba a dedicarle Teoría estética a Beckett (no lo hace porque la obra no llega
a concluirla y publicarla en vida: Teoría estética se publica en 1970, a un año de su muerte
de Adorno). Beckett, al igual que Paul Celan, son para Adorno los artistas que negativizan
el lenguaje en su sentido no sublime que es, paradójicamente, el más afín a la experiencia
concentracionaria (Celan es un sobreviviente de un campo de concentración, no así
Beckett). Pero se trata de lenguajes, para Adorno, que marcan cuál es el estado del lenguaje
artístico después de Auschwitz: un lenguaje que emula al silencio, un lenguaje hermético.
El lenguaje negativo es, precisamente, un lenguaje no comunicativo. Dice Adorno respecto
de Celan y el hermetismo de su poesía:
Adorno, T. W., Teoría estética, trad. Jorge Navarro Pérez, Madrid, Akal, 2004, pp. 425-426
Cuanto más total es la sociedad tanto más cosificado está el espíritu y tanto más
paradójico es su intento de liberarse por sí mismo de la cosificación. Hasta la más afilada
conciencia del peligro puede degenerar en cháchara. La crítica cultural se encuentra frente
al último escalón de la dialéctica entre cultura y barbarie. Luego de lo que pasó en el
campo de Auschwitz es cosa barbárica escribir un poema y este hecho corroe, incluso el
conocimiento que dice por qué se ha hecho hoy imposible escribir poesía. El espíritu
crítico, si se queda en sí mismo, en autosatisfecha contemplación, no es capaz de
enfrentarse con la absoluta cosificación que tuvo entre sus presupuestos el progreso del
espíritu, pero que hoy se dispone a desangrarlo totalmente.
Adorno, T. W., “Crítica cultural y sociedad”, en Crítica cultural y sociedad, trad. Manuel
Sacristán, Barcelona, Ariel, 3ª. ed., 1973, p. 230
El individuo es ya en su libertad formal tan disponible y sustituible como lo fue luego bajo las
patadas de sus liquidadores. Pero desde el momento en que el individuo vive en un mundo cuya
ley es el provecho individual universal y, por lo tanto, no posee más que este yo convertido en
indiferente, la realización de la tendencia desde antiguo familiar es a la vez lo más espantoso.
Nada puede sacarle de este espanto, como tampoco la alambrada electrificada que rodeaba el
campo de concentración. La perpetuación del sufrimiento tiene tanto derecho a expresarse como
el torturado a gritar; de ahí que quizá haya sido falso decir que después de Auschwitz ya no se
puede escribir poemas. Lo que, en cambio, no es falso es la cuestión menos cultural de si se
puede seguir viviendo después de Auschwitz, de si le estará totalmente permitido al que escapó
casualmente, teniendo de suyo que haber sido asesinado. Su supervivencia requeriría ya la
frialdad, el principio fundamental de la subjetividad burguesa, sin el que Auschwitz no habría
sido posible.
Adorno, T. W., Dialéctica negativa, trad. J. Ripalda, Madrid, Taurus, 4ª reimpresión, 1992, parte
III: Meditaciones sobre la metafísica, 1. “Después de Auschwitz”, pp. 362-363
La metafísica, en Occidente, ha estado fusionada con la cultura. Justamente, lo que
revela Auschwitz es la imposibilidad de disociar la cultura de la barbarie dentro de una
metafísica que es la metafísica de la identidad. Como si el principio de aniquilación de los
hombres estuviera escrito ya de antemano en la metafísica con la cual esos hombres
constituyen la relación con las cosas: la metafísica de la identidad. Como si el principio de
cosificación que les es aplicado radicalmente a los hombres en el campo de concentración no
fuera otro que el principio mismo de identidad con el que ellos subordinan las cosas a sus
conceptos. Como si en la lógica del campo de concentración se hubiera aplicado sobre ciertos
hombres una lógica de la identidad que ya estaba probada para la relación con la naturaleza.
Entonces, en ese sentido, la relación que guarda la cultura con la barbarie -el poema con
Auschwitz- es una relación que demanda del espíritu crítico, para poder asimilar la dialéctica
en la que conviven esos términos que parecen ser opuestos. La dialéctica entre cultura y
barbarie es constitutiva de una cultura que está fusionada con la metafísica de la identidad,
sólo que en Auschwitz se hace clara y distinta, porque ha llegado a su consumación total.
El genocidio homogeiniza a los muertos a la vez que revela hasta qué punto todos los
hombres –y no sólo los que mueren- están homogeneizados por algún rasgo común que los
convertiría en exterminables.
El que en los campos de concentración no sólo muriese el individuo, sino el ejemplar de una
especie, tiene que afectar también a la muerte de los que escaparon a esa medida
Theodor W. Adorno, Negative Dialektik, en: Gesammelte Schriften, hg. von R. Tiedemann,
unter Mitwirkung von G. Adorno, S. Buck-Morss und K. Schultz, Band 6, Frankfurt/M,
Suhrkamp, 1997, p. 373. Traducción propia
El arte es a su otro como un imán a un campo de limaduras de hierro. A lo otro del arte
remiten no simplemente sus elementos, sino también la constelación de los mismos, eso
específicamente estético que se suele atribuir al espíritu. La identidad de la obra de arte
con la realidad existente es también la identidad de su fuerza centradora, que reúne en
torno a sí los membra disiecta de la obra, huellas de lo existente; la obra está emparentada
con el mundo mediante el principio que la distingue de él y mediante el cual el espíritu ha
equipado al mundo mismo. La síntesis mediante la obra de arte no está simplemente
adherida a sus elementos. Repite, en la medida que estos se comunican entre sí, un pedazo
de alteridad. También la síntesis tiene su fundamento en el aspecto material de las obras,
lejano al espíritu, en aquello donde ella se activa, no simplemente en sí misma. Esto une el
momento estético de la forma a la ausencia de violencia. En su diferencia respecto de lo
existente, la obra de arte se constituye necesariamente por relación con lo que ella no es,
en tanto que obra de arte, y hace de ella una obra de arte.
Adorno, T. W., Teoría estética, trad. Jorge Navarro Pérez, Madrid, Akal, 2004, pp. 17-18
Pues la libertad absoluta en el arte, es decir, en algo particular, entra en contradicción con
la situación perenne de falta de libertad en el todo [Es decir, hay libertad en esa parte de la
sociedad -en el arte-, en la medida que hay falta de libertad en el todo] En el todo, el lugar
del arte se ha vuelto incierto. La autonomía que el arte obtuvo tras quitarse su función
cultual y sus secuelas, se nutría de la idea de humanidad, por lo que se tambaleó cuanto
menos la sociedad se volvía humana. En el arte desaparecieron, como consecuencia de su
propia ley de movimiento, los constituyentes procedentes del ideal de humanidad, pero la
autonomía del arte es irrevocable.
Por un lado, la sociedad burguesa hay que entenderla como el único contexto en el cual
el arte, para Adorno, se puede volver autónomo. En la sociedad burguesa, de algún modo,
están dadas las condiciones para que los hombres proyecten en la sociedad la emancipación
social y no la circunscriban a una esfera donde esa posibilidad permanecería intacta pero
irrealizable. Pero la emancipación social no sucede (pensemos, fundamentalmente, en la
brevedad de la Comuna, en 1871 y en la represión a los comuneros). Por lo tanto, se trataría de
pensar esa libertad que queda irrealizada en la sociedad e intacta en el arte como una libertad
que es proporcional a la falta de libertad (o al grado de opresión) en el todo (en la sociedad
devenida un todo). Esa libertad que reina en el arte no es una libertad que le pertenezca
intrínsecamente, sino que le pertenece a la sociedad.
Ahora bien, esa libertad reinante en el arte, en tanto prestada, en la medida que no se
realiza socialmente, tiene la posibilidad de desarrollarse no absolutamente sin obstáculos pero,
por lo menos, con otro tipo de obstáculos que no son los que puede tener la libertad social. Si
las libertades sociales son siempre restrictas, la libertad del arte no es irrestricta pero tiene
otras restricciones que las sociales. Se trata de las restricciones propias de la forma. La forma
es la racionalidad de la obra de arte.