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RESARCIENDO A SUSAN

Zadani

Susan Zapana se ríe contenidamente en su cuarto ante una luz tenue que llega de una
bombilla desgastada. Las voces de la primera planta replican iracundas: “¿de qué te ríes?”.
Susan, esquizofrénica diagnosticada, responde de acuerdo al estado natural de sus
alucinaciones. Vuelve a reír y entrelaza sus dedos en su cabellera, rascándosela con ambas
manos.

Ha desaparecido el vértigo del pasado, las incontables afirmaciones poco genuinas y de


reclamo de sus familiares. Hace un tiempo atrás, abiertamente, las personas de allí abajo se
quejaban, mezclando su resignación con tiznes de impaciencia por la salud mental de Susan. La
acorralaban, vituperaban y se ensañaban, pero nunca la trataban como su semejante. Siempre
ha de estar un peldaño por debajo, sufriendo con sus desconciertos, maldiciendo su lentitud
confundida con holgazanería. Cuando se desencadenaba algún problema dentro de casa, la
acusaban siempre que podían, resultando ser un chivo expiatorio constante. Solo bastaba su
proximidad a la escena.

Ella entendía poco al principio, cuando su demencia infausta arreciaba y sus actos dependían
de la máxima atención de los Zapana. A pocos días de su llegada de Arequipa, en la que tenía
un esposo que la violentaba diariamente y dos hijos (5 y 10 años) que, por su condición, era
incapaz de salvaguardar, en una salida familiar hacia el ala este de la ciudad, donde se
arremolinan los restaurantes campestres, abandonó a los suyos y en plena autopista se
desvistió. Descubierta de toda prenda, corrió anhelosa con las manos extendidas hacia arriba y
riéndose a cada zancada con mayor empeño, como si lo que buscara en su destino final le
obligara a ello. Luego de ese instante de arrebatamiento y revelación, buscar ayuda,
profesionales que puedan encargarse más a profundo de Susan, era lo más adecuado. Aun con
el indolente sistema de salud del país, y más en específico de la ciudad, que sobreestimaba
esas fisuras profundas, Susan, con el resquebrajamiento de su estado en su punto más álgido,
siguió un tratamiento que a corto y mediano plazo logró estabilizarla.

Las consultas mensuales con el psiquiatra en el hospital público de la ciudad correspondían el


colofón de un sistema obsoleto para adquirir citas, en la que se entremezclaban distintos
familiares que buscaban a un traumatólogo, un oculista o un pediatra. El día para estos
impacientes ciudadanos, incluidos los que velaban por Susan, iniciaba a la luz de la luna, en el
noctámbulo pasillo que se formaba entre mantas que cubrían cuerpos enteros y bancos que
los sostenían, más aún en el gélido invierno, redoblado a esas horas por la humedad.
Culminaba con los primeros claros, cuando, por suerte, aún quedaban vacantes para una cita
en cual o tal consultorio; o cuando desde uno de los parlantes anclados en los laterales de las
ventanillas informaban la extinción de la posibilidad de entrar a consulta ese mismo día.

Susan, siempre sonriente, canta y baila, juega con sus manos. No la ven como el elemento
sórdido del hogar. Los de abajo se le han unido.

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