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ULISES Y LAS SIRENAS

Entre los peligros sobre los que Circe les había advertido, el mayor era quizá el que correrían al pasar ante la
isla de las Sirenas.
Ésta era una isla bellísima, solitaria, habitada únicamente por extrañas mujeres que, de la cintura para
abajo, tenían la forma de grandes peces. Las Sirenas, seres sumamente crueles, gustaban permanecer
sentadas sobre la hierba, a la orilla del mar, entonando dulcísimas y atrayentes canciones. Y más bellas y
hechiceras que sus rostros eran sus voces. Atraídos por ellas, los marineros que por allí pasaban, no podían
resistir la tentación de desembarcar. Entonces, las infames sirenas los mataban.
Ulises y sus hombres, cuando se aproximaban al lugar, empezaron a oír un canto dulcísimo. Entonces
Ulises, siguiendo las instrucciones de Circe, tomó una barra de cera, la cortó en pedazos y con ellos fue
tapando los oídos de sus compañeros para que no escucharan el canto. Solo a él le fue dado oírlo: pidió a sus
hombres que lo atasen de pies y manos al mástil del barco y que no lo soltaran por nada del mundo aunque
se los rogara. De este modo pudo escuchar el canto de las sirenas sin caer en sus garras, mientras pasaban
por allí y luego se alejaban.

ROCAS ERRÁTICAS

Pero otro peligro los aguardaba, según lo advertido por Circe: las Rocas Erráticas. Contra aquellas rocas,
olas formidables chocaban incesantemente, como si quisieran cubrirlas. Ni las aves de rapiña podían
atravesar por aquellos lugares sin ser arrastradas por las furiosas aguas. Y un remolino imponente lanzaba a
la superficie, continuamente, los restos de muchos navíos y los cadáveres de los marineros que allí perecían.
Ulises, siguiendo siempre las instrucciones de Circe, ordenó a sus marineros que se apoyaran con toda
fuerza en el remo, hundiéndolo en el agua con gran velocidad para pasar pronto entre las rocas. Y al timonel,
le ordenó que mantuviera el rumbo del barco en línea recta, evitando no chocar contra las rocas. Así lo
hicieron los navegantes y lograron atravesar por entre las Rocas Erráticas, sin perder la vida.

ESCILA Y CARIBDIS

Más allá de las Rocas Erráticas había un lugar no muy ancho por el que debía pasar el barco y en el que,
frente a frente, se elevaban dos inmensas rocas. Una de ellas, muy negra y alta, estaba coronada por una
nube negrísima. Allí, en una oscura cueva, vivía un monstruo llamado Escila, que de día y de noche, ladraba
como un perro salvaje. Toda la parte inferior de su cuerpo permanecía siempre dentro de la cueva que le
servía de albergue. La parte superior, la única que asomaba de la cueva, estaba conformada por seis cabezas
y doce patas. La boca de cada cabeza tenía tres hileras de agudísimos dientes que devoraban todo cuanto
por allí pasase.
En la roca que estaba enfrente crecía un árbol de frondosas hojas. Debajo habitaba Caribdis, otro monstruo
terrible que, tres veces al día, absorbía como una tromba el agua del mar y la hacía ingresar a su cueva,
luego, la devolvía afuera. Todo lo que pasaba por allí en el momento que absorbía el agua, era ingresado a la
caverna y salía convertido en restos informes. Circe había advertido que, como Escila era inmortal, era inútil
luchar contra él y que lo mejor que podrían hacer era huir tan rápidamente como fuera posible.
Al pasar por allí, Escila no parecía estar en su cueva pero Caribdis estaba succionando las aguas en aquel
momento. En el afán de pasar lejos, para evitar ser tragados por Caribdis, se acercaron demasiado a la cueva
de Escila quien los atacó con sus seis cabezas devorando a muchos hombres a los que Ulises no pudo salvar
porque si no se alejaban rápidamente de allí, iban a ser devorados también. Así lo hicieron y dejaron atrás
esos horribles lugares.

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