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Marco Teorico Habilidades Sociales Ninos
Marco Teorico Habilidades Sociales Ninos
Hay muchos individuos que no se relacionan de forma constructiva con los demás,
por ser: excesivamente permisivos, agresivos, intransigentes, por transmitir mal la
información, no saber expresar los sentimientos, tener dificultades para concertar
una cita, etc. En definitiva, tienen un déficit en una o varias habilidades sociales.
Esta deficiencia la pueden poner de manifiesto tanto en sus relaciones familiares,
sociales como laborales. A pesar de la importancia demostrada de las habilidades
sociales en todos los entornos, muchas personas no les otorgan la relevancia que
poseen.
A la hora de definir qué es una habilidad social o una competencia social surgen
los problemas, se han dado numerosas definiciones, no habiéndose llegado,
todavía, a un acuerdo explícito sobre lo que constituye una conducta socialmente
habilidosa.
Por otro lado, definir que es una habilidad social resulta difícil por dos razones
fundamentalmente:
A pesar de las dificultades para definir qué es una habilidad social son muchas las
definiciones dadas y la investigación en torno a ellas.
Para Mantilla las habilidades sociales son aquellas aptitudes necesarias para tener
un comportamiento adecuado y positivo que permita enfrentar eficazmente los
retos y desafíos de la vida diaria. Son un conjunto de destrezas psicosociales cuyo
desarrollo incrementa las posibilidades de las personas a aumentar su desempeño
en la vida diaria.
La educación en éstas habilidades no trata sólo de fortalecer la capacidad de la
gente joven para enfrentar dificultades, sino que fomenta y estimula el desarrollo
de valores y cualidades positivas, esencialmente tiene que ver con las relaciones,
con ellos mismos, con las demás personas y con el mundo que les rodea, esta
propuesta educativa busca formar mujeres y hombres críticos, solidarios,
autónomos, respetuosos, tolerantes, conscientes de la realidad que los rodea y
comprometidos con su transformación.
Meichembaum al igual que otros muchos autores, al intentar dar una definición de
habilidad social ya observaron que una importante limitación, para ello, era el
contexto en que se inscribía. Es decir, que para estudiar la conducta socialmente
competente y definir los elementos que la componen, necesitamos conocer ese
contexto y cultura de la persona, ya que existen normas sociales que gobiernan lo
que se considera conducta social apropiada. Así, en una misma cultura nos
encontramos que distintas situaciones requieren conductas diferentes. Las clases
de respuestas necesarias para “dar bien una platica” son considerablemente
diferentes de las clases de respuestas necesarias para el “mantenimiento de una
relación íntima”. Pero no sólo la situación influye también variables como: la edad,
el sexo y el estatus social afecta a las habilidades sociales. Por ejemplo,
tradicionalmente en Sudáfrica las mujeres africanas, y las indias, son socializadas
para ser más subordinadas y obedientes que sus homólogas blancas y en
consecuencia pueden experimentar más dificultad en las situaciones sociales en
las que se las pide ser asertivas, iniciadoras y atrevidas (Furnham, 1983).
Ejemplos que ilustran como elementos que integran una habilidad social, e incluso
habilidades sociales, son muy relevantes en una cultura, en cambio pueden ser
intrascendentes en otra son los siguientes. Para tener éxito social y profesional en
los Estados Unidos es indispensable ser puntual, cosa que, sin embargo, no es
tan imprescindible en Venezuela. Furnham (Furnham, 1979) ha subrayado como
una habilidad social como la asertividad en determinadas culturas es impulsada
mientras que en otras puede ser incluso perseguida, así en algunas partes de
Europa y Norteamérica la asertividad es considerada como un índice de salud
mental y su falta como una importante fuente de intranquilidad, ansiedad e
insuficiencia, pero en muchas otras culturas ser asertivo, de la forma que es
normal serlo en estos países, ni es fomentado ni tolerado. Por el contrario, como
indicaba Furnham (Furnham, 1983) “La humildad, la subordinación y la tolerancia
son más valoradas que la asertividad en muchas culturas, especialmente en el
caso de las mujeres. Más aún, la falta de asertividad no es necesariamente un
signo de insuficiencia o de ansiedad, aunque a veces pueda serlo”.
Argyle, 1975, (Argyle, 1975) también nos ofrece un ejemplo de la importancia del
contexto cultural en la expresión de las habilidades sociales. Este autor compara,
por ejemplo, la conducta que se considera socialmente apropiada en los varones
japonés y árabes. A los japoneses se les enseña a no expresar las emociones
negativas y a evitar las miradas mutuas a los ojos, mientras que los varones
árabes se tocan mucho mutuamente en las conversaciones sociales y tienen muy
altas tasas de miradas recíprocas a los ojos. Asimismo, Lafuente (Lafuente, 1998)
relata algunos ejemplos que sirven para ilustrar la importancia del conocimiento de
la cultura en la negociación: “Los occidentales ven el hablar como algo positivo,
los asiáticos sin embargo valoran el silencio y desaprueban la expresión social de
las ideas” (pp 111). “En muchas culturas orientales poseedoras de un
comportamiento social y discursivo muy ritualizado y poco flexible, se espera de
los hablantes un alto grado de cooperación en cuando que cada actividad se
entienda sin tener que describirla verbalmente. La aclaración explicita de lo que se
está tratando en una negociación es considerado como algo poco aceptable” (pp
111). “En el mundo árabe se pone mayor énfasis en desarrollar una fuerte relación
personal con la persona con la que han de comunicarse antes de pasar al asunto
central, lo que se opone ciertamente al conocido interés de los americanos de “ir
al grano” (pp 112). En definitiva, todos los ejemplos anteriormente citados
pretenden mostrar como la cultura y variables sociodemográficas son
imprescindibles a la hora de evaluar y entrenar las habilidades sociales. En este
sentido, se puede afirmar que tanto la definición como las medidas de la
suficiencia y de la insuficiencia en competencia social en una cultura pueden ser
totalmente inaplicables en otra porque las normas de conducta “sanas, normales,
habilidosas” y socialmente aceptables difieren considerablemente de una cultura a
otra (Ovejero, 1990).
Aceptar que las habilidades sociales son aprendidas implica que como todo lo que
es aprendido es susceptible de ser modificado. El entrenamiento de las
habilidades sociales persigue precisamente este fin, enseñar a las personas
habilidades sociales necesarias para un mejor funcionamiento interpersonal.
Puede tratarse de un programa estructurado en el que se enseñan determinadas
estrategias a un grupo de sujetos útiles para manejarse en ciertos tipos de
situaciones o bien puede consistir en el entrenamiento de un sujeto en una clase
específica de comportamientos en los que manifiesta mayores dificultades o que
son más importantes para su bienestar o sus propósitos. El entrenamiento en
habilidades sociales se realiza a través de ejercicios supervisados por un experto.
Los procedimientos más utilizados para tal fin son: las instrucciones verbales, el
uso de modelos, el en-‐ sayo conductual, la retroalimentación y el reforzamiento.
Junto con estos procedimientos se pueden combinar otros como: la
reestructuración cognitiva, la desensibilización sistemática y la relajación, con el fin
de reducir la ansiedad y/o modificar los pensamientos que están dificultando la
puesta en práctica de determinadas habilidades sociales. La mayor dificultad que
presenta el entrenamiento en habilidades sociales es conseguir que los
aprendizajes realizados en unas situaciones concretas se generalicen a otras
situaciones distintas. Con el fin de conseguir la generalización (Orviz &
Lema,2000) en primer lugar es preciso planificar las habilidades a entrenar,
teniendo en cuenta: los déficits y las competencias de las personas objeto de
entrenamiento, los ámbitos sociales en los que el usuario se desenvuelve, las
personas con las que se siente más incómodo y las conductas que son más
frecuentes o de alta probabilidad de ocurrencia. Una vez diseñado un programa,
acorde a las necesidades del grupo o individuo, hay que intentar que el
entrenamiento sea realista, maximizando el número de elementos comunes a la
vida real. Además, Es aconsejable iniciar los entrenamientos planteando
situaciones fáciles con baja carga emocional e ir incrementando la dificultad y
complejidad de las situaciones. Por Otro lado, si es posible, permitir practicar las
habilidades adquiridas en situaciones reales y asignar tareas para que el usuario
las realice por sí mismo (sin presencia del entrenador) con el fin de poner a prueba
su entrenamiento. Por último, es importante hacer comprender a la persona que
es entrenada en habilidades sociales que el entrenamiento facilita la competencia
social pero no la asegura (Vallina & Lemos, 2001).
Las primeras nociones de este tema que aparecen en la literatura son del año
1998 con los autores Nitsch y Schelling en su libro “Límites a los niños”. Estos
autores explican que en los primeros meses, tras el nacimiento, la madre y el hijo
forman aún una unidad y sus cuidados le dan seguridad y confianza y son la base
para una buena autoestima. Por muy importante que sea esta simbiosis entre
madre e hijo, también es esencial ir aflojando poco a poco una unión tan estrecha
(Nitsch y Schelling, 1998). Los intentos de separación comienzan al cabo de
medio año, aproximadamente. El niño va descubriendo su propio cuerpo y sus
capacidades y pronto toma conciencia de que puede obtener muchas cosas con
sólo intentarlo y comienza el largo y maravilloso camino de la experimentación (ej.:
llorar a destiempo, hacer gárgaras con la papilla...). El niño aprende a observar las
reacciones de los adultos: ¿cómo reaccionan ante mi comportamiento?; por otra
parte, surge el problema para los padres: ¿cómo reaccionar ante esas pruebas de
sus hijos? “La educación es algo más que amor, ternura, apoyo, comprensión,
estímulo y paciencia. La educación implica también establecer unos límites claros
y enseñar a ser independiente” (Nitsch y Schelling, 1998, p. 9) Los niños no sólo
ponen a prueba los límites trazados por los demás, sino que también aprenden
muy rápidamente a establecer sus propios límites con el prójimo. Las experiencias
y vivencias del niño durante los tres primeros años de vida ejercen sobre él y
sobre el curso de su desarrollo social, una de las transformaciones más potentes
que tendrá su reflejo en años posteriores, determinando su personalidad en gran
medida. Conforme los niños crecen reclaman su autonomía con más frecuencia, y
ello les lleva a una separación progresiva de sus padres. Mientras los hijos van
creciendo, los padres deben aprender a ir apartándose de ellos. Ocuparse bien de
los hijos representa también fomentar su independencia temprana, para que
aprendan a afrontar la vida con competencias relacionadas con la autosuficiencia,
elección profesional, resolución de problemas, elección de amigos, utilización de
su libertad, administración correcta de sus bienes y ahorros, etc. Los años de la
infancia pasan con gran rapidez y, cuando comienza su escolarización los niños
comienzan a elegir su camino. En general, resulta duro para los padres aceptar
este proceso de independización, pero cuando se alarga, también resulta
preocupante el prolongado anclaje en el seno familiar.
Los padres tienen miedo a imponer prohibiciones y castigos o a demostrar
excesiva fuerza. No desean (por suerte) dominar a sus hijos; la educación
autoritaria les aterroriza, por las traumáticas huellas que dicha educación dejó en
muchos de ellos. Por ello, son más tolerantes, más liberales y más amistosos que
los padres de antaño. Pero a la vez les cuesta desarrollar un concepto de
educación propio, más acorde con otros modelos socio-familiares democráticos y
participativos, que mantengan una posición equilibrada entre el dar y el exigir.
Ante la falta de coherencia y la asunción de los mismos roles de los padres, los
niños se dan perfecta cuenta del grado de inseguridad de sus progenitores, de los
desamparados y vulnerables que son. Así, se produce un cuestionamiento
continuado de reglas y límites. ¿A qué obedece esta inseguridad en la educación,
esta falta de autoridad y esta incapacidad de hacer valer la propia opinión? ¿Por
qué nunca sucede lo que desean los padres?
1.- Los padres no saben decir «no» por miedo a parecer autoritarios. Pero
tampoco hacen lo posible por mantenerse firmes, sino que ceden en contra
de su voluntad.
3.- Los padres imponen a sus hijos unos límites demasiado estrechos,
porque temen por ellos, porque no confían en sus capacidades.
Llevan a cabo actividades placenteras con ellos y cuando pueden les hacen
grandes regalos, para acallar los remordimientos que están siempre rebrotando.
No tienen una relación de adultos con sus hijos, desvían con gusto la mirada
cuando aparecen conflictos o conductas desviadas, en lugar de tomar parte activa
en los problemas. Consideran que la política de evadir los problemas es la mejor
manera de no entrar en polémicas. Sobre todo, los padres que suelen estar fuera
de casa o que no viven con los hijos por problemas de separación, principalmente,
rehúyen las tareas educativas y tienen poco acceso a sus hijos; esto es muy
negativo para los niños, pues les falta un referente para orientarse y carecen
también de ese estado de seguridad que nace de la presencia y del roce con los
padres; acaban sintiéndose desarraigados, sin hogar, y pueden llegar a
convertirse en carne de cañón para caer en manos de desaprensivos y ser
utilizados para fines ilícitos, dado su alto grado de vulnerabilidad.
5.- Los padres no quieren prohibir nada a sus hijos, para que se conviertan
en personas libres e independientes.
Estos padres desean tener una relación de camaradería y de ningún modo desean
decidir y dar órdenes; sucede con frecuencia que no se atreven a tomar partido y
traspasan a sus hijos e hijas una responsabilidad excesiva. Estos se deben
comportar como adultos en miniatura aunque, de hecho, lo que precisan es apoyo
y ayuda. Cuando un niño se enfrenta a decisiones que no corresponden a su edad
y que se refieren a él mismo, lo más probable es que se sienta solo y agobiado;
ocurre que el niño no da abasto con la tarea encomendada por los padres o bien
lo hace mal. Un ejemplo de este modelo de comportamiento lo encontramos en
algunas familias de clase alta en las que los niños pasan el mayor tiempo con la
criada o el personal de servicio. Lo que de verdad necesita son límites bien
definidos y la dirección de los padres para llegar a la autonomía a partir de una
base estable.
para aprender a interpretar las reacciones de sus hijos y tomar las medidas
adecuadas ante las consecuencias decisivas en positivo o negativo que tienen, si
se toman desde los primeros meses y años del niño.
• Hable sobre los sentimientos y las reglas después de que esté más calmado.
Las energías de los niños son extraordinarias y una de las medidas para
canalizarlas es ofrecerles tiempo y espacio para que desarrollen todo su potencial
energético, a través de actividades que les ayuden a expulsar su agresividad y
tensión; algunas de estas actividades pueden ser: correr, saltar, llevarlos a
parques infantiles, hacer natación, perseguir una pelota, tirarse por la hierba,
perseguirse, etc. La riqueza de experiencias y actividades bien distribuidas en la
jornada ayudan a no aburrirse, fomentan la creatividad y permiten quemar
energías.
Reconocer sus puntos críticos
Los padres son seres humanos, y como tales solemos cometer errores, es
absolutamente comprensible y habitual que los padres que intentan educar a sus
hijos se equivoquen; lo importante es intentarlo, procurando revisar y comentar
democráticamente las actuaciones. En educación lo que deja huella en el niño no
es lo que se hace una vez, sino lo que se hace de manera perseverante y dentro
de la coherencia. Lo importante es que, tras un período de reflexión y diálogo, los
padres consideren, en cada caso, las actuaciones que pueden ser más negativas
para la educación de sus hijos, y traten de ponerles remedio. A continuación
presentamos los que con más frecuencia debilitan y disminuyen la autoridad de los
padres.
• Ceder después de decir “no”. Una vez que los padres han decidido actuar, la
primera regla que se debe respetar es la del «no». El no es innegociable. Este
suele ser el error más frecuente y el que más daño hace a los niños. Cuando los
padres vayan a decir “no” a su hijo, es necesario que previamente lo piensen bien,
porque desacredita desdecirse y dar marcha atrás. Los niños son muy hábiles en
parodiar gestos para producir compasión o bien obtener el perdón de sus padres.
• Tratamiento del “sí”. El “sí” se puede negociar. Si usted piensa que el niño puede
ver la televisión esa tarde, negocie con él qué programa y cuánto rato.
• Abusar del autoritarismo. Es el polo opuesto de la permisividad. El intento de que
el niño haga todo los que los padres quieren tiene como consecuencias la
anulación de la iniciativa y personalidad de sus hijos. El autoritarismo sólo
persigue la obediencia ciega, haciendo a los hijos sumisos y sin capacidad de
autodominio.
• Falta de coherencia. En diferentes momentos hemos dicho que los niños han de
tener referentes y límites estables. Las reacciones de los padres tienen que estar
siempre dentro de una misma línea de coherencia ante los mismos hechos.
Nuestro estado de ánimo ha de influir lo menos posible en la importancia que se
da a los hechos.
• No cumplir las promesas ni las amenazas. El niño aprende muy pronto que
cuanto más prometen o amenazan los padres menos cumplen lo que dicen. Cada
promesa o amenaza no cumplida es un paso atrás en su autoridad. Por ello, las
promesas y amenazas deber ser realistas, es decir, fáciles de aplicar y cumplir.
Una vez que conocemos los errores que debemos evitar, algunas orientaciones
sencillas pueden aligerar el problema, ofrecer un desarrollo equilibrado a los hijos
y proporcionar paz a la familia. Estas orientaciones pueden contribuir a
incrementar la habilidad de padres y educadores para que actúen en la práctica
con más coherencia, objetividad y mesura. Entre las orientaciones básicas para
llegar a actuaciones concretas y positivas que ayudan a tener prestigio y autoridad
positiva ante los hijos, destacaríamos las siguientes:
c) Ser claro y específico. Los límites deben ser claros, específicos, sencillos y
positivos; las instrucciones generales y la información vaga o genérica desbordan
al niño y nunca sabrá lo que esperamos de él. Lo que sí le será útil son las
instrucciones concretas transmitidas con cariño, por ejemplo: “Después de jugar,
recoge los juguetes y colócalos en su lugar”.
d) Actuar y huir de los discursos. Una vez que el niño tiene claro cuál ha de ser su
actuación, es contraproducente invertir tiempo en discursos para convencerlo. Los
sermones tienen un valor de efectividad igual a cero. Una vez que el niño ya sabe
qué ha de hacer y no lo hace, actúe consecuentemente y aumentará su autoridad.
Como hemos dicho en otros momentos, los niños necesitan y piden límites.
Además, el efecto que tiene el establecimiento de unas buenas pautas de orden
en una familia es evidente: se disfruta más distendidamente de buenos momentos
y se evitan batallas que desgastan la relación interfamiliar.
f) Dar tiempo de aprendizaje. Una vez que hemos dado las instrucciones
concretas y claras, las primeras veces que el niño las pone en práctica necesita
atención y apoyo mediante ayudas verbales y físicas, si es necesario. Son
maneras de actuar nuevas para él y requiere un tiempo y una práctica guiada.
Según Phelan (2005), cuando se establece una disciplina razonable, los chicos no
sólo aprenden a aceptar límites, reglas y restricciones sino que “ellos mismos se
las imponen y de esta manera aprenden una regla básica: aplazar la recompensa
inmediata por el logro de un objetivo a más largo plazo”.
g) Valorar sus intentos y esfuerzos por mejorar. Resaltar lo que hace bien y
pasar por alto lo que hace mal. Pensemos que lo que le sale mal no es por
fastidiarnos, sino porque está en proceso de aprendizaje. No se les debe exigir por
encima de sus posibilidades. Tampoco es posible que obedezcan a la primera
orden. El autocontrol requiere un entrenamiento y como tal necesita repetición y
práctica. Si perseveramos conseguiremos que incorporen una regla o un límite. Al
niño, como al adulto, le encanta tener éxito y que se lo reconozcan.
h) Ser firmes. Mostrarse firme pero amable es una buena manera de que
nuestros hijos presten atención y sigan las instrucciones. Los límites firmes son
mejor aplicados con una voz segura, sin gritos, y una seriedad en el rostro. Para
ello aconsejamos seguir estas instrucciones cuando les vamos a impartir normas:
Debemos tener en cuenta que “no hay disciplina posible en medio de una batalla”
i) Ser consistente. Los límites deben cumplirse siempre que las circunstancias
sean las mismas; si las circunstancias cambian, los límites deberán ser revisados.
Las rutinas y reglas importantes resultarán efectivas aunque se esté cansado o
indispuesto.
j) Incorporar a los hijos en el establecimiento de límites. Es la manera de
asegurar su cooperación en el seguimiento de las normas y entrenarlo en la
práctica y toma de decisiones. Hablar con los hijos de los problemas, límites y
normas facilita una guía para su propio comportamiento, el autocontrol y la
autodirección.
El amor supone tomar decisiones que a veces son dolorosas, a corto plazo, para
los padres y para los niños, pero que después son valoradas de tal manera que
dejan un bienestar interior en los niños y en los padres.
Con las normas y límites se aprenden valores como orden, respeto, tolerancia,
entre otros valores. Cuando los niños reconocen límites pueden también
reconocer y respetar los límites de otras personas. Lograr conductas adecuadas y
valoradas socialmente implica tener en cuenta que estas son producto del afecto y
de un ambiente de consideración y de respeto y, especialmente, de un buen
ejemplo, de los estímulos ante las conductas esperadas y valoradas y de los
límites necesarios en el proceso de crianza.