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EL JARDÍN DEL HUMO

G. K. Chesterton

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El fin de Londres se parecía mucho al fin del mundo; y el farol de los suburbios, a una
estrella solitaria en los campos del espacio. También se parecía al fin del mundo en otro
respecto: el de que tardaba mucho en llegar. La joven Catharine Crawford era una andarina;
tenía la gallarda figura de una montañesa y casi parecía que llevara consigo, por el laberinto
gris de Londres, el viento de las montañas. Porque venía de los altos pueblecitos de
Westmoreland y parecía llevar sus suaves colores en su cabello castaño claro en sus facciones
abiertas, irregulares, pero todo lo contrario de feas, en el marco de dos ojos graves, grises y
muy hermosos. Pero, a pesar de andar muy de prisa, la montañesa empezaba a encontrar el
laberinto de los suburbios de Londres interminable e insoportable. Pocos detalles conocía del
lugar de su destino, salvo la dirección de la casa y el hecho de que iba allí como compañera de
una señora llamada Mowbray, o mejor dicho, la señora Mowbray, una famosa novelista y
poetisa de moda, casada, según se decía, con un prosaico médico reducido a la condición
permanente de marido de la señora Mowbray. Y cuando por último halló la casa, fue al
extremo de la última hilera de ellas, allí donde los jardines suburbanos se confundían con el
campo libre.
Todo el cielo estaba lleno de colores del atardecer, aunque continuaba tan luminoso
como al mediodía, cual en un país de interminables puestas de sol. Se resolvía en una lluvia
de oro entre las brillantes hojas de los escasos árboles de los jardines, muchos de los cuales
tenían setos y verjas de poca altura y quedaban tan descubiertos bajo el áureo firmamento
como los campos colindantes. El aire estaba tan quieto, que las voces que de cuando en
cuando hablaban o reían en lejanos céspedes se podían oír como claras campanas. Una voz
más insistente que las demás parecía estar silbando la canción marinera de Las damas
españolas, y se fue acercando progresivamente. Cuando la muchacha entró por la verja del
último jardín, en la esquina, el cantor fue la primera figura que encontró. Estaba en un jardín
enrojecido por lujuriantes hileras de rosales, y destacaba sobre un fondo de áureo cielo y una
casita blanca con caprichosos toques de color; la clase de casita que no se hace para los
pobres.
Era un hombre flaco, no desgarbado, vestido de gris, con un sombrero de paja flexible
echado sobre su rostro moreno y su barba negra, de la cual se proyectaba un cigarro casi más
negro todavía, que él se quitó de la boca al ver a la muchacha.
-Buenas noches -dijo cortésmente-. Me figuro que es usted la señorita Crawford. La
señora Mowbray me ha encargado que le diga que saldrá dentro de un momento, si usted
quiere dar primero una vuelta por el jardín. Espero que no le molestará que fume. Lo hago
para matar los insectos de los rosales, ¿sabe? ¿Necesito decir que éste es el único y solo ori-
gen de todo hábito de fumar? Puede que no se haga la debida justicia a la abnegación de los
de mi sexo, desde los socios en el fumador de un club a los braceros en un andamio, todos
fumando de firme, y continuamente, sólo por si uno rosa está creciendo en la vecindad.
Sintiendo, como muchos de mis compañeros, una fuerte aversión natural al tabaco, me esfuer-
zo en dominarla y...
Se detuvo porque los ojos grises que le miraban parecían vagos y hasta fríos. El hablaba
con gravedad y melancolía, y ella percibía el humor de sus palabras, aunque no estaba segura
de que fuera buen humor. En efecto, a primera vista, halló en él algo ligeramente siniestro; su
rostro era aquilino, y su figura, felina, casi como en el grifo fabuloso: una criatura moldeada
sobre el águila y el león, o tal vez sobre el leopardo. Y ella no estaba segura de que le
gustaran los animales fabulosos.
-¿Es usted el doctor Mowbray? -preguntó un poco seria.
-No tengo esa suerte - respondió él -. No tengo tan magníficas rosas ni tan hermosa...
casa, digámoslo así. Pero Mowbray anda por el jardín rociando las rosas con un vil
instrumento científico llamado jeringa. Es un gran jardinero; pero no le encontrará usted
rociando con la misma perpetua y sufrida paciencia con que me encontrará a mí fumando.
Con estas palabras, dio media vuelta y gritó el nombre de su amigo en una forma que
unida al eco de su canción hacía pensar en un capitán de barco; y ésta era, en efecto, su

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profesión. Una figura encorvada se destacó de un rosal distante y avanzó con un gesto de
excusa.
El doctor Mowbray también llevaba barba y sombrero de paja, pero aquí terminaba el
parecido; su barba era rubia y él era corpulento y ancho de hombros; su rostro era bondadoso,
y hubiera sido hasta atrayente a no ser porque sus ojos azules y sonrientes estaban demasiado
separados; lo cual más bien aumentaba la agradable franqueza de su expresión. Por
comparación, los ojos excesivamente hundidos a cada lado de la nariz del capitán parecían
estar demasiado juntos.
-Estaba explicando a la señorita Crawford -dijo este último caballero -la superioridad de
mi método para curar sus rosas de sus pequeñas enfermedades, En los círculos científicos, el
cigarro ha sustituido completamente a la jeringa.
-Mejor parece que sus cigarros hayan de matar las rosas - respondió el doctor -. ¿Por
qué viene usted siempre a fumar aquí sus cigarros fuertes?
-Por el contrario, estoy fumando los más flojos - respondió vivamente el capitán -. Aquí
tengo de otra clase, si alguien quiere de ellos.
Abrióse la cruzada chaqueta y mostró unos feos bastoncillos de hoja retorcida que
asomaban por el bolsillo superior de su chaleco. Al hacer esto, los demás pudieron ver que
llevaba también un ancho cinturón de cuero del cual pendía un gran cuchillo curvo metido
dentro de su vaina.
-Yo prefiero la salud al tabaco - dijo Mowbray riendo -. Aunque soy médico, tomo mi
propia medicina, que el aire puro. La gente cultiva esos gustos hasta que ya no puede gustar
del aire o del olor de la tierra, o de cualquiera de las cosas elementales. Yo estoy de acuerdo
con Thoreau en que el alba es mejor comienzo del día que el té o el café.
-Y lo es; mas no mejor que la cerveza o el ron -respondió el marinero -. Pero esto es
cuestión de gustos, como usted dice. ¡Hola! ¿Quién viene?
Mientras hablaba, las vidrieras de la casa se abrieron bruscamente y un hombre vestido
de negro salió y pasó ante ellos para ganar la puerta del jardín. Iba de prisa, como enojado, y
poniéndose el sombrero y los guantes mientras andaba. Antes de ponerse el sombrero, dejó
ver una cabeza medio calva con un semicírculo de cabellos rojos; y antes- de ponerse los
guantes, rompió un pequeño trozo de papel en pedacitos aun más pequeños y los arrojó en
medio de los rosales que bordeaban el camino.
-¡Oh, es un amigo de Marion, de la Sociedad Teosófica o Ética, según creo! - dijo el
doctor -. Se llama Miall y tiene en la ciudad un comercio de productos químicos o algo así.
-No parece hallarse en el mejor ni en el más ético de los humores -observó el capitán -.
Yo creía que ustedes, los adoradores de la Naturaleza, estaban siempre serenos. Bien; por lo
menos, ha dejado en libertad a su esposa. Ahí viene.
Marion Mowbray tenía realmente aire de artista, que es lo que no acostumbran a tener
los artistas. Esto no se debía a su ajustado vestido verde, ni a su halo prerrafaelita de cabello
castaño, que sólo le hubiera hecho parecer una esteta. Pero en su rostro había verdadera
intensidad; sus ojos estaban llenos de lejanías, es decir, de deseos; pero de deseos demasiado
grandes para ser sensuales. Si un alma así se consumía en una llama, parecía ser en una llama
de ambición puramente espiritual. Un momento después de haber dado la mano a su visitante
con muy graciosas excusas, la extendió a las flores con un movimiento que al mismo tiempo
que perfectamente natural era tan perentorio que casi resultaba dramático.
-Necesito más rosas que éstas en la casa - dijo -y he perdido mis tijeras. Ya sé que
parece tonto, pero cuando me da el antojo me siento capaz de arrancarlas con las manos. ¿No
le gustan a usted las rosas, señorita Crawford? Yo, a veces, no puedo literalmente vivir sin
ellas.
El capitán se había llevado la mano a la cadera, y el curioso cuchillo curvo apareció
desnudo al sol como una forma brillante, pero repulsiva. En pocos golpes, cortó y desgajó dos
largas ramas llenas de flor y las ofreció a la dama con una reverencia, como se ofrece un
ramillete en el escenario. .

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-¡Oh, gracias! - dijo ella desmayadamente.


Y cabía imaginar una trágica ironía detrás de aquella comedia. Un instante después, se
rehizo y rió:
-Ya sé que es absurdo; pero tengo horror a todo lo feo y a vivir en los suburbios de
Londres, aunque no sea más que en su extremo... ¿Sabe usted, señorita Crawford, que el
vecino de al lado anda por su jardín con sombrero de copa? Yo lo veo pasar exactamente por
encima de aquel seto de laurel al ponerse el sol; supongo que es cuando vuelve de la ciudad.
Piense usted en el laurel, que, según se supone, nosotros, los poetas pobres, adoramos - y se
rió con la mayor naturalidad-; y piense luego en lo que debo sentir al levantar los ojos y verlo
coronando un sombrero de copa.
Y, en efecto, antes de que el grupo entrara en la casa a disponerse para la cena,
Catharine pudo ver con sus propios ojos el ofensivo sombrero aparecer por encima del seto
como una sombra de respetabilidad en el soleado y romántico cuadro de los rosales.
Durante la cena, fueron servidos por un hombre vestido de negro, como un mayordomo,
y a Catharine este mero hecho le produjo una vaga perplejidad. Un criado parecía fuera de
lugar en aquella artística casa de muñecos. No había nada notable en el hombre, a quien
llamaban Parker, excepto que era un hombre alto con cara de palo y cabellos negros y lacios
como un muñeco holandés. Habría estado muy bien si el doctor hubiese vivido en Harley
Street; pero resultaba demasiado importante para los suburbios. No era éste el único elemento
incongruente, ni siquiera el principal, que había en la casa. El capitán, cuyo nombre parecía
ser Fonblanque, aún intrigaba a la muchacha y no acababa de gustarle. Su puritanismo
norteño hallaba algo oscuramente escandaloso en su actitud. No hubiera sido muy propio
decir que obraba como si estuviera en su casa; sería más exacto decir que se conducía como si
estuviera de paso en algún café o taberna de un puerto extranjero.
La señora Mowbray era vegetariana, y, aunque su marido vivía «la vida sencilla» de
una manera algo más simple, estaba lo bastante viciado para beber agua. Pero el capitán
Fonblanque tenía un gran frasco de ron para él solo, y no disimulaba lo que le gustaba; y
terminó su comida fumando el más negro y más fuerte de los tabacos. Y todo el tiempo el
capitán continuó discreteando con su huéspeda y con la forastera con la misma ligereza de que
había hecho gala en el jardín.
-Es mi pueril inocencia lo que me lleva a beber y a fumar - explicó -. Yo disfruto con
un cigarro como podría disfrutar con un caramelo; pero ustedes, los viciosos y relajados
vegetarianos, miran con desprecio esta clase de caramelos. Y el ron también, si a eso vamos,
es una especie de caramelo líquido. Dicen que emborrachaba a los marineros; pero, al fin y al
cabo, ¿qué es la borrachera sino otra forma de la fe y la confianza infantiles? ¡Cuán santa
debe ser la inocencia de un marinero cuando se puede confiar por entero a un policía! Yo odio
esta cínica y recelosa costumbre de estar sereno a todas horas para atrapar a los demás
descabezando el sueño.
-Cuando haya terminado usted de decir tonterías - repuso la señora Mowbray
levantándose -, pasaremos a la otra habitación.
Las tonterías no causaban la menor impresión en ella ni en su compañera; pero esta
última aún consideraba al orador con cierto antagonismo, principalmente porque él realmente
parecía en cierto modo un antagonista. Su ironía resultaba incluso provocativa, ya fuese para
la señora o para ella misma, y ella sentía que había algo ligeramente mefistofélico en la barba
negroazulada y en el rostro marfileño del hombre, vistos a través del humo.
Al salir, las señoras se detuvieron junto a las vidrieras abiertas, y Catharine miró al
prado, donde la luz iba disminuyendo. La sorprendió ver que del multicolor ocaso habían
brotado unas nubes y que el crepúsculo se hallaba ensombrecido por la lluvia. Hubo un
silencio, y luego, de improviso, dijo Catharine:
-Este vecino de usted debe querer mucho su jardín. Casi tanto como usted a sus rosales,
señora Mowbray.
-¿Por qué ¿Qué quiere usted decir? -preguntó la señora volviéndose.

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-Aún está allí, entre sus flores, bajo la lluvia - dijo Catharine mirando -, y pronto estará
a oscuras también... Aún puedo ver en la penumbra su negro sombrero.
-¡Quién sabe! - dijo la poetisa bajando la voz-. Tal vez el sentimiento de la belleza se
haya despertado realmente en él de una manera extraña y repentina. Si las semillas, bajo la
oscura tierra pueden transformarse en estas rosas gloriosas, ¿en qué no pueden transformarse
las almas, aunque estén debajo de un sombrero negro? Todos se mueven hacia arriba; hasta
nuestros pecados son escalones para subir; no existe ninguna vuelta hacia abajo en el gran
camino en espiral, en la escalera de caracol que lleva a las estrellas. Acaso, el sombrero pueda
convertirse en corona de laurel, después de todo...
Se volvió a mirar y vio que los hombres ya habían salido del aposento; y su voz tomó
un tono más sencillo y al mismo tiempo más confidencial.
-Además - añadió -, no estoy segura de que no tenga razón; y quizá la lluvia sea tan
hermosa como el sol u otra cosa cualquiera en la maravillosa ronda de todas... ¿No le gusta a
usted el olor de tierra húmeda y ese rumor sordo que producen todas las rosas bebiendo?
-Las rosas son abstemias por lo menos - observó Catharine con una sonrisa.
La señora Mowbray sonrió también.
-Temo que el capitán Fonblanque le haya chocado un poco; es algo excéntrico: lleva
aquel corvo cuchillo oriental sólo porque ha viajado por el Oriente; y bebe ron, que es una de
las cosas más ridículas del mundo, para demostrar que es un marino. Pero es un antiguo
amigo, hace muchos años que le conozco; y sé que por lo menos ha servido en el mar y hasta
se ha distinguido en el servicio. Temo que aún se halle en el plano animal; pero al menos es
un animal luchador.
-Sí; me recuerda un pirata de comedia - dijo Catharine riendo -. Podría estar rondando
esta casa en busca de un tesoro escondido.
La señora Mowbray pareció sobresaltarse un tanto, y después quedó mirando al exterior
en silencio. Al cabo, dijo con una voz cambiada:
-Es curioso que haya dicho usted esto.
-Y ¿por qué? -preguntó su compañera con extrañeza.
-Porque hay un tesoro escondido en esta casa - dijo la señora Mowbray - y podría
robarlo un ladrón así. No es precisamente oro o plata; pero es casi tan valioso, me parece,
incluso en lo material. No sé por qué le digo esto; pero al menos verá usted que le demuestro
confianza. Vamos a la otra sala.
Y, un poco bruscamente, avanzó en aquella dirección.
Catharine Crawford era una mujer muy práctica en lo consciente, pero cuyo
subconsciente tenía su propia poesía, que descansaba por entero en la nota de la pureza.
Amaba la luz blanca y las aguas limpias, los cantos lisos en los ríos y las combas del viento.
Era quizá la poesía que Wordsworth - en sus mejores obras - encuentra en los lagos de su
país; y, en principio, podía descansar en la artística austeridad del hogar de Marion Mowbray.
Pero, fuese porque la escena estuviera ocupada por la figura casi fantástica del piratesco
Fonblanque o porque el calor estival con sus asomos de tormenta oscureciera aquella claridad,
Catharine sentía cierta opresión. Hasta el jardín de los rosales parecía más una cámara
tapizada de verde y encarnado que un espacio abierto. Su propia habitación estaba tapizada de
colores frescos y sedantes; pero Catharine tardó mucho en poder dormir, y cuando lo hizo, fue
con un sueño agitado.
Despertó sobresaltada de una pesadilla cuyos detalles no podía recordar, y, con los
sentidos aguzados por la oscuridad, percibió distintamente un extraño olor. Era vaporoso y
penetrante, no desagradable a los nervios. No era el olor de ningún tabaco que ella conociera,
y, no obstante, lo relacionó con los siniestros cigarros negros que el dedo moreno del capitán
había señalado. Pensó semiinconscientemente que tal vez estuviera él fumando todavía en el
jardín y que aquellos negros y horribles hierbajos podían muy bien fumarse a oscuras. Pero
era sólo semiinconscientemente como pensaba o se movía; recordaba haberse medio
levantado de la cama; y luego nada, salvo otros sueños que dejaron distintas reminiscencias

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tras de sí y que no eran más que una mezcolanza de humo y el extraño olor del tabaco con los
perfumes de la rosaleda. Pero parecían formar un misterio tanto como una mezcolanza; a
veces, las rosas eran una especie de humo purpúreo. A veces, pasaban de la púrpura a un
encendido carmesí, como puntas de cigarro de un gigante. Y por aquel jardín de humo
rondaba la cara pálida y amarilla, y la barba negro-azulada; y Catharine se despertó con la
palabra «Barba azul» en la mente y casi en los labios.
La mañana constituyó para ella un alivio tan grande, que casi fue una sorpresa; las
habitaciones estaban llenas de aquella blanca luz que tanto le gustaba y que podía muy bien
ser la luz de una prístina maravilla.
Al pasar por delante de la puerta entreabierta del consultorio del doctor, se detuvo junto
a una ventana y vio la plateada aurora iluminando el jardín. Se puso a contar distraídamente
los pájaros que empezaban a volar junto a la casa, y estaba contando el cuarto cuando oyó el
ruido de una silla al caer, seguido de una voz que gritaba y maldecía.
La voz era forzada y poco natural; pero, después de las primeras sílabas, Catharine la
reconoció como del doctor.
-Ha desaparecido - decía -. ¡Te digo que ha desaparecido!
La respuesta fue inaudible; pero ella ya sospechaba que provenía del criado Parker,
cuya voz resultó ser tan desconcertante como su rostro.
El doctor volvió a responder con creciente agitación.
-¡La droga, tú, demonio, o bobo, o lo que seas! ¡La droga que te dije que vigilaras!
Esta vez, oyó la voz apagada del otro, que parecía decir:
-¡Es muy poco lo que falta, señor!
-Pero, ¿por qué falta nada? - gritó el doctor Mowbray-. ¿Dónde está mi mujer?
Probablemente, por oír fuera el roce de una falda, acabó de abrir la puerta, y, al
encontrarse cara a cara con la muchacha, retrocedió consternado. El gabinete, cuyo interior
contemplaba ella azorada, aparecía ordenado y hasta severo, salvo el detalle de la silla caída
aún sobre la alfombra. Estaba provisto de librerías y contenía una hilera de botellas y redomas
como las de una farmacia, cuyos colores les hacían parecer joyas a la brillante luz de la
mañana. Una refulgente botella verde llevaba un gran rótulo de «Veneno»; pero el problema
del momento parecía girar en torno de una vasija de cristal parecida a una ampolla, que estaba
encima de la mesa y se hallaba llena hasta más de la mitad de un polvo de oscuro color pardo-
rojizo.
Sobre este fondo estrictamente científico, el alto criado aparecía más importante y
apropiado; en efecto, pronto comprendió ella que era algo más íntimo que un criado que sirve
a la mesa. Tenía por lo menos el aire de un ayudante de médico, y en realidad, comparado con
su enloquecido patrón casi podía haber sido en aquel mismo momento el vigilante de un
manicomio privado.
El hombre decía, mientras la muchacha entraba recelosa:
-Siento mucho que haya ocurrido esto, señor. Pero yo había tomado nota exacta de la
cantidad; y le aseguro que falta muy poco. No lo bastante para hacer daño a nadie.
-Es la maldita plaga otra vez -dijo el doctor apresuradamente-. Vete a ver si mi mujer
está en el comedor.
Hizo un esfuerzo para serenarse al salir Parker del gabinete y levantó la silla que había
caído sobre la alfombra, ofreciéndola a la muchacha con un ademán. Después fue a apoyarse
en el marco de la ventana, mirando al jardín. Ella podía ver cómo se agitaban y estremecían
sus anchos hombros; pero no se oía otro sonido que la creciente algarabía de los pájaros en los
arbustos. Por fin, dijo él con su voz natural:
-Supongo que debíamos habérselo dicho a usted. En todo caso, habrá que decírselo de
todos modos ahora.
Hubo otro silencio, y después continuó:
-Mi mujer es una poetisa, ¿sabe?; una artista creadora, etcétera, y todas las personas
ilustradas saben que un genio no puede ser juzgado en modo alguno según las normas

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ordinarias de conducta. Un genio vive en constante necesidad de algo que le inspire.


-¿Qué quiere usted decir? - preguntó Catharine casi con impaciencia, porque aquel
preámbulo de excusas la estaba poniendo nerviosa.
-Hay opio en esa botella - dijo bruscamente el doctor -; opio de una especie muy rara.
Ella lo fuma de cuando en cuando; esto es todo. Quisiera que Parker se diera prisa en
encontrarla.
-Creo que puedo encontrarla yo - dijo Catharine, aliviada por la oportunidad de hacer
algo y no poco aliviada también por poder abandonar aquel gabinete-. Me parece haberla visto
andar por el jardín.
Cuando salió al jardín de las rosas, lo halló lleno del frescor del amanecer; y todas sus
brumosas pesadillas se desvanecieron. El techo de su cámara verde y carmesí parecía haber
sido levantado como una tapa. Recorrió varias sendas tortuosas sin hallar cosa viviente,
excepto los pájaros que brincaban aquí y allí; después llegó a una revuelta del camino y se
quedó inmóvil.
En medio del soleado sendero, a pocas yardas de uno de los pájaros, yacía un objeto
arrugado que parecía un gran guiñapo verde. Pero, en realidad, era el magnífico vestido verde
de Marion Mowbray, del cual se destacaban su rostro, exangüe bajo el halo de sus cabellos, y
un brazo extendido, en lastimosa rigidez, hacia las rosas con aquel mismo ademán de cuando
Catharine la vio por primera vez. La muchacha dio un grito ahogado, y el pájaro voló, raudo,
a un árbol. Entonces Catherine se inclinó sobre la figura en el suelo y comprendió con un
estampido de todas las trompetas del terror, por qué el rostro estaba blanco y por qué el brazo
estaba rígido.
Una hora más tarde, todavía en aquel mundo de rígida irrealidad en que uno parece
vivir después de una conmoción, la joven estaba ayudando maquinalmente, pero con eficacia,
a los cien menudos y dolorosos menesteres de una casa mortuoria. Apenas sabía cómo había
podido decirlo a los demás; pero no hubo necesidad de hablar mucho.
Mowbray, el doctor, tuvo pronto malas noticias que dar a Mowbray, el marido, después
de reconocer en silencio y por muy pocos momentos el cuerpo de su mujer. Después se
volvió; y Catharine casi temió que se fuera a caer. Con un problema, sin embargo, se hallaba
todavía enfrentado él, incluso como doctor, después de haber resuelto tan tristemente su pro-
blema como marido. Su ayudante, en quien siempre había tenido motivos para confiar, seguía
asegurando categóricamente que la cantidad de droga que faltaba era insuficiente para matar
un gatito. Había bajado y estaba con el pequeño grupo en el césped, donde la muerta había
sido extendida sobre un sofá para examinarla con mejor luz. Repitió su afirmación ante el
resultado del examen, y su cara de palo parecía contraída por la obstinación.
-Si lo que dice es verdad - opinó el capitán Fonblanque -, ella debe de haber adquirido
más droga en algún otro sitio; no hay más. ¿Ha venido últimamente aquí algún extraño?
Había dado uno o dos paseos arriba y abajo del césped cuando se detuvo en seco.
-¿No dijeron ustedes que el teósofo era también químico? - preguntó -. Puede ser tan
teósofo o ético como quiera: pero no vino aquí con un fin teosófico. ¡No, por Dios, ni ético
tampoco!
Se decidió que ésta era la cuestión que había que aclarar primero; Parker fue enviado a
la calle Mayor del suburbio vecino; y, cosa de media hora después, la figura enlutada del
señor Miall volvía al jardín mucho menos precipitadamente que había salido de él. Se quitó el
sombrero por respeto a la presencia de la muerte. Su rostro, bajo el círculo de cabello rojo,
aparecía desde luego, aún más blanco que el de la muerta.
Pero, aunque pálido, estuvo también firme; y esto acerca de algo que llevó otra vez la
investigación a un punto muerto. Reconoció que una vez había servido opio de aquella marca
particular; y no trató de rechazar la responsabilidad en que hubiese podido incurrir por ello.
Pero negó vehementemente que lo hubiera servido el día antes, ni últimamente, ni, en
realidad, desde hacía mucho tiempo. E insistió muy especialmente en un punto que casi
parecía una queja personal: que no podía proporcionar la droga porque no podía obtenerla.

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-Mi mujer tuvo que haberlo obtenido de algún modo - gritó el doctor en tono dogmático
y hasta despótico-, ¿y quién pudo habérsela proporcionado sino usted?
-¿Y dónde puedo haberla obtenido yo de nadie? - preguntó el comerciante, igualmente
acalorado -. Usted parece creer que esto se vende como la tela. Yo le digo que ya no hay más
en Inglaterra. Un químico no puede obtenerlo ni para casos desesperados. Hace meses, le di
todo lo que me quedaba, y cuando ayer me pidió más, le dije que no solamente no quería, sino
que no podía. Ahí tienen ustedes los pedazos de la nota que me mandó; aún están donde, lle-
vado de mi enojo, la rompí.
Y, con un dedo enguantado de negro, señaló unos cuantos puntos blancos esparcidos
bajo el seto. El capitán fue a ellos y los aplastó sobre el negro suelo.
Volvióse, pálido, pero sereno, y dijo quedamente al doctor:
-Hay que andar con cuidado, Mowbray. La muerte de la pobre Marion es un misterio
mayor de lo que nos figuramos.
No hay ningún misterio - dijo Mowbray furioso-. Este individuo confiesa que tenía la
droga.
-Lo mismo tengo la droga ahora que las joyas de la Corona - repitió el químico -. Es
más difícil hallar y más valiosa ahora que un montón de oro y plata.
Un recuerdo asaltó a Catharine, quien pensó, con un escalofrío, que las mismas extrañas
palabras acerca de un tesoro escondido habían salido la noche antes de labios de la
desgraciada Marion. ¿Era posible que el tesoro escondido que había deslumbrado a la difunta,
como si fuera de diamantes, no fuese más que aquel mortal polvo rojo?
El doctor parecía mirar este atasco en la investigación con una especie de atormentado
furor. Recriminó al pálido droguero aun más de lo que había recriminado a su criado en
ocasión de su primero y menor descubrimiento. De hecho, Catharine empezaba a notar en el
doctor Mowbray algo que se nota a veces en esta clase de hombres de apariencia tan amable.
Sospechaba que su serenidad no había sido más que un hábito de continua satisfacción;
que podía sufrir menos el ser contrariado que otros más rudos que él. Quizás era de la clase de
lo que algunos llaman hombres fuertes; que son fuertes en satisfacer sus deseos, pero no en
dominarlos. En todo caso, su deseo, en aquel momento tan concreto, que resultaba cómico en
una escena como aquélla, parecía ser el deseo de ahorcar a un droguero.
-Oiga, Mowbray, usted sabe bien que todos compartimos su dolor; pero,
verdaderamente, no debe mostrarse tan violento - objetó el capitán -. Nos pone a todos en mal
terreno. El señor Miall tiene derecho a que se le haga justicia, y puede recurrir a la autoridad,
que probablemente intervendrá en el asunto.
-Si se mete usted conmigo, Fonblanque, diré algo que no he dicho nunca.
-¿A qué demonio se refiere usted?
Las figuras del pequeño grupo en pie sobre el césped habían adoptado actitudes tan
airadas, que uno casi podía imaginar que iban a llegar a las manos, sin reparar en la presencia
del cadáver, cuando hubo una interrupción dulce como el pitido del pájaro, pero inesperada
como un rayo.
Una voz que sonó a varias yardas de distancia dijo suavemente, pero en un tono muy
claro: -Permítanme que les ofrezca mi ayuda.
Todos se volvieron y vieron el sombrero de copa del vecino de al lado, sobre una cara
grande y fofa, de párpados pesados, que asomaba por encima del seto de laureles.
-Estoy seguro de poder prestarles alguna ayuda.
Y, un momento después, había saltado tranquila- mente el bajo cercado y avanzaba
hacia ellos por el césped. Era un hombre corpulento, de paso tardo, vestido con una ancha
levita; su rostro afeitado era a la vez rollizo y cadavérico. Hablaba con un tono dulce y hasta
afectuoso que contrastaba con su desfachatez y, como se vio en seguida, con su profesión.
-¿Qué busca usted aquí? -preguntó severamente el doctor Mowbray cuando se hubo
repuesto de un asombro sin límites.
-Yo, nada. Es usted el que necesita algo. Simpatía - dijo el extraño caballero-.

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Simpatía..., simpatía y, además, luz. Yo creo poder ofrecer las dos cosas. ¡Pobre señora! La he
contemplado con simpatía durante muchos meses; y creo que puedo ofrecer las dos cosas.
-Si ha estado usted espiando por encima del muro - dijo el capitán frunciendo el ceño -,
nos gustaría saber por qué. Aquí han pasado cosas sospechosas, y parece que usted se ha
estado conduciendo de una manera sospechosa también.
-La sospecha más que la simpatía - dijo el desconocido con un suspiro - es tal vez el
defecto de mi oficio. Pero mi pena por lo de esta señora es completamente sincera. ¿Ustedes
sospechan que yo pueda tener parte en lo que ha ocurrido?
-¿Quién es usted? - preguntó el doctor, furioso.
-Me llamo Traill - dijo el hombre del sombrero de copa -. Tengo un título oficial, pero
nunca ha sido usado excepto en el Yard. En el Scotland Yard quiero decir. No necesitamos
usarlo entre vecinos.
-¿Es usted detective, de verdad? -observó el capitán.
Pero no obtuvo respuesta, porque el nuevo investigador estaba ya examinando el
cadáver con todo respeto, pero con una ausencia de disculpa muy profesional. Al cabo de
unos momentos se levantó y los miró por debajo de sus párpados caídos, que eran tal vez lo
más notable de su fisonomía, y dijo simplemente:
-Es satisfactorio dejar marchar libres a las gentes, doctor Mowbray; y su químico y su
ayudante pueden marcharse. No ha sido por culpa de ninguno de los dos por lo que la pobre
señora ha muerto.
-¿Quiere usted decir que se trata de un suicidio? - preguntó el otro.
-Quiero decir que se trata de un asesinato - dijo Traill -. Pero tengo una razón muy
suficiente para decir que no ha sido muerta por el droguero.
-Y, ¿por qué no?
-Porque no ha sido muerta por medio de la droga - dijo el hombre de al lado.
-¿Qué? - exclamó el capitán con un ligero sobresalto -. ¿De qué otra manera puede
haber sido asesinada?
-Ha sido asesinada con un instrumento corto y afilado, cuya punta estaba preparada al
efecto de una manera particular - dijo Traill con el tono uniforme de un conferenciante -.
Hubo, evidentemente, lucha, pero probablemente fue breve, o tal vez ligera. ¡Pobre señora!
Miren ustedes ésto.
Y, levantando muy suavemente una mano de la muerta, señaló lo que parecía un
pinchazo o picadura de la muñeca.
Una jeringuilla hipodérmica tal vez -dijo el doctor en voz baja-; ordinariamente,
tomaba la droga en pipa; pero, después de todo, podía haber usado una jeringuilla
hipodérmica y una aguja.
El detective movió la cabeza de manera que se podía casi imaginar que sus párpados
colgantes se habrían y cerraban obedeciendo al movimiento.
-Si se hubiera inyectado ella mima - dijo tristemente - se hubiera hecho una perforación
limpia. Esto es más un rasguño que una picadura, y ustedes pueden ver que ha roto un poco el
galón de la manga.
-Pero ¿cómo puede esto haberla matado - se sintió Catherine impulsada a decir - si no
es más que un rasguño en la muñeca?
-¡Ah! -dijo Traill.
Y después añadió, tras un corto silencio:
-Estoy seguro de que no me dejará usted por mentiroso, doctor Mowbray, si digo que
no es muy improbable, después de todo, que un simple opio cualquiera, produzca esta extrema
rigidez en el cadáver. El efecto se parece más al de un veneno vegetal directo, especialmente
alguno de estos rápidos venenos orientales. ¡Pobre señora, pobre señora! Verdaderamente, es
una historia horrible.
-Pero, en fin, díganoslo claramente, ¿qué piensa usted de ello? -preguntó el capitán.
-Pienso - dijo Traill - que cuando encontremos el cuchillo hallaremos que es un cuchillo

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EL JARDÍN DE HUMO G. K. CHESTERTON 10

envenenado. ¿Está esto bastante claro, capitán Fonblanque?


Un instante después, pareció volver otra vez a su tono doliente y casi lastimero de
compasión.
-¡Pobre señora! -repitió -. Le gustaban mucho las rosas, ¿verdad? «Esparcid rosas sobre
ella, rosas», como dice el poeta. Verdaderamente yo diría que aun ahora esto le daría una
especie de descanso.
Miró por todo el jardín con sus ojos medio cerrados y se dirigió más afablemente a
Fonblanque:
-Fue en una ocasión más dichosa, capitán, cuando usted cortó flores para ella por última
vez. No puedo por menos de desear que se pudiera volver a hacer lo mismo ahora.
Instintivamente, el capitán inició el ademán de llevar la mano al mango de su cuchillo;
después la dejó caer como si de pronto recordara algo. Pero, al abrirse por un momento su
chaqueta, los demás vieron que la vaina de cuero estaba vacía y el cuchillo había
desaparecido.
-¡Una historia tan triste, tan terrible! -murmuró el hombre del sombrero de copa en tono
lejano, como si hablara de una novela -. Por supuesto, lo de las flores era una tonta fantasía.
No es así como cumpliremos nuestro deber con la muerta.
Los demás parecían aún un poco aturdidos; pero Catharine miraba al capitán como si un
basilisco le hubiera vuelto de piedra. En efecto, aquel momento había sido para ella el
comienzo de un interregno de imaginaciones que podía decirse lleno de monstruos. Algo de
mitología había flotado sobre el jardín desde su primera fantasía de imaginarse al hombre
como un grifo. Esto duró muchos días y noches, en que el detective pareció revolotear por la
casa como un vampiro; pero el vampiro no era el más espantoso de los monstruos. Apenas
podía definirse a sí misma qué era lo que pensaba o, mejor dicho, huía de pensar. Pero tenía
conciencia de otras emociones que salían a flote y, de un modo u otro, coexistían con aquel
pensamiento sumergido que era su contrario. Porque, desde hacía algún tiempo, su primitivo
sentimiento de hostilidad hacia el capitán se había desvanecido bastante; aun en tan corto
espacio, la opinión que se había formado de él había mejorado con el trato, y su sensata
conducta en aquella crisis resultaba un alivio al lado del dolor y la furia del marido, por na-
tural que éstos parecieran. Además, la revelación del secreto del opio, aclarando el misterio de
la casa, había disipado otra sospecha que ella había concebido respecto a la mujer y a su
piratesco huésped. Ahora estaba dispuesta a descartarla, por lo menos en lo que a él se refería;
y, recientemente, había tenido aún otra razón para obrar así. La mirada de Fonblanque la
había estado siguiendo de una manera sobre la cual una señorita tan buena y por ende tan
modesta no era fácil que se equivocara; y se sorprendió de hallar en sí misma una
correspondiente repugnancia a la idea de que esta comedia de sentimiento pudiera convertirse
de pronto en una tragedia de desconfianza. Volvió a dormir mal unas cuantas noches; y, como
ocurre a menudo con un pensamiento que se quiere alejar o suprimir, la duda y la
incertidumbre gobernaron sus sueños. Lo que podía llamarse «el motivo Barba azul» aparecía
en escenarios todavía más extravagantes de raros países llenos de ciudades fantásticas y de
gigantesca vegetación, por todos los cuales pasaba una figura solitaria con la barba azul y un
cuchillo teñido de rojo. Era como si aquel marino tuviera, no ya una mujer, sino una mujer
asesinada en cada puerto. Y una y otra vez sonaban allí como una voz lejana, pero distinta, las
palabras del detective. «Si pudiéramos encontrar el cuchillo, hallaríamos que es un cuchillo
envenenado.» Y, sin embargo, cuando a la mañana siguiente lo encontró, nada podía haber
parecido en aquel momento más tranquilo y ordinario.
Venía de las habitaciones de arriba y había salido una vez más por las puertas vidrieras
al jardín; iba a pasar por la senda entre los rosales, cuando se volvió y vio al capitán apoyado
en el portillo del jardín. No había nada de anormal en su actitud perezosa y un poco lánguida;
pero tenía los ojos fijos y como clavados en el punto brillante donde el sol volvía a centellear
sobre la curva hoja. Golpeaba con ella displicentemente la valla de madera; pero se detuvo
cuando sus ojos se encontraron con los de la muchacha.

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EL JARDÍN DE HUMO G. K. CHESTERTON 11

-Así, lo ha hallado usted - fue todo lo que ella pudo decir.


-Sí, lo he hallado - respondió él, sombríamente. Y luego, después de una pausa:
-También he hallado otras cosas, incluso cómo lo había perdido.
-¿Quiere usted decir - preguntó Catharine con voz insegura - que ha descubierto usted
lo de la señora Mowbray?
-No sería correcto decir que lo he descubierto yo - respondió -. Nuestro deprimente
vecino del sombrero de copa y los párpados caídos es quien lo ha descubierto, y ahora está
arriba descubriendo algo más. Pero si usted quiere decir si sé cómo Marion fue asesinada, sí
lo sé, y preferiría no saberlo.
Al cabo de uno o dos minutos de estar golpeando en la valla sin objeto, clavó la punta
del cuchillo en la madera y se volvió bruscamente en una actitud más franca.
-Oiga usted -dijo -. Quisiera explicarme un poco. La primera vez que nos vimos,
supongo que estuve muy impertinente. Admiraba tanto su gravedad y su bondad, que tuve que
atacarlas en seguida; ¿lo comprende usted? Pero no fui impertinente del todo, ni lo que dije
era completamente equivocado. Piense usted en todas las tonterías que la enojaron y vea si
han resultado tan tontas. El ron y el tabaco, ¿no son, amiga mía, más pueriles e inocentes que
ciertas cosas? ¿Ha visto en ningún tabernucho de marineros una tragedia peor que la que usted
ha visto aquí? Los míos son gustos vulgares o, si usted quiere, vicios vulgares. Pero una cosa
puede decirse en favor de nuestros apetitos, y es que son apetitos. El placer puede ser sólo
satisfacción; pero puede ser satisfecho. Bebemos porque tenemos sed, pero no porque
queremos tener sed. Ellos desean el infinito, y los infelices lo alcanzan. Puede ser malo beber,
pero usted no puede beber infinitamente, porque se cae usted. A ellos les sucede una cosa
horrible: suben y suben continuamente. ¿No es mejor caer debajo de una mesa y roncar que
subir al séptimo cielo sobre el humo del opio?
Ella respondió al fin con un aire reflexivo y vacilante:
-Algo hay de verdad en lo que usted dice; pero esto no explica todas las tonterías que
dijo. Se sonrió un poco y añadió:
-Usted dijo que si fumaba era sólo en bien de las rosas. No va usted a pretender que
haya una solemne verdad en esto.
Él se sobresalió y después se adelantó, dejando el cuchillo vibrando en la valla.
-La hay! - exclamó -. Puede parecer la cosa más loca del mundo; pero es verdad. La
muerte y el infierno no estarían hoy en esta casa si ellos hubiesen confiado en mi sistema de
ahumar las rosas.
Catharine continuó mirándole aturdida; pero su mirada no vaciló ni mostró una sombra
de duda; y él volvió lentamente a la valla y arrancó el cuchillo. Hubo un largo silencio en el
jardín antes de que ninguno de los dos volviera a hablar; las palabras del capitán no fueron el
último de los enigmas del jardín de las rosas.
-¿Cree usted -preguntó él en voz baja- que Marion está realmente muerta?
- ¡Muerta! - repitió Catharine -. Claro que está muerta.
El bajó la cabeza en meditabunda aquiescencia mirando a su cuchillo, y después de una
pausa añadió: -¿Cree usted que su espíritu anda por este mundo?
-¿Qué quiere usted decir? ¿Lo cree usted? - preguntó su compañera.
-No - dijo él -. Pero aquella droga continúa desapareciendo...
Catharine sólo pudo repetir, con el rostro algo pálido:
-¿Continúa desapareciendo?
-De hecho, casi ha desaparecido del todo - observó el capitán -; puede usted subir a
verlo si quiere. - Se detuvo y la contempló un momento muy serio-. Sé que es usted valiente -
dijo-. ¿Le gustaría realmente ver el fin de esta pesadilla?
-Sería una pesadilla peor si no lo viese - respondió ella.
Y el capitán, con un ademán a la vez negligente y resuelto, arrojó el cuchillo entre los
rosales y se volvió hacia la casa.
Ella le miró con un último asomo de sospecha.

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EL JARDÍN DE HUMO G. K. CHESTERTON 12

-¿Por qué deja usted el cuchillo en el jardín? - preguntó de pronto.


-El jardín está lleno de cuchillos - dijo el capitán mientras se dirigía arriba.
Subiendo la escalera con felina rapidez, se adelantó un trecho a la muchacha, a pesar de
la montañesa agilidad de ésta. Ella tuvo tiempo de reflexionar que el gris y el verde de los
arrimaderos y los decorativos cortinajes nunca le habían parecido tan lúgubres y hasta tan
inhumanos. Y, cuando llegó al descansillo y a la puerta del estudio del doctor, volvió a
encontrarse cara a cara con el capitán. Porque él ahora, con el rostro tan pálido como el suyo,
estaba, no como si la precediera, sino más bien como si le cerrara el paso.
-¿Qué ocurre? - exclamó ella.
Y luego, con una extraña intuición:
-¿Ha muerto alguien más?
-Sí - dijo Fonblanque -; ha muerto alguien más.
Y, en el silencio que siguió, oyeron los pesados y al mismo tiempo suaves movimientos
del investigador; y Fonblanque volvió a hablar con una nueva impulsividad.
-Catharine, amiga mía, me parece que conoce ya lo que siento por usted; pero lo que
estoy tratando de decir no se refiere a mí. Puede parecer raro que lo diga un hombre como yo;
pero, de todos modos, creo que usted comprenderá. Antes de entrar, recuerde las cosas de
fuera. No quiero decir mis cosas, sino las de usted. Quiero decir el cielo despejado y todas las
buenas virtudes grises, y las cosas limpias y fuertes como el viento. Créame, son cosas reales,
después de todo, más reales que la nube que se cierne sobre esta casa maldita. Continúe
asiéndose firmemente a ellas; dígase usted que los vientos de Dios y los rebosantes ríos
existen realmente tanto por lo menos como lo que hay en esta habitación.
-Sí, creo comprenderle - dijo ella-. Y ahora déjeme usted pasar.
Aparte la presencia del detective, no había más que dos diferencias en el estudio del
doctor, comparado con la última vez que ella estuvo allí; y, aunque a la vista eran de bulto
muy desigual, parecían casi iguales en mortal significación. En un sofá bajo la ventana,
cubierto con una sábana, yacía algo que sólo podía ser un cadáver; pero su mismo volumen y
la manera que tenían de caer los pliegues de la sábana indicaban a Catharine que no era el
mismo cadáver que ya había visto. Por su parte, apenas necesitó mirarlo; comprendió, casi
antes de poner los ojos en él, que no era la mujer, sino el marido. Y encima de la mesa del
centro había el frasco de opio y la otra botella verde rotulada «veneno»; pero el frasco del
opio estaba vacío.
El detective se adelantó con una amabilidad que casi era confusión y habló en un tono
que parecía más sinceramente condolido que sus anteriores frases medio irónicas de simpatía.
Sin su sombrero de copa parecía mucho más viejo, porque tenía la cabeza calva, con una
cenefa de cabello gris en el cogote erizada en descuidados mechones.
Aunque parezca irrazonable, la ausencia del sombrero, así como lo canoso del cabello,
hicieron sentir a la joven que aquel hombre también ganaba a medida que se le iba
conociendo. Y, en efecto, cuando él le habló, lo hizo en un tono paternal y hasta patético, de
que ella no se resintió.
-Usted está naturalmente prevenida contra mí, querida amiga - dijo -, y no le falta
motivo. Usted me tiene por una persona morbosa; me figuro que a veces usted ha pensado que
yo era probablemente un asesino. Bien, creo que tiene usted razón; no en lo de ser un asesino;
sino en la morbosidad. Yo vivo en una atmósfera falsa, como vivía la señora Mowbray, y por
una razón parecida, porque yo soy un artista que ha equivocado el camino... No puedo dejar
de interesarme en las tragedias que son objeto de mi pro-lesión; y se equivoca usted si cree
que mi sentimiento es todo hipocresía. He perdido mucho a causa de mi oficio; no puedo
aspirar a conducirme como un caballero; pero a menudo siento como un hombre, sólo que no
como un hombre de buena salud mental. El capitán ha estado dando tumbos por toda clase de
lugares extraños; es muchas veces un excelente medio de conservarse cuerdo. Espero que lo
tomará como un cumplido si digo que es un excelente medio de conservarse vulgar. Pero
nosotros, los sedentarios, nos podemos volver locos ahondando siempre en el mismo placer

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EL JARDÍN DE HUMO G. K. CHESTERTON 13

intelectual, como hacía la pobre señora. Mi placer intelectual es la criminología, que, a veces
se me figura es, en sí, un crimen. Sobre todo porque me especializo en esa parte de ella que se
refiere a las drogas. Pues a menudo pienso que persiguiendo la droga casi llego a estar tan
intoxicado como los que la toman.
Catharine comprendió que él hablaba con este fácil egotismo para que ella se sintiera
más tranquila en aquel trágico aposento, y no puso en duda ni desestimó por ello su bondad.
Pero el enigma no descifrado seguía torturando su imaginación, y la última frase del policía
sobre la droga hizo que ambos volvieran su pensamiento a este tema.
-Creía haberle oído decir - protestó ella - que la señora Mowbray no había sido muerta
por la droga.
-Es verdad - dijo Traill -, pero ésta es una tragedia de la droga, a-pesar de todo. Ella no
murió de la droga, pero la droga fue causa de su muerte.
Volvió a callarse, mirando el rostro pálido e intrigado de la muchacha, y después
añadió:
-No la mató la droga. Fue muerta a causa de la droga. ¿No observó usted nada raro en el
doctor Mowbray la última vez que estuvo usted en esta habitación?
-Estaba naturalmente agitado - dijo la muchacha con cierta perplejidad.
-No; estaba agitado, pero no naturalmente - repuso Traill - más agitado de lo que debía
estarlo un hombre tan fuerte, aun al tener que revelar la debilidad del otro. Era su propia
debilidad lo que le sacudía como una tormenta aquella mañana. En realidad estaba furioso de
que su mujer le robara la droga, por la sencilla razón de que quería para sí toda la que
quedaba. Yo tengo el oído bastante fino, señorita Crawford, y una vez la oí a usted hablar, en
la ventana, de un pirata y un tesoro. ¿Puede usted imaginarse dos piratas robando el mismo
tesoro a pequeñas porciones hasta que uno mata al otro por rabia de verlo desaparecer? Esto
es lo que ocurrió en esta casa; y tal vez será mejor que lo llamemos locura y lo
compadezcamos. La droga se había convertido en la vida del desgraciado; una vida
horriblemente dichosa. Toda su salud y su animación y su humanitarismo arrancaban de esta
inmunda raíz. ¿Puede usted imaginar lo que fue para él el ver que la última reserva se iba
encogiendo como la piel de onagro de la historia? Fue como la muerte para él; en realidad, fue
literalmente la muerte. Hacía tiempo que había decidido que cuando hubiera vaciado del todo
esta botella - y Traill tocó el receptáculo del opio - recurriría inmediatamente a ésta - y puso
su mano grande y flaca sobre la botella verde del veneno -. Y, ahora, ha llegado el fin. Todo el
opio ha desaparecido. Muy poco del contenido de la botella verde ha desaparecido. Pero es un
opiáceo más eficaz.
Catharine no dudaba de que una desolada aurora de verdad estaba invadiendo
gradualmente la tenebrosa mansión; pero su pálido rostro continuaba perplejo.
-Usted quiere dar a entender que el marido la mató y después se suicidó - dijo con su
manera tan natural -. Pero, ¿cómo la mató, si no fue con la droga? En realidad, ¿cómo pudo
matarla? Yo le dejé en esta habitación, verdaderamente extrañado de que el opio hubiera
desaparecido, y después la encontré a ella como si un rayo la acabara de derribar en el otro
extremo del jardín. ¿Cómo pudo él matarla?
-La apuñaló - respondió Traill -. La apuñaló de una manera algo extraña, mientras ella
estaba lejos en el otro extremo del jardín.
-¡Pero él no estaba allí! -exclamó Catharine estaba arriba, en esta habitación.
-El no estaba allí cuando la apuñaló - respondió el detective.
-Ya he dicho a la señorita Crawford - dijo el capitán - que el jardín estaba lleno de
cuchillos.
-Sí, y de cuchillos verdes que crecen en los árboles - continuó Traill -. Usted puede
decir si quiere que fue muerta por una criatura salvaje, atada a la tierra, pero armada.
La fantasía un poco mórbida de la muchacha volvió a despertar en ella la vaga
impresión de un jardín de verdes monstruos mitológicos; pero la luz del día penetraba ya en la
espesura, y era una luz blanca y terrible.

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EL JARDÍN DE HUMO G. K. CHESTERTON 14

-Él estaba cometiendo el crimen cuando usted entró por vez primera en este jardín - dijo
Traill -. El crimen que él cometió con sus propias manos. Usted estuvo viendo a la luz del sol
cómo lo cometía. Pero pocos crímenes cometidos en la sombra han sido tan secretos o tan
extraños.
Después de una pausa prosiguió, como un hombre que ensaya -diferentes modos de
entrar en materia. -Le he dicho antes que el acto fue cometido a causa de la droga, pero no por
medio de la droga. Yo le digo ahora que fue con una jeringa, pero no con una jeringa
hipodérmica. Se estaba cometiendo con aquel ordinario instrumento de jardinería que tema él
en la mano, cuando usted le vio por primera vez. Pero el líquido con que él impregnaba los
verdes rosales provenía de esta verde botella.
-Envenenó las rosas -repitió Catharine casi maquinalmente.
-Sí -dijo el capitán-. Envenenó las rosas. Y las espinas.
No había hablado desde hacía rato, pero la muchacha le estaba mirando confusa, y lo
que preguntó luego tenía la misma tendencia. Sólo dijo en una frase entrecortada:
-¿Y el cuchillo...?
-Esto está pronto explicado - respondió Traill -. La presencia del cuchillo no tenía nada
que ver con la cosa. Lo que tenía mucho que ver era la ausencia del cuchillo. El asesino lo
robó y lo escondió, en parte, tal vez, con la idea de que su pérdida haría sospechoso al capitán,
de quien, en efecto, yo sospeché, como usted misma, según creo. Pero tenía otra razón mucho
más práctica: la misma que le había hecho robar y esconder las tijeras de su mujer. Usted oyó
decir a su mujer que siempre anhelaba coger las rosas con sus propios dedos. Si no había
instrumentos a mano, él sabía que un buen día lo haría. Y un buen día lo hizo.
Catharine salió del aposento sin volver a mirar lo que yacía a la luz de la ventana bajo
el lienzo. No tenía otro deseo que salir de la estancia, abandonar la casa y, sobre todo, dejar
atrás el jardín. Y, cuando salió de la calle, instintivamente se volvió de espaldas a la hilera de
caprichosas casas y de cara a los campos abiertos y a los bosques distantes de Inglaterra. Y se
encontró rompiendo helechos y asustando pajaritos con sus pasos, antes de caer en la cuenta
de que hubiese algo incongruente en el hecho de que Fonblanque anduviera aún a su lado.
Pero habían llegado a un compañerismo definitivo y habían cruzado juntos una frontera. Ex a
la frontera que ella había visto confusamente aquel primer atardecer, y que pensó que se
parecía al fin del mundo. Y, como ocurre en los cuentos, se parecía al fin del mundo en otro
respecto: en que era el principio de otro mejor.

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