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LA IGLESIA SEGÚN LA PALABRA

Autor: J.N.D.
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CONTENIDO:

- LAS IGLESIAS Y LA IGLESIA

- LA IGLESIA COMO ERA AL PRINCIPIO Y SU ESTADO ACTUAL

- SOBRE LA FORMACIÓN DE LAS IGLESIAS

. Introducción

. El propósito de Dios en cuanto a la reunión de los creyentes en la tierra

. La posición de los sistemas nacionales en cuanto a la reunión de los creyentes

. La posición de la disidencia en cuanto a la reunión de los creyentes

. En la condición caída de la dispensación actual, ¿puede el hombre restaurarla a su


condición original?

. Si la dispensación no puede ser restaurada, ¿qué es lo que se debe hacer?

. Instrucciones del Espíritu Santo para la condición actual de la Iglesia

. ¿Autoriza la Palabra de Dios el nombramiento de presidentes o de pastores

. Los hijos de Dios sólo tienen que reunirse sobre la base de la promesa del Señor

. Resumen

. Observaciones finales

- LA FE QUE HA SIDO UNA VEZ DADA A LOS SANTOS 

- SOBRE LA INDEPENDENCIA ECLESIÁSTICA

. Reconocimiento de la autoridad y libertad de conciencia

. Juicio particular y juicio de la asamblea

. Las asambleas no son independientes. Casos graves donde se ponen en tela de juicio
otros principios

. Unidad del Espíritu en el cuerpo, obediencia individual al Señor

. Autoridad no quiere decir infalibilidad

. La independencia rechaza la competencia de la asamblea para juzgar el mal

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. Recursos para los casos difíciles

. Ruina de la iglesia y autoridad de la Escritura

- LA SEPARACIÓN DEL MAL, PRINCIPIO DIVINO DE LA UNIDAD

. La necesidad y la búsqueda de la unidad

. Dónde se encuentra la verdadera unidad

. Los peligros de la unidad a cualquier costo

. ¿Cuál es la unidad que Dios realmente reconoce?

. El gran principio de la unidad ha de entenderse en el contexto de una creación caída

. La unidad práctica no puede concretarse sin la separación del mal


. ¿Cómo, pues, se lleva a cabo el principio de separación para la unidad?

LA UNIDAD NOS UNE A UN CRISTO CELESTIAL

. La realización práctica de la unidad y el poder del Espíritu Santo

. La unidad y la disciplina

. Conclusión

LA GRACIA, PODER DE UNIDAD Y DE REUNIÓN

. El amor y la santidad

. La separación tiene su objeto en Dios

. El objeto de reunión forma el centro de atracción

. El amor es el poder que reúne

. La gracia une según la santidad divina

LA NATURALEZA Y LA UNIDAD DE LA IGLESIA DE CRISTO

LA NOCIÓN DE CLÉRIGO: EL PECADO CONTRA EL ESPÍRITU SANTO EN ESTA


DISPENSACIÓN

¿QUÉ ES UNA SECTA, EN CONTRASTE CON EL CUERPO DE CRISTO?

APÉNDICE: NOTAS DE W. KELLY SOBRE HECHOS 14:23

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LAS IGLESIA Y LAS IGLESIA

Si se me preguntase: «¿No había iglesias en las Escrituras?» Yo contesto que sí las


había; pero ¿qué son las iglesias? El efecto de esta pregunta es poner de manifiesto el
estado de nuestros pensamientos. La mayoría de los cristianos pensaría de inmediato
en lo que se llama iglesias en el mundo religioso, y generalmente en la cristiandad.
Pensarían en la Iglesia presbiteriana, en la congregacionalista o en la bautista; o sino
en la Iglesia católica u otras. Una persona que habitualmente vive en los
pensamientos de las Escrituras, pensaría en Corinto o en cualquier otra de las iglesias
que se encuentran mencionadas en las Escrituras. Pues, ¿difieren los hechos
existentes en la cristiandad, así como los pensamientos populares que en ella tienen
lugar, de los hechos hallados en las Escrituras y los pensamientos formados por ellas?
Examinemos estas cosas, no con corazones altivos, y si hallamos que el estado de
cosas actual se ha apartado totalmente del estado bíblico, tanto en principio como en
la práctica —si hallamos que en lugar del poder del Espíritu Santo y de la unidad, todo
se halla en ruinas, todo se muestra como una bella apariencia según la carne— nos
conviene enlutarnos de corazón y clamar al Señor, y él así vendrá a socorrernos en
nuestras necesidades.
 
¿Qué eran las iglesias en los tiempos bíblicos? La palabra «iglesia» significa
sencillamente asamblea, o, según el uso local de la lengua griega, una asamblea de
personas privilegiadas, de ciudadanos. Toda la multitud de los creyentes reunidos en
uno por el Espíritu Santo, formaba la Asamblea o la Iglesia, aunque ésta era, por
supuesto, la Asamblea de Dios. Claro que los que estaban en Roma o en Corinto no
podían reunirse en Jerusalén; de manera que había asambleas en distintos lugares,
formando cada una, en su localidad, la Asamblea de Dios en ese lugar.
 
Pero antes de hablar de asambleas locales nos convendría examinar brevemente la
manera en que las Escrituras consideran a la Asamblea en su conjunto. En primer
lugar, ella es vista como la morada de Dios; en segundo lugar, como el cuerpo de
Cristo.
 
En un sentido, la Iglesia no está todavía formada, ni completada. Todos los que serán
unidos a Cristo en gloria forman parte de ella. “Edificaré mi iglesia”, dice Jesús, “y las
puertas del Hades no prevalecerán contra ella” (Mateo 16:18). Esto se cumplirá
indefectiblemente, y Pedro hace una evidente alusión a ello, cuando dice:
“Acercándoos a él, piedra viva ...vosotros también, como piedras vivas sed (lit.:
“sois”) edificados como casa espiritual...” (1 Pedro 2:4-5). Y también se dice en
Efesios 2:21: “En quien todo el edificio, bien coordinado, va creciendo para ser un
templo santo en el Señor.” Esto aún no ha culminado, sino que es un proceso que
continúa; y aunque al principio la Iglesia era un cuerpo público y manifiesto, “el Señor
añadía cada día a la iglesia los que habían de ser salvos” (Hechos 2:47), esta
Asamblea ha venido a ser lo que se llama actualmente «la iglesia invisible».
Ella es invisible; pero, si hubiese de ser la luz del mundo, es difícil apreciar el valor de
una luz invisible. Si se admite que por siglos ha caído en la corrupción y la iniquidad,
una verdadera Babilonia en carácter, es evidente que ella no ha sido la luz del mundo.
Los santos perseguidos —pues Dios ciertamente ha tenido siempre un pueblo— dieron
testimonio; pero el cuerpo públicamente reconocido, no ha sido más que tinieblas, y
no luz en el mundo.
 
Pero la Asamblea de Dios se presenta también de otra manera; y también en este
aspecto ella es siempre la casa, habitación de Dios, pero como tal es establecida por

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la instrumentalidad del hombre y bajo su responsabilidad. “Yo como perito
arquitecto”, dice Pablo, “puse el fundamento ... pero cada uno mire como
sobreedifica” (1 Corintios 3). Allí se encuentra la instrumentalidad humana y, también,
la responsabilidad del hombre. Formado sobre la tierra, había un vasto cuerpo que era
la casa de Dios o su templo, y el Espíritu Santo, que había descendido en el día de
Pentecostés, moraba en ella (1 Corintios 3); y otra vez: “Vosotros también sois
juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu” (Efesios 2:22). Figura
distinta de la del cuerpo, en el cual no puede haber madera, heno ni hojarasca, cosas
todas que habrán de ser quemadas.
 
Esta verdad de que acabamos de hablar, es infinitamente interesante y preciosa; me
refiero a esta morada de Dios en la tierra, en Su casa, preparada para Él, de acuerdo
con Su voluntad. Dios nunca habitó con Adán inocente, aunque lo visitó. Tampoco
moró con Abraham, aunque también lo visitó y lo bendijo de una manera muy
particular; pero tan pronto como Israel fue redimido de Egipto, Dios vino y habitó
entre ellos. La morada de Dios con los hombres es el fruto de la redención (véase
Éxodo 29:46).
 
La verdadera redención ha sido cumplida, y Dios ha formado una habitación para sí
donde mora por el Espíritu. Lo mismo es cierto respeto del individuo (1 Corintios 6);
pero yo hablo ahora de la Asamblea, de la casa del Dios viviente. Ella se encuentra
ahora sobre la tierra, constituyendo la habitación de Dios por el Espíritu. Él habita y
marcha en medio de nosotros. Somos el edificio de Dios. El hombre puede haber
introducido en el edificio madera, heno y hojarasca; pero Dios todavía no ha
ejecutado el juicio para quitar de su vista la casa; sin embargo, el juicio comenzará
justamente por ella (1 Pedro 4:17).
 
La Asamblea es también el cuerpo de Cristo (Efesios 1:23). Por un Espíritu somos
bautizados en un solo cuerpo (1 Corintios 12:13). Aun cuando el cuerpo halle su
consumación final en el cielo, él, no obstante, ha sido establecido sobre la tierra;
porque el bautismo del Espíritu Santo tuvo lugar cuando él descendió el día de
Pentecostés (Hechos 1:5; 1 Corintios 12:13). Que este cuerpo está en la tierra es aún
más claro; puesto que, en el mismo capítulo, vemos que Él ha puesto en la Iglesia,
primeramente apóstoles, segundo profetas, en tercer lugar maestros, seguido de
milagros y dones de sanidad... y está claro que todo esto ocurre evidentemente  en la
tierra. Notemos también, que estos dones están puestos aquí abajo en la Iglesia
entera, cualquiera sea el miembro de que se trate, pues todos son miembros de un
solo y mismo cuerpo. Tal es la Iglesia o Asamblea descrita en la Escritura.
 
¿Qué eran, pues, las iglesias o asambleas? Eran iglesias locales. El apóstol pudo
escribir: “A la iglesia de Dios que está en Corinto.” Ella representaba la unidad entera
del cuerpo en ese lugar. “Vosotros, pues, sois el cuerpo de Cristo, y miembros cada
uno en particular” (1 Corintios 12:27). No podía haber en un mismo lugar dos cuerpos
de Cristo que lo representasen. En Galacia, que era una provincia extensa, leemos de
“las iglesias de Galacia”. En Tesalónica, una ciudad de Macedonia, tenemos “la
asamblea de los tesalonicenses”. Lo mismo ocurre en las siete iglesias del Apocalipsis:
Juan escribe a la Asamblea. Así pues, en todas partes, en el lugar que fuese, estaba la
Asamblea de Dios, y uno podía dirigirse directamente a ella en ese carácter. En
Hechos 20, Pablo cita a los ancianos de la Asamblea. Había varios, puestos por el
Espíritu Santo como obispos o supervisores del rebaño de Dios. Tito fue dejado en
Creta para establecer ancianos en cada ciudad (Tito 1:5). Se habla de “la iglesia que
está en Jerusalén” (Hechos 11:22), aunque era muy numerosa. En Hechos 13, vemos
la asamblea “que estaba en Antioquía”. Pablo (Hechos 14:21-23) vuelve a Listra,

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Derbe e Iconio y les elige ancianos en cada asamblea. Toda la Escritura demuestra
claramente que había una sola asamblea en un lugar, y que ella era la Asamblea de
Dios.
 
No tenían edificios llamados iglesias; el Altísimo no habita en templos hechos por
manos humanas; ellos se reunían en las casas cuando podían; pero todos formaban
una asamblea, la Asamblea de Dios en aquel lugar, y los ancianos eran ancianos con
relación al conjunto como un solo cuerpo.
 
La asamblea local representaba toda la Asamblea de Dios, tal como lo demuestra
claramente la primera epístola a los Corintios. La posición que ocupaban los cristianos
que la componían era la de miembros de Cristo, de todo el cuerpo de Cristo. Según las
Escrituras, el creyente no es miembro de ninguna otra entidad excepto del cuerpo de
Cristo; uno es un ojo, una mano, etc. El ministerio estaba en relación directa con este
último pensamiento. Cuando Cristo subió a lo alto, dio dones a los hombres, de
apóstoles, de profetas (éstos constituían los dones fundamentales: Efesios 2:20);
luego venían los dones de evangelistas, pastores y maestros, que eran colocados en la
Iglesia, en la Asamblea entera (1 Corintios 12).
 
Si un hombre era maestro en Éfeso, lo era también en Corinto. Aun en cuanto a los
dones milagrosos, un hombre hablaba en lenguas dondequiera que se encontraba. El
don no pertenecía a ninguna asamblea particular, sino que ese miembro, o ese don,
era dado para “todo el cuerpo” (Efesios 4:16) sobre la tierra, por medio del Espíritu
Santo (1 Corintios 12), y en virtud del cual un hombre era hecho siervo de Cristo. En
1 Corintios 12 vemos al Espíritu Santo en la tierra distribuyendo los dones, tal como
existían entonces. En Efesios 4, ellos son dados por Cristo desde lo alto, y solamente
se mencionan aquellos dones que servían para el perfeccionamiento de los santos,
para la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que todos crezcamos a la medida de la
estatura de la plenitud de Cristo. Éstos eran los talentos con los cuales el hombre
dotado estaba comprometido a negociar, si conocía al maestro, y porque él había
recibido esos talentos: “Cada uno según el don que ha recibido, minístrelo a los otros,
como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios” (1 Pedro 4:10). Debían
usar su don de profecía o de exhortación conforme a las reglas establecidas en las
Escrituras en cuanto a la manera de ejercerlos. Las mujeres debían callar en las
asambleas (1 Corintios 14:34-35).
 
Pero mi objeto principal ahora es demostrar que, al pertenecer a toda la Asamblea de
Dios, en todo lugar, los que poseían estos dones, debían ejercerlos. Los ancianos eran
cargos locales, y no dones, aunque su aptitud para enseñar era una cualidad
deseable. Sin embargo, no todos la tenían (véase 1 Timoteo 5:17). Los ancianos eran
los ancianos de la asamblea de Dios en tal o cual ciudad. Los dones, al pertenecer al
cuerpo entero, debían ejercerse dondequiera que se hallase el miembro dotado, y
según las reglas dadas en las Escrituras.
 
La conclusión del examen que hemos hecho de la Escritura es que en cada ciudad
donde había cristianos, había una sola asamblea de Dios; que los cristianos eran
miembros del cuerpo de Cristo, que la Escritura no reconocía que uno fuese miembro
de otra cosa; y los dones, miembros y siervos de Cristo, por la operación del Espíritu
Santo, se ejercían, según las directivas dadas en la Escritura, en toda la Iglesia, que
era una sola Asamblea de Dios, en todo el mundo. El anciano fue un cargo local, para
el cual la persona era elegida y establecida por el apóstol o por su delegado. Los
ancianos ejercían su oficio en la única asamblea de Dios, la que se hallaba en el lugar
donde el Espíritu Santo los había puesto por obispos o supervisores (Hechos 14:23;

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Tito 1:5; Hechos 20:17, 28). El anciano no fue, pues, un don, aunque poseer un don
era algo deseable a fin de que fuese más eficaz el servicio; pero los principales
requisitos eran cualidades morales que los hacía aptos para el cuidado del rebaño.
 
No queda vestigio de esto en lo que los hombres llaman actualmente iglesias. Gracias
a Dios, el hombre no puede impedir que el Señor lleve adelante Su obra, ni que
levante a algunos de manera soberana para ministrar a los Suyos; pero los hombres
han organizado iglesias, cada uno según su antojo; y se han olvidado de la Iglesia de
Dios y de la Palabra de Dios, quedando en algunos solamente el reconocimiento de
una iglesia invisible que la fidelidad del Señor mantendrá. Pero esa «iglesia invisible»
ellos la dejan a Su cuidado, y cada cual dispone la Iglesia visible como mejor le
parece.
 
Desde el momento en que la Iglesia, como cuerpo públicamente manifestado en el
mundo, se halló sumida en el papismo (o en la corrupción griega, con la cual tenemos
menos que ver en Occidente), todo estaba en ruinas, tal como el apóstol lo había
predicho. Después de la Reforma, los gobiernos civiles establecieron iglesias
nacionales. Nadie pensaba en la Iglesia de Dios, y, por mucho tiempo, no se toleraba
otra cosa. Luego, la libertad religiosa comenzó a volverse más común; sin embargo, la
idea de lo que es la Iglesia de Dios estaba ausente, solamente se pensaba en iglesias
organizadas, unidas conforme a un sistema de ideas humanas, o bien independientes
las unas de las otras, pero dispuestas y organizadas por el hombre. La noción de la
Unidad del cuerpo, el hecho de que los creyentes eran miembros de Cristo y no
miembros de otra comunidad, la verdad de que el Espíritu Santo estaba en la tierra,
de que los dones eran dados por Cristo y que llevaban consigo la responsabilidad de
su ejercicio, todo esto fue enteramente olvidado y dejado de lado. No quedaba nada
de toda la verdad original según las Escrituras en cuanto a la Iglesia y a la presencia
del Espíritu Santo.
 
El cuerpo Episcopal entretanto se distinguía en el hecho de que pretendía tener el
título original por sucesión, y constituían a las personas en miembros de Cristo por
medio del bautismo de agua, un sueño del que no hay vestigio en las Escrituras. Por
un Espíritu somos bautizados en un cuerpo (1 Corintios 12:13). El bautismo de agua
es hacia la muerte de Cristo (Romanos 6:3). Pero, dejando de lado las pretensiones y
los errores episcopales, hallamos que el sistema actual es el de asambleas formadas
por los hombres según algún principio que han adoptado, con un hombre elegido por
ellos y puesto a su cabeza. Uno viene a ser miembro de esta iglesia o asamblea así
formada, y se vota en ella bajo ese carácter. Pueden o no ser miembros de Cristo:
esto no es lo que las caracteriza. Lo que les da su derecho es que son miembros de
esa asamblea particular. En casi todas las iglesias, el voto no crea divisiones, pues es
la mayoría la que decide. El Espíritu Santo no es tenido en cuenta. Toda la acción,
desde el comienzo hasta el fin, proviene del hombre.
 
Los presbiterianos posiblemente tengan varios tribunales eclesiásticos y un elemento
aristocrático en su organización. Los congregacionalistas llegan a sus decisiones por el
voto de los miembros de las asambleas en cada cuerpo por separado. Pero todo esto
es un arreglo humano, formado y conducido por el hombre. Un hombre es miembro
de un cuerpo que el hombre ha organizado, y él obra en consecuencia. El estado
actual de cosas, es una iglesia o una asamblea de la cual son miembros cierto número
de personas, que tiene a su cabeza a otra persona que ha sido educada para el
ministerio. Es el rebaño o la iglesia del Sr. Fulano de Tal: se le paga cierto monto por
año; puede que sea o no convertido, pero ha sido ordenado; puede que sea un
evangelista y estar colocado en el lugar de un pastor; o puede ser un pastor y verse

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obligado a predicar al mundo. Sin embargo, si no lo hace con éxito, es posible que sea
despedido, por lo general directamente, pero a veces indirectamente. Toda la
constitución de la Iglesia de Dios, su constitución divina, es ignorada, y es sustituida
por la constitución del hombre. Se ignora el orden del Espíritu Santo y su poder, o ni
siquiera se cree en él.
 
En la Escritura no se conoce el ser miembro de una iglesia, ni el pastor de un rebaño
que sea suyo en particular, ni ninguna asamblea voluntaria formada según sus propios
principios particulares. No hay indicio de semejante orden en la Palabra, excepto en
las divisiones que comenzaron a generarse entre los corintios, y que el apóstol califica
de carnales. Había algo que era la Iglesia o Asamblea de Dios; no había las iglesias de
los hombres. Si Pablo dirigiera hoy día una epístola a la Asamblea de Dios en tal lugar,
nadie la podría recibir, pues tal cuerpo no existe. Las iglesias han suplantado a la
Iglesia de Dios. La operación del Espíritu de Dios ha sido puesta de lado. El Espíritu
daba a los evangelistas, siervos de Cristo para el mundo; daba a los pastores y
maestros (no a aquellos que un rebaño ha elegido, o que sean su rebaño) para ejercer
sus dones adonde Dios los hubiere de conducir. Ellos enseñaban en Éfeso en la
Asamblea de Dios, si se hallaban allí; en Corinto cuando estuviesen allí. Adondequiera
que Dios los enviaba, ellos obraban según el don que les había sido dado desde lo
alto; negociaban con su talento porque su Maestro se lo había encomendado: cada
uno según el don que había recibido, lo ministraba a los otros, como buenos
administradores de la multiforme gracia de Dios; los que exhortaban, se ocupaban en
la exhortación; los maestros, en la enseñanza, y eso tenía lugar en la Asamblea de
Dios en su conjunto.
 
El hombre ha hecho organizaciones, pero, en cuanto a sus arreglos, ha puesto
completamente de lado el orden y las disposiciones de Dios en cuanto a la Asamblea.
De modo que, para tener iglesias, se ha dejado de lado la Iglesia, la Asamblea de
Dios. De esta manera, los hombres han reemplazado, por los ministros de su propia
elección, al Espíritu que reparte sus dones a los distintos miembros; y también han
hecho caso omiso de la Palabra en la que está revelado el orden de Dios. La Iglesia, el
Espíritu y la Palabra, son todos puestos de lado por aquello que se llama orden, es
decir, la disposición y la organización de los hombres.
 
Se nos dice que «así debe ser». Es decir, no hay fe para confiar en el Señor a fin de
que gobierne y bendiga Su propia casa según el orden que Él ha establecido; y, sin
embargo, la verdadera bendición solamente puede provenir de Su operación por el
Espíritu que ha enviado del cielo. Y ¿cuál es el resultado de todo esto? Sería una falta
de afabilidad de mi parte (ni tengo la mínima intención de hacerlo) exponer aquí las
tristes consecuencias que frecuentemente resultan de ello. Ellas son bien conocidas,
aun por el mundo.
 
Mi objetivo es demostrar que el sistema es contrario a las Escrituras, y que niega al
Espíritu Santo y a la verdadera Iglesia de Dios. Pero es evidente que una persona
elegida y pagada por una asamblea, donde por lo general la mitad al menos no son
convertidos, y que tiene por objeto principal el aumento del número, de la influencia,
y contar con gente rica; es evidente que esta persona —el ministro— tiene que
necesariamente procurar agradar a aquellos a quienes sirve, y acomodarse a su
auditorio. Ahora bien, dice el apóstol: “Si todavía agradara a los hombres, no sería
siervo de Cristo” (Gálatas 1:10).
 

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En cuanto al resultado práctico, apelo a toda persona piadosa y honesta,
experimentada en cuanto al estado actual de cosas, a que dé su testimonio. Por todos
lados, oigo sus gemidos. Pero ellos no son sino el efecto natural e ineludible del
sistema. Ese «ministerio» no es más el ejercicio de un don dado por el Señor, sino la
educación y la ordenación de una persona para una profesión, de manera que,
muchas de ellas, no son ni siquiera convertidas. La verdadera Iglesia de Dios,
establecida en la tierra (1 Corintios 12), es desconocida, como también las verdaderas
iglesias, que son las asambleas de Dios en cada lugar. Como contrapartida, los
hombres constituyen iglesias, según su propio criterio de lo que está bien, y ellos son
miembros de sus iglesias, en lugar de ser considerados como miembros del cuerpo de
Cristo. El miembro inconverso de una iglesia tiene todos los derechos e igual poder
que un hombre convertido, miembro de Cristo.
 
La influencia de las riquezas supera a la del Espíritu Santo; una mayoría decide los
casos y no la dirección del Espíritu. Si una mayoría hubiese decidido en Corinto, ¿cuál
habría sido el resultado? En todo el sistema, el hombre, la voluntad del hombre, y la
organización humana, han tomado el lugar del Espíritu y de la Palabra de Dios, y de lo
que Dios mismo había organizado, según las declaraciones de esta Palabra.
 
Se me objeta: «¿No había iglesias en aquel entonces?» A lo que contesto:
Ciertamente, y esto es precisamente lo que demuestra el carácter antiescriturario de
lo que existe.
 
¿Puede alguno mostrarme en la Escritura algo similar a un cuerpo separado y distinto,
del cual se es miembro, tal como se llama hoy día una iglesia? Mas, como he dicho, si
Pablo escribiera una epístola: “A la iglesia de Dios que está en...”, ¿quién la recibiría?
Toda esa condición es antiescrituraria, y pone de lado lo que la Escritura presenta,
para formar algo distinto.
 
No me ocuparé de tantos más asuntos colaterales, tales como el estado de ruina de la
Iglesia en su conjunto, la venida del Señor, etc. deseando limitarme a esta pregunta:
el actual estado de cosas, ¿es según las Escrituras o contrario a ellas? Sé que es poco
probable que los hombres que han bebido del vino añejo deseen en seguida el nuevo;
mas bienaventurado aquel que sigue la Palabra y reconoce al Espíritu Santo, por más
que sea él solo quien lo haga. La Palabra de Dios permanece para siempre, como
también aquel que hace Su voluntad.
 
Los capítulos 2 y 3 de la segunda epístola a Timoteo, indican claramente la condición
de la Iglesia en los últimos días, y la senda del creyente en estos últimos días;
mientras que la primera epístola nos presenta los detalles exteriores de la Iglesia
cuando fue originalmente dispuesta por el cuidado apostólico.

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LA IGLESIA COMO ERA EN EL PRINCIPIO Y SU ESTADO ACTUAL

Podemos considerar a la Iglesia desde dos puntos de vista. Primeramente, es la


reunión de los hijos de Dios, formados en un solo cuerpo, unidos por el poder del
Espíritu Santo en Cristo Jesús, el hombre glorificado, ascendido al cielo. En segundo
lugar, es la casa o habitación de Dios por el Espíritu.

El Salvador se dio a sí mismo, no solamente para salvar perfectamente a todos los


que creen en Él, sino también “para congregar en uno a los hijos de Dios que estaban
dispersos” (Juan 11:52). Cristo cumplió perfectamente la obra de la redención;
habiendo ofrecido un solo sacrificio por los pecados, se sentó a la diestra de Dios.
“Porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados.” El
Espíritu Santo nos da testimonio al decir: “Y nunca más me acordaré de sus pecados y
transgresiones” (Hebreos 10:14, 17). El amor de Dios nos ha dado a Jesús; la justicia
de Dios está plenamente satisfecha por Su sacrificio, y Él está sentado a la diestra de
Dios como un testimonio continuo de que la obra de la redención está cumplida, de
que somos aceptos en Él y de que poseemos la gloria a la que somos llamados. Según
su promesa, Jesús envió al Espíritu Santo del cielo, el Consolador, quien mora en
nosotros, los que creemos en Jesús, y quien nos ha sellado para el día de la
redención, es decir, para la glorificación de nuestros cuerpos. El mismo Espíritu es,
además, las arras de nuestra herencia.

Todas estas cosas podrían ser verdad, aun cuando no hubiese una Iglesia en la tierra.
Hay individuos salvos, hay hijos de Dios herederos de la gloria del cielo; pero estar
unidos a Cristo, ser miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos, es otra cosa
muy distinta; y es otra cosa aún ser la habitación de Dios por el Espíritu. Nosotros
hablaremos de estos últimos puntos.

No hay nada más claramente demostrado en las Santas Escrituras que el hecho de
que la Iglesia es el cuerpo de Cristo. No solamente somos salvos por Cristo, sino que
estamos en Cristo y Cristo en nosotros. El verdadero cristiano que goza de Sus
privilegios sabe que, por medio del Espíritu Santo, él está en Cristo y Cristo en él. “En
aquel día”, dice el Señor, “vosotros conoceréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros
en mí, y yo en vosotros” (Juan 14:20). En aquel día, es decir, en el día cuando hayáis
recibido el Espíritu Santo enviado del cielo. “Pero el que se une al Señor, un espíritu
es con él” (1 Corintios 6:17).

Así pues, estamos en Cristo y somos miembros de su cuerpo. Esta doctrina está
ampliamente desarrollada en la epístola a los Efesios, capítulos 1 a 3. ¿Qué podría
haber más claro que esta palabra: “Y lo dio por cabeza sobre todas las cosas a la
iglesia, la cual es su cuerpo” (Efesios 1:22, 23)? Observad que este hecho maravilloso
comenzó, o se encontró que existía, tan pronto como Cristo fue glorificado en el cielo,
aunque todo lo que se encuentra contenido en estos versículos no ha sido todavía
cumplido. Dios, dice el apóstol, nos ha resucitado junto con Él, nos ha sentado en Él
en los lugares celestiales —no todavía con Él, sino “en Él”—. Y en el capítulo 3:
“Misterio que en otras generaciones no se dio a conocer a los hijos de los hombres,
como ahora es revelado a sus santos apóstoles y profetas por el Espíritu: que los
gentiles son coherederos y miembros del mismo cuerpo, y copartícipes de la promesa
en Cristo Jesús por medio del evangelio… para que la multiforme sabiduría de Dios sea
ahora dada a conocer por medio de la iglesia a los principados y potestades en los
lugares celestiales” (Efesios 3:5- 6, 10).

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Aquí, pues, la Iglesia está formada en la tierra por el Espíritu Santo que bajó del cielo,
después que Cristo fue glorificado. Está unida a Cristo, su Cabeza celestial, y todos los
verdaderos creyentes son sus miembros por el mismo Espíritu. Esta preciosa verdad
se halla confirmada en otros pasajes; por ejemplo, en la epístola a los Romanos,
capítulo 12: “Porque de la manera que en un cuerpo tenemos muchos miembros, pero
no todos los miembros tienen la misma función, así nosotros, siendo muchos, somos
un cuerpo en Cristo, y todos miembros los unos de los otros” (Romanos 12:4-5).

No es preciso citar otros pasajes; llamamos solamente la atención del lector respecto
del capítulo 12 de la primera epístola a los Corintios. Está claro como la luz del
mediodía que el apóstol habla aquí de la Iglesia en la tierra, no de una Iglesia futura
en el cielo, y ni siquiera de iglesias dispersas en el mundo, sino de la Iglesia en
conjunto, representada, sin embargo, por la iglesia de Corinto. Por eso se dice al
comienzo de la epístola: “A la iglesia de Dios que está en Corinto, a los santificados en
Cristo Jesús, llamados a ser santos, con todos los que en cualquier lugar invocan el
nombre de nuestro Señor Jesucristo, Señor de ellos y nuestro.” La totalidad de la
Iglesia se halla claramente indicada por estas palabras: “Y a unos puso Dios en la
iglesia, primeramente apóstoles, luego profetas, lo tercero maestros, luego los que
hacen milagros, después los que sanan.” Es evidente que los apóstoles no se hallaban
en una iglesia particular, y que los dones de sanidades no podían ser ejercidos en el
cielo. Claramente es la Iglesia universal en la tierra. Esta Iglesia es el cuerpo de
Cristo, y los verdaderos creyentes son sus miembros.

Ella es una por el bautismo del Espíritu Santo. “Porque así como el cuerpo es uno, y
tiene muchos miembros, pero todos los miembros del cuerpo, siendo muchos, son un
solo cuerpo, así también Cristo” (v. 12). Entonces, después de haber dicho que cada
uno de estos miembros trabaja según su propia función en el cuerpo, el apóstol
agrega: “Vosotros, pues, sois el cuerpo de Cristo, y miembros cada uno en particular”
(v. 27). Tened presente que esto sucede como consecuencia del bautismo del Espíritu
Santo que descendió del cielo. Por consiguiente, este cuerpo existe en la tierra y
comprende a todos los cristianos, dondequiera que se encuentren; ellos han recibido
el Espíritu Santo, por lo que son miembros de Cristo y miembros los unos de los otros.
¡Oh, qué hermosa es esta unidad! Si un miembro sufre, todos los miembros sufren
con él; y si un miembro recibe honra, todos los miembros se regocijan con él.

La palabra nos enseña aquí que los dones son miembros de “todo el cuerpo”, y que
ellos pertenecen al cuerpo en su conjunto. Los apóstoles, los profetas, los maestros,
están en la Iglesia y no en una iglesia particular. Por consiguiente, resulta que estos
dones dados por el Espíritu Santo, son ejercidos en toda la Iglesia, dondequiera que
se encuentre el miembro que los posee, porque él es miembro del cuerpo. Si Apolos
enseñaba en Éfeso, también enseñaba cuando estaba en Corinto, y en cualquier
localidad en la que pudiera hallarse.

La Iglesia es, pues, el cuerpo de Cristo, unido a Él, su Cabeza en el cielo. Venimos a
ser miembros de este cuerpo por el Espíritu que mora en nosotros, y todos los
cristianos son miembros los unos de los otros. Esta Iglesia que pronto será hecha
perfecta en el cielo, es formada actualmente en la tierra por el Espíritu Santo enviado
del cielo, quien mora con nosotros y por quien todos los verdaderos creyentes son
bautizados en un solo cuerpo (1 Corintios 12:13). Como miembros de un solo cuerpo,
los dones son ejercidos en la Iglesia entera.

Hay todavía, como lo dijimos, otro carácter de la Iglesia de Dios en la tierra; ella, aquí
abajo, es la habitación de Dios. Es interesante observar que esto no tuvo lugar antes

12
que se cumpliese la redención. Dios no habitó con Adán ni aun cuando él era todavía
inocente, ni con Abraham, aunque visitó con mucha condescendencia al primer
hombre en el paraíso, como lo hizo también más tarde con el padre de los creyentes.
No obstante, Él nunca moró con ellos. Pero una vez que Israel fue sacado de Egipto,
un pueblo redimido (Éxodo 15:13), Dios comenzó a morar en medio de su pueblo. Tan
pronto como la construcción del tabernáculo fue revelada y regulada, Dios dijo: “Y
habitaré entre los hijos de Israel; y seré su Dios. Y conocerán que yo soy Jehová su
Dios, que los saqué de la tierra de Egipto, para habitar en medio de ellos” (Éxodo
29:45-46). Después de haber liberado a su pueblo, Dios habitó en medio de él, y la
presencia de Dios fue su mayor privilegio.

La presencia del Espíritu Santo es lo que caracteriza a los verdaderos creyentes en


Cristo: “Vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo” (1 Corintios 6:19). “Si alguno no
tiene el Espíritu de Cristo, no es de él” (Romanos 8:9). Los cristianos, colectivamente,
son el templo de Dios, y el Espíritu de Dios habita en ellos (1 Corintios 3:16). Sin
hablar del cristiano individualmente entonces, diré que la Iglesia en la tierra es la
habitación de Dios por el Espíritu. ¡Qué precioso privilegio! ¡La presencia de Dios
mismo, fuente de gozo, de fuerza y de sabiduría para su pueblo! Pero al mismo
tiempo, hay una enorme responsabilidad en cuanto a la manera en que tratamos a un
invitado tal. Citaré algunos pasajes para demostrar esta verdad. En Efesios 2:19-22
leemos: “Así que ya no sois extranjeros ni advenedizos, sino conciudadanos de los
santos, y miembros de la familia de Dios, edificados sobre el fundamento de los
apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo, en quien
todo el edificio, bien coordinado, va creciendo para ser un templo santo en el Señor;
en quien vosotros también sois juntamente edificados para morada de Dios en el
Espíritu.”

Vemos aquí que, aunque esta edificación ya se comenzó en la tierra, la intención de


Dios es tener un templo, compuesto de todos los que creen, después de que Dios
hubo derribado la pared intermedia de separación que excluía a los gentiles; y que
este edificio crece hasta que todos los cristianos estén reunidos en la gloria. Pero
mientras tanto, los creyentes en la tierra forman el tabernáculo de Dios, Su morada
por el Espíritu, el cual mora en medio de la Iglesia.

En 1 Timoteo 3:14-15, el apóstol dice: “Esto te escribo, aunque tengo la esperanza de


ir pronto a verte, para que si tardo, sepas como debes conducirte en la casa de Dios,
que es la iglesia del Dios viviente, columna y baluarte de la verdad.” Según estas
palabras, vemos que los cristianos en la tierra son la casa del Dios viviente, y que esta
epístola enseña a Timoteo cómo debe conducirse en esta casa. Vemos también que el
cristiano es responsable de mantener la verdad en el mundo. La Iglesia no tiene que
enseñar, pero los apóstoles enseñan, los maestros enseñan, y el cristiano mantiene la
verdad siendo fiel. La Iglesia es el testigo de la verdad en el mundo. Los que buscan la
verdad, no la buscan entre los paganos, los judíos o los mahometanos, sino en la
Iglesia cristiana. Ésta no es una autoridad para la verdad; la Palabra es la autoridad.
La Iglesia es el vaso que contiene la verdad; y allí donde la verdad no está, no hay
Iglesia. La Iglesia es el cuerpo de Cristo, y este último es la Cabeza en el cielo[1] .

Tal es la casa de Dios en la tierra. Cuando la Iglesia esté completa, se reunirá con
Cristo en el cielo, revestida de la misma gloria que su Esposo. Es necesario, antes de
hablar del estado de la Iglesia tal como era al principio, señalar una diferencia que se
encuentra en la Palabra de Dios, en cuanto a la casa. El Señor dijo: “Sobre esta roca
edificaré mi iglesia” (Mateo 16:18). Es el mismo Cristo el que edifica su Iglesia; y, por
lo tanto, las puertas del hades no prevalecerán contra ella[2]. Aquí, no es el hombre el

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que edifica, sino Cristo. Ésta es la razón por la que el apóstol Pedro, cuando habla de
la casa espiritual, no dice nada de los obreros: “Acercándoos a él, piedra viva…
vosotros también, como piedras vivas, sed edificados como casa espiritual y sacerdocio
santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo”
(1 Pedro 2:4-5).

Ésta es la obra de la gracia en el corazón del individuo, por la cual el hombre se acerca
a Cristo. En apoyo de eso, se dice además que “el Señor añadía cada día a la iglesia
los que habían de ser salvos” (Hechos 2:47). Esta obra no podía echarse a perder,
puesto que es la obra de Dios, eficaz para la eternidad, y manifestada a su tiempo.
Leamos aún en la epístola a los Efesios, capítulo 2: “Edificados sobre el fundamento de
los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo, en
quien todo el edificio, bien coordinado, va creciendo para ser un templo santo en el
Señor.” Este edificio que crece, puede manifestarse a los ojos de los hombres; pero, si
el efecto de esta obra de gracia eficaz no se manifiesta en su unidad exterior ante los
ojos de los hombres, Dios no dejará por eso de hacer su obra, reuniendo a sus hijos
para la vida eterna. Las almas vienen a Cristo y son edificadas sobre él.

Los apóstoles Juan y Pablo, y más concretamente el último, hablan de la unidad


manifestada ante los hombres, para testimonio del poder del Espíritu a los hombres.
En Juan 17 leemos: “Mas no ruego solamente por éstos, sino también  por los que han
de creer en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno; como tú, oh Padre,
en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea
que tú me enviaste” (Juan 17:20-21). Aquí, la unidad de los hijos de Dios es un
testimonio hacia el mundo de que Dios envió a Jesús para que el mundo crea. Como
consecuencia de esta verdad, está claro que el deber de los hijos de Dios es
manifestar esta realidad. Todos reconocen de qué manera el estado contrario a esta
verdad es un arma en las manos de los enemigos de esta verdad.

El carácter de la casa y la doctrina de la responsabilidad de los hombres se enseñan


aún en otros pasajes de la Palabra de Dios. Pablo dice: “Vosotros sois, edificio de
Dios. Conforme a la gracia de Dios que me ha sido dada, yo como perito arquitecto
puse el fundamento, y otro edifica encima, pero cada uno mire cómo sobreedifica” (1
Corintios 3:9-10). Aquí, es el hombre el que edifica. La casa de Dios se manifiesta en
la tierra. La Iglesia es el edificio de Dios, pero no tenemos allí la obra de Dios
solamente —esto es, los que vienen a Dios atraídos por el Espíritu Santo— sino el
efecto de la obra de los hombres, que a menudo han edificado con madera, heno,
hojarasca, etc.

Los hombres confundieron la casa exterior, edificada por los hombres, con la obra de
Cristo que puede ser idéntica a la de los hombres, pero puede también diferir
ampliamente. Falsos maestros atribuyeron todos los privilegios del cuerpo de Cristo a
la “casa grande”, compuesta de toda clase de iniquidad y de hombres corrompidos (2
Timoteo 2). Este fatal error no destruye la responsabilidad de los hombres en lo que
respecta a la casa de Dios —su morada por el Espíritu Santo—, como tampoco esta
responsabilidad se destruye con relación a la unidad del Espíritu, en un único cuerpo
sobre la tierra.

Me parece importante señalar esta diferencia, porque arroja mucha luz sobre las
cuestiones actuales. Pero prosigamos con nuestro tema. ¿Cuál era el estado de la
Iglesia al principio en Jerusalén? Vemos que se manifestaba el poder del Espíritu

14
Santo maravillosamente. “Todos los que habían creído estaban juntos, y tenían en
común todas las cosas; y vendían sus propiedades y sus bienes, y lo repartían a todos
según la necesidad de cada uno. Y perseverando unánimes cada día en el templo, y
partiendo el pan en las casas, comían juntos con alegría y sencillez de corazón,
alabando a Dios, y teniendo favor con todo el pueblo. Y el Señor añadía cada día a la
iglesia los que habían de ser salvos” (Hechos 2). Y en el capítulo 4: “Y la multitud de
los que habían creído era de un corazón y un alma; y ninguno decía ser suyo propio
nada de lo que poseía, sino que tenían todas las cosas en común. Y con gran poder los
apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús, y abundante gracia era
sobre todos ellos. Así que no había entre ellos ningún necesitado, porque todos los
que poseían heredades o casas, las vendían, y traían el precio de lo vendido, y lo
ponían a los pies de los apóstoles, y se repartía a cada uno según su necesidad”
(Hechos 4:32-35). ¡Qué espléndida descripción del efecto del poder del Espíritu en sus
corazones, efecto que desaparecería demasiado pronto y para siempre!; pero los
cristianos deben procurar realizar este estado tanto como les sea posible.

La maldad del corazón del hombre se manifestó rápidamente: Ananías y Safira, luego
la murmuración de los griegos contra los hebreos, porque sus viudas eran descuidadas
en las distribuciones diarias, manifestarán que el pecado del corazón del hombre,
unido a la obra del diablo, ya actuaba en el seno de la Iglesia. Pero, al mismo tiempo,
el Espíritu Santo estaba en la Iglesia y actuaba allí, y bastaba para poner fuera el mal
y cambiarlo en bien; la Iglesia era una, conocida por el mundo, y se podía decir
entonces que los apóstoles, cuando salían, iban y volvían siempre dentro de su misma
compañía. Una única Iglesia, llena del Espíritu Santo, daba testimonio a la salvación
de Dios y a Su presencia en la tierra; y Dios añadía a esta Iglesia a los que habían de
ser salvos. Esta Iglesia fue dispersada por la persecución, excepto los apóstoles que
permanecieron en Jerusalén. Dios suscita entonces a Pablo para ser su mensajero
para los gentiles. Comienza a edificar la Iglesia entre los gentiles y enseña que en ella
no hay judíos ni gentiles, sino que todos son uno y el mismo cuerpo en Cristo. No sólo
se proclama la existencia de la Iglesia entre los gentiles, sino que además la doctrina
de la Iglesia, su unidad, la unión de los judíos y de los gentiles en un cuerpo, se pone
en ejecución. Fue el objeto de los consejos de Dios desde antes de la fundación del
mundo, oculta en Dios; misterio que había estado escondido desde los siglos en Dios,
a fin de dar a conocer ahora a los principados y a las potestades en los lugares
celestiales, por medio de la Iglesia, la multiforme sabiduría de Dios: lo que en otras
edades no fue dado a conocer a los hijos de los hombres, como ha sido ahora
revelado a sus santos apóstoles y profetas[3] por medio del Espíritu. Por ello se dice a
los Colosenses: “El misterio que ha estado oculto a los siglos y a las generaciones,
pero que ahora ha sido manifestado a sus santos” (Colosenses 1:26).

Los cristianos eran todos conocidos, públicamente admitidos en la Iglesia, tanto


gentiles como judíos. La unidad era manifestada. Todos los santos eran miembros de
un solo cuerpo, del cuerpo de Cristo; la unidad del cuerpo era reconocida, y era una
verdad fundamental del cristianismo. En cada localidad, había una manifestación de
esta unidad de la Iglesia de Dios sobre la tierra; de modo que una epístola de Pablo
dirigida a la iglesia de Dios en Corinto, llegaba a una sola asamblea; y el apóstol podía
añadir a continuación: “con todos los que en cualquier lugar invocan el nombre de

15
nuestro Señor Jesucristo, Señor de ellos y nuestro”. Sin embargo, si hablamos
especialmente de los que estaban en Corinto, dice: “Vosotros, pues, sois (el) cuerpo
de Cristo, y miembros cada uno en particular.” Si un cristiano, miembro del cuerpo de
Cristo, iba de Éfeso a Corinto, era necesariamente también miembro del cuerpo de
Cristo en esta última asamblea. Los cristianos no son miembros de una asamblea,
sino de Cristo. El ojo, la oreja, el pie o cualquier otro miembro que estuviese en
Corinto, lo era también en Éfeso. En la Palabra no encontramos la idea de ser
miembro de una iglesia, sino de miembros de Cristo.

El ministerio, tal como es presentado en la Palabra, es también una prueba de la


misma verdad. Los dones, fuente del ministerio, otorgados por el Espíritu Santo,
estaban en la Iglesia (1 Corintios 12:8-12, 28). Aquellos que los poseían eran
miembros del cuerpo. Si Apolos era maestro en Corinto, lo era también en Éfeso. Si
era el ojo, la oreja, o cualquier otro miembro del cuerpo de Cristo en Éfeso, también
lo era en Corinto. No hay nada más claramente expresado sobre este tema que lo que
leemos en 1 Corintios 12: un cuerpo, muchos miembros; la Iglesia era una sola, y en
ella se hallaban los dones que el Espíritu Santo había dado —dones que se ejercían en
cualquier localidad donde pudiese estar el que los poseyera—. El capítulo 4 de la
epístola a los Efesios contiene la misma verdad. Cuando Cristo ascendió a lo alto, “dio
dones a los hombres... Y él mismo constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a
otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros, a fin de perfeccionar a los santos
para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que todos
lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón
perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo; para que ya no seamos
niños fluctuantes, llevados por doquiera de todo viento de doctrina, por estratagema
de hombres que para engañar emplean con astucia las artimañas del error, sino que
siguiendo la verdad en amor, crezcamos en todo en aquel que es la cabeza, esto es,
Cristo, de quien todo el cuerpo, bien concertado y unido entre sí por todas las
coyunturas que se ayudan mutuamente, según la actividad propia de cada miembro,
recibe su crecimiento para ir edificándose en amor.”

Esta unidad y la libre actividad de los miembros era una realidad práctica en el tiempo
de los apóstoles. Se reconocía plenamente cada don como suficiente para llevar a
cabo la obra del Señor, y se ejercía libremente. Los apóstoles trabajaban como
apóstoles, y asimismo los que habían sido dispersados en ocasión de la primera
persecución, trabajaban en la obra según la medida de sus dones. Es así como los
apóstoles enseñaban (1 Pedro 4:10-11; 1 Corintios 14:26, 29); y así lo hicieron los
cristianos. El diablo pretendió destruir esta unidad, pero no logró su objetivo mientras
los apóstoles vivían. Empleó el judaísmo para alcanzar este objetivo; pero el Espíritu
Santo preservó la unidad, como lo leemos en Hechos 15. El diablo pretendió crear
sectas por medio de la filosofía (1 Corintios 2), y de estas dos cosas juntas
(Colosenses 2); pero todos sus esfuerzos fueron inútiles. El Espíritu Santo actuaba en
medio de la Iglesia, así como la sabiduría otorgada a los apóstoles para mantener la
unidad y la verdad de la Iglesia contra el poder del enemigo. Cuanto más se leen los
Hechos de los Apóstoles y las Epístolas, tanto más se ven esta unidad y esta verdad.
La unión de estas dos cosas no puede tener su efecto sino por la acción del Espíritu
Santo. La libertad individual no es unión; y la unión entre los hombres no deja al

16
individuo su plena libertad. Cuando el Espíritu Santo gobierna, une necesariamente a
los hermanos entre sí y actúa en cada uno de ellos según el objetivo que se propuso a
sí mismo al unirlos, es decir, según Su propio propósito. Por ello el Espíritu Santo
reúne a todos los santos en un solo cuerpo, y actúa en cada uno de ellos según Su
voluntad, conduciéndolos en el servicio del Señor para la gloria de Dios y la edificación
del cuerpo. ¡Tal era la Iglesia! ¿Es eso ella ahora, y dónde existe? Será perfecta en el
cielo, de acuerdo; pero ¿dónde encontrarlo ahora en la tierra? Los miembros del
cuerpo de Cristo ahora están dispersos; varios están ocultos en el mundo, otros están
en medio de la corrupción religiosa; unos se hallan en una secta, otros en otra, y
todas en rivalidad para atraer a los que son salvos. Muchos, gracias a Dios, buscan
realmente la unidad; pero, ¿quién la ha encontrado? No basta con decir que por el
mismo Espíritu, fuimos bautizados en un solo cuerpo: “Para que todos sean uno…”,
dice el Señor, “para que el mundo crea que tú me enviaste.” Pero no somos uno; no
se manifiesta la unidad del cuerpo. Al principio se manifestaba claramente, y, en cada
ciudad, esta unidad era evidente a los ojos del mundo. Todos los cristianos iban por
todas partes como una sola Iglesia. El que era miembro de Cristo en una localidad, lo
era también en otra, y se recibía en todas partes al que tenía una carta de
recomendación, puesto que sólo había una asamblea.

La Cena era la señal exterior de la unidad: “Siendo uno solo el pan, nosotros, con ser
muchos, somos un cuerpo; pues todos participamos de aquel mismo pan” (1 Corintios
10:17). El testimonio que la Iglesia rinde hoy es más bien éste: que el Espíritu Santo,
su poder y su gracia, no puede superar las causas de las divisiones. La mayor parte de
esto que se llama la Iglesia es el asiento de la corrupción más grosera y la mayoría de
aquellos que presumen de su luz son incrédulos. Ortodoxos, reformados, católicos,
luteranos, no toman la Cena juntos; se condenan unos a otros. La luz de los hijos de
Dios que se encuentran en las distintas sectas, yace oculta bajo un almud; y los que
se separan de estos cuerpos, porque no pueden soportar esta corrupción, se dividen
en cientos de partidos que no tomarán la Cena juntos. Ni los unos, ni los otros,
pretenden ser la Iglesia de Dios, pero dicen que ella se ha vuelto invisible. ¿Cuál es,
pues, el valor de una luz invisible? Sin embargo, no hay ni humillación, ni confesión,
por más que se reconozca que la luz se volvió invisible. La unidad, en lo que respecta
a su manifestación, está destruida. La Iglesia, que una vez era bella, unida, celestial,
perdió su carácter; se halla oculta en el mundo; y los mismos cristianos son
mundanos, llenos de codicias, ávidos de riquezas, de honores, de poder, similares a
los hijos de este siglo. Son una epístola, en la cual nadie puede leer una sola palabra
de Cristo[4]. La mayor parte de lo que lleva el nombre de cristiano es infiel o constituye
el asiento del enemigo, y los verdaderos cristianos están perdidos en medio de la
multitud. ¿Dónde encontrarán “un solo pan”, el emblema del “un cuerpo”? ¿Dónde
está el poder del Espíritu que une a los cristianos en un solo cuerpo? ¿Quién puede
negar que los cristianos hayan sido así? ¿Y no son culpables de no ser lo que una vez
fueron? ¿Podemos considerar bueno que se esté en un estado muy diferente del que
estaba la Iglesia al principio, y que la Palabra reclama de nosotros? Deberíamos estar
profundamente afligidos de un estado tal como el de la Iglesia en el mundo, porque
no responde de ningún modo al corazón y al amor de Cristo. Los hombres se limitan a
tener asegurada su vida eterna.

17
¿Buscamos lo que la Palabra dice sobre este punto? Encontramos en Romanos 11, de
una manera general, lo que concierne a cada economía o dispensación, a los caminos
del Señor para con los judíos y para con las ramas de entre los gentiles que
sustituyeron a los judíos: “La severidad ciertamente para con los que cayeron, pero la
bondad para contigo, si permaneces en esa bondad; pues de otra manera tú también
serás cortado.” ¿No es una cosa muy seria, que el pueblo de Dios en la tierra sea
cortado? Ciertamente los fieles son y serán guardados; puesto que Dios no falta nunca
a su fidelidad; pero todos los sistemas en los cuales se glorifica, pueden ser —y de
hecho lo serán— juzgados y cortados. La gloria de Dios, su presencia visible y real,
estuvo en Jerusalén, su trono estaba entre los querubines. Durante el cautiverio en
Babilonia, su presencia abandonó Jerusalén, y su gloria así como su presencia
no estuvieron ya más en el templo, en medio del pueblo. Y aunque su larga paciencia
hacia ellos los soportó hasta el tiempo en que Cristo fue rechazado, Dios, sin
embargo, los cortó en lo que respecta a ese pacto. El remanente se convirtió en los
cristianos, pero todo el sistema llegó a su fin por el juicio. El sistema cristiano tendrá
el mismo fin, si no persevera en la bondad de Dios; y no ha perseverado. En
consecuencia, aunque yo tengo la firme convicción de que todo verdadero cristiano
será preservado y arrebatado al cielo, en lo que respecta al testimonio de la Iglesia en
la tierra, a la casa de Dios por el Espíritu, no existirá ya más. Pedro había dicho: “Es
tiempo de que el juicio comience por la casa de Dios” (1 Pedro 4:17); y en el tiempo
de Pablo, el misterio de la iniquidad ya estaba en curso y debía seguir hasta que el
hombre de pecado estuviese allí. Ya en el tiempo del apóstol, cada uno buscaba su
propio interés y no el de Cristo (Filipenses 1). El apóstol nos dice aún, que después de
su partida entrarían en la Iglesia lobos rapaces que no perdonarían al rebaño (Hechos
20:29), y que en los últimos días vendrían tiempos peligrosos, hombres con
apariencia de piedad, pero que negarían su poder; malos hombres e impostores que
irían de mal en peor, engañando y siendo engañados (2 Timoteo 3:5, 13), y que
finalmente tendría lugar la apostasía. ¿Todo eso constituye la perseverancia en la
gracia de Dios? Esta infidelidad ¿es algo desconocido en la historia del hombre? Dios
siempre comenzó por colocar a sus criaturas en una buena posición, pero la criatura
abandonó invariablemente la posición en la cual Dios la había puesto, y se volvió infiel
en ella. Dios, después de larga paciencia, nunca restablece a la posición de la cual se
cayó. No corresponde a sus caminos restaurar una cosa que se echó a perder; sino
que Él directamente la corta, para introducir luego algo totalmente nuevo, mucho
mejor que lo que había sido antes. Adán cayó, y Dios quiere que el segundo Adán sea
el Señor del cielo. Dios dio la ley a Israel, pero éste hizo el becerro de oro antes de
que Moisés bajase de la montaña; y Dios quiere escribir la ley en el corazón de su
pueblo. Dios estableció el sacerdocio de Aarón, pero sus hijos ofrecen inmediatamente
“fuego extraño”; y, a partir de entonces, Aarón no pudo entrar más en el lugar
santísimo con sus vestiduras de “gloria y hermosura”. Dios hizo sentar al hijo de David
en el trono de Jehová (1 Crónicas 29:23), pero dado que la idolatría fue introducida
por él, el reino fue dividido, y el trono del mundo fue otorgado por Dios a
Nabucodonosor, quien hizo una gran estatua de oro y lanzó a los fieles a la hoguera
ardiente. En cada ocasión el hombre fracasó; y Dios, después de haberlo soportado
mucho tiempo, interviene en juicio, y sustituye el sistema anterior por uno mejor.

18
Es interesante observar cómo todas las cosas en las que el hombre fracasó, se
restablecen de una manera más excelente en el segundo Hombre. El hombre será
exaltado en Cristo, la ley escrita en el corazón de los judíos, el sacerdocio ejercido por
Jesucristo. Él es el hijo de David que reinará sobre la casa de Israel; regirá las
naciones. Lo mismo ocurre en lo que se refiere a la Iglesia; ella fue infiel, no mantuvo
la gloria de Dios que le había sido confiada; a causa de eso, como sistema, será
cortada de la tierra; el orden de cosas establecido por Dios finalizará por el juicio; los
fieles subirán al cielo en una condición mucho mejor, para ser conformados a la
imagen del Hijo de Dios, y se establecerá el reino del Señor en la tierra. Todas estas
cosas serán un admirable testimonio de la fidelidad de Dios, quien cumplirá todos sus
propósitos a pesar de la infidelidad del hombre. Pero ¿anula esto la responsabilidad
del hombre? ¿Cómo Dios, pues, como dice el apóstol, juzgaría al mundo? Nuestros
corazones ¿no sienten que arrastramos la gloria de Dios al polvo? El mal comenzó a
partir del tiempo de los apóstoles; cada uno agregó a éste su parte; la iniquidad de los
siglos se amontona sobre nosotros; pronto la casa de Dios será juzgada; se volvió a
demandar la sangre de todos los justos a la nación judía, y Babilonia también será
hallada culpable de la sangre de todos los santos.
 
Es cierto que serán arrebatados al cielo; pero, junto con eso, ¿no deberíamos
afligirnos por la ruina de la casa de Dios? Sí, sin duda. Ella era una; un testimonio
magnífico a la gloria de su Cabeza por el poder del Espíritu Santo; unida, celestial, la
cual daba a conocer al mundo el efecto del poder del Espíritu Santo, que ponía al
hombre sobre todo motivo humano, y hacía desaparecer las distinciones y las
diversidades, llevando creyentes de todas las regiones y de todas las clases para ser
una sola familia, un solo cuerpo, una sola Iglesia: testimonio poderoso de la presencia
de Dios en la tierra en medio de los hombres.
 
Se objeta que no somos responsables de los pecados de nuestros antecesores. ¿No
somos responsables del estado en el cual nos encontramos? ¿Acaso un Nehemías, un
Daniel, se excusaron por los pecados del pueblo? ¿No confesaron más bien el
miserable estado del pueblo de Dios, como si perteneciera a ellos mismos? Si no
fuésemos responsables, ¿por qué Dios no nos dejaría de lado, por qué juzgaría y
destruiría todo el sistema? ¿Por qué dice: “Vendré pronto a ti, y quitaré tu candelero
de su lugar, si no te hubieres arrepentido”? ¿Por qué juzga a Tiatira, sustituyéndola
por el reino? ¿Por qué dice a Laodicea: “Te vomitaré de mi boca”? Yo creo que las
siete iglesias (Apocalipsis 2 y 3) nos dan la historia de la Iglesia, del principio al final;
en todos los casos existe la responsabilidad de los cristianos acerca del estado de la
Iglesia. Se dirá quizá que sólo las iglesias locales son responsables, y no la Iglesia
universal. Lo que es seguro, es que Dios cortará a la Iglesia como sistema establecido
en la tierra.

19
A fin de demostrar que la responsabilidad continúa del principio al fin, leamos en la
epístola de Judas: “Algunos hombres han entrado encubiertamente, los que desde
antes habían sido destinados para esta condenación” (Judas 4). Éstos ya se habían
infiltrado entre ellos y “de éstos también profetizó Enoc, séptimo desde Adán,
diciendo: He aquí, vino el Señor con sus santas decenas de millares, para hacer juicio
contra todos” (Judas 14). Así pues, los que en el tiempo de Judas se habían infiltrado
solapadamente, atraían el juicio sobre los profesantes profanos del cristianismo. En
esta epístola tenemos los tres caracteres de la iniquidad y sus progresos. En Caín está
la iniquidad puramente humana; en Balaam, la iniquidad eclesiástica; en Coré, la
rebelión, y entonces perecen. En el campo donde el Señor había sembrado la buena
semilla, el enemigo, mientras los hombres dormían, sembró la cizaña. Es muy cierto
que la buena semilla se recoge en el granero; sin embargo, la negligencia de los
siervos dejó al enemigo la ocasión de estropear la obra del amo. ¿Podemos ser
indiferentes al estado de la Iglesia, amada por el Señor; indiferentes a las divisiones
que el Señor ha prohibido?[5]. No; humillémonos, queridos hermanos, confesemos
nuestras faltas y pongamos fin al asunto. Marchemos fielmente cada uno como
corresponde, y esforcémonos en encontrar una vez más la unidad de la Iglesia y el
testimonio de Dios. Purifiquémonos de todo mal y de toda iniquidad. Si es posible
reunirnos en el nombre del Señor, será una gran bendición; pero es esencial que eso
se haga en la unidad de la Iglesia de Dios y en la verdadera libertad del Espíritu.

Si la casa de Dios está aún en la tierra y el Espíritu Santo la habita, ¿no estará
contristado por el estado de la Iglesia? Y si él mora en nosotros, ¿no deberían estar
afligidos y humillados nuestros corazones por la deshonra que se le causa a Cristo, y
por la destrucción del testimonio que el Espíritu Santo descendido del cielo vino a
rendir en la unidad de la Iglesia de Dios? Quien compare el estado de la Iglesia, tal
como nos es descrita en el Nuevo Testamento, con su estado actual, tendrá el corazón
profundamente entristecido al ver la gloria de la Iglesia arrastrada en el polvo y al
Enemigo que triunfa en medio de la confusión del pueblo de Dios.

En suma, Cristo ha confiado su gloria en la tierra a la Iglesia. Ella era la depositaria de


esta gloria. En ella el mundo habría debido ver desplegada esa gloria por el poder del
Espíritu Santo, testimonio de la victoria de Cristo sobre Satanás, sobre la muerte y
sobre todos los enemigos a los que llevó cautivos, triunfando sobre ellos en la cruz.
¿Guardó la Iglesia este depósito y mantuvo la gloria de Cristo en la tierra? Si tal no
fue el caso, decidme, cristianos, la Iglesia, ¿no es responsable de esto? El siervo a
quien el amo confió el cuidado de su casa (Mateo 24), ¿es responsable o no del estado
de la casa de su amo? Uno podrá decir tal vez que el siervo malo es la imagen de la
iglesia exterior que está corrompida y que en realidad no es la Iglesia, y que en mi
caso particular, yo no soy miembro de ella en absoluto. A eso respondo que en la
parábola, el siervo está solo, y la pregunta entonces, respecto de ese siervo que está
solo, es: ¿es fiel o no? Puede ser cierto que Ud. se haya separado de la iniquidad que
llena la casa de Dios, e hizo bien; pero su corazón ¿no se humilla debido al estado en
el cual se encuentra esta casa? El Señor derramó lágrimas sobre Jerusalén, y ¿no

20
deberíamos nosotros derramarlas por lo que es aún más caro a Su corazón? Es aquí
donde la gloria del Señor ha sido pisoteada. ¿Diremos que no somos responsables de
esto? Su siervo, aunque solo, es tenido por responsable. Aun cuando, guiado
individualmente por la Palabra, pueda apartarme de toda esa iniquidad que corrompe
la casa de Dios, tengo el deber, como siervo de Cristo, de identificarme con Su gloria
y con las manifestaciones de esta gloria hacia el mundo. Allí es donde la fe se pone de
manifiesto: no solamente creyendo que Dios y Cristo poseen la gloria, sino
identificando esta gloria con su pueblo (Éxodo 32:11-12; Números 14:13-19; 2
Corintios 1:20). En primer lugar, Dios ha confiado su gloria al hombre, el cual es
responsable de permanecer en esta posición y de ser fiel, sin abandonar su primer
estado; por consecuencia, Dios establecerá su propia gloria, conforme a sus
propósitos. Pero, sobre todo, el hombre es responsable allí donde Dios lo ha puesto.
Hemos sido puestos en la Iglesia de Dios, en su casa sobre la tierra, allí donde su
gloria habita. Esta Iglesia, ¿dónde está?

NOTAS
 
 
[1] Se observará que no hay llaves para la Iglesia. No se construye con llaves, las
llaves son para el reino.

[2] Ésta es una prueba indiscutible de que el papa no puede ser la cabeza de la


Iglesia, porque si Cristo es la Cabeza, un cuerpo no puede tener dos cabezas.

 [3] Es necesario observar que el apóstol habla solamente de los profetas del Nuevo
Testamento.

 [4]  No se dice que debamos ser una epístola de Cristo, sino, vosotros “sois carta


(epístola) de Cristo”.

 [5]  En la primera Epístola a Timoteo tenemos el orden de la Iglesia, de la casa de


Dios; en la Segunda, la regla a seguir cuando la Iglesia está en desorden. Nuestro
Dios ha provisto para todas las dificultades, para que podamos ser fieles y libres de
toda iniquidad.

21
SOBRE LA FORMACIÓN DE LA IGLESIA[1]

Introducción
 
El propósito de Dios en cuanto a la reunión de los creyentes en la tierra
 
La posición de los sistemas nacionales en cuanto a la reunión de los creyentes
 
La posición de la disidencia en cuanto a la reunión de los creyentes
 
En la condición caída de la dispensación actual, ¿puede el hombre restaurarla a su
condición original?
 
Si la dispensación no puede ser restaurada, ¿qué es lo que se debe hacer?
 
Instrucciones del Espíritu Santo para la condición actual de la iglesia
 
¿Autoriza la Palabra de Dios el nombramiento de presidentes o de pastores?
 
Los hijos de Dios sólo tienen que reunirse sobre la base de la promesa del Señor
 
Resumen
 
Observaciones finales
 

INTRODUCCIÓN
 
Las circunstancias actuales han llevado a muchos cristianos a considerar si los
creyentes son verdaderamente competentes para formar iglesias, según el modelo de
las iglesias primitivas, y si la formación de tales cuerpos está actualmente en armonía
con la voluntad de Dios.
 
Uno no puede sino reconocer la confusión que existe en la cristiandad, y algunos
estiman que la única manera de hallar la bendición en medio de toda esta ruina es
formando y organizando iglesias. Otros consideran que un intento de esa naturaleza
es un mero producto del esfuerzo humano, y que, como tal, carece de la primera
condición de una bendición duradera, la cual sólo puede hallarse en una entera
dependencia de Dios; aunque desde luego reconocemos que la sinceridad y la
verdadera piedad de muchos que han tomado parte en esta acción, puede hasta cierto
punto tener la bendición de Dios.
 
El que escribe estas páginas, unido por los lazos más fuertes de afecto fraternal y
amor en Cristo a muchos de los que pertenecen a cuerpos que asumen el título
de Iglesia de Dios, ha evitado cuidadosamente todo conflicto con sus hermanos sobre
este tema, aunque a menudo ha dialogado con ellos acerca de estas cuestiones. No ha
hecho más que separarse de las cosas que se hallaban en ese cuerpo, cuando ellas le
parecían contrarias a la Palabra de Dios, procurando solícitamente, no obstante,
guardar “la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz”, y teniendo en cuenta aquellas
palabras: “Si entresacares lo precioso de lo vil, serás como mi boca” (Jeremías

22
15:19), instrucción de infinito valor en medio de la confusión actual. Pero su afecto no
ha disminuido, ni se han roto ni debilitado sus vínculos.           
 
Dos consideraciones impelen al escritor de manera especial a declarar lo que para él
es el pensamiento de las Escrituras sobre este tema: un deber hacia el Señor (y el
bien de Su Iglesia es de la mayor consideración), y luego un deber de amor hacia sus
hermanos, amor que debe ser dirigido por la fidelidad al Señor. Escribe estas páginas
debido a que la idea de hacer iglesias constituye el verdadero obstáculo para el
cumplimiento de lo que todos desean, a saber, la unión de los santos en un solo
cuerpo: primero, porque en aquellos que lo han intentado, al sobrepasar el poder que
el Espíritu les había dado, ha obrado la carne; y, en segundo lugar, porque aquellos
que estaban fatigados del mal de los sistemas nacionales, al verse en la necesidad de
escoger entre ese mal y lo que satisfacía el punto de vista de ellos como
congregaciones disidentes, se quedan a menudo donde se encuentran, sin esperanzas
de hallar algo mejor. En las condiciones actuales sería una extravagancia afirmar que
estas iglesias puedan realizar la deseada unión, pero no voy a insistir en ello para no
entristecer a algunos de mis lectores. Mi intención es más bien poner en primer
término los puntos en los que estamos de acuerdo, puntos que a la vez nos ayudarán
a formarnos un juicio claro y cierto sobre muchos sistemas actualmente existentes,
sistemas que, si bien son incapaces de producir el bien deseado por un gran número
de hermanos, dejan a sus partidarios, como único consuelo y excusa, el pensamiento
de que los demás no pueden hacer más que ellos para alcanzar la meta propuesta.

 
EL PROPÓSITO DE DIOS EN CUANTO A LA REUNIÓN DE LOS CREYENTES EN
LA TIERRA
 
Es el deseo de nuestros corazones y, según creemos, la voluntad de Dios en esta
dispensación[2], que todos los hijos de Dios estén reunidos como tales, y, por
consiguiente, fuera de este mundo. El Señor se dio a sí mismo “no solamente por la
nación (los judíos), sino también para congregar en uno a los hijos de Dios que
estaban dispersos” (Juan 11:52). Esta reunión de todos en uno era, pues, el motivo
inmediato de la muerte de Cristo. La salvación de los elegidos era tan cierta antes de
Su venida —aunque se cumplió por medio de ella— como más tarde. La dispensación
judía, que precedió a Su venida a este mundo, tenía por objeto, no reunir a la Iglesia
sobre la tierra, sino mostrar el gobierno de Dios por medio de una nación elegida. En
la actual dispensación, el propósito del Señor es reunir así como salvar, no solamente
realizar la unidad en los cielos, donde los propósitos de Dios se cumplirán
ciertamente, sino aquí en la tierra, por “un solo Espíritu” enviado del cielo. “Por un
solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo” (1 Corintios 12:13). Ésta es la
innegable verdad respecto a la Iglesia, tal como la Palabra nos la presenta. Muchos
pueden tratar de demostrar que hipócritas y malvados se han infiltrado en la Iglesia;
pero no se puede escapar a la conclusión de que había una Iglesia en la cual se
deslizaron. La unión de todos los hijos de Dios en un solo cuerpo es evidentemente
según el pensamiento de Dios en la Palabra.
 

23
La posición de los sistemas nacionales en cuanto a la reunión de los
creyentes
 
En cuanto a los llamados sistemas nacionales, es imposible hallar rastros de su
existencia anteriormente al período de la Reforma. Ni su misma noción parece haber
existido antes de este período. Lo único que podemos encontrar que sea mínimamente
análogo —los privilegios de la Iglesia galicana y la práctica de votar por naciones en
algunos concilios generales— son cosas tan ampliamente diferentes que no demandan
discusión alguna.
 
El nacionalismo, es decir, la división de la Iglesia en cuerpos formados de tal o cual
nación, es una novedad que data de cuatro siglos [3], aunque en estos sistemas se
encuentran muchos queridos hijos de Dios. La Reforma no tocó directamente la
cuestión del verdadero carácter de la Iglesia de Dios. No hizo nada para restaurarla a
su estado primitivo. Hizo algo que es mucho más importante: expuso la verdad de
Dios tocante a la gran doctrina de la salvación de las almas, con mucha más claridad y
con un efecto mucho más poderoso que el moderno avivamiento. Pero no restableció
la Iglesia en sus facultades primitivas: al contrario, la sujetó en general al Estado para
librarla del Papa, porque consideraba peligrosa la autoridad papal y consideraba como
cristianos a todos los sujetos de un país.
 
Para escapar de esta anomalía, creyentes fieles trataron de hallar refugio en una
distinción entre una iglesia visible y una iglesia invisible. Pero leamos la Escritura:
“Vosotros sois la luz del mundo.” ¿Qué valor tiene una luz invisible? “Una ciudad
asentada sobre un monte no se puede esconder” (Mateo 5:14). Decir que la
verdadera Iglesia ha sido reducida a la condición de invisible es decidir toda la
cuestión, y afirmar que la Iglesia ha perdido enteramente su posición original [4] y
carácter esencial, y que está en un estado de apostasía, es decir, que se ha apartado
del propósito de Dios y de la constitución que ella había recibido de Él; pues Dios no
encendió una lámpara para ponerla debajo de un almud, sino para ponerla sobre el
candelero para alumbrar a todos los que están en la casa (Mateo 5:15). Si se volvió
invisible, dejó de responder al propósito para el cual fue constituida (véase Juan
17:21), es apóstata. Tal es, según su propio testimonio, el estado público del
cristianismo.
                                                                 

                                                                 
LA POSICIÓN DE LA DISIDENCIA EN CUANTO A LA REUNIÓN DE LOS
CREYENTES

Estamos, pues, de acuerdo en el hecho de que la reunión de todos los hijos de Dios en
uno es según el propósito del Señor expresado en su Palabra.

Pero mi pregunta, antes de seguir, es ésta: ¿Puede uno creer que las iglesias
disidentes, tal como existen en éste y en otros países, hayan alcanzado este objetivo,
o que sea probable que lo alcancen?
 
Esta verdad de la reunión en uno de los hijos de Dios, la Escritura la presenta llevada
a cabo en diferentes localidades; y en cada localidad, los cristianos allí residentes
constituían un solo cuerpo. Las Escrituras son perfectamente claras a este respecto.
Desde luego, se ha planteado la objeción de que una unión así es imposible, pero sin
presentar pruebas extraídas de la Palabra de Dios que apoyen tal postura. Se dice:
«¿Cómo podría ser esto posible en Londres o en París?» Pues bien, ello era posible en

24
Jerusalén, y allí había más de cinco mil creyentes. Y si bien se reunían en casas y
aposentos particulares, no por eso dejaban de ser un solo cuerpo, dirigido por un solo
Espíritu, por una sola regla de gobierno, en una sola comunión, y reconocidos como
tales. Por tal razón, tanto en Corinto como en otros lugares, una epístola dirigida a la
Iglesia de Dios habría encontrado su destino en un cuerpo conocido. E iré más allá, y
añadiré que es claramente nuestro deber desear pastores y maestros que asuman el
cuidado de tales congregaciones, y que Dios ciertamente los suscitó en la Iglesia tal
como la vemos en la Palabra.
                                              
Habiendo reconocido plenamente estas verdades importantes, a saber:
 
1 La unión de todos los hijos de Dios;
2 La unión de todos los hijos de Dios en cada ciudad o localidad; y habiendo
reconocido además que así se los contempla en la Palabra de Dios, la cuestión
parecería resuelta. Pero aquí debemos hacer una pausa. Uno no puede negar que este
hecho, confirmado por la Palabra de Dios (y se trata de un hecho, no de una teoría)
haya dejado de existir, y la cuestión que debe resolverse es simplemente ésta:
«¿Cómo debería un cristiano juzgar y actuar cuando un estado de cosas que la Palabra
de Dios describe, ha dejado de existir?» Se me dirá en seguida que lo que hay que
hacer es restaurarlo. Pero esa respuesta es una prueba del mal existente y supone
que tenemos poder en nosotros mismos para hacerlo. Yo más bien diría: oigamos la
Palabra y obedezcámosla, por cuanto ella se aplica a este estado de decadencia. La
respuesta anterior presupone dos cosas: primero, que es la voluntad de Dios
restablecer esta economía o dispensación [5] a su estado original después que ha
fracasado; segundo, que uno posee la capacidad y la autorización para restaurarla.
¿Encuentra esto fundamento en las Escrituras?
 
Supongamos un caso. Dios hizo al hombre inocente; Dios dio al hombre Su ley. Todos
los cristianos confesarán que el pecado es un mal, y que no debemos cometerlo.
Supongamos que alguien, convencido de esta verdad, emprenda el cumplimiento de la
ley, ser inocente, y agradar así a Dios. Se me dirá de inmediato que el tal actúa sobre
la base de su propia justicia, que confía en sus propias fuerzas, y que no comprende
la Palabra de Dios. Volver, del mal existente, a aquello que Dios estableció al
principio, no siempre, pues, es una prueba de que hemos comprendido Su Palabra y
Su voluntad. Sin embargo, juzgaremos con rectitud y verdad que lo que Él estableció
al principio era bueno y que nos hemos apartado de ello.
 
Apliquemos esto a la Iglesia. Todos reconocemos —pues estoy escribiendo a quienes
lo reconocen— que Dios estableció iglesias. Reconocemos que los cristianos, o, en una
palabra, la Iglesia en general, se han alejado tristemente de lo que Dios había
establecido en un principio, y que por ello somos culpables. Proponerse restablecerlo
todo a su condición original es —o podría ser— el resultado de la operación del mismo
espíritu que conduce a un hombre a querer restablecer su propia justicia cuando la ha
perdido.
 
Antes de poder acceder a vuestras pretensiones, es necesario que me hagáis ver no
sólo que la Iglesia era así al principio, sino también que es la voluntad de Dios que sea
restaurada a su gloria primitiva, ahora que la iniquidad del hombre ha empañado
aquella gloria y se ha apartado de ella; y más aún, que la unión voluntaria de “dos o
tres”, o de veintidós o veintitrés cristianos, o de varios de estos cuerpos, tiene el
derecho, en cualquier localidad, de llamarse la Iglesia de Dios, cuando ésta era
originalmente el conjunto de todos los creyentes en una localidad determinada. Es
necesario, además, que aquellos que pretenden tal posición, me demuestren que han

25
recibido de Dios la misión y el don de reunir a los creyentes con una autoridad tal que
puedan tratar con justicia a los que no responden a su llamamiento como cismáticos,
condenados a sí mismos, y como extraños a la Iglesia de Dios.
 
Y aquí, permítaseme insistir en un punto muy importante, que aquellos que quieren a
toda costa hacer iglesias han perdido de vista. Ellos estaban tan preocupados de sus
iglesias que casi perdieron de vista a la Iglesia. Según las Escrituras, la totalidad de
las iglesias aquí en la tierra[6] constituye la Iglesia, al menos la Iglesia sobre la tierra;
y la Iglesia en un determinado lugar no era otra cosa que la asociación regular de
todos aquellos que formaban parte de todo el cuerpo de la Iglesia, es decir, de todo
el cuerpo de Cristo aquí en la tierra; y aquel que no era miembro de la Iglesia en el
lugar donde vivía, no era en absoluto miembro de la Iglesia de Cristo; y el que dice
que no es miembro de la Iglesia de Dios en Rolle [7] no tiene derecho a reconocerme en
absoluto como miembro de la Iglesia de Dios. No había idea de semejante distinción
entre las pequeñas iglesias de Dios en un lugar determinado y la Iglesia en su
conjunto. Cada uno estaba en alguna Iglesia, si existía una allí donde residía, y, por
tanto, pertenecía a la Iglesia; pero nadie se figuraba pertenecer a la Iglesia si se
hallaba separado de la Iglesia en el lugar donde vivía. El sistema de hacer iglesias
solamente es lo que ha llevado a la separación de estas dos cosas, y casi ha destruido
la idea de la Iglesia de Dios, al establecer iglesias parciales y voluntarias en diferentes
lugares[8].
 
Vuelvo al caso del hombre que ya hemos supuesto. Supongamos ahora que su
conciencia ha sido tocada y vivificada por el Espíritu de Dios. ¿Cuál será el efecto?
Será, en primer lugar, hacerle reconocer su estado de ruina a causa del pecado, y la
nulidad de su inocencia y de su propia justicia. En segundo lugar, un sentimiento de
total dependencia de Dios y de sumisión de corazón al juicio de Dios en un estado
semejante.
                      
Apliquemos esto a la Iglesia y a toda la dispensación. Mientras los hombres dormían,
el enemigo sembró la cizaña (Mateo 13:25). La Iglesia está en un estado de ruina,
sumergida y perdida en el mundo, invisible, si se quiere decir así, a pesar de que
debería presentar, como un candelero, la luz de Dios. Si ella no está en un estado de
ruina, entonces pregunto a nuestros hermanos disidentes: ¿Por qué la dejaron? Y si lo
está, reconozcamos, pues, esta ruina, esta apostasía, este apartamiento de su primer
estado. ¡Ay! La realidad es demasiado evidente. Abraham puede recibir ovejas, vacas,
asnos, siervos, criadas, asnas, camellos, pero su esposa está en la casa de Faraón
(Génesis 12:16).                                                                                               
¿Cuál será, pues, el efecto de la operación del Espíritu, el fruto de la fe? Reconocer
este estado de ruina, tomar conciencia de él y, en consecuencia, humillarse. Y
nosotros, que somos culpables de este estado de cosas, ¿pretenderíamos restaurar
todo eso? No, eso sería una prueba de que no estamos humillados por ello.
Busquemos más bien, con humildad, lo que Dios nos dice en su Palabra de un estado
de cosas semejante, y no actuemos como un niño que, después de haber roto un vaso
de gran precio, trata de juntar los trozos rotos y de restablecerlo con la esperanza de
ocultar el mal de la vista de los demás.

                                                                                             

26
EN LA CONDICIÓN CAÍDA DE LA DISPENSACIÓN ACTUAL, ¿PUEDE EL HOMBRE
RESTAURARLA A SU CONDICIÓN ORIGINAL?
        
Insisto con este argumento ante aquellos que pretenden organizar iglesias. Si ellas
existen, ellos no tienen que hacerlas. Si, como dicen ellos, existían al principio, pero
han dejado de existir, en este caso la dispensación está en un estado de ruina y en
una condición de total apartamiento de su condición original. Su pretensión, pues, es
emprender la tarea de restablecerla. Y es este intento, precisamente, el que tienen
que justificar, si no, toda esta pretensión no tiene ningún fundamento. Se objetará
que la Iglesia no puede fracasar, y que Dios le prometió que las puertas del hades no
prevalecerían contra ella. Esto lo reconozco, si entendemos por ello que la salvación
de los escogidos está asegurada, que la gloria de la Iglesia en la resurrección triunfará
sobre Satanás, y que Dios asegurará el mantenimiento de la confesión de Jesús sobre
la tierra hasta el arrebatamiento de la Iglesia. Pero no se trata aquí de eso. La
salvación de los escogidos también estaba asegurada antes de que hubiese una iglesia
congregada. Por otra parte, si con lo anterior se quiere afirmar que la dispensación
actual no puede fracasar, entonces se está proponiendo un grave y pernicioso error.
Si esto fuese verdad, ¿por qué entonces os habéis separado del estado en que ella se
encuentra? Si la economía o dispensación de Dios, respecto de la reunión de la Iglesia
en la tierra, sigue subsistiendo en su condición original sin haber caído, ¿por qué
hacéis nuevas iglesias? Éste es un punto en que sólo el Papado es consecuente.
 
Pero ¿qué dice la Palabra? Que la apostasía debe llegar antes del juicio; que “en los
postreros días vendrán tiempos peligrosos”; que habrá apariencia de piedad, pero sin
eficacia (2 Timoteo 3:5). Y añade: “A estos evita.” Y el pensamiento de que la
dispensación de la Iglesia no puede caer es tratado en Romanos 11 como una fatal
presunción que conduce a los gentiles a su ruina. El Espíritu Santo condena a aquellos
que tienen este pensamiento como sabios a sus propios ojos, y nos enseña, al
contrario, que Dios actuará para con la actual dispensación tal como lo ha hecho con
las anteriores; que si permanecía en la bondad de Dios, seguiría en esta bondad; en
caso contrario, la dispensación sería cortada (Romanos 11:22). La Palabra nos revela
así el cercenamiento y no la restauración de la dispensación, en caso de no
permanecer fiel. Y dedicarse a reconstruir nuevamente la Iglesia y las iglesias sobre la
base donde se encontraban al principio, es reconocer su estado de caída actual sin
someterse al testimonio de Dios sobre Sus propios pensamientos tocantes a este
estado de ruina. Es actuar según nuestros propios pensamientos y confiar en nuestras
propias fuerzas, para llevar a cabo nuestro proyecto. ¿Y cuál fue el resultado?
 
Lo que está en cuestión, no es saber si existían tales iglesias en la época en que la
Palabra de Dios fue escrita; sino saber si, después que aquellas iglesias dejaron de
existir a causa de la iniquidad del hombre, y que los creyentes fueron dispersados (y
éstos son hechos reconocidos), aquellos que toman entre manos el oficio apostólico de
restablecer las iglesias sobre su base original —y, por consecuencia, de restablecer
toda la dispensación—, han comprendido realmente el pensamiento de Dios, y si están
dotados de poder para emprender la tarea que se han impuesto: dos cuestiones
totalmente diferentes. No creo que nadie, ni la persona más celosa, que, con un deseo
cuya sinceridad reconozco plenamente, haya buscado restablecer la dispensación
caída (y David también fue sincero en su deseo de edificar el templo, aunque no era la
voluntad de Dios que lo hiciera, 1 Crónicas 17:4), esté en condiciones de poder
hacerlo o que los tales tengan el derecho de imponer a mi fe, como Iglesia de Dios,
los pequeños edificios que levantaron. Sin embargo, estoy muy lejos de creer que no
haya habido iglesias en el tiempo pasado, cuando Dios envió a sus apóstoles con el fin
de establecerlas. Y, en mi opinión, aquel que no puede distinguir entre el estado en

27
que estaba la Iglesia en aquellos tiempos y su condición actual, no tiene un juicio muy
claro en las cosas de Dios.

 
SI LA DISPENSACIÓN NO PUEDE SER RESTAURADA, ¿QUÉ ES LO QUE SE DEBE
HACER?
 
Se dirá que la Palabra y el Espíritu permanecen con la Iglesia: ¡Eso —bendito sea Dios
— es verdad! Es lo que me da toda mi confianza. Apoyarse en eso es lo que la Iglesia
necesita aprender. Por esta razón indago qué es lo que la Palabra y el Espíritu dicen
acerca del estado de la Iglesia caída, en lugar de pretender arrogarme la competencia
de llevar a cabo lo que el Espíritu dijo acerca del estado original de la Iglesia. De lo
que me quejo es de que se hayan seguido pensamientos humanos, al imitar lo que el
Espíritu describe de lo que existió en la iglesia primitiva, en lugar de buscar aquello
que la Palabra y el Espíritu han declarado acerca de nuestro estado actual. La misma
Palabra y el mismo Espíritu que, por Isaías, habló diciendo a los moradores de
Jerusalén que permaneciesen tranquilos y que Dios los preservaría de los asirios
(Isaías 37:35), dijo por boca de Jeremías que aquel que saliese hacia los caldeos
salvaría su vida (Jeremías 21:9). La fe y la obediencia en un caso eran una presunción
y una desobediencia en el otro. Algunos objetarán que esto tiende a confundir a los
simples; pero la obediencia a la Palabra en la humildad nunca conduce a la confusión;
y quiero añadir que aquellos que quieren reorganizar toda la Iglesia, deberían estar
bien instruidos en la Palabra y abstenerse de hacer nada bajo el pretexto de la
simplicidad. La humildad que siente el verdadero estado de la Iglesia, se habría
guardado de una pretensión que impulsa actividades no fundadas en la Palabra. La
verdad es que las Escrituras, incluso las que han sido ya citadas, demuestran que el
estado de la dispensación, al llegar a su fin, será enteramente opuesto al del principio.
Y el pasaje citado de la epístola a los Romanos (11:22) es decisivo sobre este punto:
que Dios cortaría la dispensación en lugar de restaurarla, si no permanecía en la
bondad de Dios.
 

28
El pasaje: “Mi Espíritu estará en medio de vosotros, no temáis” (Hageo 2:5), es un
principio sumamente seguro y de gran valor. La presencia del Espíritu Santo es la
clave de todas nuestras esperanzas. Pero esta alentadora profecía de Hageo jamás
condujo a Nehemías, fiel a Dios cuando Israel volvió del cautiverio, a pretender
cumplir la tarea que había sido asignada a Moisés, quien había sido fiel en toda su
casa (Hebreos 3:2) al comienzo de esa dispensación. No, sino que reconoce, en los
términos más claros y conmovedores, la caída condición de Israel, y que estaban “en
grande angustia” (Nehemías 9:37). Hace todo lo que la Palabra le autoriza a hacer en
las circunstancias en que se encontraba; pero nunca pretendió hacer un arca del
pacto, como la había hecho Moisés, y porque Moisés la había hecho, ni establecer la
Shekiná[9], lo que sólo Dios podía hacer, ni el Urim y el Tumim [10], ni poner en orden
las genealogías mientras el Urim y el Tumim faltasen. Pero se nos dice en la Palabra
que gozó de bendiciones de las que no había gozado “desde los días de Josué”
(Nehemías 8:17), porque fue fiel a Dios en las circunstancias en que se encontraba,
sin pretender hacer nuevamente lo que Moisés había hecho y que el pecado de Israel
había destruido. Si hubiese emprendido tal cosa, se habría tratado de un acto de
presunción, no de obediencia. En tales circunstancias, nuestro deber es la obediencia,
no la imitación de los apóstoles. Es mucho más humillante, pero al menos es mucho
más seguro; y he aquí que todo lo que busco, todo lo que pido, es que la Iglesia sea
más humilde. Contentarse con el mal a nuestro alrededor como si no pudiésemos
hacer nada, no es obediencia; pero tampoco es obediencia imitar las acciones de los
apóstoles. La convicción de la presencia del Espíritu Santo nos libera a la vez del mal
pensamiento de sentirnos obligados a permanecer en el mal, y de la pretensión de
hacer más de lo que el Espíritu Santo está haciendo en este momento, o de considerar
como un estado de orden divino cualquiera de estas dos posiciones.
 
Quizás alguien me pregunte: ¿Es que tenemos que cruzarnos de brazos y no hacer
nada hasta que tengamos apóstoles? De ninguna manera. Dudo solamente que sea la
voluntad de Dios que se haga lo que hicieron los apóstoles. Y añado que Dios ha
dejado a los cristianos fieles, instrucciones suficientes para el estado de cosas en el
que se encuentra actualmente la Iglesia. Seguir estas instrucciones es obedecer más
fielmente que el intento por imitarlos apóstoles.
 

INSTRUCCIONES DADAS POR EL ESPÍRITU SANTO PARA LA CONDICIÓN


ACTUAL DE LA IGLESIA
 
Además, el Espíritu de Dios está siempre presente para fortalecernos en este camino
de verdadera obediencia. Previendo todo lo que sucedería en la Iglesia, el Espíritu de
Dios nos ha dado advertencias en la Palabra y, al mismo tiempo, la ayuda necesaria.
Si nos dice que “en los postreros días vendrán tiempos peligrosos”, y si nos describe a
los hombres de aquel tiempo, añade: “A estos evita” (2 Timoteo 3:1, 5). Si nos dice:
“No os unáis en yugo desigual con los incrédulos” (2 Corintios 6:14), y ciertamente
esta advertencia vale para todas las edades; si nos dice que somos todos “un cuerpo”,
y que, por ende, participamos de un mismo pan (1 Corintios 10:17), y que sin
embargo no veo tal unión de los santos, él me dice, al mismo tiempo, que allí donde
dos o tres están reunidos al nombre del Señor Jesús, Él está en medio de ellos (Mateo
18:20). Pero Sus instrucciones son aún más precisas que esto. Para consuelo en todos
los tiempos, podemos contar con estas palabras: “Conoce el Señor a los que suyos”;
pero para nuestra propia instrucción, se nos ordena: “Apártese de iniquidad todo
aquel que invoca el nombre de Cristo” (2 Timoteo 2:19). Cuando veo que la iniquidad
se ha establecido, debo apartarme de ella. Pero hay más aún en este pasaje:

29
aprendemos que “en una casa grande” —como la que ha llegado a ser la iglesia
profesante—, hay vasos para deshonra, y que si uno se limpia de éstos, vendrá a ser
entonces un vaso para honra, útil para el uso del Señor. Y el hombre de Dios es
exhortado a seguir “la justicia, la fe, el amor y la paz, con los que de corazón limpio
invocan al Señor” (v. 20-22).
 
Los que se esfuerzan por formar iglesias parecen, aunque con buenas intenciones,
haber enteramente olvidado que necesitamos poder así como dirección. Cuando se
nos dice que las directivas dadas a las iglesias son para todos los tiempos y todos los
lugares, pregunto si son para tiempos y lugares en los que no existan iglesias. Y
volvemos siempre a esta pregunta: Si la dispensación está en ruinas, ¿quién debe
establecer iglesias? Una vez más, preguntaría: Las instrucciones que da el apóstol
sobre el uso del don de lenguas, ¿son para nuestros tiempos? Sin duda que sí,  si es
que tenemos este don; pero esta condición es ciertamente una modificación muy
importante de vuestra norma, y el eje alrededor del cual gira toda la cuestión.    

                                                                                                                              
¿AUTORIZA LA PALABRA DE DIOS EL NOMBRAMIENTO DE PRESIDENTES O DE
PASTORES?

Los que persisten con tanto anhelo en formar y organizar iglesias, citan las epístolas a
Timoteo y a Tito con la más plena confianza, como si sirviesen de dirección para las
iglesias en todas las edades, cuando en realidad ellas no fueron dirigidas a ninguna
iglesia. Se puede observar que las citas de la Palabra de Dios sobre los temas que
más importan a aquellos que organizan iglesias, tales como la elección de ancianos,
de diáconos, etc., no pueden derivarse sino únicamente de estas epístolas; y lo más
destacable es que estos compañeros del apóstol, que gozaban de su confianza, fueron
dejados en las iglesias, o enviados a ellas cuando ellas ya existían, a fin de seleccionar
a dichos ancianos cuando el apóstol no lo había hecho por sí mismo (Tito 1:5); lo que
es una prueba evidente de que el apóstol no podía conferir a las iglesias el poder de
elegir a sus ancianos, aun cuando las iglesias que él mismo había formado todavía
existían; y sin embargo, todo esto se nos presenta como instrucciones para las
iglesias en todas las edades.
 
Un nombramiento oficial es una usurpación de la autoridad apostólica, y es contrario
al orden y a los principios según los cuales ella tenía lugar entonces. Pero los santos
no han sido dejados sin recursos cuando Dios obra en gracia. Los pastores, maestros
y evangelistas son dones que tienen su lugar en la unidad del cuerpo y que se ejercen
normalmente dondequiera que la gracia de Dios los da; en 1 Corintios 16:15-16
vemos que el Espíritu Santo exhorta a los santos a someterse a todos aquellos que se
han consagrado de todo corazón a la obra en el Señor. Paralelamente 1
Tesalonicenses 5:12 y Hebreos 13:17 enseñan esta misma sumisión piadosa a
aquellos que trabajan, y que asumen así el papel de guías en la obra del Señor.

LOS HIJOS DE DIOS SÓLO TIENEN QUE REUNIRSE SOBRE LA BASE DE LA


PROMESA DEL SEÑOR

30
¿Cuál, pues, ha sido mi propósito al escribir estas páginas? ¿Que los creyentes no
hagan nada? No; sino que lo he hecho con el deseo de que se tenga menos
presunción, de que haya más modestia en lo que pretendemos hacer, y de que
lleguemos a ser tanto más conscientes del estado de ruina al que hemos reducido la
Iglesia.
 
Si me decís: «Me he separado del mal que mi conciencia desaprueba, y que es
contrario a la Palabra»; está muy bien. Si insistís en el hecho de que la Palabra de
Dios quiere que los santos sean uno y que estén unidos, sobre la base de su promesa
de que allí donde dos o tres están reunidos en el nombre del Señor Jesús, Él está en
medio de ellos, y que por ello os “reunís”, de nuevo digo que está muy bien. Pero si
luego decís que habéis organizado una iglesia, o que os habéis asociado con otros
para hacerlo; que habéis elegido a un presidente o a un pastor, y que, habiendo
hecho esto, ahora sois una iglesia, o la Iglesia de Dios en el lugar donde estáis, os
pregunto: queridos amigos, ¿quién os ha autorizado para hacer todo eso? Según
vuestro principio de imitación (aunque imitar el poder sea algo absurdo, y el reino de
Dios consiste “en poder”, 1 Corintios 4:20), ¿dónde se encuentra todo esto en la
Palabra? En ella no hay rastros de que las iglesias hayan elegido presidentes o
pastores. Me diréis que debe ser así para mantener el orden. Mi respuesta es que no
puedo abandonar el terreno de la Palabra. “El que conmigo no recoge, desparrama”
(Mateo 12:30). Decir que eso debe ser así, es hacer únicamente un razonamiento
humano. Vuestro orden, constituido por la voluntad humana, pronto será visto como
desorden a la vista de Dios. Si sólo hay dos o tres que se reúnen al nombre de Jesús,
Él estará allí. Si Dios suscita pastores entre vosotros, o si los envía a vosotros, está
muy bien, es una gran bendición. Pero, desde el día en que el Espíritu Santo formó la
Iglesia, no tenemos registro alguno en la Palabra de que la Iglesia los haya elegido.
 
¿Qué, pues, se debe hacer? —me dirán—. Pues debemos hacer lo que la fe hace
siempre, es decir, reconocer su debilidad y ponerse bajo la dependencia de Dios. Dios,
en todos los tiempos, es suficiente para Su Iglesia. Es de vital importancia que
nuestra fe se aferre tenazmente a la verdad de que, cualquiera que fuere la ruina de
la Iglesia en la tierra, en Cristo están siempre toda la gracia, la fidelidad y el poder
que exigen las circunstancias en las que la Iglesia se encuentre. Él nunca falla. Si son
tan sólo “dos o tres” que tienen la fe para ello, que se reúnan. Descubrirán que Cristo
está en medio de ellos. Invocadle. Él puede suscitar todo lo necesario para la
bendición de los santos, y seguramente lo hará. No es el orgullo y la pretensión de ser
algo, cuando no somos nada, lo que nos garantizará la bendición. ¿En cuántos lugares
no se ha estorbado la bendición de los santos por esta elección de presidentes y
pastores? ¿En cuántos lugares los santos no se habrían reunido con gozo en virtud de
la promesa hecha por Cristo a los “dos o tres”, si no hubiesen sido atemorizados por
esta pretendida necesidad de organización y por acusaciones de desorden (como si el
hombre fuese más sabio que Dios), y si este temor al desorden no los hubiese
persuadido a continuar un estado de cosas que ellos mismos reconocen como malo?
Tampoco la constitución de estos cuerpos organizados impide de ninguna manera el
dominio de un solo hombre, o la lucha entre varios. Ella tiende más bien a provocar
ambas cosas.           
 
Lo que la Iglesia necesita muy especialmente es un profundo sentimiento de su ruina
y de su necesidad. Este sentimiento hace que se vuelva a Dios para refugiarse en Él
con confesión, y que se separe de todo mal conocido, reconocer la autoridad de Cristo
como de Aquel que domina como Hijo sobre Su propia casa, y al Espíritu de Dios como
el único poder de gobierno en la Iglesia. Al hacerlo, la Iglesia reconoce también a cada
uno que Él envía, según el don que el tal haya recibido, y ello con acciones de gracias

31
a Aquel que, por este don, vuelve a tal o cual hermano el siervo de todos, bajo la
autoridad de la Cabeza, del gran Pastor de las ovejas. Reconocer que el mundo sea la
Iglesia o pretender restaurar la Iglesia, son dos cosas igualmente condenadas por la
Palabra y desprovistas de su autoridad.
 
Si me preguntan, ¿qué hemos de hacer entonces? Respondo: ¿Por qué estáis siempre
pensando en hacer algo? Una posición muy humilde, por cierto, pero bendecida por
Dios en proporción, es reconocer el pecado que nos ha traído a donde estamos,
humillarnos completamente delante del Señor, y, tras separarnos de toda iniquidad
conocida, apoyarnos en Aquel que es capaz de hacer todo lo que es necesario para
nuestra bendición, sin que nosotros mismos pretendamos hacer más de lo que la
Palabra nos autoriza.
 
Un punto de la mayor importancia, que aquellos que quieren organizar iglesias
parecen haber perdido totalmente de vista, es que el poder es algo real, y que sólo el
Espíritu Santo tiene el poder para reunir y edificar la Iglesia. Ellos parecen creer que
desde el momento que tienen ciertos pasajes de la Escritura, no tienen nada que
hacer excepto seguirlos; pero bajo la apariencia de la fidelidad, se agazapa en esto un
error funesto: se deja de lado la presencia y el poder del Espíritu Santo. No podemos
seguir la Palabra sino por el poder de Dios. Ahora bien, la constitución de la Iglesia fue
un efecto directo del poder del Espíritu Santo. Dejar de lado este poder y mantener la
pretensión de copiar la Iglesia primitiva, es engañarse a uno mismo de una manera
muy extraña. Debo por tanto precisar que cuando se trata de un simple acto de
obediencia, el cristiano no debe esperar a tener el poder: la gracia constante de Cristo
es su poder para obedecer la Palabra. En lo que precede, me he estado refiriendo al
poder para llevar a cabo una obra divina en la Iglesia.
 
Sé que aquellos que consideran estos pequeños cuerpos organizados como iglesias de
Dios no ven más que meras asambleas de hombres en toda otra reunión de hijos de
Dios. Hay una respuesta muy sencilla a este respecto. Estos hermanos no tienen
ninguna promesa que les autorice a establecer de nuevo las iglesias de Dios cuando
las tales han caído, mientras que sí hay una promesa positiva de que allí donde hay
dos o tres congregados al nombre de Jesús, Él está en medio de ellos. De modo que
no hay promesa alguna en favor de un sistema por el cual los hombres organizan
iglesias, mientras que sí hay una promesa para estar “congregados a Su nombre” que
tantos hijos de Dios menosprecian.
 
¿Y cuál es el efecto de las pretensiones de estos cuerpos? Se repugna y se rechaza a
aquellos que comparan estas pretensiones con la realidad; mientras que multitudes de
ellos se hallan formados separadamente los unos de los otros por los diversos puntos
de vista y opiniones de aquellos que los forman, y esto impide el resultado deseado
que es la reunión de los hijos de Dios. En tal o cual localidad los dones de pastor
pueden producir mucho efecto; o puede suceder que todos los cristianos estén unidos
y que haya mucho gozo; pero el resultado habría sido el mismo aunque no hubiese
ninguna pretensión de ser la Iglesia de Dios.
 

Resumen
 
Concluyo con algunas proposiciones:
 

32
1.º El objetivo deseado es la reunión de todos los hijos de Dios.
 
2.º Tan sólo el poder del Espíritu Santo puede llevar esto a cabo.
 
3.º Ningún número de creyentes tiene necesidad de esperar que este poder produzca
la unión de todos (con tal que actúen en el espíritu de unidad que, realizado, reuniría
a todo el cuerpo de Cristo), porque tienen la promesa de que allí donde hay dos o tres
congregados al nombre del Señor, Él está en medio de ellos, y dos o tres pueden
contar con esta promesa.
 
4.º En ninguna parte del Nuevo Testamento aparece la necesidad de la ordenación de
ministros para la administración de la Cena; y es evidente que el propósito para el
cual los cristianos se reunían el primer día de la semana (el día del Señor o domingo)
era para partir el pan (Hechos 20:7; 1 Corintios 11:20, 23).
 
5.º Toda comisión de parte de los hombres para predicar el Evangelio es una cosa
totalmente desconocida en el Nuevo Testamento.
 
6.º La elección de presidentes y de pastores por la Iglesia tampoco tiene justificación
alguna en el Nuevo Testamento[11]. Elegir un dirigente es un acto puramente humano,
sin ninguna autorización. Es una mera intervención de nuestra propia voluntad en lo
que concierne a la Iglesia de Dios, y es un acto que está plagado de malas
consecuencias. Elegir pastores es una peligrosa usurpación de la autoridad del Espíritu
Santo, que distribuye los dones “como él quiere”. Gran pérdida sufre aquel que no
recibe provecho del don que Dios concede a otro. Cuando se nombraron ancianos,
ellos fueron establecidos, ya por los apóstoles, ya por aquellos que eran enviados por
ellos a las iglesias (Hechos 14:23; Tito 1:5). Si la Iglesia está en un estado de ruina,
Dios es suficiente incluso para este estado de ruina; Dios conducirá y dirigirá a sus
hijos, si andan en humildad y en obediencia, sin pretender hacer lo que Dios no los ha
llamado a hacer.
 
7.º Es evidentemente el deber de un creyente separarse de toda acción que no sea
conforme a la Palabra (aunque soportando a aquel que lo hace por ignorancia). Y su
deber demanda de él este paso, aun cuando su fidelidad lo tuviese que llevar a
mantenerse aislado, y aunque, como Abraham, se viera obligado a salir sin saber a
donde va.

OBSERVACIONES FINALES
 
Mi propósito, en estas breves páginas, no ha sido el de demostrar ni el estado de
ruina de la Iglesia, ni la imposibilidad de que la actual dispensación pueda ser
restaurada, sino más bien proponer una cuestión que generalmente es mal entendida
por aquellos que quieren organizar iglesias. La ruina de esta dispensación ha sido
brevemente considerada en un tratado «sobre la apostasía de la presente
dispensación»; pero debido a que un hermano a quien le fueron leídas estas páginas
se sintió despertado acerca de esta cuestión de la ruina de la dispensación y tuvo el
deseo de ofrecer alguna prueba para satisfacer a los que tuviesen una misma
inquietud, añado algunos pasajes:
 
1. La parábola de la cizaña del campo (Mateo 13) es el juicio del Señor sobre este
punto: que el mal introducido por Satanás en el campo donde se había sembrado la

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buena semilla, no sería destruido, sino que proseguiría hasta la siega. Téngase
presente que esta parábola no tiene nada que ver con la cuestión de la disciplina entre
los hijos de Dios, sino que trata del remedio aportado para el mal introducido por
Satanás en la propia dispensación, “mientras dormían los hombres”, y de la
restauración de la dispensación a su condición original. Esta cuestión la resuelve el
Señor sumariamente y con autoridad de una manera negativa, puesto que él dice que,
durante la duración de la dispensación, no se aplicará remedio al mal; que la siega, es
decir el juicio, lo extirpará, y que hasta entonces el mal continuará. Recordemos aquí
que nuestra separación del mal y nuestro regocijo de la presencia de Cristo con los
“dos o tres” es algo totalmente diferente de la pretensión de restablecer la
dispensación, ahora que el mal la invadió. Lo primero es a la vez un deber y un
privilegio; lo segundo es el fruto del orgullo y del menosprecio de las instrucciones de
la Palabra.
 
2. El capítulo 11 de la epístola a los Romanos ya citado declara expresamente que la
dispensación actual será tratada como la que le precedió, y que si no continuaba en la
bondad de Dios, sería cortaday no restaurada.
 
3. El capítulo 2 de la segunda epístola a los Tesalonicenses nos declara que el
“misterio de la iniquidad” ya estaba operando, y que cuando fuese quitado de en
medio un obstáculo que existía entonces, se revelaría el “inicuo”; que el Señor lo
consumiría “con el espíritu de su boca”, y lo destruiría “con el resplandor de su
venida”. Así, el mal que se había introducido ya en los días de los apóstoles, debía
continuar, madurar, ser manifestado y consumido por la venida del Señor.
 
4. El capítulo 3 de la segunda epístola a Timoteo nos enseña lo mismo, es decir, la
ruina de la dispensación, y no su restauración, y que, en los postreros días, “vendrán
tiempos peligrosos”; que los hombres serán “amadores de sí mismos” (y el Espíritu
Santo añade: “a los tales evita”); que “los malos hombres y los engañadores irán de
mal en peor, engañando y siendo engañados”.
 
5. Judas nos muestra también que el mal, que ya se había infiltrado en la Iglesia,
sería el objeto del juicio a la venida del Señor. (Compárense los versículos 4 y 14). Y
esta terrible verdad es confirmada por la analogía de todos los caminos de Dios con
los hombres, es decir, que el hombre ha pervertido y corrompido lo que Dios le había
dado para su bendición, y que Dios nunca ha reparado el mal, sino que ha introducido
algo mejor después de haber juzgado la iniquidad. Y esta cosa mejor ha sido a su vez
corrompida, hasta que al final llegue la bendición eterna. Cuando la dispensación fue
una revelación positiva hecha a los pecadores, como fue el caso bajo la ley, Dios
reunió un débil remanente de creyentes de entre los incrédulos, y los introdujo en la
nueva bendición que había establecido en lugar de la que había quedado corrompida,
transplantando, por ejemplo, el residuo de los judíos dentro de la Iglesia, y así
sucesivamente. En el pasaje de Romanos 11, el Espíritu Santo nos enseña que el
Señor actuará de la misma manera con la dispensación actual.
 
6. Lo mismo vemos en el Apocalipsis. Tan pronto como llegan a su fin “las cosas que
son” (esto es, las siete iglesias), el profeta es llevado al cielo, y lo que sigue no es una
iglesia reconocida, sino la Providencia de Dios en el mundo.
 
No he hecho más que citar aquí unos pocos pasajes concretos; pero cuanto más
estudiemos la Palabra de Dios, tanto más esta solemne verdad se halla confirmada.
Digo, pues: hagamos todo lo que nos sea dado hacer, pero no pretendamos hacer
cosas que sobrepasen lo que el Señor nos ha dado; y no demos lugar así a las

34
pretensiones y a las debilidades de la carne. La humildad de corazón y de espíritu es
la manera segura de no encontrarnos luchando contra la verdad; porque Dios da
gracia a los humildes. ¡Que su nombre de gracia y de misericordia sea eternamente
alabado!

NOTAS
 
[1] N. del T.— Cuando estas líneas fueron escritas en 1840, en todos los países de la
cristiandad existía una Iglesia nacional, reconocida por el Estado y con cargo al
presupuesto del Estado, católico en los países de profesión católica, protestante en los
países de profesión protestante. En algunos de ellos, ambas «religiones» coexistían
como religiones del Estado. En este artículo, las iglesias protestantes de esta
naturaleza se designan bajo el nombre de «nacionalismo», y el autor hace especial
referencia a la Iglesia anglicana, que era la Iglesia oficial o establecida de Inglaterra.
Junto a estas iglesias oficiales o establecidas, existían agrupaciones que se hallaban
separadas por diversas circunstancias y que el autor designa bajo el nombre de
«disidencia». Estas «iglesias disidentes» llevaban —como hoy las diversas
denominaciones— cada una un nombre o título: Iglesia metodista, Iglesia bautista,
etc.
 
[2] N. del T.— En rigor, la palabra “dispensación” (del griego oikonomía, es decir,
economía, Efesios 1:10) no hace referencia a ningún período de tiempo particular o
edad (lo cual en el Nuevo Testamento se expresa mediante la palabra aion, esto
es, siglo o edad). Significa «mayordomía» o, más bien, «administración». El propio J.
N. Darby escribió: «Una dispensación es cualquier trato ordenado de Dios en que el
hombre ha sido puesto antes de su fracaso o caída (caída con respecto al dispuesto
orden y camino de Dios, como por ejemplo cuando Noé se embriagó después de
recibir el gobierno), y que, habiendo sido probado, ha fallado, y, por tanto, Dios se ha
visto obligado a actuar por otros medios» («The Dispensations and the
Remnants» Collectania, p. 41, 1839).
 
Aquí, este término designa el propósito de Dios en el período cristiano; además,
puede designar también la cristiandad, o sea, el conjunto de aquellos que, en un
momento dado, profesan ser cristianos, ya se trate de verdaderos creyentes o no.
Este conjunto siempre se considera como una entidad responsable. J. N. Darby hace
notar que después de la formación de la Iglesia en el día de Pentecostés (Hechos 2)
este conjunto perdió muchos de los rasgos que constituían su belleza y la fuerza de su
testimonio al principio. Y esto es lo que el autor llama «la caída de la dispensación».
La expresión «dispensación judía», designa, en contraste con «la dispensación
cristiana», el período durante el cual el pueblo de Israel, hasta Cristo, fue puesto bajo
el régimen de la ley mosaica, dispensación que fue introducida por la acción
combinada del gobierno y del llamamiento nacional de Israel.
 
[3] N. del T.— Es decir, un concepto que no había aparecido antes de la Reforma
(hacia 1530).
 
[4] N. del T.— Esta frase describe lo que el autor llama en otra parte de este texto:
«la condición caída de la dispensación actual».
 
[5] N. del T.— Véase la nota 2; aquí se trata de la cristiandad, considerada como
entidad responsable.

35
 
[6] N. del A.— O, mejor dicho, los cristianos de que éstas se componen. La iglesia en
la tierra no es un mero agregado de iglesias locales, sino de todos los miembros del
Cuerpo. La iglesia local, en el Nuevo Testamento, no es más que la expresión o
representación de toda la Iglesia en dicha localidad, debido a la
imposibilidad geográfica de que todos se puedan reunir en un mismo lugar en el
tiempo. 
 
[7] N. del A.— El principal defensor de las iglesias disidentes, un hombre excelente,
estaba en este lugar.                                                                                 
[8] N. del A.— El lardonismo y otros grupos de carácter análogo son los únicos que
mantienen un curso coherente a este respecto, y por ello están absolutamente en un
error. Por una feliz inconsistencia en los que forman actualmente estas pequeñas
iglesias de Dios en diversos lugares, ellos, sin embargo, consideran a los creyentes
que no forman parte de su grupo como perteneciendo plenamente a la Iglesia de Dios.
           
[9]  N. del T.— La Shekiná era aquella gloria de Jehová que llenaba el interior del
tabernáculo, mientras que afuera la nube se mantenía sobre él (Éxodo 40:34, véase
también 1.º Reyes 8:10-11).
 
[10] N. del T.— «Urim y Tumim», en hebreo significa literalmente «Las luces y
las perfecciones» en el pectoral del juicio (Éxodo 28:15-21, 30; Nehemías 7:64-65).
 
[11] N. del T.— Véase el apéndice sobre Hechos 14:23

LA FE QUE UNA VEZ A SIDO DAD A LOS SANTOS


(JUDAS 3)

Es muy importante, amados amigos, en toda nuestra senda, saber primero dónde
estamos, y, luego, conocer el pensamiento de Dios para descubrir la senda que Dios
ha trazado y que debemos seguir en medio de las circunstancias en que nos
encontramos.
 
No sólo es cierto que Dios nos ha visitado en gracia, sino que también debemos tomar
conciencia de los resultados presentes de esa gracia, a fin de guardar tenazmente los
grandes principios bajo los cuales Dios nos ha colocado como cristianos; y, al mismo
tiempo, debemos ser capaces de aplicar esos principios a las circunstancias en que
nos hallamos. Esas circunstancias pueden variar dependiendo de nuestra situación,
pero los principios nunca varían.
 
Su aplicación a la senda de fe puede variar, y, de hecho, lo hace. Voy a ilustrar lo que
quiero decir. En el tiempo del rey Ezequías, se le dijo al pueblo: “En quietud y en
confianza será vuestra fortaleza” (Isaías 30:15), y también se le dijo que el asirio no
entraría en Jerusalén y ni siquiera levantaría contra ella baluarte. Debían permanecer
perfectamente quietos y firmes; y el ejército de Asiria fue destruido. Pero cuando llegó
cierto tiempo de juicio en los días de Jeremías, entonces aquel que saliese de la
ciudad para ir a los caldeos —sus enemigos—, se salvaría.
 

36
Ellos eran todavía, al igual que antes, el pueblo de Dios, aunque, por el momento, en
el tiempo de juicio, Él decía: “No sois pueblo mío” (Oseas 1:9-10), y eso marcó la
diferencia. No se había alterado el pensamiento de Dios ni su relación con su pueblo:
eso nunca sucederá. Sin embargo, la conducta del pueblo tenía que ser exactamente
opuesta. Bajo el reinado de Ezequías, fueron protegidos; bajo Sedequías debían
someterse al juicio.
 
Me refiero a estas circunstancias como testimonio, para demostrar que mientras la
relación de Dios con Israel es inmutable en este mundo, sin embargo la conducta del
pueblo en un determinado tiempo tenía que ser la opuesta a la que venía presentando
anteriormente.
 
Miremos el principio de los Hechos de los Apóstoles, y fijémonos en la Iglesia, la
Asamblea de Dios en el mundo. Encontramos allí la plena manifestación de poder;
todos eran de un corazón y un alma, y tenían todas las cosas en común; hasta el
lugar donde estaban congregados tembló (Hechos 4:31-32). Pero si tomamos la
iglesia ahora, incluyendo el sistema católico romano y todo lo que lleva el nombre de
cristiano, si contemplamos todo eso y lo reconocemos, en seguida nos sometemos a
todo lo malo.
 
Aun cuando los pensamientos de Dios no varíen, y él conozca a los suyos, no obstante
necesitamos discernimiento espiritual para ver dónde estamos y cuáles son los
caminos de Dios en tales circunstancias, en tanto que nunca nos hemos de apartar de
los grandes principios primordiales que él estableció en su Palabra para nosotros.
 
Hay otra cosa también que debemos tomar en cuenta como un hecho establecido en
la Escritura, y es que dondequiera que Dios haya puesto al hombre, lo primero que el
hombre ha hecho ha sido arruinar la posición original: siempre debemos tener en
cuenta este hecho.
 
Miremos a Adán, a Noé, a Aarón, a Salomón y a Nabucodonosor. La paciente
misericordia de Dios jamás sufre alteración, pero el camino uniforme del hombre,
según leemos en las Escrituras, ha sido malograr y arruinar lo que Dios había
establecido como bueno. Por consiguiente, no puede haber ninguna marcha con
verdadero conocimiento de nuestra posición, si esto no se toma en cuenta. Pero Dios
es fiel y continúa en su paciente amor. Por eso leemos en Isaías 6:10: “Engruesa el
corazón de este pueblo, y agrava sus oídos, y ciega sus ojos…”, pero no se cumplió
sino después de 800 años y, cuando Cristo vino, lo rechazaron.
 
Así seguía la paciencia de Dios; las almas individuales eran convertidas, había varios
testimonios dados por los profetas, y un remanente todavía fue preservado. Pero si
fuésemos a alegar por la fidelidad de Dios ―que es invariable― para justificar
positivamente el mal que el hombre ha introducido, todo nuestro principio sería falso.
 
Eso es precisamente lo que hacían en los días de Jeremías cuando se acercaba el
juicio, y lo que la cristiandad hace ahora. Decían: “Templo de Jehová, templo de
Jehová, templo de Jehová es este”, y “la ley no faltará al sacerdote, ni el consejo al
sabio, ni la palabra al profeta” (Jeremías 7:4; 18:18), cuando todos estaban por ser
llevados cautivos a Babilonia. La fidelidad de Dios fue invariable, pero tan pronto como
la aplicaron en apoyo de una mala posición, vino a ser la misma causa de su ruina.
Los mismos principios que constituyen la base de nuestra seguridad, pueden significar
nuestra ruina si no tomamos conciencia de la posición en que nos encontramos.
 

37
Tenemos la palabra: “Mirad a la piedra de donde fuisteis cortados, y al hueco de la
cantera de donde fuisteis arrancados. Mirad a Abraham vuestro padre, y a Sara que
os dio a luz; porque cuando no era más que uno solo lo llamé, y lo bendije y lo
multipliqué” (Isaías 51:1-2), un pasaje a menudo mal aplicado. Dios dice allí que
Abraham estaba solo, y que Él lo llamó. El pueblo de Israel, a quien se dirigió esta
palabra, consistía entonces tan sólo en un pequeño remanente. Pero Dios les quiso
decir: «No os preocupéis por eso, yo llamé a Abraham estando solo.» No tenía
importancia el hecho de que fuesen pequeños: Dios podía bendecirlos
igualmente solos, tal como lo hizo con Abraham.
 
Ahora bien, en Ezequiel el pueblo dijo algo similar en circunstancias diferentes, lo cual
es denunciado como iniquidad. Dijeron: “Abraham era uno, y poseyó la tierra; pues
nosotros somos muchos” (Ezequiel 33:24). Decían que Dios había bendecido a
Abraham y que, como ellos eran muchos, Él los tendría que bendecir aún más a ellos.
En realidad, no entendieron la condición en la que se hallaban, y con la cual Dios
trataba, por su falta de conciencia. Y de la misma manera hoy día, si no tomamos
conciencia de nuestra condición —quiero decir, de la condición de toda la iglesia
profesante en medio de la cual estamos—, estaremos completamente faltos de
inteligencia espiritual.
 
Estamos en los últimos días, pero a veces pienso que algunos no estiman
debidamente el pleno significado de ello. Creo que puedo mostrarles por medio de las
Escrituras que la iglesia, como sistema responsable sobre la tierra, era, desde el
mismo principio, aquello que había entrado en la condición de juicio, y su estado era
tal que requería fe individual para juzgarlo.
 
La opinión prevaleciente, que es común entre miles de personas, es la de escapar a la
idea de la presente confusión para echar mano de esta especie de recurso: que la
iglesia enseña y juzga y hace esto y aquello; pero, contrariamente a eso, es Dios
quien juzga a la iglesia. Él muestra paciencia y gracia, y llama almas hacia sí tal como
lo hizo en Israel. Pero lo que debemos mirar de frente es el hecho de que la iglesia no
ha escapado de los efectos de ese principio propio de la pobre naturaleza humana, a
saber, que lo primero que hace es apartarse de Dios, y arruinar todo lo que Él ha
establecido.
 
Cuando hablamos de los últimos tiempos, no se trata de algo nuevo, sino de algo que
tenemos en las Escrituras, de algo que Dios, en su soberana bondad, nos ha revelado
antes del cierre del canon de las Escrituras. Él permitió que el mal surgiese para poder
darnos el juicio de las Escrituras sobre él.
 
Si consideramos la epístola de Judas —y ahora tomo sólo algunos de los principios que
la Iglesia de Dios necesita—, dice: “Amados, por la gran solicitud que tenía de
escribiros acerca de nuestra común salvación, me ha sido necesario escribiros
exhortándoos que contendáis ardientemente por la fe que ha sido una vez dada a los
santos” (Judas 3). La fe ya estaba en peligro, y ellos se veían obligados a contender
por aquello que se les estaba escapando de las manos, por así decirlo, “porque
algunos hombres han entrado encubiertamente”, etc. de modo que ahora debéis
considerar el juicio. Dios salvó a su pueblo de Egipto, y más tarde tuvo que destruir a
aquellos que no creyeron. Algo similar ocurrió con los ángeles también.
 
Luego también Enoc profetizó de aquellos de quienes habla Judas, de los impíos sobre
los cuales el Señor ejecutará juicio cuando venga otra vez. Éstos ya estaban allí, y el
comienzo del mal en los días de los apóstoles, era suficiente para que Dios nos

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revelara Sus pensamientos en su Palabra. La base del juicio para cuando el Señor
vuelva, ya estaba presente. Leemos en la primera epístola de Juan: “Hijitos, ya es el
último tiempo; y según vosotros oísteis que el anticristo viene, así ahora han surgido
muchos anticristos; por esto conocemos que es el último tiempo” (1 Juan 2:18). De
modo que no se trata de algo nuevo que se ha desarrollado, sino de algo que empezó
en los primeros tiempos, tan precisamente como ocurrió en Israel cuando hicieron el
becerro al principio de su historia, y sin embargo Dios los soportó por siglos, pero el
estado del pueblo era juzgado por un hombre espiritual. Dice Juan: “Conocemos que
es el último tiempo.” Supongo que la iglesia de Dios difícilmente haya mejorado desde
entonces. En el v. 20 agrega: “Pero vosotros tenéis la unción del Santo, y conocéis
todas las cosas”, es decir, tenéis lo que os capacitará para juzgar en tales
circunstancias.
 
Veamos de nuevo el estado práctico de la iglesia tal como lo ve el apóstol Pablo en
Filipenses 2:20-21: “Pues a ninguno tengo del mismo ánimo, y que tan sinceramente
se interese por vosotros. Porque todos buscan lo suyo propio, no lo que es de Cristo
Jesús.” Eso sucedía en sus días. ¡Qué testimonio! No quiere decir que ellos habían
desistido de ser cristianos.
 
El apóstol le dice a Timoteo: “En mi primera defensa ninguno estuvo a mi lado, sino
que todos me desampararon; no les sea tomado en cuenta” (2 Timoteo 4:16).
¡Ninguno se quedó con él! Pedro nos dice que “es tiempo de que el juicio comience
por la casa de Dios” (1 Pedro 4:17). Cito estos pasajes como la autoridad de la
Palabra de Dios que nos muestra que ya entonces, desde el mismo principio, algo
estaba sucediendo públicamente, que el Espíritu de Dios podía discernir, y de lo cual
podía dar testimonio como la causa del juicio final, pero que ya era manifiesto en la
iglesia de Dios.
 
Hay otra cosa que demuestra positivamente este principio, lo cual es la causa de la
acción, bajo las circunstancias reveladas en las siete iglesias de Asia: Apocalipsis 2 y
3. No dudo de que se trata de la historia de la iglesia de Dios, pero el punto principal
es éste: “El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias.” Las iglesias no
podían guiar, ni tener autoridad, ni nada de esa naturaleza, pero todo aquel que tenía
oído para oír la Palabra de Dios, debía juzgar el estado de ellas. Éste, evidentemente,
es un principio importante, y algo muy solemne. Cristo habla a las iglesias, no como
Cabeza del cuerpo —aunque lo es para siempre—, sino que ellas son contempladas
como responsables aquí en la tierra. No es que el Padre envía mensajes a la iglesia tal
como lo hace a través de las diversas epístolas, sino que se trata de Cristo caminando
en medio de ellas para juzgarlas. Él, pues, está aquí, no como Cabeza del cuerpo, ni
como el Siervo. Está vestido “de una ropa que llegaba hasta los pies” (Apocalipsis
1:13); si se tratara de servicio, uno la recoge si quisiera servir; pero no es el caso
aquí. Él anda en medio de ellos para juzgar su estado. Es algo nuevo.
 
Se trata de una cuestión de responsabilidad; en consecuencia, hallamos unas
asambleas aprobadas y otras desaprobadas. Su condición está sujeta al juicio de
Cristo, y ellas son aquí llamadas para oír lo que Él tiene que decir. No es precisamente
la bendición de Dios lo que tenemos en relación con estas iglesias, aunque ellas tenían
muchas bendiciones, sino la condición de las iglesias una vez que estas bendiciones
habían sido puestas en sus manos. ¿Qué uso habían hecho de ellas?
 
Consideremos a los tesalonicenses en su frescura: la obra de fe, el trabajo de amor y
su perseverancia en la esperanza eran manifiestos. Pero en la primera epístola a las
iglesias, esto es, en la epístola dirigida a Éfeso, leemos: “Yo conozco tus obras, y tu

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arduo trabajo y paciencia” (Apocalipsis 2:2). ¿Dónde estaban la fe y el amor? Faltaba
la fuente. El Señor tenía que decir: “Quitaré tu candelero de su lugar, si no te
hubieres arrepentido” (v. 5). Ellos habían sido colocados en un lugar de
responsabilidad, y el Señor los trata conforme a eso. Lo primero que dice es: “Has
dejado tu primer amor” (v. 4), por lo que, ya era “tiempo de que el juicio comience
por la casa de Dios” (1 Pedro 4:17).
 
Estas palabras de Pedro se refieren a Ezequiel cuando dice: “Comenzaréis por mi
santuario” (Ezequiel 9:6), la casa de Dios en Jerusalén, porque es allí donde Dios
busca primero la justicia, en su propia casa. Siento que esto es algo tremendamente
solemne, algo que debe inclinar nuestros corazones delante de Dios. La iglesia ha
faltado en ser la epístola de Cristo (2 Corintios 3:3), y como tal fue puesta en el
mundo, pero ¿vemos acaso que responda a ese propósito ahora? ¿Puede un
pagano ¾si lo vemos de esa manera¾ ver algo de ello? Puede que haya individuos
que anden en santidad; pero ¿dónde encontramos fe como la de Elías, el que, si bien
no conocía a ninguno que fuese fiel en Israel, Dios, sin embargo, conocía a siete mil?
Era un hombre bendecido, pero aun su fe faltó, y Dios le pregunta: “¿Qué haces aquí
Elías?” Esto no ha de desanimarnos tampoco, pues Cristo nos es suficiente. Nada
iguala la fidelidad plenamente perfecta de la propia gracia de Dios, y nuestros
corazones debieran inclinarse enteramente al contemplarla.
 
Tampoco es cuestión de atacar o de culpar, porque todos somos responsables en
cierto sentido; pero nuestros corazones deben tomar en cuenta aquello tan hermoso
que fue establecido por el poder del Espíritu de Dios, y preguntarse: ¿en qué quedó
todo? ¡Esto hace que nuestras almas echen mano de esa fuerza que nunca falta!
 
Cuando volvieron los espías a Israel, la fe de diez cedió. Caleb y Josué dijeron: “Ni
temáis al pueblo de esta tierra, porque nosotros los comeremos como pan.” Lo mismo
es para nosotros frente a las dificultades y a la oposición presentes. Somos llamados a
ver dónde estamos, y cuál es la senda y el lugar en donde debemos andar: se nos
llama a tomar conciencia del estado en el que se halla todo lo que nos circunda. Pero
si bien la iglesia ha fracasado, la cabeza no puede fallar jamás. Cristo es más que
suficiente para nosotros hoy para el estado de cosas en que nos hallamos, tanto como
al principio cuando estableció la iglesia en hermosura y santidad. Posiblemente
tengamos que mirar su Palabra para discernir Su pensamiento, pero no debemos
cerrar nuestros ojos ante la realidad del estado de cosas en que nos encontramos.
 
Al leer los Hechos de los Apóstoles, resulta muy sorprendente ver que hay poder en
medio del mal. Cuando estemos en el cielo no habrá ningún mal, no nos hará falta la
fe ni el ejercicio de nuestras conciencias entonces; pero ahora sí, y lo único que
tenemos, donde predomina el mal, es el poder del Espíritu de Dios, y por ese poder
debemos nosotros dominar el mal en nuestro camino.
 
La Palabra no dice que todo cristiano será perseguido, sino que dice: “Todos los que
quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución” (2 Timoteo 3:12).
Si un hombre manifiesta el poder del Espíritu de Dios, el mundo no lo puede tolerar;
ése es el principio. En los Hechos, cuando vemos el poder del Espíritu manifestado en
los milagros, como antes lo fue en Cristo, ¿qué provocó? La misma enemistad que
crucificó al Señor. Lo que tenemos hoy es el bien en medio del mal, y eso es
precisamente lo que Cristo fue, el bien supremo en medio del mal; pero el resultado
de la manifestación divina en Él ¾y puesto que la mente carnal es enemistad contra
Dios¾ fue lo que provocó la hostilidad; y cuanto mayor fue la manifestación, tanto
mayor la hostilidad que provocó; pues por Su amor le devolvieron odio. Todavía no

40
hemos llegado al tiempo cuando el mal ha de ser quitado: eso será cuando Cristo
vuelva. Y ésa es la diferencia entre aquel tiempo y éste. Aquel tiempo será el
advenimiento del bien con poder, en el cual Satanás será atado y el mal sojuzgado.
Pero el tiempo que Cristo estuvo en este mundo, y luego sus santos, es, por el
contrario, el bien en medio del mal, y Satanás, entretanto, es el dios de este mundo.
 
Una vez que estas cosas se confundieron, el bien fue sumergido, y todo junto fue
llevado por la corriente. Consideremos el caso de las vírgenes prudentes y las
insensatas; mientras duermen, todas pueden permanecer juntas, y ¿por qué no? Pero
tan pronto como se levantan y arreglan sus lámparas, surge el problema del aceite, y
ya no andan más juntas. Y nosotros encontraremos lo mismo. Vemos también que los
tiempos de Josué eran tiempos de poder. Es verdad que los israelitas pecaron en
Jericó y fueron derrotados en Hai, pero en general, fue un tiempo caracterizado por
poder. Los enemigos fueron vencidos, y grandes ciudades, tremendamente
fortificadas, fueron tomadas; la fe lo venció todo, y ése es un bendito cuadro del bien
en medio del mal, y del poder que sigue el bien y que abate a los enemigos. En Jueces
ocurre lo contrario; el poder de Dios estaba allí, pero el poder que se manifestó fue el
del mal porque el pueblo no fue fiel. En seguida llegaron a Boquim (Jueces 2:1-5),
esto es, lágrimas, lloro, mientras que en Josué habían ido a Gilgal, donde se había
efectuado la completa separación de Israel respecto del mundo; habían cruzado el
Jordán, lo que representó la muerte, y luego les fue quitado el oprobio de Egipto. Pero
el ángel de Jehová subió a Boquim. No dejó a Israel, pese a que ellos se habían
apartado de Gilgal. Se trataba de la gracia que los seguía. Y en cuanto a nosotros, si
no vamos a Gilgal, si no volvemos a la completa humillación del yo en la presencia de
Dios, no podremos salir en poder.
 
Si la comunión de un siervo con Dios no prevalece sobre su testimonio a los hombres,
caerá y fracasará. Le esimprescindible renovar sus fuerzas. El gran secreto de la vida
cristiana estriba en que nuestra comunión con Dios haga nada de nosotros mismos.
Sin embargo, Dios no abandonó a Israel, y edificaron un altar a Jehová, pero lloraban
junto al altar; no estaban en triunfo, sino que, por el contrario, sus enemigos
triunfaron continuamente sobre ellos.
 
Luego Dios les envió jueces, y él estuvo con los jueces, aunque el pueblo había
perdido su lugar. Eso es lo que tenemos que considerar de la misma manera. “Todos
buscan lo suyo propio, no lo que es de Cristo Jesús” (Filipenses 2:21). ¿No fue eso
perder su lugar? Yo no quiero decir que estos que menciona el apóstol dejaron de ser
la iglesia de Dios. Si no tomamos en cuenta esto, nosotros también llegaremos a
Boquim, el lugar de las lágrimas. El estado entero de la iglesia de Dios tiene que ser
juzgado; solamente la Cabeza es quien no pierde jamás su poder, y hay una gracia
adecuada para las condiciones presentes también.
 
Lo primero que veo al principio de la historia de la iglesia es este poder bendito que
convierte 3000 almas en un día. Luego surgió la oposición; el mundo los puso en la
cárcel, pero Dios muestra Su poder contra eso, y no dudo de que si hoy fuésemos
más fieles, Dios intervendría de una manera mucho más notoria. Pero el poder del
Espíritu de Dios estaba allí, y todos andaban en una bendita unidad, mostrando ese
poder, e incluso en medio del poder del mal, aunque esa escena no podía cerrarse sin
que, lamentablemente, encontremos el mal obrando adentro, como lo vemos en
Ananías y Safira. Ellos buscaron reputación mediante el aparente, aunque falso, hecho
de sacrificar sus bienes. El Espíritu Santo estaba allí, y cayeron muertos, y vino gran
temor sobre todos, tanto dentro como fuera. Así pues, antes de cerrarse la historia de
las Escrituras, “es tiempo de que el juicio comience por la casa de Dios” (1 Pedro

41
4:17). Esto es algo muy solemne que caracteriza el tiempo presente hasta que Cristo
venga, y luego Su poder quitará el mal, lo cual es una cosa muy diferente.
 
Luego tenemos el testimonio de la Escritura acerca del mal flagrante allí donde debía
hallarse el bien: “En los postreros días vendrán tiempos peligrosos; porque habrá
hombres amadores de sí mismos” (2 Timoteo 3:1-2). En este pasaje, la iglesia
profesante ¾porque de ella se trata¾ es descripta en los mismos términos que los
paganos al principio de la epístola a los Romanos. Es una positiva declaración de que
tales tiempos habrían de venir, y de que el estado de cosas que había prevalecido en
el paganismo, resurgiría. Luego dice que “los malos hombres y los engañadores irán
de mal en peor, engañando y siendo engañados” (2 Timoteo 3:13). Pero Pablo le
encarga a Timoteo que continúe en las cosas que había aprendido.
 
Algunos dicen ahora que la iglesia enseña estas cosas, pero pregunto: ¿Quién? ¿La
iglesia? ¿Qué quieren decir? Es algo totalmente incierto, pues no hay ahora una
persona inspirada en la iglesia para enseñar. Tengo que acudir a Pablo y a Pedro, y
entonces sabré de quiénes aprendo. Como Pablo mismo dijo a los ancianos de Éfeso:
“Os encomiendo a Dios y a la palabra de su gracia” (Hechos 20:32). Los malos
hombres y los engañadores habían ido de mal en peor, pero el apóstol dirige a
Timoteo a la certidumbre del conocimiento que había recibido de unas personas
específicas (los apóstoles). Y para nosotros hoy ─cuando no hay apóstoles─ se trata
de “las Sagradas Escrituras, las cuales te pueden hacer sabio para la salvación” (2
Timoteo 3:14-15). Tenemos que aprender todo esto, cuando la iglesia profesante es
algo juzgado, y que se caracteriza por la mera “apariencia de piedad” (2 Timoteo 3:5).
Creo que estos son los hechos que los cristianos deben enfrentar. ¿No vemos acaso a
hombres, que una vez se llamaron cristianos, volviéndose atrás; tornándose
incrédulos?
 
La mera formalidad se vuelve en abierta infidelidad o en abierta superstición. Es
notorio, hasta de manera pública, cómo están las cosas. En esencia, el cristianismo es
tal como Dios lo estableció; pero, exteriormente, en lo que se ve alrededor de
nosotros, ha desaparecido. Lo que queremos es el cristianismo tal como se encuentra
en la Palabra de Dios. De hecho, no hay nada que temer; en cierto sentido, es un
tiempo bendito si nos encomendamos a Dios. Sólo que debemos mirar estas cosas con
sencillez y entereza.
 
No hay otro cuadro más bello de fe y piedad, antes de la llegada del Evangelio, que el
que encontramos en los dos primeros capítulos del evangelio de Lucas. En medio de
toda la iniquidad de los judíos, vemos a Zacarías, a María, a Simeón, a Ana y a otros
del mismo sentir. Y se conocieron los unos con los otros, y Ana “hablaba del niño a
todos los que esperaban la redención en Jerusalén” (Lucas 2:38), así como nosotros
debemos esperarla en otro sentido.
 
Pero en cuanto al presente estado de cosas ─si tomamos el lado de la responsabilidad
del hombre─, el hombre se desvía en seguida de lo que Dios establece, y se hace
luego presente una corrupción creciente, hasta que se hace necesario el juicio. Juan
habló de los últimos tiempos que ya habían llegado, porque ya habían surgido muchos
anticristos; pero la paciencia de Dios ha continuado, hasta que al final vengan los
tiempos peligrosos.
 
Ahora quiero agregar unas palabras en cuanto a cómo debemos andar en medio de
este estado de cosas. Es evidente que debemos recurrir directamente a la Palabra de
Dios como guía. No digo que Dios no use el ministerio (pues el ministerio es su propia

42
ordenanza), pero, en procura de la autoridad, debemos dirigirnos a la misma Palabra
de Dios. Allí se encuentra la directa autoridad de Dios que lo determina todo, y
contamos, además, con la actividad de su Espíritu para comunicarnos las cosas. Sin
embargo, es poco feliz si alguien va solamente a las Escrituras rehusando la ayuda de
los demás; como tampoco es bueno mirar a los hombres como guías directos,
negando así el lugar del Espíritu.
 
Una madre habrá de ser bendecida en el cuidado de sus hijos, y así también lo
debiera ser un ministro entre los santos. Tal es la actividad del Espíritu de Dios en una
persona: ella es instrumento de Dios. Pero si bien reconocemos eso plenamente,
debemos acudir a la Palabra de Dios de forma directa, y en eso debemos insistir.
Todos afirmamos que la Palabra de Dios es la autoridad, pero debemos insistir en el
hecho de que Dios habla por la Palabra. Una madre no es inspirada, y ningún hombre
lo es; pero sí lo es la Palabra de Dios; y ella es directa: “El que tiene oído, oiga lo que
el Espíritu dice a las iglesias.” Nunca encuentro en la Palabra que la iglesia enseñe. La
iglesia recibe enseñanza, pero no enseña. Las personas sí enseñan. Los apóstoles y
otros a quienes Dios utilizó para ese propósito, fueron los instrumentos de Dios para
comunicar directamente la verdad divina a los santos, pues como está escrito: “Os
conjuro por el Señor, que esta carta se lea a todos los santos hermanos” (1
Tesalonicenses 5:27). Esto es de primordial importancia, porque es el derecho de Dios
hablar a las almas directamente. Él puede usar cualquier instrumento que le plazca, y
nadie puede formular objeciones. “Ni el ojo puede decir a la mano: No te necesito” (1
Corintios 12:21). Pero cuando se trata de autoridad directa, es algo sumamente
solemne acercarse a aquella. Tampoco hablo de juicio privado en las cosas de Dios;
no lo admito como principio. Es menester discernir acerca de otras cosas; pero tan
pronto como se trata de las cosas de Dios, ¿podríamos hablar de juzgar la Palabra de
Dios? Ésta es una señal que pone en evidencia la maldad de los tiempos en que nos
encontramos.
 
Cuando reconozco la Palabra de Dios, traída por su Espíritu, me siento a oír lo que
Dios me quiere decir, y entonces es la Palabra la que me juzga, y no yo a ella. Es la
Palabra divina traída a mi conciencia y a mi corazón: ¿Cómo, pues, habré de juzgar yo
a Dios cuando es Él el que me habla a mí? Si lo hiciera, negaría con eso que Él me
habla. Para que tenga verdadero poder, es menester reconocerla como la Palabra de
Dios para mi alma, y entonces no pensaría jamás en juzgarla, sino que, al contrario,
me sentaría ante ella para que sondee mi corazón y ejercite mi conciencia. Luego
debo recibirla como la fuente que me proporciona “lo que era desde el principio”. ¿Por
qué? Simplemente porque Dios la dio. Al principio no encontramos las cosas tal como
fueron corrompidas, sino lo que Dios estableció.
 
De nada servirá presentarme la iglesia primitiva; lo que preciso es tener lo que fue
desde el principio. Y lo que tengo entonces es la Palabra inspirada y la unidad del
cuerpo. Pero después del principio, lo que sucedió en seguida en la historia
eclesiástica fue todo una desgraciada división. Dice el apóstol Juan: “Si lo que habéis
oído desde el principio permanece en vosotros, también vosotros permaneceréis en el
Hijo y en el Padre” (1 Juan 2:24). Uno pierde su lugar en el Hijo y en el Padre si se
aparta de aquello que fue desde el principio. Es evidente, pues, al aplicar este
principio, que debemos tomar en cuenta las circunstancias en que estamos, pues en
ellas vemos, no “lo que fue desde el principio”, sino lo que el hombre ha hecho de lo
que Dios estableció al principio. Se dice que la iglesia es esto o aquello, pero si tomo
lo que Dios estableció, veo la unidad del cuerpo, y a Cristo la Cabeza, y eso es lo que
la Iglesia era manifiestamente sobre la tierra. Pero, ¿lo encontramos ahora?
 

43
Tenemos, por el contrario, una advertencia. Pablo, como perito arquitecto, puso el
fundamento, y advierte a aquellos que van a edificar, que no usen materiales malos,
tales como madera, heno, hojarasca, que serán destruidos (1 Corintios 3:12). La obra
de edificación fue confiada a la responsabilidad del hombre y, como tal, quedó sujeta
al juicio. “Sobre esta roca edificaré mi iglesia” (Mateo 16:18), nos muestra el lado de
la edificación que Cristo lleva a cabo, la cual prosigue, pues todavía no está
terminada. En Pedro leemos también: “Acercándoos a él, piedra viva, desechada
ciertamente por los hombres, mas para Dios escogida y preciosa, vosotros también,
como piedras vivas, sed (lit.: “sois”) edificados como casa espiritual” (1 Pedro 2:4-5).
Allí se presenta todavía en construcción. Y leemos de nuevo en Efesios 2:21 que “el
edificio, bien coordinado, va creciendo para ser un templo santo en el Señor”. Ahora
bien, todo esto es la obra de Cristo, lo que los hombres llaman «la iglesia invisible», y
por cierto que lo es. Pero por otro lado, leemos: “Cada uno mire cómo sobreedifica” (1
Corintios 3:10), esto es, sobre el fundamento que había sido puesto por Pablo. Aquí
tenemos la obra del hombre como instrumento responsable.
 
Ahora bien, los hombres confunden estas dos cosas; siguen edificando con madera,
heno, hojarasca, y luego afirman que las puertas del infierno no prevalecerán
contra eso, porque no prestan atención a la Palabra de Dios. Es necesario que veamos
los principios de Dios y el poder del Espíritu Santo, que oigamos lo que el Espíritu dice
a las iglesias, para que descubramos realmente dónde estamos, a fin de hallar así la
senda que Dios ha trazado y sobre la cual claramente debemos andar; y, puedo
agregar, es necesaria la fe en la presencia del Espíritu de Dios. Ese Espíritu se servirá
de la Palabra para hacernos notar el estado de cosas imperante sin confundir la
fidelidad de Dios con la responsabilidad del hombre —lo que hace el mundo
supersticioso— sino confesando que hay un Dios vivo, y que ese Dios vivo está entre
nosotros en la persona y el poder del Espíritu Santo. Todo está basado en la cruz, por
cierto; pero ha venido el Consolador y “por un solo Espíritu fuimos todos bautizados
en un cuerpo” (1 Corintios 12:13).
 
Pues, ya sea que considere al individuo o a la iglesia, encuentro que el secreto del
poder para todo el bien contra el mal ―ya afuera, ya adentro, y sin olvidar que la
Palabra de Dios es la guía―, estriba en el hecho de la presencia del Espíritu Santo.
“¿O ignoráis ―dijo el apóstol a algunos que andaban muy mal, a fin de corregirlos―
que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual
tenéis de Dios?” (1 Corintios 6:19) ¿Creéis vosotros, amados amigos, que vuestros
cuerpos son templos del Espíritu Santo? Pues ¿qué clase de personas debiéramos ser?
 
En 1 Corintios 3:16 vemos que se dice exactamente lo mismo acerca de la iglesia:
“¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros?” La
presencia del Espíritu da poder, y poder práctico también para bendición, ya en la
iglesia, ya en el individuo, y solamente Él puede hacer algo para verdadera bendición.
 
De nuevo, solamente sobre la base de la redención Dios puede morar con el hombre.
Él no habitó con Adán en inocencia, aunque sí descendió hasta él. Tampoco moró con
Abraham, aunque lo visitó y comió con él. Pero cuando Israel salió de Egipto, Dios dijo
que los había atraído hacia sí, “para habitar en medio de ellos” (Éxodo 29:46). Y en
seguida fue edificado el tabernáculo, y allí se hallaba la presencia de Dios en medio de
su pueblo.
 
Por cierto que ahora tenemos la verdadera y plena redención, y el Espíritu Santo ha
descendido a morar en los que creen, a fin de que sean la expresión de lo que Cristo
mismo fue cuando estuvo aquí. “Todo aquel que confiese que Jesús es el Hijo de Dios,

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Dios permanece en él, y él en Dios” (1 Juan 4:15), y también: “En esto conocemos
que permanecemos en él, y él en nosotros, en que nos ha dado de su Espíritu” (1
Juan 4:13). Dondequiera que haya una persona verdaderamente cristiana, Dios mora
en ella; no se trata meramente de que tenga vida, sino de que está sellado con el
Espíritu Santo, que es el poder para toda conducta moral. Si tan sólo creyésemos que
el Espíritu de Dios mora en nosotros, ¡qué sujeción se vería, y qué clase de personas
seríamos, al no contristar a ese Espíritu!
 
Además, en 1 Corintios 2:9 leemos: “Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido
en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman. Pero Dios
nos las reveló a nosotros por el Espíritu”… “y nosotros no hemos recibido el espíritu
del mundo, sino el Espíritu que proviene de Dios” (v. 12). El Espíritu de Dios y el
espíritu del mundo están siempre en contraste. Pero entonces encuentro que la
revelación está en contraste con nuestro estado. Tenemos que decir: “ojo no vio”.
Estas cosas son tan grandes que no las podemos concebir, pero Dios las ha revelado
por su Espíritu. Los santos del Antiguo Testamento no las pudieron descubrir ni
conocer, pero con nosotros ocurre lo contrario; nosotros las conocemos, y Él nos ha
dado su Espíritu “para que sepamos lo que Dios nos ha concedido”.
 
En este pasaje (1 Corintios 2:10-14) el Espíritu Santo es visto en tres diferentes
etapas: primero, están las cosas que son reveladas por el Espíritu (v. 10); segundo,
ellas se comunican mediante palabras enseñadas por el Espíritu (v. 13); y, por último,
se perciben o reciben mediante el poder del Espíritu (v. 14). Estas tres son las
operaciones del Espíritu de Dios.
 
Si tomo la Palabra de Dios por sí sola y digo que puedo juzgarla y entenderla,
entonces soy un racionalista; es la mente del hombre la que juzga la revelación de
Dios. Pero cuando tenemos la mente de Dios comunicada por el Espíritu Santo, y
percibida por el poder del Espíritu Santo, entonces tengo la mente de Dios. Hay tanta
sabiduría y tanto poder de parte de Dios a nuestra disposición para enfrentar el estado
de ruina en que nos encontramos hoy, como lo hubo al principio cuando Él estableció
la iglesia; y en eso debemos apoyarnos.

SOBRE LA INDEPENDENCIA ECLESIÁSTICA I


 
No hay nada más funesto que confundir el juicio individual con la conciencia. Vemos el
fruto de esta confusión en pleno desarrollo en el estado actual del Protestantismo,
donde, por el juicio (opinión) privado, uno autoriza el rechazo de todo aquello con lo
que el individuo no esté de acuerdo.
 
La diferencia entre el juicio particular de un hombre, y la conciencia, resulta, pues,
evidente. Todos admitimos la autoridad paterna. Pero si se trata de una cuestión de
conciencia, o si la autoridad de Cristo y la confesión de su Nombre están en juego, la
autoridad paterna, sin duda, debe ceder. Es mi obligación amar a Cristo más que a mi
padre o a mi madre. Pero supongamos que rehúso la autoridad de mi padre en todo
aquello en que mi juicio particular difiere del de él con respecto a lo que es justo,
pondría fin así a toda autoridad. Pueden presentarse casos en los cuales nos vemos
obligados a preguntarnos con ahínco cuál es nuestro verdadero deber, en los cuales
sólo el discernimiento espiritual es capaz de llegar a un juicio justo; y estos casos se
presentan durante todo el curso de la vida cristiana. Debemos tener nuestros sentidos

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ejercitados en el discernimiento del bien y del mal; no debemos ser insensatos, sino
entendidos de cuál sea la voluntad del Señor (véase Hebreos 5:14; Efesios 5:15); y
tales ejercicios son provechosos.
 
Pero confundir con la conciencia un juicio u opinión que yo formo simplemente acerca
de lo que está bien, es, por consecuencia, confundir la voluntad con la obediencia. La
verdadera conciencia es siempre obediencia a Dios; pero si considero suficiente lo que
yo veo, una confusión, de carácter destructiva, no tarda en introducirse. ¿Rehusaría
alguno someterse a la autoridad de un padre, a menos que aporte, aun en un asunto
importante, un texto de la Escritura en apoyo de todo cuanto demande? ¿No incluye
ese principio el establecimiento de la autoridad del yo y de la voluntad propia?
 
Y voy más lejos, y ése es el punto que deseo considerar aquí. Supongamos que una
persona ha sido excluida de una asamblea a causa de pecado. Todos admiten que, si
esta persona está verdaderamente humillada, debe ser restaurada. La asamblea cree
que está verdaderamente humillada. Yo, por el contrario, estoy convencido de que no
lo está; y la asamblea recibe a la persona. ¿Qué debo hacer? ¿He de romper con la
asamblea o rehusar someterme a su acto, porque yo la considere equivocada?
Supongamos el caso más afligente para el corazón: yo creo ahora que él está
humillado, pero la asamblea está convencida de que no lo está. ¿Qué hacer entonces?
Puedo someterme a un juicio que creo erróneo, y mirar al Señor para que Él lo
rectifique. Existe una humildad que tiene al yo en su lugar, que no opone su propia
opinión a la de los demás, por más que uno no tenga la menor duda de tener la razón.
 
Hay otro asunto relacionado con esto: el acto de una asamblea ata (obliga) a otra
asamblea. No admito, porque la Escritura no lo admite, la idea de asambleas
independientes. Hay un cuerpo, "el cuerpo de Cristo", y todos los creyentes son
miembros de ese cuerpo; y la Iglesia de Dios en un lugar representa a la Iglesia en su
conjunto, y actúa en nombre de ésta. Por lo tanto, en la primera epístola a los
Corintios, donde se trata este tema, el apóstol se dirige a todos los cristianos de
forma simultánea con la asamblea de Corinto como tal; sin embargo, esta asamblea
es tratada como el cuerpo en sí mismo, y tenida localmente por responsable de
mantener la pureza de la asamblea; y el Señor Jesús es considerado como estando
presente en la asamblea; y lo que allí se hacía, se hacía "en el Nombre del Señor
Jesucristo." Esto es completamente ignorado cuando se habla de asambleas formadas
por unos pocos cristianos capaces e inteligentes y por un gran número de cristianos
ignorantes. Se deja de lado el hecho de que el Señor está presente en medio de la
asamblea. Se dice que la carne muchas veces actúa en una asamblea. ¿Por qué
afirmar que ella actúa en una asamblea, y olvidar que puede hacerlo en un individuo?
 
Además, ¿por qué hablar de obedecer al Señor primeramente, y luego a la Iglesia?
Pero si el Señor está en la Iglesia, hablar así es simplemente oponer un juicio
particular al de una asamblea reunida en el nombre de Cristo con Su promesa (y si
ella no está así reunida, nada tengo que decir a ellos). Esto equivale a decir
sencillamente que yo me considero más sabio que ellos.
 
Rechazo enteramente, por ser contrario a las Escrituras, el principio que dice:
«Primero Cristo, luego la Iglesia.» Si Cristo no está en la Iglesia, no reconozco a ésta
en absoluto. Tal argumento presupone que la Iglesia no tiene a Cristo, haciendo de
Cristo y de la Iglesia dos partidos diferentes. Yo puedo razonar con una asamblea,
porque soy miembro de Cristo, y, por ende, de ella; y si es una, puedo ayudarla. Pero
si la reconozco como una asamblea de Dios, no puedo admitir que Cristo no esté allí:
ello sería simplemente negar que esta asamblea sea una asamblea de Dios. Falta el

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pensamiento de lo que es una asamblea de Dios. Esto no causa sorpresa, pero
necesariamente falsifica el juicio sobre el punto en cuestión, el cual no es: «Si la
Palabra dice», sino: «Si yo no veo que la Palabra dice.» Uno confía simplemente en su
propio juicio, en oposición al de los demás y al de la asamblea de Dios.
 
Querer establecer un principio análogo y querer poner una cuestión de blasfemias
contra Cristo sobre el mismo terreno, es una verdadera maldad. Querer cubrir
blasfemias contra Cristo por cuestiones de iglesia, o por pretexto de conciencia
individual, es algo que aborrezco por completo.
 
Permitidme enfocar el asunto sobre temas menores de otra manera. Supóngase que
pertenezco a una asamblea, y que creo que ellos han juzgado un asunto de forma
equivocada. ¿Debo imponerles mi opinión individual? Si no, ¿qué he de hacer? ¿Dejar
la asamblea de Dios, si es tal (pues de lo contrario, yo no iría allí)? ¿Qué hacer, pues?
No hay salida; si no permanezco en una asamblea por no estar ella de acuerdo en
todo conmigo, no puedo pertenecer a ninguna asamblea de Dios en el mundo. Todo
esto no es más que una negación de la presencia y del auxilio del Espíritu Santo, así
como de la fidelidad de Cristo hacia su propio pueblo. No veo que haya en ello una
piadosa humildad.
 
Pero si una asamblea ha juzgado, como tal, en un caso de disciplina, habiendo dado
lugar a todas las comunicaciones y amonestaciones fraternales, afirmo claramente
que otra asamblea debe aceptar este acto sin cuestionarlo. Si el hombre perverso es
excluido en Corinto, ¿debe Éfeso recibirlo? ¿Dónde está, pues, la unidad? ¿Dónde está
el Señor en medio de la Iglesia? Lo que me condujo a salir de la iglesia Nacional fue la
verdad de la unidad del Cuerpo; y allí donde esta unidad no es reconocida ni puesta
en práctica, no debo ir. Y considero que las «iglesias independientes» son tan malas o
peores que las iglesias nacionales. Pero si cada asamblea actúa por sí misma
independientemente de las demás, y recibe de esta manera, ella ha rechazado esa
unidad del Cuerpo, y no tenemos más que iglesias independientes: no existe la unidad
práctica del Cuerpo.
 
Sin embargo, jamás me dejaré llevar por la iniquidad que pretende hacer de la
aceptación de blasfemos, una cuestión eclesiástica. Si alguno quiere caminar con
blasfemos, o contribuir a que sean recibidos o apoyar la tolerancia de ellos a la Mesa
del Señor, no cuenten conmigo. Los principios sostenidos, revelan una falta evidente
de humildad personal, y destruyen la idea misma de la Iglesia de Dios. Pero no voy a
confundir las dos cuestiones. No acepto que se anule mi libertad espiritual: somos un
rebaño, no un corral. Pero en cuestiones de disciplina, allí donde no es negado ningún
principio, ninguna verdad de Dios es puesta de lado, no opongo mi juicio al de la
asamblea de Dios en las cosas que Dios ha confiado a los suyos. Eso sería erigirme a
mí mismo como más sabio, y descuidar la Palabra de Dios, que ha asignado ciertos
deberes a una asamblea, a la que Él honrará en el lugar que le es propio.
 
Agregaría que existe una obediencia en lo que conocemos, que precede a las
especulaciones sobre dificultades que puedan surgir en la obediencia, donde
quisiéramos ser libres para seguir nuestro propio camino. "A cualquiera que tiene, se
le dará, y tendrá más." Hacer lo que sabemos en la obediencia, es un gran paso hacia
un mayor conocimiento.
 
Además, algunos dicen que «el vínculo de unidad entre las iglesias, es el señorío de
Cristo». Mas la Escritura, cuando se trata de unidad, no dice una sola palabra «de
iglesias» ni de vínculo de iglesias; ni tampoco consiste la unidad en una unión de

47
iglesias. El señorío es esencialmente individual, y hablar del «Señor del cuerpo» no es
escriturario. Cristo es Señor en relación con personas individuales; él es Cabeza sobre
todas las cosas a su cuerpo. La unidad no existe por el señorío. La obediencia
individual, como toda piedad, sin duda contribuirá a mantener la unidad; pero la
unidad es la unidad del Espíritu, y en el cuerpo, no en los cuerpos. Las epístolas a los
Efesios y a los Corintios, nos enseñan claramente que la unidad es en el Espíritu y por
el Espíritu, y que a este respecto Cristo ocupa el lugar de Cabeza, no el de Señor, el
que se refiere a cristianos individuales. El error de que hablo, de ponerse en práctica,
falsificaría toda la posición de las reuniones, haciendo de ellas simples reuniones
disidentes, y no respondería de ninguna manera al pensamiento de Cristo.
 

 
II
 
Confundir autoridad con infalibilidad es el resultado de un claro y pobre sofisma. En
cientos de casos diferentes, la obediencia puede ser obligatoria cuando no hay
infalibilidad. De no ser así, no podría haber en el mundo orden alguno. No existe
punto de infalibilidad en el mundo, pero hay mucha voluntad propia; y si se pretende
que no debe haber obediencia donde no haya infalibilidad, ni acatamiento a lo que
haya sido decidido, no hay límites a la voluntad propia ni puede existir el orden
público. Se trata de competencia, no de infalibilidad. Un padre no es infalible, pero
posee una autoridad que le ha sido otorgada por Dios, y acatar esta autoridad en la
esfera que le pertenece, es un deber. Un magistrado de policía no es infalible, pero
posee una autoridad competente en los casos que están bajo su jurisdicción. Puede
haber recursos contra los abusos de autoridad, o, en ciertos casos, una negativa a
someterse, cuando una autoridad superior nos obliga, tal como la conciencia dirigida
por la Palabra de Dios; pues debemos obedecer a Dios antes que a los hombres. Pero
la Escritura no da nunca libertad a la libertad humana como tal. Somos santificados
por la obediencia de Cristo (1.ª Pedro 1:4). Y este principio —hacer la voluntad de
Dios en obediencia sencilla, sin querer resolver todas las cuestiones abstractas que
podrían presentarse— es un sendero de paz que está ausente en muchas personas
que se consideran a sí mismas más sabias; porque es el sendero de la sabiduría de
Dios.
 
Confundir, pues, autoridad con infalibilidad, es un mero sofisma que pone al
descubierto el deseo de ser libre para hacer su propia voluntad y una confianza de que
el juicio de la persona es superior a todo lo que ha sido ya juzgado. Hay una autoridad
judicial en la Iglesia de Dios, sin la cual, la más horrible iniquidad se cerniría sobre la
tierra, porque pondría la sanción del nombre de Cristo en toda iniquidad. Y eso es lo
que buscaban y por lo cual abogaban aquellos con los cuales estas cuestiones, a las
que yo respondo aquí, tuvieron su origen; aquellos que osaron afirmar que cualquiera
que fuese la iniquidad o la levadura tolerada en una asamblea, la asamblea no podía
ser leudada. Afirmaciones como ésas han hecho bien en cierto sentido: ellas son
detestadas y rechazadas por toda mente honesta y por todos aquellos que no buscan
justificar el mal. Puede que Ud. piense o diga: «Ésa no es la cuestión que yo planteo.»
Perdóneme que lo diga pero, yo sé que se trata de ésa y nada más que de ésa; y de
ello estoy muy seguro.
 

48
La autoridad judicial, empero, de la Iglesia de Dios está en la obediencia a la Palabra.
"¿No juzgáis vosotros a los que están dentro? Porque a los que estánfuera, Dios
juzgará. Quitad, pues, a ese perverso de entre vosotros" (1.ª Corintios 5:12-13). Y,
repito, si no se hace lo que la Escritura demanda aquí, la Iglesia de Dios viene a ser la
que acredita y aprueba toda vileza de pecado. Y afirmo sin titubeos, que allí donde se
presta obediencia a esta Escritura, los demás cristianos tienen el deber de respetar
este acto. Existen recursos para reprimir la acción de la carne a este respecto, en la
presencia del Espíritu de Dios en medio de los santos, y en la autoridad suprema del
Señor Jesucristo; pero ese remedio no se encuentra en la pretensión miserable y
totalmente antiescrituraria de aquellos que quieren establecer la competencia de cada
individuo que se arroga el derecho de juzgar por sí mismo independientemente delo
que Dios ha instituido. Considerado bajo su aspecto más favorable, este sistema no es
propiamente una pretensión individual; es el muy conocido y antiescriturario sistema
que ha estado vigente desde el tiempo de Cromwell, es decir, la independencia, el
reconocimiento de un cuerpo de cristianos independiente de todo otro, como
asociación voluntaria. Esto es sencillamente la negación de la unidad del cuerpo y de
la presencia y actividad del Espíritu Santo en el cuerpo.
 
Supongamos que somos un cuerpo de masones, y que una persona ha sido excluida
de una de las logias conforme a las reglas del orden; ¿qué sucedería si, en lugar de
apelar a esa logia para que revea el caso, si fuese considerado injusto, cada una de
las demás logias lo recibiese o no según su autoridad propia e independiente? Es claro
que la unidad del sistema masónico se destruiría. Cada una de las logias sería un
cuerpo independiente que actúa por su propia cuenta. En vano se alegaría que se
pudo haber cometido un error, y que la logia no es infalible; la autoridad competente
de las logias, y la unidad del conjunto, habrían llegado a su fin. El sistema masónico
es disuelto. Puede que haya remedios para tales dificultades; y está bien si son
necesarios. Mas el remedio propuesto no es más que una pretensión de superioridad
de parte de la logia que rehúsa conformarse a la decisión de las demás, y la disolución
de la masonería.
 
Ahora bien, rechazo de la manera más absoluta, la supuesta competencia de una
iglesia o asamblea  para juzgar a otra. El intento de aquellos que procuran establecer
este principio no es otra cosa que un rechazo antiescriturario de toda la estructura de
la Iglesia de Dios. Lo que uno ve es la independencia: un sistema que yo conocía hace
cuarenta años, y al cual nunca quise asociarme. Si a alguna persona le gusta este
sistema, pues que vaya allí. Es en vano decir lo contrario, pues el sistema no es otra
cosa que eso mismo: La independencia es simplemente este sistema, según el cual
cada iglesia juzga por sí sola independientemente de otra, y eso es todo lo que aquí se
alega. No contiendo con aquellos que, queriendo juzgar por sí mismos, prefieren este
sistema; sin embargo, estoy plenamente convencido de que este sistema es, en todo
sentido, enteramente antiescriturario. La Iglesia no es un sistema voluntario. Ella no
es una entidad formada (o, mejor dicho, deformada) por un cierto número de cuerpos
independientes que actúa cada cual por cuenta propia. Cualquiera que fuese el
remedio a las dificultades de que hablamos, jamás se soñaría que Antioquía pudiese
recibir a los gentiles y Jerusalén los rechazara, y todas las cosas seguir según el orden
de la Iglesia de Dios. No hay traza de una independencia y de un desorden tal en la
Palabra. Más bien, la Escritura aporta todas las pruebas posibles, históricas y
doctrinales, del hecho de que hay un Cuerpo en la tierra, cuya unidad constituía el
fundamento de la bendición, de hecho, y el mantenimiento de ella era el deber de
todo cristiano. La voluntad propia puede desear algo distinto a esto, pero ni la gracia
ni la obediencia a la Palabra de Dios podrían tener este sentimiento.
 

49
Pueden surgir dificultades, como ya lo he dicho. No tenemos un centro apostólico
como el que había en Jerusalén, es cierto. Pero tenemos un recurso en la acción del
Espíritu en la unidad del cuerpo, en la acción de la gracia que cura y de los dones
dados para provecho, y en la fidelidad de un Señor misericordioso que ha prometido
que nunca nos dejará ni nos desamparará. Pero lo que sucedió en Jerusalén, según el
capítulo 15 de los Hechos,constituye una prueba de que la Iglesia según las
Escrituras, nunca imaginó, ni aceptó, la acción independiente sobre la cual se insiste.
La acción del Espíritu Santo se ejerce en la unidad del cuerpo, y siempre es así. El
acto ejecutado bajo la dirección del apóstol en Corinto (1.ª Corintios 5) (y que nos liga
como la Palabra de Dios) tenía un alcance tal que abarcaba al cuerpo entero de la
Iglesia de Dios. De ahí que todos los que la componían, sean contemplados en la
cabecera de la Epístola (1.ª Corintios 1:2). ¿Pensaría alguno en pretender que si el
incestuoso de Corinto debió ser judicialmente excluido de la iglesia de Corinto, cada
iglesia debiera juzgar por sí misma y decidir si debiera recibirle, y que esa acción
judicial debiera ser tenida por nula o como válida únicamente en Corinto, mientras
que Éfeso o Cencrea hubiesen podido actuar luego como bien les pareciera? ¿Dónde
estaría entonces el acto solemne y las directivas del apóstol? Pues bien, esa autoridad
y estas directivas, son para nosotros ahora la Palabra de Dios.
 
Yo sé que se dirá: «Pero puede que Ud. no la siga como corresponde, puesto que la
carne puede obrar.» Existe, en efecto, la posibilidad de que la carne obre. Pero estoy
completamente seguro de que lo que niega la unidad de la Iglesia, aquello que se
erige por su propia cuenta y que disuelve la unidad en cuerpos independientes, es la
disolución de la Iglesia de Dios, es antiescriturario, y nada más que la carne; algo que
para mí, antes de dar un paso más adelante, está totalmente juzgado. Sin duda, la
carne puede actuar, pero existe un remedio para hacer frente a esta dificultad, un
precioso remedio de gracia para las almas humildes, en el auxilio del Espíritu de Dios
que actúa en la unidad del cuerpo, y en el fiel amor y cuidado del Señor, como ya lo
he dicho; pero no en la presumida voluntad que se eleva a sí misma y niega la Iglesia
de Dios. Mi respuesta es, pues, que tal pretexto es un sofisma que confunde la
infalibilidad con la autoridad divinamente establecida, incluida en los corazones
humildes donde mora la gracia, y que el sistema que procurado por muchos, es el
pretendido espíritu de la  independencia, la negación de toda la autoridad de la
Escritura en sus enseñanzas sobre el tema de la Iglesia: la elevación del hombre en
lugar de Dios.
 
Es evidente que si dos o tres están congregados, ellos forman una asamblea, y que si
están congregados conforme a las Escrituras, ellos forman una asamblea de Dios. Si
no, ¿qué son? Si esta asamblea fuese la única que se halla en la localidad, ella es la
asamblea de Dios en esa localidad. Sin embargo, objeto que ella asuma el título en la
práctica, porque la asamblea de Dios en cualquier localidad, propiamente abarca a
todos los santos de esa localidad. Y hay un peligro práctico para las almas en el hecho
de que una asamblea asuma el nombre de asamblea de Dios, pues se pierde de vista
así la ruina actual de la Iglesia, y se pretende ser algo. Pero no sería una falsa
pretensión en el supuesto caso de que fuese la única en el lugar. Si existiese una
asamblea así reunida, y, por la voluntad del hombre, se instituyera otra
independientemente de la primera, únicamente la primera es, moralmente, delante de
Dios, la asamblea de Dios, y la otra no lo es de ninguna manera, porque ha sido
formada en la independencia de la unidad del cuerpo. Rechazo de la más absoluta y
categórica manera, todo el sistema «independiente», como antiescriturario, y como un
mal positivo y radical. Ahora que la unidad del cuerpo ha sido puesta en evidencia, y
que la verdad Escrituraria de esta unidad ha sido conocida, el sistema
«independentista» no es otra cosa que una obra de Satanás. Laignorancia de la

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verdad es una cosa (ella es nuestra parte común de varias maneras); pero
la oposición a la verdad es otra cosa muy diferente. Sé que se alega que la Iglesia se
halla ahora en un estado de ruina tal que, el orden de las Escrituras según la unidad
del cuerpo, resulta imposible. Que aquellos que esgrimen estas objeciones, admitan,
pues, como hombres honestos, que lo que buscan es un orden contrario a las
Escrituras, o, mejor dicho, un desorden. Pero sería ciertamente imposible reunirse de
alguna manera para partir el pan en tal caso, excepto en desmedro de la Palabra de
Dios, pues la Escritura dice que "nosotros, con ser muchos, somos un cuerpo; pues
todos participamos de aquel mismo pan" (1.ª Corintios 10:17). Todas las veces que
partimos el pan, confesamos que somos un solo cuerpo; la Escritura no admite otra
cosa; y la Escritura es un lazo demasiado fuerte y perfecto para ser quebrantado por
el razonamiento del hombre.

LA SEPARACIÓN DEL MAL ES EL PRINCIPIO DIVINO DE LA UNIDAD

LA UNIDAD ES UNA NECESIDAD PRESENTE ANTE EL AVANCE DEL MAL

Todo cristiano sensato siente hoy la falta de unidad. Todos sentimos el poder del mal
que nos acecha. Las seducciones del pecado se aproximan tan cerca, sus rápidos y
gigantescos progresos son tan evidentes, y afectan de una manera tan íntima los
sentimientos particulares que caracterizan a toda clase de cristianos, que no es
posible que sean ciegos a lo que pasa alrededor de ellos, por poco que aprecien la
verdadera fuerza y el carácter de este mal. Mejores y más santos sentimientos
también despiertan en ellos la conciencia de un peligro común que los amenaza,
peligro que amenaza la causa de Dios —en tanto ésta es confiada a la responsabilidad
del hombre— por parte de aquellos que nunca ahorraron ni ahorrarían esfuerzos por
destruirla. Y dondequiera que el Espíritu de Dios obre para hacer apreciar a los santos
la gracia y la verdad, esta acción tiende y conduce a la unión, porque no hay más que
un solo Espíritu, una sola verdad y un solo cuerpo.
 
Los sentimientos que produce la conciencia del progreso del mal, pueden ser diversos.
Algunos, aunque sean pocos en número, tal vez todavía confían en los baluartes en
que tanto tiempo se han apoyado, baluartes cuya fuerza residía solamente en el
respeto que demandaban, el cual ya no existe más. Otros confían en un poder
imaginario de la verdad, poder que la verdad nunca ha  ejercido sino en una manada
pequeña, porque Dios y la obra de su Espíritu estaban allí. Otros pusieron su
esperanza en una unión que jamás ha sido todavía un instrumento de poder a favor
del bien, es decir en una unión por acuerdo y de convención. Otros todavía se sienten
obligados a abstenerse de participar en una unión semejante, por motivo de acuerdos
ya existentes, o de ciertos prejuicios, de manera que la unión tienda a formar nada
más que un partido. Pero el sentimiento de peligro es universal. Uno siente que
aquello que por mucho tiempo fue tenido en menos como mera teoría, ahora se hace,
prácticamente, sentir demasiado como para poder ser negado; si bien la inteligencia
de la Palabra, que había hecho prever el mal a aquellos que fueron objetos de esta
burla, puede ser todavía rechazada y despreciada.
 

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DÓNDE SE ENCUENTRA LA VERDADERA UNIDAD
 
Pero este estado de cosas conlleva dificultades y peligros de una clase particular para
los santos, y conduce a buscar dónde está el camino del fiel, y dónde se encuentra la
verdadera unidad. Debido a la excelencia misma y al precio de la unidad, aquellos que
por mucho tiempo apreciaron el valor y comprendieron la obligación de mantenerla,
que pesa sobre los santos, corren peligro de dejarse guiar por el impulso de aquellos
que se negaron a ver estas cosas cuando les fueron presentadas a la luz de las
Escrituras; están expuestos a dejarse inducir a abandonar los principios y el camino
mismo que su comprensión más clara de la Palabra divina los había conducido a
abrazar, previendo la tormenta venidera. Esta preciosa Palabra les había enseñado
que la tormenta se aproximaba, y, mientras la estudiaban con calma, les había
mostrado el camino que ella traza para el creyente en ese tiempo, y la verdad para
todos los tiempos. Ahora se les insta a abandonar este camino para seguir la vía que
sugiere a la mente del hombre el peso de los temores que habían anticipado; se los
quiere empujar a una vía que, aunque pueda tener su fuente en un impulso bueno, no
era trazada por la Palabra de Dios cuando ésta era escudriñada en paz. Pero ¿debían
los fieles desviarse de la senda que la inteligencia, generalmente rechazada, de la
Palabra les enseñó, para seguir la luz de aquellos que no quisieron ver?
 

LOS PELIGROS DE LA UNIDAD A CUALQUIER COSTO


 
Éste, sin embargo, no es el único peligro al cual están expuestos los santos; mi
objetivo tampoco es detenerme en los peligros, sino considerar el remedio. Hay en la
mente del hombre una tendencia constante a caer en el sectarismo, y a establecer
una base de unión que es exactamente lo contrario a lo que acabo de hacer alusión, a
saber, un sistema de una clase o de otra, al cual la mente se aferra y alrededor del
cual los fieles y otros se reúnen, un sistema que, pretendiendo estar basado en el
verdadero principio de la unidad, considera como cisma todo lo que se separa de él,
asociando el nombre de unidad a lo que no es el centro y plan divinos de la unidad.
Dondequiera que esto suceda, se verá que la doctrina de la unidad se convierte en la
sanción de alguna especie de mal moral, de algo contrario a la Palabra de Dios; y la
autoridad de Dios mismo, que se vincula a la idea de unidad, viene a ser, merced a
este último pensamiento, un medio de comprometer a los santos a permanecer en el
mal. Además, uno es forzado a perseverar en este mal a causa de todas las
dificultades que encuentra la incredulidad para separarse de aquello en que está
establecida, de aquello a lo que se aferra el corazón natural, y que, en general, es la
esfera en que los intereses temporales encuentran su satisfacción.
 
Ahora bien, la unidad es una doctrina divina y un principio de Dios; pero como el mal
es posible dondequiera que la unidad se asume por sí misma a fin de constituir una
autoridad decisiva, en cuanto el mal entre, la obligación forzosa de unidad liga al mal,
porque la unidad, donde existe el mal, no debe ser quebrantada. Tenemos de esto un
ejemplo notorio en el catolicismo. La unidad de la Iglesia, allí, constituye el gran
fundamento del razonamiento papista, y esta unidad sirvió de pretexto para mantener
el mundo, podemos decirlo así, en todas las atrocidades que fueron sancionadas,
prevaliéndose del nombre del cristianismo, de una autoridad para asociar a las almas
con el mal, hasta que su propio nombre se volvió vergonzoso para la conciencia
natural del hombre. La base de la unidad puede pues, encontrarse, en alguna medida,
en el liberalismo que surge como consecuencia de la falta de principios; o en la
estrechez de una secta formada sobre la base de una idea; o, tomada en sí misma,

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puede basarse en la pretensión de ser la Iglesia de Dios, y así, en principio, favorecer
tanta indiferencia respecto del mal como convenga al cuerpo o a sus dirigentes
tolerar, o hasta donde Satanás los pueda arrastrar.

¿QUÉ UNIDAD ES LA QUE DIOS REALMENTE RECONOCE?


 
Si, pues, el nombre de unidad es tan poderoso en sí mismo, y en virtud de las
bendiciones que también Dios mismo ha vinculado a ella, nos conviene comprender
cuál es la unidad que Dios realmente reconoce. Esto es lo que me propongo examinar,
reconociendo que el deseo de esta unidad es algo bueno, y que varias de las
tentativas hechas para llegar a ella, contienen elementos de piedad, aun cuando los
medios empleados no aporten a nuestro juicio la convicción de que son de Dios.
  
Nadie puede negar que es necesario que Dios mismo sea el centro y la fuente de la
unidad, y que sólo él puede serlo tanto en poder como por derecho. Un centro de
unidad fuera de Dios, cualquiera que sea, es por ende una negación de su Deidad y de
su gloria, un centro independiente de influencia y de poder, y Dios es el justo,
verdadero y único centro de toda verdadera unidad. Todo lo que no depende de este
centro es rebelión. Pero esta verdad tan simple, y tan necesaria para el cristiano,
ilumina inmediatamente nuestro camino.
 
La caída del hombre es lo contrario de esto. El hombre era una criatura subordinada,
y, además, “figura de aquel que había de venir”; quiso ser independiente, y es, en el
pecado y la rebelión, el esclavo de un rebelde más poderoso que él, ya en la
dispersión de las voluntades propias particulares, ya en la concentración de estas
voluntades en el dominio del hombre en la tierra. Es menester, pues, que demos un
paso más; es necesario que Dios sea un centro de bendición, así como de poder,
cuando se rodea de huestes o multitudes unidas y moralmente inteligentes. Sabemos
que castigará a los rebeldes con eterna destrucción fuera de Su presencia,
abandonándolos al tormento sin esperanza de su odio y de su egoísmo individuales y
privados de todo centro; pero es necesario que el mismo Dios sea un centro de
bendición y santidad, ya que él es un Dios santo, y es amor. La santidad en nosotros
—a la vez que, por su naturaleza, es separación del mal—, consiste precisamente en
tener a Dios, al Santo —que también es amor— por objeto, centro y fuente de
nuestros afectos. Él nos hace participantes de su santidad (porque él es esencialmente
separado de todo mal, que él como Dios conoce, pero como lo contrario de lo que él
mismo es); pero en nosotros, la santidad debe consistir en que nuestros afectos,
nuestros pensamientos y toda nuestra conducta tengan su centro en él, y deriven de
él, manteniendo esta posición en una entera dependencia de él. Más tarde me referiré
al establecimiento y al poder de esta unidad en el Hijo y en el Espíritu: pero hago
hincapié aquí en la grande y gloriosa verdad misma que constituye el objeto de estas
páginas.
 

EL GRAN PRINCIPIO DE LA UNIDAD ES VERDADERO INCLUSO EN CUANTO A


LA CREACIÓN.
 
El gran principio de la unidad es verdadero incluso en cuanto a la Creación. Ella fue
formada en la unidad, y Dios era el único centro posible. Será nuevamente restaurada
a la unidad, teniendo a Cristo, su centro, por Cabeza: el Hijo, por quien y para quien

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fueron creadas todas las cosas (Colosenses 1:16). La gloria del hombre (y también su
miseria como hombre caído) es ser hecho así un centro, en la posición que se le
asignó —”la imagen de Aquel que ha de venir”—;[1] pero, lamentablemente, una vez
que cayó, la falsificación de aquél en un estado de rebelión en esta misma posición.
Que yo sepa (y no me atrevo a decir más), los ángeles nunca fueron constituidos el
centro de ningún sistema; pero el hombre, sí. Era su gloria ser el señor y el centro de
este mundo inferior —teniendo a Eva asociada, pero dependiente, como compañera y
ayuda—. Él era la imagen y la gloria de Dios (1.ª Corintios 11:7). Su dependencia le
hacía mirar hacia arriba, y en esto está la verdadera gloria y la bienaventuranza para
todos, excepto Dios. La dependencia mira hacia arriba, y es así exaltada por encima
de sí misma; la independencia no puede sino mirar hacia abajo (porque no puede, en
una criatura, llenarse de sí misma), y se degrada. La dependencia es la verdadera
grandeza de una criatura, cuando el objeto de que depende es el que corresponde. El
estado primitivo del hombre no era la santidad en el sentido propio de esta palabra,
porque el mal no era conocido. El estado del hombre (aunque un estado de creación
feliz y bendecida) no era un estado divino; era un estado de inocencia. Pero esta
inocencia se perdió cuando el hombre quiso ser independiente. Si el hombre vino a ser
como Dios, conociendo el bien y el mal, se volvió como tal con una conciencia
culpable, el esclavo del mal que conocía, y en una independencia en la cual no podía
mantenerse, al tiempo que había perdido moralmente a Dios para depender de Él.
 

LA UNIDAD, TRAS LA ENTRADA DEL PECADO, SE BASA EN LA SEPARACIÓN


DEL MAL
 
Con este estado —pues debemos volver ahora a la presente cuestión práctica de la
unidad— con el hombre en este estado, Dios tiene que tratar, si se ha de alcanzar una
unidad real y verdadera que Dios pueda reconocer. Ahora bien, es necesario aún aquí
que Dios sea el centro, no solamente en poder creador, pues el mal existe, el mundo
yace en maldad, y el Dios de unidad es el Dios santo. La separación, la separación del
mal, viene a ser, pues, la base necesaria y el único principio —no digo el poder— de la
unidad. Porque es necesario que Dios sea el centro y el poder de esta unidad, y el mal
existe, y es necesario que aquellos que deben formar parte de la unidad de Dios estén
separados de esta corrupción, porque Dios no puede unirse de ninguna manera al
mal.

NO HAY UNIDAD PRÁCTICA SIN SEPARACIÓN DEL MAL


 
La separación del mal, insisto, es, pues, el gran principio fundamental de toda unidad
verdadera. Sin esta separación, la unidad asocia más o menos la autoridad de Dios al
mal, y es rebelión contra Su autoridad, como lo es toda autoridad independiente de Él.
Bajo sus formas más modestas, es una secta; bajo su forma más completa, es la gran
apostasía, y una de las características de esta apostasía, ya como poder eclesiástico,
ya como poder secular, la constituye la unidad; pero una unidad basada en la sujeción
del hombre a lo que es independiente real o abiertamente de Dios, porque lo es de su
Palabra; una unidad que no está basada en la sujeción a Dios, al Dios santo, según su
Palabra[2], y por el poder del Espíritu que actúa en aquellos que son unidos, y por la
presencia de aquel que es el poder personal de la unión en el cuerpo. Pero
esta separación de la que hablo, aún no está establecida por el poder judicial de

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Cristo, que separa, no el bien del mal, ni lo precioso de lo vil, sino lo vil de lo precioso,
desterrando el mal de delante de él por un juicio que ata la cizaña en manojos y los
echa en el horno de fuego, recogiendo de Su reino a todos los que sirven de tropiezo:
Satanás mismo y sus ángeles serán arrojados, y todas las cosas a continuación serán
reunidas en uno en Cristo, en los cielos y en la tierra. Entonces el mundo, no la
conciencia, será librado del mal, no por el poder y el testimonio del Espíritu de Dios,
sino por el juicio que no permitirá el mal, sino que en seguida cortará a todos los
malos.
 
No estamos ahora, lo repito, en los días de esta separación judicial del mal respecto
del bien en el mundo, como el campo que pertenece a Cristo, mediante el exterminio
y la destrucción de los malos. Pero la unidad no es por eso abandonada ni borrada del
pensamiento de Dios, ni tampoco puede Dios reconocer la unión entre el bien y el mal.
Hay un solo Espíritu y un solo cuerpo. Él congrega en uno a los hijos de Dios que
estaban dispersos (Efesios 4:4; Juan 11:52).
 
Ahora bien, el principio general es éste: Dios obra en medio del mal para producir una
unidad de la cual Él es el centro y la fuente, y que, en la dependencia, reconoce Su
autoridad. No realiza aún esta unidad por la expurgación judicial de los malos. Él no
puede unirse con los malos, ni reconocer una unidad que les sea de provecho.
 

¿CÓMO, PUES, SE LLEVA A CABO EL PRINCIPIO DE SEPARACIÓN PARA LA


UNIDAD?

¿Cómo, pues, se formará esta unidad? Dios separa a “los llamados”, del mal: “salid de
en medio de ellos, y apartaos..., y yo os recibiré... y vosotros me seréis hijos e hijas,
dice el Señor Todopoderoso”, como está escrito: “habitaré y andaré entre ellos, y seré
su Dios, y ellos serán mi pueblo” (2.ª Corintios 6:16-18).
 
El principio de unión se pone de relieve claramente aquí. Dios dice: “salid de en medio
de ellos, etc.” No habría podido formar una verdadera unidad en torno a él de otra
manera. Puesto que el mal existe —y que incluso es nuestra condición natural— no
puede haber unión que tenga por centro y poder al Dios Santo, sino por la separación
del mal. La separación es el primer elemento de unidad y de unión, como ya lo
venimos repitiendo.
 
Veamos ahora más de cerca la manera en que esta unidad se efectúa y en qué se
basa. Es necesario, para formarla, que haya un poder intrínseco de unión, que la
mantenga unida a un centro, así como un poder que separa del mal, y, una vez
determinado este centro, rehusar todos los otros. El centro de unidad es
necesariamente único y sin rival. El cristiano no tiene que buscar mucho aquí; este
centro, es Cristo, el objeto de los consejos divinos, la manifestación de Dios mismo, el
único y solo vaso de poder mediatorio, teniendo el derecho de unir la Creación, como
aquel por quien y para quien todas las cosas fueron hechas, y de unir la Iglesia, por
ser su Redentor, su Cabeza, su gloria y su vida (compárese Colosenses 1). Cristo
tiene una doble primacía: es “cabeza sobretodas las cosas a la iglesia, la cual es su
cuerpo, la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo”  (Efesios 1:22-23). Esto se
cumplirá en su tiempo.
 

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Nos ocupamos, por el momento, del período intermedio, de la unidad de la propia
Iglesia, y de su unidad en medio del mal. Ahora bien, no puede haber ningún poder
moral que sea capaz de unir lejos del mal, excepto Cristo. Él solo, quien es la gracia y
la verdad perfectas, descubre todo el mal que separa de Dios, y del cual Dios separa.
Él solo, de parte de Dios, puede ser el centro de atracción que atrae a sí mismo a
todos en los cuales Dios actúa así. Dios no reconocerá ningún otro. No hay otro de
quien se pueda dar testimonio, que esté moralmente calificado para concentrar todos
los afectos que son de Dios y que tienen a Dios por objeto. La misma redención hace
este hecho necesario y evidente: No puede haber sino un solo Redentor; no puede
haber sino uno solo a quien un corazón redimido pueda entregarse, y sobre el cual un
corazón divinamente regenerado pueda concentrar todos sus afectos, Él solo, el centro
y la revelación del amor del Padre. También Él es el centro del poder para realizar
todo esto. “En él mora toda la plenitud” (Colosenses 1:19). El amor, y Dios es amor,
se conoce en él. Él es la sabiduría de Dios y el poder de Dios, y más aún, es el poder
separador de atracción, porque Él es la manifestación de todo esto y el que lo cumple
en medio del mal. Y esto es lo que nosotros, pobres y miserables seres que estamos
en este mal, necesitamos; y es esto, si podemos expresarnos así, lo que  Dios
necesita para su gloria separadora en medio del mal. Cristo se sacrificó a sí mismo
para establecer a Dios, en amor separador, en medio del mal. Había más que eso: la
obra de Cristo tenía un alcance mucho mayor; pero hablo aquí de lo que se relaciona
con mi tema actual.         
 
Así Cristo viene a ser, no solamente el centro de unidad para el universo en su
glorioso título de poder, sino —como el revelador de Dios, como el que ha sido
reconocido y establecido por el Padre y como el que atrae a los hombres— que viene a
ser un centro especial y particular de afectos divinos en el hombre, un centro
alrededor del cual, como único centro divino de unidad, los hombres están reunidos;
pues, en efecto, si Cristo es el centro, es necesariamente el único centro: “El que
conmigo no recoge, desparrama.”
 
Tal era, en cuanto al tema que nos ocupa, el objeto mismo y el poder de la muerte de
Cristo: “Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo” (Juan
12:32). De una manera más especial, él se dio a sí mismo no solamente para “la
nación”, sino “para congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos” (Juan
11:51-52). Pero, aquí también, encontramos esta separación de un pueblo particular:
“Quien se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y purificar
para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras” (Tito 2:14). Él era el modelo mismo
de la vida divina en el hombre, en la separación del mal que lo rodeaba por todas
partes. Era el amigo de los publicanos y los pecadores, haciendo oír a los hombres los
dulces acentos de la gracia por un amor tierno y familiar; pero Él fue siempre el
hombre separado; y es tal como centro y Sumo Sacerdote de la Iglesia: “Porque tal
sumo sacerdote nos convenía: Santo, inocente, sin mancha, apartado de los
pecadores”, y agrega la Escritura: “hecho más sublime que los cielos”

LA UNIDAD UNE A UN CRISTO CELESTIAL


 
Podemos observar aquí de paso que el centro y objeto de esta unidad es celestial. Un
Cristo vivo sobre la tierra vino a ser un instrumento para mantener la enemistad,
dado que se sometió él mismo a la ley de los mandamientos expresados en
ordenanzas (Gálatas 4:4; Efesios 2:15). Así pues, aunque la gloria divina de su
persona se extendiera necesariamente sobre este muro de separación, como una

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rama fértil de gracia hacia los pobres gentiles que pasaban por afuera (Génesis 49:22;
Marcos 7:27) (y no podía ser de otra manera, ya que allí donde había fe, Cristo no
podía negar que él mismo era Dios; ni podía negar lo que Dios era, es decir, amor),
sin embargo, como hombre nacido de mujer, nació “bajo la ley”. Pero por su muerte,
derribó la pared intermedia de separación, e hizo de ambos, judíos y gentiles, uno
solo, reconciliando a ambos en un solo cuerpo a Dios, haciendo la paz. Por lo tanto,
Cristo vino a ser el centro y el único objeto de unidad, por el hecho de haber sido
“levantado”, y finalmente “hecho más sublime que los cielos.”
 
Observemos de paso aquí, que la mundanalidad destruye siempre la unidad. La carne
no puede ascender al cielo, ni descender en amor a todas las necesidades. Ella anda
en la comparación separadora de su propia importancia: “Yo soy de Pablo...” (1.ª
Corintios 1:12). “¿No sois carnales y andáis como hombres?” (1.ª Corintios 3:3).
Pablo no había sido crucificado por los corintios; ni habían sido bautizados ellos en el
nombre de Pablo. Sus pensamientos habían descendido al nivel terrenal, y esto mismo
había sido hecho de la unidad. Pero el glorioso Cristo celestial los abrazó a todos en
una sola palabra: “¿Por qué me persigues?” (Hechos 9:4). Esta separación de todo lo
que no era él, fue más lenta entre los judíos, porque habían sido exteriormente el
pueblo de Dios, un pueblo separado; pero después de haberles mostrado todo lo que
eran, el inspirado apóstol dijo a los discípulos: “Salgamos, pues, a él, fuera del
campamento, llevando su vituperio” (Hebreos 13:13). El Señor quería que hubiese,
como resultado, un solo rebaño y un solo Pastor, y Él llevó afuera a sus propias ovejas
y fue delante de ellas (Juan 10).
 
De hecho, tan pronto como mostramos que la unidad es el pensamiento de Dios, la
separación del mal será la consecuencia necesaria; pues ella existe como principio en
el llamado de Dios antes de la propia unidad. La unidad es Su propósito, y puesto que
Dios es el único centro legítimo, la unidad debe ser el resultado de un santo poder;
pero la separación del mal es la naturaleza misma de Dios. Así cuando Dios llama a
Abraham públicamente, le dice: “Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu
padre” (Génesis 12:1).
 
Pero prosigamos. Según lo que vimos, es evidente que el Señor Jesús ascendido es el
objeto alrededor del cual la Iglesia se agrupa en la unidad: Él es la cabeza y el centro
de la Iglesia. Éste es el carácter de la unidad de los que son de Cristo y su separación
del mal y de los pecadores. Sin embargo, no habían de ser retirados del mundo, sino
guardados del mal, y santificados por la verdad, habiendo sido el mismo Jesús puesto
aparte con este fin (Juan 17). Por eso, el Espíritu Santo fue enviado aquí abajo, no
solamente para la manifestación pública del poder y la gloria del Hijo del Hombre, sino
para identificar a los llamados con su Cabeza celestial, y para separarlos del mundo en
el cual debían permanecer; y el Espíritu Santo vino a ser aquí abajo el centro y el
poder de la unidad de la Iglesia en nombre de Cristo, habiendo Cristo derribado la
pared intermedia de separación, reconciliando a ambos en un cuerpo mediante la
cruz. Los santos, así “congregados en uno”, formaron la morada de Dios por el
Espíritu (Efesios 2). El Espíritu Santo mismo vino a ser el poder y el centro de la
unidad —aunque en el nombre de Jesús— de un pueblo separado tanto de entre los
judíos como de los gentiles, y librado de este presente siglo malo, para estar unido a
su Cabeza gloriosa. Por medio de Pedro, Dios visitó a los gentiles para sacar de ellos
un pueblo para Su nombre; y en medio de los judíos, había un remanente según la
elección de la gracia, como Pablo mismo, uno de ellos, fue separado de Israel y de los
gentiles, a quienes fue enviado.
 

57
LA REALIZACIÓN PRÁCTICA DE LA UNIDAD Y EL PODER DEL ESPÍRITU SANTO
 
Tal invariablemente fue el testimonio. “Si decimos que tenemos comunión con él, y
andamos en tinieblas, mentimos, y no practicamos la verdad” (1.ª Juan 1:6). La
separación del mal es necesariamente el primer principio de comunión con Él.
Cualquiera que ponga esto en tela de juicio es mentiroso y, por tanto, del maligno;
contradice el carácter de Dios. Si la unidad depende de Dios, debe ser separación de
las tinieblas. Sucede lo mismo con nuestra comunión los unos con los otros. “Si
andamos en luz, como él está en luz, tenemos comunión unos con otros” (1.ª Juan
1:7). Notemos que no hay aquí ningún límite; la Escritura dice: “como Dios está en
luz”. En esta luz el bendito Señor nos colocó mediante su preciosa redención, y por
ella ha de formarse todo el carácter de nuestra marcha y de nuestra unión. No
podemos tener ninguna comunión con Dios fuera de la luz. Para los judíos era
diferente, porque su separación —aunque fue una verdadera separación y, por lo
tanto, la misma en principio—, fue solamente una separación exterior en la carne, el
camino del Lugar Santísimo aún no se había manifestado, ni siquiera para los santos,
aunque, según los consejos de Dios, debían tener su lugar allí en virtud del sacrificio
que debía ofrecerse.
 
Sucede lo mismo con la “comunión los unos con los otros”. “¿Qué compañerismo tiene
la justicia con la injusticia? ¿Y qué comunión la luz con las tinieblas? ¿Y qué concordia
Cristo con Belial? ¿O qué parte el creyente con el incrédulo? ¿Y qué acuerdo hay entre
el templo de Dios y los ídolos?” Y luego, dirigiéndose a los santos, el Espíritu Santo
agrega: “Porque vosotros sois el templo del Dios viviente, como Dios dijo: habitaré y
andaré entre ellos, y seré su Dios, y ellos serán mi pueblo” (2.ª Corintios 6:14 y
siguientes). De otra manera, provocamos a celos al Señor, como si fuésemos más
fuertes que él. Agregaré que la Cena del Señor es el símbolo y la expresión de esta
unidad, porque “siendo uno solo el pan, nosotros, con ser muchos, somos un cuerpo:
pues todos participamos de aquel mismo pan” (1.ª Corintios 10:17). Vemos aquí muy
claramente que, como la unidad de Israel estaba basada en la liberación y en el
llamamiento que separó a Israel de los gentiles y en el mantenimiento de esta
separación, así también la unidad de la Iglesia está basada en el poder del Espíritu
Santo descendido del cielo, que aparta del mundo, para Cristo, a un pueblo particular
en medio del cual mora: Dios mismo habita así y anda en medio de ellos, pues hay
“un cuerpo, y un Espíritu, como fuisteis también llamados en una misma esperanza de
vuestra vocación” (Efesios 4:4). El nombre mismo de Espíritu Santo, ¿no nos enseña
la misma lección? Pues la santidad, es la separación del mal. Además, cualquiera que
sea nuestra imperfección en la realización práctica de esta separación, ella tiene
siempre necesariamente su principio y su medida en la “luz”, “como Dios está en luz”,
habiéndose manifestado el camino del Lugar Santísimo, y descendido el Espíritu Santo
para permanecer en la Iglesia aquí abajo, en poder de separación celestial, como
centro y poder presente de unidad, exactamente lo que había sido antes el “Shekinah”
—la nube de la presencia divina— en Israel. Él establece la santidad de la Iglesia y su
unidad en su separación para Dios, según Su propia naturaleza divina, y según el
poder de esta presencia. Tal es la Iglesia, y tal es la verdadera unidad. Un santo no
puede, inteligentemente, reconocer ninguna otra, aunque pueda reconocer deseos y
esfuerzos para hacer el bien, allí donde no se logra el bien.
 

58
LA UNIDAD Y LA DISCIPLINA
 
Podría terminar aquí mis observaciones, habiendo desarrollado el grande, aunque
sencillo principio, que deriva de la misma naturaleza de Dios, a saber, quela
separación del mal es el principio divino de unidad. Sin embargo, una dificultad que se
vincula a mi tema principal se presenta aquí. Suponiendo que el mal se introduzca en
el cuerpo así formado ahora en la tierra, el principio ¿seguiría siendo igualmente
verdadero? Y en este caso, ¿cómo podrá la separación del mal mantener la unidad?
Aquí podemos mencionar el misterio de la iniquidad (2.ª Tesalonicenses 2); pero el
principio de que hablamos, que deriva de la naturaleza misma de Dios que es santo,
no puede abrogado. La separación del mal es la consecuencia necesaria de la
presencia del Espíritu de Dios, en toda circunstancia, en lo que concierne a la
conducta y a la comunión; pero aquí sufre una determinada modificación. La presencia
revelada de Dios es siempre judicial, allí donde existe, porque el poder contra el mal
se vincula con la santidad que lo rechaza. Asimismo, en Israel, la presencia de Dios
era judicial; el gobierno de Dios, que no permitía el mal, se ejercía. Así también,
aunque de otra forma, en la Iglesia. La presencia de Dios allí también es judicial;
“ellos no son del mundo”, excepto en testimonio, porque Dios aún no está revelado en
el mundo, y, por lo tanto, no arranca la cizaña de ese campo (Mateo 13); mas ella
juzga “a los que están dentro”. Por eso la Iglesia debe quitar de en medio de ella al
malo (1.ª Corintios 5:13), y mantener así su separación del mal. La unidad es
mantenida por el poder del Espíritu Santo y por una buena conciencia; y para que el
Espíritu no sea contristado, y la bendición práctica no se pierda, se exhorta a los
santos a que miren bien, no sea que “alguno deje de alcanzar la gracia de Dios”
(Hebreos 12:15). Cuán dulce y bendito es este huerto del Señor cuando es mantenido
en este estado, y florece exhalando el perfume de la gracia de Cristo. Pero,
lamentablemente, sabemos que la mundanalidad se introduce y el poder espiritual
declina; el gusto por esta bendición se debilita porque no se disfruta en el poder del
Espíritu Santo; la comunión espiritual con Cristo, la Cabeza celestial, decae, y cesa el
ejercicio vivo del poder que rechaza el mal de la Iglesia. El cuerpo no es
suficientemente vivificado por el Espíritu Santo para responder al pensamiento de
Dios. Pero Dios no se deja nunca sin testimonio. Él conduce al cuerpo a la conciencia
del mal mediante uno u otro testimonio, por la Palabra o por juicios o por ambos
medios sucesivamente, para recordarle su energía espiritual, y llevarle a mantener la
gloria de Dios y el lugar de esta gloria. Si el cuerpo rehusara responder a la verdadera
naturaleza y al carácter de Dios, y a la incompatibilidad de esta naturaleza con el mal,
de modo que viniera a ser realmente un falso testigo para Dios, entonces el primero e
inmutable principio reaparece: es necesario separarse el mal.
 
La unidad que se mantiene después de una separación como ésa, se convierte en un
testimonio de la compatibilidad del Espíritu Santo con el mal, lo que equivale a decir
que ella, en su naturaleza, es “la apostasía”; ella mantiene el nombre y la autoridad
de Dios en su Iglesia y lo asocia con el mal. No es la apostasía abierta y profesada de
la incredulidad reconocida y confesada, sino la negación de Dios según el verdadero
poder del Espíritu Santo, al tiempo que se hace uso de su nombre. Esta unidad es el
gran poder del mal, indicado en el Nuevo Testamento, vinculado a la Iglesia
profesante y a la apariencia de piedad. Debemos apartarnos de esta iniquidad. Este
poder del mal en la Iglesia se discierne espiritualmente, y es abandonado cuando se
tiene la conciencia de la imposibilidad de efectuar cualquier remedio, o bien, si hay un
testimonio público visible, este testimonio es entonces la condenación abierta de ello.
Así pues, antes de la Reforma, Dios arrojó luz a muchos que mantuvieron un
testimonio respecto de este mismo mal en la Iglesia profesante, manteniéndose
aparte de ella; algunos dieron testimonio y, sin embargo, permanecieron en su seno.

59
Cuando surgió la Reforma, este testimonio fue dado abierta y públicamente, y el
cuerpo profesante del catolicismo romano se volvió abierta y confesadamente
apóstata, lo cual se hizo evidente en el Concilio de Trento, y tan apóstata como le
fuera posible serlo a un cuerpo cristiano profesante. Pero dondequiera que el cuerpo
rehúse poner fuera el mal, este cuerpo, en su unidad, niega el carácter santo de Dios,
y entonces la separación del mal es el camino del fiel, y la unidad que haya
abandonado es el mayor mal que pueda existir allí donde se invoca el nombre de
Cristo. Es probable que algunos santos permanezcan en los sistemas unidos al mal,
como algunos, de hecho, permanecieron en el Catolicismo, allí donde no hay poder
para reunir a todos los santos juntos; pero el deber del fiel, en casos como éstos, le
está claramente trazado por los principios elementales del cristianismo, aunque, sin
duda, su fe pueda verse ejercitada por ello. “Apártese de iniquidad todo aquel que
invoca el nombre de Cristo” (2.ª Timoteo 2:19). Es posible que “el que se aparta del
mal se hace presa de todos” (Isaías 59:15, versión JND); pero queda claro que eso no
cambia en nada el principio; es cuestión de fe. El que se separa en semejantes casos,
está en el verdadero poder de la unidad según Dios.

CONCLUSIÓN
 
Así pues, la Palabra de Dios nos enseña cuál es la verdadera naturaleza, objeto y
poder de la unidad; nos da así la medida por la cual podemos juzgar lo que tiene la
pretensión de ser esta unidad y por la cual distinguimos el carácter; y, además, nos
proporciona el medio de mantener los principios fundamentales de la unidad, según la
naturaleza y el poder de Dios, por el Espíritu Santo, en la conciencia, allí donde esta
unidad pueda no realizarse al mismo tiempo en poder.
 
La naturaleza de la unidad surge de la naturaleza de Dios; porque Dios debe ser el
centro de la verdadera unidad, y Dios es santo; y él nos introduce en la unidad
separándonos del mal. Su objeto es Cristo: él es el único centro de la unidad de la
Iglesia, objetivamente como su Cabeza. El poder reside en la presencia del Espíritu
Santo aquí abajo, enviado como el Espíritu de verdad, de parte del Padre por Jesús
(Juan 14). Su medida, es una marcha en la luz, como Dios está en luz, la comunión
con el Padre y con su Hijo Jesucristo; y, podemos añadir: por el testimonio de la
Palabra escrita, especialmente la Palabra apostólica y profética del
Nuevo  Testamento. Esta unidad está edificada sobre el fundamento de los apóstoles y
profetas (del Nuevo Testamento), siendo Jesucristo mismo la piedra del ángulo.
El medio de conservarla, es echando fuera el mal, judicialmente si fuera necesario,
para mantener por el Espíritu, la comunión con el Padre y con el Hijo. Si el mal no es
quitado, entonces la separación de aquellos que no lo quitan, viene a ser un asunto de
conciencia. Es necesario volver, aunque fuese solo, a la unidad esencial e infalible del
cuerpo, en sus principios eternos de unión con la Cabeza, en una naturaleza santa por
el Espíritu. El camino del fiel se torna así claro. Sin duda Dios asegurará, por su eterno
poder (no aquí abajo, quizás, sino ante sus ángeles) la justificación de aquellos que
han reconocido debidamente Su naturaleza y Su verdad en Jesucristo.
 
Creo que estos principios fundamentales, que he tratado de sacar a luz aquí, son de la
más imperiosa necesidad para el creyente que desea andar fiel y enteramente con
Dios. Puede ser doloroso y difícil mantenerse alejados de la unidad latitudinaria [3];
ella, en general, tiene una apariencia agradable; es, en determinadas condiciones,
respetable en el mundo religioso; no pone a prueba la conciencia de nadie, y permite
la voluntad de todos. Es mucho más difícil llegar a una decisión en cuanto a ella, por
cuanto a menudo está acompañada de  un verdadero deseo del bien, y asociada a la
naturaleza amable. Rehusarse a andar en ese camino, parece ser rígido, estrecho y

60
sectario; pero cuando el fiel tiene la luz de Dios, debe andar claramente en esa luz.
Dios justificará sus caminos a su debido tiempo. El amor hacia todos los santos es un
deber (Efesios 1:15); andar en sus propios caminos, no lo es; y el que no recoge con
Cristo, desparrama. No puede haber sino una sola unidad; una confederación o
alianzas, incluso para bien, no son esta unidad, aunque puedan tener la apariencia. La
unidad que profesa ser la de la Iglesia de Dios, mientras el mal existe y no es quitado,
es algo todavía más serio. Se la verá siempre  asociada al principio clerical, porque el
clero es imprescindible para mantener la unidad cuando el Espíritu Santo no es su
poder, y de hecho que el clero toma el lugar del Espíritu, guía, manda, gobierna en Su
lugar, bajo el nombre de sacerdocio o de ministerio, reconocido como un cuerpo
distinto, como una institución aparte. Esta falsa unidad no se mantendría sin el apoyo
del clero.
 

NOTAS
 
[1] N. del A.— Véase Efesios 1. Nos dio a conocer el misterio de su voluntad: reunir
todas las cosas en Cristo, en quien hemos recibido herencia.
 
[2] N. del A.— Esto es característico de la unidad independiente. Creo que llegará a un
estado de abierta infidelidad, y que será una manifestación del poder de Satanás. Pero
supongamos que no lo sea así abiertamente: es evidente que la sujeción a Dios se
demuestra por la sujeción a su Palabra. Ahora bien, la autoridad de la Iglesia en el
catolicismo romano es, por confesión propia, precedente a la autoridad de la Palabra,
y no se le permite al conjunto de los santos ser los objetos inmediatos de la Palabra
de Dios, ni conducirse según ella (es decir, someterse a directamente ella). Ellos
deben estar sujetos a la iglesia: que la iglesia lo permita o no, no hace ninguna
diferencia. Pues quien lo permite, también lo puede impedir —impedir que Dios se
dirija en forma directa a los santos—. Pues ésta es la verdadera controversia dentro
del Protestantismo: no simplemente el derecho que tiene el hombre de acceder a la
Biblia, sino el derecho de Dios de dirigirse al hombre de forma directa a través de su
Palabra; y más particularmente de dirigirse a cada uno de Sus siervos, o a aquellos
que lo profesan ser.
 
[3] N. del T.— Unidad representada hoy día por el movimiento ecuménico (en el cual
la verdad de Dios se compromete).

LA GRACIA, PODER DE UNIDAD Y DE REUNIÓN EL AMOR Y LA SANTIDAD

Tengo en el corazón presentar algunas notas sobre un tema que, creo, es de


importancia para el momento actual; y, al hacerlo, tengo presente el espíritu de un
tratado sobre el cual las circunstancias han llamado la atención, y he revisado este
tratado desde el punto de vista práctico. Me veo más urgido a hacerlo por cuanto he
leído, hace algún tiempo, en el periódico «The Present Testimony» (El testimonio

61
presente), si mi memoria no me falla, un artículo que ponía el tema sobre un terreno
que no he hallado del todo exacto, en que no consideraba, según mi parecer, más que
un solo lado del tema.
 
Lo que creo que es importante comprender, es que el poder activo que reúne es
siempre la gracia, el amor. La separación del mal puede volverse necesaria. En ciertas
condiciones particulares de la Iglesia, cuando el mal ha entrado, esta
separación  puede caracterizar, en una gran medida, la senda de los fieles. Puede
suceder que, mientras las mismas convicciones actúen en un mismo momento en
muchos, la separación del mal forme un núcleo de personas reunidas. Pero esta
separación no es nunca, en sí misma,  un poder de reunión. La santidad puede atraer
a una alma, cuando esta alma ya está en movimiento por sí misma. Pero el poder
para reunir está en la gracia, en el amor viviente que actúa, en “la fe que obra por el
amor”. La historia de la Iglesia de Dios en todos los tiempos es la demostración de la
verdad de este principio. Reunir es el poder formativo de la unidad, allí donde ella no
existe. Doy por sentado aquí que Cristo es reconocido como el centro. Si el mal existe,
el poder que reúne puede congregar aparte del mal; pero el poder que reúne, lo
repito, es el amor.
 
El tratado al que he hecho alusión al principio, y sobre el cual deseo pasar revista, a
causa de las circunstancias, no es ignorado: «La separación del mal es el principio
divino de la unidad.» Espero tener gracia para reconocer el error donde crea que lo
haya, y sé que lo debo al Señor; pero el tema que me ocupa aquí es un poco más
amplio. Ese tratado considera la condición de la Iglesia de Dios en general, y no a
unos miembros de ella en particular; pero como una cierta parte de la verdad corrige
un mal, así también otra porción de esta verdad, por su operación en el alma, puede
ensanchar la esfera del bien y fortalecer su actividad.
 
Hay, en la naturaleza de Dios, dos grandes principios reconocidos por todos los
santos, la santidad y el amor. El uno, me atrevo a decir, es la necesidad de su
naturaleza, imperativo, en virtud de esa naturaleza, para todos los que se acercan a
Dios: el otro es su energía. Uno caracteriza la naturaleza de Dios; el otro es su
naturaleza propia y el móvil de la actividad de su naturaleza. Dios es santo; no se dice
que sea amante, sino que es amor. Lo es en el principio esencial y la actividad de su
ser; hacemos de Él un juez por el pecado, pues Dios es santo y tiene autoridad; pero
Él es amor, y nadie lo ha hecho tal. Si hay amor en cualquier otra parte fuera de Dios,
este amor es de Dios, puesto que Dios es amor. El amor es la preciosa y activa
energía de su ser. En el ejercicio de esta energía, Él reúne hacia sí mismo, para la
felicidad eterna de aquellos que son así congregados, el despliegue y la manifestación
de este amor en Cristo, y Cristo mismo siendo el gran poder y el centro de la
reunión.  Los consejos de Dios, bajo esta relación, son “la gloria de su gracia”; la
aplicación de esos consejos a pecadores y los medios que emplea a tal efecto, son “las
riquezas de su gracia”. Y en los siglos venideros, mostrará “las abundantes riquezas
de su gracia en su bondad para con nosotros en Cristo Jesús” (Efesios 2:7).
 
Antes de entrar en el examen del tema que tengo ahora directamente en vista,
permitidme, de paso, decir unas palabras sobre el bello pasaje de la epístola a los
Efesios a que me acabo de referir, porque este pasaje revela la plenitud de los
pensamientos de Dios cuando introduce en la unidad de que habla esta epístola.
Somos bendecidos en Cristo; y Dios mismo es el centro de la bendición, y eso bajo
dos aspectos, a saber, en su naturaleza y en su relación con los que son bendecidos.
Es a la vez “Dios” y “Padre” en relación con Cristo mismo, considerado como Hombre
delante de Él, aunque sea el Hijo amado (véase Efesios 1:3-7). Él es

62
el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, según las propias palabras de Jesús a sus
discípulos, cuando iba a subir al cielo: “Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y
a vuestro Dios” (Juan 20:17), con la sola diferencia de que, aquí, en la epístola a los
Efesios, la unidad de los santos en Cristo es introducida, mientras que, en Juan, Cristo
habla de los discípulos como de sus “hermanos”. En este doble carácter, pues, que
Dios reviste respecto a Cristo mismo, Él nos bendijo con toda bendición espiritual, sin
excluir ninguna, en los lugares celestiales, la más excelente y elevada esfera de
bendición, allí donde Él habita. No se trata de que las bendiciones sean enviadas a
nosotros a la tierra, sino de que nosotros mismos somos elevados allá a lo alto, a los
lugares celestiales, y de la manera más excelente y gloriosa, en Cristo Jesús, excepto
Su derecho divino a estar sentado en el trono del Padre. ¡Porción maravillosa, gracia
dulce y bendita, que se torna simple para nosotros en la medida que nos habituamos
a morar en la perfecta bondad de Dios, al cual le es natural ser todo lo que él es, y
quien no podría ser otra cosa!
 
En el versículo 3 del primer capítulo de Efesios, tenemos al “Dios de nuestro Señor
Jesucristo”, según la gloria de la naturaleza divina, introduciendo en su propia
presencia en Cristo lo que habrá de ser el reflejo de esta gloria, según su designio
eterno. Porque la Iglesia en los pensamientos de Dios (y, se puede agregar, en su
vida en la Palabra), es antes del mundo en el cual ella se manifiesta. Aquí, se trata de
la naturaleza de Dios. Hemos sido escogidos en Cristo “antes de la fundación del
mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él en amor”. Dios es
santo, Dios es amor, y en sus caminos, cuando obra, es intachable.
 
Luego, hay una relación con Cristo; y la relación de Cristo es la de “Hijo”. Así pues, en
Él, hemos sido predestinados para la adopción como hijos para Dios mismo, según Su
beneplácito, según el placer y la bondad de su voluntad. Se trata de relación aquí.
Dios es el Padre de nuestro Señor Jesucristo, así como su Dios. Ésta es la gloria de su
gracia, son sus propios pensamientos y propósitos, para la alabanza de los cuales
somos nosotros. Nos manifestó su gracia en el “Amado”. Pero, en realidad, nos
encuentra en la condición de pecadores; y él conduce a pecadores a esta posición.
¡Qué pensamiento! Y aquí su gracia resplandece de otra manera. En él, Cristo, el Hijo,
“tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados”, lo que necesitamos para
entrar en esta posición en la cual estaremos para alabanza de la gloria de su gracia, y
eso, según las riquezas de su gracia; porque Dios se manifiesta en la gloria de su
gracia, y nuestras necesidades encuentran su respuesta en las riquezas de su gracia.
 
Así estamos delante de Dios. Lo que sigue en el capítulo se refiere a “la herencia” que
nos pertenece por esta misma gracia, lo que está a nuestra disposición. No me
detengo en este tema, sino que, como lo hice en otra parte, solamente observo que el
Espíritu Santo es las arras de la herencia, pero no del amor de Dios. El amor de Dios
ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado.
 
Estas dos relaciones, de Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, contienen y
manifiestan una abundante riqueza de bendición; se las encuentra frecuentemente en
la Escritura.

LA SEPARACIÓN TIENE POR OBJETO A DIOS


 

63
Pero por más interesante que sea este tema, me vuelvo ahora a aquel que me ocupa
directamente. He vuelto a leer el tratado a que he hecho referencia (3), y puedo decir
que me parece que aquel que negara los principios abstractos que en él se
desarrollan, no está sobre el terreno cristiano en absoluto. No puedo concebir nada
más incuestionablemente verdadero que estos principios, dentro de lo que sería una
exposición humana de la verdad.
 
No obstante, hay algo más que considerar aparte de la verdad misma, a saber, el
uso de la verdad. El hecho de que Dios, por la gracia y la redención, no impute pecado
a la Iglesia, es siempre una verdad bendita y eterna. A una conciencia despreocupada,
puedo tener que presentar alguna otra verdad. Pero, repito, que al leer el tratado que
me ocupa aquí, no comprendo cómo una persona que se opone a los principios que en
él se exponen, puede estar en el terreno cristiano de alguna manera. ¿No es la
santidad el principio sobre el cual se funda la comunión cristiana? Y el tratado en
cuestión no dice otra cosa que eso. Pero hay otros dos puntos que creo importante
presentar al mismo tiempo, uno con referencia al hombre, el otro, al Dios bendito.
 
El primero de los dos puntos consiste en esto: todos reconocemos, y en cierta medida
lo sabemos, que la naturaleza humana es una cosa traicionera. Ahora bien, la
separación del mal, cuando es justa, y es lo que supongo ahora, distingue a aquel que
se separa de aquel de quien se separa. Esto tiende a dar importancia a la posición de
aquel que actúa de esta manera; y esta posición tiene tal importancia en efecto; pero
con corazones como los nuestros, la posición que uno toma se confunde con uno
mismo, no, no de una manera grosera, sino de una manera insidiosa. Se trata
de mi posición. Y más aún, si mi mente está ocupada con algo que fue importante
para mí (y eso justamente, y en su debido lugar), ella tiende a hacer, en alguna
medida, de la separación del mal, un poder de reunión, además de un principio sobre
el cual la reunión tiene lugar. La separación del mal no es eso, a menos que la
santidad atraiga a las almas que son espirituales, por un principio impulsor en ellas.
 
El otro peligro consiste en esto: un cristiano se separa del mal, supongo aún, en un
caso en que es su deber hacerlo; digamos que abandona, por ejemplo, el sistema más
corrupto que existe; según este principio en cuestión, el mal que produce su efecto en
la conciencia del nuevo hombre y que es reconocido como ofensivo para Dios, es lo
que impulsa al cristiano a salir de este sistema. Así pues, el cristiano está
ocupado con el mal. Ésta es una posición peligrosa. Él atribuye el mal, quizás por su
ansiedad, a aquellos a quienes ha dejado, para dar una buena razón de la posición
que ha tomado.
 
Ellos ocultan, pretenden encubrir, comentan, explican; siempre ocurre lo mismo allí
donde el mal es sostenido. Él pretende probar la existencia del mal, para justificar su
posición; está ocupado con el mal, con probar la existencia del mal, y con probar el
mal  contra otros. Es un terreno resbaladizo para el corazón, sin hablar del peligro que
amenaza el amor. La mente está ocupada en el mal como un objeto que tiene ante sí.
Esto no es la santidad, ni la separación del mal, en poder práctico interior. Es un
trabajo que fatiga la mente y que no puede alimentar el alma. Hay personas que casi
corren el peligro de consentir con el mal, debido a la fatiga de estar pensando en él.
De cualquier manera, el poder no se encuentra allí. Dios nos separa ciertamente del
mal, pero no es Él quien llena la mente de aquel que continúa ocupándose con el mal,
porque Dios no está en el mal. Es muy cierto que la mente pueda decir: «Yo voy a
pensar en el Señor, y no voy a ocuparme del mal», y que así obtenga cierta medida
de tranquilidad y de bienestar. Pero, en este caso, la medida y el tono general de la
vida espiritual, serán indefectiblemente rebajados, y de eso no tengo la menor duda.

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No se consentirá de hecho en el mal positivo, pero la mente pierde el sentido de cómo
Dios detesta el mal y, en la misma proporción, se pierde la medida de poder y de
comunión divinos, y la senda  general demuestra esto con claridad. El testimonio falta
y es rebajado. Éste es el más extendido de los males —cuando el conflicto con el mal
no se sostiene con poder  espiritual— y un mal que crea las más serias dificultades
para una unidad extensa. Pero Dios está por encima de todo. La nueva naturaleza,
cuando está en viva actividad, porque es santa y divina, se eleva contra el mal cuando
éste aparece ante ella. La conciencia también se verá ejercitada como responsable a
Dios.
 
Pero eso no lo es todo, aun en lo que concierne a la santidad. Hay otra cosa que, en
muchos casos (podría decir, en el fondo, en todos los casos), distingue la verdadera
santidad de la conciencia natural, o el rechazo convencional del mal. La santidad no es
meramente la separación del mal, sino la separación para Dios del mal. La nueva
naturaleza no tiene solamente una naturaleza o un carácter intrínseco como
perteneciente a Dios; tiene un objeto, pues ella no puede vivir de sí misma; tiene un
objeto positivo, y ese objeto es Dios. Ahora bien, este hecho lo cambia todo, porque
separa del mal, el cual la nueva naturaleza aborrece; en consecuencia, cuando lo ve,
porque ella está llena del bien, en vez de debilitar su separación, hace más vivo el
horror que la nueva naturaleza tiene del mal cuando tiene que ocuparse de él; pero da
otro tono a lo que ella aborrece, ya que posee el bien suficiente para que, cuando la
nueva naturaleza no se ve obligada a pensar en el mal, pueda ponerlo enteramente
fuera de la mente y de la vista. Así, ella es santa, calma, y tiene un carácter
sustancial propio, separado del mal, así como contrario al mal. Para nosotros, eso no
puede tener lugar sino en la posesión de un objeto (porque somos y debemos ser
dependientes), solamente en la medida que estemos positivamente llenos de Dios en
Cristo. Estamos ocupados con el bien, y por ende somos santos, pues en eso consiste
la santidad; y, por consiguiente, aborrecemos el mal con facilidad y discernimiento,
sin ocuparnos en él.
 
Ésta es la verdadera naturaleza de Dios: Dios es esencialmente bueno; encuentra en
lo que es bueno sus delicias en Sí mismo; y, por lo tanto, en virtud de su bondad,
aborrece el mal; su naturaleza es el bien; y, por consiguiente, en su misma naturaleza
rechaza el mal. Lo hará con autoridad, sin duda, en juicio, pero hablamos ahora de
naturaleza.
 
Ésta es la razón por la cual, cuando el amor es poderoso, y actúa, precede y santifica,
ya  sea que se trate del amor mutuo o bien del goce del amor en la revelación de
Dios: “Y el Señor os haga crecer y abundar en amor unos para con otros y para con
todos, como también lo hacemos nosotros para con vosotros, para que sean
afirmados vuestros corazones, irreprensibles en santidad delante de Dios nuestro
Padre, en la venida de nuestro Señor Jesucristo con todos sus santos” (1.ª
Tesalonicenses 3:12-13). Así también 1.ª Juan 1:1-6: “Lo que era desde el principio,
lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado,
y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida (porque la vida fue manifestada,
y la hemos visto, y testificamos, y os anunciamos la vida eterna, la cual estaba con el
Padre, y se nos manifestó); lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos, para que
también vosotros tengáis comunión con nosotros; y nuestra comunión
verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo. Estas cosas os escribimos,
para que vuestro gozo sea cumplido. Este es el mensaje que hemos oído de él, y os
anunciamos: Dios es luz, y no hay ningunas tinieblas en él. Si decimos que tenemos
comunión con él, y andamos en tinieblas, mentimos, y no practicamos la verdad.”
 

65
Ahora bien, aquí el Espíritu Santo, con esas pinceladas tan claras y enérgicas que sólo
él puede trazar, hace hincapié en la separación del mal en el andar en la luz, en el
carácter y el conocimiento de Dios revelado en Cristo, en la verdad tal como está en
Jesús, en quien la vida era la luz de los hombres. El que pretende tener comunión
Dios y no anda  en el conocimiento de Dios, según este conocimiento, es mentiroso y
la verdad no está en él. Pero ¿qué es lo que establece la comunión? Andar en la luz la
mantiene pura; pero, ¿qué es lo que la forma? Es la revelación de su glorioso objeto y
su centro, en Cristo. Juan hablaba de Uno que había ganado su corazón, de Uno que
era el poder que reúne en la comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Tenía
conocimiento por el  Espíritu Santo, y se gozaba en lo que el Señor había dicho: “El
que me ha visto a mí, ha visto al Padre.” Ahí estaba el amor, infinito, divino; y, por el
Espíritu Santo, aquel que era testigo tenía comunión con el amor y lo declaraba, a fin
de que otros tuvieran comunión con él, y su comunión era verdaderamente con el
Padre y con su Hijo Jesucristo. Aquellos a los cuales se dirigía y se asociaba. Ahora
bien, esto, entiendo, era el poder que reúne. El objeto al cual se dirigía y alrededor del
cual se reunía implicaba necesariamente lo que sigue, y Juan, en efecto, termina así
su epístola: “Pero sabemos que el Hijo de Dios ha venido, y nos ha dado
entendimiento para conocer al que es verdadero; y estamos en el verdadero, en su
Hijo Jesucristo. Este es el verdadero Dios, y la vida eterna. Hijitos, guardaos de los
ídolos.” Es decir, que el poder del bien para congregar antecede a la advertencia. Este
hecho es tanto más notable en esta epístola, por cuanto, en cierto sentido se ocupa
del mal, pues fue escrita respecto a “los que os engañan”  (2:26).
 

EL OBJETO DE REUNIÓN FORMA EL CENTRO DE ATRACCIÓN

La santidad pues, si es real, es la separación para Dios así como respecto del mal; ya


que así solamente estamos en la luz, puesto que “Dios es luz”. Esto es verdad al
principio de la santificación: tenemos que conocer a Dios, que ser llevados a Dios. Si
nos volvemos a nosotros mismos, es para decir: “Me levantaré e iré a mi Padre.” Si se
trata de restauración, tiene lugar sobre este principio: “Si te volvieres…, vuélvete a
mí” (Jeremías 4:1). No se restaura realmente un alma, en efecto, hasta que haya
vuelto a Dios; porque hasta entonces, ella no está en la luz para purificarse de la
carne, aun cuando las obras de la carne hayan sido confesadas; y el pecado no es
visto tampoco tal como Dios lo ve. Ésta es la razón por la que el amor, como elemento
esencial, entra en toda verdadera conversión y toda verdadera restauración, por más
que se lo distinga débilmente, o a través de oscuros ejercicios de conciencia. Tenemos
que volvernos a Dios; hay perdón con él, a fin de que se lo reverencie. De no ser así,
la desesperación nos llevará aún más lejos. En efecto, ¿que sería o qué podría ser una
restauración si no fuese a Dios? Pero en el sentido pleno de la palabra, la reunión, es
decir, la reunión para una comunión compartida, es producida por el objeto que revela
aquello en que debemos tener comunión. Es necesario que tengamos comunión en
algo, esto es, comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo.
 
El objeto de la comunión debe atraer los corazones a él, a fin de que, en su gozo
común en él, su comunión subsista. El principio del Tratado anterior es éste,
que, al atraer los corazones, el objeto que los reúne debe separarlos del mal:
responde a la segunda parte de la declaración del apóstol (1.ª Juan1:5): “Este es el
mensaje que hemos oído de él, y os anunciamos: Dios es luz...”. Así Cristo dice: “Y
yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo” (Juan 20:32). Ahora
bien, la cruz era el amor perfecto, la separación absoluta de todo pecado y la condena
del pecado: “En cuanto murió, al pecado murió una vez por todas” (Romanos 6:10):

66
la separación respecto del mundo y la liberación de todo el poder del enemigo y de la
escena donde se ejerce. La cruz es el amor perfecto, el cual aparta de todo otro
objeto para atraer a sí mismo; que demuestra a las almas que todo era malo en ellas,
y aquí abajo, el absorbente de lo que es bueno, de una manera tal que las salva de
este mal. Pero cuando entramos en la vida al seguirle a Él, todo esto de los que
separaba desapareció: “en cuanto vive, para Dios vive”; es Su ser entero, si puedo
expresarme así. Ahora bien, Él, en esta vida, es hecho más sublime que los cielos. No
hablo aquí de la gloria divina, sino de la vida. Él asume un lugar celestial, y nuestra
reunión por medio de la cruz nos trae a Él, allí donde él está ahora, en el lugar donde
el mal no tiene cabida. Tal es nuestra comunión: entramos en la casa del Padre en
espíritu; y tal, creo, constituye el verdadero carácter de la Asamblea, de la Iglesia,
para rendir la adoración en el pleno sentido del término.
 
La Asamblea se acuerda de la cruz, adora, dejando el mundo afuera, y todos son
conocidos en el cielo delante de Dios. Él se dio a sí mismo, con el fin de “congregar en
uno”. Pero aquí, anticipo un poco, pues sólo hablo hasta ahora del objeto, no del
poder activo que reúne.
 
Creo que lo que separa a un santo del mal, lo que lo hace santo, es la revelación de
un objeto (quiero decir, naturalmente, por la acción del Espíritu Santo, que atrae su
alma hacia este objeto como el bien y, con eso, le revela el mal y se lo hace juzgar en
su espíritu y en su alma); el conocimiento que tiene del bien y el mal no es, pues, una
conciencia simplemente inquieta, sino la santificación. Quiero decir que la santificación
se basa, por la luz otorgada por el Espíritu Santo, en un objeto que, por su naturaleza,
purifica los afectos por ser su objeto, creándolos por el poder de la gracia. Incluso
bajo la ley, la santificación tenía esta forma: “Sed santos, porque yo soy santo”,
aunque, lo admito, ella participara entonces necesariamente del carácter de la
dispensación. En la cruz, tenemos estos dos principios perfectamente sacados a luz. El
amor es claramente manifestado, el objeto bendito que atrae el corazón; y, al mismo
tiempo, que atrae el juicio más solemne del mal y la más absoluta separación de él.
¡Tal es la perfección de Dios, la insensatez y la debilidad de Dios! La santificación,
pues, repito, se basa en esta divina atracción en el amor, dado que el mal es
perfectamente aborrecido en todo su horror y bajo todas sus formas, por aquel que
este amor atrae y une. El alma va hacia este amor con su pecado, reconocido como
tal, y va porque el amor así manifestado le ha mostrado que su pecado es pecado, en
que Cristo fue hecho pecado por nosotros.     
 
Tal es el poder objetivo que separa del mal y que pone fin a toda relación con el mal;
ya que, entonces, muero a toda la naturaleza para la cual vivía. El mal deja de existir,
por la fe, puesto que vivo en adelante en una bendita actividad en el amor.
 
Pero bastante me extendí quizá en aquello que reúne objetivamente y que produce la
comunión; e indudablemente nuestra comunión es una comunión en lo que es bueno:
ella tiene un carácter celestial debido a que no admite ningún mal. La comunión es
imperfectamente realizada, sin duda, aquí abajo, pero, en la medida en que no lo es,
entonces es destruida, ya que la carne no tiene comunión. Por eso leemos: “Si
andamos en luz, como él está en luz, tenemos comunión unos con otros” (1.ª Juan
1:7). Pero no podemos marchar fuera de las tinieblas sino marchando en la luz, esto
es, con Dios; y Dios es amor; y si no lo fuera, no podríamos marchar en ese camino.
 

67
EL AMOR ES EL PODER QUE REÚNE

Pero tenemos otros privilegios. El amor de Dios en Cristo no es solamente un objeto


que reúne, sino que es una actividad que reúne. El amor necesita un objeto; actúa y
se manifiesta. Así es cómo Dios ha actuado. El concepto de Dios que el paganismo ha
elaborado es totalmente distinto. Éste concibe las profundidades silenciosas del propio
conocimiento como mero intelecto, aunque supone erróneamente que la materia es
igualmente eterna, y que recibe de Dios nada más que forma; pero que entonces vino
a ser activo  para generar pensamientos y, objetivamente complacido con ellos, vino a
ser activo en creación para producirlos según verdad. Con este esquema, los paganos
con razón hicieron de las primitivas tinieblas la madre de todas las cosas. Pero tal no
es nuestro Dios.
 
Jesús reveló a Dios; y así conocemos a Dios como “amor”, y también como “luz”.
¡Bienaventurado conocimiento! Tal como se nos da en la Palabra, es la vida eterna; y
esta vida, como lo vimos, se ocupa de conocer al Padre y al Hijo. Pero podemos decir
también que conocemos esta otra verdad preciosa y excelente: “Mi Padre hasta ahora
trabaja, y yo trabajo” (Juan 5:17). Es la actividad del amor la que constituye el poder
de reunión. Él mismo se entregó... “para congregar en uno a los hijos de Dios que
estaban dispersos” (Juan 11:52). Incluso para Israel: “¡Cuántas veces quise juntar a
tus hijos, como la gallina junta sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste!” (Mateo
23:37). Aquí, no tenemos sino un objeto que atrae y que santifica, que produce la
comunión, sino que es la actividad del amor que actúa, que se entrega, con el fin de
reunir; y en esta obra podemos tener nuestra parte. Es ésta la que, al mismo tiempo
que santifica y que mantiene la santidad de Dios, nos revela a Dios y reúne a las
almas cansadas.
 
Ahora bien, allí solamente radica el principio y el verdadero poder de reunión: no digo
el principio sobre el cual se reúnen los almas, ya que queda claro que lo están sobre el
principio de la santidad, de la separación del mal, que es la única manera en que se
mantiene la comunión; de no ser así ¡las tinieblas tendrían comunión con la luz! Pero
el amor reúne, y esta verdad es para el cristiano tan evidente como lo es el hecho de
que el amor reúne para la santidad y sobre ese principio; porque ¿cuando que la
mente del hombre se separaría del mal y abandonaría el mal en el cual vive, y que es
su naturaleza, desgraciadamente, en cuanto a sus deseos naturales y en cuanto a la
esfera en la cual vive? ¡Nunca! Desgraciadamente, su voluntad y sus codicias están
allí, su pensamiento es enemistad contra Dios. Este hecho es lo que la presentación
de la gracia en Jesús demostró de una manera tan solemne.
 
La ley nunca fue dada para reunir; era la norma de conducta de un pueblo ya
relacionado con Dios, un medio para convencer de pecado. El pecado no reúne hacia
Dios, ni tampoco la ley; y uno y otro son todo lo que constituye la condición del
hombre, a menos que la gracia obre. Además, sólo la gracia revela plenamente a
Dios, y, por consecuencia, sin la gracia, no se manifiesta el objeto alrededor del cual
debemos reunirnos. Sólo la gracia alcanza el corazón para conducirlo a Dios: todo,
fuera de esto, sólo es responsabilidad y fracaso.
 
Es Cristo quien reúne, y en esto conocemos el amor, en que dio su vida por nosotros.
La propia verdad, de hecho, nunca no se conoce hasta que viene la gracia. La ley por
Moisés fue dada, pero la gracia y la verdad vinieron por Jesucristo (Juan 1:17). La ley
decía al hombre lo que debía ser. No le decía lo que era. Le hablaba de vida, si
obedeciera, y de maldición, si desobedecía; pero no le decía que Dios es amor. La ley
hablaba de responsabilidad; decía: “haz esto y vivirás”. Era perfecta en su lugar, pero

68
no decía ni lo que el hombre es, ni lo que Dios es: eso permanecía oculto; pero eso es
la verdad. La verdad no es lo que debería ser, sino lo que es, la realidad de todas las
relaciones existentes tal como son, y la revelación de aquel que, si existen relaciones,
deben ser el centro. Ahora bien, era imposible que estas cosas fuesen comunicadas
sin la gracia; ya que el hombre es un pecador perdido, y Dios es amor. Por otro lado,
¿cómo podía decirse que toda relación se ha roto [1] (pues el juicio no es una relación,
sino la consecuencia de la ruptura de una relación) sino por la revelación de que esta
gracia formó una nueva relación sobre el principio mismo de la gracia por el poder
divino? Ésta es la razón por la que leemos: “El, de su voluntad, nos hizo nacer [lit.:
engendró][2] por la palabra de verdad, para que seamos primicias de sus criaturas”;
esa simiente incorruptible de la palabra. Por lo tanto, Cristo es la verdad; ya que
desde su llegada, se revelan el pecado, la gracia, el mismo Dios, el Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo mismo, tal cual son; lo que es el hombre en perfección, en su posición
de relación con Dios; lo que es el alejamiento de Dios, en el cual el hombre cayó; lo
que es la obediencia, y la desobediencia, lo que es la santidad, lo que es el pecado, lo
que es Dios, lo que es el hombre, lo que es el cielo, y la tierra: todo se pone en su
lugar con relación a Dios, y con la más entera revelación de Sí mismo, al mismo
tiempo que sus consejos, de los cuales Cristo es el centro.
 
 

LA GRACIA UNE SEGÚN LA SANTIDAD DIVINA


 
Así pues, la gracia es el poder que obra para revelar la verdad, y sólo la gracia es
capaz de revelarla; ya que la presencia de Cristo aquí abajo, es la gracia; su obra es
la gracia eficaz. Ahora bien, la existencia misma de semejante objeto y de semejante
poder, debería hacerse sentir como poder que reúne, reuniendo en la unidad, pues, al
ser de Dios, tiene que reunir en torno a sí mismo.
 
Pero no se nos no abandona a conclusiones abstractas, por más familiares que sean
prácticamente para toda alma renovada, que sabe y debe saber que todos los que
nacieron de nuevo son atraídos juntamente hacia Cristo. La Palabra de Dios es clara:
Él murió “para congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos” (Juan
11:52). Hablo de estas cosas como que caracterizan el poder que reúne. Cristo,
aunque era la misma verdad, mientras estuvo aquí, era la verdad aislada; ninguna
nueva relación fue establecida sobre un fundamento divino para otros hombres. Ésta
es la razón por la que la gracia ofrecida fue la gracia rechazada; el grano de trigo
seguía quedando solo (Juan 12:24); pero, por Su muerte, la redención fue llevada a
cabo, y la expiación hecha. Él no era ya “estrechado”; la gracia y la verdad,
contenidas, por decirlo así, en su propio corazón, podían extenderse libremente. El
amor más grande fue manifestado, y el pecado en el hombre, en vez de impedir la
aplicación del amor y de obstruir toda relación, se volvió su objeto, por lo menos fue
el campo de su manifestación, y es pues así como el amor reúne.
 
La justicia de Dios sustituye aquello que, aunque siempre fue exigido, en realidad
nunca existió, a saber, la justicia del hombre. La vida divina sustituye la vida
puramente humana; y Dios encuentra su gloria en la salvación. La gracia reina por la
justicia. Ahora bien, es esta gracia la que, uniendo nuestros almas a Jesús, por el
poder del Espíritu Santo, nos reúne por la cruz, de dónde se nos anuncia la verdad de
lo que somos en la tierra; y Cristo en el cielo da a conocer a la fe nuestro verdadero
lugar allá arriba, salvaguardando siempre, por cierto, su título divino personal. La
epístola a los Efesios desarrolla este tema; solamente que, como empieza por la gloria
divina —la verdadera fuente de todo—, esa epístola comienza por el propósito de

69
amor en cuanto a nosotros en el cielo en gloria, e introduce la propia redención como
una cosa que viene después, y que es necesaria para traernos allí. Pero queda claro
que eso no cambia el amor que permanece y que opera para introducirnos en esta
bienaventurada y celestial unidad. Éste es celestial, en relación con la gloria de Dios, y
santo según la santidad de la presencia de Dios. El camino de Cristo sobre la tierra es
el modelo aquí abajo, y la cruz da la plena medida. Se vinculan así el cielo y la cruz.
Cuando la sangre se llevaba dentro del lugar santísimo, el cuerpo se quemaba fuera
del campamento, afuera, declarando imposible toda relación de Dios con el hombre tal
como era. Entonces la reunión “en uno” comenzó. Mató la enemistad, la que existía
entre judíos y gentiles, y los reconcilió a ambos con Dios en un solo cuerpo; y así, los
unos y los otros, tenemos entrada por un mismo Espíritu al Padre. Las ordenanzas
separan siempre según la santidad humana; la gracia une según la santidad divina.
 
Creo haber dicho bastante ahora para exponer claramente lo que tengo en mi
pensamiento; y tengo más deseos de enunciarlo que de hacer hincapié en ello. En el
pleno sentido divino, sin la gracia, no hay verdad ni santidad (aparte de Dios, por
supuesto, quiero decir, salvo que la santidad pueda sin embargo asignarse a los
ángeles elegidos), ni la puede haber. Porque es imposible que un pecador pueda estar
con Dios excepto sobre el principio y por el poder y la actividad de la gracia. El poder
de la unidad, es la gracia; y como el hombre es pecador y está alejado de Dios, el
poder de reunión, es la gracia, la gracia manifestada en Jesús sobre la cruz, y que nos
conduce a Dios en el cielo y que nos da un lugar en Aquel que ascendió al cielo. Ésta
es la santidad: la cruz ciertamente no es una aprobación del pecado.
 
Afectuosamente suyo en el Señor,
 

NOTAS
 
[1] N. del A.— Moralmente, quiero decir; ya que está claro que somos criaturas
todavía.
 
[2] N. del A.— La ley no engendró nada en mí; suponía que el hombre existía, y que
pertenecía a Dios, y le prescribía un camino.

LA NATURALEZA Y LA UNIDAD DE LA IGLESIA DE CRISTO (JUAN 17:21,


LUCAS 12:36)

Al escribir estas páginas (de las que espero no ser el autor), tengo el deseo de
agregar todo lo que Dios me haya dado para contribuir al progreso de la Iglesia a
través de los diversos ejercicios que ponen a prueba su fe. No puedo dudar de que
gran parte de la verdad moral de la que dependen las siguientes consideraciones, ha
sido comprendida por muchos creyentes, por aquellos que estudian con devoción la
Palabra de Dios. Pero he sentido —en la poca comunión, aunque mucho trato, que los
tales tienen entre sí— que el hecho de expresar, con la bendición de Dios, estos
pensamientos, puede dirigir la atención de los creyentes hacia el verdadero objeto de
la Iglesia, y poner de manifiesto más explícitamente a la Iglesia por medio de la

70
Palabra divina; y que, en consecuencia, al recibir dichos pensamientos, también será
posible definir su carácter y conducta, asegurando, bajo la bendición de Dios, una
mayor conformidad de operación. También se podrá así establecer, fortalecer y
afirmar a la Iglesia en la esperanza que le es propia, y hacer que ella exhiba con más
claridad y poder la gracia de Dios al mundo; conducir a los creyentes a una más
positiva confianza en las operaciones del Espíritu Santo, y esperar menos en las ideas
de los hombres y en las cooperaciones humanas, o en lo que se verá al final que no
son más que puros intereses humanos.
 
Si bien los objetivos y los propósitos de los creyentes son de naturaleza muy diversa,
y están muy lejos del designio para el cual Dios los ha congregado —el cual Él mismo
propone como el objeto dominante de su fe y, por consiguiente, el motivo de su
conducta—, el resultado inevitable, aun en presencia de la misericordiosa providencia
de Dios, es la división y el sectarismo, ya bajo la forma de iglesia nacional o
disidente[1].
 
Doy por sentado aquí que las grandes verdades del Evangelio constituyen la fe que
profesan las iglesias, como es el caso en todas las iglesias Protestantes genuinas.
Pues la justa consecuencia de recibir las verdades evangélicas por la fe, y su efecto en
el hombre, es la purificación de los deseos en amor —una vida para Aquel que murió
por nosotros y que resucitó, una vida de esperanza en Su gloria—. Pretender, pues, la
unidad allí donde la vida de la Iglesia carece enteramente de las justas consecuencias
de su fe, es pretender que el Espíritu de Dios dé su consentimiento a la inconsistencia
moral del hombre no regenerado, y que Dios esté satisfecho de que Su Iglesia se deje
caer de la altura de la gloria de su sublime Cabeza, sin siquiera testificar contra la
deshonra que ello le causa.
 
En realidad, nunca ha sido así: una cantidad de juicios desde afuera señalaron por
bastante tiempo el desagrado divino mientras la Iglesia se iba hundiendo. Y cuando
quedó completamente sumida en la apostasía, él levantó a Sus testigos, a aquellos
que gemirían y clamarían por las abominaciones que se cometieron en ella. Estos
testigos —en medio de una profunda oscuridad en cuanto a entendimiento espiritual—
testificaron contra la corrupción moral que imperaba en la Iglesia; y, conscientes de
que el Señor Jesús los había redimido del presente siglo malo, dieron testimonio de la
apostasía de la Iglesia profesante.
 
Cuando plugo a Dios elevar este testimonio a una posición pública —a la vez que la
verdad doctrinal (podemos creer) fue plenamente desarrollada para el establecimiento
y la edificación de la fe de los creyentes—, de ninguna manera resultó que la Iglesia,
como consecuencia, salió, en espíritu y con poder, de la depresión para asumir el
carácter que le había sido originalmente conferido según el propósito de su Autor y ser
así un testigo claro y adecuado de Sus pensamientos al mundo. En realidad, eso no es
lo que ocurrió, por más bendecida que haya sido la Reforma, como todos lo tenemos
que reconocer con profunda gratitud. Pues la Reforma estuvo en gran manera y
manifiestamente mezclada con la intervención humana. Y aunque la presentación de
la Palabra, como aquello en lo que el alma podía apoyarse, fue algo concedido por
gracia, sin embargo una gran parte del antiguo sistema todavía era mantenido para la
constitución de las iglesias, lo cual de ninguna manera era el resultado de la
revelación del pensamiento de Cristo, conforme a la autoridad de la Palabra y a la luz
que ella arrojaba. Esto —independientemente de la excelencia de los individuos—
confería un carácter al estado y a la práctica de la Iglesia que muchos discernieron
como falto de aquello que es aceptable a Dios. Pero como la autoridad de la
Palabra había sido reconocida como la base de la Reforma, muchos procuraron

71
seguirla, según creían, de la manera más perfecta posible. De allí surgieron todas las
ramas de Disidencia[1], en proporción a la mundanalidad o al alejamiento de Dios de
parte del cuerpo reconocido públicamente como la Iglesia. Porque debe tenerse en
cuenta que, entre aquellos que tuvieron parte en el reavivamiento religioso desde el
tiempo cuando el Papismo predominó sobre las naciones hasta tiempos recientes, por
lo general se llamóla Iglesia a aquello que ha sido reconocido como tal por los
gobernantes de este mundo, y no por personas que habían sido libradas del poder de
las tinieblas, y trasladadas al reino del amado Hijo de Dios (Colosenses 1:13);
personas que habían llegado a la "congregación (iglesia) de los primogénitos que
están inscriptos en los cielos" (Hebreos 12:23).
 
Estas observaciones son en alguna medida aplicables a todos los grandes cuerpos
Protestantes nacionales desde que el orden y la constitución exteriores se volvieron un
asunto de tanta prominencia, lo cual no había sido el caso originalmente cuando se
trataba principalmente de la liberación de Babilonia.
 
De todo esto surgió una consecuencia anómala y penosa: que la verdadera Iglesia de
Dios no tiene ninguna comunión manifiesta. Supongo que ninguno de sus miembros
negaría el hecho de que en todas las diferentes denominaciones haya individuos de la
familia de Dios que profesan la misma fe pura; pero, ¿dónde está su vínculo de unión?
No se trata de que profesantes inconversos estén mezclados con el pueblo de Dios en
su comunión, sino de que el vínculo de su comunión no es la unidad del pueblo de
Dios, sino, de hecho, sus diferencias.
 
Los vínculos de unión denominacional son los que en realidad separan a los hijos de
Dios entre sí; de manera que, en vez de que los incrédulos se encuentren
entremezclados con el pueblo de Dios (lo cual es de por sí un estado imperfecto), los
integrantes del pueblo de Dios se hallan como individuos, entre los cuerpos de
cristianos profesantes, unidos en comunión sobre bases diferentes; y no, de hecho,
como el pueblo de Dios. La verdad de esto, creo, no puede ser negada, y, por cierto,
es un estado muy extraordinario para la Iglesia de Dios.
 
Pienso que la investigación de la Historia de la Iglesia (sin perder de vista cuál es la
verdadera Iglesia de Dios) nos ayudará a entender la razón de ello. Pero no es éste mi
propósito ahora, pues estoy escribiendo sencillamente sobre aquel principio de inquirir
y corroborar lo que caracterizó a aquellos que temían a Jehová y que hablaron cada
uno a su compañero (Malaquías 3:16). Pero ello ha de constituir seguramente un
asunto práctico de gran importancia para el juicio de aquellos que, porque aman a
Jerusalén, les «duele verla echada en el polvo», de aquellos que aguardan "la
consolación de Israel". Creo por cierto que habrá un desarrollo gradual del pueblo de
Dios mediante una separación del mundo, en la cual muchos de ellos quizás ahora
piensan muy poco. El Señor estará con su pueblo en la hora de su prueba, y los
ocultará secretamente en el tabernáculo de Su presencia. Pero no es mi propósito
seguir con presunción mis propios pensamientos al respecto. Podemos señalar que el
pueblo de Dios, desde el creciente derramamiento de Su Espíritu [2], ha hallado cierta
clase de remedio para esta desunión (un remedio manifiestamente imperfecto,
aunque no falso), en la Sociedad Bíblica, y en los esfuerzos misioneros. La primera
proporcionó cierta unidad vaga en el hecho de que la Palabra tenía un reconocimiento
común, lo cual, si se lo investigara, mostraría que, aunque no reconocido en su poder,
lleva en forma inherente, aunque parcial, el germen de la verdadera unidad. Lo
segundo proporcionó una unidad de deseo y de acción, que conducía en pensamiento
hacia aquel reino, cuya falta de poder se había hecho sentir. Y en estos esfuerzos

72
misioneros hallaron cierto alivio para ese sentimiento de falta, que había producido en
ellos las operaciones del divino Espíritu.
 
El estado de cosas de que he hablado dio lugar a otros esfuerzos, ya en cuanto a las
energías del conocimiento, o a los deseos de vida espiritual, ejerciéndose —con los
riesgos que ello a menudo implica para el individuo— mediante desacertados
esfuerzos para producir una separación o reunión de creyentes, cuando se tomó un
fundamento para su separación enteramente diferente tanto de lo que se llama
disidencia[1] como de la iglesia Establecida (nacional). El espíritu y el deseo en que
gran parte de todo esto fue llevado a cabo era, sin duda, en muchos casos, el sincero
anhelo de una mente impulsada por el Espíritu Santo; pero a menudo ha sido
defectuoso, por no haber esperado prácticamente en Su voluntad; y aunque sin duda
dio parte del testimonio de lo que era la Iglesia, conforme a la debilidad de nuestra
naturaleza y a la posición actual de la Iglesia, sin embargo, aun siendo del orden más
elevado, ha fracasado por la razón mencionada, pues en efecto corrió por delante del
progreso general de los consejos divinos. Pero aquellas luchas del Espíritu en nosotros
(pues creo que así lo son) merecen ciertamente la sincera atención del pueblo de
Dios. Este penoso sentimiento de nuestro considerable alejamiento de aquella genuina
demostración del propósito de Dios en Su Iglesia, esa anhelante búsqueda de Su
poder y de su gloria, debe movernos al agradecimiento porque Él todavía trata así con
nosotros, y lo debemos recibir como prenda de aquella fidelidad que, en su debido
tiempo, hará que el pueblo de Dios resplandezca en la gloria del Señor. Nos debe
también llevar a investigar asiduamente cuál es el pensamiento de Cristo en cuanto a
la senda que los creyentes han de seguir en el tiempo presente, para que, aunque no
sea exactamente conforme a los pensamientos de ellos, sí esté, sin embargo, en
perfecta armonía con Su voluntad presente tocante a ellos.
 
Sabemos que era el propósito de Dios en Cristo reunir todas las cosas en Cristo, así
las que están en los cielos como las que están en la tierra; reconciliadas consigo
mismo en Él; y que la Iglesia debía ser, aunque necesariamente imperfecta durante
Su ausencia, sin embargo, por el poder del Espíritu, el testigo de esto en la tierra, al
congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos. Los creyentes saben que
todos los que son nacidos del Espíritu tienen una unidad sustancial de pensamiento,
de modo que se conocen mutuamente y se aman unos a otros como hermanos. Pero
esto no lo es todo, incluso si se cumpliese en la práctica, pero no se cumple; porque
ellos debían ser uno de tal manera que el mundo conociese que Jesús había sido
enviado por Dios. En esto todos debemos confesar nuestro triste fracaso. No intentaré
tanto aquí proponer medidas para los hijos de Dios, sino más bien establecer sanos
principios; porque me resulta claro que ello tiene que provenir de la creciente
influencia del Espíritu de Dios y de Su enseñanza invisible; pero tenemos que observar
cuáles son los obstáculos positivos, y en qué consiste esta unión.

En primer lugar, lo deseable no es una unión formal de los cuerpos profesantes


exteriores; lo cierto es que es sorprendente que haya protestantes reflexivos que la
deseen. Lejos de ser para bien, concibo que sería imposible que un cuerpo así pudiera
ser reconocido de alguna manera como la Iglesia de Dios. Sería un duplicado de la
unidad católica romana. Perderíamos la vida de la Iglesia y el poder de la Palabra, y la
unidad de vida espiritual quedaría totalmente excluida. Sean cuales fueren los planes
en el orden de la Providencia, nosotros sólo podemos actuar sobre la base de los
principios de la gracia; y la verdadera unidad es la unidad del Espíritu, y tiene que ser
obra de la operación del Espíritu.
 

73
En medio de la gran oscuridad que prevaleció en la Iglesia hasta hoy, la división
exterior ha sido un punto de apoyo principal no sólo de celo (como generalmente se
admite), sino también de la autoridad de la Palabra, la cual es el instrumento de la
vida de la Iglesia. La Reforma no consistió, como comúnmente se ha dicho, en la
institución de una forma pura de iglesias, sino que se caracterizó por presentar la
Palabra, y por exponer el gran fundamento y piedra angular cristiano de la
«Justificación por la fe», en el cual los creyentes pueden hallar la vida.
 
Pero si la perspectiva que he adoptado del estado de la Iglesia es la correcta,
podemos concluir que es enemigo de la obra del Espíritu de Dios quien defienda los
intereses de cualquier denominación particular; y que aquellos que creen en "el poder
y la venida del Señor Jesucristo" (2.ª Pedro 1:16) debieran guardarse con el mayor de
los cuidados de un espíritu así; porque éste está llevando de nuevo a la Iglesia a un
estado ocasionado por la ignorancia de la Palabra y la falta de sujeción a ella, e
imponiendo como un deber sus peores y más anticristianos resultados. Ésta es una de
las más sutiles y predominantes perturbaciones de la mente: "él no nos sigue"
(Marcos 9:38), aun cuando se trate de hombres verdaderamente cristianos. Que el
pueblo de Dios advierta si no está obstruyendo la manifestación de la Iglesia por este
espíritu. Yo creo que difícilmente haya alguna actividad pública de los hombres
cristianos (al menos los de clases más altas, o de aquellos que son activos en las
iglesias denominacionales) que no se halle infectada con este espíritu. Pero la
tendencia de ello es evidentemente hostil a los intereses espirituales del pueblo de
Dios, y a la manifestación de la gloria de Cristo.
 
Los cristianos son poco conscientes de hasta qué punto este espíritu domina en sus
mentes; de cómo buscan lo suyo propio, y no lo que es de Cristo Jesús; de cómo
aquél seca los manantiales de la gracia y de la comunión espiritual; de cómo estorba
aquel orden al que acompaña la bendición: reunirse en el nombre del Señor. Ninguna
congregación que no esté dispuesta a abarcar a todos los hijos de Dios sobre la base
plena del Reino del Hijo puede encontrar la plenitud de la bendición, porque no la
contempla —porque su fe no la abraza—.
 
Donde dos o tres están congregados en Su nombre (Mateo 18:20), su nombre se halla
grabado allí para bendición, por cuanto ellos están reunidos en la plenitud del poder
de los invariables intereses de aquel reino perdurable en el cual tuvo a bien el glorioso
Jehová glorificarse a sí mismo, y hacer conocer su nombre y su virtud salvadora en la
Persona del Hijo, por el poder del Espíritu.
 
En el Nombre de Cristo, por tanto, ellos, en la medida de su fe, penetran en los plenos
consejos de Dios, y son "colaboradores según Dios". Por ende, cualquier cosa que
pidieren, les será hecho, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Pero los lazos de
comunión que no son constituidos según el alcance de los propósitos de Dios en
Cristo, destruyen el mismo fundamento sobre el cual descansan estas promesas, así
como su propia consistencia. No quiero decir que los tales no puedan hallar alguna
pequeña medida de alimento espiritual, el cual, aunque generalmente de carácter
parcial, pueda ser adecuado para fortalecer su esperanza de vida eterna. Pero la gloria
del Señor es algo que cala hondo en el alma creyente, y, en la medida que la
busquemos, será hallada la bendición personal. Esto me hace pensar (pues todos sin
duda tienen alguna porción distinta de la forma de la Iglesia) en aquellos que
repartieron entre sí los vestidos del Salvador; mientras que aquella túnica interior,
que no podía ser rasgada, la cual era inseparablemente una en su naturaleza, sobre
ella echaron suertes, para ver de quién sería. Pero mientras tanto, Su nombre, la
presencia del poder de esa vida que les habría de unir a todos en el orden adecuado,

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es dejado expuesto y deshonrado. Me temo por cierto que estos vestidos hayan caído
demasiado en las manos de aquellos que no le quieren, y que el Señor nunca más se
vestirá de ellos, si los consideramos en su estado presente. En verdad, no podía ser
cuando aparece en Su gloria. No lo digo con presunción ni con antipatía (pues el
oprobio de ello es una carga penosa, un pensamiento humillante y sumamente
desconsolador), pero hemos aprendido a confiar demasiado en aquel segundo templo,
que había sido levantado por la gracia de Dios tras el largo cautiverio Babilónico,
diciendo "templo de Jehová, templo de Jehová es este". Hemos sido altivos a causa
del monte santo del Señor; lo hemos contemplado como adornado con piedras
preciosas y con dones; y hemos dejado de mirar al Señor del templo: casi hemos
dejado de andar por la fe y de tener comunión con la esperanza del retorno del
mensajero del pacto para que sea la gloria de esta casa postrera. El espíritu inmundo
de la idolatría puede haber sido expurgado; sin embargo aun queda la importante
pregunta: ¿Está la presencia eficaz del Espíritu del Señor allí, o está la casa
meramente desocupada, barrida y adornada? Si hemos sido bendecidos en todo
respecto, ¿no estamos ignorando a Aquel de quien lo hemos recibido todo, por
soberbia y complacencia en nosotros mismos, y buscando que las cosas se tornen
para nuestra propia gloria, en lugar de rendirle la gloria a Él?
 
Amados hermanos del Señor —vosotros que le amáis con sinceridad, y os gozais
cuando oís su voz—, pasemos ahora, pues, a considerar cuál es la exigencia práctica
de nuestra situación presente. Sopesemos Sus pensamientos respecto de nosotros. El
Señor ha dado a conocer Sus propósitos en Él, y la manera en que estos propósitos
son llevados a cabo. Nos ha dado "a conocer el misterio de su voluntad, según su
beneplácito, el cual había propuesto en sí mismo, de reunir todas las cosas en Cristo,
en la dispensación del cumplimiento de los tiempos, así las que están en los cielos,
como las que están en la tierra. En él asimismo tuvimos herencia" en uno y en Cristo
(Efesios 1). Sólo en él, pues, podemos hallar esta unidad. Pero la Palabra bendita (¿y
quién puede ser lo bastante agradecido por ella?) nos informará aún más. En cuanto a
sus miembros terrenales, se habla de "congregar en uno a los hijos de Dios que están
dispersos" (Juan 11:52). Y ¿cómo es esto? En "que un hombre moriría por ellos".
Como lo declara nuestro Señor en vista del fruto de la aflicción de Su alma: "Yo, si
fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo. Y decía esto dando a
entender de qué muerte iba a morir" (Juan 12:32). Es, pues, Cristo quien atrae a sí
mismo, y nada que falte de esto o que sea menos que esto puede producir la unidad:
"El que conmigo no recoge, desparrama" (Lucas 11:23), y él atraería a todos a sí
mismo por haber sido levantado de la tierra.
 
En una palabra, su muerte constituye el centro de la comunión hasta que vuelva otra
vez, y en esto reside todo el poder de la verdad. Por ello, el símbolo y el instrumento
exterior de la unidad es la participación de la Cena del Señor: "Nosotros, con ser
muchos, somos un cuerpo; pues todos participamos de aquel mismo pan" (1.ª
Corintios 10:17). Y ¿qué declara el apóstol Pablo acerca de la verdadera intención y el
testimonio de este rito? Que "todas las veces que comiereis este pan, y bebiereis esta
copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que él venga" (1.ª Corintios 11:26). Aquí
encontramos, pues, el carácter y la vida de la Iglesia —aquello a lo que es llamada—
aquello en lo que subsiste la verdad de su existencia y en lo cual solamente se
encuentra la verdadera unidad. Es anunciando la muerte del Señor, por cuya eficacia
fueron reunidos, la cual, asimismo es la semilla fructífera de la propia gloria del
Señor; la cual, de hecho, es la reunión de Su cuerpo, "la plenitud de Aquel que todo lo
llena en todo" (Colosenses 1:23); y la anunciamos conscientes de la seguridad de Su
venida, "cuando venga en aquel día para ser glorificado en sus santos y ser admirado
en todos los que creyeron" (2.ª Tesalonicenses 1:10). Por consiguiente, la esencia y la

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sustancia de la unidad —que aparecerá en gloria en el momento de Su venida— es
conformidad a Su muerte, por la cual toda esa gloria ha sido efectuada. Y como
resultado se hallará que la "conformidad a su muerte", será nuestra propia estructura
para gloria con Cristo en su manifestación, conforme al anhelo del apóstol: "A fin de
conocerle, y el poder de su resurrección, y la participación de sus padecimientos, en
conformidad a su muerte, si en alguna manera llegase a la resurrección de entre los
muertos" (Filipenses 3:10-11). ¿Tenemos fe en estas cosas? ¿Cómo la mostraremos?
Por actuar de acuerdo con las directivas de nuestro Señor, las que se fundan en su
divino conocimiento de los objetos de la fe. ¿Qué es lo que sigue a continuación de la
declaración de nuestro Señor, en vista de su gloria, que ha de ser por Su muerte? "El
que ama su vida, la perderá; y el que aborrece su vida en este mundo, para vida
eterna la guardará. Si alguno me sirve, sígame; y donde yo estuviere, allí también
estará mi servidor. Si alguno me sirviere, mi Padre le honrará" (Juan 12:25-26). El
siervo es quien ha de ser honrado. Si queremos ser siervos, es necesario que lo
seamos siguiendo a Aquel que murió por nosotros. Y al seguirle a él, nuestra honra
será estar con él "en su gloria, y en la del Padre, y de los santos ángeles" (Lucas
9:26). A pesar de que la Iglesia esté disgregada por haberse hecho como un cuerpo
de este mundo, y de un Despertar tan imperfecto al haberse descubierto la libre
esperanza de gloria, es un motivo de profundo agradecimiento el hecho de que los
creyentes tengan delante de sí un camino delineado en la Palabra, y de que, si bien
aún no se nos ha concedido el privilegio de ver la gloria de los hijos de Dios, la senda
de esa gloria en el desierto nos haya sido revelada. Tenemos la seguridad, en
doctrina, de que la muerte del Señor, en quien vino el libre don, es el único
fundamento sobre el cual el alma es edificada para gloria eterna. Por cierto que me
dirijo únicamente a los que creen esto. Nuestro deber como creyentes es ser testigos
de lo que creemos. "Vosotros", dice el Dios de los judíos por medio del profeta Isaías
(43:10), "sois mis testigos", en su desafío a los dioses falsos; y como Cristo es el
Testigo fiel y verdadero (Apocalipsis 3:14), así también debe serlo la Iglesia.
"Vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa,  pueblo adquirido por
Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz
admirable" (1.ª Pedro 2:9).
 
¿De qué, pues, ha de ser testigo la Iglesia, en contra de la gloria idólatra del mundo?
Precisamente de esa gloria adonde Cristo ha sido exaltado, mediante la conformidad
práctica con Su muerte; ha de ser testigo de su verdadera creencia en la cruz, por el
hecho de ser ellos mismos crucificados al mundo, y el mundo a ellos. La unidad, la
unidad de la Iglesia, a la cual "el Señor añadía cada día ... los que habían de ser
salvos" (Hechos 2:47) fue tal cuando ninguno decía ser suyo nada de lo que poseía, y
cuando "su ciudadanía estaba en los cielos" (Filipenses 3:20); porque ellos no podían
ser divididos en esa común esperanza. Ello unía inevitablemente los corazones de los
hombres. El Espíritu de Dios ha dejado constancia del hecho de que la división empezó
acerca de los bienes de la Iglesia, aun en su mejor uso, de parte de aquellos
interesados en ellos; porque allí cabía la posibilidad de división, allí cabían intereses
egoístas.
 
¿Deseo yo que los creyentes corrijan las iglesias? Les estoy rogando que se corrijan a
sí mismos, viviendo en conformidad, en cierta medida, con la esperanza de su
llamamiento. Les ruego que demuestren su fe en la muerte del Señor Jesús, y que su
gloria sea en la maravillosa certeza que han obtenido por medio de ella,
conformándose a esa muerte, mostrando su fe en Su venida, y esperándola en la
práctica mediante una vida conforme a los deseos que esta esperanza conlleva.
 

76
Que ellos testifiquen contra la mundanalidad y la ceguera de la Iglesia; pero que sean
consecuentes en su propia conducta: "Vuestra gentileza [lit., dulzura, moderación]
sea conocida de todos los hombres" (Filipenses 4:5).
 
Mientras que prevalezca el espíritu del mundo (y, estoy convencido de ello, muy pocos
creyentes son conscientes de cuánto prevalece), no podrá subsistir la unión espiritual.
Pocos creyentes son realmente conscientes de cómo el espíritu que abrió
gradualmente la puerta al dominio de la apostasía, sigue arrojando su perniciosa y
funesta influencia sobre la Iglesia profesante.
 
Ellos piensan que porque han sido librados de su dominio mundano, quedan eximidos
del espíritu práctico que le dio origen; y que porque Dios ha efectuado mucha
liberación, deben estar por ello satisfechos. Pero nada podría dar un más claro
testimonio de cuánto se han alejado del pensamiento del Espíritu de la promesa, el
cual, teniendo ante sí el premio del supremo llamamiento de Dios, siempre prosigue
hacia él, siempre busca "conformidad con Su muerte", a fin de alcanzar la
resurrección de entre los muertos (Filipenses  3:10). Ellos esperan al Señor, y,
mirando a cara descubierta Su gloria, van siendo "transformados en la misma imagen
de gloria en gloria" (2.ª Corintios 3:18). Pues, preguntémonos: ¿Está la Iglesia de
Dios como los creyentes desearían tenerla? ¿Acaso no creemos que la Iglesia, como
cuerpo, se ha alejado completamente de Él? ¿Está ella restaurada de modo que
cuando Él se manifieste, sea glorificado en ella? ¿Es la unión de los creyentes de una
naturaleza tal que el Señor la considera su característica peculiar? ¿No quedan
impedimentos por quitar? ¿No hay un espíritu práctico de mundanalidad en esencial
desacuerdo con los verdaderos fines del evangelio, a saber, la muerte y el retorno del
Señor Jesús como Salvador? ¿Pueden los creyentes decir que obran según el precepto
de que sea conocida su moderación de parte de todos los hombres?
 
Creo que Dios está obrando por medios y modos poco conocidos; que está preparando
"el camino del Señor, y enderezando sus sendas"; haciendo, mediante una
combinación de providencia y testimonio, la obra de Elías. Estoy persuadido de que Él
avergonzará a los hombres exactamente en las mismas cosas en que se han jactado.
Estoy persuadido de que Él manchará la soberbia de la gloria humana, y que "la
altivez de los ojos del hombre será abatida, y la soberbia de los hombres será
humillada; y Jehová solo será exaltado en aquel día. Porque día de Jehová de los
ejércitos vendrá sobre todo soberbio y altivo, sobre todo enaltecido, y será abatido;
sobre todos los cedros del Líbano altor, y erguidos, y sobre todas las encinas de
Basán; sobre todos los montes altos, y sobre todos los collados elevados; sobre toda
torre alta, y sobre todo muro fuerte; sobre todas las naves de Tarsis, y sobre todas
las pinturas preciadas. La altivez del hombre será abatida, y la soberbia de los
hombres será humillada; y solo Jehová será exaltado en aquel día. Y quitará
totalmente los ídolos. Y se meterán en las cavernas de las peñas y en las aberturas de
la tierra, por la presencia temible de Jehová, y por el resplandor de su majestad,
cuando él se levante para castigar la tierra" (Isaías 2).
 
Pero hay una parte práctica que los creyentes deben realizar. Pueden poner sus
manos en muchas cosas que en sí mismas son inconsecuentes en la práctica con el
poder de aquel día —cosas que demuestran que los tales no tienen su esperanza
puesta en este último—, con una conformidad con el mundo que demuestra que la
cruz no tiene su propia gloria a sus ojos.Que ellos puedan sopesar estas cosas. Éstos
no son sino puntos sueltos que pongo a vuestra consideración. Pero, ¿son ellos el
testimonio del Espíritu, o no? Sometamos cada una de estas consideraciones a la
prueba de la Palabra. Que la poderosa doctrina de la cruz sea testificada a todos los

77
hombres, y que los ojos del creyente sean fijados en la venida del Señor. Pero no
defraudemos a nuestras almas de toda la gloria que acompaña esa esperanza, por
poner nuestros afectos en cosas que, según se demostrará, han tenido su origen en
este mundo, y que terminarán con él. ¿Soportarán Su venida?
 
Además, la unidad es la gloria de la Iglesia; pero una unidad para asegurar y
promover nuestros propios intereses no es la unidad de la Iglesia, sinoconfederación y
negación de la naturaleza y de la esperanza de la Iglesia. La unidad, esto es, la de la
Iglesia, es la unidad del Espíritu, y sólo puede tener lugar en las cosas del Espíritu, y
por ello sólo puede consumarse en personas espirituales.
 
Tal es ciertamente el carácter esencial de la Iglesia, y esto testifica fuertemente al
creyente acerca del estado actual de la Iglesia. Pero, pregunto, si la Iglesia profesante
busca intereses mundanos, y si el Espíritu de Dios está entre nosotros, entonces,
¿podrá ser Él acaso el ministro de la unidad en tales ocupaciones? Si las varias iglesias
profesantes la buscasen, cada una por sí misma, no hace falta dar ninguna respuesta.
Pero si se unen en buscar un interés común, no nos engañemos; hay dos cosas que
tenemos que considerar. Primero, ¿son los objetivos en nuestro trabajo,
exclusivamente los objetivos del Señor, y ningún otro? Si no lo han sido en los
cuerpos separados los unos de los otros, no lo serán en ninguna unión de ellos juntos.
Que el pueblo del Señor sopese esto. En segundo lugar, que nuestra conducta sea el
testigo de nuestros objetivos. Si no estamos viviendo en el poder del reino del Señor,
ciertamente no seremos consistentes en la búsqueda de sus objetivos. Que esto cale
hondo en nuestros pensamientos, mientras pensamos qué cosa buena podemos hacer
para heredar la vida eterna, para vender todo lo que tenemos, tomar nuestra cruz, y
seguir a Cristo. ¿No toca esto muy de cerca los corazones de muchos? Tengamos pues
muy en cuenta las siguientes verdades: que las así llamadas comuniones —en cuanto
al pensamiento del Señor acerca de su Iglesia— son desunión; y, de hecho, un
repudio a Cristo y a la Palabra. "¿No sois carnales, y andáis como hombres?" "¿Acaso
está dividido Cristo?" (1.ª Corintios 3:3)  ¿Acaso no está dividido en lo que toca a
nuestros corazones desobedientes? Les pregunto a los creyentes: "Pues habiendo
entre vosotros divisiones ¿no sois carnales, y andáis como hombres?" (1.ª Corintios
1:13).
 
Es más, no existe entre vosotros ninguna unidad de que se haga profesión. En tanto
los hombres se jacten en ser Anglicanos, Presbiterianos, Bautistas, Independientes, o
cualquier otra cosa, son por ello anticristianos. ¿Cómo, pues, hemos de ser unidos?
Contesto: tiene que ser la obra del Espíritu de Dios. ¿Seguís vosotros el testimonio del
Espíritu en la Palabra en su aplicación práctica a vuestras conciencias, no sea que
aquel día os tome desprevenidos? "En aquello a que hemos llegado, sigamos una
misma regla, sintamos una misma cosa; y si otra cosa (es decir: algo diferente)
sentís, esto también os lo revelará Dios" y nos mostrará el buen camino (Filipenses
3:15-16). Descansemos en esta promesa de Aquel que no puede mentir. Que los
fuertes soporten las flaquezas de los más débiles, y que no se agraden a sí mismos.
Iglesias profesantes (y más aquellas instituidas por el Estado) han pecado
grandemente al insistir en cosas de poca importancia y al estorbar así la unión de los
creyentes; y de este cargo son gravemente culpables los dirigentes de las diversas
iglesias. El orden, sin duda, es algo necesario; pero allí donde dicen: «Estas cosas son
insignificantes y sin importancia en sí mismas; por lo tanto, vosotros tenéis que
usarlas para complacernos a nosotros», la palabra del Espíritu de Cristo dice: «Son
insignificantes; por lo tanto, cederemos a vuestra debilidad, y no pondremos tropiezo
a un hermano por quien Cristo murió.» Pablo jamás habría comido carne, si al hacerlo
hubiese herido la conciencia de un hermano débil, por más que el hermano débil haya

78
estado errado. Y ¿por qué se insiste tanto en esas cosas a las que le restan
importancia? Porque otorgan distinción y un lugar en el mundo. Si fuesen deshechos
el orgullo de autoridad y el orgullo de separación (ninguno de los cuales son propios
del Espíritu de Cristo), y si fuese tomada la Palabra de Dios como la única guía
práctica, y los creyentes procurasen obrar en conformidad con ella, nos evitaríamos
mucho juicio, aunque quizás no hallemos enteramente la gloria del Señor, y más de
un pobre creyente, a quien el Señor tiene en vista para bendición, hallaría consuelo y
reposo. Mas a los tales digo: No temáis, sabéis a quién habéis creído, y si en verdad
vienen juicios, queridísimos hermanos, podéis alzar vuestras cabezas, "porque vuestra
redención está cerca" (Lucas 21:28). Pero en cuanto a las iglesias (si todavía el Señor
tuviese misericordia, pues él no podría aprobarlas en su estado presente, como todos
debieran de admitir), júzguense a sí mismas por la Palabra. Que los creyentes quiten
todas las cosas que estorban la gloria del Señor, ocasionadas por sus propias
inconsistencias, y por las cuales se asocian al mundo, y pierden su discernimiento.
Que tengan comunión los unos con los otros, que busquen la voluntad de Dios en su
Palabra, y verán si no sigue la bendición; en todo caso la bendición les seguirá a ellos;
encontrarán al Señor como aquellos que le han esperado, y que pueden regocijarse de
corazón en Su salvación. Que empiecen por estudiar el capítulo doce de la epístola a
los Romanos, si es que creen que son partícipes de la inefable redención consumada
por la cruz.
 
Permítaseme, en amor, hacer una pregunta a las iglesias profesantes. Muchas veces
han declarado a los católicos romanos, y con verdad, su unidad en la fe doctrinal. ¿Por
qué, pues, no hay una unidad real? Si ven errores los unos en los otros, ¿no deberían
humillarse los unos por los otros? Pues, en aquello a que se ha llegado ¿por qué no
seguir la misma regla, hablar la misma cosa?, y si en algún punto ha habido
diversidad de pensamiento (en lugar de contender sobre la base de la ignorancia),
¿por qué no esperar con oración, a fin de que esto también se los revele Dios? Y
aquellos que aman al Señor entre los tales, ¿no deberían procurar discernir las
causas? Sin embargo bien sabemos que, hasta que no sea expurgado de en medio de
ellos el espíritu del mundo, no puede haber unidad, ni pueden hallar los creyentes
reposo seguro. Temo que no sea con "espíritu de juicio y con espíritu de devastación"
(Isaías 4:4). Los hijos de Dios sólo pueden seguir una cosa: la gloria del nombre del
Señor, y únicamente conforme al camino señalado en la Palabra; si la iglesia
profesante se siente orgullosa de sí misma, y descuida este objetivo, no le queda otro
recurso, sino seguir los mismos pasos del Señor, quien, para santificar al pueblo
mediante Su propia sangre, "padeció fuera de la puerta"; y así ellos tendrán también
que salir "a él, fuera del campamento, llevando su vituperio" (Hebreos 13:12-13).
Bueno sería ponderar cuidadosamente los capítulos dos y tres de Sofonías. ¿Qué es lo
que está pasando en Inglaterra en este momento, un momento de ansiedad y
conflicto de juicio entre sus políticos e intelectuales? ¿Por qué vemos a las iglesias
valiéndose de la abogacía de aquellos que no son creyentes (y lo digo sin menosprecio
para ninguno), con el objeto de obtener alguna participación, o de mantener para sí,
los beneficios temporales y los honores de ese mundo del cual vino el Señor para
redimirnos? ¿Se asemeja esto a Su pueblo peculiar? ¿Qué tengo que ver yo con estas
cosas? Nada. Pero como hay hermanos que se hallan asociados tanto con el uno como
con el otro, cada uno que piensa en ello tiene que testificar con todas sus fuerzas,
para que de una manera u otra pueda mantenerse libre de ello, a fin de que no sea
avergonzado en el día de la venida del Señor. Y muchos en quienes el pueblo de Dios
ha puesto su confianza, y en quienes ha contando como entendidos, siguen la misma
ruta; y los simples, como los que siguieron a Absalón, siguen en pos de ellos, sin
saber adonde van.
 

79
Bien podemos creer lo que es esta abogacía. Pero qué sustituto miserable en lugar de
apoyarse en el Señor Jehová, el Salvador, para la prosperidad espiritual de Su propio
pueblo, con hermanos que llevan a cabo su servicio a los demás en la oración y en el
ministerio por amor a Su nombre: mientras que, como bien podríamos suponer, los
abogados de aquéllos los usan meramente como instrumentos que sirven para sus
propios propósitos partidarios. Pero tales alianzas no pueden prosperar.
 
¿Qué debe hacer, entonces, el pueblo del Señor? Que esperen en el Señor, y que
esperen según la enseñanza de Su Espíritu, y en conformidad a la imagen del Hijo por
la vida del Espíritu.
Que sigan su camino tras las huellas del rebaño, si desean saber dónde el buen Pastor
apacienta su rebaño al mediodía (Cantares 1:7-8). Que sean seguidores de que, por
fe y con paciencia, heredan las promesas (Hebreos 6:12), acordándose de la palabra:
"Ata el testimonio, sella la ley entre mis discípulos. Esperaré, pues, a Jehová, el cual
escondió su rostro de la casa de Jacob, y en él confiaré " (Isaías 8:16-17). Y si el
camino parece oscuro entre ellos, que traigan a la memoria la palabra de Isaías:
"¿Quién hay entre vosotros que teme a Jehová, y oye la voz de su siervo? El que anda
en tinieblas y carece de luz, confíe en el nombre de Jehová, y apóyese en su Dios"
(Isaías 50:10).
 
Si me preguntan otra vez qué tengo yo que ver con ellos, sólo puedo contestar que
tengo una ferviente solicitud por ellos; por los disidentes, a causa de su integridad de
conciencia y, a menudo, su profunda comprensión de los pensamientos de Cristo; y
por la Iglesia, si sólo fuera por amor a la memoria de aquellos hombres que, por
mucho que hayan estado enredados exteriormente con lo que era ajeno a su propio
espíritu y no hayan podido librarse de ello, sin embargo parecen haber bebido
interiormente del Espíritu de Aquel que los llamó, más profundamente que cualquiera
desde los días de los apóstoles; hombres en cuya comunión me regocijo con
agradecimiento, a quienes me place honrar. Pero, ¿no hay ninguno que recuerde el
espíritu que los caracterizó? Nosotros tenemos muchas ventajas que ellos no tuvieron.
Quiera Dios manifestar el poder de su Espíritu en muchos para efectuar la obra
entretanto se dice: Hoy. Quiera él quitar el espíritu soñoliento de los que duermen, y
guiar en Su propia senda —una senda estrecha pero bendita, senda que conduce a la
vida, la senda que transitó el Señor de la gloria—  a aquellos a quienes ha despertado,
para que caminen en la luz del Señor.
 
Pero si alguno dijere: «Si usted ve estas cosas, ¿qué es lo que está haciendo usted
mismo?» Sólo puedo reconocer profundamente las extrañas e infinitas faltas, y
afligirme y lamentarme por ellas; reconozco la debilidad de mi fe, pero busco con
fervor ser guiado. Y permitidme añadir, cuando tantos que debieran estar guiando,
van por sus propios caminos, aquellos que habrían estado bien dispuestos a seguir se
vuelven lentos y débiles, por temor a apartarse del camino recto, y su servicio queda
impedido, aunque sus almas estén a salvo. Pero repito con la mayor solemnidad lo
que he dicho antes: no se puede encontrar la unidad de la Iglesia hasta que la gloria
del Señor sea el objetivo común de sus miembros, la gloria de Aquel que es el Autor y
consumador de su fe; una gloria que tiene que ser dada a conocer en su resplandor
cuando Él se manifieste, cuando la apariencia de este mundo haya pasado. Por lo
tanto, debemos conducirnos conforme a la luz de esa gloria y empaparnos de ella
cuando somos juntamente plantados en la semejanza de Su muerte.
 
Porque la unidad, en su naturaleza esencial, sólo puede hallarse allí; a no ser que el
Espíritu de Dios, quien congrega a los suyos, los congregue para fines que no son de
Dios, y que los consejos de Dios en Cristo queden en la nada. El Señor mismo dice:

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"Para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos
sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste. La gloria que me
diste, yo les he dado, para que sean uno, así como nosotros somos uno. Yo en ellos, y
tú en mí, para que sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú me
enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has amado" (Juan
17:21-23).

¡Oh, que la Iglesia pondere esta palabra, y compruebe si su estado actual no impide
de necesidad que los miembros resplandezcan en la gloria del Señor, y estorbe el
cumplimiento de aquel propósito para el que fueron llamados! Y yo les pregunto:
¿Buscan esto o lo desean en alguna medida? ¿O se sienten contentos con sentarse y
decir que Su promesa ha fallado por completo y para siempre? Lo cierto es que si no
podemos decir: "Levántate, resplandece; porque ha venido tu luz, y la gloria de
Jehová ha nacido sobre ti" (Isaías 60:1), deberíamos decir: "Despiértate, despiértate,
vístete de poder, oh brazo de Jehová; despiértate como en el tiempo antiguo, en los
siglos pasados. ¿No eres tú el que cortó a Rahab, y el que hirió al dragón?" (Isaías
51:9). Seguramente que ojo no vio ni oído oyó lo que él prepara para aquellos que
esperan en él. ¿Dará él su gloria a una división o a otra? O ¿dónde encontrará él un
lugar para que su gloria repose en medio de nosotros? ¿o es que hallando vuestra
vida en vuestras ocupaciones, no os sentís afligidos? No obstante, él seguramente
habrá de reunir a su pueblo, y los demás serán avergonzados.
 
He ido más allá de mi intención original en este artículo; si en algo he ido más allá de
la medida del Espíritu de Jesucristo, aceptaré agradecido la reprensión, y ruego a Dios
que ello sea olvidado.
}

NOTAS
 
[1] N. del T.— «Disidentes» o «no conformistas» eran aquellos que había abandonado
la Iglesia Anglicana (El «Establishment»); pero en un sentido más amplio, el concepto
se aplica a cualquiera de las iglesias denominacionales oficialmente reconocidas, tales
como la Bautista, La Independiente, la Libre, la Congregacionalista, etc.
 
 [2] N. del A.— Dejo éstas y otras expresiones inexactas sin cambiar.

LA NOCIÓN DE CLÉRIGO DISPENSACIONALMENTE, EL PECADO CONTRA EL


ESPÍRITU SANTO

Preciso decir unas palabras preliminares acerca del siguiente tratado que ahora sale a
luz por primera vez. Mi propósito fue publicarlo en la fecha cuando fue escrito; pero el
impresor y editor se lo mostró en forma privada a algunos clérigos influyentes antes
de publicarlo, y muchos me rodearon y rogaron que no lo publicase (y después de
tanto tiempo transcurrido, no recuerdo los nombres), a lo que accedí. Todos podemos
comprender (por lo menos aquellos que han tenido convicciones profundas sobre

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puntos que afectan la entera posición de la Iglesia de Dios), por profundas que sean
las convicciones íntimas acerca de tales o cuales verdades, cómo una mente seria y
escrupulosa puede vacilar antes de exponer algo que pueda ofender los sentimientos
de muchas personas piadosas, y violar el orden establecido.
 
Y en estos asuntos, todos debemos ser no solamente escrupulosos, sino serios;
debemos tener temor de Dios y no meramente unaopinión acerca de aquello que
pudiera afectar profundamente las mentes de algunos, y tocar una cosa tan sagrada,
la única cosa sagrada en el mundo, como es la Iglesia de Dios. Por tales motivos, este
tratado nunca vio la luz. Y, aunque ello pudiera mostrar debilidad de mi parte, no lo
lamento, sino que lo remito a las manos de Aquel que hace que todas las cosas
ayuden a bien a aquellos que le aman (Romanos 8:28). Tengo la profunda y
permanente convicción de que sólo la edificación del bien puede traer bendición
duradera, y no el atacar al mal. Desearía tocar en el corazón con esto a todo aquel
que busca el bien. Yo no tenía la más mínima intención de hostilidad contra nadie, ni
contra la Iglesia Establecida [1]; la amaba aún, la consideraba como una barrera contra
la funesta corriente del catolicismo. Cuando la dejé, publiqué el tratado sobre «La
naturaleza y la unidad de la Iglesia de Cristo». Todos saben muy bien —y para mí es
un asunto de gran dolor, y una señal del juicio cercano—, que ella ha dejado de ser tal
barrera, y, para muchos, más bien ha venido a ser el camino hacia Roma, además del
hecho de que principios ateos han sido pronunciados formalmente como enteramente
admisibles en ella.
 
Los cristianos son encomendados por el apóstol Pablo —cuando les advirtió
primeramente de los tiempos peligrosos de los últimos días, Hechos 20:32— a la
palabra de Dios, y a saber de quiénes han aprendido (esto es, de los apóstoles, 2.ª
Timoteo 3:14). En relación con ello, tenemos esta palabra del apóstol Juan: “el que
conoce a Dios, nos oye" (1.ª Juan 4:6); no oye a la tradición, ni a los Padres de la
Iglesia, sino que "nos oye"; no a la evolución de los tiempos ni a los decretos de los
concilios violentos y contenciosos, sino a "lo que era desde el principio" (1.ª Juan 2:7;
24), y, podemos agregar, a la infalible fidelidad de un Señor ascendido. Somos, así,
encomendados a grandes principios, quiero decir, a principios y verdades según las
Escrituras.
 
De estas verdades, la presencia del Espíritu Santo es un punto cardinal. Podría
agregar algo acerca de lo que me llevó a esto (quiero decir, en cuanto a la verdad
misma asimilada en mi propia alma), que después de seis o siete años de haber sido
convertido, aprendí por enseñanza divina lo que el Señor dice en Juan 14: "En aquel
día vosotros conoceréis que... vosotros (estáis) en mí, y yo en vosotros" (v. 20); que
yo era uno con Cristo delante de Dios, y hallé la paz, y desde entonces, a pesar de
muchas deficiencias, nunca la he perdido.
 
Esta misma verdad me sacó de la Iglesia Establecida. Comprendí que la Iglesia
verdadera se componía de todos aquellos que estaban unidos a Cristo; puedo agregar,
que también me condujo a esperar al Hijo de Dios de los cielos (1.ª Tesalonicenses
1:10); porque si yo estaba sentado en lugares celestiales en Él (Efesios 2:6), ¿qué
más esperaba sino que Él viniera y me llevara allí? El amor infinito de Dios fue
derramado en mi alma desde temprano en este proceso que el Señor llevaba a cabo.
Previamente había tenido desde el principio las más profundas convicciones de
pecado, y sabía, después de haber sido enseñado varios años, que sólo
Cristo podía llenar aquel abismo, pero no que lo había hecho. Pasaba mi tiempo de la
manera más profunda ayunando (algo que, creo, si es usado espiritualmente, puede
ser sumamente útil). Pero entonces lo hacía en un espíritu legal, y conforme a un

82
régimen detallado de devoción, sacramentos y asistencia al oficio religioso, por lo que
ahora se denomina «puseísmo» —un ritualismo—. Pero había encontrado que Cristo, y
no esto último, podía dar la plena paz; sin embargo no la había hallado; la busqué con
ahínco, traté de encontrar las pruebas de regeneración en mí mismo, lo cual nunca
puede dar la paz; descansé en esperanza en la obra de Cristo, pero nunca en fe,
hasta que la hallé, como he mencionado, cuando fui obligado por algún tiempo, por
medio de lo que se llama «accidente», a desistir de trabajos materiales. La presencia
del Espíritu de Dios, el Consolador prometido, entonces había llegado a ser una
profunda convicción de mi alma por medio de las Escrituras.
 
Esto mismo, poco después, se aplicó al ministerio. Me dije a mí mismo: «Si viniera
Pablo aquí, él no podría predicar, pues no tiene órdenes sacerdotales; pero si, en
cambio, viniera el más acrimonioso opositor de sus doctrinas teniendo tales
credenciales, él sí, según el sistema, tendría derecho a predicar.» No es cuestión de la
posibilidad de insinuar que se trata de un hombre malvado (eso puede suceder en
cualquier lugar), sino que es el sistema mismo. El sistema está mal. Sustituye al
hombre por Dios. El verdadero ministerio es el don y el poder del Espíritu de Dios, no
el nombramiento del hombre. Menciono sencillamente el gran principio. Este principio,
con detalles de procedimiento y demora que, además de ser sin importancia, no
puedo recordar ahora, junto con una fuerte presión de conciencia, constituyeron, la
fuente y el origen, como cuestión de principio, del siguiente tratado (que ya estaba
impreso, supongo, hace unos treinta y siete años). Se encontrará en él falta de
madurez en expresión. El término: el pecado contra el Espíritu Santo, aunque usado
universalmente, no se usa en las Escrituras. Todo pecado que comete un cristiano es
un pecado contra el Espíritu Santo; porque el Espíritu Santo mora en él, y contrista a
Aquel Santo por quien ha sido sellado para el día de la redención.
 
Pero el principio es uno de suma importancia, principio del que depende la posición de
la Iglesia y del cristiano: la seguridad del cristiano, el medio por el cual es responsable
y es juzgado en su andar, y la base de juicio de la Iglesia. No quedé en absoluto
inmune por no publicarlo. Muy pronto se divulgó, y por cierto se sostuvo que yo
culpaba a todos los clérigos del pecado contra el Espíritu Santo, lo que el tratado
mismo desmiente por completo. Se trata de la posición en la dispensación de la
Iglesia en el mundo: de la afirmación de que tal posición depende enteramente del
poder y de la presencia del Espíritu Santo, y que la noción de clérigo contradice Su
título y poder, de las cuales cosas depende la posición de la Iglesia sobre la tierra. La
Iglesia es la morada de Dios por el Espíritu. La Escritura es clara al afirmar que si los
gentiles no permanecen en la bondad de Dios, serán cortados de la misma manera
que lo fueron los judíos (Romanos 11:22). Igualmente predice una apostasía,
producto de no continuar en la bondad de Dios. Creo que estos tiempos se avecinan
apresuradamente. Agrego, a fin de evitar equívocos, que tengo una confianza
absoluta en la fidelidad del Señor Jesús, la gran Cabeza de la Iglesia, en cuanto a que
lo que Él edifica perdurará y será trasladado al cielo, cuando Dios juzgue el sistema
corrupto y malvado (lo cual ciertamente hará), ese sistema que lleva Su nombre, y
luego, Cristo mismo habrá de volver en gloria en el bendito testimonio de Su
inquebrantable fidelidad y amor.
 
La doctrina de la Iglesia como la casa de Dios (Efesios 2 y 2.ª Timoteo) se desarrolló
en mi mente mucho más tarde; y aquí, agrego, creo que la confusión de la Iglesia tal
como la ha edificado el hombre —lo que fue encomendado a su responsabilidad (1.ª
Corintios 3), y que ha resultado en la casa grande (2.ª Timoteo 2:20)—, con la Iglesia
que Cristo edifica (aunque la primera sea la edificación de Dios en responsabilidad en
este mundo), y el hecho de atribuir los privilegios del Cuerpo de Cristo a todos los que

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están en la casa, es el origen de la corrupción, que ha manchado al cuerpo profesante
culpable, y por lo cual Dios lo juzgará con Sus más severos juicios.
 
El tratado es presentado tal como fue impreso por primera vez. Ya que he hablado de
mí mismo (siempre algo arriesgado), agrego que durante el mismo período en que fui
traído a la libertad y en el que se me concedió el creer, con fe divinamente concedida,
y en la presencia del Espíritu Santo, pasé por los más profundos ejercicios en cuanto
a la autoridad de la Palabra: al preguntarme si, en caso de que el mundo y la Iglesia
(es decir, como una cosa exterior, pues, como tal, aún tenía cierto poder tradicional
sobre mí) desaparecieran y fueran aniquilados, y quedara sólo la Palabra de Dios
como un hilo invisible sobre el abismo, mi alma confiaría en ella. Después de grandes
ejercicios de alma, fui llevado por gracia a sentir que se podía realizar perfectamente.
Jamás he hallado que me haya fallado desde entonces. Yo he faltado muchas veces,
pero jamás he hallado que la Palabra me haya faltado. He agregado esto, no —espero
— para hablar de mí mismo —cosa desagradable, poco satisfactoria y peligrosa— ni
hablo de visión alguna, sino que, habiendo hablado de la presencia del Espíritu Santo,
si no hubiese mencionado esto acerca de la Palabra, el relato habría quedado
gravemente incompleto. En estos días especialmente, cuando por todos lados se pone
en duda la autoridad de Su palabra escrita, es muy importante afirmar esta parte de
la historia también.
 

LA NOCIÓN DE CLÉRIGO:

EL PECADO CONTRA EL ESPÍRITU SANTO EN ESTA DISPENSACIÓN

 
La afirmación que hago a continuación, no es ninguna expresión apresurada de los
sentimientos, sino lo que creo que el Señor daría a conocer con fuerza y claridad a la
mente de los cristianos, y lo que ellos deben recibir: lo opuesto de ello, pasando por
alto la ignorancia, Él quizás lo toleraría en la práctica, mientras no se interponga ni se
oponga a los propósitos de Su gracia, pero no puede tolerarlo cuando esto último
ocurre.
 
La afirmación que hago es ésta: yo creo que «la noción de clérigo» es el pecado
contra el Espíritu Santo en esta dispensación. No hablo de individuos que lo cometen
intencionalmente, sino que afirmo que el hecho en sí es tal en cuanto a esta
dispensación, y que tiene que resultar necesariamente en su destrucción.
 
La sustitución de cualquier otra cosa por el poder y la presencia del bendito Espíritu
Santo, es el pecado por el cual esta dispensación se caracteriza, y por el cual el
hombre no renovado, y la autoridad humana, ocupan el lugar que sólo ese bendito
Espíritu puede y tiene el derecho de ocupar, como Aquel “otro Consolador” que debe
permanecer para siempre.
 
Si la «noción de clérigo» ha tenido el efecto de sustituir algo que es del hombre y, por
lo tanto, sujeto a Satanás, en el lugar que es prerrogativa de aquel bendito Espíritu —
el cual opera como vicario de Cristo en el mundo—, es evidente que, a pesar de que la
providencia de Dios puede haber obrado en la ignorancia que Él pudo haber pasado
por alto, sin embargo, este concepto, cuando los hombres se apoyan y descansan en
él, en contra de la presencia y la obra del Espíritu, llega a ser pecado directo contra Él

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—un mal sin mezcla, terrible y destructivo— la causa misma de la destrucción de la
Iglesia.
 
Debe observarse aquí que no digo nada en contra de cargos en la Iglesia de Cristo, y
del ejercicio de autoridad en ellos, ya sean de carácter de obispo (supervisor) o de
evangelista. Sería una obra vana e innecesaria probar aquí el reconocimiento de
aquello que la Escritura enseña tan claramente. Pero en las Escrituras se habla de
ellos solamente como dones derivados de lo alto: "El mismo constituyó a unos,
apóstoles..." (Efesios 4:11); también en 1.ª Corintios 12 son reconocidos solamente
como dones. Mi objeción a la «noción de clérigo» es que sustituye algo en el lugar de
todos estos dones, lo cual de ninguna manera puede decirse que sea algo de Dios, y
es algo que no se encuentra en la Escritura. Ahora bien, creo que el principio esencial
de esto en la presente dispensación tiene cabida en la palabra clérigo, y que esto
constituye la raíz inevitable de aquella negación del Espíritu Santo que seguramente,
por la misma naturaleza de la dispensación, tiene que llevar a su disolución.
 
Sé perfectamente que algunos dirán que éste no es el pecado contra el Espíritu Santo,
que quizás lo que importe sea resistir al Espíritu Santo, pero que el pecado contra el
Espíritu Santo es otra cosa enteramente diferente. No es tanto otra cosa como la
gente supone. En todo caso, la causa de la destrucción del sistema judaico fue
precisamente la misma: "Vosotros resistís siempre al Espíritu Santo; como vuestros
padres, así también vosotros" (Hechos 7:51). Estoy plenamente convencido de que,
por mucho que se prolongue esta dispensación con el fin de reunir a los elegidos de
Dios, sacando a las almas del mundo, ella sin embargo ha sellado su propia
destrucción por rechazar y resistir al Espíritu de Dios. Pero voy mucho más lejos, y
afirmo que, aunque esto último ya es pecado suficiente, la «noción de clérigo» pone a
la dispensación específicamente en la posición del pecado contra el Espíritu Santo, y
que todo clérigo contribuye a esto. El pecado contra el Espíritu Santo consistía en
atribuir al poder maligno aquello que provenía del Espíritu Santo: y tal es la operación
directa de la idea de un «clérigo». Imputa desorden y cisma al testimonio del Señor
Jesucristo —testimonio que el Espíritu da por boca de aquellos a quienes él mismo
escoge[2], a los cuales los clérigos califican de laicos—, y a la rectitud de conducta que
fluye de la recepción de aquel testimonio. Ahora bien, Dios no es autor de confusión ni
de desorden ni de cisma, sino que el enemigo de las almas lo es; y el hecho de acusar
de desorden y cisma al claro testimonio que da el Espíritu Santo respecto al Señor
Jesucristo y a los resultados que este testimonio produce, es acusar a la obra de Dios
de mala y de proceder del maligno. Pero si los clérigos tienen el privilegio exclusivo de
predicar, de enseñar y de ministrar la Cena —el cual ellos se arrogan, y que es
precisamente lo que constituye el sentido y significado de su título distintivo—,
entonces todo eso debe ser malo. Por lo tanto, la «noción de clérigo» implica
necesariamente la imputación del mal a la obra del Espíritu Santo, y por eso afirmo
que la «noción de clérigo» compromete a la dispensación misma en el pecado contra
el Espíritu Santo.
 
El hecho es que los pecadores se convierten a Dios, las almas son rescatadas de las
tinieblas, la verdad se predica con energía y amor a las almas, por el Espíritu Santo
enviado del cielo, con el apremio y la constancia del amor del Redentor (aunque sea
en debilidad). Los hombres son rescatados del mal y del pecado (pues expondré el
caso más completo que mis adversarios puedan desear) e introducidos en la comunión
del amor del Señor, para testificar de su absoluta dependencia en Su amor que fue
hasta la muerte. Y esto precisamente es causar confusión y cisma —de lo cual no es
Dios el autor, sino Satanás—, porque las almas no son, ni han podido ser, reunidas
por los clérigos, como se pretende. Esta pretensión no hace sino denunciar que la

85
obra de la gracia divina emana del autor del mal y lleva su carácter, lo cual es
blasfemia. Y éste es el efecto inmediato y directo, la consecuencia inevitable, de la
noción, de la exclusiva «noción de clérigo».
 
Y esto se da de manera muy común donde hay un número importante de clérigos no
convertidos; y a qué corriente me refiero, como ocurre en la gran mayoría de los
casos, es algo muy bien conocido. En tal caso, todas las operaciones del Espíritu de
Dios son acusadas de confusión y de cisma; y, por lo tanto, afirmo que la idea de un
«clérigo», es decir, de un funcionario designado humanamente, que toma el lugar y
asume la autoridad del Espíritu Santo, se ve necesariamente envuelta (por su misma
condenación de lo que hace el Espíritu Santo) en el pecado contra el Espíritu Santo, y
desafío a cualquiera a demostrar cómo puede ser de otra manera. Aquellos que más
se opondrían a lo que ahora escribo, admitirían que ni media docena, y posiblemente
ninguno, de los Obispos han sido constituidos por Dios; y éste es el caso de los más
altos funcionarios de la iglesia, en razón de ser constituidos simplemente por la
«Patente de Privilegio Real»[3]. Sin embargo, todos aquellos que imputan a la obra de
otros el cargo de cisma y confusión, derivan toda su autoridad y distinción de aquellos
que, según admiten, no son constituidos por Dios en absoluto; no obstante, acusan a
otros de cisma simplemente porque obran de acuerdo con la misma noción, y por
ende no toman en consideración esa autoridad; mientras que el efecto de la autoridad
así reconocida impíamente, es inevitablemente colocar a aquellos que en verdad Dios
constituye, en una posición de cisma y de desorden. La «noción de clérigo» consiste
en reconocer como fuente de autoridad, aquello que, según admiten, no es constituido
por Dios en modo alguno.
 
Que pregunte cualquier laico a un clérigo concienzudo, convertido a Dios, si cree que
la gran mayoría de los Obispos son constituidos por Dios. Tiene que decir: No; sin
embargo él, como clérigo, no tiene ninguna otra autoridad más que la que deriva de
aquéllos; y condena a otros únicamente en virtud de poseer él mismo esta pretendida
autoridad, que admite no ser de Dios, pero en virtud de la cual él califica de cisma y
de desorden a las operaciones del Espíritu en y por medio de otros.
 
Pero, ¿no hay algunos clérigos cristianos? Sin duda, los hay. Y todos tratan de hacer,
a pesar de los Obispos, lo que condenan que otros hagan; y, por el hecho de ser
clérigos, son obligados a tomar una posición de resistir a Dios o a los obispos de
quienes derivan su autoridad.
 
No pueden negar que la obra que se está desarrollando en el país es de Dios, aunque
no sea por intermedio de clérigos; pero la condenan como mal, y en eso pecan contra
el Espíritu Santo, y lo hacen como clérigos: y su única base para poder condenarla es
ésta «la noción de clérigo».
 
Y ahora demos un vistazo alrededor, en cada lugar, y veamos cuál es la posición y el
carácter que ostenta este nombre. Afirmo que de ninguna manera procede de Dios.
Un hombre impío, hasta uno que realmente aborrece a Dios, lo puede conferir tanto
como el más pío si ocupa el oficio (de obispo); el hombre más impío puede serlo tanto
como el más pío, y el más impío lo puede recibir, y aceptar, y atribuirle todo su valor
tanto como el más pío. ¿Puede ser así con algo espiritual que viene de Dios? Afirmo
que no: que es enteramente distinto cuando se trata de autoridad espiritual, a la cual
esto pretende asemejarse.
 
Y más aún, se encontrará que el aprecio y la estimación de un clérigo como tal (no
hablo de la gracia de Dios en el individuo) está precisamente en proporción a la

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ceguera, la oscuridad, y la ignorancia de la persona que lo tenga; pongo a cualquiera
por testigo de la veracidad de esto.
 
Ahora bien, el respeto y la obediencia que se presta a un pastor espiritual será
justamente en proporción al sentimiento justo, a la santidad de pensamiento del
cristiano; pero en la misma proporción se verá debilitada su idea de un clérigo, y
juzgará según lo que ellos son, si asumen cualquier cargo relacionado
circunstancialmente con el nombre. El valor que se le atribuye es algo puramente
mundano: algo de este mundo, que tiene una apariencia religiosa en su carácter
exterior, lo cual es precisamente la destrucción de la iglesia, la característica esencial
de la apostasía.
 
Consideremos esta cuestión en su actividad práctica. Si vamos a la India, veremos
que la dificultad que hay que superar para que las almas sean consoladas y ganadas,
de modo que el Evangelio no sea estorbado, son los clérigos. Hablo del cristianismo
nominal en la India, como en la Costa de Malabar, y sus Catanares. Vayamos a
Armenia: la dificultad surgiría precisamente del mismo lugar. Llevemos el Evangelio
en su poder, ¿de dónde esperaríamos oposición? ¿De qué parte? ¡De los clérigos! En el
mejor de los casos, deberían ser reconciliados. Vayamos a Egipto entre los coptos: es
exactamente la misma verdad. Vayamos a las iglesias en Palestina, y dondequiera que
esté esparcida la iglesia Armenia, los hechos son los mismos. No digo que en ningún
caso puedan ser reconciliados, sino que cuando existe oposición a la verdad, ésta
surge de ellos. Vayamos a la iglesia Griega: es precisamente lo mismo. Sus padres, o
sacerdotes —los ministros y defensores de toda la corrupción y el mal prevalecientes
de la iglesia—, constituyen el gran impedimento a todo esfuerzo evangelístico y
espiritual. Sus iglesias están caídas; por lo tanto, en esa proporción ellos estiman a los
clérigos, y no aprecian el Evangelio. Pero los opositores y los que ponen trabas,
aquellos cuya influencia es temida, son los clérigos.
 
Veamos ahora el gran cuerpo occidental, que se llama «la iglesia» —la cristiandad del
mundo— la vid de la profesión cristiana. ¿De dónde surge la dificultad para la
predicación del Evangelio? ¿Dónde está la gran barrera de oposición a Cristo en Su
Evangelio? En seguida se la conoce y se la siente. La palabra sería repetida por todo
aquel que está familiarizado en el asunto. Pero —dirá alguno— seguramente no
debemos identificar a los que resisten la verdad intencionadamente, con aquellos que
la predican y la promueven. En este punto sí se identifican, ambos son clérigos,
ambos tienen precisamente el mismo título o derecho; si un clérigo Protestante tiene
derecho a predicar —o cualquier derecho que tenga al respecto—, el sacerdote
católico romano lo tiene igualmente. No hablo de mi propia estimación de ello, ni de la
de cualquiera, sino de hechos. Y esto es a tal punto cierto que un sacerdote que
quiera unirse a la Iglesia Establecida (Anglicana) —sea cual fuere su motivo, su
conocimiento o su ignorancia de la verdad—, sería en seguida clérigo de ella. Su
carácter clerical ya existía, y su persona meramente fue transferida de una iglesia a la
otra. Nada puede señalar más claramente la identidad de los dos caracteres. Su
derecho, según se admite, es idéntico; idéntico por el reconocimiento de que el título
en el que insisten como prerrogativa, es el mismo por el hecho —y únicamente por el
hecho— de que deriva de aquellos cuya apostasía y oposición a la verdad constituye el
motivo del juicio contra la vid de la tierra, contra la iglesia nominal de Dios. Si estoy
obligado a reconocer a uno, me veo también obligado a reconocer al otro con el
mismo título y oficio. Ellos mismos son sus propios testigos de que no hay diferencia
entre ellos en cuanto a título como clérigos. Si el ministerio de los sacerdotes proviene
de Dios, «su misión» que la determinen ellos.
 

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Pero, a fin de que ninguna parte del mundo eluda nuestro escrutinio, echemos un
vistazo a la Alemania protestante. ¿Quiénes son los obstáculos, los que impiden el
Evangelio, los que traban la propagación de la verdad entre la gente?: Los clérigos.
Examinad cualquier informe misionero, o informes del continente europeo, o informes
acerca de los judíos, o de la Sociedad de la Misión Nacional (Home Mission Society), y
se hallará universalmente que los clérigos son los impedimentos para la propagación
de la verdad. Pero se dirá: ¿Pretende Ud. colocar los esfuerzos de los clérigos en
Irlanda en la misma categoría que todo esto? Consideremos la Misión Nacional. Mi
más penosa contestación es que la Misión Nacional constituye la más plena y oscura
confirmación de la veracidad de lo que afirmo. De todos los casos, éste ha demostrado
el carácter de los clérigos en los más oscuros tonos. Porque yo no niego ni cuestiono
que haya clérigos que sean cristianos en lo individual, sino que declaro que la «noción
de clérigo» constituye un gran impedimento a la verdad. En tanto los clérigos, como
individuos, hayan quebrado las trabas de su carácter y hayan hecho las cosas por las
cuales quedan excomulgados por sus propios cánones, son bendecidos y tienen
influencia. Pero el mal se aferra a ellos con una tenacidad tal que ninguna
circunstancia puede remediar, y que muestra el poder de las tinieblas obrando en ello,
y en esto mismo se manifiesta tan oscuramente la fuerza de esta noción.
 
La así llamada Misión Nacional fue iniciada por un clérigo, como consecuencia de
circunstancias que no es necesario mencionar aquí. Los obispos y otros clérigos se
opusieron (como naturalmente era de esperar) conforme a los principios de la Iglesia
Establecida, aunque es difícil decir qué es eso ahora. El resultado fue que, aunque
grandes multitudes iban a escuchar el Evangelio de boca de ellos (el que creo que
ellos predicaban muy fielmente), desistieron de hacerlo.
 
Como clérigos se sometieron a las barreras que otros, como clérigos, impusieron al
Evangelio de salvación. Posteriormente, la obra fue llevada adelante por la
instrumentalidad de laicos, principalmente bajo la dirección de un solo clérigo que no
tuvo en cuenta todas las restricciones que como tal le fueron impuestas. Los laicos,
naturalmente, no estaban bajo ningún impedimento. El resultado fue que el sistema
se estableció pese a los débiles recursos de los que, humanamente hablando, fue
suplido. Pero el Señor no le permitió frustrarse, por más que los clérigos no querían
trabajar junto con ellos. ¿Por qué? Porque eran clérigos; ellos reconocían que los
laicos eran cristianos, y pensaban que predicaban la verdad, y muchos hasta
pensaban que los laicos debían predicar; pero no eran clérigos. Sin embargo, una vez
establecida la Misión —y el hecho de que la obra de evangelización del país fuese
llevada a cabo enteramente por otros, seguramente hirió su amor propio como
clérigos—, fueron los clérigos los que se ocuparon de ella. ¿Trabajarían junto con los
laicos? No, pues ellos eran clérigos.
 
Los echaron a todos para trabajar solos; los laicos debían desistir de la obra de Dios, o
ser tachados de cisma dondequiera que trabajen. A los clérigos no les importaba nada
estas cosas con tal que preservaran su carácter de clérigos. A tal punto fue llevado
esto que, cuando se enviaron en una de las Misiones a dos clérigos ineptos para tal fin
—hombres tan inconsistentes que provocaban la queja de los oyentes—, y previendo
que el fracaso en una ocasión resultaría en la falta de asistencia en la próxima,
convinieron en enviar un coche vacío para despedir las congregaciones cuando no
podían conseguir un clérigo, antes que asociarse con laicos piadosos o siquiera
permitirles que los reemplacen como delegados en tal obra. Los clérigos consideraban
que un coche vacío era mejor instrumento para la obra de Dios que un hombre lleno
del Espíritu Santo, siempre que no fuese un clérigo.
 

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Éstas son las razones —sin explayarme más en cuanto a cómo afectan el principio
general—, que me hicieron sentir que la Misión Nacional exhibe el carácter de los
clérigos en matices más oscuros, en vez de más claros. Ellos quebraron toda
obligación solemne del gobierno diocesano, y excluyeron a todos los demás por el
hecho de ser ellos mismos clérigos, sencillamente para preservar su propia
importancia como tales, de la misma manera que habían desistido de la obra de
la Misión anteriormente por la misma razón hasta que fueron obligados a ello. Ahora
bien, si la «noción de clérigo» puede tener tal poder sobre hombres piadosos, sólo
podemos ver, en la más potente luz en que uno pudiera presentarlo, la horrible
naturaleza de la cosa en sí, y su influencia sobre la mente.
 
El mal que provocaron al forzar el cisma mediante el rechazo de predicadores laicos es
incalculable, mientras que su influencia para cegar la conciencia es casi
incomprensible para aquellos que no están comprometidos en ella. Pero el mal me
parece irremediable si no se admite plenamente que el título y su
reconocimiento constituyen un horrible y gran pecado, es decir, el hecho de que se
sustituyaalgo en el lugar del Espíritu de Dios, que acredite a un hombre, a un hombre
impío, con el título de rechazar y negar al Espíritu Santo, y que, por ende, lo haga
implícitamente, ya con autoridad o no. No hablo de un cargo, sino de un orden de
reverencia mundano, sobre el cual se funda toda religión falsa y cuya influencia
guarda relación con el grado de oscuridad en que yacen aquellos que están sujetos a
él. Cualquiera puede ver que no es un cargo, porque puede darse que un hombre no
tenga cargo alguno y, sin embargo, sea igualmente un clérigo todo el tiempo. Puede
ocupar todo su tiempo practicando tiro al blanco, dedicándose a la caza o a la
agricultura, no tener ningún servicio en la iglesia y, sin embargo, no ser otra cosa
que un clérigo, y esto es lo que sucede constantemente. Creo que la noción de
clérigo ha sido el gran obstáculo a la verdad en este país. Pero los efectos, creo, sólo
pueden ser combatidos por la convicción y la percepción de que, en esta dispensación,
ello es el pecado contra el Espíritu Santo.
 
Puede quedar una pregunta por resolver: ¿Por qué se ha de insistir en este punto
ahora? Contesto, primero, porque es la verdad. La verdad de Dios es siempre
provechosa, y el testimonio en el mundo se mantiene por ella. Pero, además, porque
por medio de esta misma noción las cosas han llegado a una condición tal que no
queda otro remedio que liberar a los santos de las redes de sus perniciosos efectos
antes que la marea del poder papal —que se funda en esta noción—, suba con su
fuerza plena y arrasadora.
 
A los hombres les es imprescindible descansar en el Señor, pues de otra manera se
hallarán presa de aquella noción. Si la noción de clérigo no fuese un mal, el separarse
de ella sería cisma y mal. Pero si la obra del Espíritu Santo no es un mal, entonces tal
noción —que pretende condenarla e imputarle el mal—, es el peor de los males; y ésa
es la posición en que se encuentra todo clérigo en virtud de su título, y que se halla
comprendida en la misma noción de clérigo; la esencia de su nombre constituye la
señal y el nombre distintivo de la apostasía y la rebelión contra Dios. Creo plenamente
que, si los clérigos de este país hubiesen consentido en que los laicos trabajasen con
ellos, o si ellos hubiesen trabajado con los laicos, habrían preservado todo el respeto
sucesorio que se relaciona con el nombre, y habrían evitado cualquier división y
dificultad; pero rehusaron hacer tal cosa, y se rehusaron porque aquellos eran laicos,
y de este modo, quiéranlo o no, suscitaron la cuestión acerca de todo este
asunto: ¿Qué es un clérigo? ¿Fue limitado a ellos el Espíritu Santo? De no ser así,
¿hicieron bien en prescribir su propio canal estrecho a la plenitud vivificadora que
emanó de Él? Si no, ¿qué son ellos? ¿En qué posición están? ¿Y en qué situación

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colocan la dispensación, al resistir y difamar con el nombre de cisma las operaciones
del mismo Espíritu Santo? Yo creo que este nombre ha traído irremediable destrucción
sobre la dispensación entera. ¿De qué se queja un conocido escritor en el «Periódico
Cristiano»? Al buscar la ayuda de los clérigos para la Misión Nacional, la respuesta
consistía continuamente en admitir que hay necesidad y mal, pero ¡que ellos no eran
responsables de ello! ¿Por qué? Estaban en sus puestos de clérigos. Puede que Dios
les haya dado dones de evangelistas. Puede que las almas estuviesen pereciendo, por
falta de recursos, pero no eran ellos responsables, no eran «guardas de su hermano»,
y ¿por qué? Eran clérigos establecidos en sus parroquias, y no eran responsables por
lo otro.
 
¿Cuál fue la respuesta de un pobre papista a los esfuerzos de un laico piadoso?
(aunque creo que Dios está ahora bendiciendo a los laicos entre ellos mucho más que
a los clérigos). Replicó: «Los clérigos de las dos religiones son suficientes.» ¿Qué
derecho tienen éstos de hablar? ¿Quiénes realmente fomentan y confirman esto en
tanto puedan?: Los clérigos —los que son así la gran barrera a la verdad de Dios—.
Vuélvase Ud. adondequiera, verá que ésta es la noción con que se topa, como la
barrera a la verdad de Dios y a su obra, por quienesquiera que se lleve a cabo.
 
Consideremos por un momento el significado de la palabra. Vamos a encontrar de
manera muy notable la misma señal característica de la apostasía sobre ella: la
sustitución de un orden privilegiado humanamente reconocido, en lugar de la Iglesia
que Dios reconoce, y la consiguiente depresión de la iglesia y el desprecio del Espíritu
Santo en ella, o la blasfemia contra Él. ¿Qué significa «clero»? Significa, en las
Escrituras, el cuerpo elegido (o bien cuerpos) de creyentes, como «heredades de
Dios», en contraste con aquellos que eran instructores, o que tenían el cuidado
espiritual sobre ellos; y se lo emplea en el lugar donde el apóstol advierte a los tales
contra el peligro de asumir alguna vez el lugar que los ministros ahora han usurpado
(aunque en realidad ellos han asumido uno mucho peor); porque los clérigos no son
actualmente meros señores sobre los demás, sino que se constituyen ellos mismos en
el clero entero (1.ª Pedro 5:3: cleroi).
 
El uso presente de la palabra señala precisamente la sustitución de los ministros en el
lugar de la Iglesia de Dios: tanto que los hombres acostumbran hablar de «entrar o ir
a la iglesia». Ahora bien, todo esto es parte de la esencia misma de la apostasía:
poder asociado al ministerio, y éste transformado en la iglesia a los ojos del mundo,
de manera que el mundo pueda librarse de la molestia de ser religioso, dejando esta
carga al clero, para que así la iglesia y el mundo sean una misma cosa, y la gente
irreligiosa sirva a la iglesia como laicos, porque la religión es asunto de los clérigos, y,
si es de ellos, no lo es de nadie (pues ellos no la quieren para laicos irreligiosos). De
esta manera, aquello que lleva el nombre de «la iglesia» —pero que en realidad es el
mundo—, sirve para excluir y poner a un lado las operaciones del Espíritu de Dios en
sus hijos denunciándolas como cisma y mal; y ¿quién debe resolver?: ¡La iglesia!;
pero ellos son el mundo: y ¿recibirá el mundo alguna vez al Espíritu de Dios? ¡No
puede! ¿Qué, pues? Ellos, naturalmente, se consideran a sí mismos la iglesia; tienen
al clero, el cual es la iglesia de Dios según su propia estimación; y el Espíritu de Dios y
Su obra son declarados cismáticos. Tal es el verdadero y evidente significado de la
palabra clero según su uso actual.
 
Ahora bien, volviendo al pasaje de la Escritura: “No como teniendo señorío sobre las
heredades del Señor", dice Pedro a los ancianos o instructores (1.ª Pedro 5:3; Reina-
Valera Antigua; Lacueva); es decir, sobre el clero de Dios (según el vocablo original).
Los cuerpos de creyentes cristianos fueron llamados las «porciones» de Dios [4], en

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correspondencia con Deuteronomio 9:29 (“ellos son tu pueblo y tu heredad”). Ahora
bien, los clérigos se han arrogado para sí el derecho de ser ellos solos la porción de
Dios; pero el único uso de clero en la Escritura es su aplicación más bien al pueblo
secular —los laicos— en contraste con los ministros, y la Palabra exhorta a estos
últimos a no asumir ningún señorío. Ahora bien, la sustitución del clero por la iglesia
constituye, de hecho, el poder moral de la apostasía. Pero esta situación se halla
comprendida indeleblemente en la palabra misma según su uso presente, ya sea por
católicos romanos o por protestantes; es decir, que hallamos que la arrogación del
clericalismo —el amor secreto a muchos nombres honradamente llevados—, es
realmente, en su carácter y operación, el pecado contra el Espíritu Santo y el carácter
formal de la apostasía. Cuántas veces hemos oído de boca de un ministro o clérigo la
expresión «mi grey» como si fuese una virtud pensar así; cuando en realidad se trata
de una blasfemia espantosa (no digo que lo sea deliberadamente), la que un apóstol
jamás hubiera pensado o se hubiera atrevido siquiera a pronunciar o asumir para sí
mismo. Era la grey de Dios la que debían cuidar —las ovejas de Cristo, de las cuales
una porción les podía ser confiada, una porción o heredad (cleros) para apacentar y
guiar—. Llamarles «sus» ovejas, o «su» rebaño, era ponerse a sí mismos en el lugar
de Dios o de Su Cristo; pero lo hacen porque son el clero: ellos consideran que éste es
su derecho como clero —desearían ser como dioses—. ¿Hablarán diciendo que son
Dios ante aquellos que matan a las ovejas?
 
Tengo el más profundo afecto y aprecio por muchos de los individuos que conforman
el cuerpo denominado «el clero»; y muchos allí, sin duda, son para mí desconocidos.
Pero esto no es una cuestión individual, sino que se trata de una cuestión que afecta
la gloria divina y el orden entero de la iglesia; una cuestión que es el resultado
inevitable de su alejamiento de Dios, y de la forma en que ese alejamiento ha
madurado y se ha desarrollado. Y su presente resultado práctico es que las cosas
mediante las cuales el Espíritu de Dios quiere bendecir al mundo, son culpadas, en
virtud de este nombre, con ser aquello de que Satanás es el autor directo; y por eso
el nombre y el título del cuerpo se vuelven en la concentración de aquello que, por su
negación del Espíritu Santo y su blasfemia injustificada contra Él, trae destrucción —
inevitable destrucción— sobre todo lo que se relaciona con ese nombre.
 
La manera en que ocurrió esto es bastante evidente, sin cansar a nadie con
exposiciones eruditas. La iglesia había apostatado de forma declarada, y la estructura
de la apostasía —aquello que la constituía—, permaneció precisamente tal cual era
cuando entró la verdad (durante la Reforma) con esta sola diferencia: que el rey tomó
el lugar del papa para el nombramiento de personas para los cargos en la iglesia, y el
manejo de sus disposiciones. La iglesia, primitivamente, se fue gradualmente
hundiendo en la mundanalidad, hasta que abrazó al mundo, y el mundo vino a ser su
cabeza. El mundo no podía dirigir un cargo espiritual: sí podía dirigir una autoridad
formal y local; disponía de estas autoridades, y las dirigía. Durante cierto período de
tiempo, mientras prevalecían la ignorancia y la superstición, los cargos nominales de
la iglesia tuvieron más poder que el dominio secular. Cuando dejó de ser así, el poder
civil reasumió la supremacía, pero la estructura permaneció intacta; gobernando,
contendiendo, o siendo gobernado, todo permaneció igual. El mundo, habiendo
adquirido la autoridad, dispuso el poder secular geográfico, dejando que su influencia
sobre los sentimientos supersticiosos siga su curso, a fin de que fuera un instrumento
disponible en sus manos para manejar las masas populares del mundo, y no en
manos de Cristo para ministrar y guiar a la iglesia.
 
Si la Iglesia Establecida (en Irlanda) tiene o no lo suficiente de esta influencia para ser
de alguna utilidad al Estado, es precisamente la cuestión discutida en este momento.

91
Pero ¿qué tiene que ver con esto la Iglesia de Dios? No lo puedo ver. Es meramente
una combinación de influencia secular con restos de superstición, en virtud de lo cual
la iglesia está unida con el mundo, y todas sus verdaderas energías paralizadas. Este
sistema, o estructura, es conocido con el nombre de «clero», ya sea el papa, o desde
el papa hasta el cura de menor grado, quien puede tener derecho, en virtud del
sistema, a ocupar un lugar en el mundo que de otro modo no hubiera tenido; y si es
cristiano, se le concede el derecho de trabajar en algún campo donde sus esfuerzos
pueden ser mal empleados y su utilidad desperdiciada. Pero la iglesia está
completamente perdida bajo este sistema. Admito, tanto como pueda, que muchos
miembros del clero son hombres de sumo valor. Es posible que tengan dones
eminentes para desempeñar varios cargos, conforme a las exigencias de los tiempos;
pero el efecto de este sistema —por el cual forman parte de esta gran estructura
mundana—, es privarles de la oportunidad de avivar, o de impedir enteramente, el
libre ejercicio de los dones con que Dios los ha hecho partícipes.
 
El efecto de la Reforma fue introducir una declaración de fe individual, y de
desprenderse, en términos generales, absolutamente fuera de los límites del Imperio
Romano, del poder directo de Roma y del catolicismo romano. Mas de ninguna
manera ello separó a la iglesia del mundo, sino todo lo contrario; y si bien ello cambió
las relaciones, dejó los principios de la estructura tal cual como estaban. El «Escudo
de Armas del Rey» es lo que se ostentaba en lugar de la imagen de Cristo crucificado
en las salas de las «iglesias». En ningún caso gobernaba Cristo y Su Espíritu, salvo de
nombre. Ciertamente creo que el principio de un clérigo —como parte esencial de la
estructura del papismo—, volverá a introducir el poder del papismo en tanto
permanezca el nombre de la religión; porque como depende de la doctrina y del
principio de la sucesión —no de la presencia del Espíritu—, no hay ningún fundamento
sobre el cual un ministro protestante, como clérigo, sea capaz de convalidar su título,
el cual no convalida el título del Papa y sus seguidores más que el suyo. El hecho de
que tenga sana doctrina no lo hace clérigo; pero tampoco el tener falsa doctrina hace
que no lo sea. El laico o ministro disidente, que sostiene la misma verdad doctrinal, no
es un clérigo. El sacerdote católico romano, que se conforma a la Iglesia Anglicana, no
tiene que ser ordenado para entrar en ella: él tiene ya lo que lo hace clérigo. Es más,
en cuanto a los hechos, la verdad no fue predicada en la Iglesia Anglicana durante la
mayor parte de su existencia distintiva; y, en la gran mayoría de los casos, los
clérigos aún no la predican; y el resto del cuerpo no admitirían que sean cristianos en
modo alguno.
 
¿No es manifiesto que el vocablo clérigo, de tan asombrosa influencia en las mentes
de los hombres, sea el título distintivo de esa asociación que ha surgido de la
decadencia de la iglesia, y que ahora forma la base común, aunque variada, de su
asociación con el mundo, y un impedimento para refrenar las operaciones del Espíritu
de Dios; que sea el título de unión de aquella vid de la tierra que es echada en el lagar
de la ira de Dios (Apocalipsis 14:19), y que imputa el mal a las operaciones del
Espíritu Santo, así como rebelión por no sujetarse a su humana autoridad? ¿No resulta
evidente que el clero no obra dentro de sus límites ni en conformidad con sus
disposiciones seculares y sus distribuciones de servicio, distribuciones de territorio que
no son formadas por la Iglesia de Dios en absoluto ni con referencia alguna a ella? Y
cuando el Espíritu de Dios opera mediante individuos dentro de los límites del sistema
(pues Dios elige a quien Él quiere), les constituye en seguida cismáticos de sus
hermanos, que no se conforman a su geografía, ni reconocen la autoridad a la que
ellos prestan una reverencia fingida (porque es del sistema), aunque en realidad la
desprecian, y violan al mismo tiempo todas las disposiciones, por amor de las cuales
rechazan a sus hermanos fieles piadosos.

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Si no fuese por este término «clero», —el eslabón y lazo de la gran iniquidad de la
tierra, de perniciosa influencia en las mentes de los hombres—, ¿dónde estaría el
motivo del cisma, salvo en aquello que siempre tiene que estar subyugado? ¿Qué
oportunidad habría para atribuir los frutos del Espíritu de Dios al autor de la
confusión? ¿Qué otra cosa es lo que consuma la ocasión de juicio al sistema (de donde
este último ha tomado el lugar de la energía y el espíritu), y que siempre se opone a
la bendición? Pregunto: ¿ha habido alguna vez alguna oposición, un obstáculo, a las
verdades de Dios, en que los autores humanos no hayan sido el clero, y en que no
hayan sido ellos los verdaderos agentes activos?
 
El clero, pues, es el título específico que identifica a la iglesia con el mundo, y no a
Dios con la Iglesia. Y como el mundo inevitablemente niega, rechaza y blasfemará al
Espíritu Santo —porque es el mundo— y no lo puede recibir, la tendencia de este
título es únicamente la de comprometer corporativamente a la iglesia en la misma
cosa, y debe ser considerado como el gran mal, el mal destructor, del presente
tiempo.
 
¿Cuál es el remedio?: Reconocer al Espíritu de Dios allí donde está —buscando
personalmente esa santidad y sujeción de espíritu que discernirá, reconocerá y se
someterá a su guía y dirección, y aclamará su bendición como la mano de Dios,
dondequiera que opere y en la medida y forma en que lo haga—. Reconocer a Aquel
“otro Consolador” que ha sido enviado para permanecer con nosotros, a pesar de
todo, para siempre; y actuar en obediencia, para que su gozo reluzca en nosotros;
teniendo coraje contra todo lo que le entristece, contra toda asociación con el mundo,
el que no puede reconocerle ni recibirle, contra todo lo que niega la verdad, de la cual
es testigo. Que el Señor nos conceda la gracia de discernir cosas que difieren, y de
entresacar lo precioso de lo vil.

NOTAS
 
[1] N. del T.─ La Iglesia Anglicana de Irlanda
 
[2] N. del A.─  Aquí quiero aclarar que no me refiero a ninguna pretensión moderna
de la posesión de dones espirituales extraordinarios.
 
[3] N. del T.─ Éste es el caso de Irlanda, donde fue escrito este tratado.
 
[4] N. del T.─ El significado de la palabra original «cleros»

¿QUÉ ES UNA SECTA EN CONTRASTE CON EL CUERPO DE CRISTO?

La palabra «secta» es empleada en nuestras biblias para traducir la palabra griega


«hairesis». La encontramos seis veces en el libro de los Hechos (5:17; 15:5; 24:5,
14; 26:5; 28:22), una vez en la primera epístola a los Corintios (11:19), una vez en

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la epístola a los Gálatas (5:20) y una vez en la segunda epístola de Pedro (2:1) [1]. El
significado de esta palabra es bien conocido. Significa propiamente una doctrina, un
sistema —ya de filosofía, ya de religión—, cuyos adherentes están unidos como
adeptos de esta doctrina.
 
Pero el significado de la palabra «secta», se encuentra sin embargo un poco
modificado hoy, porque la iglesia profesante, o al menos la parte más numerosa de
esta iglesia, tomó el nombre de católica, es decir universal, y así todo cuerpo o
congregación cristiana que no pertenezca a esta comunidad que se dice católica,
recibe de ella el nombre de secta, el que, por esta razón, ha llegado a ser un término
de desaprobación. Todas las diversas sociedades o corporaciones cristianas han
recibido de esta forma el nombre de sectas, en el sentido de divisiones, o de partes
del conjunto de los cristianos, o de los que llevan el nombre.
 
He aquí la razón de por qué la palabra secta siempre conlleva una idea de censura y
de desaprobación, por la idea de que aquellos que la componen se reúnen por una
doctrina o por una denominación particular. Y no podemos decir que esta manera de
ver esto sea enteramente falsa. La aplicación puede ser falsa, pero la idea misma no
lo es.
 
Pero lo importante es tratar de descubrir lo que ha hecho merecer este nombre y esta
desaprobación; y, puesto que el término se aplica a las congregaciones o
corporaciones cristianas, es importante comprender bien el verdadero principio de
reunión de los santos. Toda reunión que no esté basada en este principio, es, de
hecho, una secta.
 
Aunque los católicos, así llamados, han hecho un mal uso de la verdad, no es menos
cierto que la unidad de la Iglesia es una verdad de la mayor importancia para los
cristianos, ya sea que se trate de la unidad de todos individualmente manifestada en
el mundo, o de la unidad del cuerpo de Cristo, formado por el Espíritu Santo que
descendió aquí abajo (Juan 17; Hechos 2; 1 Corintios 12:13). Así, en el capítulo 17
del evangelio de Juan (v. 20-21), el Señor pide al Padre, por aquellos que creerían
mediante la palabra de los apóstoles: “que también ellos sean uno en nosotros; para
que el mundo crea que tú me enviaste” (Juan 17:21). Se trata aquí de la unidad
práctica de los cristianos en la comunión del Padre y el Hijo. Los apóstoles debían ser
uno en consejo, en intenciones, en pensamientos, en obras, en espíritu por un solo
Espíritu, como el Padre y el Hijo en la unidad de la naturaleza divina (v. 11). Entonces
los que creerían en Él por la palabra de ellos, debían ser todos “uno” en la comunión
del Padre y del Hijo (v. 21). Nosotros seremos perfectos en la unidad, en la gloria (v.
22); pero debemos ser uno ahora, “para que el mundo crea” (v. 21).
 
Además, el Espíritu Santo, que descendió del cielo en el día de Pentecostés (Hechos
2), bautizó a todos los creyentes de entonces en un solo cuerpo, los unió a Cristo
como un cuerpo a la cabeza, y para que este cuerpo fuese manifestado en la tierra en
esta unidad (1 Corintios 12:13). En el capítulo 12 de la primera epístola a los Corintios
vemos claramente que este cuerpo era un cuerpo en la tierra, porque dice que “si un
miembro padece, todos los miembros se duelen con él, y si un miembro recibe honra,
todos los miembros con él se gozan”. Todo el capítulo demuestra la misma verdad;
mas este versículo basta para probar que el apóstol habla de la Iglesia en la tierra,
pues uno no sufre en el cielo. He aquí, pues, la verdadera unidad, formada por el
Espíritu Santo, la unidad de los hermanos entre sí, la unidad del cuerpo.
 

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Cuando se quiere unir a los discípulos de Cristo fuera de esta unidad, y se sirve de
una opinión para reunir a aquellos que tienen esta opinión, de manera que estén
unidos por esta opinión, entonces tenemos el espíritu de una secta, porque esta
unidad no está fundada en el principio de la unidad del cuerpo, ni de la unión de todos
los hermanos. Cuando tales personas forman así una corporación o sociedad religiosa,
y se reconocen mutuamente unos a otros como miembros de esta corporación,
entonces ellos constituyen formalmente una secta, porque el principio de la reunión no
es la unidad del cuerpo; y los miembros están unidos, no como miembros del cuerpo
de Cristo —aun cuando lo sean—, sino como miembros de una corporación particular.
Todos los cristianos son miembros del cuerpo de Cristo, una mano, un ojo, un pie, etc.
(1 Corintios 12:13-25). Pero la idea de ser miembro de una iglesia, no se encuentra
en la Palabra. El Espíritu Santo compara la Iglesia en la tierra a un cuerpo, del cual
Cristo es la Cabeza (Efesios 1:22-23; Colosenses 1:18); entonces, cada cristiano es
un miembro de este cuerpo, así como de Cristo. Pero la idea de ser miembro de una
corporación particular es una idea totalmente diferente.
 
Ahora bien, la Cena del Señor es el medio de expresión de esta unidad de los
miembros, como se dice en 1 Corintios 10:17: “El pan que partimos, ¿no es la
comunión del cuerpo de Cristo? Siendo uno solo el pan, nosotros, con ser muchos,
somos un cuerpo; pues todos participamos de aquel mismo pan.” Cuando una
corporación de cristianos no reconoce excepto a sus miembros el derecho de
participar de la Cena, ella practica una unidad formalmente opuesta a la unidad del
cuerpo de Cristo. Es posible que los que actúen de este modo, lo hagan en ignorancia,
o que estos cristianos nunca hayan aprendido la verdad de la unidad del cuerpo, ni
que la voluntad de Dios es que esta unidad se manifieste en la tierra; pero, de hecho,
ellos forman una positiva secta, y constituyen una negación de la unidad del cuerpo
de Cristo. Muchos de los que son miembros del cuerpo de Cristo no son miembros de
esta corporación; y la Cena del Señor, aunque los miembros participen piadosamente
de ella, no es la expresión de la unidad del cuerpo de Cristo.
 
Pero ahora se presenta una dificultad: los hijos de Dios están dispersos; muchos
hermanos verdaderamente piadosos están adheridos a tal opinión, o a tal corporación,
y un gran número se mezcla, hasta en las cosas religiosas, con el mundo a causa de
conveniencia. Muchos, lamentablemente, no tienen idea de la unidad del cuerpo de
Cristo, y niegan el deber de manifestar esta unidad en la tierra. Pero todo eso no
cambia la verdad de Dios. Por sus principios, las corporaciones similares, como ya he
dicho, no son más que sectas. Si yo reconozco a todos los verdaderos cristianos como
miembros del cuerpo de Cristo, si yo los amo y los recibo como tales, con un corazón
grande, incluso a la Cena, suponiendo siempre que ellos marchan en santidad y en
verdad, y que invocan el nombre del Señor de corazón puro (2 Timoteo 2:19-22;
Apocalipsis 3:7), entonces no marcho en el espíritu de una secta, aun cuando yo no
pueda reunir a todos los hijos de Dios: porque así, de esta manera, marcho según el
principio de la unidad del cuerpo de Cristo, y busco la unión práctica entre los
hermanos. Si yo me uno con otros hermanos para tomar la Cena del Señor solamente
como miembros del cuerpo de Cristo, y no como miembro de una iglesia, cualquiera
que sea, sino verdaderamente en la unidad del cuerpo, dispuesto a recibir a todos los
cristianos que marchan en la santidad y en la verdad, yo no soy miembro de una secta,
puesto que no soy miembro de ninguna otra cosa sino del cuerpo de Cristo. Pero
reunirse según otro principio, de cualquier manera que fuese, para formar una
organización religiosa, es formar una secta.
 

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El principio es muy sencillo. Las dificultades prácticas a veces son grandes a causa del
estado de la Iglesia de Dios; pero Cristo es suficiente para todo; y si estamos contentos
de ser pequeños a los ojos de los hombres, el asunto no es tan difícil[2].
 
Una secta es, pues, una corporación religiosa formada sobre otro principio distinto del
principio de la unidad del cuerpo de Cristo; y es formalmente tal, cuando los miembros
que la componen, son ellos solos considerados como miembros de ella. Y se camina en
el espíritu de una secta cuando solamente ellos son reconocidos de una manera
práctica, los que se ponen de acuerdo en una opinión sin que se pueda decir que son
formalmente miembros de una corporación. No hablamos aquí de la disciplina que se
ejerce en el seno de la unidad del cuerpo de Cristo, sino del principio sobre el cual nos
reunimos. La Palabra de Dios no reconoce tal cosa como ser miembro de unaiglesia;
ella siempre habla de miembros del cuerpo de Cristo.
 
La promesa que nos anima en el camino de la unidad del cuerpo de Cristo, en estos
tiempos de dispersión, en estos tristes tiempos de los últimos días, se halla en Mateo
18:20, donde él promete su presencia: “Porque donde están dos o tres congregados en
mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”; y la regla para dirigirnos a través de las
dificultades de los últimos tiempos, en medio de la confusión que reina alrededor de
nosotros, está establecida en 2 Timoteo 2:19-22: “Pero el fundamento de Dios está
firme, teniendo este sello: Conoce el Señor a los que son suyos; y: Apártese de
iniquidad todo aquel que invoca el nombre de Cristo. Pero en una casa grande, no
solamente hay utensilios de oro y de plata, sino también de madera y de barro; y unos
son para usos honrosos, y otros para usos viles. Así que, si alguno se limpia de estas
cosas, será instrumento para honra, santificado, útil al Señor, y dispuesto para toda
buena obra. Huye también de las pasiones juveniles, y sigue la justicia, la fe, el amor y
la paz, con los que de corazón limpio invocan al Señor.”

NOTAS
 
[1] N. del T.— Hairesis es traducido en 1 Corintios 11:19 por «disensiones» (RV 60) y
se deja transliterado «herejías» en la versión RV 1909. La Versión Moderna vierte por
«facciones». Lacueva la vierte por «bandos» (distintos), agregando en una nota: Lit.:
«partidos (de opinión)» (Nuevo Testamento interlineal).
 
Darby, en su versión inglesa, vierte hairesis por «sectas», y agrega la siguiente nota:
«Escuelas o partidos que siguen la opinión de un hombre, como en Gálatas 5:20.» En
su versión francesa la vierte también por «sectas» y en una nota agrega:
«o escuela, como formaban los filósofos».
 
W. Kelly (quien traduce «sectas»), en su comentario sobre 1 Corintios, dice: «Herejías
(hairesis) en su aplicación común Escrituraria como aquí (no en su uso según las
costumbres eclesiásticas), significa un partido entre los santos, separado del resto
como consecuencia de seguir fuertemente su propia voluntad»; y en Gálatas 5:20
agrega: «herejías se refiere al espíritu de partido que puede operar aun dentro de la
profesión cristiana».
 
En Gálatas 5:20, hairesis se deja como «herejías» en RV 60, se vierte «sectas» en la
Versión Moderna, y Lacueva la vierte «partidismos», agregando una nota en la que
dice: «sectarismos».

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La acepción moderna del término «secta» aplicada a todos aquellos grupos que se han
apartado de la sana doctrina, o sea, heterodoxos (como los Testigos de Jehová,
los Mormones, etc.) escapa al significado bíblico.
 
[2] N. del T.— Hoy, más de un siglo después, las «dificultades prácticas» a las que
Darby alude son mucho mayores que las presentes en la época cuando escribía estas
líneas, debido a que el estado de ruina de la iglesia profesante ha empeorado
considerablemente desde los días de Darby. No obstante, el recurso divino para el
creyente fiel, en medio de la creciente confusión actual, no ha cambiado. Obsérvese
que el mismo Darby recurre a la cita de 2 Timoteo 2:19-22, la que sigue siendo nuestra
guía en medio de las ruinas de la cristiandad hasta la venida del Señor.

NOTAS SOBRE EL LIBRO DE LOS HECHOS 14:23

¿FUERON LOS ANCIANOS ELEGIDOS POR EL VOTO DE LAS IGLESIAS?


 
«Aprovecho esta ocasión para proporcionar pruebas claras y concluyentes para refutar
la noción de que los ancianos eran elegidos por el voto de las iglesias.

SIGNIFICADO ETIMOLÓGICO Y USO DEL TÉRMINO CHEIROTONEO (ELEGIR)


 
La palabra griega cheirotoneo, que aparece en Hechos 14:23, etimológicamente
significa «extender la mano». Por ello se aplicaba a la elección a mano alzada —como
decimos nosotros—, y, en general, a la elección o designación sin referencia a la forma
en que se hacía. Asimismo, el término psefizomai se originó a partir de un mero cálculo
con piedrecitas, y los atenienses la utilizaban en las votaciones de esta manera; más
tarde se la empleó para las votaciones en general y, por último, para la simple
resolución o decisión de la mente. Es el contexto —no la palabra por sí sola— lo que
determina su significado.

SU USO POR LOS ESCRITORES GRIEGOS Y HELENISTAS


 
Hesiquio,ensudiccionariogriego,explica cheirotonein mediantelostérminos kathistan (co
mpárese Tito1:5)y psêfizein  Suidas, en su Lexicón, explica el sentido
de cheirotonêsantes, mediante el vocablo eklexamenoi. Con todo esto concuerda el uso
de la palabra hecho por Aristófanes, Esquines, Demóstenes, etc., tanto en el sentido
estricto y literal como en el sentido general de elección o designación.
Apiano, Dión Casio, Plutarco, Luciano y Libanio ofrecen muchos ejemplos en los cuales
la palabra no transmite otra idea que la de elegir. En estos escritores, pues, la idea de
sufragio popular con o sin las manos alzadas, está totalmente excluida.

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AUTORES HELENISTAS FAMILIARIZADOS CON EL ANTIGUO TESTAMENTO

Pero es menester citar unos cuantos ejemplos de escritores helenistas familiarizados


con el Antiguo Testamento, y contemporáneos de los que fueron inspirados para
escribir el Nuevo Testamento. En el tratado «Sobre José» (peri Iôsêf,) Filón de
Alejandría emplea repetidas veces el término cheirotoneo para la designación que hizo
Faraón de José como primer ministro, y respecto de Moisés a fin de ocupar el puesto
para el cual había sido elegido por Dios, así como también en la selección que él hizo de
los hijos de Aarón para el sacerdocio. Flavio Josefo (Ant. VI. xiii. 9) habla de Saúl como
«rey elegido por Dios», hupo tou Theou kecheirotonêmenon basilea y también
(Ant. XIII. ii. 2) representa a Alejandro escribiendo a Jonatán en estos
términos: cheirotonoumen de se sêmeron arjierea tôn Ioudaiôn «Te constituimos este
día sumo sacerdote de los judíos.»

 
Esto bastará para demostrar cómo debemos juzgar la siguiente declaración hecha
por el Dr. J. Owen: «Se dice que Pablo y Bernabé ordenaron ancianos en las iglesias
mediante la elección y sufragio de ellas; pues la palabra aquí utilizada no admite otro
sentido, por más ambiguamente que esté expresada en nuestra traducción»

(Works, vol. XV., págs. 495, 496, edición deGoold). Es cierto


que Beza, Diodati, Martin y otros han adoptado la misma idea. No obstante, el Dr.
G. Campbell, si bien era presbiteriano, repudió esta versión del texto y pronunció que
«per suffragia» en el latín de Beza «constituye una mera interpolación que tiene por
objeto corresponder a un plan determinado» (Prelim. Diss. X., Parte V. párrafo 7). Si
no se está de acuerdo con tan enérgica censura, la única alternativa es que la glosa
surgió de una investigación inadecuada y de un fuerte prejuicio.
 

SU SIGNIFICADO EN EL NUEVO TESTAMENTO


 
La verdad es que no hace falta ir más allá del Nuevo Testamento para demostrar el
error; porque aquí —como en todos los demás pasajes—, incluso cuando se aplica a la
más estricta de las elecciones, cheirotoneo nunca significa elegir por los votos de
otros, que es lo que debería significar para sostener el sentido que se le pretende
atribuir. Siempre que la palabra aparece, técnicamente, la persona asociada no se
limita a tomar los votos de los demás, ni preside como moderadora de la elección, sino
que es ella misma la que vota. Ahora bien, aquí en Hechos 14:23, el sujeto del verbo
es, sin lugar a dudas, no los discípulos, sino Pablo y Bernabé. Si alguien votó alzando la
mano, fueron solamente los apóstoles. Por esta razón la Versión Autorizada (en inglés)
omitió —y con justa razón— la glosa «por elección», que es el sentido que se había
querido dar en algunas de las traducciones inglesas antiguas y extranjeras que habían
sido demasiado influidas por la escuela ginebrina e incluso por Erasmo.
 
El verdadero sentido del término es que los apóstoles eligieron ancianos para los
discípulos en cada asamblea (y no que los discípulos los hayan elegido para sí mismos).
Y esto se halla plenamente confirmado por Hechos 10:41 y 2 Corintios 8:19, donde, en
el primero de los pasajes, se dice que Dios es quien había elegido de antemano, y, en
el otro, que las iglesias son las electoras tan precisamente como en Hechos 14:23 lo
son los apóstoles. Ni Dios ni las asambleas reunieron los votos de otros, como tampoco
lo hicieron Pablo y Bernabé. Pero éste es el único testimonio que jamás se haya podido

98
imaginar para favorecer directamente la elección popular de los ancianos; y hemos
visto que la inferencia que se deriva es ciertamente ficticia. Para el asunto que
tratamos, el empleo de la palabra en los asuntos políticos o civiles de Grecia no
constituye ninguna prueba.

NINGUNA CONFUSIÓN CON LA IMPOSICIÓN DE MANOS


 
Apenas será necesario añadir que cheirotoneo no significa la imposición de manos, para
lo cual la Escritura proporciona otra frase que nunca se confunde con esta palabra. Pero
esta confusión no tardó en evidenciarse en autores eclesiásticos, quienes
frecuentemente emplean cheirotonia  (elección, designación) donde deberíamos
esperar cheirothesia o hê epithesis tôn cheirôn  (la imposición de las manos). Este
error aparece en los llamados Cánones de los Apóstoles, en Crisóstomo y en escritores
posteriores, y puede haber llevado a que los traductores de la Versión Autorizada
inglesa vertieran el término por «ordenaron», en lugar de hacerlo por «eligieron» o
«designaron». El obispo Bilson, en su «Perpetual Government of Christ's
Church» («Gobierno perpetuo de la Iglesia de Cristo»), es culpable no sólo de esta
confusión, sino también del extraño error de que «los ancianos» incluían a los
«diáconos» (véanse los capítulos 7 y 10).

 
NO HAY TAL COSA COMO UN ANCIANO PARA CADA IGLESIA

Pero en realidad la divergencia entre los comentaristas resulta casi increíble, a no ser
que uno haya leído extensamente y haya demostrado el hecho por la experiencia. Así,
por ejemplo, Hammond trata de extraer de este versículo la designación de un solo
obispo para cada iglesia o ciudad; en tanto que uno podría haber inferido (sin necesidad
de apelar a esa incontestable prueba en contra de Hechos 20:17, 28) que la pluralidad
de los presbíteros con el distributivo singular contradice totalmente su postura, y en
esto el lenguaje no deja lugar a dudas, salvo que se incurra en una expresa
contradicción. Si la idea de Hammond hubiese sido la que se hubiera querido expresar,
nada habría sido más fácil que haber escrito ( presbuteron kat' ekklêsian)
(presbuterous kat' ekklêsias). Por otro lado, si puedo confiar en un artículo de Elsley,
Whitby se opone a este ultraepiscopalismo con el argumento igualmente insostenible de
que estos ancianos eran los que tenían dones milagrosos, recibidos o bien directamente
de Dios (como en Hechos 2, 4, 9, 10, 11) o bien por mediación apostólica (como en
Hechos 8), y quienes asumieron al principio el cuidado de las iglesias; no ministros
fijos, sino con un rango apenas inferior a los apóstoles. ¿Puede concebirse una
declaración más fortuita e infundada?
 

NO SE MENCIONA NINGÚN CONSENTIMIENTO DE LA ASAMBLEA


 
La última muestra de todas estas especulaciones —y tal vez la peor— la tomo
de Inst. IV, III, 15, 16, de Calvino, donde, según el autor, «Lucas relata que Bernabé y
Pablo ordenaron ancianos por las iglesias; pero, al mismo tiempo, señala el plan o
modo de tal acción cuando dice que fue hecho por sufragio. Las palabras
son: P. BD. 6. ¦668. (ch. pr. k. ekkl.) (Hechos 14:23).

99
Ellos, por tanto, seleccionaron (creabant) a dos; pero todo el cuerpo, como era la
costumbre de los griegos en las elecciones, declaraba a mano alzada a cuál de los dos
querían tener.» Pocas veces me ha tocado encontrar una perversión más clara de los
hechos y del lenguaje del texto inspirado como la que exhibe esta cita, cuya refutación
ya se ha dado por anticipado. Se cita expresamente la nueva traducción hecha por H.
Beveridge para evitar reparos a este punto; y se da el original al pie de la página para
su verifícación[1] . No obstante, es consolador hallar que una versión tan desacertada no
estaba destinada a tener una vida prolongada; pues su propio autor la extingue —
aunque con renuencia—  en su Comentario sobre el pasaje: «Presbyterium qui hic
collectivum nomen esse putant, pro collegio presbyterorum positum, recte sentiunt meo
judicio» (Comment. in loc.)».
 
Pero el final del capítulo está todavía más lleno de perplejidades y errores: «Por último,
debe observarse que no se trataba de todo el pueblo, sino que fueron sólo los pastores
los que impusieron las manos sobre los ministros, aunque no es posible asegurar si es
que siempre eran varios o no los que imponían sus manos. Es cierto que en el caso de
los diáconos ello fue hecho por Pablo y Bernabé, y por otros pocos (Hechos 6:6; 13:3).
Pero en otro lugar Pablo menciona que él mismo, sin nadie más, impuso las manos
sobre Timoteo: "Por lo cual te aconsejo que avives el fuego del don de Dios que está en
ti por la imposición de mis manos" (2.ª Timoteo 1:6). Pues lo que se dice en la epístola
acerca de la imposición de las manos del presbiterioyo no lo entiendo como si Pablo
estuviera hablando de un colegio de ancianos. Por la expresión entiendo la ordenación
misma (!), como si él hubiera dicho: «Actúa así, para que el don que recibiste por la
imposición de mis manos, cuando te hice presbítero (!) no resulte en vano.»
 
Que las manos apostólicas designaron a los siete que fueron elegidos por la multitud
para el servicio de las mesas, está claro. Pero las Escrituras mantienen silencio en
cuanto a si se practicaba la imposición de manos en el establecimiento de ancianos; y,
para mí, tal silencio me parece admirablemente sabio, incluso si de hecho se imponían
las manos, como una provisión divina en contra de un abuso supersticioso. Pero, ¿qué
se quiere decir con la referencia a Hechos 13:3, relacionada con la alegación de que
Pablo y Bernabé, etc., impusieron sus manos sobre diáconos? En cuanto a la noción de
que tou presbuteriou  (del presbiterio) (1.ª Timoteo 4:14) significa, no los ancianos
como cuerpo (cuerpo de ancianos), sino la condición de anciano, y que por ello se tiene
que dislocar de su evidente y necesaria conexión con cheirôn  (manos) al final del
versículo y ponerlo en aposición concharismatos  (don) al principio, sostengo que la
gramática resulta tan dura y sin precedentes como extraña la doctrina resultante de
ello. La condición de anciano, en la Escritura, no es un don sino un cargo local.
 
Las defensas modernas de este sistema no tienen más peso que las antiguas. Tengo
ante mí ahora «Presbyterianism Defended» («Defensa del Presbiterianismo»), del Dr.
Crawford, eInquiry («Investigaciones») de Whitherow; pero no me parecen ni cándidas
ni satisfactorias. La dificultad insuperable es que los presbíteros en la Escritura no son
nunca el poder ordenante, aun cuando pudieran ir asociados con un apóstol en la
comunicación, por manos de Pablo, de un don extraordinario a Timoteo, quien nunca es
presentado como un anciano. Además, elministro es tan diferente de los ancianos en el
Presbiterianismo como lo es de los diáconos en el Congregacionalisino, y es un
personaje de tanta importancia en ambos sistemas como desconocido para las
Escrituras. Insisto, decir que los ancianos no son tan distintivamente laicos como
clerical es el ministro, entre los presbiterianos, es una incoherencia con la notoria
diferencia en cuanto al tratamiento que se le aplica y al salario. Ambos sistemas yerran
al mantener que los detentadores del cargo eran elegidos por el pueblo; pues
solamente lo eran aquellos cuyo deber era administrar fondos o su equivalente. Y si

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bien había en la época bíblica una pluralidad de ancianos (los cuales eran idénticos a los
obispos), existía la apertura más plena a todos los dones del Señor, en lugar de esta
invención del hombre: el ministro. Los ancianos nunca ordenaban a los ancianos, sino
solamente lo hacían los apóstoles o sus delegados (Hechos 14:23; Tito 1:5); y los
hombres dotados de dones no precisaban de ordenación antes de ejercer su ministerio.
Tampoco Hechos 15 se asemeja a un tribunal eclesiástico, es decir, a una asamblea
representativa de ministros y ancianos de todas las partes de la esfera de jurisdicción.
Este pasaje nos muestra simplemente a los apóstoles con una autoridad universal
derivada de Cristo, y a los ancianos de la iglesia en Jerusalén con toda la iglesia
uniéndose en la decisión. Por ello, los decretos se entregaron para ser observados
mucho más allá de las ciudades de Jerusalén y Antioquía, en total desacuerdo con el
Presbiterianismo» (W. Kelly, Lectures on The Church of God, pág. 217-223)
 

 «Naturalmente que las divergencias en la cristiandad producen en muchos impresiones


distorsionadas de este instructivo versículo. Jerónimo, aunque de ninguna manera tan
radical como algunos de los antiguos padres, interpreta la
palabra cheirotonêsantes como «ordenación por imposición de manos», como
si cheirotonia fuese lo mismo que cheirothesia y todas las antiguas versiones inglesas,
incluyendo la Versión Autorizada o «King James», han traducido el término por
«ordenaron», mientras que la Biblia de Tyndale, la de Cranmer y la de Ginebra
agregaron las palabras «por elección». Esto Humphry lo considera debidamente
insostenible, y agrega que ni siquiera cuenta con el apoyo de un solo ejemplo claro en
el que se utilice el término con ese significado.
 
Pero debemos ir más lejos que el Deán Alford y afirmar que la Escritura no indica en
ninguna parte que las iglesias hayan seleccionado ancianos a mano alzada ni de
ninguna otra manera. De hecho, la fraseología del versículo excluye cualquier
pensamiento de esa naturaleza. Porque, en primer lugar, si cheirotonêsantes en Hechos
14:23 tuviese el significado etimológico, entonces necesariamente el sentido debería
ser que Pablo y Bernabé eligieron ancianos por el método del sufragio (es decir, por el
voto de ellos dos a mano alzada). Pero nadie sostiene ni desea una cosa así, sino todo
lo contrario. Y, en segundo lugar, ello se haya confirmado aún más abundantemente
por el pronombre «para ellos» (o «les»), el cual excluye a los discípulos de participar
en la elección, y hace claramente que los apóstoles elijan a los ancianos para los
santos.
 
De todas las interpretaciones, por tanto, ninguna es tan poco feliz como el amable
acuerdo de que los apóstoles ordenaron a aquellos a quienes cada iglesia había
previamente elegido. Pues las palabras simplemente enseñan que Pablo y Bernabé
eligieron ancianos para los discípulos en cada asamblea. Sin duda que la palabra puede
significar «extender la mano», especialmente en lo que se refiere a votaciones. Pero
por mucho tiempo fue usada, cuando no podía ser de esa forma, para expresar elección
o designación. Y éste es precisamente su significado en el Nuevo Testamento (sin que
haya necesidad de acudir a otras fuentes fuera de él) y en el
propio «usus loquendi» (significado de las palabras por el uso) de Lucas, como lo ha de
admitir el lector más prejuiciado en el caso de Hechos 10:41, como también en Hechos
14:23, a menos que el tal quiera sostener que Pablo y Bernabé hayan alzado sus
manos en cada uno de estos casos. Pero esto, sin embargo, no es lo que quiere el
sistema congregacional, sino más bien que los discípulos sean los que decidan la
elección de cada anciano, y de uno solo en cada iglesia. Pero el texto declara que los
apóstoles escogieron ancianos para ellos en cada asamblea: la prueba más clara e

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irrefutable en contra del argumento de la elección popular que el lenguaje pueda
expresar»  

(W. Kelly, Exposition of Acts, pág. 204).
 
 
«Algunas versiones —como la Versión Autorizada inglesa— tradujeron el término por
«ordenaron», en lugar de «eligieron» o «designaron». Pero me tomo la libertad de decir
que «ordenaron» es un término muy engañoso que conduce a conclusiones erróneas, el
cual transmite una idea eclesiástica que carece del más mínimo respaldo. No se trata
sólo de que «ordenaron» sea una interpolación tanto en este versículo como en el
primer capítulo de los Hechos, sino de que el significado que se le atribuye a esta
palabra es, de hecho, ficticio. La verdadera fuerza de la expresión es simplemente ésta:
“les eligieron ancianos”. Y en más de un aspecto es importante que esté expresado así,
puesto que una simple elección elimina la idea de «ordenación» y, junto con ello, ese
misterioso ritual que tanto gusta a los grandes cuerpos religiosos. Además, el hecho de
que los apóstoles les eligiesen ancianos, elimina también todo aquello que promueva la
propia importancia de las pequeñas iglesias. Pues no se trata ni de pequeñas
congregaciones que eligen ancianos para sí mismas, ni de una autoridad humanamente
establecida para imponer las manos en las grandes estructuras eclesiásticas, sino que
es simplemente una elección llevada a cabo por los apóstoles; es decir, que
fueron ellos los que eligieronpara los discípulos “ancianos en cada iglesia”.
 
Estoy bien enterado de que no han faltado personas respetables que han hecho
esfuerzos por tratar de demostrar que la palabra griega significa que los apóstoles
eligieron a los ancianos con el consenso de la asamblea. Pero esto no es más que mera
disquisición etimológica frívola. La Escritura no avala en lo más mínimo un uso
semejante del término. No se requiere ser un erudito para rechazar el pensamiento
como falso. La palabra «para ellos» o «les», constituye una evidente refutación de tal
noción para todo lector inteligente de la Biblia. No se dice que los apóstoles
simplemente hayan elegido. Si se alegara que los discípulos deben haber escogido
primero ancianos para que luego los apóstoles los ordenaran, a ello la respuesta es que
los discípulos no realizaron ninguna elección en absoluto. Esto queda demostrado por la
simple declaración de que los apóstoles eligieron ancianos para los discípulos. Tal es la
manera en que la Escritura completa el sentido de la frase: que «ellos —los apóstoles
— les eligieron ancianos».
 
Apenas es necesario refutar por extenso la noción de los Padres, al igual que la de
algunos expositores modernos tales como el obispo Bilson (en su
obra Perpetual Government of Christ'sChurch, pág. 13, edición de Eden, Oxford, 1842),
en cuanto a que cheirotonêsantes aquí significa ordenar por imposición de manos. Es
cierto que autores eclesiásticos emplearon el término con este sentido más tarde. Pero
que tal sea su significado en la Escritura, es un palpable error. Ello surge de
confundir cheirotonia  (elección, designación) con cheirothesia  (o
suequivalente: hê epithesis tôn cheirôn) 
(la imposición de las manos).
 
Por otro lado, la idea de que cheirotonêsantes significa que los apóstoles concedieron a
los discípulos el poder de seleccionar ancianos por voto, mientras que ellos se
reservaron el derecho de aprobación e institución, es aún más tosca y, en resumidas
cuentas, no tiene parangón en ninguno de los escritos griegos profanos o sagrados,
antiguos o medievales. En los autores griegos más antiguos que escriben de sus
asuntos públicos, la palabra aparece a menudo con el sentido de «elegir por sufragio»

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(en contraposición al método de echar suertes). Más tarde pasó a significar
«designación» sin ninguna referencia a votar. Pero, que yo sepa, la palabra jamás se
usa para expresar la idea de que alguien haya designado sobre la base de la elección
hecha por otros. Y no sólo un abierto presbiteriano como el Profesor G. Campbell trata
la versión latina de Beza (per suffragis creassent) con la más extrema severidad,
diciendo que ello «constituye una mera interpolación que tiene por objeto corresponder
a un plan determinado», sino que los teólogos presbiterianos de 1645 en el
«Jus Divinum» señalan la flagrante incongruencia de tal interpretación con el expreso
lenguaje del texto. Nadie más que Pablo y Bernabé fueron los que realizaron la elección
(cualquiera haya sido la manera); y ellos eligieron ancianos para los discípulos, y no lo
hicieron por el voto de los discípulos, lo cual sería incompatible con su propia elección.
Compárese Hechos 10:41 y 2 Corintios 8:19. En el primer pasaje se declara
que Dios fue quien eligió de antemano a los testigos, pero no hubo otros que le dieran
votos. Y en el otro pasaje, las iglesias son las que eligieron hermanos para ser sus
mensajeros de confianza, pero ellas nunca pensaron en reunir los sufragios de otros. El
uso bíblico del término en todos los casos es el de simple elección»

(W. Kelly, Lectures Introductoryto Acts, Catholic Epistles, and Revelation, pág. 110-


111).
 

Resumen
 
«Algunos arguyen a partir de la etimología del vocablo. Pero el uso —no la etimología—
constituye la única guía segura. Originalmente, el término cheirotoneo significaba
«extender la mano». Por tal motivo, se lo aplicaba a votar de esta manera,
y por una fácil transición, pasó a significar «elegir» sin referencia a la manera en que se
hacía. Así, en Hechos 10:41, la misma palabra, compuesta con una preposición, se
aplica a la elección de parte de Dios, en donde la noción de votación de la iglesia
naturalmente queda excluida»

(W. Kelly, BibleTreasury N12:374,
y The «Brethren» with an Appendix Containing Some Notice of the Mention Made of 
Them in Mr. Winslow's Silver Trumpet).
 

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