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El curro del elefante

Una crítica al libro El fetichismo de la marginalidad, de César González.

Por Lea Ross

Entre la cárcel y la villa, la poesía y el cine, en algún momento, sea por lo que dejó el
macrismo o lo que deviene la pandemia -fenómeno que ni siquiera se hace presente en
las páginas a escribir- César González opta por dar un parate y profundizar estos tiempos
habituados a las capturas de una pantalla. El fetichismo de la marginalidad, de editorial
Sudestada, conforma un compendio de artículos breves, concentrado gran parte en el
análisis y relegando a la ficción en algunos rincones.

Su disparador es un breve ensayo de Karl Marx titulado Elogio al crimen, que ya lo había
profundizado en su película Lluvia de jaulas. Tanto el título como el contenido de ese viejo
texto es tan polémico para su época como para la nuestra. Y es que César, como vecino
del barrio Carlos Gardel y como férreo amante del cine, le resulta imposible no aplicarlo
con ciertas obras audiovisuales donde se pretende representar al marginal y al okupa.
Fetichización y alienación se comulgan, como da a entender un reconocido prologuista. Y
quizás César escribe presionado por la dictadura del rating, aunque en el ahora se hable
más que nada de trendig topic.

Su prosa permite que quien lo lea comprenda el peso de su pasado y de su presente. La


literatura no reniega de su autoría, aún con el subrayado de sus propios dibujos de estilo
collage que se alternan con las publicaciones. Pero que parte de su vida estuvo en el
“peor invento” de la humanidad, como lo define a la cárcel, eso no significa que la bronca
difuminen sus oraciones. Su halo pedagógico lleva a borrar el recorte de su lector modelo,
cuya comprensión puede ser ejercida tanto por su vecino que votó a Macri, como aquella
apasionada que lee las pesadas clases de cine de Gilles Deleuze.

A medida que avanza la lectura comprensiva, se torna de a poco a una profundidad


refinadamente más abstracta, llegando a su instancia semiológica sobre la definición del
PRO como imagen. Resulta llamativo que esquiva las discusiones más actuales sobre la
ausencia del pueblo dentro de las representaciones audiovisuales, desde el revisionismo
histórico de Gonzalo Aguilar o el pesimismo sobre la contemporaneidad de Nicolas
Prividera.

El compartir un sánguche que lleva a una suerte de conciliación entre Marx y Perón
podría ser juzgada de edulcoración posmoderna, pero eso no le quita que esa escena
permita una elevación de goce superior a los debates que se reducen en un intercambio
de chicanas. De hecho, la dicotomía amor-odio es puesto en jaque y que resulta muy
necesario, en tiempos errados donde el progresismo ningunea el ascenso de sectores
reaccionarios, al proclamar el odio como un privilegio de clase.

Sensible y a la vez disruptiva, El fetichismo de la marginalidad no promete ser un ensayo


de gran peso, sino más que nada un momento dado donde el arte pretenda sacarnos de
nuestro confort y recordarnos que no siempre Netflix es la ventana al mundo. Su lectura
ágil es veloz como un disparo que apunta contra el curro. Fetichizar es el curro. Y gran
parte estamos metidos en ese tongo. En especial, el director de la película Elefante
Blanco.

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