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Argentina II 3
Argentina II 3
Consignas Guías:
● Dependencia económica del mercado externo ¿En qué consistió tal división y cómo se
incorpora el país en ella?
2. Describir:
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● La República Conservadora. Sus ideas y proyectos. Para la élite dirigente. ¿Qué
relación había entre los conceptos de Paz y administración y de orden y progreso?
● La sociedad: Familias tradicionales (élite). Los sectores medios y los sectores obreros
urbanos.-
Respuestas:
1. La noción de modelo agroexportador tiene que ver con el desarrollo del sistema
mundial económico de fines del siglo XIX. Este sistema se basaba en la división
mundial entre países centrales y países periféricos o productores. Mientras que los
segundos se especializaron en la producción y exportación de materias primas y de
elementos básicos (especialmente agrícolas), los primeros se dedicaron a la
producción de productos manufacturados o más complejos que se vendían a mayor
precio que las materias primas y que, por lo tanto, permitieron que las potencias
europeas y Estados Unidos se hicieran con gran capital.
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económicos, sino para unos pocos. El trabajo, los puestos de empleo, los
exportábamos junto con nuestras vacas, ovejas y trigos a Inglaterra. Allí se
transformaban en sweaters, zapatos y carne congelada, que eran exportados al mundo
y a la propia Argentina, con enormes ganancias. Aquí quedaba la riqueza concentrada
y la miseria repartida. La “Argentina rica” lo era para unos pocos, muy pocos.
● Dependencia Económica del Mercado Externo: El último cuarto del siglo XIX se
caracterizó por la transformación del capitalismo: debido al crecimiento industrial
(que se da, más vigorosamente que en Inglaterra, en Estados Unidos y en Alemania) y
a las crisis periódicas, las empresas se concentraron en pocas manos, formándose
monopolios (una empresa que domina su rama de producción) y oligopolios (pocos
propietarios hegemónicos en cada sector). Éstos imponen condiciones de compra y de
venta, y determinan muchas veces los precios. Los grandes capitales industriales se
fusionan con los bancarios, surgiendo el capital financiero. No sólo exportan
productos industriales, sino también capitales, en forma de inversiones y de
préstamos. Los países que desarrollan la segunda revolución industrial compiten entre
sí por las áreas de influencia en el resto del mundo, en algunos casos teniendo el
control económico y sólo parcialmente político (neocolonialismo), y en otros
territorios (generalmente africanos y asiáticos, pero también americanos y de
Oceanía) implantando el dominio colonial directo. Este período es reconocido como
la era del imperialismo, siendo los países industriales calificados como
metropolitanos, imperialistas o colonialistas, y los que están sometidos a sus
decisiones económicas y/o políticas, dependientes o marginales. Al elegir nuestras
élites insertarnos dentro del esquema de división internacional del trabajo –propuesto
por Inglaterra– como productores de materias primas, quedamos automáticamente
inscriptos como dependientes en la nueva economía mundial: pasamos a depender de
sus capitales, de su tecnología, de sus industrias, de sus precios de compra, de sus
préstamos y de los intereses fijados para éstos. Por supuesto, si se eligió la
dependencia era porque le convenía a un importante sector de nuestra burguesía
terrateniente: obtenían grandes ganancias con facilidad y con poco riesgo. Es por eso
que se habla de un nuevo pacto colonial: la antigua sumisión a España se había
trocado por otra a Inglaterra. En esta época, Estados Unidos va a luchar a brazo
partido para conseguir un lugar en nuestro país, pero todavía su influencia va a ser
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muy limitada. Sin embargo, no todo le saldrá bien a la oligarquía que es la dueña de
los destinos del país: si bien el pacto consistía en que las élites locales produjeran las
materias primas, los capitalistas extranjeros se van adueñando de las actividades
vinculadas al transporte y a la comercialización, y luego también de gran parte de los
medios de producción (tierras, minas, fábricas). En ciertas áreas de América, “ya
hacia 1910, la alianza entre intereses metropolitanos y clases altas locales ha sido
reemplazada por una hegemonía no compartida de los primeros”. Y, para peor, las
nacientes clases medias (surgidas, entre otros factores, de la inmigración y de la
escolarización de grandes masas de población) solicitan, cada vez con mayor presión,
la participación en el poder político. Las clases altas, al fin de este período, van a
tener que conceder una paulatina democratización.
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la gran propiedad era imprescindible para cambiar el perfil de la sociedad rural perdió
vigor. La victoria de la estancia, sin embargo, estuvo lejos de ser absoluta. Pese a
todas sus transformaciones y su nuevo refinamiento, pese al orgullo que la elite
dirigente sentía por estas estancias modernas y fastuosas (hito obligado en la visita de
todo extranjero ilustre), ni siquiera en los años dorados del crecimiento exportador la
gran propiedad logró erigirse en la base de una nueva civilización rural. Aún en el
momento en el que el prestigio de la estancia se hallaba en su punto más alto, este tipo
de empresa no pudo desalojar de ese lugar de privilegio a la empresa familiar. En esos
años, además, muchos observadores creyeron entrever que los dueños del futuro no
eran el latifundista y el estanciero modernizador sino el chacarero y el farmer. Las
colonias santafesinas y entrerrianas fueron el ejemplo más acabado de las promesas de
una nueva sociedad de pequeños propietarios construida a partir del sometimiento del
mundo del atraso que brotaba de la estancia criolla. La valorización de la tierra y el
cambio tecnológico también empujaban la intensificación del uso y la división del
suelo. Pero mientras la división del suelo continuó su avance, y muchos cultivadores
lograban convertirse en propietarios y otros ascendían por la escalera del progreso
social, las objeciones al arrendamiento dejaron en un segundo plano los nexos entre
este modo de acceso a la tierra y la cristalización de un orden social desigual. Por otra
parte, las impugnaciones de los expertos centradas en las limitaciones técnicas de la
agricultura arrendataria fueron poco escuchadas, y por razones comprensibles. En la
medida en que a lo largo de esas décadas el volumen de la producción no hizo sino
crecer a un ritmo formidable -al punto de hacer a la Argentina uno de los cinco
primeros exportadores mundiales de granos-. El angostamiento de las avenidas de
progreso económico y social, y la intensificación del conflicto entre terratenientes y
arrendatarios que fue su consecuencia directa, hizo que la dimensión social del
problema del latifundio pasará al primer plano en el eje del debate sobre el campo.
Entre 1888 y 1895 el área sembrada con trigo vuelve a avanzar espectacularmente
alcanzando en el último año mencionado a 2.049.683 hectáreas, de las cuales
alrededor de la mitad se hallaban en Santa Fe. Los progresos realizados entre los años
mencionados son de especial significación para nosotros, pues se debieron a una serie
de proyectos y de medidas gubernamentales iniciados y sancionados durante los
últimos años de nuestro período. El área sembrada con maíz aumentó también
considerablemente entre 1874 y 1888: 105.579 hectáreas en el primer año y 801.588
en el segundo. La localización geográfica fue, sin embargo, disímil: se dio una gran
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concentración en la provincia de Buenos Aires donde se cultivaban más de 500.000
hectáreas en 1888. Al mismo tiempo, las provincias del Interior triplicaron su
producción entre 1874 y 1888, a la inversa de lo que sucedía con el trigo, cuya
producción denotó un ligero retroceso en el mismo período. Por lo contrario, entre
1888 y 1895 el área sembrada con maíz se expandió a un ritmo mucho menor que el
observado en el caso del trigo. En el último año mencionado el maíz alcanzó
1.244.184 hectáreas, de las cuales un 50 % seguían radicadas en Buenos Aires. Otro
buen indicador de los progresos realizados en el sector agrícola lo da el rápido
crecimiento de las colonias en las provincias de Santa Fe, Entre Ríos y Córdoba. Si
bien la mayoría de los viejos problemas que afectaban el desarrollo de la actividad
agrícola se solucionaron durante el período aquí estudiado, la mayor envergadura
alcanzada por la producción cerealera daría nacimiento muy pronto a dificultades de
otra índole. La más relevante estuvo vinculada con la comercialización del cereal, que
encontró serios obstáculos tanto en la deficiente organización comercial como en la
constante escasez de depósitos, elevadores y silos. Estos problemas comenzaron a
solucionarse parcialmente sólo hacia el final de la década del 80, cuando la existencia
de excedentes considerables y permanentes para la exportación permitió la
introducción de importantes economías de escala en el sector comercial. El impacto
desastroso de la crisis del 90 sobre las firmas de tamaño reducido dedicadas a la
comercialización favoreció aún más el proceso de concentración que se afianzó
considerablemente en las dos décadas siguientes. La situación en el caso de los ovinos
fue ligeramente distinta. En la explotación del lanar actuaron con toda intensidad los
mismos factores que señaláramos al referirnos al crecimiento de la agricultura: nuevas
tierras, ferrocarriles y estímulo gubernamental a través del alza del premio oro y la
liberalidad del crédito bancario. Es probable, incluso, que los productores de ovinos
hayan hecho mucho mejor utilización de estas ventajas por disponer de una
organización comercial más avanzada. La posesión de amplios y modernos depósitos
les permitió un margen de maniobra mayor que el de los agricultores para especular
tanto con las fluctuaciones de precios como con el premio oro. Todos estos elementos
permitieron una apreciable inversión en reproductores (para mejorar la calidad de los
rebaños) y en las instalaciones fijas (en 1874, al comenzar el período, se importaron
5.000 toneladas de alambre, en 1889 alrededor de 39.000). Las descripciones de
cabañas ovinas que nos han dejado Zeballos, Gibson y Daireaux dan buena cuenta de
los grandes progresos realizados en esta época. El cambio más significativo en este
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campo fue el que nuestros estudiosos han denominado proceso de «desmerinización»,
que consistió en el reemplazo de los merinos por la raza Lincoln. Esta última tenía
carne de mejor calidad y un tipo de lana más acorde con las exigencias del mercado
europeo. En consecuencia, y gracias al Lincoln, por primera vez en la Argentina los
frigoríficos elaboraron carne ovina y aumentó significativamente la cantidad de lana
producida por animal (de 3,3 libras por animal en 1870, a 4 libras en 1890). En rigor
de verdad, la introducción de nuevas técnicas en la explotación del ovino fue en parte
resultado de la crisis que azotó a la producción lanar durante la década de 1860. Si
bien es cierto que la Conquista del Desierto había solucionado los problemas
derivados de la escasez de tierras, la crisis del 60, para ser superada, exigió la
incorporación de técnicas novedosas y entre ellas cabe citar la muy exitosa
introducida por la cabaña Martínez de Hoz, que permitió la elaboración de sebo y
grasa ovinos. Por otra parte, al golpear severamente a los productores medianos y
pequeños, la crisis estimuló la ampliación de las unidades de producción, facilitando
de este modo la utilización más racional de los distintos factores. No obstante, la
consolidación y generalización de estos avances sólo fue posible en función de la gran
expansión económica que caracterizó a los años 80.
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constante: fue relativamente poco cuantiosa entre 1874 y 80, en parte como
consecuencia de la política deflacionista de la administración Avellaneda, aumentó
sustancialmente durante el gobierno de Roca (1880-1885) y alcanzó niveles
espectaculares bajo Juárez Celman (1886-1890). Desde 1880 y hasta 1889 el ritmo de
entrada de capitales foráneos fue ascendente, con la excepción de 1884-5 cuando se
detuvo brevemente como consecuencia de la crisis financiera. No solamente el
volumen de los préstamos varió de modo significativo durante los años 80, sino que
también su destino sufrió importantes cambios. En el transcurso del primer
quinquenio, el Estado (nacional, provincial y municipal) absorbió el 50% de ellos,
proporción que se vio reducida a un 34%, aproximadamente, bajo la administración
Juárez Colman. Este fenómeno reconoció dos causas: la creciente confianza existente
en el exterior con respecto a las perspectivas del mercado argentino (los valores
nacionales comenzaron a colocarse ampliamente en vastos sectores del público
británico, que comenzó a aceptar títulos no respaldados por la garantía del Estado) y
una política oficial cada vez más reticente con respecto a la intervención directa del
gobierno en el proceso productivo. Los préstamos fueron destinados en primer lugar a
las inversiones ferroviarias, particularmente significativas en 1888; y en menor
cuantía se utilizaron para respaldar el sistema monetario y financiar grandes obras
públicas (ciudad de La Plata, puertos, obras de salubridad, etcétera). En 1887-1890,
las cédulas hipotecarias absorbieron una proporción muy significativa de los
préstamos. Finalmente corresponde mencionar una serie de inversiones privadas
destinadas a telégrafos, teléfonos, tranvías, compañías de tierra y seguros, bancos,
etcétera. El mecanismo económico detrás de estos grandes movimientos humanos que
caracterizaron la segunda mitad del siglo XIX es bien conocido (la gran
disponibilidad de tierras vírgenes en las nuevas regiones, que permitía una producción
con costos sustancialmente más bajos que las viejas áreas agrícolas de Europa). A este
mecanismo deben agregarse otros dos factores que concurrieron a acelerar dicha
tendencia: la ya mencionada disminución en los fletes marítimos, que abarató
considerablemente los traslados de personas, y la acción desplegada por el gobierno
nacional tanto en la faz propagandística como en el otorgamiento de facilidades a los
inmigrantes para su arribo, recepción e internación en el país. Estas últimas
comprendían instancias tales como el financiamiento del pasaje, la provisión de
alojamiento y alimentos a la llegada al puerto de Buenos Aires y el traslado al lugar
de residencia definitivo. La ley del 19 de octubre de 1876, dictada durante la
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presidencia de Nicolás Avellaneda, inicia una política más sistemática en materia de
inmigración. En ella se decidió la creación del Hotel de Inmigrantes en la ciudad de
Buenos Aires y se reglamentaron las diversas disposiciones a que hacíamos mención
anteriormente. Estas disposiciones amparaban no solamente a los inmigrantes que
ingresaban al país dentro de los esquemas organizados por las empresas o agentes de
colonización, sino también a aquellos que decidieran trasladarse individualmente. Al
mismo tiempo, el Gobierno abrió una serie de agencias en Europa, con el objeto de
estimular la inmigración a la Argentina. La acción del Estado en este ámbito ha
merecido diversas críticas, y es probable que la implementación de las diversas
disposiciones legales adoleciera de ciertas deficiencias; pero aun así es innegable que
esta política obtuvo señalado éxito, tal como lo atestigua el número de inmigrantes
entrados. Asimismo, las partidas destinadas por el Estado al fomento de la
inmigración señalan su creciente participación en el proceso.
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● La República Conservadora. Sus ideas y proyectos: Gobernaba un solo bloque y
dentro de ese bloque convivía el temperamento conservador, si por temperamento
conservador se entiende conservar las posiciones de poder adquiridas, con el
temperamento liberal, si por temperamento liberal se entiende la apertura a un
horizonte de reformas que en aquella época era muy importante. El positivismo
representó la vanguardia ideológica de una burguesía identificada con el avance
sostenido de la ciencia y de la técnica, como forma de desarrollar las fuerzas
productivas y de terminar con las secuelas de la «barbarie» tanto en el orden material
como el cultural. La «utopía» positivista apuntaba a configurar sociedades previsibles
en las cuales los individuos estuvieran absolutamente absorbidos por el poder. De esa
preferencia por lo previsible, tomaba fuerza la idea de suprimir la «política»,
identificada con el caudillismo, la confrontación violenta y en general la aparición de
tendencias orientadas a suplantar al sector que ejercía el poder. Se pensaba en su
reemplazo por la «administración», una actividad regular, con rasgos «científicos»,
legitimada por la posesión de un saber sobre el bien de la sociedad nacional que
abrevara en los grandes derroteros de la «civilización» y consolidara un progreso tan
lineal corno indefinido en su duración. Burócratas serenos, imbuidos de soluciones
a-valorativas, tomadas después de un estudio desapasionado de cada cuestión de la
agenda pública, eran el modelo de «administradores» que debían reemplazar a los
«políticos» de una época superada. Buscaron nacionalizar la cultura del país.
Preocupados por los posibles efectos desintegradores de la política inmigratoria,
practicaron un liberalismo de neto corte laicista y promovieron la separación de la
Iglesia en las cuestiones referentes al Estado. Esto trajo como consecuencia el
enfrentamiento con la Iglesia y los sectores católicos representados, entre otros,por
José M. Estrada, Pedro Goyena, Emilio Lamarca. El debate entre ambos sectores se
caracterizó por el menosprecio que el grupo innovador manifestaba por las posiciones
católicas, ya que para la mentalidad positivista el dogmatismo cristiano era el
principal obstáculo en el camino hacia el progreso. Sin embargo, liberales y católicos
no se enfrentaron en el aspecto socioeconómico. El rol del país, como proveedor de
materias primas, era compartido por ambos sectores. Un aspecto polémico con
respecto al tema tratado es el de la existencia o no de un programa generacional.
Algunos analistas hablan de un «proyecto político y económico de la generación del
80» que, si bien no fue enunciado en forma explicita, se lo puede encontrar definido
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en discursos políticos y parlamentarios. Manifestaciones de este proyecto serían en el
campo político social: las leyes laicas, la concentración del poder y la política
inmigratoria. «Paz y administración» fueron en parte consecuencia de la ola de
prosperidad material que invadió a Argentina en los años 80. La masa de la población,
cansada de tanto ajetreo político, prefirió concentrarse en la más remuneradora tarea
de acrecentar sus bienes materiales. El ahora envejecido Sarmiento reaccionó
disgustado ante lo que él consideraba como creciente desinterés cívico por parte de
sus conciudadanos: «Roca hace y hará lo que quiera, para eso tiene una República sin
ciudadanos, sin opinión pública, educada por la tiranía, y corrompida en los últimos
tiempos por la gran masa de inmigración sin patria allá, ni acá, sin ideas de gobiernos
ni otros propósitos que buscar dinero por todos los caminos, con preferencia los
peores en el sentido de la honradez. ¡Qué chasco nos hemos llevado con la
inmigración extranjera!». Exagerada e injusta, sin duda, la apreciación de Sarmiento
exponía sin embargo a las claras los profundos cambios que agitaban a la sociedad
nacional, cambios a los que no escapaban los ciudadanos nativos.
Álzaga 159.475
Anchorena 75.833
Girado 37.500
Lastra 23.750
Bosch 21.500
Vivot 17.000
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Comandante Nicanor Otamendi 15.000
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