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Gilles Deleuze-Critica y Clinica
Gilles Deleuze-Critica y Clinica
Gilles Deleuze
[9]
PRÓLOGO
Este conjunto de textos, entre los cuales unos son inéditos y otros ya
han sido publicados, se organiza alrededor de unos problemas deter-
minados. El problema de escribir: el escritor, como dice Proust, inventa
dentro de la lengua una lengua nueva, una lengua extranjera en cierta
medida. Extrae nuevas estructuras gramaticales o sintácticas. Saca a la
lengua de los caminos trillados, la hace delirar. Pero asimismo el
problema de escribir tampoco es separable de un problema de ver y de
oír: en efecto, cuando dentro de la lengua se crea otra lengua, el
lenguaje en su totalidad tiende hacia un límite «asintáctico», «agrama-
tical», o que comunica con su propio exterior.
3
Estas visiones, estas audiciones no son un asunto privado, sino que
forman los personajes de una Historia y de una geografía que se va
reinventando sin cesar. El delirio las inventa, como procesos que
arrastran las palabras de un extremo a otro [10] del universo. Se trata
de acontecimientos en los lindes del lenguaje. Pero cuando el delirio se
torna estado clínico, las palabras ya no desembocan en nada, ya no se
oye ni se ve nada a través de ellas, salvo una noche que ha perdido su
historia, sus colores y sus cantos. La literatura es una salud.
4
1. LA LITERATURA Y LA VIDA
5
población. Cabe instaurar una zona de vecindad con cualquier cosa a
condición de crear los medios literarios para ello, como con el áster
según André Dhôtel. Entre los sexos, los géneros o los reinos, algo
pasa.1 El devenir siempre está «entre»: mujer entre las mujeres, o
animal entre otros animales. Pero el artículo indefinido sólo surge si el
término que hace devenir resulta en sí mismo privado de los caracteres
formales que hacen decir el, la («el animal aquí presente»...). Cuando
Le Clézio deviene–indio, es siempre un indio inacabado, que no sabe
«cultivar el maíz ni tallar una piragua»: más que adquirir unos caracte-
res formales, entra en una zona de vecindad.2 De igual modo, según
Kafka, el campeón de natación que no sabía nadar. Toda escritura
comporta un atletismo. Pero, en vez de reconciliar la literatura con el
deporte, o de convertir la literatura en un juego olímpico, este atletis-
mo se ejerce en la huida y la defección orgánicas: un deportista en la
cama, decía Michaux. Se deviene tanto más animal cuanto que el
animal muere; y, contrariamente a un prejuicio espiritualista, el animal
sabe morir y tiene el sentimiento o el presentimiento correspondiente.
La literatura empieza con la muerte del puerco espín, según Lawrence,
o la muerte del topo, según Kafka: «nuestras pobres patitas rojas
extendidas en un gesto de tierna compasión». Se escribe para los
terneros que mueren, decía Moritz.3 La lengua ha de esforzarse en
alcanzar caminos indirectos femeninos, animales, moleculares, y todo
6
camino indirecto es un devenir mortal. No hay líneas rectas, ni en las
cosas ni en el lenguaje. La sin–[13]taxis es el conjunto de caminos
indirectos creados en cada ocasión para poner de manifiesto la vida en
las cosas.
Escribir no es contar los recuerdos, los viajes, los amores y los lutos,
los sueños y las fantasías propios. Sucede lo mismo cuando se peca por
exceso de realidad, o de imaginación: en ambos casos, el eterno papá y
mamá, estructura edípica, se proyecta en lo real o se introyecta en lo
imaginario. Es el padre lo que se va a buscar al final del viaje, como
dentro del sueño, en una concepción infantil de la literatura. Se escribe
para el propio padre–madre. Marthe Robert ha llevado hasta sus
últimas consecuencias esta infantilización, esta psicoanalización de la
literatura, al no dejar al novelista más alternativa que la de Bastardo o
de Criatura abandonada.4 Ni el propio devenir–animal está a salvo de
una reducción edípica, del tipo «mi gato, mi perro». Como dice Law-
rence, «si soy una jirafa, y los ingleses corrientes que escriben sobre mí
son perritos cariñosos y bien enseñados, a eso se reduce todo, los
animales son diferentes... ustedes detestan instintivamente al animal
que yo soy».5 Por regla general, las fantasías de la imaginación suelen
tratar lo indefinido únicamente como el disfraz de un pronombre
personal o de un posesivo: «están pegando a un niño» se transforma
enseguida en «mi padre me ha pagado». Pero la literatura sigue el
camino inverso, y se plantea únicamente descubriendo bajo las perso-
nas aparentes la potencia de un impersonal que en modo alguno es una
4 Marthe Robert, Roman des origines et origines du roman, Grasset (Novela de los orígenes y
orígenes de la novela, Taurus).
5 Lawrence, Lettres choisies. Pión, II, pág. 237.
7
generalidad, sino una singularidad en su expresión más elevada: un
hombre, una mujer, un animal, un vientre, un niño... Las dos primeras
personas no sirven de condición para la enunciación literaria; la
literatura sólo empieza cuando nace en nuestro interior una tercera
persona que nos desposee del poder de decir Yo (lo «neutro» de
Blanchot).6 Indudablemente, los personajes literarios están perfecta-
mente individualizados, y no son imprecisos [14] ni generales; pero
todos sus rasgos individuales los elevan a una visión que los arrastran
a un indefinido en tanto que devenir demasiado poderoso para ellos:
Achab y la visión de Moby Dick. El Avaro no es en modo alguno un
tipo, sino que, a la inversa, sus rasgos individuales (amar a una joven,
etc.) le hacen acceder a una visión, ve el oro, de tal forma que empieza
a huir por una línea mágica donde va adquiriendo la potencia de lo
indefinido: un avaro..., algo de oro, más oro... No hay literatura sin
tabulación, pero, como acertó a descubrir Bergson, la tabulación, la
función fabuladora, no consiste en imaginar ni en proyectar un mí
mismo. Más bien alcanza esas visiones, se eleva hasta estos devenires o
potencias.
6 Blanchot, La part du feu, Gallimard, págs. 29–30, y L’entretien infini, págs. 563–564: «Algo
ocurre (a los personajes) que no pueden recuperarse más que privándose de su poder de decir
Yo.» La literatura, en este caso, parece desmentir la concepción lingüística, que asienta en las
partículas conectivas, y particularmente en las dos primeras personas, la condición misma de
la enunciación.
8
médico, médico de sí mismo y del mundo. El mundo es el conjunto de
síntomas con los que la enfermedad se confunde con el hombre. La
literatura se presenta entonces como una iniciativa de salud: no
forzosamente el escritor cuenta con una salud de hierro (se produciría
en este caso la misma ambigüedad que con el atletismo), pero goza de
una irresistible salud pequeñita producto de lo que ha visto y oído de
las cosas demasiado grandes para él, demasiado fuertes para él, irrespi-
rables, cuya sucesión le agota, y que le otorgan no obstante unos
devenires que una salud de hierro y dominante haría imposibles.7 De lo
que ha visto y oído, el escritor regresa con [15] los ojos llorosos y los
tímpanos perforados. ¿Qué salud bastaría para liberar la vida allá
donde esté encarcelada por y en el hombre, por y en los organismos y
los géneros? Pues la salud pequeñita de Spinoza, hasta donde llegara,
dando fe hasta el final de una nueva visión a la cual se va abriendo al
pasar.
7Sobre la literatura como problema de salud, pero para aquellos que carecen de ella o que sólo
cuentan con una salud muy frágil, vid. Michaux, posfacio a «Mis propiedades», en La nuit
remue, Gallimard. Y Le Clézio, Haï, pág. 7: «Algún día, tal vez se sepa que no había arte, sino
sólo medicina.»
9
Wolfe «plasma por escrito toda América en tanto en cuanto ésta pueda
caber en la experiencia de un único hombre».8 Precisamente, no es un
pueblo llamado a dominar el mundo, sino un pueblo menor, eterna-
mente menor, presa de un devenir–revolucionario. Tal vez sólo exista
en los átomos del escritor, pueblo bastardo, inferior, dominado, en
perpetuo devenir, siempre inacabado. Un pueblo en el que bastardo ya
no designa un estado familiar, sino el proceso o la deriva de las razas.
Soy un animal, un negro de raza inferior desde siempre. Es el devenir
del escritor. Kafka para Centroeuropa, Melville para América del Norte
presentan la literatura como la enunciación colectiva de un pueblo
menor, o de todos los pueblos menores, que sólo encuentran su
expresión en y a través del escritor.9 Pese a que siempre remite a
agentes singulares, la literatura es disposición colectiva de enuncia-
ción. La literatura es delirio, pero el delirio no es asunto del padre–
madre: no hay delirio que no pase por los pueblos, las razas y las
tribus, y que no asedie a la [16] historia universal. Todo delirio es
histórico–mundial, «desplazamiento de razas y de continentes». La
literatura es delirio, y en este sentido vive su destino entre dos polos
del delirio. El delirio es una enfermedad, la enfermedad por antonoma-
sia, cada vez que erige una raza supuestamente pura y dominante. Pero
es el modelo de salud cuando invoca esa raza bastarda oprimida que se
agita sin cesar bajo las dominaciones, que resiste a todo lo que la
aplasta o la aprisiona, y se perfila en la literatura como proceso. Una
vez más así, un estado enfermizo corre el peligro de interrumpir el
10
proceso o devenir; y nos encontramos con la misma ambigüedad que
en el caso de la salud y el atletismo, el peligro constante de que un
delirio de dominación se mezcle con el delirio bastardo, y acabe
arrastrando a la literatura hacia un fascismo larvado, la enfermedad
contra la que está luchando, aun a costa de diagnosticarla dentro de sí
misma y de luchar contra sí misma. Objetivo último de la literatura:
poner de manifiesto en el delirio esta creación de una salud, o esta
invención de un pueblo, es decir una posibilidad de vida. Escribir por
ese pueblo que falta («por» significa menos «en lugar de» que «con la
intención de»).
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lengua...»10 Diríase que la lengua es presa de un delirio que la obliga
precisamente a salir de sus propios surcos. En cuanto al tercer aspecto,
deriva de que una lengua extranjera no puede labrarse en la lengua
misma sin que todo el lenguaje a su vez bascule, se encuentre llevado al
límite, a un afuera o a un envés consistente en Visiones y Audiciones
que ya no pertenecen a ninguna lengua. Estas visiones no son fantasías,
sino auténticas Ideas que el escritor ve y oye en los intersticios del
lenguaje, en las desviaciones de lenguaje. No son interrupciones del
proceso, sino su lado externo. El escritor como vidente y oyente, meta
de la literatura: el paso de la vida al lenguaje es lo que constituye las
Ideas.
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más allá de la sintaxis. Sucede a veces que se felicita a un escritor, pero
él sabe perfectamente que anda muy lejos de haber alcanzado el límite
que se había propuesto y que incesantemente se zafa, lejos aún de
haber concluido su devenir. Escribir también es devenir otra cosa que
escritor. A aquellos [18] que le preguntan en qué consiste la escritura,
Virginia Woolf responde: ¿Quién habla de escribir? El escritor no, lo
que le preocupa a él es otra cosa.
13
2. LOUIS WOLFSON O EL PROCEDIMIENTO
11 Le schizo et les langues, Gallimard, 1970; Ma mere musicienne est morte, Ed. Navarin.
14
francés, alemán, ruso o hebreo, las cuatro lenguas principales estudia-
das por el autor). Por ejemplo, Where? se traducirá por Wo? Hier?, ¿oü?,
¿ici?, o mejor aún por Woher. El árbol Tree podrá producir Tere, que
fonéticamente se convierte en Dere y podrá desembocar en el ruso
Derevo. Así pues, una frase en lengua materna será analizada en sus
elementos y movimientos fonéticos para ser convertida en una frase de
una o de varias lenguas extranjeras a la vez, que se le parezca en sonido
y en significado. La operación debe efectuarse lo más rápidamente
posible, habida cuenta de la urgencia de la situación, pero asimismo
requiere mucho tiempo, habida cuenta de las resistencias propias de
cada palabra, de las inexactitudes de significado que van surgiendo en
cada etapa de la conversión, y principalmente de la necesidad en cada
caso de extraer reglas fonéticas aplicables a otras transformaciones
(por ejemplo, las aventuras de believe llenarán alrededor de cuarenta
páginas). Es como si dos circuitos de transformación coexistieran y se
penetraran, ocupando uno el mínimo de tiempo posible, y abarcando el
otro el mayor espacio lingüístico posible.
15
Para vencer las resistencias y dificultades de este tipo, el procedi-
miento general acaba perfeccionándose en dos direcciones. Por un
lado, hacia un procedimiento amplificado, basado en «la ocurrencia
genial de asociar lo más libremente po–[21]sible unas palabras a
otras»: la conversión de una palabra inglesa, por ejemplo early (tem-
prano, tot en francés) podrá buscarse en las palabras y locuciones
francesas asociadas a «tot», y que comporten las consonantes R o L
(suR–Le–champ, de bonne heuRe, matinaLement, diLigemment,
dévoRer L’espace); o bien tired se convertirá a la vez en el francés
faTigué, exTenué, CouRbaTure, RenDu, en el alemán maTT, KapuTT,
eRschöpfT, eRmüdeT, etc. Por el otro, hacia un procedimiento evolu-
cionado: ya no se trata ahora de analizar o incluso de abstraer deter-
minados elementos fonéticos de la palabra inglesa, sino de componer-
los de acuerdo con diversas modalidades independientes. Así, entre los
términos que suelen aparecer con frecuencia en las etiquetas de los
envases de alimentos, encontramos vegetable oil, que no plantea
grandes problemas, pero asimismo vegetable shortening, que perma-
nece irreductible al método ordinario: lo que plantea la dificultad son
SH, R, T y N. Habrá pues que convertir la palabra en monstruosa y
grotesca, multiplicar por tres el sonido inicial (shshshortening), para
bloquear el primer SH con N (el hebreo schemenn), el segundo SH con
un equivalente de T (el alemán Schmalz), el tercer SH con R (el ruso
jir).
16
sorprendentes con el famoso «procedimiento», a su vez esquizofrénico,
del poeta Raymond Roussel. Este manipulaba la propia lengua mater-
na, el francés, con lo que convertía una frase inicial en otra de sonidos
y fonemas similares pero de significado absolutamente diferente («les
let–tres du blanc sur les bandes du vieux billard» –las letras de lo
blanco en las bandas del billar viejo– y «les lettres du blanc sur les
bandes du vieux pillard» –las letras de lo blanco en las cintas del
bandido viejo–, fonéticamente idénticas salvo la B inicial de billard y la
P de pillard). Una primera dirección producía el procedimiento ampli-
ficado, en el que palabras asociables a la primera serie se tomaban en
otro sentido asociable a la segunda (queue en francés significa a la vez
«taco [22] de billar» y «faldones de una prenda de vestir», en el caso
que nos ocupa, de la chaqueta del bandido). Otra dirección conducía al
procedimiento evolucionado, en el que la frase inicial se encontraba a
su vez aprisionada en unos compuestos autónomos como con «j’ai du
bon tabac...» = «jade tube onde aubade...» («tengo buen tabaco...»,
inicio de una canción popular francesa, y «jade tubo onda alborada...»).
Había otro caso célebre, el de Jean–Pierre Brisset: su procedimiento
fijaba el significado de un elemento fonético o silábico comparando las
palabras de una o de varias lenguas en las que se hallaba; después el
procedimiento se amplificaba y evolucionaba para producir la evolu-
ción del propio significado en función de las diversas composiciones
silábicas, como con los presos que primero estaban en el agua sucia, así
pues estaban «dans la sale eau pris» (en remojo en el agua sucia), así
pues eran «sa–iauds pris» (unos cerdos apresados), que se acababan
17
vendiendo en la «salle aux prix» (subasta).12
12No sólo el Raymond Roussel de Foucault (Gallimard), sino también su prefacio a la reedición
de Brisset (Tchou), donde compara los tres procedimientos, el de Roussel, el de Brisset y el de
Wolfson, en función de la distribución de los tres órganos, boca, ojo, oído.
18
infernal para llegar hasta el final. En Roussel, el francés deja de ser una
lengua materna, porque oculta en sus palabras y en sus letras los
exotismos que suscitan las «impresiones de África» (siguiendo la
misión colonial de Francia); en Brisset, ya no hay lenguas madre, todas
las lenguas son hermanas y el latín no es una lengua (siguiendo una
vocación democrática); y, en Wolfson, al americano ni siquiera le
queda el inglés como madre, sino que se convierte en la mezcla exótica
o el «popurrí de diversos idiomas» (siguiendo el sueño de Norteaméri-
ca de cobijar a los emigrantes del mundo entero).
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nación lingüística y otra generan grandes acontecimientos que los
colman, como el nacimiento del cuello, la aparición de los dientes o la
formación del sexo. Pero nada semejante en Wolfson: un vacío, un
desfase experimentado como patógeno o patológico, subsiste entre la
palabra que se va a convertir y las palabras de conversión, y en las
propias conversiones. Cuando traduce el artículo inglés the en los dos
términos hebreos eth y he, comenta: la palabra materna está «fractura-
da por el cerebro igualmente fracturado» («fêlé» en el original francés,
«resquebrajado» pero también «chiflado») del estudiante de lenguas.
Las transformaciones nunca alcanzan la parte espléndida de un
acontecimiento, sino que permanecen pegadas a sus circunstancias
accidentales y a sus efectuaciones empíricas. Así pues, el procedimien-
to no pasa de protocolo. El procedimiento lingüístico gira sin tiento, y
no llega a un proceso vital capaz de producir una visión. Por este
motivo ocupa tantas páginas la transformación de believe, jalonadas
por los vaivenes de quienes pronuncian la palabra, por los desfases
entre las diferentes combinaciones efectuadas (Pieve–Peave, like–
gleichen, lea–ve–Verlaub...). Por doquier subsisten vacíos y se propa-
gan, hasta el punto de que el único acontecimiento que se eleva,
presentando su cara negra, es un fin del mundo o explosión atómica
del planeta, cuyo retraso, debido a la reducción del armamento, teme el
estudiante que se produzca. En Wolfson, el procedimiento en sí mismo
es su propio acontecimiento, que no tiene más expresión que el poten-
cial, y preferentemente el potencial pretérito, propio para establecer un
lugar hipotético entre una circunstancia externa y una efectuación
improvisada: «El estudiante de lingüística alienado tomaría una E del
inglés tree y la intercalaría mentalmente entre la T y la R, si no hubiera
20
pensado que cuando se coloca una vocal detrás de una T, la T se vuelve
D»... «Mientras la madre del estudiante alienado le habría seguido y
[25] habría llegado junto a él, y allí decía a ratos cosas inútiles»...13 El
estilo de Wolfson, su esquema proposicional, aúna por lo tanto el
impersonal esquizofrénico y un verbo en el potencial que expresa la
espera infinita de un acontecimiento capaz de colmar los desfases, o
por el contrario de ampliarlos en un vacío inmenso que lo engulle todo.
El estudiante de lenguas demente haría o habría hecho...
13Alain Rey efectúa el análisis del potencial, en sí mismo y tal como lo utiliza Wolfson: «El
Esquizoléxico», Critique, septiembre de 1970, págs. 681–682.
21
científico. Y esta potencia del simulacro o de la ironía convierte el libro
de Wolfson en un libro extraordinario, en el que resplandece la alegría
especial y el sol propio de las simulaciones, donde se percibe que
germina esa resistencia muy particular desde el fondo de la enferme-
dad. Como dice el estudiante, «¡qué agradable era estudiar lenguas,
incluso a su alocada manera, cuando no imbecílica!». Pues «de modo
frecuente las cosas en la vida van así: cuando menos un poco irónica-
mente». [26]
22
sosteniendo un libro, o haciendo ruido encima de la mesa... Se trata de
una letanía de disyunciones en las que se reconoce a los personajes de
Beckett, y a Wolfson entre ellos.14 Wolfson debe disponer de todos
estos quites, estar perpetuamente al acecho, porque la madre por su
lado también lleva adelante su lucha por la lengua: bien para curar a su
hijo malo demente, como dice él mismo, bien por la alegría de «hacer
vibrar el tímpano de su hijo querido con sus propias cuerdas vocales,
las de ella», bien por agresividad y autoridad, bien por alguna razón
más oscura, ora se agita en la habitación contigua, hace que suene su
radio americana, y entra ruidosamente en la habitación del enfermo
que carece de cerradura y de llave, ora camina taimada, abre [27] con
sigilo la puerta y grita a toda velocidad una frase en inglés. La situación
es tanto más compleja cuanto que todo el arsenal disyuntivo del
estudiante es imprescindible también en la calle y en los lugares
públicos, donde tiene la seguridad de oír hablar inglés, e incluso corre
el peligro constante de que alguien le interpele. Así, en su segundo
libro describe un dispositivo más perfecto, que puede utilizar mientras
se desplaza: se trata de un estetoscopio en los oídos, conectado a un
magnetófono portátil, que puede conectar o desconectar, aumentar o
bajar de sonido, o permutar con la lectura de una revista en lengua
extranjera. Esta utilización del estetoscopio le satisface particularmente
en los hospitales que frecuenta, puesto que considera que la medicina
es una falsa ciencia mucho peor que todas las que pueda imaginar en
las lenguas y en la vida. Si es exacto que pone a punto este dispositivo
23
ya en 1976, mucho antes de la aparición del walkman, cabe considerar
tal como dice él que es su verdadero inventor, y que, por vez primera
en la Historia, una chapuza esquizofrénica está en el origen de un
aparato que se expandirá por todo el planeta, y que a su vez esquizo-
frenizará a pueblos y generaciones enteras.
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mentalmente con todas sus fuerzas un cierto número de calorías, o
bien fórmulas químicas correspondientes al alimento deseable, intelec-
tualizado y purificado, por ejemplo «las largas cadenas de átomos de
carbono no saturadas» de los aceites vegetales. Combina la fuerza de
las estructuras químicas con la de las palabras extranjeras, bien
haciendo corresponder una repetición de palabras a una absorción de
calorías («repetiría las mismas cuatro o cinco palabras unas veinte o
treinta veces mientras ingeriría con avidez una suma de calorías igual
en centenas al segundo par de números o igual en millares al primer
par de números»), bien identificando los elementos fonéticos que se
trasladan a las palabras extranjeras con fórmulas químicas de trans-
formación (por ejemplo las parejas de fonemas vocales en alemán, y
más generalmente los elementos de lenguaje que se transforman
automáticamente «como un compuesto químico inestable o un radioe-
lemento de un período de transformación extremadamente breve»).
25
idioma total y continuo, como saber del lenguaje o filología, contra la
lengua materna, que es el grito de la vida. Hay que reunir las combina-
ciones atómicas en una fórmula total y una tabla periódica, como saber
del cuerpo o biología molecular, contra el cuerpo vivido, sus larvas y
sus huevos, que son el sufrimiento de la vida. Tan sólo una «hazaña
intelectual» es bella y verdadera, y puede justificar la vida. ¿Pero cómo
iba el saber a tener esa continuidad y esta totalidad suficientes, él, que
está formado por todas las lenguas extranjeras y por todas las fórmulas
inestables, donde siempre subsiste un desfase que amenaza a lo Bello, y
donde sólo emerge una totalidad grotesca que trastoca lo Verdadero?
¿Resulta acaso posible «representarse de una forma continua las
posiciones relativas de los diversos átomos de todo un compuesto
bioquímico medianamente complicado... y demostrar de repente,
instantáneamente, y a la vez de forma continua, la lógica de las pruebas
para la veracidad de la tabla periódica de los elementos»?
26
abre la caja, pero lo que se llama «parcial» tanto es la caja como su
contenido y los pedacitos, pese a que existan diferencias entre ellos,
precisamente siempre vacíos o desfases. Así, los alimentos están dentro
de unas cajas, pero no por ello dejan de contener larvas y gusanos,
sobre todo cuando Wolfson [30] hace añicos las cajas a dentelladas. La
lengua materna es una caja que contiene palabras siempre hirientes,
pero de esas palabras no paran de caer letras, sobre todo consonantes
que hay que evitar y conjurar como otras tantas espinas o fragmentos
particularmente nocivos y duros. ¿No es el propio cuerpo una caja que
contiene los órganos como otras tantas partes, pero esas partes están
afectadas por todos los microbios, virus y sobre todo cánceres que las
hacen explotar, saltando de unas a otras para destrozar el organismo
en su totalidad? El organismo es tan materno como el alimento y la
palabra: parece incluso que el propio pene sea un órgano femenino por
excelencia, como en los casos de dimorfismo en los que una colección
de machos rudimentarios parecen ser apéndices orgánicos del cuerpo
hembra («el verdadero órgano genital femenino le parecía que era, más
que la vagina, un tubo de goma grasiento dispuesto a ser insertado por
la mano de una mujer en el último segmento del intestino, de su
intestino», debido a lo cual las enfermeras le parecen sodomitas
profesionales por excelencia). De la madre, muy hermosa, que se ha
vuelto tuerta y cancerosa, puede por lo tanto decirse que es una
colección de objetos parciales, que son cajas explosivas, pero de
géneros y niveles diferentes, que no cesan en cada género y en cada
nivel de separarse en el vacío, y de ampliar un hueco (desfase) entre las
letras de una palabra, los órganos de un cuerpo o los bocados de
alimento (espaciamiento que las rige, como en las comidas de Wolf-
27
son). Es el cuadro clínico del estudiante esquizofrénico: afasia, hipo-
condría, anorexia.
28
misma naturaleza, con los mismos sufrimientos, y que también debería
hacernos pasar de las letras hirientes a los soplos animados, de los
órganos enfermos al cuerpo cósmico y sin órganos. A las palabras
maternas y las letras duras Wolfson opone la acción procedente de las
palabras de otra lengua, o de varias, que deberían fusionarse, caber en
una nueva escritura fonética, formar una totalidad líquida o una
continuidad aliterativa. A los alimentos venenosos Wolfson opone la
continuidad de una cadena de átomos y la totalidad de una tabla
periódica, que más bien deben absorberse que fragmentarse, más bien
reconstituir un cuerpo puro que mantener un cuerpo enfermo. Nótese
que la conquista de esta nueva dimensión, que conjura el proceso
infinito de los estallidos y de los desfases, funciona por su cuenta con
dos circuitos, uno rápido y otro lento. Ya lo hemos visto con las
palabras, puesto que por una parte las palabras maternas deben ser
convertidas cuanto antes, y continuamente, pero por otra las [32]
palabras extranjeras sólo pueden extender su dominio y formar un
todo gracias a unos diccionarios interlenguas que ya no pasen por la
lengua materna. De igual modo la velocidad de un período de trans-
formación química, y la amplitud de una tabla periódica de los elemen-
tos. Hasta las carreras de caballos le inspiran dos factores que dirigen
sus apuestas como un mínimo y un máximo: el menor número posible
de «ejercicios de calentamiento» previos del caballo, pero también el
calendario universal de los aniversarios históricos que quepa relacio-
nar con el nombre del caballo, con el propietario, con el jinete, etc. (de
este modo los «caballos judíos» y las grandes fiestas judías).
29
Los denominadores de la gran ecuación nos proporcionarían así una
segunda ecuación derivada:
30
boca, es una organización de cosas que le han metido en el cuerpo. No
es mi lengua la que es materna, es la madre la que es una lengua; y no
es mi organismo el que procede de la madre, es la madre la que es una
colección de órganos, la colección de mis propios órganos. Lo que se
llama Madre es la Vida. Y lo que se llama Padre es lo extranjero, todas
esas palabras que no conozco y que atraviesan las mías, todos esos
átomos que no paran de entrar y salir de mi cuerpo. No es el padre
quien habla todas las lenguas extranjeras y conoce los átomos, son las
lenguas extranjeras y las combinaciones atómicas quienes son mi
padre. El padre es el pueblo de mis átomos y el conjunto de mis
glosalias –resumiendo, el Saber.
31
totalidades ilegítimas se hacen, se deshacen. Ahí es donde se plantea el
problema de la existencia, de mi propia existencia. El estudiante está
enfermo del mundo, y no de su padre–madre. Está enfermo de lo real, y
no de símbolos. La única «justificación» de la vida consistiría en que
todos los átomos bombardearan de una vez por todas la Tierra–cáncer,
y la devolvieran al gran vacío: resolución de todas las ecuaciones, la
explosión atómica. De tal modo que el estudiante va combinando cada
vez más sus lecturas sobre el cáncer, que le enseñan cómo éste progre-
sa, y sus audiciones de radio de onda corta, que le anuncian las posibi-
lidades de un Apocalipsis radiactivo para acabar con todo cáncer:
«¡tanto más cuanto que se puede fácilmente pretender que el planeta
tierra como un todo está aquejado del cáncer más horrible posible,
puesto que una parte de su propia sustancia se ha estropeado y se ha
puesto a multiplicarse y a metastasiarse con, como efecto, el fenómeno
desgarrador de aquí abajo, sarta ineluctable de una infinidad de
mentiras, de injusticias, de sufrimientos..., ahora no obstante difícil-
mente tratable y curable mediante dosis extremadamente fuertes y
persistentes de radiactividad artificial...!».
32
propio planeta, a su vez extremadamente canceroso..., Eiohim hon
petsita, literalmente Dios él abomba»...
33
pero una y otro engendran nuevas figuras extraordinarias que son las
revelaciones del Ser, tal vez las de Roussel o Brisset, e incluso la de
Artaud, el gran asunto del soplo y el cuerpo «innatos» del hombre.
17 Sobre «lo imposible» en el lenguaje, y los medios para hacerlo posible, vid. Jean–Claude
Milner, L’amour de la langue, Seuil (particularmente las consideraciones sobre la lengua
materna y la diversidad de las lenguas). Bien es verdad que el autor reivindica el concepto
lacaniano de laleneua, donde se enlazan la lengua y el deseo, pero este concepto parece tan
poco reducible al psicoanálisis como a la lingüística.
34
todo acabe mal. Pero las nuevas figuras de la vida y del saber siguen
todavía prisioneras en el procedimiento psicótico de Wolfson. Su
procedimiento permanece improductivo en cierto modo. Y es sin
embargo una de las mayores experimentaciones llevadas a cabo en este
campo. Debido a ello Wolfson se empeña en decir «paradójicamente»
que resulta a veces más difícil permanecer postrado, parado, que
incorporarse para ir más lejos... [37]
35
3. LEWIS CARROLL
¿Pero por qué Carroll no utiliza este título? Pues porque Alicia con-
quista progresivamente las superficies. Emerge o vuelve a subir a la
superficie. Crea superficies. Los movimientos de hundimiento y de
enterramiento dejan paso a ligeros movimientos laterales de desliza-
miento; los animales de las profundidades se vuelven figuras de naipes
sin espesor. A mayor abundamiento, Del otro lado del espejo toma
posesión de la superficie de un espejo, instituye la de un tablero de
ajedrez. Puros acontecimientos escapan de los estados de cosas. Uno ya
no se hunde hasta el fondo, sino que acaba pasando al otro lado a
fuerza de deslizarse, haciendo como los zurdos e [38] invirtiendo el
derecho y el revés. La bolsa de Fortunatus que describe Carroll es la
banda de Moebius en la que una misma recta recorre ambos lados. Las
matemáticas son buenas porque instauran superficies, y pacifican un
36
mundo cuyas mezclas en el fondo serían terribles: Carroll matemático,
o bien Carroll fotógrafo. Pero el mundo de las profundidades todavía
ruge bajo la superficie, y amenaza con reventarla: incluso extendidos,
desplegados, los monstruos nos obsesionan.
37
No se trata de que la superficie tenga menos absurdo que la profun-
didad. Pero no se trata del mismo absurdo. El de la superficie es como
el «Brillo» de los acontecimientos puros, entidades que nunca acaban
de llegar o de retirarse. Los acon–[39]tecimientos puros y sin mezcla
brillan por encima de los cuerpos mezclados, por encima de sus
acciones y de sus pasiones enmarañadas. Como un vapor de la tierra,
exhalan en la superficie un incorpóreo, un puro «expresado» de las
profundidades: no la espada, sino el destello de la espada, el destello
sin espada como la sonrisa del gato. Es propio de Carroll haber hecho
que nada pase por el sentido, sino haberlo apostado todo al sinsentido,
puesto que la diversidad de los sinsentidos basta para dar cuenta del
universo entero, de sus terrores así como de sus glorias: la profundi-
dad, la superficie, el volumen o la superficie enrollada. [40]
38
4. LA MAYOR PELÍCULA IRLANDESA
(«PELÍCULA» DE BECKETT)
Problema
Hace falta que algo sea insoportable en el hecho de ser percibido. ¿Es
el ser percibido por terceros? No, puesto que los terceros percibientes
eventuales se derrumban en cuanto perciben que son percibidos cada
uno por su cuenta, y no sólo los unos por los otros. Se produce pues
algo espantoso en sí en el hecho de ser percibido, ¿pero qué?
39
Dato del problema
40
Segundo caso: la habitación, la Percepción
41
cama, es el único mueble de antes del hombre o de después del hom-
bre, que nos coloca en suspenso en medio de la nada (vaivén).
42
Solución general
43
5. SOBRE CUATRO FÓRMULAS POÉTICAS QUE PODRÍAN
RESUMIR LA FILOSOFÍA KANTIANA
Los goznes, el eje alrededor del cual gira la puerta. El gozne, Cardo,
indica la subordinación del tiempo a los puntos precisamente cardina-
les por los que pasan los movimientos periódicos que mide. Mientras el
tiempo permanece dentro de sus goznes, está subordinado al movi-
miento extensivo: es su medida, intervalo o número. Se ha subrayado a
menudo este carácter de la filosofía antigua: la subordinación del
tiempo al movimiento circular del mundo como Puerta giratoria. Es la
puerta giratoria, el laberinto abierto al origen eterno. Habrá toda una
jerarquía de movimientos según su proximidad a lo Eterno, según su
necesidad, su perfección, su uniformidad, su rotación, sus espirales
compuestas, sus ejes y puertas particulares, con los números del
Tiempo que les corresponden. Existe sin duda una tendencia del
tiempo a emanciparse, cuando el movimiento que mide es a su vez más
y más aberrante, derivado, y está marcado por contingencias materia-
les meteorológicas y terrestres; pero es una tendencia hacia abajo, que
depende todavía de las aventuras del movimiento.19 Así, el [45] tiempo
44
sigue estando subordinado al movimiento en lo que tiene de originario
y de derivado.
20Borges, Obras completas I, Ficciones, «La muerte y la brújula», Emecé, pág. 507.
21Hölderlin, Remarques sur AEdipe (y el comentario de Jean Beaufret que analiza la relación
con Kant), 10–18.
45
deriva. Es Hamlet, más bien, quien concluye la emancipación del
tiempo: efectúa realmente la revolución porque su propio movimiento
ya sólo resulta de la sucesión de la determinación. Hamlet es el primer
héroe que necesita realmente tiempo para actuar, mientras que el
héroe anterior lo padece como la consecuencia de un movimiento
originario [46] (Esquilo) o de una acción aberrante (Sófocles). La
Critica de la razón pura es el libro de Hamlet, el príncipe del Norte.
Kant está en la situación histórica que le permite comprender todo el
alcance de la revolución: el tiempo ya no es el tiempo cósmico del
movimiento celeste original, ni el tiempo rural del movimiento meteo-
rológico derivado. Ha devenido el tiempo de la ciudad y nada más, el
mero orden del tiempo.
46
propio tiempo no cambia, no se mueve, como tampoco es eterno. Es la
forma de todo lo que cambia y se mueve, pero es una forma inmutable
que no cambia. No una forma eterna sino precisamente la forma de lo
que no es eterno, la forma inmutable del cambio y del movimiento.
Una forma autónoma semejante parece designar un profundo misterio:
exige una nueva definición del tiempo (y del espacio).
«Yo es otro...»
RIMBAUD, carta a Izambart, mayo de 1871,
carta a Demeny, 15 de mayo de 1871
Había otra concepción antigua del tiempo, como modo de [47] pen-
samiento o movimiento intensivo del alma: una especie de tiempo
espiritual y monacal. El cogito de Descartes lleva a cabo su seculariza-
ción, su laicización: el pienso es un acto de determinación instantáneo,
que implica una existencia indeterminada (soy), y que la determina
como la de una sustancia pensante (soy una cosa que piensa). ¿Pero
cómo iba la determinación a poder referirse a lo indeterminado si no
se dice de qué manera éste es «determinable»? Pues esta exigencia
kantiana no permite más salida que la siguiente: sólo en el tiempo, bajo
la forma de tiempo, la existencia indeterminada resulta determinable.
De tal modo que el «pienso» afecta al tiempo, y tan sólo determina la
existencia de un yo que cambia en el tiempo y presenta en cada instan-
te un nivel de conciencia. Por lo tanto el tiempo como forma de deter-
minación no depende del movimiento intensivo del alma, sino que por
el contrario la producción intensiva de un grado de conciencia en el
47
instante depende del tiempo. Kant efectúa una segunda emancipación
del tiempo, y completa su laicidad.
48
síntesis, no sólo de una parte sucesiva a otra, sino en cada instante, y
porque el Mí mismo resulta necesariamente afectado como contenido
de esa forma. La forma de lo determinable hace que el Mí mismo
determinado se represente la determinación como un Otro. En pocas
palabras, la locura del sujeto corresponde al tiempo fuera de sus
goznes. Es como una doble desviación del Yo y del Mí mismo en el
tiempo, que los refiere uno a otro, los cose uno a otro. Es el hilo del
tiempo.
En cierto modo Kant va más lejos que Rimbaud, pues la gran formu-
lación de Rimbaud sólo adquiere toda su fuerza a través de los recuer-
dos escolares. Rimbaud facilita de su formulación una interpretación
aristotélica: «¡Y tanto peor para la madera que acaba encontrándose en
el violín!... Si el cobre cuando despierta es un clarín, qué culpa tiene...»
Es como una relación concepto–objeto, de tal modo que el concepto es
una forma en acto, pero el objeto una materia tan sólo en potencia. Es
un molde, un moldeado. Para Kant, por el contrario, el Yo no es un
concepto, sino la representación que va pareja a todo concepto; y el Mí
mismo no es un objeto, sino aquello a lo que todos los objetos se
refieren como la variación continua de sus propios estados sucesivos, y
la modulación infinita de sus grados en el instante. La relación concep-
to–objeto subsiste en Kant, pero puenteada por la relación Yo–Mí
mismo que constituye una modulación, y no ya un moldeado. En este
sentido, la distinción compartimentada de las formas como conceptos
(clarín–violín), o de las materias como objetos (cobre–madera), da
paso a la continuidad de un desarrollo lineal [49] sin retorno que exige
el establecimiento de nuevas relaciones formales (tiempo) y la disposi-
49
ción de un nuevo material (fenómeno): sucede como si, en Kant, se
oyera ya a Beethoven, y muy pronto la variación continua de Wagner.
50
escindirnos a nosotros mismos, de desdoblarnos, pese a que nuestra
unidad permanezca. Un desdoblamiento que no se produce hasta el
final, porque el tiempo no tiene final, pero un vértigo, una oscilación
que constituye el tiempo, como un deslizamiento, una flotación
constituye el espacio ilimitado. [50]
Lo que equivale a decir la ley, puesto que unas leyes que no se cono-
cen apenas se diferencian. La conciencia antigua habla de las leyes,
porque nos hacen conocer el Bien o lo mejor en tales o cuales condi-
ciones: las leyes dicen lo que es el Bien del que resultan. Las leyes son
un «segundo recurso», un representante del Bien en un mundo aban-
donado por los dioses. Cuando el auténtico Político no está, deja
directrices generales que los hombres deben conocer para comportar-
se. Las leyes son pues como la imitación del Bien en tal o cual caso,
desde el punto de vista del conocimiento.
51
siquiera inteligible. Y no nos dice qué hay que hacer, sino qué regla
subjetiva hay que obedecer, sea cual sea nuestra acción. Será moral
toda acción cuya máxima pueda ser pensada sin contradicción como
universal, y cuyo móvil no tenga más objeto que esa máxima (por
ejemplo, la mentira no puede ser pensada como universal, puesto que
cuando menos implica a unas personas que se la creen y que no
mienten cuando creen en ella). Así, la ley se define como pura forma de
universalidad. No nos dice qué objeto debe perseguir la voluntad para
ser buena, sino qué forma debe adoptar para ser moral. No nos dice
qué resulta necesario, sólo nos dice: ¡Es necesario!, aun a costa de
deducir el bien, es decir los objetos de este imperativo puro. La ley no
es conocida, porque nada que conocer hay en ella: es el objeto de una
determinación puramente práctica, y no teórica o especulativa. [51]
52
No excluye ni a los más santos.25 Nunca considera que nuestra cuenta
está saldada, ni en relación con nuestras virtudes ni con nuestros vicios
o nuestras faltas: así en todo momento la absolución sólo es aparente, y
la conciencia moral, lejos de sosegarse, se refuerza con todas nuestras
renuncias y golpea con más fuerza todavía. No es Hamlet, sino Bruto.
¿Cómo iba la ley a levantar el secreto que pesa sobre ella sin hacer que
se volviera imposible la renuncia de la que se alimenta? Una absolución
sólo puede ser esperada, «que remedie la impotencia de la razón
especulativa», no ya en un momento determinado, sino desde la
perspectiva de un progreso hacia el infinito en la adecuación siempre
más exigente con la ley (la santificación como conciencia de la perseve-
rancia en el progreso moral). Este camino que excede los límites de
nuestra vida, y que requiere la inmortalidad del alma, sigue la línea
recta del tiempo inexorable e incesante sobre la que permanecemos en
un contacto constante con la ley. Pero, precisamente, esta prolongación
indefinida más que conducirnos al paraíso nos instala ya en el infierno
aquí abajo. Más que anunciarnos la inmortalidad del [52] alma, destila
«una muerte lenta», y no cesa de diferir el juicio de la ley. Cuando el
tiempo se sale de sus goznes, tenemos que renunciar al ciclo antiguo de
las faltas y de las expiaciones para seguir la senda infinita de la muerte
lenta, del juicio diferido o de la deuda indefinida. El tiempo no nos deja
otra alternativa jurídica sino la de Kafka en El proceso: o bien la
«absolución aparente», o bien la «prórroga ilimitada».
25 Freud, Malaise dans la civilisation, Denoël, pág. 63: «Toda renuncia pulsional se convierte en
una fuente de energía para la conciencia, más adelante toda nueva renuncia intensifica a su vez
la severidad y la intolerancia de ésta» (y la alusión a Hamlet, pág. 68) (Freud: Obras completas.
Biblioteca Nueva, 1987).
53
Alcanzar lo desconocido a través del desvarío de todos
los sentidos... un largo, inmenso y razonado desvarío
de todos los sentidos
RIMBAUD, id.
54
cada una va hasta el final de sí misma, y no obstante pone así de
manifiesto su posibilidad de una armonía cualquiera con las demás.
Será la Crítica del juicio como fundación del romanticismo.
55
Sublime va todavía más lejos en ese sentido: hace intervenir las diver-
sas facultades de modo tal que se opongan una a otra como luchadores,
que una arrastre a la otra a su máximo o a su límite, pero que la otra
reaccione impulsando a la una a una inspiración que no se le había
ocurrido por sí sola. Una empuja a la otra a su límite, pero las dos se
las arre–[54]glan para que una supere el límite de la otra. Las faculta-
des se relacionan en lo más profundo de sí mismas, y en lo que tienen
de más ajeno una respecto a otra. Se abrazan en lo más alejado de su
distancia. Es una lucha terrible entre la imaginación y la razón, pero
también el entendimiento, el sentido íntimo, lucha cuyos episodios
serán las dos formas de lo Sublime, luego el Genio. Tempestad en una
sima abierta dentro del sujeto. En las otras dos Críticas, la facultad
dominante o fundamental era tal que las demás facultades le propor-
cionaban los armónicos más cercanos. Pero ahora, en un ejercicio en
límite, las diversas facultades se suministran mutuamente los armóni-
cos más alejados unos de otros, de tal modo que esencialmente forman
acordes disonantes. La emancipación de la disonancia, el acorde
discordante, ése es el gran descubrimiento de la Crítica del juicio, la
última revolución kantiana. La separación que une era el primer tema
de Kant en la Crítica de la razón pura. Pero acaba descubriendo al final
la discordancia que forma acorde. Un ejercicio de desvarío de todas las
facultades, que definirá la filosofía futura, como para Rimbaud el
desvarío de todos los sentidos tenía que definir la poesía del futuro.
Una música nueva como discordancia, y, como acorde discordante, el
origen del tiempo.
56
Por este motivo proponíamos cuatro fórmulas, evidentemente arbi-
trarias respecto a Kant, pero nada arbitrarias respecto a lo que Kant
nos ha legado para el presente y para el futuro. El texto admirable de
De Quincey Los últimos días de Kant lo decía todo, pero es sólo el
anverso de las cosas que encuentran su desarrollo en las cuatro fórmu-
las poéticas del kantismo. Es el aspecto shakespeariano de Kant, que
empieza como Hamlet y acaba en rey Lear, cuyas hijas serían los
poskantianos. [55]
57
6. NIETZSCHE Y SAN PABLO, LAWRENCE
Y JUAN DE PATMOS
No es el mismo, no puede ser el mismo... Lawrence irrumpe en la
discusión erudita de quienes se preguntan si el Juan que escribió un
evangelio y el Apocalipsis es el mismo.26 Lawrence interviene con
argumentos muy pasionales, tanto más fuertes cuanto que implican un
método de evaluación, una tipología: el mismo tipo de hombre no ha
podido escribir evangelio y apocalipsis. Nada importa que cada uno de
los textos sea en sí mismo complejo, o incluya elementos múltiples, y
reúna tantas cosas diferentes. No se trata de dos individuos, de dos
autores, sino de dos tipos de hombre, o de dos regiones del alma, de
dos conjuntos del todo diferentes. El Evangelio es aristocrático, indivi-
dual, suave, amoroso, decadente, bastante culto incluso. El Apocalipsis
es colectivo, popular, inculto, rencoroso y salvaje. Habría que explicar
cada uno de estos términos para evitar los contrasentidos. Pero ahora
ya el evangelista y el apocalipsista no pueden ser el mismo. Juan de
Patmos ni siquiera adopta la máscara del evangelista, ni la de Cristo,
inventa otra, fabrica otra que, en nuestra opinión, desenmascara a
Cristo, o bien se superpone a la de Cristo. Juan [56] de Patmos trabaja
en el terror y la muerte cósmicos, mientras que el Evangelio y Cristo
trabajan el amor humano, espiritual. Cristo inventaba una religión de
amor (una práctica, una forma de vivir y no una creencia), el Apocalip-
26 Respecto al texto y a los comentarios del Apocalipsis, vid. Charles Brütsh, La clartá de
l’Apocalypse, Ginebra (y, sobre la cuestión del autor o de los autores, vid. págs. 397–405). Las
razones eruditas para asimilar a ambos autores parecen muy débiles. En las notas siguientes, la
referencia «Apocalypse» remite al comentario de Lawrence (Balland) (Apocalipsis, Mavila’h,
1990), excepto la nota 1 de la página 62.
58
sis aporta una religión del Poder, una creencia, una forma terrible de
juzgar. En vez del don de Cristo, una deuda infinita.
59
do un nuevo tipo de sacerdote más terrible aún que los anteriores, «su
técnica de tiranía sacerdotal, su técnica de aglomeración: la creencia en
la inmortalidad, es decir la doc–[57]trina del juicio». Lawrence recupe-
ra la oposición, pero en este caso se trata de la de Cristo con el rojo y
sangriento Juan de Patmos, el autor del Apocalipsis. Libro mortal de
Lawrence puesto que antecede por poco a su roja muerte hemotísica,
como el Anticristo, el desmoronamiento de Nietzsche. Antes de morir,
un último «mensaje de alegría», una última buena nueva. No se trata de
un Lawrence que habría imitado a Nietzsche. Más bien recoge una
flecha, la de Nietzsche, y la dispara hacia otro lugar, tensada de otra
manera, hacia otro cometa, a otro público: «La naturaleza dispara al
filósofo entre la humanidad como una flecha; no apunta, pero espera
que la flecha quede colgada en algún sitio.»27 Lawrence prueba de
nuevo lo que intentó Nietzsche tomando a Juan Patmos y no ya a San
Juan como blanco. Muchas cosas cambian, o se completan, de un
intento a otro, e incluso lo que es común a ambos redunda en fuerza,
en novedad.
60
alma individual bastaría para alejar a los monstruos ocultos en el alma
colectiva. Error político. Dejaba que nos las compusiéramos con el
alma colectiva, con el César, fuera de nosotros y dentro de nosotros,
con el Poder, fuera de nosotros y dentro de nosotros. Al respecto,
nunca dejó de defraudar a sus apóstoles y a sus discípulos. Cabe
incluso pensar que lo hizo deliberadamente. No quería un maestro, ni
ayudar a sus discípulos (sólo amarlos, decía, ¿pero que ocultaba con
ello?». «Nunca se mezcló con ellos de verdad, ni siquiera trabajó ni
actuó con ellos. Estuvo solo siempre. Los [58] intrigó de forma supre-
ma, y, en una parte de ellos mismos, los dejó en la estacada. Rechazó
ser su poderoso jefe físico: la necesidad de rendir tributo, interno a un
hombre como Judas, se sintió traicionada, con lo que traicionó a su
vez.»28 Los apóstoles y discípulos se lo hicieron pagar a Cristo: nega-
ción, traición, falsificación, trucaje desvergonzado de la Nueva. Law-
rence dice que el personaje principal del cristianismo es Judas.29 Y
luego Juan de Patmos, y luego San Pablo. Lo que esgrimen es la protes-
ta del alma colectiva, la parte despreciada por Cristo. Lo que el Apoca-
lipsis esgrime es la reivindicación de los «pobres» o los «débiles», pues
no son lo que se piensa, no son los humildes o los desdichados, sino
esos hombres más que temibles que no tienen más alma que la colecti-
va. Entre las páginas más hermosas de Lawrence están las de la Oveja:
Juan de Patmos anuncia el león de Judea, pero es una oveja lo que llega,
una oveja cornuda que ruge como un león, que se ha vuelto singular-
61
mente astuta, tanto más cruel y terrorífica cuanto que se presenta
como víctima sacrificada, y no ya como sacrificador o verdugo. Verdu-
go peor que los otros. «Juan insiste sobre una oveja que está ahí como
inmolada, pero nunca se la ve inmolada, más bien se la ve inmolar a los
hombres por millones; incluso al final, cuando aparece vestida con una
victoriosa camisa ensangrentada, la sangre no es la suya...».30 El
cristianismo será realmente el Anticristo; engendra hijos en la espalda,
proporciona por la fuerza a Jesús un alma colectiva, da a cambio al
alma colectiva un alma individual de superficie, la ovejita. El cristia-
nismo, y Juan de Patmos en primer lugar, han fundado un tipo de
hombre nuevo, y un tipo de pensador que todavía perdura en la
actualidad, que conoce un reino nuevo: la oveja carnívora, la oveja que
[59] muerde, y que grita «socorro, ¿qué os he hecho?, si era por vuestro
bien y por nuestra causa común». Qué figura más curiosa, la del
pensador moderno. Esas ovejas con piel de león, y con unos dientes
demasiado grandes, ya ni siquiera necesitan el hábito del sacerdote, o,
como decía Lawrence, del Ejército de Salvación: han conquistado
muchos medios de expresión, muchas fuerzas populares.
62
universo: quiere un poder cosmopolita, pero no a la luz del día como el
del Imperio, sino más bien en cada esquina y rincón, en cada hueco
oscuro, en cada recoveco del alma colectiva.31 Final y principalmente,
quiere un poder último que no apele a los dioses, sino que sea el de un
Dios sin apelación, y que juzgue todos los demás poderes. El cristia-
nismo no llega a un compromiso con el Imperio romano, lo transmuta.
Con el Apocalipsis, el cristianismo inventará una imagen completa-
mente nueva del poder: el sistema del Juicio. El pintor Gustave Courbet
(hay muchas similitudes entre Lawrence y Courbet) hablaba de perso-
nas que se despiertan en plena noche gritando «¡quiero juzgar, tengo
que juzgar!». Voluntad de destruir, voluntad de introducirse en cada
rincón, voluntad de ser la última palabra para siempre jamás: triple
voluntad que no es sino una sola, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
El poder cambia singularmente de naturaleza, de expresión, de distri-
bución, de intensidad, de medios y de fin. Un contrapoder que sea al
mismo tiempo un poder de los recovecos y un poder de [60] los últimos
hombres. El poder ya tan sólo existe como la prolongada política de la
venganza, la prolongada empresa de narcisismo del alma colectiva.
Desquite y autoglorificación de los débiles, dice Lawrence–Nietzsche:
incluso el asfodelfo griego se volverá narciso cristiano.32 Y qué detalles
en la lista de las venganzas y de las glorias... Sólo hay una cosa que no
cabe reprochar a los débiles, es la de no ser bastante duros, la de no
31 Nietzsche, El Anticristo, párrafo 17: el Dios «se sintió en su casa en todas partes, el gran
cosmopolita... pero siguió siendo judío, siendo el dios de los huecos, de todas las esquinas y
recovecos oscuros... Después como antes, su reino en este mundo es un reino de submundo, un
hospicio, un reino subterráneo...».
32 Lawrence, Promenades étrusques, Gallimard, págs. 23–24 (Atardeceres etruscos, Laertes,
1993).
63
estar bastante embebidos de su gloria y de su certeza.
Pero, para esta empresa del alma colectiva, habría que inventar una
nueva raza de sacerdotes, un tipo nuevo, aunque sea enfrentándolo
contra el sacerdote judío. Éste no poseía todavía la universalidad ni la
ultimidad, era demasiado local y andaba aún esperando algo. El
sacerdote cristiano tendrá que relevar al sacerdote judío, aunque sea a
costa de que ambos se vuelvan contra Cristo. Someterán a Cristo a la
peor de las prótesis: se le convertirá en el héroe del alma colectiva, se le
obligará a devolver al alma colectiva lo que él jamás quiso darle. O
mejor dicho el cristianismo le dará lo que él siempre aborreció, un Yo
colectivo, un alma colectiva. Juan de Patmos pone todo su empeño en
el asunto: «Siempre títulos de poder, nunca títulos de amor. Cristo
siempre es el conquistador, todopoderoso, el destructor de espada
resplandeciente, destructor de hombres hasta que la muerte alcance los
estribos de los caballos. Jamás el Cristo salvador, jamás. El hijo del
hombre del Apocalipsis baja a la tierra para traer un nuevo y terrible
poder, mayor que el de cualquier Pompeyo, Alejandro o Ciro. Poder,
terrorífico poder de disuasión... Algo que deja de una pieza...»33 Obliga-
rán a Cristo a resucitar para ello, le pondrán inyecciones. A Él, que no
juzgaba, y que no quería juzgar, lo convertirán en un engranaje esen-
cial en el sistema del Juicio. Pues la venganza de los débiles o el nuevo
poder se sitúa en el punto exacto cuando [61] el juicio, la abominable
facultad, se convierte en la facultad dominante del alma. (Sobre el
problema menor de una filosofía cristiana: sí, hay una filosofía cristia-
na, no en función de la creencia, sino desde el momento en que el
64
juicio es considerado una facultad autónoma, que precisa a este
respecto del sistema y la garantía de Dios.) El Apocalipsis ha ganado,
nunca hemos conseguido salir del sistema del juicio. «Y vi unos tronos,
y a los que se sentaron en ellos les fue dado el poder de juzgar.»
65
de principio a fin: las almas martirizadas que tienen que esperar a que
los mártires formen un número suficiente antes de [62] que comience
el espectáculo.35 Y la pequeña espera de media hora en la apertura del
séptimo sello, la gran espera durante el milenio... Sobre todo es im-
prescindible que el Fin esté programado. «Tanta necesidad tenían de
conocer el final como el inicio, nunca hasta entonces habían querido
los hombres conocer el fin de la creación... Odio candente e innoble
deseo del fin del mundo»...36 Hay aquí un elemento que como tal no
pertenece al Antiguo Testamento, sino al alma colectiva cristiana, y que
opone la visión apocalíptica y la palabra profética, el programa apoca-
líptico y el proyecto profético. Pues si el profeta espera, lleno ya de
resentimiento, no por ello deja de seguir en el tiempo, en la vida, y
espera un advenimiento. Y está esperando el advenimiento como algo
imprevisible y nuevo, cuya presencia o gestación sólo conoce en el
proyecto de Dios, mientras que el cristianismo ya sólo puede esperar
un retorno, y el retorno de algo programado hasta el último detalle. En
efecto, si Cristo ha muerto, el centro de gravedad se ha desplazado, ya
no está en la vida, sino que ha pasado detrás de la vida, a una posvida.
El destino diferido cambia de sentido en el cristianismo, puesto que ya
no sólo está diferido, sino posferido, situado después de la muerte,
después de la muerte de Cristo y de la muerte de cada cual.37 Nos
35 Apocalypse, 6: «¿Hasta cuándo, Señor, santo y veraz, difieres hacer justicia y vengar nuestra
sangre contra los que habitan en la tierra?... y se les dijo que descansasen en paz un poco de
tiempo, en tanto que se cumplía el número de sus consiervos y hermanos que habían de ser
martirizados también como ellos.»
36 Apocalypse, cap. VI, págs. 81–82.
37 Nietzsche, El Anticristo, párrafo 42: «San Pablo se limitó a desplazar la gravedad de toda
existencia detrás de esa existencia, en la mentira de Cristo resucitado. En el fondo, la vida del
redentor no podía resultarle de ninguna utilidad, necesitaba la muerte en la cruz y alguna cosa
más...»
66
encontramos entonces ante la tarea de tener que llenar un tiempo
monstruoso, prolongado, entre la Muerte y el Fin, la Muerte y la
Eternidad. Sólo cabe llenarlo de visiones: «miré, y he aquí...», «y
entonces vi...». La visión apocalíptica sustituye a la palabra profética, la
programación al proyecto y a la acción, todo un teatro de fantasías
sucede tanto a la acción de los profetas como a la pasión de Cristo.
Fantasías, fantasmas, expresión [63] del instinto de venganza, arma de
la venganza de los débiles. El Apocalipsis rompe con el profetismo pero
sobre todo con la elegante inmanencia de Cristo, para quien la eterni-
dad se experimentaba primero en la vida, sólo podía experimentarse en
la vida («sentirse en el cielo»).
67
haciendo aflorar un sustrato en el estrato más reciente, un libro–
sondeo y no ya una síncresis. Un estrato pagano, uno judío y uno
cristiano, eso es lo que marca las grandes partes del Apocalipsis, pese a
que algún sedimento pagano acabe deslizándose en una falla del
estrato cristiano, llenando un vacío cristiano (Lawrence analiza el
famoso ejemplo del capítulo 12 del Apocalipsis, donde el mito pagano
de un nacimiento divino, con la Madre astral y el gran dragón rojo,
acaba colmando el vacío del nacimiento de Cristo).38 Una reactivación
semejante del paganismo no es frecuente en la Biblia. Cabe imaginar
que los profetas, los evangelistas, el propio San Pablo, eran unos
expertos en lo que a astros, estrellas y cultos paganos se refiere; pero
optaron por suprimir al máximo, por [64] recubrir ese estrato. Sólo hay
un caso en el que los judíos tienen una necesidad absoluta de volver a
ello, y es cuando se trata de ver, cuando tienen necesidad de ver,
cuando la Visión recupera cierta autonomía respecto a la palabra. «Los
judíos del periodo posterior a David no tenían ojos propiamente, tanto
escrutaban a su Jehová que se quedaban ciegos, y luego miraban el
mundo con los ojos de sus vecinos; cuando los profetas habían de tener
visiones, éstas tenían que ser caldeas o asirías. Tomaban otros dioses
prestados para ver a su propio Dios invisible.»39 Los hombres de la
nueva Palabra tienen necesidad del antiguo ojo pagano. Cosa que ya es
verdad en lo que a los elementos apocalípticos que surgen en los
profetas se refiere. Ezequiel tiene necesidad de las ruedas agujereadas
de Anaximandro («es un gran alivio encontrar las ruedas de Anaxi-
mandro en Ezequiel...»). Pero es el autor del Apocalipsis, el libro de las
68
Visiones, es Juan de Patmos, el que más necesidad tiene de reactivar el
fondo pagano, y el que está mejor situado para hacerlo. Juan conocía
muy poco y mal a Jesús y los Evangelios, «pero al parecer era un
experto en lo que al valor pagano de los símbolos se refiere, en tanto
que difiere del valor judío o cristiano».40
69
de un fondo judío revisado y corregido, convertido, pero necesita que
el fondo pagano esté y permanezca oculto. Y posee la cultura suficiente
para hacerlo, mientras que Juan de Patmos es un hombre del pueblo.
Es una especie de minero gales inculto. Lawrence inicia su comentario
del Apocalipsis con el retrato de esos mineros ingleses a los que tan
bien conocía y que le maravillaron: duros, muy duros, dotados de un
«sentido especial del poder bruto y salvaje», hombres religiosos por
excelencia, en la venganza y la autoglorificación, esgrimiendo el
Apocalipsis, organizando las tenebrosas veladas de los martes en las
capillas metodistas primitivas.41 Su jefe natural no es el apóstol Juan ni
San Pablo, sino Juan de Patmos. Son el alma colectiva y popular del
cristianismo, mientras que San Pablo (y Lenin también, dirá Lawrence)
es todavía un aristócrata que va al pueblo. Los mineros son expertos en
estratos. No necesitan haber leído, pues en ellos es donde el fondo
pagano ruge. Precisamente, se abren a un estrato pagano, lo despejan,
hacen que venga a ellos, y se limitan a decir: es carbón, es Cristo.
Efectúan la desviación de estrato más impresionante para hacer que
sirva al mundo cristiano, mecánico y técnico. El Apocalipsis es una
inmensa máquina, una organización ya industrial. Metrópolis. En
virtud de su experiencia vivida, Lawrence toma a Juan de Patmos por
un minero inglés, el Apocalipsis por una serie de grabados colgados en
las paredes de la casa del minero, el espejo de un rostro popular, duro,
[66] despiadado y pío. Es la misma causa que la de San Pablo, el mismo
propósito, pero no es en absoluto el mismo tipo de hombre, el mismo
procedimiento ni la misma función, San Pablo director último, y Juan
de Patmos obrero, el terrible obrero de la última hora. El jefe de
70
empresa tiene que prohibir, censurar, seleccionar, mientras que el
obrero puede martillar, alargar, comprimir, recuperar una materia...
Por eso en la alianza Nietzsche–Lawrence no hay que considerar que la
diferencia de blanco, San Pablo para uno, Juan de Patmos para el otro,
sea anecdótica o secundaria. Determina una diferencia radical entre
ambos libros. Lawrence recupera bien la flecha de Nietzsche, pero a su
vez la manda de un modo completamente distinto, aunque acaben
encontrándose los dos en el mismo infierno, demencia y hemotisis, ya
que San Pablo y Juan de Patmos ocupan todo el cielo.
71
pagano para acabar con él, para llevar a cabo su destrucción alucinato-
ria. Lawrence define el cosmos de una forma muy sencilla: es la [67]
sede de los grandes símbolos vitales y de las conexiones vivas, la vida–
más–que–personal. Las conexiones cósmicas serán sustituidas por los
judíos por la alianza de Dios con el pueblo elegido; la vida supra –o
infra– personal será sustituida por los cristianos por el pequeño
vínculo personal del alma con Cristo; los símbolos judíos y cristianos
serán sustituidos por la alegoría. Y ese mundo pagano, que sigue vivo
pese a todo, que sigue viviendo con su potencia en el fondo de noso-
tros, el Apocalipsis lo halaga, lo invoca, lo hace subir a la superficie,
pero para arreglarle las cuentas, para asesinarlo de verdad, ni siquiera
por odio directo, sino porque tiene necesidad de él como medio. El
cosmos ya había padecido muchas derrotas, pero con el Apocalipsis
acaba muriendo.
Cuando los paganos hablaban del mundo, lo que les interesaba eran
siempre los inicios y los saltos de un ciclo a otro; pero ahora ya no
queda más que un fin, al término de una larga línea plana, y, necrófilos,
sólo nos interesa ese fin, siempre y cuando sea definitivo. Cuando los
paganos, los presocráticos, hablaban de destrucción, siempre la
consideraban una injusticia, fruto del exceso de un elemento respecto a
otro, y lo injusto era ante todo lo destructor. Pero ahora a la destruc-
ción se la llama justa, y a la voluntad de destruir se la llama Justicia y
Santidad. Es la aportación del Apocalipsis: ¡a los romanos ya ni se les
reprocha que sean unos destructores, ni se les guarda rencor por esa
razón que sin embargo sería una buena razón, se le reprocha a la
Roma–Babilonia ser una rebelde, una sublevada, albergar a sublevados,
72
gentes humildes o importantes, pobres o ricas! Destruir, y destruir a un
enemigo anónimo, intercambiable, a un enemigo cualquiera, se ha
convertido en el acto más esencial de la nueva justicia. Definir al
enemigo cualquiera como aquel que no es conforme con el orden de
Dios. Resulta extraño cómo, en el Apocalipsis, todo el mundo tendrá
que ser marcado, llevará una marca en la frente o en la mano, marca de
la Bestia o de Cristo; y la Oveja marcará a 144.000 personas, y la Bestia...
Cada vez que se ha programado una ciudad radiante, sabemos perfec-
tamente que se trata de una forma de destruir el mundo, de volverlo
«inhabitable», y de levantar la veda del enemigo [68] cualquiera.42 Tal
vez no haya muchas similitudes entre Hitler y el Anticristo, pero
abundan por el contrario entre la Nueva Jerusalén y el futuro que se
nos augura, no sólo en la ciencia ficción, sino más bien en la planifica-
ción militar–industrial del Estado mundial absoluto. El Apocalipsis no
es el campo de concentración (Anticristo), es la gran seguridad militar,
policial y civil del nuevo Estado (Jerusalén celeste). La modernidad del
Apocalipsis no estriba en las catástrofes anunciadas, sino en la auto-
glorificación programada, la institución de la gloria de la Nueva
Jerusalén, la instauración demente de un poder último, judicial y
moral. Terror arquitectónico de la Nueva Jerusalén, con su muralla, su
calle Mayor de cristal, «y la ciudad no necesita sol ni luna para ilumi-
narla..., y nada mancillado penetrará en ella, sino sólo aquellos que
están inscritos en el libro de la vida de la Oveja». Involuntariamente, el
Apocalipsis nos persuade al menos de que lo más terrible no es el
42Algunos pensadores hacen hoy en día un retrato propiamente «apocalíptico», del que se
desprenden tres caracteres: 1) los gérmenes de un Estado mundial absoluto; 2) la destrucción
del mundo «habitable» en beneficio de un entorno, medio estéril y mortal; 3) la caza del
enemigo «cualquiera»: así Paul Virilio, L ‘insecurité du territoire, Stock.
73
Anticristo, sino esta nueva ciudad descendida del cielo, la ciudad santa
«preparada como una esposa adornada para su esposo». Cada lector un
poco sano del Apocalipsis se siente ya en el lago sulfuroso.
Entre las páginas más hermosas de Lawrence se cuentan pues las que
se refieren a esta reactivación del mundo pagano, pero en unas condi-
ciones tales que los símbolos vitales están en plena decadencia, y todas
sus conexiones vivas cortadas. «La mayor falsificación literaria», decía
Nietzsche. La fuerza de Lawrence cuando analiza los temas precisos de
esta decadencia, de esta falsificación en el Apocalipsis (nos limitaremos
a señalar unos puntos concretos):
74
jamás.43 Incluso el mar, para mayor seguridad, será vertido en la balsa
de azufre: así desaparecerán las conexiones de todos los tipos.
75
dragón, cuando el dragón adquiere este color de cartón piedra de la
pálida Europa.45
44 Apocalypse, cap. X, pág. 121. (El caballo como fuerza viva y símbolo vivido aparece en la
novela de Lawrence La mujer que se fue a caballo, Edhasa, 1988.)
45 Apocalypse, cap. XVI, págs. 169–173.
46 Apocalypse, caps. XV y XVI, págs. 155 y 161.
76
guar–[71]dianes de la sexualidad, porque mantienen la separación a
través de la cual se insinúa el nacimiento, y hacen que se alternen el
agua y la sangre, esquivando el punto mortal en el que todo se mezcla-
ría sin medida. Por lo tanto los gemelos son los amos de los flujos y de
su paso, de su alternancia y de su disyunción.47 Por este motivo necesi-
ta el Apocalipsis mandarlos matar, y luego subirlos al cielo, no para
que el mundo pagano conozca su propia desmesura, sino para que la
mesura le venga de fuera como una sentencia de muerte.
77
Es más bien estúpida si vemos en ella tres partes concatenadas cuya
respuesta es el Hombre. Pero se hace más interesante si percibimos tres
grupos de imágenes que giran alrededor del punto más misterioso del
hombre, las imágenes del niño–animal, luego las de la criatura de dos
patas, simio, pájaro o rana, y luego las de la bestia desconocida de tres
patas, [72] de allende los mares y los desiertos. Y en eso consiste,
precisamente, el símbolo rotativo: no tiene principio ni fin, no nos lleva
a ninguna parte, no llega a ninguna parte, sobre todo no tiene punto
final, ni siquiera etapas. Siempre está en medio, en medio de las cosas,
entre las cosas. Sólo tiene un medio, unos medios cada vez más pro-
fundos. El símbolo es maelström, nos hace girar hasta producir ese
estado intenso del que surge la solución, la decisión. El símbolo es un
proceso de acción y de decisión; en este sentido se vincula con el
oráculo que proporcionaba imágenes de turbulentos torbellinos. Pues
de este modo tomamos una decisión verdadera: cuando giramos
dentro de nosotros mismos, sobre nosotros mismos, cada vez más y
más deprisa, «hasta que se forma un centro y no sabemos qué hacer».
Es lo contrario de nuestro pensamiento alegórico: éste ya no es un
pensamiento activo, sino un pensamiento que incesantemente remite o
difiere. Ha sustituido el poder de decisión por el poder de juicio. Así,
exige un punto final como un juicio final. Y pone puntos provisionales
entre cada frase, entre cada fase, entre cada segmento, como otras
tantas etapas en la senda que prepara la llegada. Sin duda debido a la
vista, al libro y a la lectura, hemos desarrollado esa afición por los
puntos, por las líneas segmentarizadas, por los inicios, por los finales y
por las etapas. La vista es el sentido que nos separa, la alegoría es
visual, mientras que el símbolo convoca y reúne todos los demás
78
sentidos. Cuando el libro todavía es un rollo, tal vez conserve una
potencia de símbolo. Pero, precisamente, ¿cómo explicar esa cosa tan
insólita, que el libro de los siete sellos sea supuestamente un rollo, y
que no obstante los sellos se vayan rompiendo sucesivamente, por
etapas, hasta ese punto tiene necesidad el Apocalipsis de ir poniendo
puntos, instalando segmentos por doquier? El símbolo, por su parte,
consta de conexiones y de disyunciones físicas, e, incluso cuando nos
encontramos ante una disyunción, ésta se produce de tal modo que
algo sigue pasando por la separación, sustancia o flujo. Pues el símbolo
es el pensamiento de los flujos, contrariamente al proceso intelectual y
lineal del pensamiento alegórico: «La mente moderna aprehende
partes, [73] briznas y pedazos, y pone un punto al final de cada frase,
mientras que la conciencia sensible aprehende un conjunto en tanto
que corriente o flujo.» El Apocalipsis revela su propio fin: desconectar-
nos del mundo y de nosotros mismos.48
79
venganza, de Cristo evangélico en Cristo apocalíptico (el hombre de la
espada entre los dientes). De ahí la importancia de la advertencia de
Lawrence: no es el mismo Juan el que escribe un evangelio y el que
escribe el Apocalipsis. Y, no obstante, tal vez estén más unidos que si
fuera el mismo. Y los dos Cristos están más unidos que si fueran el
mismo: «las dos caras de una misma medalla».49
80
reconoce a sí mismo. Pero se trata del mismo brillo, del mismo tono de
aquellos que toman sin dar. En el ardor de Cristo y en la codicia
cristiana, en la religión de amor y la religión de poder, hay la misma
fatalidad: «He dado más de lo que he tomado, y también eso es miseria
y vanidad. No es más que otra muerte... Sabía ahora que el cuerpo
resucita para dar y para tomar, para tomar y para dar, sin codicia.» En
toda su obra, Lawrence tiende hacia esta tarea: diagnosticar, perseguir
el diminuto brillo de maldad dondequiera que esté, en quienes toman
sin dar, o quienes dan sin tomar: Juan de Patmos y Cristo.50 Entre
Cristo, San Pablo y Juan de Patmos, la cadena se cierra: Cristo, aristó-
crata, artista del alma individual, y que desea dar esta alma; Juan de
Patmos, el obrero, el minero, que reivindica el alma colectiva y que
desea cogerlo todo; y San Pablo para cerrar el vínculo, una especie de
aristócrata que va hacia el pueblo, una especie de Lenin que se dispone
a dar al alma colectiva una organización, hará una «oligarquía de los
mártires», da a Cristo unos objetivos, y medios al Apocalipsis. ¿No era
todo eso acaso necesario para conformar el sistema del jui–[75]cio?
Suicidio individual y suicidio de masa, con autoglorificación por todos
los lados. Muerte, muerte, así es el juicio.
50 Lawrence, L’homme qui était mort, Gallimard, págs. 72–80: la gran escena de Cristo con
Magdalena («Y en su corazón, sabía que jamás iría a vivir a su casa. Pues un resplandor de
triunfo había brillado en su mirada, el ardor de dar... El horror de toda la vida que había
conocido cayó de nuevo sobre él»). Escena análoga en La verge d’Aaron, Gallimard, cap. XII,
cuando Aarón va a reencontrarse con su mujer, y sale huyendo de nuevo, aterrorizado por el
brillo en sus ojos (Obras completas, Seix Barral, 1987).
81
una especie de manifiesto, lo que en otro lugar llama una «letanía de
exhortaciones»:51 Dejar de amar. Oponer al juicio de amor «una
decisión que el amor no podrá vencer». Llegar al punto en el que no se
puede dar más, como tampoco tomar más, en el que se sabe que no se
va a «dar» absolutamente nada más, el punto de Aarón o de L’homme
qui était mort, pues el problema se ha desplazado a otro lugar, cons-
truir las orillas entre las cuales puede una corriente fluir, separarse o
conjugarse.52 No amar más, no darse más, no tomar más. Salvar así la
parte individual de uno mismo. Pues el amor no es la parte individual,
no es el alma individual: es más bien lo que hace que el alma individual
se convierta en un Yo. Pero un yo, es algo que hay que dar o tomar, que
desea amar o ser amado, es una alegoría, una imagen, un Sujeto, no es
una relación verdadera. El yo no es una relación, es un reflejo, es el
brillo diminuto que hace el sujeto, el brillo de triunfo en la mirada (el
«maldito secretito»), dice a veces Lawrence. Adorador del sol, Lawrence
no obstante dice que el resplandor del sol en la hierba no basta para
hacer una relación. Saca de ello una concepción de la pintura y de la
música. Lo que es individual es la relación, es el alma, no el yo. El yo
tiene tendencia a identificarse con el mundo, pero es ya la muerte,
mientras que el alma extiende el hilo de sus «simpatías» y «antipatías»
vivas.53 Dejar [76] de pensarse como un yo, para vivirse como un flujo,
un conjunto de flujos, en relación con otros flujos, fuera y dentro del
51 Fantaisie de 1’inconscient, Stock, págs. 178–182 (Obras completas, Seix Barral, 1987).
52Sobre la necesidad de estar solo, y de alcanzar la negativa a dar, un tema constante en
Lawrence, vid. La rerge d’Aaron, págs. 189–201 («Su aislamiento intrínseco era el centro mismo
de su ser, si rompía esta soledad central, todo se habría roto. Ceder, ésa era la gran tentación, y
era el sacrificio final...») y pág. 154 («Para empezar había que estar perfectamente solo, era el
único camino hacia una armonía final y vital, estar solo en una soledad perfecta, acabada...»).
82
propio ser. Incluso la rareza es un flujo, incluso el agotamiento del
caudal, incluso la muerte pueden convertirse en flujos. Sexual y simbó-
lico, tanto da, en efecto, nunca han querido decir otra cosa: la vida de
las fuerzas o de los flujos.54 Hay en el yo una tendencia a aniquilarse
que encuentra una pendiente en Cristo, y una llegada en el budismo: de
ahí la desconfianza de Lawrence (o de Nietzsche) respecto a Oriente. El
alma como vida de los flujos es querer–vivir, lucha y combate. No sólo
la disyunción, sino la conjunción de los flujos también es lucha y
combate, abrazo. Todo acuerdo es disonante. Lo contrario de la guerra:
la guerra es el aniquilamiento general que exige la participación del yo,
pero el combate rechaza la guerra, es conquista del alma. El alma
recusa a aquellos que quieren la guerra porque la confunden con la
lucha, pero también a aquellos que renuncian a la lucha porque la
confunden con la guerra: el cristianismo militante y Cristo pacifista. La
parte inalienable del alma aparece cuando se ha dejado de ser un yo:
hay que conquistar esta parte eminentemente fluida, vibrante, comba-
tiente.
53 Lawrence, Études sur la littérature classique américaine, Seuil, págs. 216–218 (Obras
completas, Seix Barral, 1987).
54 Sobre la concepción de los flujos, y de la sexualidad consiguiente, vid. uno de los últimos
textos de Lawrence, «Nos necesitamos unos a otros» (1930), en Eros et les chiens, Bourgois
(Obras completas, Seix Barral, 1987).
83
no se podían ver). La disyunción la convertimos en un «o, o». La
conexión en una relación de causa efecto, o de principio consecuencia.
Del mundo físico de los flujos abstraemos un reflejo, un doble exangüe,
compuesto por sujetos, objetos, predicados, relaciones lógicas. Extrae-
mos de este modo el sistema [77] del juicio. No se trata de enfrentar
sociedad y naturaleza, artificial y natural. Poco importan los artificios.
Pero cada vez que una relación física sea traducida en vinculaciones
lógicas, el símbolo en imágenes, el flujo en segmentos, habrá que decir
que el mundo ha muerto, y que el alma colectiva a su vez está encerra-
da en un yo, sea éste el del pueblo o el del déspota. Son las «falsas
conexiones», que Lawrence opone a la Physis. Lo que hay que repro-
char al dinero, siguiendo la crítica que de él hace Lawrence, exactamen-
te igual que al amor, no es que sea un flujo, sino que sea una falsa
conexión que reduce a moneda sujetos y objetos: cuando el oro se
vuelve moneda...55 No hay retorno a la naturaleza, sólo hay un proble-
ma político del alma colectiva, las conexiones de las que una sociedad
es capaz, los flujos que soporta, inventa, deja o hace pasar. Pura y
simple sexualidad, sí, si se entiende con ello la física individual y social
de las relaciones, por oposición a una lógica asexuada. Como los que
tienen genio, Lawrence muere plegando cuidadosamente sus ínfulas,
guardándolas cuidadosamente (suponía que así lo había hecho Cristo),
y dando vueltas alrededor de esta idea, de esta idea... [78]
55Apocalypse, cap. XXIII, pág. 210. Este problema de las conexiones falsas y verdaderas es el
que estimula el pensamiento político de Lawrence, especialmente en Eros et les chiens, y en
Corps social, Bourgois.
84
7. RE–PRESENTACIÓN DE MASOCH
85
su curso y constituir un proceso ininterrumpido de deseo. Lo esencial
se convierte en la espera o el suspenso como plenitud, como intensidad
física o espiritual. Los ritos de suspensión se convierten en los persona-
jes novelescos por excelencia: a la vez en lo que se refiere a la mujer–
verdugo que suspende su gesto, y en lo que se refiere al héroe–víctima
cuyo cuerpo suspendido espera el golpe. Masoch es el escritor que
convierte el suspense en el resorte novelesco en estado puro, casi
insoportable. La complementariedad contrato–suspense infinito
desempeña en Masoch un papel análogo al del tribunal y el «aplaza-
miento ilimitado» en Kafka: un destino diferido, un juridismo, un
juridismo extremo, una Justicia que en ningún modo se confunde con
la ley.
86
mujer transmite unas fuerzas animales adquiridas a las fuerzas innatas
del hombre. Una vez más, en este caso, unas ondas recorren el mundo
del suspense. Las formaciones delirantes son como núcleos del arte.
[80]
87
Una literatura minoritaria no se define por una lengua local que le
sería propia, sino por un trato que inflige a la lengua mayor. El pro-
blema es análogo en Kafka y en Masoch.56 La lengua de Masoch es un
alemán muy puro, que no obstante se ve afectado por un ligero tem-
blor, como dice Wanda. Es un temblor que no resulta necesario insu-
flar a los personajes: incluso hay que evitar imitarlo, basta con indicar-
lo sin ce–[81]sar, puesto que ya no sólo constituye un rasgo de la
expresión, sino un carácter de la lengua en función de las leyendas,
situaciones y contenidos que la alimentan. Un temblor que ya no es
psicológico, sino lingüístico. Así, hacer que tartamudee la propia
lengua, en lo más profundo del estilo, es un proceso creador que
atraviesa grandes obras. Como si la lengua se volviera animal. Pascal
Quignard ponía de manifiesto cómo Masoch hace «balbucear» la
lengua: balbucear, que es una suspensión, mejor que tartamudear, que
es una repetición, una proliferación, una bifurcación, una desviación.57
Pero esta diferencia no es lo esencial. Hay muchos indicios o procedi-
mientos variados que el escritor puede tender a través de la lengua
para convertirlos en estilo. Y cada vez que una lengua se ve sometida a
tratos creadores semejantes, todo el lenguaje en su conjunto es llevado
a su límite, música o silencio. Eso es lo que Quignard muestra: Masoch
hace que la lengua balbucee, y empuja así al lenguaje hasta su punto de
56 En su biografía de Sacher Masoch (Laffont, pág. 303), Bernard Michel pone de manifiesto que
el nombre mismo del héroe de La metamorfosis, Gregor Samsa, es probablemente un homenaje
a Masoch: Gregorio es el seudónimo que adopta el héroe de la Venus, y Samsa parece en efecto
un diminutivo o un anagrama parcial de Sacher–Masoch. No sólo los temas «masoquistas»
abundan en Kafka, sino que el problema de las minorías en el imperio austrohúngaro impulsa
ambas obras. No por ello deja de haber grandes diferencias entre el juridismo de tribunal en
Kafka y el juridismo de contrato en Masoch.
57 Pascal Quignard, L’être de balbutiement, essai sur S–M, Mercure de France, págs. 21–22, 147–
164.
88
suspensión, canto, grito, silencio, canto de los bosques, grito de la
aldea, silencio de la estepa. El suspense del cuerpo y el balbuceo de la
lengua constituyen el cuerpo–lenguaje, o la obra de Masoch. [82]
89
8. WHITMAN
58 Hölderlin, Remarques sur AEdipe, 10–18 (y los comentarios de Jean Beaufret, págs. 8–11).
59 Whitman, Specimen Days, «Au fond des bois»: traducción francesa de próxima publicación
en Mercure de France; las citas proceden de esta traducción francesa de J. Deleuze.
60 Id.
90
época». Pero la «convulsividad», como precisa Whitman, no es menos
característica de la época y del país que de la escritura.61 Si el fragmen-
to es lo innato de Norteamérica se debe a que el propio país se compo-
ne de estados federados y de pueblos inmigrantes diversos (minorías):
por doquier colección de fragmentos, obsesión debida a la amenaza de
la Secesión, es decir de la guerra. La experiencia del escritor americano
es inseparable de la experiencia americana, incluso cuando no habla de
América.
61 SD, «convulsividad».
62 Kafka, Journal, Livre de poche, págs. 181–182.
63 Tema constante de Hojas de hierba. Vid. también Melville, Redburn, cap. 33, Gallimard.
64 SD, «Eco de un entrevistador».
91
fragmentario, relativo, se opone al Yo sustancial, total y solipsista de
los europeos. [84]
65 SD, «Una batalla nocturna». Y «la guerra verdadera jamás entrará en los libros».
92
frase asintáctica infinita, que se va estirando o empujando guiones
como intervalos espaciotemporales. Y ora es una frase casual enumera-
tiva, enumeración de casos que tiende al catálogo (los heridos en un
hospital, los árboles en un lugar), ora es una frase procesionaria, como
un protocolo de las fases o de los momentos (una batalla, los acompa-
ñantes de las reatas de ganado, los enjambres sucesivos de abejorros).
Es una frase casi disparatada, con sus cambios de dirección, [85] sus
bifurcaciones, sus rupturas y sus saltos, sus estiramientos, sus brotes,
sus paréntesis. Melville destaca que los americanos no tienen que
escribir como ingleses.66 Deben deshacer la lengua inglesa, y de tal
modo que siga una línea de fuga: volver la lengua convulsiva.
La ley del fragmento vale tanto para la Naturaleza como para la His-
toria, tanto para la Tierra como para la Guerra, tanto para el bien como
para el mal. Entre la Guerra y la Naturaleza existe en efecto una causa
común: la Naturaleza avanza en procesión, por secciones, como los
cuerpos del ejército.67 «Procesión» de cuervos, de abejorros. Pero si es
cierto que el fragmento se da por doquier, de la forma más espontánea,
también hemos visto que no obstante había que conquistar, e incluso
inventar, un todo o un análogo de todo. Ocasionalmente sin embargo
Whitman destaca la idea de Todo invocando un cosmos que nos invita
a la fusión; en una meditación particularmente «convulsiva» se dice
hegeliano, afirma que sólo América «realiza» a Hegel, y plantea los
66 Melville, D’où viens–tu, Hawthorne?, págs. 239–240. De igual modo Whitman invoca la
necesidad de una literatura americana «sin rastro ni matiz de Europa, de su tierra, de sus
recuerdos, de sus técnicas y de su espíritu»: SD, «Las praderas y las grandes planicies en la
poesía».
67 SD, «Los abejorros».
93
derechos primeros de una totalidad orgánica.68 Se expresa entonces
como un europeo, que encuentra en el panteísmo una razón de afirmar
su ser. Pero cuando Whitman habla a su manera y en su estilo, se
desprende que una especie de todo debe ser construido, tanto más
paradójico cuanto que no surge hasta después de los fragmentos y los
deja intactos, no se propone totalizarlos.69
94
la Guerra: sus actos de destrucción inciden en toda relación, y tienen
como consecuencia el Hospital, el hospital generalizado, es decir el
lugar donde el hermano ignora al hermano, y donde partes moribun-
das, fragmentos de hombres mutilados, coexisten absolutamente
solitarios y sin relación.72
Sucede igual con las relaciones del hombre con la Naturaleza. Whit-
man instaura una relación gímnica con los robles jóvenes, un cuerpo a
cuerpo: no se funde en ellos ni se confunde con ellos, pero hace que
algo ocurra entre ellos, entre el cuerpo humano y el árbol, en ambos
95
sentidos, pues el cuerpo recibe «un poco de salvia clara y de fibra
elástica», pero por el otro lado el árbol recibe un poco de conciencia
(«tal vez estemos haciendo un intercambio»).73 Ocurre igual por último
con las relaciones del hombre con el hombre. En este caso también, el
hombre tiene que inventar su relación con el otro: «Camaradería» es la
palabra importante de Whitman para designar la relación humana más
elevada, no en virtud del conjunto de una situación, sino en función de
los rasgos particulares de las circunstancias emocionales y de la
«interioridad» de los fragmentos concernidos (por ejemplo, en el
hospital, instaurar con cada moribundo aislado una relación de
camaradería...).74 De este modo se va tejiendo una colección de relacio-
nes variables que no se confunden con un todo, sino que producen el
único todo que el hombre sea capaz de conquistar en tal o cual circuns-
tancia. La Camaradería es esa variabilidad que implica un encuentro
con lo Externo, un deambular de las almas al aire libre, por la «carrete-
ra principal». Con América la relación de camaradería supuestamente
debe adquirir sus máximas extensión y densidad, alcanzar los amores
viriles y populares, sin dejar de adquirir un carácter político y nacional:
no un totalismo o un totalitarismo, sino un «Unionismo», como dice
Whitman.75 La Democracia misma, el Arte mismo [88] sólo forman un
todo en su relación con la Naturaleza (el aire libre, la luz, los colores,
los sonidos, la noche...); de lo contrario el arte se abisma en lo mórbi-
do, y la democracia en el engaño.76
96
La sociedad de los camaradas es el sueño revolucionario americano,
al que Whitman ha contribuido poderosamente. Un sueño decepciona-
do y traicionado mucho antes que el de la sociedad soviética. Pero es
también la realidad de la literatura americana bajo sus dos aspectos: la
espontaneidad o la sensación innata de lo fragmentario; la reflexión de
las relaciones vivas adquiridas y creadas cada vez. Los fragmentos
espontáneos son lo que constituye el elemento a través del cual o en los
intervalos del cual se accede a las grandes visiones y audiciones reflejas
de la Naturaleza y de la Historia. [89]
97
9. LO QUE DICEN LOS NIÑOS
77 Freud, Cinq psychanalyses, PUF (Freud: Obras completas. Biblioteca Nueva, 1987).
98
más instructivo que los caminos de los niños autistas, del modo que
Deligny establece sus mapas, y los superpone con sus líneas habituales,
sus líneas de inercia, sus bucles, sus arrepentimientos y retrocesos,
todas sus singularidades.78 Pero los propios padres son un medio que el
niño recorre, cuyas cualidades y fuerza recorre y cuyo mapa establece.
Sólo adquieren una forma personal y de parentesco como representan-
tes de un medio en otro medio. Pero es un error hacer como si el niño
estuviera primero limitado a sus padres y sólo accediera a otros medios
a posteriori, y por extensión, por derivación. El padre y la madre no
son las coordenadas de todo aquello de lo que el inconsciente se
apropia. No existe un momento en el que el niño no esté ya inmerso en
un medio actual que recorre, en el que los padres como personas sólo
desempeñan el papel de abridores o de cerradores de puertas, de
guardianes de los umbrales, de conectadores o desconectadores de
zonas. Los padres siempre están en posición en un mundo que no
resulta de ellos. Incluso en el recién nacido existe un continente–cuna
respecto al cual los padres se definen, como agentes en los recorridos
del niño. Los espacios hodológicos de Lewin, con sus recorridos, sus
rodeos, sus barreras, sus agentes, conforman una cartografía dinámi-
ca.79
99
constelaciones de universos, derivar los continentes, poblarlos de
razas, de tribus y de naciones. ¿Qué ser amado no envuelve paisajes,
continentes y [91] poblaciones más o menos conocidos, más o menos
imagínanos? Pero Melante Klein, que sin embargo lo ha puesto todo de
su parte para determinar unos medios del inconsciente, desde el punto
de vista de las sustancias o de cualidades tanto como de los aconteci-
mientos, parece pasar por alto la actividad cartográfica del pequeño
Richard. Sólo la considera un a posteriori, mera extensión de persona-
jes de su familia, el buen padre, la mala madre... Los niños resisten el
forcejeo y la intoxicación psicoanalíticos mejor que los adultos; Hans o
Richard se lo toman con todo el humor de que son capaces. Pero no
pueden resistir mucho tiempo. Tienen que guardar sus mapas bajo los
cuales ya sólo están las fotografías amarillentas del padre–madre. «La
señora K interpretó, interpretó, interpretó...»80
100
recorte del espacio y del tiempo que hay que leer como un mapa».81 En
el límite, lo imaginario es una imagen virtual que se pega al objeto real,
e inversamente, para constituir un cristal de inconsciente. No basta con
que el objeto real, el paisaje real, evoque imágenes similares o vecinas:
debe liberar su propia imagen virtual, al mismo tiempo que ésta, como
paisaje imaginario, se introduce en lo real siguiendo un circuito en el
que cada uno de ambos términos persigue al otro, se intercambia con
el otro. La «visión» se [92] compone de esta duplicación o desdobla-
miento, de esta fusión. En los cristales de inconsciente es donde se ven
las trayectorias de la libido.
81 Vid. Barbara Glowczewski, Du rêve à la loi chez les Aborigènes, PUF, cap. I.
101
trayectos y devenires; ya no es un inconsciente de conmemoración,
sino de movilización, cuyos objetos, más que permanecer sepultados
bajo tierra, emprenden el vuelo. Al respecto Félix Guattari definió
perfectamente un esquizoanálisis que se opone al psicoanálisis: «Los
lapsus, los actos fallidos, los síntomas son como pájaros que llaman a
picotazos en la ventana. No se trata de interpretarlos, sino más bien de
identificar su trayectoria, ver si pueden servir de indicadores de nuevos
universos de referencia susceptibles de adquirir una consistencia
suficiente para invertir la situación.»82 La tumba del faraón, con su
cámara central inerte en la parte inferior de la pirámide, da paso a
modelos más dinámicos: del desplazamiento de los continentes a las
migraciones de los pueblos, todo aquello a través de lo cual el incons-
ciente cartografía el [93] universo. El modelo indio sustituye al modelo
egipcio: el paso de los indios en el espesor de las propias rocas, donde
la forma estética ya no se confunde con la conmemoración de una
partida o de una llegada, sino con la creación de caminos sin memoria,
ya que toda la memoria del mundo permanece en la materia.83
102
mucho ruido con las piernas. Este reparto de afectos (en el que el
pajarito representa el papel de transformador, de convertidor) es lo
que constituye un mapa de intensidad. Siempre es una constelación
afectiva. Resultaría abusivo considerar también este caso, como hace
Freud, una mera derivación del padre –madre: como si la «visión»
callejera, frecuente en aquella época –un caballo cae, recibe latigazos,
se debate–, no fuera capaz de afectar directamente a la libido y tuviera
que recordar una escena de amor entre los padres... La identificación
del caballo con el padre roza lo grotesco, e implica un desconocimiento
de todas las relaciones del inconsciente con las fuerzas animales. Y de
igual modo que el mapa de movimientos y de trayectos ya no era una
derivación o una extensión del padre–madre, el mapa de las fuerzas o
intensidades tampoco es una derivación del cuerpo, una extensión de
una imagen previa, un suplemento o un a posteriori. Polack y Sivadon
hacen un análisis profundo de la actividad cartográfica del inconscien-
te; su única ambigüedad consistiría tal vez en considerarla una [94]
prolongación de la imagen del cuerpo.84 Al contrario, el mapa de
intensidad reparte los afectos, cuyos vínculo y valencia constituyen
cada vez la imagen del cuerpo, una imagen siempre retocable o trans-
formable a la medida de las constelaciones afectivas que la determinan.
84Jean–Claude Polack y Danielle Sivadon, L ‘intime utopie, PUF (los autores oponen el método
«geográfico» a un método «geológico» como el de Gisela Pankow, pág. 28).
103
y todo un devenir–gallo: el psicoanálisis equivoca una y otra vez la
relación del inconsciente con unas fuerzas.85 La imagen no es sólo
trayecto, sino devenir. El devenir es lo que sustenta el trayecto, como
las fuerzas intensivas sustentan las fuerzas motrices. El devenir–
caballo de Hans remite a un trayecto, de la casa al almacén. El recorri-
do a lo largo del almacén, o bien la visita al gallinero, son trayectos
habituales, pero no inocentes paseos. Se comprende perfectamente por
qué lo real y lo imaginario tenían que superarse, o incluso intercam-
biarse: un porvenir no es imaginario, como tampoco un viaje es real. El
devenir es lo que convierte el trayecto más mínimo, o incluso una
inmovilidad sin desplazamiento, en un viaje; y el trayecto es lo que
convierte lo imaginario en un devenir. Los dos mapas, el de los trayec-
tos y el de los afectos, remiten uno al otro.
85 Vid. Ferenczi, Psychanalyse, II, Payot, «Un hombrecito–gallo», págs. 72–79 (Obras completas,
Espasa Calpe, 1984).
104
posesivo y personal, y la interpretación consiste en volver a encontrar a
unas personas o unas posesiones. «A un niño le pegan» tiene que
significar «mi padre me pega», aunque esta transformación siga siendo
abstracta; y «un caballo cae y agita las patas» significa que mi padre
hace el amor con mi madre. Sin embargo al indefinido no le falta de
nada, y sobre todo no le falta determinación. Es la determinación del
devenir, su potencia propia, la potencia de un impersonal que no es
una generalidad, sino una singularidad en el punto más alto: por
ejemplo, no hacemos el caballo, como tampoco imitamos a tal caballo,
sino que uno se vuelve un caballo, alcanzando una zona de vecindad en
la que ya no podemos distinguir entre nosotros y aquello en lo que nos
estamos convirtiendo.
105
más inmóviles (la muchacha seducida por un soldado), la mujer que
recibe una [96] carta, el pintor que está pintando...), remiten no
obstante a amplios recorridos de los que un mapa da fe. He estudiado
el mapa, decía Fromentin, «no como geógrafo, sino como pintor».88 Y
como los trayectos son tan poco reales como imaginarios son los
devenires, hay en su unión algo único que sólo pertenece al arte. El arte
se define así como un proceso impersonal en el que la obra se compone
un poco como un cairn, con las piedras que van aportando diferentes
viajeros y devinientes (más que volvientes) que dependen o no de un
mismo autor.
106
origen, sino para convertir su desplazamiento en algo visible.89 Cabe
objetar que un circuito turístico como arte de los caminos no resulta
más satisfactorio que el museo como arte monumental y conmemora-
tivo. Pero hay algo que distingue esencialmente el arte–cartografía de
un circuito turístico: es [97] que corresponde en efecto a la nueva
escultura tomar posición sobre unos trayectos exteriores, pero esta
posición depende en primer lugar de los caminos interiores a la propia
obra; el camino exterior es una creación que no es preexistente a la
obra, y depende de sus relaciones internas. Giramos alrededor de la
escultura, y los ejes de visión que le pertenecen hacen que percibamos
el cuerpo ora en toda su longitud, ora en un insólito escorzo, ora
siguiendo dos o más direcciones que se separan: la posición en el
espacio circundante depende estrechamente de estos trayectos interio-
res. Es como si unos caminos virtuales se pegaran al camino real, que
recibe así nuevos trazados, nuevas trayectorias. Un mapa de virtuali-
dades, trazado por el arte, se superpone al mapa real cuyos recorridos
transforma. No sólo la escultura, sino toda obra de arte, así la obra
musical, que implica estos caminos o andaduras interiores: la elección
de tal o cual camino puede determinar cada vez una posición variable
de la obra en el espacio. Toda obra comporta una pluralidad de trayec-
tos, que sólo son legibles y sólo coexisten en el mapa, y cambia de
107
sentido según los trayectos que se eligen.90 Esos trayectos interioriza-
dos no son separables de unos devenires. Trayectos y devenires, el arte
los hace presentes unos dentro de los otros; convierte en sensible su
presencia mutua, y se define así, invocando a Dioniso como el dios de
los lugares de paso y de las cosas de olvido. [98]
108
10. BARTLEBY O LA FÓRMULA
91La fórmula ha sido traducida al francés de diversas formas que tienen todas sus razones: vid.
las observaciones de Michèle Causse en la edición Flammarion, pág. 20. Seguimos la sugerencia
de Maurice Blanchot en L’écriture du désastre, Gallimard, pág. 33.
* Por mi parte, he recurrido a la expresión empleada por Julia Lavid en su traducción de
Bartleby, el escribiente publicada por Cátedra, Madrid, 1993, col. Letras Universales. (N. del T.)
109
posee la misma fuerza, tiene el mismo papel, que una fórmula agrama-
tical.
110
últimas circunstancias en las que surge, parece perder su misterio al
recuperar tal o cual infinitivo que la completa, y que se acopla a to:
«prefiero callar», «preferiría no ser un poco razonable», «preferiría no
asumir [100] una función de botones», «preferiría hacer otra cosa»...
Pero incluso en estos casos se percibe la sorda presencia de la forma
insólita que sigue impregnando el lenguaje de Bartleby. Él mismo
añade: «pero no soy un caso particular», I am not particular, para
indicar que cualquier otra cosa que se le pudiera proponer sería
asimismo una particularidad que a su vez caería bajo la férula de la
gran fórmula indeterminada, PREFIERO NO, que subsiste desde la
primera vez y en todos los casos.
111
Bartleby ha sido expulsado de la oficina, está sentado en la escalera del
descansillo y el abogado, desasosegado, le propone otras ocupaciones
inesperadas (llevar las cuentas de una tienda de comestibles, trabajar
de camarero, cobrar facturas, hacer de acompañante de un joven de
buena familia...). La fórmula florece y prolifera. En cada circunstancia
se produce el estupor en el entorno de Bartleby, como si se hubiera
escuchado lo Indecible o lo Imparable. Y el silencio de Bartleby, como
si lo hubiera dicho ya todo y agotado de golpe también el lenguaje. Con
cada circunstancia se tiene la impresión de que el disparate va a más:
no «parti–[101]cularmente» el de Bartleby, sino a su alrededor, y en
especial el del abogado, que se lanza a hacer insólitas proposiciones e
incurre en comportamientos más insólitos aún.
112
fórmula–bloque no sólo tiene el efecto de rechazar lo que Bartleby pre-
fiere no hacer, sino también de volver imposible lo que hacía, lo que
supuestamente todavía prefería hacer.
93 Philippe Jaworski, Melville, le désert et l’empire, Presses de l’École nórmale, pág. 19.
113
más. Se le insta a decir sí o no. Pero si dijera no (cotejar copias, hacer
recados...), si dijera sí (copiar), resultaría vencido enseguida, sería
considerado inútil, no sobreviviría. Sólo puede sobrevivir dando vuel-
tas en un suspense que mantiene a todo el mundo alejado. Su medio de
supervivencia consiste en preferir no cotejar las copias, pero debido a
ello a la vez también en no preferir copiar. Tenía que rechazar una de
las cosas para hacer imposible la otra. La fórmula es de dos tiempos, y
se recarga sin cesar, volviendo a pasar por los dos estados. Por eso el
abogado tiene la sensación vertiginosa de que cada vez todo vuelve a
empezar desde cero.
114
todo el lenguaje. Procedimientos de este tipo aparecen en Francia con
Roussel y Brisset, en América con Wolfson. ¿No consiste especialmente
en eso, la vocación esquizofrénica de la literatura americana en hacer
que se vaya deshilachando así la lengua inglesa, a fuerza de derivacio-
nes, de desviaciones, de desgravaciones o de sobretasas (por oposición
a la sintaxis estándar)? ¿En introducir un poco de psicosis en la neuro-
sis inglesa? ¿En inventar una nueva universalidad? Convocaremos a las
otras lenguas dentro de la lengua inglesa si ello resulta necesario, para
conseguir que restituya mejor aún algún eco de esa lengua divina de
tormentas y de truenos. Melville inventa una lengua extranjera que
discurre por debajo del inglés, y que le lleva: es el OUT–LANDISH, o el
Desterritorializado, la lengua de la Ballena. De ahí el interés de los
trabajos de investigación referidos a Moby Dick que se basan en los
Números y las Letras, y en su significado críptico, para extraer cuando
menos un esqueleto de la lengua originaria inhumana o sobrehuma-
na.94 Es como si tres operaciones se concatenaran: un tratamiento de la
lengua determinado; el resultado de ese tratamiento, que tiende a cons-
tituir en la lengua una lengua original; y el efecto, que consiste en
arrastrar todo el lenguaje, en hacerlo huir, en llevarlo a su propio
límite para descubrir su Exterior, silencio o música. De modo que un
gran libro siempre es el anverso de otro libro que sólo se escribe en el
alma, con silencio y sangre. No sólo Moby Dick, también Pierre, donde
Isabelle disfraza la lengua con un susurro incomprensible, como un
bajo continuo que arrastra todo el lenguaje a los acordes y a los sones
de su guitarra. Y Billy Budd, naturaleza angelical o adánica, está
afectado por un tartamudeo que desnaturaliza la lengua, pero que
115
también hace que surja el Más Allá musical y celestial del [104] lengua-
je en su totalidad. Es, como en Kafka, un «doloroso piar» que enturbia
la resonancia de las palabras, mientras la hermana ya está preparando
el violín que responde a Gregorio.
95Sobre Bartleby y el silencio de Melville, vid. Armand Farrachi, La part du silence, Barrault,
págs. 40–45.
116
forma que designa cosas, estados de cosas y acciones, según un con-
junto de convenciones colectivas, explícitas. Tal vez haya también otras
conexiones, implícitas o subjetivas, otro tipo de referencias o de
presupuestos. Al hablar, no sólo indico cosas y acciones, sino que
efectúo también unos actos que garantizan una relación con el interlo-
cutor, en función de nuestras situaciones respectivas: mando, interro-
go, prometo, ruego, emito [105] «actos de habla» (speech–act). Los
actos de habla son autorreferenciales (mando efectivamente al decir «le
ordeno...»), mientras que las proposiciones constatativas se refieren a
otras cosas y a otras palabras. Pero resulta que es este doble sistema de
referencias lo que Bartleby destroza.
117
chado, mientras que Bartleby ha inventado una lógica nueva, una
lógica de la preferencia que basta para socavar los presupuestos del
lenguaje. Como destaca Mathieu Lindon, la fórmula «desconecta» las
palabras y las cosas, las palabras y las acciones, pero también los actos
y las palabras: separa el lenguaje de cualquier referencia, siguiendo la
voluntad de absoluto de Bartleby, ser un hombre sin referencias, el que
surge y desaparece, sin referencia a sí mismo ni a otra cosa.96 Debido a
ello, pese a su apariencia correcta, la fórmula funciona como una
auténtica agramaticalidad.
Bartleby es el Solterón, del que Kafka decía: «no tiene más firme que
el que precisan sus dos pies, ni más punto de apoyo que el que puede
cubrir con sus dos manos»; el que se acuesta [106] en la nieve en
invierno para morir de frío como un niño, el que no tenía más ocupa-
ción que sus paseos, que podía dar en cualquier lugar, sin moverse.97
Bartleby es el hombre sin referencias, sin posesiones, sin bienes, sin
cualidades, sin particularidades: es demasiado liso para que quepa
colgarle alguna particularidad. Sin pasado ni futuro, es instantáneo. I
PREFER NOT es la fórmula química o alquímica de Bartleby, pero puede
leerse en el anverso, I AM NOT PARTICULAR, no soy particular, como el
complemento imprescindible. Todo el siglo XIX estará impregnado de
esta búsqueda del hombre sin nombre, regicida o parricida, Ulises de
los tiempos modernos («soy Nadie»): el hombre aplastado y mecaniza-
do de las grandes metrópolis, pero de quien se espera, tal vez, que salga
el Hombre del futuro o de un mundo nuevo. Y dentro de un mismo
mesianismo se lo vislumbra ora del lado del Proletario, ora del lado del
118
americano. La novela de Musil también seguirá esta búsqueda, e
inventará la nueva lógica de la que El hombre sin particularidades es a
la vez el pensador y el producto.98 Y de Melville a Musil la derivación
nos parece acertada, pese a que no haya que buscarla por el lado de
Bartleby, sino por el de Pedro o las ambigüedades. La pareja incestuosa
Ulrich–Agathe es como la repetición de la pareja Pedro–Isabel, y en
ambos casos la hermana silenciosa, desconocida u olvidada, no es un
sustituto de la madre, sino por el contrario la abolición de la diferencia
sexual como particularidad, en provecho de una relación andrógina
según la cual Pedro y también Ulrich son o se vuelven mujer. En el caso
de Bartleby, ¿podría ser que la relación con el abogado fuera igual de
misteriosa, e indicara a su vez la posibilidad de un devenir, de un [105]
hombre nuevo? ¿Podrá Bartleby conquistar el lugar de sus paseos?
97 El gran texto de Kafka (Journal, Grasset, págs. 8–14) es como otra versión de Bartleby.
98 Blanchot ponía de manifiesto que el personaje de Musil no sólo no tiene cualidades, sino
tampoco «particularidades», puesto que carece tanto de sustancia como de cualidades (Le livre
à venir, Gallimard, pág. 203). Que este tema del Hombre sin particularidades, el Ulises de los
tiempos modernos, es algo que surge tempranamente en el siglo XIX, queda de manifiesto en
Francia con el extrañísimo libro de Ballanche, amigo de Chateaubriand, Essais de palingénésie
socíale, especialmente en «La ciudad de las expiaciones» (1827).
119
abogado va a arriesgar? Ya tiene a dos copistas que, un poco como los
botones de Kafka, son dos dobles invertidos, uno normal por las
mañanas y borracho por las tardes, el otro en estado de perpetua
indigestión por las mañanas pero casi normal por las tardes. Al tener
necesidad, pues, de un copista suplementario, contrata a Bartleby, sin
ninguna referencia, tras una breve conversación, porque su aspecto
lívido le parece dar fe de una constancia capaz de compensar la irregu-
laridad de los otros dos. Pero desde el primer día coloca a Bartleby en
una curiosa disposición (arrangement): éste se sentará en el mismo
despacho que el abogado, junto a las puertas del fondo que le separan
del despacho de los amanuenses, entre una ventana que da a la pared
vecina y un biombo verde como un prado, como si fuera importante
que Bartleby pudiera oír, pero no ser visto. ¿Se debe ello a una inspira-
ción del abogado o a un acuerdo tras su breve entrevista? Nunca lo
sabremos. Pero el hecho es que, así dispuesto, Bartleby invisible efectúa
un trabajo «mecánico» considerable. Pero cuando el abogado pretende
hacerle abandonar su biombo, Bartleby pronuncia su fórmula. Y tanto
en esta primera circunstancia como en las demás el abogado se en-
cuentra desarmado, desamparado, estupefacto, petrificada, sin res-
puesta ni forma de parar el golpe. Bartleby deja de copiar, y sigue
ocupando el puesto, impávido. Son conocidos los extremos a los que el
abogado tiene que recurrir para sacarse a Bartleby de encima: volver a
su casa, y después resolverse a mudarse de local profesional, huir
varios días ocultándose [108] para librarse de las quejas del nuevo
inquilino que ocupa su bufete. Qué huida más extraña, durante la cual
el abogado errante vive en su coche de caballos... Desde la disposición
120
inicial hasta esta huida irresistible, cainita, todo resulta raro, y el
abogado se comporta como un loco. En su alma se van alternando las
ansias asesinas y las declaraciones de amor respecto a Bartleby. ¿Qué
ha sucedido? ¿Se trata de un caso de locura compartida, aquí también
de relación de doble, de una relación homosexual casi reconocida («sí,
Bartleby... nunca me siento tan yo como cuando sé que estás aquí...
estoy alcanzando el destino predestinado de mi vida...»)?
121
huir. Una oscura culpabilidad fluye bajo las protestas del abogado cada
vez que invoca la filantropía, la caridad, la amistad. De hecho, el abo-
gado ha roto la disposición que él mismo había organizado; y hete aquí
que Bartleby saca de los escombros un rasgo de ex–[109]presión,
PREFERIRÍA NO, que proliferará sobre sí, que contaminará a los
demás, que hará que huya el abogado, y también que huya el lenguaje,
que hará que crezca una zona de indeterminación o de indiscernibili-
dad tal que las palabras dejan de distinguirse, como los personajes, el
abogado huyendo y Bartleby inmóvil, petrificado. El abogado se pone a
vagabundear mientras Bartleby permanece tranquilo, pero porque per-
manece tranquilo y no se mueve es por lo que Bartleby será tratado
como un vagabundo.
122
Es verdad que muchas novelas de Melville se inician con imágenes o
retratos, y parecen contar la historia de una formación bajo una
función paterna: como Redburn, Pedro o las ambigüedades empieza
con la imagen del padre, estatua y lienzo. Incluso Moby Dick multiplica
primero las informaciones para dar una forma a la ballena y fijar su
imagen, hasta el tenebroso cuadro en el albergue. Bartleby no constitu-
ye ninguna excepción a la regla, y los dos amanuenses son como
imágenes de papel, simétricamente inversas, y el abogado cumple tan
bien la función de padre que al lector le cuesta creer que está en Nueva
York. Todo empieza como en una novela inglesa, en Londres y de
Dickens. Pero algo extraño se [110] produce cada vez, que enturbia la
imagen, la afecta con una incertidumbre esencial, impide que la forma
«cuaje», pero asimismo deshace el sujeto, lo arroja a la deriva y abóle
cualquier función paterna. Sólo entonces las cosas empiezan a ponerse
interesantes. La estatua del padre deja paso a su retrato mucho más
ambiguo, y luego a otro retrato que es el de cualquiera o de nadie. Se
pierden las referencias, y la formación del hombre da paso a un nuevo
elemento desconocido, al misterio de una vida no humana informe, un
Squid. Todo se iniciaba a la inglesa, pero prosigue a la americana,
siguiendo una línea de fuga irresistible. Achab puede decir con pleno
derecho que huye de todas partes. La función paterna se pierde en
beneficio de fuerzas ambiguas más oscuras. El sujeto pierde su textura
en beneficio de un patchwork que prolifera al infinito: el patchwork
americano deviene la ley de la obra melvilliana, desprovista de centro,
de anverso y de derecho. Es como si de la forma se escaparan rasgos de
expresión, semejantes a las líneas abstractas de una escritura descono-
cida, semejantes a las arrugas que se tuercen de la frente de Achab a la
123
de la ballena, semejantes a las correas presas de «horribles contorsio-
nes» que pasan a través de los cordajes fijos, y que amenazan siempre
con arrastrar a algún marinero al mar, a un sujeto a la muerte.99 En
Pedro o las ambigüedades, la sonrisa inquietante del joven desconoci-
do, en el cuadro que tanto se parece al del padre, funciona como un
rasgo de expresión que se emancipa, y basta tanto para deshacer
cualquier parecido como para hacer vacilar al sujeto. I PREFER NOT
TO también es un rasgo de expresión que lo contamina todo, escapan-
do de la forma lingüística, despojando al padre de su palabra ejemplar,
y al hijo de su posibilidad de reproducir o de copiar.
99 Régis Durand ha puesto de manifiesto este papel de las lineas desatadas, en el barco
ballenero, por oposición a los cordajes formalizados: Melville, signes et métaphores, L’Age
d’homme, págs. 103–107. El libro de Durand (1980) y el de Jaworski (1986) forman parte de los
más profundos análisis de Melville publicados recientemente.
124
vuelve Moby Dick, entra en la zona de vecindad donde ya no puede
distinguirse de Moby Dick, y se asesta golpes a sí mismo golpeándola.
Moby Dick es la «muralla muy próxima» con la que se confunde.
Redburn renuncia a la imagen del padre para introducirse en los rasgos
ambiguos del hermano misterioso. Pedro no imita a su padre, pero se
traslada a la zona de vecindad donde ya no puede distinguirse de su
hermanastra Isabel, y se vuelve mujer. Mientras la neurosis se debate
en las redes de un incesto con la madre, para identificarse mejor con el
padre, la psicosis libera un incesto con la hermana como un devenir,
una libre identificación del hombre y la mujer: de igual modo Kleist
articula rasgos de expresión atípicos, casi animales, balbuceos, chirri-
dos, rictus que alimentan su conversación pasional con su hermana. Y
es que en tercer lugar la psicosis prosigue su sueño, asentar una
función de universal fraternidad que ya no pasa por el padre, que se
construye sobre las ruinas de la función paterna, supone la disolución
de toda imagen del padre, siguiendo una línea autónoma de alianza o
de vecindad que convierte a la mujer en una hermana, al otro hombre
en un hermano, semejante a la terrible «cuerda de los monos» que une
a Ismael y a Queequeg como un matrimonio. Son los tres caracteres del
sueño americano, componiendo la nueva identificación, el nuevo
mundo: el Rasgo, la Zona y la Función. [112]
125
allá de cualquier castigo) y los Irresponsables (más acá de cualquier
responsabilidad). ¿Cuál es el acto de Achab, cuando lanza sus palabras
de fuego y de locura? Él es quien rompe un pacto. Traiciona la ley de
los balleneros, que consiste en perseguir a cualquier ballena sana que
encuentren, sin escoger. Él escoge, persiguiendo su identificación con
Moby Dick, lanzado en su devenir indiscernible, poniendo a su tripula-
ción en peligro de muerte. Y esta monstruosa preferencia es lo que el
teniente Starbuck le reprocha amargamente, llegando hasta pensar en
matar al capitán felón. En eso consiste el pecado prometeico por
excelencia, en escoger.100 Ése era el caso de la Pentesilea de Kleist,
Achab–mujer que había escogido a su enemigo como su doble indis-
cernible, Aquiles, conculcando la ley de las amazonas que prohíbe la
preferencia de un enemigo. La sacerdotisa y las amazonas lo conside-
ran una traición que la locura sanciona con una identificación caníbal.
El propio Melville presenta a otro demonio monomaníaco, el maestro
de armas Claggart, en su última novela, Billy Budd. La función subal-
terna de Claggart no debe llamar a engaño: al igual que el capitán
Achab, tampoco él es un caso de maldad psicológica, sino de perver-
sión metafísica, que consiste en escoger la presa, en preferir una
víctima escogida con una especie de amor, en vez de hacer reinar la ley
de los barcos, que manda aplicar a todos por un igual la misma disci-
plina. Eso es lo que sugiere el narrador al recordar una antigua y
misteriosa teoría [113] cuya exposición ya aparecía en Sade: la ley, las
126
leyes gobiernan a una naturaleza sensible segunda, mientras que unos
seres depravados por calidad innata participan de una terrible Natura-
leza suprasensible y primera, original, oceánica, que persigue su propia
meta irracional a través de ellos, Nada, Nada, y que no conoce ley.101
Achab perforará el muro, aunque no haya nada detrás, y convertirá la
nada en el objeto de su voluntad: «Para mí, esa ballena blanca es este
muro, tan cerca de mí. A veces, pienso que más allá no hay nada, pero
qué más da...» De seres oscuros como ésos, como los peces de los
abismos, Melville dice que sólo el ojo del profeta, y no el del psicólogo,
es capaz de adivinarlos, de diagnosticarlos, sin poder prevenir su loco
empeño, «misterio de iniquidad»...
101 Sobre esta concepción de las dos Naturalezas en Sade (la teoría del Papa en la Nueva
Justine), vid. Klossowski, Sade mon prochain, Seuil, págs. 137 y ss.
102 Vid. la concepción de la santidad según Schopenhauer, como el acto a través del cual la
127
by. Y aunque los dos tipos sean opuestos en todos los aspectos, unos,
traidores innatos, y otros, traicionados por esencia, unos, padres
monstruo–[114]sos que devoran a sus hijos, otros, hijos abandonados
sin padre, ambos habitan un mismo mundo, y forman alternancias,
igual que en la escritura de Melville, y también en la de Kleist, se
alternan los procesos estacionarios y petrificados y los procedimientos
de gran velocidad: el estilo, con su sucesión de catatonías y de precipi-
taciones... Y es que unos y otros, los dos tipos de personajes, Achab y
Bartleby, pertenecen a esa Naturaleza primera, la habitan y la compo-
nen. Todo los opone, y no obstante tal vez sean la misma criatura,
primera, original, empecinada, cogida por dos lados, sólo afectada por
un signo «más» o por un signo «menos»: Achab y Bartleby, como para
Kleist la terrible Pentesilea y la dulce y pequeña Catalina, el más allá y
el más acá de la conciencia, la que escoge y la que no escoge, la que
aúlla como una loba y la que preferiría no hablar.103
según Nietzsche, el hombre prefiere ser un demonio que un santo: «el hombre todavía prefiere
tener la voluntad de la nada antes que no desear nada en absoluto...» (Genealogía de la moral,
III, párrafo 28).
103 Vid. Kleist, carta a H. J. von Collin, diciembre de 1808 (Correspondance, Gallimard, pág.
363). Catalina de Heilbronn tiene su propia fórmula, próxima a la de Bartleby: «No lo sé», o
más brevemente: «No sé.»
128
cos o los santos inocentes, y a veces a ambos. Sin embargo, ellos a su
vez tampoco carecen de ambigüedad. Aptos para adivinar la Naturaleza
primera que les fascina, son no obstante los representantes de la
naturaleza segunda y de sus leyes. Llevan la imagen paterna: parecen
buenos padres, padres benevolentes (o por lo menos hermanos mayo-
res protectores como Ismael con Queequeg). Pero no consiguen evitar
los demonios porque éstos son demasiado rápidos para la ley, dema-
siado sorprendentes. Y no salvan al inocente, al irresponsable: lo in-
molan, en nombre de la ley, hacen el sacrificio de Abraham. [115]
129
El timador (The Confidence–man, un poco como se dice Medecine–
man, el hombre–medicina, el Hombre–confianza, el Hombre de
confianza) está plagado de reflexiones de Melville sobre la novela. La
primera de esas reflexiones consiste en reivindicar los derechos de un
irracionalismo superior (cap. 14). ¿A santo de qué iba el novelista a
creerse obligado a explicar el comportamiento de sus personajes, y a
darles razones, cuando la vida por su cuenta nunca explica nada y deja
en sus criaturas tantas zonas oscuras, indiscernibles, indeterminadas,
que significan un reto para cualquier intento de esclarecimiento? La
vida es lo que justifica, no necesita ser justificada. La novela inglesa, y
más aún la novela francesa, sienten la necesidad de racionalizar,
aunque sea en las últimas páginas, y la psicología constituye sin duda
la última forma del racionalismo: el lector occidental espera la explica-
ción final. El psicoanálisis ha proporcionado al respecto nuevas alas a
las pretensiones de la razón. Pero, pese a no haber apenas [116] respe-
tado las grandes obras novelescas, ningún gran novelista de su época
ha conseguido manifestar algún interés por el psicoanálisis. El acto
fundador de la novela americana, el mismo que el de la novela rusa, ha
consistido en alejar la novela de la vía de las razones, y en hacer que
nazcan esos personajes que se sostienen en la nada, que sólo sobrevi-
ven en el vacío, que conservan hasta el final su misterio y que constitu-
yen un reto para la lógica y la psicología. Incluso su alma, dice Melville,
es un «vacío inmenso y terrible», y el cuerpo de Achab es una «concha
vacía». Cuando poseen una fórmula, ésta indudablemente no es
explicativa, y el PREFIERO NO sigue siendo una fórmula cabalística, tanto
como la del hombre del subsuelo, que no puede impedir que 2 y 2
hagan 4, pero que no se RESIGNA a ello (prefiere no 2 y 2 hacer 4). Lo
130
que cuenta para un gran novelista, Melville, Dostoievski, Kafka o Musil,
es que las cosas se mantengan enigmáticas y no obstante no arbitrarias:
en pocas palabras, una nueva lógica, plenamente una lógica, pero que
no nos reconduzca a la razón, y que capte la intimidad de la vida y de la
muerte. El novelista tiene la mirada del profeta, no la del psicólogo.
Para Melville, las tres grandes categorías de personajes pertenecen a
esta nueva lógica, del mismo modo que ésta les pertenece a ellos. Tan
poco como la vida, la novela no tiene por qué ser justificada, a partir
del momento en el que alcanza la Zona perseguida, la zona hiperbórea,
lejos de las regiones templadas.104 Y, a decir verdad, la razón, no la hay,
sólo existe a trozos. Melville, en Billy Budd, define a los monomaniacos
como los Maestros de la razón, y ése es el motivo por el cual cuesta
tanto sorprenderlos; pero porque su delirio es acción, y porque utilizan
la razón, la emplean para sus fines soberanos, muy poco razonables a
decir verdad. Y los hipocondrios son los Excluidos de la razón, sin que
pueda saberse si no se excluyen ellos mismos, para conseguir lo que
ésta no puede darles, lo indiscernible, lo in–[117]nombrable con el que
podrán confundirse. Hasta los propios profetas, por último, no son
más que los Náufragos de la razón: si Vere, Ismael o el abogado se
aferran con tanta fuerza a los restos de la razón, cuya integridad tratan
de reconstruir en vano, es porque las han visto de todos los colores, y
lo que han visto les ha impresionado para siempre.
104La comparación, de Musil a Melville, se refería a los cuatro puntos siguientes: la crítica de la
razón («Principio de razón insuficiente»); la denuncia de la psicología («ese gran agujero al que
llaman el alma»); la nueva lógica («el otro estado»); la Zona hiperbórea (lo «Posible»).
131
ningún caso hay que confundir a los verdaderamente Originales con
los personajes sencillamente notables o singulares, particulares. Los
personajes particulares, que pueden ser muy numerosos en una novela,
tienen unos caracteres que determinan su forma, unas propiedades que
componen su imagen; reciben el influjo de su medio, y unos de otros,
de modo que sus acciones y reacciones obedecen a unas leyes genera-
les, conservando pese a ello un valor particular. De igual modo, las
frases que pronuncian les son propias, pero no por ello dejan de
someterse a las leyes generales de la lengua. El original en cambio ni
siquiera sabemos si existe de manera absoluta, excepción hecha del
Dios primordial, y ya es mucho si nos topamos con alguno. Cuesta
imaginar cómo una novela iba a poder contener más de una figura
original, declara Melville. Cada original es una poderosa Figura solita-
ria que desborda cualquier forma explicable: lanza rasgos de expresión
refulgentes, que indican el empecinamiento de un pensamiento sin
imagen, de una pregunta sin respuesta, de una lógica extrema y sin
racionalidad. Figuras de vida y de conocimiento, conocen algo inexpre-
sable, viven algo insondable. Nada tienen general, y no son particula-
res: escapan al conocimiento, son un reto para la psicología. Hasta las
palabras que pronuncian desbordan las leyes generales de la lengua
(los «presupuestos»), tanto como las meras particularidades de la
palabra, puesto que son como vestigios o proyecciones de una lengua
original única, primera, y llevan todo el lenguaje al límite del silencio y
de la música. Bartleby nada tiene de particular, tampoco de general, es
un Original.
132
Los originales son los seres de la Naturaleza primera, pero [118] no
son separables del mundo o de la naturaleza segunda, y ejercen su
efecto en ella: revelan su vacío, la imperfección de las leyes, la medio-
cridad de las criaturas particulares, el mundo como un baile de disfra-
ces (es lo que Musil, por su parte, llamará la «acción paralela»). El
papel de los profetas, precisamente el de ellos, que no son originales,
consiste en ser los únicos que reconocen su huella en el mundo y la
turbación indecible que le asignan. El original, dice Melville, no padece
el influjo de su medio, sino que por el contrario ilumina el entorno con
una luz blanca y lívida, parecida a la que «acompaña en el Génesis el
inicio de las cosas». De esta luz, los originales son ora la fuente inmó-
vil, como el gabiero en lo alto del mástil, Billy Budd colgado y atado
que «sube» con el resplandor del alba, Bartleby de pie en el despacho
del abogado, ora el trayecto fulgurante, el movimiento demasiado rá-
pido para que la mirada corriente puede seguirlo, el rayo de Achab o de
Claggart. Ésas son las dos grandes Figuras originales que se repiten por
doquier en Melville. Panorámica y Travelling, proceso estacionario y
velocidad infinita. Y aunque constituyan los dos elementos del ritmo, y
aunque haya paradas que acompasan el movimiento, y rayos que
surjan de lo inmóvil, ¿no es acaso la contradicción lo que separa los
originales, sus dos tipos? ¿Qué quiere decir Jean–Luc Godard cuando,
en nombre del cine, afirma que entre un travelling y una panorámica
hay un «problema moral»? Podría ser tal vez esa diferencia la que hace
que una gran novela, al parecer, sólo pueda comportar un único
original. Las novelas mediocres jamás han podido crear el más mínimo
personaje original, ¿pero cómo la mayor novela iba a poder crear
varios a la vez? Achab o Bartleby... Ocurre como con las grandes
133
Figuras del pintor Bacon, que confiesa no haber encontrado la manera
de hacer que cupieran dos de ellas en un mismo cuadro.105 Pero no
obstante Melville la encontrará. Si rompe su silencio para es–
[119]cribir al fin Billy Budd, es porque esta última novela, bajo la
mirada penetrante del capitán Vere, reúne los dos originales, lo demo-
níaco y lo petrificado: el problema no estribaba en unirlos mediante
una intriga, cosa fácil y sin consecuencias, donde basta que uno sea
víctima del otro, sino en hacerlos caber juntos a los dos en el mismo
cuadro (si Benito Cereño ya lo había intentado, sólo era de un modo
imperfecto, bajo la mirada miope y borrosa de Delano).
105 Vid. Francis Bacon, L’art de l’impossible, Skira I, pág. 123. Y Melville decía: «Un poco por la
misma razón por la que no existe más que un único planeta en una misma órbita determinada,
sólo puede haber un único personaje original en una obra de imaginación; dos personajes
entrarían en contradicción hasta el caos.»
106 Vid. R. Durand, pág. 153. Jean–Jacques Mayoux decía: «En el plano personal, la cuestión del
padre queda momentáneamente aplazada, cuando no resuelta... Pero no sólo le concierne a él.
134
dad no existe, es un vacío, una nada, o mejor dicho una zona de
incertidumbre frecuentada por los hermanos, por el hermano y la
hermana. Es preciso que caiga la máscara del padre caritativo para que
la Naturaleza primera se sosiegue, y que se reconozcan Achab y Bartle-
by, Claggart y Billy Budd, liberando en la violencia de unos y el estupor
de otros el fruto que llevaban dentro, la relación fraternal lisa y llana.
Melville desarrollará sin cesar la oposición radical de la fraternidad con
la «caridad» cristiana o la «filantropía» paterna. Liberar al hombre de
la función de padre, hacer que nazca el hombre nuevo o el hombre sin
particularidades, reunir el original y la humanidad constituyendo [120]
una sociedad de los hermanos como nueva universalidad. Y es que, en
la sociedad de los hermanos, la alianza reemplaza la filiación, y el pacto
de sangre, la consanguinidad. El hombre es efectivamente el hermano
de sangre del hombre, y la mujer, su hermana de sangre: es la sociedad
de los solteros según Melville, que arrastra a sus miembros en un
devenir ilimitado. Un hermano, una hermana tanto más verdaderos
por no ser ya más el suyo, la suya, pues toda «propiedad» ha desapare-
cido. Ardiente pasión más profunda que el amor, puesto que ya no
tiene sustancia ni cualidades, sino que delimita una zona de indiscer-
nibilidad dentro de la cual recorre todas las intensidades en todos los
sentidos, se extiende hasta la relación homosexual entre los hermanos
y pasa por la relación incestuosa del hermano y la hermana. Se trata de
la relación más misteriosa, la que arrastra a Pedro y a Isabel, a «Roc» y
a Catalina en Cumbres borrascosas, a Achab y Moby Dick: «Sea cual sea
la sustancia de que están hechas nuestras almas, la suya y la mía son
Todos somos huérfanos. Y ha llegado la hora de la fraternidad» (Melville par lui–même, Seuil,
pág. 109).
135
idénticas ... Mi amor por Heathcliff se parece al cimiento eterno y
subterráneo de las rocas; una fuente de alegría bien poco apreciable,
pero no se puede pasar sin ella ... yo soy Heathcliff, siempre estoy
pensando en él, no necesariamente como algo placentero, pero es que
ni yo misma tampoco me gusto siempre, sino como en eso, como en mi
propio ser...»
136
caracteres que constituyen su «violencia», su «idiotez», su «crapulería»,
cuando ya sólo tiene conciencia de sí bajo los rasgos de una «dignidad
democrática» que considera todas las particularidades como otras
tantas manchas de ignominia que suscitan la angustia o la compasión.
América es el potencial del hombre sin particularidades, el Hombre
original. Ya en Redburn (cap. 33): «No se puede derramar ni una gota
de sangre americana sin derramar la sangre del mundo entero. Inglés,
francés, alemán, danés o escocés, el europeo que se mofa de un ameri-
cano está mofándose de su propio hermano, le está despreciando, y
está poniendo su alma en peligro para el día del Juicio. No somos una
raza estrecha, una tribu nacionalista y devota de hebreos, cuya sangre
se ha ido volviendo más y más bastarda por haberla pretendido dema-
siado pura, manteniendo una descendencia directa y matrimonios
consanguíneos... No somos tanto una nación como un mundo, pues a
menos que llamemos, como Melquisedec, al mundo entero nuestro
padre, no tenemos padre ni madre... Somos los herederos de todos los
siglos y de todos los tiempos, y nuestra herencia la compartiremos con
todas las naciones...»
137
bolchevique creerá estar haciendo una cuya fuerza sería la proletariza-
ción universal, «Proletarios del mundo»... : dos formas de la lucha de
clases. De tal modo que el mesianismo decimonónico tiene dos cabe-
zas, y se expresa tanto en el pragmatismo americano como en el
socialismo finalmente ruso.
138
Cosmopolita: el invento americano por antonomasia, pues los ameri-
canos han inventado el patchwork, de la misma manera que decimos
que los suizos inventaron el reloj de cuco. Pero para ello también es
necesario que el sujeto conociente, el único propietario, dé paso a [123]
una comunidad de exploradores, precisamente los hermanos del
archipiélago, que reemplacen el conocimiento por la creencia, o mejor
dicho por la «confianza»: no creencia en otro mundo, sino confianza en
este mundo de aquí, y tanto en el hombre como en Dios («voy a
intentar la ascensión de Ofo con la esperanza, no con la fe... iré por mi
camino...).
139
precisamente su «originalidad», es decir un sonido que cada una emite,
como un estribillo al límite del lenguaje, pero que sólo emite cuando
emprende viaje por las carreteras (o por mar) con su cuerpo, cuando
conduce su vida sin buscar la salvación, cuando emprende su viaje
encarnado sin finalidad particular, y encuentra entonces a otro viajero,
al que reconoce por el sonido. Lawrence decía que era eso el nuevo me-
sianismo o la aportación democrática de la literatura americana: contra
la moral europea de la salvación y la caridad, una [124] moral de la
vida en la que el alma sólo se realiza tomando la carretera, sin otra
finalidad, expuesta a todos los contactos, sin tratar jamás de salvar
otras almas, alejándose de aquellas que tienen un sonido demasiado
autoritario o quejumbroso, formando con sus iguales acordes incluso
fugaces y no resueltos, sin más realización que la libertad, siempre
dispuesta a liberarse para realizarse.108 La fraternidad según Melville o
Lawrence es un asunto de almas originales; tal vez sólo se inicie con la
muerte del padre o de Dios, pero no deriva de ella, es un asunto
completamente distinto; «todas las sutiles simpatías del alma innom-
brable, del odio más amargo, al amor más apasionado».
108Lawrence, Études sur la littérature classique américaine, Seuil, «Whitman». El libro contiene
asimismo dos trabajos famosos sobre Melville. A Melville, como a Whitman, Lawrence le
reprocha haber caído en lo que ellos mismos denunciaban; no obstante, dice, la literatura
americana señala el camino gracias a ellos.
140
miembros sean capaces de «confianza», es decir de esa creencia en sí
mismos, en el mundo, en el devenir. Bartleby el soltero debe empren-
der su viaje y encontrar a su hermana, con la que compartirá el bizco-
cho de jengibre, la nueva hostia. Por mucho que Bartleby viva enclaus-
trado en el bufete del abogado, sin salir jamás de él, no está bromeando
cuando, al abogado que le propone nuevas ocupaciones, le responde:
«Es demasiado cerrado...» Y si le impiden realizar su viaje, su lugar ya
no es otro que la prisión donde muere, de «desobediencia civil», como
dice Thoreau, «el único lugar donde el hombre libre podrá residir con
honor». William y Henry James son en efecto hermanos, y Daisy Miller,
la nueva muchacha americana, sólo pide un poco de confianza, y se
deja morir porque no obtiene ese poco que pedía. Y Bartleby, ¿qué
pedía sino [125] un poco de confianza, al abogado que le responde con
la caridad, la filantropía, todas las máscaras de la función paterna? La
única disculpa del abogado es que retrocede ante el devenir en el que
Bartleby, por su mera existencia, corre el peligro de arrastrarlo: ya
empiezan a circular rumores... El héroe del pragmatismo no es el
hombre de negocios que ha triunfado, sino Bartleby, Daisy Miller,
Pedro e Isabel, el hermano y la hermana.
109 Vid. el libro de Alexander Mitscherlich, Vers la socíété sans pères (Gallimard), desde un
punto de vista psicoanalítico que permanece indiferente a los movimientos de la Historia, y
que re–invoca las bondades de la Constitución paterna inglesa.
141
Secesión ya toca a muerto, tal y como lo hará la liquidación de los
soviets. Nacimiento de una nación, restauración del Estado–nación, y
los padres monstruosos regresan al galope, mientras que los hijos sin
padre empiezan otra vez a morir. Imágenes de papel, ése es el destino
tanto del Americano como del Proletario. Pero, de igual modo que
muchos bolchevistas ya oían a partir de 1917 las potencias diabólicas
que llamaban a la puerta, los pragmatistas y ya Melville veían cómo se
avecinaba la mascarada que iba a acarrear la sociedad de los hermanos.
Mucho antes que Lawrence, Melville y Thoreau diagnosticaban el mal
americano, el nuevo cemento que restablece el muro, la autoridad
paterna y la inmunda caridad. Bartleby, pues, se deja morir en prisión.
Desde el principio, es Benjamin Franklin, el hipócrita Vendedor de
pararrayos, quien instala la prisión magnética americana. El barco–
ciudad reconstituye la ley más opresiva, y la fraternidad sólo subsiste
entre los gavieros cuando se mantienen inmóviles en lo alto del mástil
(Chaqueta blanca). La gran comunidad de los solteros no es más que
una agrupación de vividores, que indudablemente no im–[126]pide que
el soltero rico explote a las pobres obreras lívidas, reconstituyendo las
dos figuras no–reconciliadas del padre monstruoso y de las hijas
huérfanas (El paraíso de los solteros y el Tártaro de las muchachas).
Por doquier en Melville aparece el estafador americano. ¿Qué potencia
maligna ha convertido el trust en una compañía tan cruel como la
abominable «nación universal» fundada por el Hombre de los perros,
en Las islas encantadas? El timador, donde culmina la crítica de la
caridad y de la filantropía, muestra una serie de personajes tortuosos
que parecen salidos de un «Gran Cosmopolita» con vestido de patch-
142
work, y que sólo piden... un poco de confianza humana, para efectuar
una estafa de rebotes múltiples.
110Vid. el texto de Melville sobre la literatura americana en «Hawthorne y sus grumetes» (D’oú
viens–tu, Hawthorne?, págs. 237–240). Compárese con el texto de Kafka, Journal, págs. 179–
182).
143
esquizofrénica: aun catatónico y anoréxico, Bartleby no es el enfermo,
sino el médico de una América enferma, el Medecine–man, el nuevo
Cristo o el hermano de todos nosotros. [128]
144
11. UN PRECURSOR DESCONOCIDO DE
HEIDEGGER: ALFRED JARRY
111 Jarry, Faustroll, II, 8, Pléiade II, pág. 668 (Hechos y dichos del Dr. Faustroll. Patafísico,
Madrágora, 1975).
112 Heidegger, El ser y el tiempo, FCE, 1993, párrafo 7 («La ontología sólo es posible como
fenomenología», pero Heidegger reivindica en mayor medida a los griegos que Husserl).
145
de las exigencias de la conciencia exclusivamente (banalidad cotidia-
na), la fachada de un edificio aparece cuadrada, siguiendo unas cons-
tantes de reducción. Pero el fenómeno es el reloj como serie de elipses
o la fachada como serie infinita de trapecios: mundo compuesto por
singularidades notables, o que se muestran (mientras que las aparicio-
nes no son más que singularidades reducidas a lo corriente, que se
aparecen corrientemente a la conciencia).113 El fenómeno, en este
sentido, no remite a una conciencia, sino a un ser, ser del fenómeno
que consiste precisamente en el mostrar–se. Este ser del fenómeno es el
«epifenómeno», in–útil e in–consciente, objeto de la patafísica. El
epifenómeno es el ser del fenómeno, mientras que el fenómeno tan
sólo es el siendo, o la vida. No es el ser sino el fenómeno lo que es
percepción, percibir o ser percibido, mientras que Ser es pensar.114 Sin
duda el ser o el epifenómeno no es más que el fenómeno, pero difiere
de él totalmente: es el mostrar–se del fenómeno.
146
miento: hasta el punto de que todavía no pensamos. «Para en [130] paz
con mi conciencia glorificar el Vivir, quiero que el Ser desaparezca,
resolviéndose en su contrario.» Sin embargo esta desaparición, esta
disipación, no procede de lo exterior. Si el ser es el mostrar–se del
siendo, no se muestra a sí mismo, y no cesa de retraerse, estando él
mismo en retraimiento o retraído. Mejor aún: retraerse, apartarse, es la
única manera de mostrarse como ser, puesto que tan sólo es el mos-
trar–se del fenómeno o del siendo.
116Sobre la anarquía según Jarry, no sólo Être et vivre, sino sobre todo Visions actuelles et
futures.
147
tiempos.117 Y la Bicicleta es lo que transforma la Pasión como metafísi-
ca cristiana de la muerte de Dios en carrera por etapas eminentemente
técnica.118 La bicicleta, con su cadena y sus marchas, es [131] la esencia
de la técnica: envuelve y desarrolla, efectúa el gran Giro de la tierra. La
bicicleta es cuadro, marco, como el «cuadripartido» de Heidegger.
148
esencia de la técnica no es técnica, y «encierra la posibilidad de que lo
que salva surja en nuestro horizonte».119 Así pues, la conclusión de la
metafísica en la técnica hace que se vuelva posible la superación de la
metafísica, es decir la patafísica. De ahí la importancia de la teoría de la
ciencia y de la experimentación de las máquinas como parte integrante
de la patafísica: la técnica planetaria no sólo es la mera pérdida del ser,
sino la eventualidad de su salvación.
119 Heidegger, Essais et conférences, «La cuestión de la técnica», Gallimard, págs. 44–45.
120 Marlene Zarader ha destacado particularmente este doble giro en Heidegger, uno hacia
atrás, otro hacia adelante: Heidegger et les paroles de l’origine, Vrin, págs. 260–273.
121 Heidegger, Questions IV, «Tiempo y ser», Gallimard: «sin miramiento por la metafísica», ni
149
pasado para producir un mañana nuevo.122 Pero en Jarry esta apertura
de lo posible resulta que también tiene necesidad de la ciencia tecnici-
zada: ya se veía desde el punto de vista restringido de la propia patafí-
sica. Y si Heidegger define la técnica por la ascensión de un «fondo»
que borra el objeto en beneficio de una posibilidad de ser —el avión
como posibilidad de emprender el vuelo en todas sus partes–, Jarry por
su cuenta considera la ciencia y la técnica como la ascensión de un
«éter», o la revelación de unos trazados que corresponden a las poten-
cialidades o virtualidades moleculares de todas las partes de un objeto:
la bicicleta, el cuadro de la bicicleta, constituye precisamente un
excelente modelo atómico, en tanto que constituido por «vástagos
rígidos articulados y volantes impulsados por un rápido movimiento
de rota–[133]ción».123 El «bastón de física» es el siendo técnico por
excelencia que describe el conjunto de sus líneas virtuales, circulares,
rectilíneas, cruzadas. En este sentido la patafísica comporta ya una
gran teoría de las máquinas, y supera las virtualidades del siendo hacia
la posibilidad de ser (Ubu manda sus inventos técnicos a una oficina
cuyo jefe es el señor Posible), siguiendo una tendencia que culminará
con El supermacho.
122H. Bordillon, Prefacio, Pléiade II: Jarry «no utiliza casi nunca el término patafísica entre 1900
y su muerte», salvo en los textos que se refieren a Ubu. (Ya desde Être et vívre, Jarry decía: «El
Ser, subsupremo de la Idea, pues menos comprensivo que lo Posible...», Pléiade I, pág. 342.)
123 Vid. la definición de la patafísica, Faustroll: ciencia «que otorga simbólicamente a los
150
explorar el tiempo, «tempo–móviles» más que locomóviles. La ciencia
bajo ese carácter técnico hace primero posible un vuelco patafísico del
tiempo: la sucesión de las tres estasis, pasado, presente, futuro, da paso
a la co–presencia o simultaneidad de los tres éxtasis, ser del pasado, ser
del presente, ser del futuro. La presencia es el ser del presente, pero
también el ser del pasado y del futuro. La eternidad no designa lo
eterno, sino la donación o la excreción del tiempo, la temporalización
del tiempo tal como se efectúa simultáneamente en estas tres dimen-
siones (Zeit–Raum). De modo que la máquina empieza por transfor-
mar la sucesión en simultaneidad, antes de alcanzar la última trans-
formación «en reversión», cuando el ser del tiempo en su totalidad se
convierte en Poder–ser, en posibilidad de ser como Porvenir. Jarry tal
vez recuerde a su profesor Bergson cuando recupera el tema de la
Duración, a la que define primero por una inmovilidad en la sucesión
temporal (conservación del pasado), luego como una exploración del
futuro o una apertura del porvenir: «La Duración es la transformación
de una sucesión en reversión, es decir: el devenir de una memoria.» Se
trata de una profunda reconciliación de la Máquina y la Duración.124
[134] Y esta reversión es al mismo tiempo vuelco de la relación del
hombre y la máquina: no sólo los índices de velocidad virtual se
invierten hasta el infinito, pues la bicicleta acaba siendo más veloz que
el tren como en la gran carrera del Supermacho, sino que la relación
del hombre con la máquina da paso a una relación de la máquina con
el ser del hombre (Dasein o Supermacho), en tanto que el ser del
hombre es más poderoso que la máquina y consigue «cargarla». El
124 La construction pratique, que expone el conjunto de la teoría del tiempo de Jarry: se trata de
un texto oscuro y muy hermoso, que debe relacionarse tanto con Bergson como con Heidegger.
151
Supermacho es ese ser del hombre que ya no conoce la distinción del
hombre y la mujer, pues la mujer en su totalidad ha pasado a la má-
quina, absorbida por la máquina, pues únicamente el hombre adviene
como potencia soltera o poder–ser, emblema de escisiparidad, «lejos de
los sexos terrestres» y «el primero del porvenir».125
125 Vid. la descripción de las máquinas de Jarry, y su contenido sexual, en Les machines
célibataires de Carrouges, Ed. Arcanes. Vid. asimismo el comentario de Derrida, cuando
supone que el Dasein según Heidegger comporta una sexualidad, pero irreductible a la
dualidad que surge en el siendo animal o humano («Diferencia sexual, diferencia ontológica»,
en Heidegger, L’Herne).
126 Según Heidegger, el retraimiento no sólo atañe al ser, sino, en otro sentido, al Ereignis («El
Ereignis es el retraimiento no sólo como destino, sino como Ereignis», Temps et être, pág. 56.
Sobre lo Más y Menos, sobre lo «Menos–en–Más» y «Más–en–Menos», vid. Jarry, César–
Antéchrist, Pléiade I, pág. 290.
127 Sobre los pasos de la técnica al arte, emparentado el arte con la esencia de la técnica, aun
152
ra tal vez un problema familiar de finales del siglo XIX, con el que
también nos topábamos de forma diferente en Renán, otro precursor
bretón de Heidegger, en el neoimpresionismo, en el propio Jarry.
Asimismo era el camino de Jarry cuando desarrollaba su curiosa tesis
sobre la anarquía: en el hacer–desaparecer, la anarquía tan sólo puede
funcionar técnicamente, con máquinas, mientras que Jarry prefiere el
estadio estético del crimen, y sitúa a De Quincey por encima de Vai-
llant.128 Más generalmente según Jarry, la máquina técnica hace surgir
la líneas virtuales que juntan las componentes atómicas del siendo,
mientras que el signo poético despliega todas las posibilidades o
potencias de ser que, amalgamándose en su unidad original, constitu-
yen la «cosa». Sabemos que Heidegger identificará está grandiosa
naturaleza del signo con el Quadripartido, espejo del mundo, cuadratu-
ra del anillo, Cruz, Esfera o Cuadro.129 Pero ya Jarry desplegaba el gran
Acto heráldico de los cuatro heraldos, con los blasonamientos como
espejo y organización del mundo, Perhinderion, Cruz de Cristo o
Cuadro de la Bicicleta original, que facilita el paso de la técnica a lo
Poético,130 y que sólo le ha faltado a Heidegger reconocer en el [136]
juego del mundo y en los cuatro senderos. También era el caso del
128 Vid. Jarry, Visions actuelles et futures, y Être et vie: el interés de Jarry por la anarquía se ve
fortalecido por sus relaciones con Laurent Tailhade y Fénéon; pero reprocha al anarquismo
que substituya «la ciencia al arte», y que confíe a la máquina explosiva «el Gesto Bello» (Pléiade
I, sobre todo pág. 338). ¿Cabe asimismo decir que Heidegger considera la máquina nacionalso-
cialista como un pasaje hacia el arte?
129 Heidegger, Essais et conférences, «La Cosa», págs. 214–217 (la traducción de Das Geviert por
mientos, y el decorado por los escudos: el tema del Quadripartido surge con toda claridad
(Pléiade I, págs. 286–288). En toda la obra de Jarry, la Cruz cuatripartita surge como el gran
signo. El valor de la Bicicleta procede de que Jarry invoca una bicicleta original, afectada por el
153
«bastón de física»: de máquina o aparato, se convierte en la cosa
portadora del signo artista cuando forma una cruz consigo mismo «en
cada cuarto de cada una de sus revoluciones».
olvido, cuyo cuadro es una cruz, «dos tubos soldados perpendicularmente uno sobre otro» (La
passion considérée comme course de côte, Pléiade II, págs. 420–422).
131 Michel Arrivé ha insistido particularmente en la teoría del signo en Jarry (Introducción,
Pléiade I).
154
aglutinación «lethé–el olvido» y «alethés–lo verdadero» hará que
intervenga en alemán el acoplamiento obesivo «velamiento–
desvelamiento»: el ejemplo más célebre. O bien «chraô–cheir», casi
bretón. O también el antiguo sajón «wuon» (residir) aglutinado con
«freien» (preservar, librar) dará «bauen» (vivir en paz) a partir del
significado corriente de «bauen» (construir). Parece en [137] efecto que
Jarry tampoco procedía de otro modo; pero él, a pesar de invocar a
menudo la lengua griega como atestigua la Patafísica, más bien hacía
intervenir en francés el latín, o el francés antiguo, o un argot ancestral,
o tal vez el bretón, para alumbrar un francés del porvenir que hallaba
en un simbolismo próximo a Mallarmé o a Villiers algo análogo a lo
que Heidegger hallará en Hölderlin.132 E, inyectado en la lengua france-
sa, «si vis pacem...» dará «civil», e «industria», «1, 2, 3»: contra la torre
de Babel, dos lenguas solamente, de las cuales una actúa o interviene
en la otra para producir la lengua del porvenir, Poesía por excelencia
que se manifiesta brillante y singularmente en la descripción de las
islas del doctor Faustroll con sus palabras–música y sus armonías–
sonoras.133
132 Vid. Henri Béhar, Les cultures de Jarry, PUF (particularmente cap. I sobre la «cultura celta»).
Ubu sólo proporciona una idea restringida del estilo de Jarry: un estilo de carácter suntuoso,
como el que resuena desde el principio de César–Antechrist, en los tres Cristos y los cuatro
Pájaros de oro.
133 Ver un artículo de La chandelle verte, «Aquellos para los que no hubo Babel alguna»
(Pléiade II, págs. 441–443). Jarry reseña un libro de Victor Fournié cuyo principio extrae: «el
mismo sonido o la misma sílaba tiene siempre el mismo significado en todas las lenguas». Pero
Jarry por su parte no adopta exactamente este principio: como Heidegger, más bien actúa
sobre dos lenguas, una muerta y una viva, una lengua del ser y una lengua del siendo, que no
son realmente distintas, pero que no dejan de ser eminentemente diferentes.
155
Hemos tenido noticia de que ni una etimología de Heidegger, ni
siquiera Lethé y Alethés, era exacta.134 ¿Pero está bien planteado el
problema? ¿No ha sido acaso repudiado de antemano todo criterio
científico o etimológico en beneficio de una pura y mera Poesía? Se
suele decir que se trata de meros juegos de palabras. ¿No resultaría
contradictorio esperar una corrección lingüística cualquiera de un
proyecto que se propone explícitamente superar el siendo científico y
técnico hacia el siendo poético? No se trata de etimología propiamente
dicha, sino de efectuar aglutinaciones en la otra lengua para obtener
surgimientos en la–lengua. No es con la lingüística con lo que hay que
comparar empresas como las de Heidegger o de Jarry, sino más bien
con las empresas análogas de Roussel, Brisset o Wolfson. La diferencia
estriba en lo si–[138]guiente: Wolfson mantiene la torre de Babel, y
emplea todas las lenguas menos una para constituir la lengua del
futuro en la que ésta desaparecerá; Roussel, por el contrario, sólo em-
plea una lengua, pero excavando en ella series homófonas como el
equivalente de otra lengua que expresaría cosas totalmente distintas
con sonidos parecidos; y Brisset utiliza una lengua para extraer
elementos silábicos o fonéticos eventualmente presentes en otras
lenguas, pero que significan lo mismo y que forman a su vez la lengua
secreta del Origen o del Porvenir. Jarry y Heidegger tienen todavía
otro recurso, puesto que actúan en principio en dos lenguas, haciendo
intervenir en la lengua viva una muerta, de forma que transforma, que
transmuta la viva. Si llamamos elemento a un abstracto capaz de
recibir valores muy variables, diremos que un elemento lingüístico A
afecta al elemento B de forma que resulte un elemento C. El afecto (A)
156
produce en la lengua corriente (B) una especie de estancamiento, de
balbuceo, de tamtam obsesivo, como una repetición que crearía sin
cesar algo nuevo (C). Bajo el impulso del afecto, nuestra lengua se
pone a revolotear, y forma una lengua del porvenir revoloteando:
diríase una lengua extranjera, machacamiento eterno, pero que salta y
brinca. Uno se estanca en la cuestión que revolotea, pero ese revoloteo
es la avanzadilla de la lengua nueva. «¿Y eso es griego o lenguaje de
los indios, tío Ubu?»135 Entre uno y otro elemento, entre la lengua
antigua y la actual afectada por ella, entre la actual y la nueva que se
está formando, entre la nueva y la antigua, desfases, vacíos, huecos,
pero llenados por visiones inmensas, escenas y paisajes insensatos,
desplegamiento del mundo de Heidegger, retahíla de las islas del
doctor Faustroll o cadena de grabados del «Ymaginero».
157
cumple por fin su misión, el Signo muestra la Cosa, y efectúa la poten-
cia enésima del lenguaje, pues
158
12. MISTERIO DE ARIADNA SEGÚN NIETZSCHE
Dioniso canta:
Sé razonable, Ariadna,
tienes las orejas pequeñas, tienes mis orejas
diles una palabra sensata
no hay que empezar por odiarse cuando hay que amarse
soy tu laberinto.
159
empresa de venganza.
138 Zaratustra, III, «Del espíritu de la pesantez». Y Más allá del bien y del mal, 213: «Pensar y
tomar una cosa en serio, asumir su peso, es todo lo mismo para ellos, es la única experiencia
que conocen.»
160
los sublimes.»139 El hombre sublime o superior vence a los monstruos,
plantea los enigmas, pero ignora el enigma y el monstruo que él mismo
es. Ignora que afirmar no es llevar, uncirse, asumir lo que es, sino por
el contrario desuncir, liberar, descargar lo que vive. No cargar la vida
bajo el peso de [142] valores superiores, incluso heroicos, sino crear
valores nuevos que sean los de la vida, que hagan la vida la ligera o
afirmativa. «Tiene que desaprender su voluntad de heroísmo, quiero
que se sienta a gusto en las alturas, y no sólo subido arriba.» Teseo no
comprende que el toro (o el rinoceronte) posee la única superioridad
verdadera: prodigioso animal ligero en el fondo del laberinto, pero que
se siente asimismo a gusto en las alturas, animal que desunce y que
afirma la vida. Según Nietzsche, la voluntad de poder tiene dos tonali-
dades: la afirmación y la negación; las fuerzas tienen dos cualidades: la
acción y la reacción. Lo que el hombre superior presenta como la
afirmación constituye sin duda el ser más profundo del hombre, pero
no es más que la combinación extrema de la negación con la reacción,
de la voluntad negativa con la fuerza reactiva, del nihilismo con la mala
conciencia y el resentimiento. Son los productos del nihilismo los que
se hacen llevar, las fuerzas reactivas son las que llevan. De ahí la ilusión
de una falsa afirmación. El hombre superior reinvindica el conocimien-
to: pretende explorar el laberinto o el bosque del conocimiento. Pero el
conocimiento no es más que el disfraz de la moralidad; el hilo en el
laberinto es el hilo moral. La moral a su vez es un laberinto: disfraz del
ideal ascético y religioso. Del ideal ascético al ideal moral, del ideal
moral al ideal de conocimiento: siempre se trata de la misma empresa
que continúa, la de matar al toro, es decir negar la vida, aplastarla bajo
161
un peso, reducirla a sus fuerzas reactivas. El hombre sublime ya ni
siquiera necesita a un Dios para uncir al hombre. El hombre al final
sustituye a Dios por el humanismo; el ideal ascético, por el ideal moral
y de conocimiento. El hombre se carga a sí mismo, se unce sólo en
nombre de los valores heroicos, en nombre de los valores del hombre.
162
to. Su espléndida canción sigue siendo un lamento, y en Zaratustra,
donde aparece primero, es puesta en boca del mago: falsificador por
excelencia, viejo abyecto que se engalana con una máscara de mucha-
cha. Ariadna es la hermana, pero la hermana que experimenta el
resentimiento contra su hermano el toro. Una llamada patética recorre
toda la obra de Nietzsche: no os fiéis de las hermanas. Ariadna es la
que sujeta el hilo en el laberinto, el hilo de la moralidad. Ariadna es la
Araña, la tarántula. Una vez más Nietzsche lanza una llamada: «¡Col-
gaos de este hilo!»141 Será necesario que la propia Ariadna realice esta
profecía (en algunas tradiciones, Ariadna abandonada por Teseo no
omite colgarse).142
163
nihilismo, esta doble conversión, sino en tratar de averiguar únicamen-
te cómo la expresa el mito de Ariadna. Abandonada por Teseo, Ariadna
siente que Dioniso se acerca. Dioniso–toro es la afirmación pura y
múltiple, la verdadera afirmación, la voluntad afirmativa; no lleva
nada, no se encarga de nada, pero aligera todo lo que vive. Sabe hacer
lo que el hombre superior no sabe: reír, jugar, bailar, es decir afirmar.
Es el Ligero, que no se reconoce en el hombre, sobre todo no en el
hombre superior o el héroe sublime, sino sólo en el superhombre, en el
superhéroe, en otra cosa que el hombre. Era necesario que Ariadna
fuese abandonada por Teseo: «Éste es el secreto del Alma: cuando el
héroe la ha abandonado, sólo entonces ve acercarse a ella en sueños al
superhéroe».143 Acariciada por Dioniso, el alma se vuelve activa. Era
muy pesada con Teseo, pero se aligera con Dioniso, libre de su carga,
adelgazada, elevada hasta el cielo. Aprende que lo que antes creía una
actividad no era más que empeño de venganza, desconfianza y vigilan-
cia (el hilo), reacción de la mala conciencia y del resentimiento; y, más
profundamente, lo que creía ser una afirmación no era más que un
disfraz, una manifestación de la pesantez, un modo de creerse fuerte
porque se acarrea y se asume. Ariadna comprende su decepción: Teseo
no era siquiera un griego de verdad, sino más bien una especie de ale–
[145]mán adelantado, cuando andaba pensando en un griego.144 Pero
Ariadna comprende su decepción en un momento en el que ésta ha
dejado de importarle: Dioniso, que es un griego de verdad, se acerca; el
Alma se vuelve activa, al mismo tiempo que el Espíritu revela la
164
verdadera naturaleza de la afirmación. Entonces la canción de Ariadna
adquiere todo su sentido: transmutación de Ariadna al acercarse
Dioniso, ya que Ariadna es el Ánima que corresponde ahora al Espíritu
que dice sí. Dioniso añade un último estribillo a la canción de Ariadna,
que se vuelve ditirambo. Conforme al método general de Nietzsche, la
canción cambia de naturaleza y de sentido según quien la canta, el
mago bajo la máscara de Ariadna, la propia Ariadna al oído de Dioniso.
165
laberinto.» Con mayor precisión, el laberinto es [146] ahora la oreja de
Dioniso, la oreja laberíntica, Ariadna ha de tener unas orejas como las
de Dioniso para oír la afirmación dionisiaca, pero también ha de
responder a la afirmación en el oído del propio Dioniso. Dioniso dice a
Ariadna: «tienes las orejas pequeñas, tienes mis orejas, diles una
palabra sensata», sí. Ocasionalmente Dioniso también dice a Ariadna,
jugando: «¿Por qué tus orejas no son todavía más largas?»147 Dioniso
recuerda así sus errores a Ariadna, cuando amaba a Teseo: creía que
afirmar era llevar un peso, hacer como el asno. Pero en realidad
Ariadna, con Dioniso, ha adquirido orejas pequeñas: la oreja redonda,
propicia para el eterno retorno.
147Crepúsculo de los Ídolos, «Lo que los alemanes están perdiendo», 19.
148El caso Wagner.
149 Vid. Marcel Detienne, Dionysos à del ouvert (La muerte de Dionisos, Taurus, 1983),
166
los ethos: una canción de trabajo, una canción de marcha, una canción
de baile, una canción para el descanso, una canción para beber, una
nana..., casi pequeñas «cantinelas», cada una con su propio peso.150
Para que la música se libere, habrá que pasar al otro lado, allí donde los
territorios tiemblan, o las arquitecturas se desmoronan, donde los
ethos se mezclan, donde surge un poderoso [147] canto de la Tierra, la
gran cantinela que transmuta todas las tonadas que se lleva y trae una
y otra vez.151 Dioniso ya no conoce más arquitectura que la de los
recorridos y los trayectos. ¿No era acaso ya lo propio del lied salir del
territorio e ir a la llamada o al viento de la Tierra? Cada uno de los
hombres superiores abandona su dominio y se dirige hacia la cueva de
Zaratustra. Pero sólo el ditirambo se extiende sobre la Tierra y la
desposa en su totalidad. Dioniso ya no tiene territorio porque está por
doquier en la Tierra.152 El laberinto sonoro es el canto de la Tierra, la
Cantinela, el eterno retorno en persona. ¿Pero por qué oponer los dos
lados como lo verdadero y lo falso? ¿No se trata acaso, en ambos lados,
del mismo poder de lo falso, y no es acaso Dioniso un gran falsificador,
el mayor «en verdad», el Cosmopolita? ¿No es acaso el arte el poder más
alto de lo falso? Entre arriba y abajo, de un lado al otro, hay una
diferencia considerable, una distancia que debe ser afirmada. Y es que
la araña rehace siempre su tela, y el escorpión nunca deja de picar;
cada hombre superior está sujeto a su propia proeza, que va repitiendo
150 Incluso a sus animales, Zaratustra dice: el eterno retorno, «ya lo habéis convertido en una
cantinela» (III, «El convaleciente», apartado 2).
151 Vid. las diferentes estrofas de «Los siete sellos», Zaratustra, III.
152 Sobre la cuestión del «santuario», es decir del territorio del Dios, vid. Jeanmaire, pág. 193
(«Uno se lo topa por doquier y sin embargo en ningún lugar está en su casa... Más que
imponerse se ha insinuado...»).
167
como un número de circo (y en efecto así está organizado el libro IV de
Zaratustra, como una gala de los Incomparables en Raymond Roussel,
o un espectáculo de marionetas, una opereta). Es que cada uno de esos
mimos tiene un modelo invariable, una forma fija, a la que siempre se
puede llamar verdadera, pese a que sea tan «falsa» como sus reproduc-
ciones. Es como el falsificador en pintura: lo que copia del pintor
original es una forma asignable tan falsa como las copias; lo que deja
escapar es la metamorfosis o la transformación del original, la imposi-
bilidad de asignarle una forma cualquiera; en resumen, la creación. Por
ese motivo los hombres superiores no son más que los grados inferio-
res de la voluntad de poder: «¡Ojalá sean mejores que vosotros los que
pasen del otro lado! Representáis grados.»153 [148]
168
Ariadna. Dioniso es la afirmación pura; Ariadna es la Ánima, la afirma-
ción reiterada, el «sí» que responde al «sí». Pero, desdoblada, la afirma-
ción retorna a Dioniso como afirmación que reitera. En este sentido en
efecto el Eterno retorno es el producto de la unión de Dioniso y Ariadna.
Mientras Dioniso está solo, sigue teniendo miedo del pensamiento del
Eterno retorno, porque teme que éste vuelve a traer las fuerzas reactivas,
la empresa de negar la vida, el hombre pequeño (aun superior o subli-
me); pero cuando la afirmación dionisiaca encuentra su pleno desarro-
llo con Ariadna, Dioniso a su vez aprende una cosa nueva: que el
pensamiento del Eterno retorno es consolador, al tiempo que el propio
Eterno retorno es selectivo. El Eterno retorno no funciona sin una
transmutación. Ser del devenir, el Eterno retorno es el producto de una
doble afirmación, que hace volver lo que se afirma, y sólo hace devenir
lo que es activo. Ni las fuerzas reactivas ni la voluntad de negar volve-
rán: quedan eliminadas por la transmutación, por el Eterno retorno que
selecciona. Ariadna ha olvidado a Teseo, ya no es siquiera un mal
recuerdo. Teseo jamás volverá. El Eterno retorno es activo y afirmativo;
es la unión de Dioniso y Ariadna. Por eso Nietzsche lo compara no sólo
con la oreja circular, sino con el [149] anillo nupcial. Hete aquí que el
laberinto es el anillo, la oreja, el propio Eterno retorno que se dice de lo
que es activo o afirmativo. El laberinto ya no es el camino en el que uno
se pierde, sino el camino que vuelve. El laberinto ya no es el del conoci-
miento y la moral, sino el de la vida y el Ser como ser viviente. En
cuanto al producto de la unión de Dioniso y Ariadna, es el superhombre
o el superhéroe, lo contrario del hombre superior. El superhombre es el
ser vivo de las cavernas y de las cimas, el único hijo que se concibe por
la oreja, el hijo de Ariadna y el Toro. [150]
169
13. BALBUCIÓ...
170
parece. Pues cuando el autor se limita a una indicación externa que
deja intacta la forma de expresión («balbució...»), costaría comprender
su eficacia si uniforme de contenido correspondiente, una cualidad
atmosférica, un medio conductor de palabras no recogiera por su
cuenta lo tembloroso, lo susurrado, lo balbucido, el trémolo, el vibrato,
y no reverberara sobre las palabras el afecto indicado. Eso es por lo
menos lo que ocurre con los grandes escritores como Melville, con
quien el rumor de los bosques y de las cavernas, el silencio de la casa,
la presencia de la guitarra dan fe del susurro de Isabel y de sus suaves
entonaciones extranjeras; o con Kafka, que confirma el piar de Grego-
rio mediante el temblor de sus patas y las oscilaciones de su cuerpo; o
incluso con Masoch, que reitera el balbuceo de sus personajes con los
pesados silencios de un tocador, los ruidos de la aldea o las vibraciones
de la estepa. Los afectos de la lengua son objeto aquí de una efec-
tuación indirecta, pero próxima a lo que ocurre directamente, cuando
ya no quedan más personajes que las propias palabras. «¿Qué quería
decir mi familia? No lo sé. Era tartamuda de nacimiento, y aun así tenía
algo que decir. Sobre mí y sobre muchos de mis contemporáneos pesa
el tartamudeo de nacimiento. Hemos aprendido no a hablar, sino a
balbucir, y únicamente prestando oído al ruido creciente del mundo, y,
una vez blanqueados por la espuma de su cresta, hemos adquirido una
lengua.»154
171
brio, definida por unos términos y unas relaciones constantes, resulta
evidente que los desequilibrios o las variaciones sólo afectarán a las
palabras (variaciones no pertinentes del tipo entonación...). Pero si el
sistema se [152] presenta en desequilibrio perpetuo, en bifurcación, en
unos términos en los que cada uno recorre a su vez una zona de va-
riación continua, entonces la propia lengua se pone a vibrar, a balbu-
cir, sin confundirse no obstante con el habla, que tan sólo asume una
posición variable entre otras o toma una única dirección. Si la lengua
se confunde con el habla es tan sólo con un habla muy especial, un
habla poética que efectúa toda la potencia de bifurcación y de varia-
ción, de heterogénesis y de modulación propia de la lengua. Por
ejemplo, el lingüista Guillaume considera cada término de la lengua no
como una constante en relación con otras, sino como una serie de posi-
ciones diferenciales o puntos de vista tomados sobre un dinamismo
asignable: el artículo indefinido «un» recorrerá toda la zona de varia-
ción comprendida en un movimiento de particularización, y el artículo
definido «el», toda la zona comprendida en un movimiento de genera-
lización.155 Se trata de un balbuceo, pues cada posición de «un» o de
«el» constituye una vibración. La lengua se estremece de arriba abajo.
Hay aquí el principio de una comprensión poética de la propia lengua:
es como si la lengua tendiera una línea abstracta infinitamente variada.
La cuestión se plantea así, incluso en función de la pura ciencia: ¿cabe
progresar sin entrar en regiones alejadas del equilibrio? La física da fe
de ello. Keynes hace progresar la economía política, pero porque la
155 Vid. Gustave Guillaume, Langage et science du langage, Québec. No son sólo los artículos en
general, ni los verbos en general, los que disponen de dinamismos como las zonas de variación,
sino cada verbo, cada sustantivo en particular, por su cuenta.
172
somete a una situación de «boom» y no ya de equilibrio. Es la única
manera de introducir el deseo en el campo correspondiente. Entonces,
¿poner la lengua en estado de boom, cerca del crac? Admiramos a
Dante por haber «escuchado a los tartamudos», estudiado todos los
«defectos de elocución», no sólo para conseguir efectos de habla, sino
para emprender una amplia creación fonética, léxica y hasta sintácti-
ca.156
173
extranjero en la lengua en la que se expresa, incluso cuando es su
lengua materna. Llevando las cosas al límite, toma sus fuerzas en una
minoría muda desconocida, que sólo le pertenece a él. Es un extranjero
en su propia lengua: no mezcla otra lengua con su lengua, talla en su
lengua una lengua extranjera y que no preexiste. Hacer gritar, hacer
balbucir, farfullar, susurrar la lengua en sí misma. Qué cumplido más
bello que el de un crítico diciendo de Los siete pilares de la sabiduría:
eso no es inglés. Lawrence hacía trastabillar el inglés para extraer de él
músicas y visiones de Arabia. Y Kleist, qué lengua despertaba en el
fondo del alemán, a fuerza de rictus, lapsus, chirridos, sonidos inarti-
culados, enlaces alargados, brutales precipitaciones y frenazos en la
elocución con el peligro de suscitar el horror de Goethe, el mayor
representante de la lengua mayor, y para alcanzar unos fines extraños
en verdad, visiones petrificadas, músicas vertiginosas.157 [154]
157Pierre Blanchaud es uno de los escasos traductores de Kleist que han sabido plantear el
problema del estilo: vid. Le duel, Presse–Pocket. Este problema puede hacerse extensivo a
cualquier traducción de un gran escritor: resulta evidente que la traducción es una traición si
adopta como modelo las normas de equilibrio de la lengua traductora estándar.
174
ciones se vuelven inclusas, inclusivas, y las conexiones reflexivas,
siguiendo un proceso de cabeceo que concierne al proceso de la lengua
y no ya al curso de la palabra. Cada palabra se divide, pero en sí misma
(«pas–rats», «passions–rations» [pasos–ratas, pasiones–raciones]). Es
como si toda la lengua se pusiera a bandear, a derecha y a izquierda, y
a cabecear, hacia adelante y hacia atrás: los dos balbuceos. Si el habla
de Gherasim Luca es así eminentemente poética, es porque convierte el
balbuceo en un afecto de la lengua, no en una afección del habla. Toda
la lengua se enhebra y varía y acaba extrayendo un bloque sonoro
último, un único aliento al límite del grito JE T’AIME PASSIONNÉ–
MENT [te amo apasionadamente].
175
su habitación, o de cambiar su mobiliario.159 Bien es verdad que estas
disyunciones afirmativas se refieren las más de las veces en Beckett al
aspecto o al andar de los personajes: la inefable manera de caminar,
dando bandazos y cabeceos como un bote sin gobierno. Y es que la
transferencia se ha efectuado de la forma de expresión a una forma de
contenido, con lo que cabe la posibilidad de restituir el paso inverso,
suponiendo que hablan como caminan o trastabillan: uno no es menos
movimiento que el otro, y uno supera el habla hacia la lengua tanto
como el otro el organismo hacia un cuerpo sin órganos. Cosa que
encontramos confirmada en un poema de Beckett que se refiere en este
caso a las conexiones de la lengua, y convierte el balbuceo en la poten-
cia poética o lingüística por excelencia.160 Diferente de los de Luca, el
proceso de Beckett es el siguiente: se instala en la mitad de la frase,
hace crecer la frase por la mitad, añadiendo una partícula tras otra
(que de ce, ce ceci–ci, loin la là–bas à peine quoi...) para pilotar un
bloque de una única exhalación (voulais croire entrevoir quoi...). El
balbuceo creador es lo que hace que la lengua crezca por en medio,
como si fuera hierba, lo que le convierte en rizoma en vez de árbol, lo
que pone la lengua en perpetuo desequilibrio: Mal vu mal dit [mal visto
mal dicho] (contenido y expresión). Decir las cosas tan bien dichas
nunca ha sido lo propio ni la tarea de los grandes escritores.
159 Vid. Frangois Martel, «Juegos formales en Watt», Poétique, 1972, n.° 10.
160 Beckett, «Comment diré», Poémes, Minuit.
176
cada uno de los cuales definirá la zona, de variación hasta la vecindad
de otro sustantivo que determina otra zona (Mater purissima, castissi-
ma, inviolata, Virgo potens, clemens, fidelis). Los inicios repetidos de
Péguy confieren a las palabras un espesor vertical que hace que reini-
cien perpetuamente lo «irreiniciable». En Péguy, el balbuceo se empa-
reja tan bien con la lengua que deja las palabras intactas, completas y
normales, pero las utiliza como si fueran los miembros disyuntados y
descompuestos de un balbuceo sobrehumano. Es como un tartamudo
reprimido. En Roussel, el procedimiento todavía es otro, pues el
balbuceo ya no se ejerce sobre partículas ni sobre términos completos,
sino sobre proposiciones, perpetuamente insertadas en medio de la
frase, y cada una dentro de la anterior, siguiendo un sistema prolife-
rante de paréntesis: hasta cinco paréntesis unos dentro de otros, «este
crecimiento interno obligatoriamente tenía que estar contenido en
cada uno de estos crecimientos de una manera absolutamente trastor-
nadora para el lenguaje que él dilataba; la invención de cada verso era
destrucción del conjunto y prescripción de reconstruirlo».161
Sobre este procedimiento de Las nuevas impresiones de África, vid. Foucault, Raymond
161
177
de la lengua sino una sintaxis en devenir, una creación de sintaxis que
hace que nazca la lengua extranjera dentro de la lengua, una gramática
del desequilibrio. Pero en este sentido es inseparable de un fin, tiende
hacia un límite que ya no es en sí mismo sintáctico o gramatical, ni
siquiera cuando parece todavía serlo formalmente: así la fórmula de
Luca, «je t’aime passionnément», que [157] estalla como un grito al
final de largas series balbucientes (o bien el «preferiría no» de Bartleby,
que incluso ha absorbido todas las variaciones previas, o el «he danced
his did» en Cummings, que se desprende de variaciones presuntamente
sólo virtuales). Expresiones de esta índole son tomadas como palabras
inarticuladas, bloques de una única exhalación. Y ocurre a veces que
este límite final abandona toda apariencia gramatical y surge en estado
bruto, precisamente en las palabras–exhalación de Artaud: la sintaxis
desviante de Artaud, en tanto que se propone forzar la lengua francesa,
encuentra el destino de su tensión propia en esas exhalaciones o en
esas meras intensidades que marcan un límite del lenguaje. O a veces
no en el propio libro: en Céline, el Viaje pone la lengua natal en de-
sequilibrio, Muerte a crédito desarrolla la nueva sintaxis en variaciones
afectivas, mientras que Guignol’s band encuentra el objetivo último,
frases exclamativas y puestas en suspensión que deponen toda sintaxis
en beneficio de un mero baile de las palabras. No por ello ambos
aspectos son menos correlativos: el tensor y el límite, la tensión en la
lengua y el límite del idioma.
178
lengua a ese límite. Y así como la nueva lengua no es exterior a la
lengua, el límite asintáctico tampoco es exterior al lenguaje: es lo
exterior del lenguaje, no está en el exterior. Es una pintura o una
música, pero una música de palabras, una pintura con palabras, un
silencio dentro de las palabras, como si las palabras ahora vertieran su
contenido, grandiosa visión o audición sublime. Lo que es específico en
los dibujos o pinturas de los grandes escritores (Hugo, Michaux...) no
es que esas obras sean literarias, pues no lo son en absoluto; acceden a
meras visiones, pero que todavía se refieren al lenguaje en tanto que
constituyen su finalidad última, un exterior, un envés, un debajo,
mancha de tinta o escritura ilegible. Las palabras pintan y cantan, pero
en el límite del camino que trazan dividiéndose y componiéndose. Las
palabras [158] enmudecen. El violín de la hermana toma el relevo del
piar de Gregorio, y la guitarra refleja el susurro de Isabel; una melodía
de pájaro cantor agonizando supera el balbuceo de Billy Budd, el dulce
«bárbaro». Cuando la lengua está tan tensada que se pone a balbucir, o
a susurrar, farfullar..., todo el lenguaje alcanza el límite que dibuja su
exterior y se confronta al silencio. Cuando la lengua está tensada de
este modo, el lenguaje soporta una presión que lo remite al silencio. El
estilo —la lengua extranjera dentro de la lengua— se compone de estas
dos operaciones, o entonces tal vez haya que hablar de no–estilo, como
Proust, de los «elementos de un estilo venidero que no existe». El estilo
es la economía de la lengua.162 Cara a cara, o cara contra espalda, hacer
balbucir la lengua, y al mismo tiempo llevar el lenguaje a su límite, a su
exterior, a su silencio. Sería como el boom y el crac.
162Sobre el problema del estilo, su relación con la lengua y sus dos aspectos, vid. Giorgio
Passerone, La linga astratta, Guerini.
179
Cada uno en su lengua puede exponer recuerdos, inventar cuen-
tos, emitir opiniones; a veces incluso adquiere un estilo hermoso, que
le proporciona los medios adecuados y le convierte en un escritor
valorado. Pero cuando se trata de hurgar por debajo de los cuentos, de
hacer mella en las opiniones y de alcanzar las regiones sin memorias,
cuando hay que destruir el yo, no basta ciertamente con ser un «gran»
escritor, y los medios deben resultar siempre inadecuados, el estilo de-
viene no estilo, la lengua libera una extranjera desconocida, para que
uno alcance los límites del lenguaje y devenga otra cosa que escritor,
conquistando visiones fragmentadas que pasan por las palabras del
poeta, por los colores del pintor o los sonidos del músico. «El lector
sólo verá desfilar los medios inadecuados: fragmentos, alusiones,
esfuerzos, búsquedas, que no trate de encontrar una frase bien relami-
da o una imagen perfectamente coherente, lo que se imprimirá en las
páginas será un discurso turbado, un balbuceo...»163 La obra balbucien-
te de Biely, Kotik Letaiev, lanzada en un devenir–niño que no es [159]
yo, sino cosmos, explosión del mundo: una infancia que no es la mía,
que no es un recuerdo, sino un bloque, un fragmento anónimo infinito,
un devenir siempre contemporáneo.164 Biely, Mandelstam, Khlebnikov,
trinidad rusa tres veces tartamuda y tres veces crucificada. [160]
163 Andrei Biely, Carnets d’un toqué, L’Age d’homme, pág. 50. Y Kotik Letaiev. El lector se
remitirá en esos dos libros a los comentarios de Georges Nivat (particularmente sobre la
lengua y el procedimiento de «variación sobre una raíz semántica», vid. Kotik Letaiev, pág.
284).
164 Lyotard llama precisamente «infancia» a ese movimiento que arrastra la lengua y traza un
límite siempre diferido del lenguaje: «Infantia, lo que no se habla. Una infancia que no es una
época de la vida y que no pasa. Está siempre presente en el discurso... Lo que no se deja
escribir, en la escritura, tal vez exija un lector que ya no sabe o todavía no sabe leer» (Lectura
d’enfance, Éd. Galilée, pág. 9).
180
14. LA VERGÜENZA Y LA GLORIA: T. E. LAWRENCE
1 IV, 54. Sobre el Dios de los árabes, Incoloro, Informal, Intocable, que todo lo abarca, vid.
Introduction, 3. Citamos el texto de Sept piliers de la sagesse según la edición Folio–Gallimard,
trad. de Julien Deleuze (Los siete pilares de la sabiduría, Júcar, 1991).
2 III, 38.
3 Sobre la niebla o «espejismo», I, 8. Hay una hermosa descripción en IX, 104. Sobre la revuelta
181
en dos, y que da el negro cuando la sombra gana o cuando la luz
desaparece, pero asimismo del blanco cuando lo luminoso se vuelve a
su vez opaco? Goethe definía lo blanco a través del «fulgor fortuita-
mente opaco de lo transparente puro»; lo blanco es el accidente siem-
pre renovado del desierto, y el mundo árabe es en blanco y negro.4 Pero
tan sólo se trata, una vez más, de las condiciones de la percepción, que
se efectúa plenamente cuando surgen los colores, es decir cuando el
blanco se oscurece en amarillo y cuando el negro se aclara en azul.
Arena y cielo, hasta que la intensificación de el púrpura deslumbrante
en el que arde el mundo, y donde la visión en el ojo queda sustituida
por el sufrimiento. La visión, el sufrimiento, dos entidades...: «al
despertar por la noche, no había encontrado en sus ojos la visión, sino
sólo el sufrimiento».5 Del gris al rojo, está el aparecer y el desaparecer
del mundo en el desierto, todas las aventuras de lo visible y de su
percepción. La Idea en el espacio es la visión, que va de lo transparente
puro invisible al fuego púrpura en el que cualquier visión se abrasa.
«La unión de los oscuros acantilados, del suelo rosa y de los arbustos
verde pálido resulta hermosa para unos ojos saturados por meses de
sol y de sombra negra como el hollín; cuando llegó la noche, el sol
crepuscular derramó un resplandor carmesí sobre uno de los lados del
valle, dejando el otro en una oscuridad violeta.»6 Lawrence, uno de los
mayores paisajistas de la literatura. Rumm la sublime, visión absoluta,
paisaje del espíritu.7 Y el color es movimiento, es desviación, despla
4 Vid. Introduction, 2.
5 V, 62.
6 IV, 40.
7 V, 62 y 67.
182
zamiento, deslizamiento, oblicuidad, lo mismo que el [162] trazo.
Ambos, el color y el trazo, nacen juntos y se funden. Los paisajes de
arenisca o de basalto unen colores y trazos, pero siempre en movimien-
to, los trazos grandes coloreados por capas, los colores pintados a
grandes trazos. Las formas de espinas y de burbujas se van sucediendo,
al mismo tiempo que los colores se llaman, del transparente puro al
gris sin esperanza. Los rostros responden a los paisajes, apareciendo y
desapareciendo en esos cuadros breves que convierten a Lawrence en
uno de los mayores retratistas: «Solía estar alegre, pero había en él
siempre dispuesta una veta de sufrimiento...»; «su cabellera flotante y
su rostro en ruinas de trágico cansado...»; «su espíritu, cual paisaje
pastoril, tenía una perspectiva de cuatro esquinas, cuidado, amable,
limitado, bien situado...»; «sus párpados caían sobre sus pestañas
toscas en pliegues fatigados a través de los cuales, procedente del sol en
lo alto, una luz roja fulgía en las órbitas, haciendo que parecieran fosas
ardientes donde el hombre se consumía lentamente».8
183
bien de las condiciones subjetivas que, indudablemente, invocan tal o
cual medio objetivo favorable, se despliegan en él, pueden coincidir
con él, pero no obstante conservan una diferencia irresistible, incom-
prensible? En virtud de una disposición subjetiva, Proust encuentra sus
perceptos en una corriente de aire que se filtra por debajo de la puerta,
y [163] permanece frío ante las bellezas que le muestran.10 Hay en
Melville un océano íntimo que ignoran los marineros, aun cuando lo
presientan: en él nada Moby Dick, y es él el que se proyecta en el
océano del exterior, pero para transmutar su percepción y «abstraer»
de él una Visión. Hay en Lawrence un desierto íntimo que le empuja a
los desiertos de Arabia, con los árabes, que coincide en muchos puntos
con sus percepciones y concepciones, pero que conserva la indomable
diferencia que las introduce en una Figura secreta completamente
distinta. Lawrence habla árabe, se viste y vive como un árabe, incluso
bajo tortura grita en árabe, pero no imita a los árabes, jamás abdica de
su diferencia, que ya siente como una traición.11 Bajo su atuendo de
recién casado, «sospechosa seda inmaculada», no traiciona continua-
mente a la Esposa. Esta diferencia de Lawrence no sólo procede de que
sigue siendo inglés, al servicio de Inglaterra; pues traiciona tanto a
Inglaterra como a Arabia, en una especie de sueño y pesadilla de
traicionarlo todo a la vez. Pero tampoco de su diferencia personal,
hasta ese punto la empresa de Lawrence es una destrucción del propio
yo fría y concertada, llevada hasta el final. Cada mina que pone explota
también dentro de su propio ser, él mismo es la bomba que hace
184
estallar. Se trata de una disposición subjetiva infinitamente secreta,
que no se confunde con una característica nacional o personal, y que le
lleva lejos de su país, bajo las ruinas de su propio yo devastado.
12Vid. cómo Jean Genet describe esta tendencia: Un captif amoureux, Gallimard, págs. 353–355.
(Un cautivo enamorado, Debate, 1988). Las similitudes entre Genet y Lawrence son abundantes
y también es una disposición subjetiva lo que Genet reivindica cuando se encuentra en el
desierto entre los palestinos, para otra Revuelta. Vid. el comentario de Félix Guattari, «Genet
recuperado» (Cartographies schizoanalytiques, Galilée, págs. 272–275).
185
imaginación y que no le gustan los sueños... Y en estos rasgos negativos
ya posee muchos motivos que le emparejan con los árabes. Pero lo que
le inspira y le impulsa es ser un «soñador diurno», un hombre peligro-
so en verdad, que no se define respecto a lo real o a la acción, ni
respecto a lo imaginario o a los sueños, sino sólo por la fuerza con la
que proyecta en lo real las imágenes que ha sabido arrancarse a sí
mismo y a sus amigos árabes.13 ¿Corresponde la imagen a lo que
fueron? Quienes reprochan a Lawrence haberse dado una importancia
que jamás tuvo, tan sólo ponen de manifiesto su pequeñez personal, su
aptitud para denigrar así como su inaptitud para comprender un texto.
Pues Lawrence no oculta hasta qué punto el papel que se otorga es
local, dependiente de una red frágil; subraya la insignificancia de mu-
chas de sus empresas cuando pone unas minas que no explotan y no
recuerda el lugar donde las puso. En cuanto al éxito final del que se
jacta sin hacerse ilusiones, consiste en haber llevado a los partidarios
árabes a Damasco antes de la llegada [165] de las tropas aliadas, en
unas condiciones muy parecidas a las que hemos visto que se reprodu-
cían a finales de la Segunda Guerra Mundial, cuando los resistentes se
apoderaban de los edificios oficiales de una ciudad liberada e incluso
tenían tiempo de neutralizar a los representantes de un compromiso de
última hora.14 Resumiendo, no es una mezquina mitomanía individual
lo que impulsa a Lawrence a proyectar a lo largo de su senda imágenes
grandiosas, más allá de empresas con frecuencia modestas. La máquina
de proyectar no es separable del movimiento de la propia Revuelta:
13 Chapitre d’introduction: «los soñadores diurnos, hombres peligrosos...». Sobre las caracterís-
ticas subjetivas de su percepción, I, 15; II, 21; IV, 48.
14 Vid. X, 119,120,121 (la deposición del seudogobierno del sobrino de Abd el Kader).
186
subjetiva, remite a la subjetividad del grupo revolucionario. Pero
todavía hace falta que la escritura de Lawrence, su estilo, la recupere
por cuenta propia o la releve: la disposición subjetiva, es decir la fuerza
de proyección de imágenes, es inseparablemente política, erótica,
artista. El propio Lawrence muestra cómo su proyecto de escribir
enlaza con el movimiento árabe: como carece de técnica literaria,
necesita el mecanismo de la revuelta y de la predicación para conver-
tirse en escritor.15
15 IX, 99: «por fin el azar, con un humor perverso, al hacerme representar el papel de un
hombre de acción, me había dado un lugar en la Revuelta árabe, tema épico absolutamente a
punto para un ojo y una mano directos, ofreciéndome así una salida hacia la literatura...».
16 VI, 80 y 81. E Introduction, 1.
187
Es que resulta que el espíritu que contempla no está vacío, y que
las abstracciones son los ojos del espíritu. La calma del espíritu está
cruzada por pensamientos que la arañan. El espíritu es un Animal de
ojos múltiples, siempre dispuesto a saltar sobre los cuerpos animales
que distingue. Lawrence insiste sobre su pasión por lo abstracto, que
comparte con los árabes: tanto uno como otros, Lawrence o los árabes,
suelen interrumpir la acción para seguir una Idea con la que se topan.
Soy el servidor de lo abstracto.17 Las ideas abstractas no son cosas
muertas, son entidades que inspiran poderosos dinamismos espaciales,
y que se mezclan íntimamente en el desierto con las imágenes proyec-
tadas, cosas, cuerpos o seres. Por este motivo, Los siete pilares son
objeto de una doble lectura, de una doble teatralidad. Eso es la disposi-
ción especial de Lawrence, el don de hacer vivir apasionadamente las
entidades en el desierto, junto a personas y cosas, al compás entrecor-
tado del andar de los camellos. Tal vez ese don confiera a la lengua de
Lawrence algo único y que suena como una lengua extranjera, menos a
árabe que a un alemán fantasma que se inscribiría en su estilo confi-
riendo al inglés nuevos poderes (un inglés que no se hunde, decía
Forster, granuloso, entrecortado, que cambia constantemente de
régimen, lleno de abstracciones, de procesos estacionarios y de visio-
nes fijadas).18 En todo caso, los árabes estaban encantados con los
poderes de abstracción de Lawrence. Una noche de fiebre, su mente
calenturienta le inspira un discurso medio demente que denuncia
Omnipotencia e Infinito, que suplica a esas entidades para que nos
17IX, 99.
18Vid. E. M. Forster, carta de mediados de febrero de 1924 (Letters to T. E. Lawrence, Londres,
Jonathan Cape). Forster observa que jamás se ha traducido el movimiento con tan poca
movilidad, mediante una sucesión de posiciones inmóviles.
188
golpeen más fuerte todavía para templar en nosotros las armas de su
[167] propia ruina, que exalta la importancia de ser derrotado, y el No–
hacer como nuestra única victoria, y el Fracaso como nuestra soberana
libertad: «para el clarividente el fracaso era el único objetivo...».19 Lo
más curioso es que los oyentes están suficientemente entusiasmados
como para decidir de golpe unirse a la Revuelta.
19VI, 74.
20IX, 103: «Era muy consciente de los poderes y entidades envueltos en mí; era su combinación
particular (character) lo que permanecía oculto.» Y también sobre el Animal espiritual, querer
o deseo. Orson Welles insistía sobre el empleo particular del vocablo character en inglés (vid.
Bazin, Orson Welles, Cerf, págs. 178–180): en un sentido nietzscheano una voluntad de poder
que aúna fuerzas diversas.
189
Vergüenza y el Orgullo. Tal vez su relación permita descifrar el secreto
del character. Jamás la vergüenza había sido objeto de un canto de ese
calibre, y de un modo tan orgulloso y altanero.
21VII, 91 (y passim).
22IX, 99. (Y vid. V, 57, donde Aúda resulta todavía más encantador debido a que está negocian-
do secretamente con los turcos, por «compasión»).
190
impulsaba como si fueran paja, y no eran paja, sino los hombres más
valientes, más sencillos, más alegres.» Para Lawrence, en tanto que es el
primer teórico de la guerrilla, la oposición que domina es la de la
incursión y la batalla, la de los partisanos y los ejércitos. El problema
de la guerrilla se confunde con el del desierto: es un problema de
individualidad o de subjetividad, aunque sea una subjetividad de
grupo, en el que está en juego la suerte de la libertad, mientras que el
problema de las guerras y de los ejércitos es la organización de una
masa anónima sometida a unas reglas objetivas, que se proponen hacer
del hombre un «tipo».23 Vergüenza de las batallas, que mancillan el
desierto, y la única [169] que Lawrence libra contra los turcos, por
cansancio, resulta una carnicería innoble, inútil. Vergüenza de los
ejércitos, cuyos miembros son peores que unos condenados, y que sólo
atraen a las rameras.24 Bien es verdad que llega el momento en el que
los grupos de partisanos deben formar un ejército, o por lo menos
integrarse en un ejército, si quieren una victoria decisiva; pero desapa-
recen entonces como hombres libres y rebeldes. Casi la mitad de Los
siete pilares nos hace presenciar el prolongado eclipse del período
partisano, la sustitución de los camellos por los vehículos ametrallado-
res y los Rolls, y la de los jefes de guerrilla por expertos y políticos.
Incluso el confort y el éxito dan vergüenza. La vergüenza tiene muchos
motivos contradictorios. Al final, al mismo tiempo que se eclipsa,
repleto de su propia soledad, con dos carcajadas incontrolables,
Lawrence puede decir como Kafka: «Es como si la vergüenza tuviera
que sobrevivirle.» La vergüenza engrandece al hombre.
191
Hay muchas vergüenzas en una, pero, asimismo, hay otras ver-
güenzas. ¿Cómo es posible mandar sin vergüenza? Mandar es robar
almas para enviarlas al sufrimiento. El jefe sólo se justifica por la
multitud que cree en él, «fervientes esperanzas unidas de multitudes
miopes», si asume el sufrimiento y se sacrifica él también. Pero incluso
en este sacrificio de redención la vergüenza sobrevive; pues significa
ocupar el lugar de los demás. El redentor se alegra en el seno de su
sacrificio, pero «hiere a sus hermanos en su virilidad»: no ha inmolado
suficientemente su propio yo, el que impide a los demás tomar por sí
mismos el papel de redentor. Por eso «los discípulos viriles tienen
vergüenza», y es como si Cristo hubiera privado a los ladrones de la
gloria que podría haberles correspondido. Vergüenza del redentor
porque «rebaja al redimido».189 Así es ese tipo de pensamientos que
con sus garras desgarran el cerebro de Lawrence, y convierten Los siete
pilares en un libro casi demente. [170]
Entonces, ¿hay que optar por la servidumbre? ¿Pero hay algo más
vergonzoso que estar sometido a seres inferiores? La vergüenza se
duplica cuando el hombre, no sólo en unas funciones biológicas, sino
en sus proyectos más humanos, depende de los animales. Lawrence
evita montar a caballo cuando no resulta imprescindible, y prefiere
caminar descalzo por encima del coral afilado, no sólo para curtirse,
sino porque tiene vergüenza de depender de una forma de existencia
inferior cuya semejanza con nosotros es suficiente para recordarnos lo
que nosotros somos ante Dios.190 A pesar del retrato admirativo o
192
socarrón que esboza de varios camellos, su odio estalla cuando la
fiebre lo deja a merced de su pestilencia y abyección.191 Y se dan en los
ejércitos unas servidumbres tales que dependemos de hombres que nos
son tan inferiores como los animales. Una servidumbre impuesta y
vergonzosa, ése es el problema de los ejércitos. Y si es verdad que Los
siete pilares plantean la cuestión: ¿cómo vivir y sobrevivir en el de-
sierto, como libre subjetividad?, el otro libro de Lawrence, La matriz,
pregunta: ¿cómo «volver a ser un hombre como los demás encadenán-
dome a mis semejantes»? ¿Cómo vivir y sobrevivir en un ejército, como
«tipo» anónimo objetivamente determinado en sus mínimos detalles?
Los dos libros de Lawrence son un poco la exploración de dos vías,
como en el poema de Parménides. Cuando Lawrence se hunde en el
anonimato y se alista como simple soldado, pasa de una vía a la otra.
La matriz en este sentido es el canto de la vergüenza, como Los siete
pilares es el de la gloria. Pero de igual modo que la gloria ya está llena
de vergüenza, la vergüenza tal vez tenga una salida gloriosa. La gloria
está tan comprimida en la vergüenza que la servidumbre se vuelve
gloriosa, a condición de que sea voluntaria. Siempre hay alguna gloria
que sacar de la vergüenza, una «glorificación de la cruz de la humani-
dad». Es una servidumbre voluntaria lo que Lawrence reclama para sí,
en una especie de contrato masoquista y orgulloso que an–[171]hela
con todas sus ansias: un sometimiento, y no un avasallamiento.192 La
servidumbre voluntaria es lo que define un grupo–sujeto en el desierto,
191III, 32.
192Vid. IX, 103: Lawrence se queja de no haber encontrado maestro capaz de someterle, ni
siquiera Allenby.
193
por ejemplo la escolta personal del propio Lawrence.193 Asimismo ella
es la que transmuta la abyecta dependencia del ejército en una servi-
dumbre espléndida y libre: así la lección de La matriz, cuando Lawren-
ce pasa de la vergüenza del Depósito a la gloria de la escuela de los
alumnos–oficiales. Las dos vías de Lawrence, los dos planteamientos
tan diferentes, se unen en la servidumbre voluntaria.
193 VII, 83: «Esos muchachos disfrutaban con la subordinación, con lo que maltrataba el cuerpo,
con el fin de dar mayor relieve a su libertad en la igualdad espiritual... Experimentaban un goce
rebajándose, una libertad otorgando a su amo el uso total y en grado sumo de su carne y de su
sangre, porque su espíritu era igual al de él, y porque el contrato era voluntario...» La
servidumbre obligada es, por el contrario, una degradación del espíritu.
194 Introduction, 3.
195 VII, 83: «La concepción del espíritu y de la materia antitéticos que fundamentaba el
194
del [172] horror: su propio cuerpo torturado y violado por los soldados
del Bey, los cuerpos de los turcos agonizantes que alzan ligeramente la
mano para indicar que todavía están vivos.197 La ocurrencia de que el
horror pese a todo tiene un fin procede de que el lodo molecular es el
último estado del cuerpo, y que el espíritu lo contempla con una cierta
atracción, porque halla en él la seguridad de un último nivel que no
cabe superar.198 El espíritu se inclina sobre el cuerpo: la vergüenza no
significaría nada sin esta inclinación, esta atracción hacia lo abyecto,
este voyeurismo del espíritu. Lo que implica que el espíritu se aver-
güenza del cuerpo de una manera muy especial: de hecho, siente
vergüenza por el cuerpo. Es como si dijera al cuerpo: me avergüenzas,
deberías avergonzarte... «Una debilidad física que hacía que reptara a
lo lejos y se ocultara mi yo animal, hasta que la vergüenza hubiera
pasado».199
195
el mismo ademán teatral, y que provoca la carcajada incontrolable de
Lawrence. A mayor abundamiento, en su estado normal, el cuerpo
actúa incesantemente y reacciona antes de que el espíritu se conmueva.
Recuérdese la teoría de las emociones de William James, tan a menudo
some–[173]tida a absurdas refutaciones.200 James propone un orden
paradójico: 1 — percibo un león, 2 — mi cuerpo tiembla, 3 — tengo
miedo; 1 — la percepción de una situación, 2 — las modificaciones del
cuerpo, reforzamiento o debilitamiento, 3 — la emoción de la concien-
cia o del espíritu. Tal vez se equivoque James confundiendo este orden
con una causalidad, y creyendo que la emoción del espíritu no es más
que la resultante o el efecto de modificaciones corporales. Pero el
orden es correcto: estoy en una situación agotadora; mi cuerpo «repta y
se oculta»; mi espíritu se avergüenza. El espíritu empieza por mirar fría
y curiosamente lo que hace el cuerpo, es en primer lugar un testigo,
después se conmueve, testigo apasionado, es decir experimenta por su
cuenta unos afectos que no son meramente efectos del cuerpo, sino
verdaderas entidades críticas que dominan el cuerpo desde arriba y lo
juzgan.201
cuerpo o la carne; otra «que planea por encima y a la derecha, y se inclina con curiosidad...»; y
«una tercera parte, locuaz, que habla y se interroga, crítica con la tarea que el cuerpo se
impone...».
196
árabes jóvenes y hermosos («con sus caracolillos semejantes a largos y
curvos cuernos pegados a las sienes que hacían que parecieran bailari-
nes rusos»).202 Siempre es el espíritu el que se avergüenza, cede, u
obtiene placer, o gloria, mientras el cuerpo «continúa obstinadamente
atareado». Las entidades críticas afectivas no se anulan, pero pueden
coexistir y se mezclan, componiendo el character del espíritu, consti-
tuyendo no un propio yo, sino un centro de gravedad que se desplaza
de una a otra siguiendo los filamentos secretos de [174] ese teatro de
marionetas. Tal vez la gloria sea eso, ese querer oculto que hace que se
comuniquen las entidades, y que las saca en el momento favorable.
197
otro William Blake.
204Vid. Alain Milianti, «El hijo de la vergüenza: sobre el compromiso político de Genet», Revue
d’études palestiniennes, n.° 42, 1992: en este texto, cada una de las palabras válidas para Genet
estaría asimismo igual de acertada aplicada a Lawrence.
198
15. PARA ACABAR DE UNA VEZ CON EL JUICIO
199
infinita: lo infinito de la deuda y la inmortalidad de la existencia remi-
ten uno a otra para constituir «la doctrina del juicio».207 Es necesario
que el deudor sobreviva si su deuda es infinita. O bien, como dice
Lawrence, el cristianismo no ha renunciado al poder, más bien ha
inventado una nueva forma de poder en tanto que Poder de juzgar: al
mismo tiempo es cuando se «difiere» el destino del hombre, y cuando
el juicio se convierte en una última instancia.208 La doctrina del juicio
aparece en el Apocalipsis o el juicio final, como en el teatro de Amé-
rica. Kafka por su parte plantea la deuda infinita en la «absolución
aparente», el destino diferido en el «aplazamiento ilimitado», que
hacen que los jueces se mantengan más allá de nuestra experiencia y de
nuestra concepción.209 Artaud no dejará de oponer al infinito la opera-
ción de acabar de una vez con el juicio de Dios. Para los cuatro, la
lógica del juicio se confunde con la psicología del sacerdote, como
inventor de la más tenebrosa organización: quiero juzgar, tengo que
juzgar... No se actuará como si el propio juicio estuviera diferido,
aplazado a mañana, pospuesto hasta el infinito. Por el contrario, lo que
hace que el juicio sea posible es el acto de diferir, de llevar hasta el
infinito: éste debe su condición a una relación supuesta entre la
existencia y el infinito en el orden del tiempo. A quien se atiene a esta
relación le es dado el poder de juzgar y de ser juzgado. Incluso el juicio
de conocimiento envuelve un infinito del espacio, del tiempo y de la
experiencia que determina la existencia de fenómenos en el espacio y
en el tiempo («todas las veces que...»). Incluso el juicio de conocimien-
200
to implica en este sentido una forma moral y teológica primera según
la cual la existencia estaba relacionada con el infinito siguiendo un
orden del [178] tiempo: lo existente como teniendo una deuda para con
Dios.
¿Pero qué es lo que se distingue entonces del juicio? ¿Basta con in-
vocar un «prejudicativo» que sería a la vez suelo y horizonte? ¿Y
significa lo mismo que antejudicativo, que se entiende como Anticristo:
no tanto un suelo como un derrumbamiento, un deslizamiento de
terreno, una pérdida de horizonte? Los existentes se enfrentan y se
subsanan siguiendo unas relaciones finitas que sólo constituyen el
curso del tiempo. La grandeza de Nietzsche estriba en haber mostrado,
sin lugar a dudas, que la relación deudor–acreedor era primera respec-
to a todo intercambio.210 Se empieza prometiendo, y la deuda no se
contrae con un dios, sino con un socio siguiendo unas fuerzas que
pasan entre las partes, provocan un cambio de estado y crean algo
entre ellas: el afecto. Todo discurre entre partes, y las ordalías no son
un juicio de dios, puesto que no hay dios, ni juicio.211 Allí donde Mauss
y después Lévi–Strauss todavía dudan, Nietzsche no dudaba; hay una
justicia que se opone a todo juicio, según la cual los cuerpos se marcan
unos a otros, la deuda se asienta directamente en el cuerpo, siguiendo
unos bloques finitos que circulan en un territorio. El derecho no tiene
210 Nietzsche, Genealogía, II. Este texto tan importante sólo puede ser valorado en relación con
los textos etnográficos ulteriores, especialmente sobre el potlach: a pesar de un material
restringido, da fe de un prodigioso adelanto.
211 Vid. Louis Gernet, Anthropologie de la Grèce antique, Maspero, págs. 215–217; 241–242 (el
juramento «funciona entre las partes solas... Sería anacrónico decir que hace las veces de juicio:
en su naturaleza original, excluye su noción») y págs. 269–270 (Antropología de la Grecia
antigua, Taurus, 1984).
201
la inmovilidad de las cosas eternas, sino que se desplaza sin cesar entre
familias que deben derramar o devolver la sangre. Son signos terribles
los que labran los cuerpos y los colorean, trazos y pigmentos, que reve-
lan en plena carne lo que cada cual debe y lo que se le debe: todo un
sistema de la crueldad, cuyos ecos resuenan en la filosofía de Anaxi-
mandro y en la tragedia de Esquilo.212 En la doctrina del juicio, por el
contrario, las deudas se asientan en un libro autónomo, sin que
siquiera lleguemos a percatarnos de ello, hasta el punto de que ya no
podemos satisfacer una [179] deuda infinita. Estamos desposeídos,
expulsados de nuestro territorio, en tanto en cuanto el libro ya ha
recogido los signos muertos de una Propiedad que reivindica lo eterno.
La doctrina libresca del juicio sólo es suave aparentemente, porque nos
condena a un avasallamiento sin fin y anula cualquier proceso liberato-
rio. Artaud dotará al sistema de la crueldad de desarrollos sublimes,
escritura de sangre y de vida que se opone a la escritura del libro, como
la justicia al juicio, y acarrea una auténtica inversión del signo.213 ¿No
es acaso asimismo lo que ocurre en Kafka, cuando opone al gran libro
de El proceso la máquina de La colonia penitenciaria, escritura en los
cuerpos que da fe de un orden antiguo como de una justicia en la que
se confunden el compromiso, la acusación, la defensa y el veredicto? El
sistema de la crueldad enuncia las relaciones finitas del cuerpo existen-
te con unas fuerzas que le afectan, mientras que la doctrina de la deuda
infinita determina las relaciones del alma inmortal con unos juicios. En
202
todas partes, lo que se opone al sistema de la crueldad es la doctrina
del juicio.
203
la del juicio de Dios cuando la forma impone otro lote. Ayax sería un
buen ejemplo. La doctrina del juicio, en sus inicios, tiene tanta necesi-
dad del juicio equivocado como del juicio formal de Dios. Una última
bifurcación se produce con el cristianismo: ya no hay lotes, pues
nuestros juicios conforman nuestro único lote, y tampoco hay forma,
pues el juicio de Dios constituye la forma infinita. En última instancia,
otorgarse un lote y castigarse uno mismo se convierte en los caracteres
del nuevo juicio o de la tragedia moderna. Ya no hay más que juicio, y
todo juicio se ejerce sobre un juicio. Tal vez Edipo prefigure esta nueva
situación en el mundo griego. Y lo moderno contenido en un tema
como el de Don Juan sigue siendo el juicio bajo su forma nueva, mucho
más que la acción que es cómica. En toda su generalidad, cabe expresar
el segundo movimiento de la doctrina del juicio de la forma siguiente:
ya no somos los deudores de los dioses por las formas o los fines,
somos en todo nuestro ser el deudor infinito de un dios único. La
doctrina del juicio ha trastocado y reemplazado el sistema de los
afectos. Y esos caracteres se hallan incluso en el juicio de conocimiento
o de experiencia.
204
el sueño es lo que encierra la vida en esas formas en nombre de las
cuales se la juzga. El sueño levanta paredes, se nutre de la muerte y
suscita las sombras, sombras de todas las cosas y del mundo, sombras
de nosotros mismos. Pero cuando nos alejamos de las orillas del juicio,
también estamos repudiando el sueño en beneficio de una «embria-
guez» como de una marea más alta.214 Se tratará de encontrar en los
estados de embriaguez, bebidas, drogas, éxtasis, el antídoto a la vez del
sueño y del juicio. Cada vez que nos desviamos del juicio hacia la justi-
cia, entramos en un sueño sin soñar. Los cuatro autores denuncian en
el sueño un estado demasiado inmóvil todavía, y demasiado dirigido,
demasiado gobernado. Los grupos que tanto interés por el sueño
demuestran, psicoanálisis o surrealismo, también son los más rápidos
en la realidad a la hora de formar tribunales que juzgan o castigan: una
manía repulsiva, frecuente entre los soñadores. En sus reparos sobre el
surrealismo, Artaud esgrime que el pensamiento no se enfrenta a un
núcleo del sueño, sino que más bien los sueños rebotan contra un
sueño del pensamiento que se les escapa.215 Los ritos del peyote según
Artaud, los cantos del bosque mexicano según Lawrence, no son
sueños, sino estados de embriaguez o de letargo. Ese dormir sin sueños
no es lo que hacemos cuando dormimos, pero recorre la noche y la
puebla con una claridad aterradora que no es el día, sino el Destello:
«En el sueño de la noche veo los perros grises, que reptan para venir a
devorar el sueño.»216 Ese dormir sin sueños, en el que no se duerme, es
Insomnio, pues sólo el insomnio es adecuado para la noche, y [182]
205
puede llenarla y poblarla.217 Así, nos encontramos con el sueño no ya
como un sueño de dormir o un sueño despierto, sino como un sueño
de insomnio. El nuevo sueño se ha convertido en el guardián del
insomnio. Como en Kafka, ya no se trata de un sueño que se hace
durmiendo, sino de un sueño que se hace al lado del insomnio: «envío
(al campo) mi cuerpo vestido... yo durante ese tiempo estoy acostado
en mi cama bajo una manta marrón...».218 El insomne puede permane-
cer inmóvil, mientras el sueño asume el movimiento real. Ese dormir
sin sueño en el que sin embargo no se duerme, ese insomnio que sin
embargo arrastra consigo el sueño hasta los confines del insomnio, así
es el estado de embriaguez dionisiaca, su forma de librarse del juicio.
217 Blanchot sugiere que el dormir no es adecuado para la noche, sino sólo el insomnio
(L’espace littéraire, Gallimard, pág. 281). Cuando René Char invoca los derechos del dormir
más allá del sueño, no es contradictorio puesto que se trata de un dormir en el que no se
duerme, y que produce el rayo: vid. Paul Veyne, «René Char y la experiencia del éxtasis»,
Nouvelle Revue française, noviembre de 1985.
218 Kafka, Préparatifs de noce à la campagne, Gallimard, pág. 12. (Journal, Libre de poche, pág.
206
mos un cuerpo vital y vivo. Artaud presenta ese «cuerpo sin órganos»
que Dios nos ha robado para introducir el cuerpo organizado sin el
cual su juicio no podría ejercerse.219 El cuerpo sin órganos es un cuerpo
afectivo, intensivo, anarquista, que tan sólo comporta polos, zonas,
umbrales y gradientes. Una poderosa vitalidad no orgánica lo atravie-
sa. Law–[183]rence hace el retrato de un cuerpo de estas características,
con sus polos de sol y de luna, y sus planos, sus capas y sus plexos.220
Más aún, cuando Lawrence asigna a sus personajes una doble determi-
nación, cabe pensar que una es un sentimiento personal orgánico, pero
la otra un afecto inorgánico mucho más poderoso que se ejerce en ese
cuerpo vital: «Cuanto más exquisita era la música, con más perfección
la ejecutaba en una dicha completa; y al mismo tiempo la loca exaspe-
ración que había dentro de él crecía por un igual.»221 Lawrence siempre
presentará unos cuerpos que son orgánicamente defectuosos o poco
atractivos, como el orondo torero jubilado o el general mexicano flaco
y untuoso, pero que no por ello están menos atravesados por la intensa
vitalidad que desafía a los órganos y desbarata la organización. La
vitalidad no orgánica es la relación del cuerpo con unas fuerzas o
potencias imperceptibles que se apoderan de él y de las que él se
apodera, como la luna se apodera del cuerpo de una mujer: Heliogába-
lo anarquista siempre abogará en la obra de Artaud por ese enfrenta-
miento de las fuerzas y las potencias, como otros tantos devenires mi-
nerales, vegetales, animales. Hacerse un cuerpo sin órganos, encontrar
el propio cuerpo sin órganos es la manera de sustraerse al juicio. Ése
207
era ya el programa de Nietzsche: definir el cuerpo en devenir, en
intensidad, como poder de afectar y ser afectado, es decir Voluntad de
poder. Y aunque a primera vista parece como si Kafka no participara
de esta corriente, su obra no obstante hace coexistir, reaccionar a uno
sobre el otro y pasar de uno a otro dos mundos o dos cuerpos: un
cuerpo del juicio con su organización, sus segmentos (contigüidad de
las oficinas), sus diferenciaciones (ujieres, abogados, jueces...), sus
jerarquías (clases de jueces, de funcionarios); pero también un cuerpo
de justicia en el que corren los segmentos, se pierden las diferenciacio-
nes y se difuminan las jerarquías, no conservando más que unas
intensidades que componen zonas inciertas, que las recorren a toda
velocidad y se enfrentan en [184] ellas a unas potencias, sobre ese
cuerpo anarquista devuelto a sí mismo («la justicia no quiere nada de
ti, te coge cuando vienes y te deja cuando te vas...»).
208
tran su justificación en las luchas–entre que determinan la composi-
ción de las fuerzas en el luchador. Hay que distinguir la lucha contra el
Otro y la lucha entre Sí. La lucha–contra trata de destruir o de repeler
una fuerza (luchar contra «las potencias diabólicas del porvenir»), pero
la lucha–entre trata por el contrario de apoderarse de una fuerza para
apropiársela. La lucha–entre es el proceso mediante el cual una fuerza
se enriquece, apoderándose de otras fuerzas y sumándose en un nuevo
conjunto, en un devenir. De las cartas de amor cabe decir que son una
lucha contra la novia, cuyas inquietantes fuerzas carnívoras se trata de
repeler, pero asimismo es una lucha entre las fuerzas del novio y unas
fuerzas animales de las que se dota para huir mejor de aquella en cuya
presa teme convertirse, y también de las fuerzas vampíricas que va a
utilizar para chupar la sangre de la mujer antes de acabar devorado por
ésta, pues todas estas asociaciones de fuerzas constituyen devenires, un
devenir–animal, un devenir–vampiro, tal vez incluso un devenir–
mujer, que sólo se pueden conseguir mediante la lucha.222 [185]
222 Vid. las alusiones de Kafka en las Lettres à Miléna, Gallimard, pág. 260 (Cartas a Milena,
Alianza, 1991).
223 Sobre la lucha de los principios, la Voluntad, lo masculino y lo femenino, Artaud, Los
Tarahumaras, «el rito del peyote»; y Heliogábalo, «la guerra de los principios», «la anarquía»
(lucha «de UNO que se divide permaneciendo uno. Del hombre que deviene mujer y permanece
hombre a perpetuidad»).
209
Lawrence aparece constantemente un tema similar: el hombre y la
mujer se tratan a menudo como dos enemigos, pero ése es el aspecto
más mediocre de su lucha, válido para una pelea conyugal; más pro-
fundamente, el hombre y la mujer son dos flujos que deben luchar, que
pueden apoderarse uno del otro alternativamente, o separarse entre-
gándose a la castidad, que es a su vez una fuerza, un flujo.224 Lawrence
coincide intensa mente con Nietzsche: todo lo que es bueno procede de
una lucha, y su maestro común es el pensador de la lucha, Heráclito.225
Ni Artaud ni Lawrence ni Nietzsche soportan Oriente y su ideal de no–
lucha; sus lugares privilegiados son Grecia, Etruria, México, todos los
lugares donde las cosas vienen y devienen en el transcurso de una
lucha que compone sus fuerzas. Pero en todos los sitios donde se
pretenda hacernos renunciar a la lucha, es un «vacío de la voluntad» lo
que nos están proponiendo, una divinización del sueño, un culto de la
muerte, incluso bajo su forma más suave, la de Buda, o la de Cristo
como persona (independientemente de lo que hace San Pablo con él).
224 Lawrence, passim, y especialmente Eros et les chiens, «Nos necesitamos unos a otros»,
Bourgois.
225 Vid. Artaud, Le Mexique et la civilisation (VIII): la invocación de Heráclito, y la alusión a
Lawrence.
210
poder como un máximo de poder o de dominación. Nietzsche y Law-
rence la considerarán el grado más bajo de la voluntad de poder, su
enfermedad. Artaud empieza invocando la relación de guerra EEUU–
URSS; Lawrence describe el imperialismo de la muerte, desde la
antigua Roma a los fascismos modernos.226 Es para mostrar mejor que
la lucha no pasa por ahí. La lucha por el contrario es esa poderosa
vitalidad no orgánica que completa la fuerza con la fuerza, y enriquece
aquello de lo que se apodera. El recién nacido presenta esta vitalidad,
querer–vivir obstinado, tozudo, indomable, diferente de toda vida
orgánica: con una criatura joven ya se tiene una relación personal
orgánica, pero no con el recién nacido, que concentra en su pequeñez
la energía que hace que estallen los adoquines (el recién nacido–
tortuga de Lawrence).227 Con el recién nacido sólo se tiene una relación
afectiva, atlética, impersonal, vital. Es indudable que la voluntad de
poder surge en un recién nacido de forma infinitamente más exacta
que en el hombre de guerra. Pues el recién nacido es lucha, y el peque-
ño es la sede irreductible de las fuerzas, la prueba más reveladora de
las fuerzas. Los cuatro autores están inmersos en procesos de «minia-
turización», de «disminución»: Nietzsche que piensa el juego, o el
niño–jugador; Lawrence o «el pequeño Pan»; Artaud el nene, «un yo de
crío, una conciencia de crío pequeño»; Kafka, «el gran vergonzoso que
se hace pequeñito».228 [187]
226 Vid. Artaud, el inicio de Pour en finir...; y Lawrence, inicio de Atardeceres etruscos, Laertes.
227 Lawrence, Poèmes, el hermosísimo poema «Baby tortoise» (Aubier, págs. 297–301).
228Kafka, citado por Canetti, pág. 119: «Dos posibilidades, hacerse infinitamente pequeño o
serlo. La segunda sería lo realizado, por lo tanto la inacción; la primera, el inicio, por lo tanto la
acción.» Dickens es quien convierte la miniaturización en un procedimiento literario (la
chiquilla inválida); Kafka recupera el procedimiento, en El proceso cuando los dos policías
211
Una potencia es una idiosincrasia de fuerzas tal que la dominante
se transforma al pasar por las dominadas, y las dominadas al pasar por
la dominante: centro de metamorfosis. Es lo que Lawrence llama un
símbolo, un compuesto intensivo que vibra y se extiende, que no
quiere decir nada, pero que nos hace revolotear hasta captar en todas
las direcciones el máximo de fuerzas posibles, de las cuales cada una
recibe sentidos nuevos al entrar en relación con las demás. La decisión
no es un juicio, ni la consecuencia orgánica de un juicio: surge vital-
mente de un torbellino de fuerzas que nos arrastra en la lucha.229
Resuelve la lucha sin suprimirla ni clausurarla. Es el destello adecuado
para la noche del símbolo. A los cuatro autores de los que hablamos se
les puede llamar simbolistas. Zaratustra, el libro de los símbolos, libro
luchador por excelencia. Y una tendencia análoga a multiplicar y
enriquecer las fuerzas, a atraer un máximo de ellas de las cuales cada
una reacciona sobre las demás, aparece en el aforismo de Nietzsche, en
la parábola de Kafka. Entre el teatro y la peste, Artaud crea un símbolo
en el que cada una de las dos fuerzas reitera y relanza la otra. Tome-
mos como ejemplo el caballo, animal apocalíptico: el caballo que ríe en
Lawrence, el caballo que saca la cabeza por la ventana y me mira en
Kafka, el caballo «que es el sol» en Artaud, o bien el asno que dice Ia en
Nietzsche, hete aquí unas figuras que constituyen otros tantos símbo-
los al aglomerar unas fuerzas, al constituir unos compuestos de
potencia.
reciben golpes dentro del armario como niños pequeños, en El castillo cuando los adultos se
bañan en un barreño y salpican a los niños.
229 Lawrence, Apocalipsis.
212
La lucha no es un juicio de dios, sino la manera de acabar de una
vez con dios y con el juicio. Nadie se desarrolla por juicio, sino por una
lucha que no implica ningún juicio. Cinco caracteres nos han parecido
que oponen su existencia al juicio: la crueldad contra el suplicio
infinito, el dormir o la embriaguez contra el sueño, la vitalidad contra
la organización, la voluntad de poder contra un querer–dominar, la
lucha contra la guerra. Lo que nos molestaba era que renunciando al
juicio teníamos la impresión de privarnos de todos los medios de es–
[188]tablecer diferencias entre existentes, entre modos de existencia,
como si entonces todo fuera equivalente. ¿Pero no es más bien el juicio
lo que supone criterios preexistentes (valores superiores), y preexisten-
tes desde siempre (desde la noche de los tiempos), de tal modo que no
puede aprehender lo que hay de nuevo en un existente, ni siquiera
presentir la creación de un modo de existencia? Un modo de estas
características se crea vitalmente, a través de la lucha, en el insomnio
del dormir, no sin una cierta crueldad contra uno mismo: nada de todo
esto resulta del juicio. El juicio impide la llegada de cualquier nuevo
modo de existencia. Pues éste se crea por sus propias fuerzas, es decir
por las fuerzas que sabe captar, y vale por sí mismo, en tanto en cuanto
hace que exista la nueva combinación. Tal vez sea éste el secreto: hacer
que exista, no juzgar. Si resulta tan repugnante juzgar, no es porque
todo sea equivalente, sino por el contrario porque todo lo que vale sólo
puede hacerse y distinguirse desafiando el juicio. ¿Qué juicio de
experto en arte podría referirse a la obra venidera? No tenemos por qué
juzgar los demás existentes, sino sentir si nos convienen o no nos
convienen, es decir, si nos aportan fuerzas o bien nos remiten a las
miserias de la guerra, a las pobrezas del sueño, a los rigores de la
213
organización. Como ya dijera Spinoza, se trata de un problema de amor
y de odio, no de juicio; «mi alma y mi cuerpo forman un todo... Lo que
mi alma ama, lo amo yo también, lo que mi alma odia, lo odio yo...
Todas las sutiles simpatías del alma innombrable, del odio más amargo
al amor más apasionado».230 No se trata de subjetivismo, puesto que
plantear el problema en estos términos de fuerza, y no en otros térmi-
nos, supera ya cualquier subjetividad. [189]
214
16. PLATÓN, LOS GRIEGOS
215
ellos. El filósofo griego reivindica un orden inmanente al cosmos, como
ha puesto de manifiesto Vernant. Se presenta como el amigo de la
sabiduría (y no como un sabio a la manera oriental). Se propone
«rectificar», asegurar la opinión de los hombres. Éstos son los caracte-
res que sobreviven en las sociedades occidentales, aun cuando adquie-
ran un nuevo sentido, y que explican la permanencia de la filosofía en
la economía de nuestro mundo democrático: campo de inmanencia del
«capital», sociedad de los hermanos o de los camaradas que cada
revolución reivindica (y libre competencia entre hermanos), reino de la
opinión.
216
Toda reacción contra el platonismo es un restablecimiento de la
inmanencia en su extensión y en su pureza, que prohíbe el retorno de
un trascendente. La cuestión estriba en saber si una reacción de estas
características abandona el proyecto de selección de los rivales o
establece por el contrario, como [191] creían Spinoza y Nietzsche, unos
métodos de selección absolutamente diferentes: éstos ya no se refieren
a las pretensiones como actos de trascendencia, sino a la manera según
la cual lo existente se llena de inmanencia (el Eterno retorno, como la
capacidad de algo o de alguien de regresar eternamente). La selección
ya no se refiere a la pretensión, sino a la potencia. La potencia es
modesta, en el polo opuesto de la pretensión. En realidad, las únicas
que se sustraen al platonismo son las filosofías de la inmanencia pura:
desde los estoicos a Spinoza o Nietzsche. [192]
217
17. SPINOZA Y LAS TRES «ETICAS»
CHÉJOV, La boda
218
sobre otro, el estado de un cuerpo en tanto que padece la acción de
otro cuerpo: es una affectio, por [193] ejemplo el efecto del sol sobre
nuestro cuerpo, que «indica» la naturaleza del cuerpo afectado y
«envuelve» sólo la naturaleza del cuerpo afectante. Conocemos nues-
tras afecciones por las ideas que tenemos, sensaciones o percepciones,
sensaciones de calor, de color, percepción de forma y de distancia (el
sol está arriba, es un disco de oro, está a doscientos pies...). Cabría lla-
marlos, por comodidad, signos escalares, puesto que expresan nuestro
estado en un momento del tiempo y se distinguen de este modo de otro
tipo de signos: el estado actual es siempre una sección de nuestra
duración, y determina en este sentido un aumento o una disminución,
una expansión o una restricción de nuestra existencia en la duración,
respecto al estado precedente por muy próximo que éste se halle. No es
que comparemos ambos estados en una operación reflexiva, sino que
cada estado de afección determina un paso a un «más» o a un «menos»:
el calor del sol me llena, o bien por el contrario su quemadura me
repele. La afección no es por lo tanto sólo el efecto instantáneo de un
cuerpo sobre el mío, también tiene un efecto sobre mi propia duración,
placer o dolor, dicha o tristeza. Se trata de pasos, de devenires, de
subidas y de caídas, de variaciones continuas de potencia, que van de
un estado a otro: se los llamará afectos, hablando con propiedad, y no
afecciones. Son signos de crecimiento y de disminución, signos vecto-
riales (del tipo dicha–tristeza), y no ya escalares como las afecciones,
sensaciones o percepciones.
219
o perceptivos que no hacen más que envolver la naturaleza de su causa,
son esencialmente indicativos, e indican nuestra propia naturaleza más
que otra cosa. En segundo lugar, nuestra naturaleza, siendo finita,
retiene únicamente lo que la afecta, tal o cual carácter seleccionado (el
hombre animal vertical, o razonable, o que ríe). Así son los signos
abstractivos. En tercer lugar, siendo el signo siempre efecto, tomamos
el efecto por un fin, o la idea del efecto por la causa (puesto que el sol
calienta, creemos que está hecho «para» calentarnos; puesto que la
fruta tiene un sabor amargo, [194] Adán cree que no «debería» ser
comida). En este caso, se trata de efectos morales, o de signos impera-
tivos: ¡No comas esa fruta! ¡Ponte al sol! Los últimos signos escalares,
por último, son efectos imaginarios: nuestras sensaciones y percepcio-
nes nos hacen pensar en seres suprasensibles que serían su causa
última, e inversamente nos figuramos a esos seres a la imagen desme-
suradamente engrandecida de lo que nos afecta (Dios como sol infini-
to, o bien como Príncipe o Legislador). Se trata de signos hermenéuti-
cos o interpretativos. Los profetas, que son los mayores especialistas de
los signos, combinan a las mil maravillas los abstractivos, los imperati-
vos y los interpretativos. Un capítulo famoso del Tratado teologico–
político aúna al respecto la potencia de lo cómico y la profundidad del
análisis. Hay por lo tanto cuatro signos escalares de afección que cabría
llamar los índices sensibles, los iconos lógicos, los símbolos morales,
los ídolos metafísicos.
220
potencias aumentativas y servidumbres diminutivas. Cabría añadir una
tercera especie, los símbolos ambiguos o fluctuantes, cuando una
afección aumenta y merma a la vez nuestra potencia, o nos afecta a la
vez llenándonos de dicha y de tristeza. Hay así, pues, seis signos, o
siete, que se combinan sin cesar. Particularmente los escalares se
combinan necesariamente con signos vectoriales. Los afectos suponen
siempre unas afecciones de las que resultan, pese a que no se reducen a
ellas.
221
signos, como tampoco Estado social–estado de naturaleza; hasta los
signos vectoriales pueden depender de convenciones, como las recom-
pensas (aumento) y los castigos (merma). Los signos vectoriales en
general, es decir los afectos, entran en unas asociaciones variables
tanto como las afecciones: lo que es crecimiento para una parte del
cuerpo puede ser disminución para otra parte, lo que es servidumbre
de uno es poder del otro, y una subida puede ir seguida de una caída y
a la inversa.
222
chocando al azar. Si Spinoza se distingue esencialmente de Leibniz es
porque éste, cercano a una inspiración barroca, ve en lo Oscuro
(«fuscum sub nigrum») una matriz, una premisa, de donde saldrán el
claroscuro, los colores y hasta la luz. En Spinoza, por el contrario, todo
es luz, y lo Oscuro no es más que sombra, un mero efecto de luz, un
límite de la luz sobre unos cuerpos que la reflejan (afección) o la
absorben (afecto): estamos más cerca de Bizancio que del Barroco. En
vez de una luz que sale de los grados de sombra por acumulación del
rojo, tenemos una luz que crea grados de sombra azul. El propio
claroscuro es un efecto de esclarecimiento o de oscurecimiento de la
sombra: son las variaciones de potencia o los signos vectoriales los que
constituyen los grados de claroscuro, pues el aumento de potencia es
un esclarecimiento, y la merma de potencia un oscurecimiento.
223
mente pequeñas de un cuerpo transparente. Como las partes van
siempre por [197] infinidades más o menos grandes, hay en cada
cuerpo una infinidad de relaciones que se componen y se descompo-
nen, de tal modo que el cuerpo a su vez penetra en un cuerpo más
amplio, bajo una nueva relación compuesta, o por el contrario hace
resaltar los cuerpos más pequeños bajo sus relaciones componedoras.
Los modos son estructuras geométricas, pero fluyentes, que se trans-
forman y se deforman en la luz, a velocidades variables. La estructura
es ritmo, es decir concatenación de figuras que componen y descom-
ponen sus relaciones. Es la causa de desacuerdos entre cuerpos, cuando
las relaciones se descomponen, y de acuerdos cuando las relaciones
componen alguna nueva relación. Pero se trata de una doble dirección
simultánea. El quilo y la linfa son dos cuerpos tomados bajo dos
relaciones que constituyen la sangre bajo una relación compuesta, aun
a costa de que un veneno descomponga la sangre. Si aprendo a nadar, o
a bailar, es preciso que mis movimientos y mis pausas, mis velocidades
y mis lentitudes adquieran un ritmo común con los del mar, o de la
pareja, siguiendo un ajuste más o menos duradero. La estructura posee
siempre varios cuerpos en común, y remite a un concepto de objeto, es
decir a una noción común. La estructura o el objeto está formado por
dos cuerpos cuanto menos, cada uno de ellos formado por dos o más
cuerpos hasta el infinito, que se unen en el otro sentido en cuerpos
cada vez más amplios y compuestos, hasta el objeto único de la Natura-
leza entera, estructura infinitamente transformable y deformable,
ritmo universal, Facies totius Naturae, modo infinito. Las nociones co-
munes son universales, pero lo son «más o menos», en función de que
formen el concepto de dos cuerpos cuando menos, o el de todos los
224
cuerpos posibles (estar en el espacio, estar en movimiento y en repo-
so...).
231 Yvonne Toros (Spinoza et l’espace projectif, tesis París–VIII) esgrime diversos argumentos
para mostrar que la geometría que inspira a Spinoza no es la de Descartes o ni siquiera la de
Hobbes, sino una geometría proyectiva óptica a la manera de Desargues. Esos argumentos
parecen decisivos, e implican como veremos una nueva comprensión del spinozismo. En una
publicación anterior (Espace et transformation: Spinoza, París–I) Y. Toros confrontaba a
Spinoza y Vermeer, y esbozaba una teoría proyectiva del color en función del Tratado del arco
iris.
232 Goethe, Traité des couleurs, Triades, apartado 494. Y sobre la tendencia de cada color a
reconstituir la totalidad, vid. apartados 803–815 (Goethe: Obras completas, Aguilar, 1974).
225
una que «termina» adecuadamente la luz, la otra que la abole en lo
inadecuado. De Vermeer se ha podido decir que sustituía el claroscuro
por la complementariedad y el contraste de colores. No es que la
sombra desaparezca, pero permanece como un efecto aislable de su
causa, una consecuencia separada, un signo extrínseco distinto de los
colores y de sus relaciones.233 Vemos en Vermeer la sombra que
destaca y sobresale para enmarcar o perfilar el fondo luminoso de
donde procede («La lechera», «El collar de perlas», «La carta de amor»).
En esto se opone Vermeer a la tradición del claroscuro; y respecto a
todas estas cosas Spinoza permanece infinitamente más cercano a
Vermeer que a Rembrandt.
233 Vid. Ungaretti (Vermeer, Éd. de L’Echoppe): «color que ve como un color en sí, como luz, y
cuya sombra también ve, y aisla, cuando la ve...». El lector remitirá también a la obra de teatro
de Gilíes Aillaud Vermeer et Spinoza, Bourgois.
234 Esquilo, Agamenón, 495–500.
226
necesario de las relaciones o proporciones, por la sucesión determina-
da de sus transformaciones y deformaciones. Así pues, contrariamente
a lo que creíamos, parece que los signos o los afectos no son ni pueden
ser un elemento positivo de la Ética, menos aún una forma de expre-
sión. El género de conocimiento que constituyen no es un co-
nocimiento, sino más bien una experiencia en la que se encuentran al
azar ideas confusas de mezclas entre cuerpos, imperativos bruscos
para evitar tal mezcla o buscar tal otra, interpretaciones más o menos
delirantes de esas situaciones. Es un lenguaje material afectivo más que
una forma de expresión, y que se parece más a los gritos que al discur-
so del concepto. Parece pues que, si los signos–afectos intervienen en la
Ética, será únicamente para acabar severamente criticados, de-
nunciados, devueltos a su noche sobre la cual la luz rebota o en la cual
perece.
Sin embargo no puede ser así. El libro II de la Ética expone las no-
ciones comunes empezando por «las más universales» (las que convie-
nen a todos los cuerpos): supone que los conceptos han sido ya dados,
de ahí la impresión de que nada le deben a los signos. Pero cuando se
pregunta cómo llegamos a formar un concepto, o cómo vamos de los
efectos a las causas, bien es verdad que necesitamos que algunos signos
nos [200] sirvan cuando menos de trampolín y que algunos afectos nos
proporcionen el impulso necesario (libro V). En el encuentro al azar
entre cuerpos podemos seleccionar la idea de algunos cuerpos que
convienen al nuestro, y que nos producen alegría, es decir aumentan
nuestro poder. Y sólo cuando nuestro poder ha aumentado lo suficien-
te, hasta un punto determinado, sin duda variable para cada cual,
227
entramos en posesión de este poder y nos volvemos capaces de formar
un concepto, empezando por el menos universal (acuerdo de nuestro
cuerpo con algún otro), aun a costa de tener que alcanzar después
conceptos cada vez más amplios siguiendo el orden de composición de
las relaciones. Hay por lo tanto una selección de los afectos pasionales,
y de las ideas de las que éstos dependen, que debe despejar las dichas,
signos vectoriales de crecimiento de poder, y rechazar las tristezas,
signo de merma: esta selección de los afectos es la condición misma
para salir del primer género de conocimiento, y alcanzar el concepto
adquiriendo un poder suficiente. Los signos de crecimiento siguen
siendo pasiones, y las ideas que éstos suponen siguen siendo inadecua-
das: no por ello dejan de ser los precursores de las nociones, los oscu-
ros precursores. Más aún, cuando se hayan alcanzado las nociones
comunes, y de ello resulten unas acciones como afectos activos de un
nuevo tipo, las ideas inadecuadas y los afectos pasionales, es decir los
signos, no desaparecerán por ello, ni siquiera las tristezas inevitables.
Subsistirán, reiterarán las nociones, pero perderán su carácter exclusi-
vo y tiránico en beneficio de las nociones y de las acciones. Hay así
pues en los signos algo que a la vez prepara y reitera los conceptos. Los
rayos de luz están a la vez preparados y van acompañados por esos
procesos que continúan actuando en la sombra. Los valores del claros-
curo se reintroducen en Spinoza, puesto que la dicha como pasión es
un signo de ilustración que nos lleva a la luz de las nociones. Y la Ética
no puede prescindir de una forma de expresión pasional y mediante
signos, la única capaz de llevar a cabo la imprescindible selección sin la
cual permaneceríamos condenados al primer género.
228
Esta selección es muy dura, muy difícil. Es que las dichas [201] y
las tristezas, los crecimientos y las mermas, los esclarecimientos y los
oscurecimientos suelen ser ambiguos, parciales, cambiantes, mezcla-
dos unos con otros. Y sobre todo son muchas las personas que sólo
pueden asentar su Poder sobre la tristeza y la aflicción, sobre la merma
de poder de los demás, sobre el ensombrecimiento del mundo: hacen
como si la tristeza fuera una promesa de dicha, y ya una dicha por sí
misma. Instauran el culto de la tristeza, de la servidumbre o de la im-
potencia, de la muerte. No paran de emitir y de imponer señales de
tristeza, que presentan como ideales y dichas a las almas que ellas han
hecho enfermar. Como la pareja infernal, el Déspota y el Sacerdote,
terribles «jueces» de la vida. La selección de los signos o de los afectos,
como primera condición del nacimiento del concepto, no implica por
lo tanto únicamente el esfuerzo personal que cada cual ha de efectuar
sobre sí mismo (Razón), sino una lucha pasional, un combate afectivo
inexpiable, aun a costa de la muerte, en el que los signos se enfrentan a
los signos y los afectos chocan con los afectos, para que un poco de
dicha que nos haga salir de la sombra y cambiar de género sea salvada.
Los gritos del lenguaje de los signos marcan esta lucha de pasiones, de
dichas y de tristezas, de aumentos y mermas de poder.
La Ética, cuando menos casi toda la Ética, está escrita con nocio-
nes comunes, empezando por las más generales y desarrollando sin
cesar sus consecuencias. Supone las nociones comunes ya adquiridas o
dadas. La Ética es el discurso del concepto. Es un sistema discursivo y
deductivo. De ahí su aspecto de largo río tranquilo y poderoso. Las
definiciones, los axiomas, los postulados, las proposiciones, demostra-
229
ciones y corolarios forman un flujo grandioso. Y cuando uno u otro de
estos elementos trata de las ideas inadecuadas y de las pasiones es para
poner de manifiesto su insuficiencia, para rechazarlas en la medida de
lo posible como otros tantos posos en las orillas. Pero hay otro elemen-
to que sólo en apariencia es de la misma naturaleza que los anteriores.
Son los «escolios», que sin embargo se insertan en la cadena demostra-
tiva, y respecto a los cuales el lector no tarda en percatarse de que
tienen un [202] tono completamente diferente. Es otro estilo, casi otra
lengua. Actúan en la sombra, tratan de desentrañar lo que nos impide
acceder a las nociones comunes y lo que por el contrario nos los
permite, lo que merma y lo que aumenta nuestro poder, los tristes
signos de nuestra servidumbre y los signos dichosos de nuestras
liberaciones. Denuncian los personajes que se ocultan detrás de
nuestras mermas de poder, aquellos a quienes interesa mantener y
propagar la tristeza, el déspota y el sacerdote. Anuncian el signo o la
condición de un hombre nuevo, aquel que ha incrementado suficien-
temente su poder para formar conceptos y convertir los afectos en
acciones.
230
Es como una cadena rota, discontinua, subterránea, volcánica, que a
intervalos regulares quiebra la cadena de los elementos demostrativos,
la gran cadena fluvial y continua. Cada escolio es como un faro que
intercambia sus señales con otros, a distancia y a través del flujo de las
demostraciones. Es como una lengua de fuego que se distingue del
lenguaje de las aguas. Se trata sin duda del mismo latín en apariencia,
pero en los escolios diríase que se trata de un latín traducido del he-
breo. Los escolios forman ellos solos un libro de la Ira y de la Risa,
como si fuera la contra–Biblia de Spinoza. Es el libro de los Signos, que
acompaña sin cesar a la Ética más visible, el libro del Concepto, y que
tan sólo surge por su cuenta en unos puntos de explosión. No por ello
deja de ser un elemento perfectamente positivo, y una forma de
expresión autónoma en la composición de la doble Ética. Ambos libros,
las dos Éticas, coexisten, una desarrollando las nociones libres con-
quistadas a la luz de las transparencias, mientras que la otra, en lo más
[203] profundo de la mezcla oscura de los cuerpos, prosigue el combate
entre las servidumbres y las liberaciones. Dos Éticas por lo menos, que
tienen un único y mismo sentido pero no la misma lengua, como dos
versiones del lenguaje de Dios.
231
por momentos muy variables: definiciones, axiomas, postulados,
demostraciones más o menos lentas o rápidas.235 E indudablemente
Sasso tiene razón. Cabría distinguir estaciones, brazos, recodos,
meandros, precipitaciones y reducciones de la velocidad, etc. Los
prefacios y apéndices, que indican el inicio y el final de las partes
importantes, son como estaciones donde el barco que navega por el río
permite que suban a bordo nuevos viajeros y desembarquen otros
antiguos; en ellos suele llevarse a cabo la confluencia de las demostra-
ciones y de los escolios. Los brazos surgen cuando cabe demostrar de
varias maneras una misma proposición. Y los recodos, cuando se
produce un cambio de orientación del río: aprovechando un recodo se
plantea una sustancia única para todos los atributos, mientras que río
arriba cada atributo podía tener una sustancia y sólo una. Del mismo
modo, un recodo introduce la física de los cuerpos. Los corolarios por
su parte constituyen derivaciones que retornan dibujando meandros a
la proposición demostrada. Por último, las series de demostraciones
ponen de manifiesto velocidades y lentitudes relativas, según que el río
ensanche su cauce o lo estreche: por ejemplo, Spinoza afirmará siem-
pre que no se puede partir de Dios, de la idea de Dios, pero hay que
llegar a ella lo más rápidamente posible. [204] Habría que distinguir
muchas figuras demostrativas más. No obstante, fueren cuales fueren
estas variedades, se trata del mismo río que perdura a través de todos
sus estados, y que forma la Ética del concepto o del segundo género de
conocimiento. Debido a ello creemos que la diferencia de los escolios
con los demás elementos es más importante, porque ella es en última
235 Vid. Robert Sasso, «Discurso y no–discurso de la Ética», Revue de synthèse, n.° 89, enero de
1978.
232
instancia la que da cuenta de las diferencias entre elementos demostra-
tivos. El río no correría tantos avatares sin la acción subterránea de los
escolios. Ellos son los que puntúan las demostraciones, los que garan-
tizan los giros. Toda la Ética del concepto, en su variedad, requiere una
Ética de los signos en su especificidad. La variedad del flujo de las
demostraciones no corresponde término a término a las sacudidas y a
los impulsos de los escolios, y no obstante los supone, los envuelve.
Pero tal vez haya asimismo una tercera Ética, representada por el
libro V, encarnada por el libro V, o por lo menos en una gran parte del
libro V. No es por lo tanto como las dos otras, que coexisten en todo el
cauce; ocupa un lugar preciso, el último. No por ello dejaba de ser,
desde el inicio, como el crisol, el punto–crisol que actuaba ya antes de
aparecer. Hay que concebir el libro V como coextensivo a todos los
demás; da la impresión de que llegamos a él, pero siempre ha estado
ahí, desde siempre. Es el tercer elemento de la lógica de Spinoza: no ya
los signos o los afectos, ni los conceptos, sino las Esencias o Singulari-
dades, los Perceptos. Es el tercer estado de la luz. No ya los signos de
sombra ni la luz como color, sino la luz en sí misma y para sí misma.
Las nociones comunes (conceptos) son revelados por la luz que atra-
viesa los cuerpos y los vuelve transparentes; remiten pues a unas figu-
ras o estructuras geométricas (fabrica), tanto más vivas cuanto que son
transformables y deformables en un espacio proyectivo, sometidas a
las exigencias de una geometría proyectiva a la manera de Desargues.
Pero las esencias son de una naturaleza del todo diferente: puras
figuras de luz producidas por lo [205] Luminoso sustancial (y no ya
233
figuras geométricas reveladas por la luz).236 Con frecuencia se ha hecho
hincapié en que las ideas platónicas, e incluso cartesianas, seguían
siendo «dáctilo–ópticas»: corresponde a Plotinio, respecto a Platón, y a
Spinoza, respecto a Descartes, elevarse a un mundo óptico puro. Las
nociones comunes, en tanto en cuanto se refieren a relaciones de
proyección, ya son figuras ópticas (pese a que conservan todavía un
mínimo de referencias táctiles). Pero las esencias son meras figuras de
luz: son en sí mismas «contemplaciones», es decir que contemplan
tanto como son contempladas, en una unidad de Dios, del sujeto o del
objeto (perceptos). Las nociones comunes remiten a unas relaciones de
movimiento y de reposo que constituyen velocidades relativas; las
esencias por el contrario son velocidades absolutas que no componen
el espacio por proyección, sino que lo llenan de una sola vez, de un solo
golpe.237 Una de las aportaciones más considerables de Jules Lagneau
reduce la velocidad absoluta a una velocidad relativa.238 Constituyen no
obstante los dos caracteres de las esencias: velocidad absoluta y no ya
relativa, figuras de luz y no ya figuras geométricas reveladas por la luz.
La velocidad relativa es la de las afecciones y los afectos: velocidad de
236 La ciencia se topa con este problema de las figuras geométricas y de las figuras de luz (así en
Durée et simultanéité, cap. V, Bergson puede decir que la teoría de la relatividad invierte la
subordinación tradicional de las figuras de la luz a las figuras geométricas sólidas). En arte, el
pintor Delaunay opone las figuras de luz tanto a las figuras geométricas como a las del arte
abstracto.
237 Yvonne Toros (cap. VI) señala precisamente dos aspectos o dos principios de la geometría
de Desargues: uno, de homología, referido a las proyecciones; otro, que será llamado de
«dualidad», referido a la correspondencia de la línea con el punto, del punto con el plano. Ahí
el paralelismo adquiere una nueva comprensión, puesto que se establece entre un punto en el
pensamiento (idea de Dios) y un desarrollo infinito en la extensión.
238 Jules Lagneau, Célèbres leçons et fragments, PUF, págs. 67–68 (la «rapidez del pensamiento»,
cuyo equivalente sólo se encuentra en la música, y que se basa menos en lo absoluto que en lo
relativo).
234
acción de un cuerpo sobre otro en el espacio, velocidad de paso de un
estado a otro en el tiempo. Lo que las nociones captan son las relacio-
nes entre velocidades relativas. Pero la velocidad absoluta es el modo
en el cual una esencia [206] sobrevuela en la eternidad sus afectos y sus
afecciones (velocidad de potencia).
Para que el libro V constituya por sí solo una tercera Ética no bas-
ta con que haya un objeto específico, tendría además que emplear un
método distinto de los otros dos. No parece que sea éste el caso, puesto
que sólo presenta elementos demostrativos y escolios. Sin embargo el
lector tiene la impresión de que el método geométrico adquiere aquí
un tinte salvaje e inusitado, que casi le impulsaría a creer que el libro V
no es más que una versión provisional, un borrador: las proposiciones
y las demostraciones están atravesadas por hiatos tan violentos,
comportan tantas elipses y contracciones, que los silogismos parecen
estar reemplazados por meros «entimemas».239 Y cuanto más leemos el
libro V, más nos decimos que esos rasgos no constituyen imperfeccio-
nes en el ejercicio del método, ni atajos, sino que se adecúan perfecta-
mente a las esencias en tanto que superan todo orden de discursividad
y de deducción. No son meros procedimientos de hecho, sino todo un
proceso de derecho. El método geométrico en el campo de los concep-
tos es un método de exposición que exige completud y saturación: por
eso las nociones comunes se exponen por sí mismas, a partir de las
239Vid. Aristóteles, Primeros analíticos, II, 27: el entimema es un silogismo cuyas premisas
están sobreentendidas, ocultadas, suprimidas, elididas. Leibniz retoma la cuestión (Nuevos
ensayos, I, cap. 1, apartados 4 y 19), y demuestra que el hiato no sólo se produce en la
exposición, sino en nuestro propio pensamiento, y que «la fuerza de la conclusión consiste en
parte en lo que se suprime».
235
más universales, como en una axiomática, sin que uno tenga que
preguntarse cómo se llega efectivamente a una noción común. Pero el
método geométrico del libro V es un método de invención que proce-
derá por intervalos y por saltos, hiatos y contracciones, más como un
perro que busca que como un hombre razonable que expone. Tal vez
supere toda demostración, en tanto en cuanto actúa dentro de lo
«indecidible».
240 Vid. textos de Galois en André Dalmas, Évariste Galois, Fasquelle, pág. 121. Y pág. 112 («hay
que ir indicando sin cesar la marcha de los cálculos y previendo los resultados sin poderlos
efectuar jamás...»), pág. 132 («así pues, en esas dos memorias, y sobre todo en la segunda, el
lector encontrará a menudo la fórmula yo no sé...»). Existiría un estilo pues, incluso en
matemáticas, que se definiría por los modos de hiatos, de elisión o de contracción en el
pensamiento como tal. El lector encontrará al respecto valiosas indicaciones en G. G. Granger,
Essai d’une philosophie du style, Odile Jacob, pese a que el autor tenga del estilo en ma-
temáticas un concepto harto diferente (págs. 20–21).
236
meras imperfecciones en la exposición, para dar la impresión de «ir
más rápido», sino como las potencias de un nuevo orden de pensa-
miento que conquista una velocidad absoluta. Opinamos que el libro V
da fe de este pensamiento, irreductible al que se desarrolla por nocio-
nes comunes en el decurso de los cuatro primeros libros. Si los libros,
como dice Blanchot, tienen como correlato «la ausencia de libro» (o un
libro más secreto, compuesto de carne y de sangre), el libro V puede
ser esta ausencia o este secreto en el que los signos y los conceptos se
desvanecen, y las cosas se ponen a escribir por sí mismas y para sí
mismas, atravesando intervalos de espacio.
237
siempre indecisos sobre la cuestión fundamental: ¿cómo llegamos a
formar una noción común, la que sea?, ¿y por qué se trata de una
noción menos universal (común a nuestro cuerpo y a algún otro)? El
intervalo, el hiato, tiene como función aproximar al máximo términos
distantes como tales, y garantizar así una velocidad de sobrevuelo ab-
soluto. Las velocidades pueden ser absolutas y no obstante más o
menos grandes. La grandeza de una velocidad absoluta se mide preci-
samente por la distancia que supera de una sola vez, es decir por el
número de intermediarios que envuelve, sobrevuela o sobreentiende
(en este caso, dos por lo menos). Siempre hay saltos, lagunas y cortes
como caracteres positivos del tercer género.
238
del signo, una lógica del concepto, una lógica de la esencia: la Sombra,
el Color, la Luz. Cada una de las tres Éticas coexiste con las otras y se
prolonga en las otras, pese a sus diferencias de naturaleza. Se trata de
un único y mismo mundo. Cada una tiende pasarelas para cruzar el va-
cío que las separa.
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REFERENCIAS 241
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