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Marco Teórico.

Hay muchos individuos que no se relacionan de forma constructiva con los demás,
por ser: excesivamente permisivos, agresivos, intransigentes, por transmitir mal la
información, no saber expresar los sentimientos, tener dificultades para concertar
una cita, etc. En definitiva, tienen un déficit en una o varias habilidades sociales.
Esta deficiencia la pueden poner de manifiesto tanto en sus relaciones familiares,
sociales como laborales. A pesar de la importancia demostrada de las habilidades
sociales en todos los entornos, muchas personas no les otorgan la relevancia que
poseen.

A la hora de definir qué es una habilidad social o una competencia social surgen
los problemas, se han dado numerosas definiciones, no habiéndose llegado,
todavía, a un acuerdo explícito sobre lo que constituye una conducta socialmente
habilidosa.

Por otro lado, definir que es una habilidad social resulta difícil por dos razones
fundamentalmente:

1) Dentro del concepto de habilidad social se incluyen muchas conductas.

2) Las distintas habilidades sociales dependen de un contexto social, el cual es


muy variable.

A pesar de las dificultades para definir qué es una habilidad social son muchas las
definiciones dadas y la investigación en torno a ellas.

A continuación se citan algunas de las más relevantes:

Para Mantilla las habilidades sociales son aquellas aptitudes necesarias para tener
un comportamiento adecuado y positivo que permita enfrentar eficazmente los
retos y desafíos de la vida diaria. Son un conjunto de destrezas psicosociales cuyo
desarrollo incrementa las posibilidades de las personas a aumentar su desempeño
en la vida diaria.
La educación en éstas habilidades no trata sólo de fortalecer la capacidad de la
gente joven para enfrentar dificultades, sino que fomenta y estimula el desarrollo
de valores y cualidades positivas, esencialmente tiene que ver con las relaciones,
con ellos mismos, con las demás personas y con el mundo que les rodea, esta
propuesta educativa busca formar mujeres y hombres críticos, solidarios,
autónomos, respetuosos, tolerantes, conscientes de la realidad que los rodea y
comprometidos con su transformación.

Otros exponentes proponen que es “La capacidad de desempeñar el rol, o sea, de


cumplir fielmente con las expectativas que los otros tienen respecto a alguien
como ocupante de un estatus en una situación dada” (Secord & Backman, 1976).
“Expresión adecuada de cualquier emoción, que no sea la respuesta de ansiedad”
(Secord & Backman, 1976).. “La capacidad que el individuo posee de percibir,
entender, descifrar y responder a los estímulos sociales en general,
especialmente a aquellos que provienen del comportamiento de los demás”
(Blanco, 1981). “Un conjunto de conductas sociales dirigidas hacia un objeto,
interrelacionadas, que pueden aprenderse y que están bajo el control del
individuo” (Caballo, 1986). “Conjunto de conductas emitidas por un individuo en un
contexto interpersonal que expresa los sentimientos, actitudes, deseos, opiniones
o derechos de ese individuo de un modo adecuado a la situación, respetando
esas conductas en los demás, y que generalmente resuelve los problemas
inmediatos de la situación mientras minimiza la probabilidad de futuros
problemas” (Kelly, 1992). “Conductas aprendidas que ponen en juego las
personas en situaciones interpersonales para obtener o mantener reforzamiento
del ambiente; entendidas de esta manera, las habilidades sociales pueden
considerarse como vías o rutas hacia los objetivos de un individuo” (Pérez
Santamarina, 1999). “Conjunto de respuestas verbales y no verbales,
parcialmente independientes y situacionalmente específicas, a través de las
cuales un individuo expresa en un contexto interpersonal sus necesidades,
sentimientos, preferencias, opiniones o derechos sin ansiedad excesiva y de
manera no aversiva, respetando todo ello en los demás, que trae como
consecuencia el autoreforzamiento y maximiza la probabilidad de conseguir
refuerzo externo” (Gismero, 2000).

Dado que no existe una única definición de habilidades sociales, y siguiendo, en


gran medida a Santos Rego (Santos & Lorenzo, 1999) se puede concluir diciendo
que muchas de las definiciones existentes sobre habilidades sociales incluyen los
siguientes elementos y características:

1. Las habilidades sociales son conductas aprendidas, socialmente aceptadas y


que, a su vez, posibilitan la interacción con los demás.

2. Son conductas instrumentales necesarias para alcanzar una meta.

3. En ellas se unen aspectos observables y aspectos de naturaleza cognitiva y


afectiva no directamente observables.

4. La evaluación, interpretación y entrenamiento de las habilidades sociales debe


estar en consonancia con el contexto social.

Meichenbaum, (Meichenbaum, Butler, & Gruson, 1981), sostenían que era


imposible desarrollar una definición consistente de habilidad social puesto que
ésta es parcialmente dependiente del contexto, el cual es muy cambiante.
Afirmaban que la habilidad social debía considerarse dentro de un marco cultural
determinado, y los patrones de comunicación varían ampliamente entre culturas y
dentro de una misma cultura, dependiendo de factores tales como la edad, el
sexo, la clase social y la educación. Además, el grado de efectividad mostrado por
una persona dependería de lo que deseaba lograr en la situación particular en que
se encontrara. La conducta considerada apropiada en una situación podía ser,
obviamente, inapropiada en otra. Claramente, según estos autores, no se podía
establecer un criterio absoluto de habilidad social.

Meichembaum al igual que otros muchos autores, al intentar dar una definición de
habilidad social ya observaron que una importante limitación, para ello, era el
contexto en que se inscribía. Es decir, que para estudiar la conducta socialmente
competente y definir los elementos que la componen, necesitamos conocer ese
contexto y cultura de la persona, ya que existen normas sociales que gobiernan lo
que se considera conducta social apropiada. Así, en una misma cultura nos
encontramos que distintas situaciones requieren conductas diferentes. Las clases
de respuestas necesarias para “dar bien una platica” son considerablemente
diferentes de las clases de respuestas necesarias para el “mantenimiento de una
relación íntima”. Pero no sólo la situación influye también variables como: la edad,
el sexo y el estatus social afecta a las habilidades sociales. Por ejemplo,
tradicionalmente en Sudáfrica las mujeres africanas, y las indias, son socializadas
para ser más subordinadas y obedientes que sus homólogas blancas y en
consecuencia pueden experimentar más dificultad en las situaciones sociales en
las que se las pide ser asertivas, iniciadoras y atrevidas (Furnham, 1983).
Ejemplos que ilustran como elementos que integran una habilidad social, e incluso
habilidades sociales, son muy relevantes en una cultura, en cambio pueden ser
intrascendentes en otra son los siguientes. Para tener éxito social y profesional en
los Estados Unidos es indispensable ser puntual, cosa que, sin embargo, no es
tan imprescindible en Venezuela. Furnham (Furnham, 1979) ha subrayado como
una habilidad social como la asertividad en determinadas culturas es impulsada
mientras que en otras puede ser incluso perseguida, así en algunas partes de
Europa y Norteamérica la asertividad es considerada como un índice de salud
mental y su falta como una importante fuente de intranquilidad, ansiedad e
insuficiencia, pero en muchas otras culturas ser asertivo, de la forma que es
normal serlo en estos países, ni es fomentado ni tolerado. Por el contrario, como
indicaba Furnham (Furnham, 1983) “La humildad, la subordinación y la tolerancia
son más valoradas que la asertividad en muchas culturas, especialmente en el
caso de las mujeres. Más aún, la falta de asertividad no es necesariamente un
signo de insuficiencia o de ansiedad, aunque a veces pueda serlo”.

Argyle, 1975, (Argyle, 1975) también nos ofrece un ejemplo de la importancia del
contexto cultural en la expresión de las habilidades sociales. Este autor compara,
por ejemplo, la conducta que se considera socialmente apropiada en los varones
japonés y árabes. A los japoneses se les enseña a no expresar las emociones
negativas y a evitar las miradas mutuas a los ojos, mientras que los varones
árabes se tocan mucho mutuamente en las conversaciones sociales y tienen muy
altas tasas de miradas recíprocas a los ojos. Asimismo, Lafuente (Lafuente, 1998)
relata algunos ejemplos que sirven para ilustrar la importancia del conocimiento de
la cultura en la negociación: “Los occidentales ven el hablar como algo positivo,
los asiáticos sin embargo valoran el silencio y desaprueban la expresión social de
las ideas” (pp 111). “En muchas culturas orientales poseedoras de un
comportamiento social y discursivo muy ritualizado y poco flexible, se espera de
los hablantes un alto grado de cooperación en cuando que cada actividad se
entienda sin tener que describirla verbalmente. La aclaración explicita de lo que se
está tratando en una negociación es considerado como algo poco aceptable” (pp
111). “En el mundo árabe se pone mayor énfasis en desarrollar una fuerte relación
personal con la persona con la que han de comunicarse antes de pasar al asunto
central, lo que se opone ciertamente al conocido interés de los americanos de “ir
al grano” (pp 112). En definitiva, todos los ejemplos anteriormente citados
pretenden mostrar como la cultura y variables sociodemográficas son
imprescindibles a la hora de evaluar y entrenar las habilidades sociales. En este
sentido, se puede afirmar que tanto la definición como las medidas de la
suficiencia y de la insuficiencia en competencia social en una cultura pueden ser
totalmente inaplicables en otra porque las normas de conducta “sanas, normales,
habilidosas” y socialmente aceptables difieren considerablemente de una cultura a
otra (Ovejero, 1990).

No hay datos definitivos sobre cómo y cuándo se adquieren las habilidades


sociales, pero es sin duda la niñez un periodo crítico. En este sentido, numerosas
investigaciones (Garcia, Rodríguez, & Cabeza, 1999), (Pérez‐Santamarina, 1999),
han encontrado relaciones sólidas entre la competencia social en la infancia y
posterior funcionamiento social, académico y psicológico tanto en la infancia como
en la edad adulta. Pero no es sólo la infancia un periodo crucial para el desarrollo
de las habilidades sociales, ya que en etapas posteriores del desarrollo también se
han encontrado relaciones entre el deterioro del funcionamiento social
interpersonal y diferentes desórdenes de la conducta, ya sea como antecedente,
consecuencia o su característica definitoria (Besora, Martorrell, & Clusa, 2000).
Con relación a la adquisición de las habilidades sociales o competencias sociales
aunque algunos autores sostienen la existe de una predisposición biológica en la
habilidad de las personas para la Interacción social, incluso hay defensores de la
implicación de los opiáceos endógenos como determinantes de la conducta social.
Sin embargo, la mayoría de los autores sostienen que el desarrollo de las
habilidades sociales depende principalmente de la maduración y de las
experiencias del aprendizaje (Fernández, 1999). Las habilidades sociales se
adquieren normalmente como consecuencia de varios mecanismos básicos de
aprendizaje. Entre ellos se incluyen: reforzamiento positivo directo de las
habilidades, el modelado o aprendizaje observacional, el feedback y desarrollo de
expectativas cognitivas respecto a las situaciones interpersonales. Los factores
que pueden explicar el comportamiento social inadecuado o que dificultan a un
sujeto manifestar una conducta socialmente habilidosa son varios (Fernández,
1999):

1) las conductas necesarias no están presentes en el repertorio conductual del


individuo, ya sea porque no las ha aprendido o por haber aprendido conductas
inadecuadas.

2) la persona siente ansiedad asociada a las interacciones sociales que


obstaculiza o dificulta su actuación.

3) el sujeto valora negativamente su actuación social (autoverbalizaciones


negativas) o teme las posibles consecuencias de la conducta habilidosa.

4) hay una falta de motivación para actuar apropiadamente en una situación


determinada.

5) la persona puede no estar interesada en iniciar o mantener interacciones


sociales.

6) el individuo no sabe discriminar adecuadamente las condiciones en que una


respuesta determinada probablemente sería efectiva.
7) la persona no está segura de sus derechos o piensa que no tiene derecho a
responder adecuadamente.

8) El individuo está sometido a aislamiento social (ej.: Por haber estado


institucionalizado) y esto puede producir la pérdida de las habilidades por falta de
uso.

9) Existen obstáculos restrictivos que impiden al individuo expresarse


adecuadamente o incluso lo castigan si lo hace.

Aceptar que las habilidades sociales son aprendidas implica que como todo lo que
es aprendido es susceptible de ser modificado. El entrenamiento de las
habilidades sociales persigue precisamente este fin, enseñar a las personas
habilidades sociales necesarias para un mejor funcionamiento interpersonal.
Puede tratarse de un programa estructurado en el que se enseñan determinadas
estrategias a un grupo de sujetos útiles para manejarse en ciertos tipos de
situaciones o bien puede consistir en el entrenamiento de un sujeto en una clase
específica de comportamientos en los que manifiesta mayores dificultades o que
son más importantes para su bienestar o sus propósitos. El entrenamiento en
habilidades sociales se realiza a través de ejercicios supervisados por un experto.
Los procedimientos más utilizados para tal fin son: las instrucciones verbales, el
uso de modelos, el en-‐ sayo conductual, la retroalimentación y el reforzamiento.
Junto con estos procedimientos se pueden combinar otros como: la
reestructuración cognitiva, la desensibilización sistemática y la relajación, con el fin
de reducir la ansiedad y/o modificar los pensamientos que están dificultando la
puesta en práctica de determinadas habilidades sociales. La mayor dificultad que
presenta el entrenamiento en habilidades sociales es conseguir que los
aprendizajes realizados en unas situaciones concretas se generalicen a otras
situaciones distintas. Con el fin de conseguir la generalización (Orviz &
Lema,2000) en primer lugar es preciso planificar las habilidades a entrenar,
teniendo en cuenta: los déficits y las competencias de las personas objeto de
entrenamiento, los ámbitos sociales en los que el usuario se desenvuelve, las
personas con las que se siente más incómodo y las conductas que son más
frecuentes o de alta probabilidad de ocurrencia. Una vez diseñado un programa,
acorde a las necesidades del grupo o individuo, hay que intentar que el
entrenamiento sea realista, maximizando el número de elementos comunes a la
vida real. Además, Es aconsejable iniciar los entrenamientos planteando
situaciones fáciles con baja carga emocional e ir incrementando la dificultad y
complejidad de las situaciones. Por Otro lado, si es posible, permitir practicar las
habilidades adquiridas en situaciones reales y asignar tareas para que el usuario
las realice por sí mismo (sin presencia del entrenador) con el fin de poner a prueba
su entrenamiento. Por último, es importante hacer comprender a la persona que
es entrenada en habilidades sociales que el entrenamiento facilita la competencia
social pero no la asegura (Vallina & Lemos, 2001).

Las habilidades sociales comprenden un extenso conjunto de elementos verbales


y no verbales que se combinan en complejos repertorios conductuales. Además,
de los componentes verbales y no verbales, las habilidades sociales dependen de
procesos cognitivos (pensamientos, autocríticas, sentimientos, etc.) para su
correcta ejecución. Pero la habilidad social no es meramente una suma de
componentes verbales y no verbales unidos a procesos cognitivos, sino que
supone un proceso interactivo de combinación de estas características
individuales en contextos ambientales cambiantes. Asimismo, la destreza para
desempeñar una habilidad social puede no tener ninguna correspondencia con la
desenvoltura de otras (ej: conversar y rechazar peticiones), incluso considerando
el mismo tipo de habilidad la conducta concreta del sujeto puede variar según
factores personales (estado de ánimo, cogniciones, cambios fisiológicos) y
ambientales (las personas con quienes esté relacionándose, el tipo de relación, la
situación en la que se encuentre, etc.) (Fernández, 1999).

Las habilidades sociales son necesarias para el correcto desenvolvimiento de las


personas en la sociedad, pero la base de estas habilidades es el aprendizaje de
límites y normas.

Las primeras nociones de este tema que aparecen en la literatura son del año
1998 con los autores Nitsch y Schelling en su libro “Límites a los niños”. Estos
autores explican que en los primeros meses, tras el nacimiento, la madre y el hijo
forman aún una unidad y sus cuidados le dan seguridad y confianza y son la base
para una buena autoestima. Por muy importante que sea esta simbiosis entre
madre e hijo, también es esencial ir aflojando poco a poco una unión tan estrecha
(Nitsch y Schelling, 1998). Los intentos de separación comienzan al cabo de
medio año, aproximadamente. El niño va descubriendo su propio cuerpo y sus
capacidades y pronto toma conciencia de que puede obtener muchas cosas con
sólo intentarlo y comienza el largo y maravilloso camino de la experimentación (ej.:
llorar a destiempo, hacer gárgaras con la papilla...). El niño aprende a observar las
reacciones de los adultos: ¿cómo reaccionan ante mi comportamiento?; por otra
parte, surge el problema para los padres: ¿cómo reaccionar ante esas pruebas de
sus hijos? “La educación es algo más que amor, ternura, apoyo, comprensión,
estímulo y paciencia. La educación implica también establecer unos límites claros
y enseñar a ser independiente” (Nitsch y Schelling, 1998, p. 9) Los niños no sólo
ponen a prueba los límites trazados por los demás, sino que también aprenden
muy rápidamente a establecer sus propios límites con el prójimo. Las experiencias
y vivencias del niño durante los tres primeros años de vida ejercen sobre él y
sobre el curso de su desarrollo social, una de las transformaciones más potentes
que tendrá su reflejo en años posteriores, determinando su personalidad en gran
medida. Conforme los niños crecen reclaman su autonomía con más frecuencia, y
ello les lleva a una separación progresiva de sus padres. Mientras los hijos van
creciendo, los padres deben aprender a ir apartándose de ellos. Ocuparse bien de
los hijos representa también fomentar su independencia temprana, para que
aprendan a afrontar la vida con competencias relacionadas con la autosuficiencia,
elección profesional, resolución de problemas, elección de amigos, utilización de
su libertad, administración correcta de sus bienes y ahorros, etc. Los años de la
infancia pasan con gran rapidez y, cuando comienza su escolarización los niños
comienzan a elegir su camino. En general, resulta duro para los padres aceptar
este proceso de independización, pero cuando se alarga, también resulta
preocupante el prolongado anclaje en el seno familiar.
Los padres tienen miedo a imponer prohibiciones y castigos o a demostrar
excesiva fuerza. No desean (por suerte) dominar a sus hijos; la educación
autoritaria les aterroriza, por las traumáticas huellas que dicha educación dejó en
muchos de ellos. Por ello, son más tolerantes, más liberales y más amistosos que
los padres de antaño. Pero a la vez les cuesta desarrollar un concepto de
educación propio, más acorde con otros modelos socio-familiares democráticos y
participativos, que mantengan una posición equilibrada entre el dar y el exigir.

En nuestra sociedad existe un intenso debate acerca de la permisividad y la


imposición de límites; hay una conciencia generalizada de que este tema se nos
ha escapado de las manos y parece tocar fondo; no obstante, intentaré recoger
diferentes planteamientos y puntos de vista que ayuden a centrar y aproximar
diferentes posturas.

En nuestra sociedad está bastante extendido el modelo educativo de libre


desarrollo, por el que los padres permiten a los hijos todo tipo de conductas y
piensan que deben educarse en una especie de neutralismo en el que nadie debe
influir. Con este falso modelo educativo los niños se desconciertan mucho más
que con uno basado en la autoridad. Mientras este último, a su juicio, conduce a
que en la adolescencia el niño rompa con el modelo de los padres y construya el
suyo propio –cogiendo lo que le parece bueno y desechando lo malo– "el modelo
de libre desarrollo ha producido una generación de niños maleducados por su
familia". (Esteve, 2005, p. 1). Para este autor, este hecho constituye una de las
fuentes de distorsión más importantes de nuestro sistema educativo "en el que los
problemas de los hijos no son más que el reflejo de los de los padres". Para el
pediatra francés el niño se ha convertido en un “tirano doméstico”, porque todo lo
que los padres hacen desde su nacimiento es para darle placer, por lo que
defiende la frustración como «motor de la educación, para enseñarle lo que es la
vida». La inadecuada relación entre estos dos modelos está fomentando niños
irresponsables e infelices, egoístas y con poca capacidad para dialogar.
Naouri (2005) aboga por la importancia que tiene la relación democrática en la
pareja, ya que este modelo de coexistencia crea “padres y madres de calidad”.
Sostiene que trasladar este modelo a la relación con los hijos supone desconocer
las necesidades de los niños, ya que estos necesitan ser dirigidos mediante
reglas. Desde la educación se debería evitar que estos niños se muevan por
impulsos y se les enseñe a vivir según reglas democráticas. Para Naouri (2005),
los padres tratan de seducir a los hijos para que les amen y por ese deseo se
crean los niños tiranos, que hacen imposibles las relaciones familiares. Sólo a
través de la exigencia y disciplina se conseguirá concienciar al niño en la
necesidad de sufrir o esforzarse ante la vida. Al niño no se le puede dejar al libre
albedrío de sus propios impulsos, pues, de lo contrario, se convertirá en un
dictador. Cuando sea necesario los padres deben entrar en conflicto con sus hijos
sabiendo decir “no” y, si es preciso, utilizando el castigo, no el físico, sino el de
comportamiento, es decir, privándole de satisfacciones que le agraden (no ver la
televisión, restituir lo robado, pagar lo que ha roto, etc.). En una dirección
parecida, Urra (2005) sostiene que “Los padres deben tener una igualdad de roles
entre ellos, dejar de ser amigos de sus hijos y empezar a tomar decisiones e
inculcarles valores morales”. Partiendo de nuestra realidad social, clasifica a los
padres en tres grupos: «Padres encantadores, padres permisivos que dejan hacer
a sus hijos lo que quieran y padres desaparecidos que no se atreven a educar».

Ante la falta de coherencia y la asunción de los mismos roles de los padres, los
niños se dan perfecta cuenta del grado de inseguridad de sus progenitores, de los
desamparados y vulnerables que son. Así, se produce un cuestionamiento
continuado de reglas y límites. ¿A qué obedece esta inseguridad en la educación,
esta falta de autoridad y esta incapacidad de hacer valer la propia opinión? ¿Por
qué nunca sucede lo que desean los padres?

Establecer límites a los hijos es una manera de demostrarles nuestro amor y


preocupación. Con ello les distinguimos e indicamos que les estamos cuidando.
Los límites son como las barandillas de un puente que nos proporcionan un
sentimiento de seguridad y control. A los ojos del pequeño, el mundo es algo
grande y extraño y precisa disponer de unas marcas orientativas que le
acompañen en sus paseos cuando va buscando la información, a través de
numerosas exploraciones multisensoriales (Sánchez Asín, 1997). Necesita del
adulto para seguir con seguridad, obtener ánimo, motivación, amor, elogio y
prohibición. El niño necesita disponer de un modelo de conducta
Independientemente de la edad, el niño desea disponer de un modelo de conducta
que le permita orientarse, sin que ello suponga un corsé que le impida moverse
con libertad, jugar y experimentar, a través de la exigencia de grandes espacios,
no exentos de peligro; lo anterior es necesario para que experimente y se plantee
preguntas que le ayuden a comprender poco a poco los fenómenos físicos,
morales y legales, tal como describe y presenta Piaget (1993). Los valores
educativos actuales han llegado a mitificar la permisividad; algunos padres y
educadores han renunciado al compromiso de llevar a cabo su papel director.
Algunas causas de ello pueden ser la comodidad, la falta de formación, la
desestructuración familiar, la sobreprotección o sencillamente el dejarse llevar por
el criterio de que esto es "lo que se lleva".

Donde surgen con más virulencia los fallos de exceso de complacencia de la


etapa infantil es en la pubertad; de ahí que he elegido seis modelos de
comportamiento que pueden ilustrar, en diferentes niveles, las consecuencias que
en la vida real puede desencadenar una educación demasiado permisiva.
Recogemos a continuación los seis modelos más habituales del comportamiento
de los padres frente a sus hijos que Nitsch y Schelling (1998) describen haciendo
hincapié en sus causas y en sus consecuencias.

1.- Los padres no saben decir «no» por miedo a parecer autoritarios. Pero
tampoco hacen lo posible por mantenerse firmes, sino que ceden en contra
de su voluntad.

Estos padres tampoco quieren, de ningún modo, ser tildados de sabihondos o


defensores intolerantes de las reglas establecidas; lo relajado y amistoso tiene
para ellos más valor, en la esperanza de que sus hijos, que no tienen que sufrir
presiones ni prohibiciones, se desarrollen de forma libre y espontánea. No
obstante, no suele suceder así, ya que los niños y niñas no saben con seguridad a
qué atenerse, les faltan referentes claros en los que confiar para dejarse orientar.
Muchos pequeños se convierten en sacos de nervios insoportables que tiranizan a
sus padres, sabiendo imponer su voluntad a cualquier precio; tienen tanto poder
que no muestran el menor respeto por las necesidades de las demás personas,
con actitudes despóticas, saturadas de dosis altísimas de intolerancia. En el fondo,
lo que piden a gritos es sentir una mano firme y experimentar amabilidad y
compromiso, con la esperanza inconsciente de hallar aún orientación y freno. Les
resulta muy difícil identificarse con unos padres débiles. Además de todo ello, los
niños cuyos padres no saben negarles nada, viven cada «no» inequívoco del
futuro como un auténtico fracaso personal o, si no, como acusación y rechazo. Al
carecer de modelos que les sirvan de apoyo, y con los cuales llegar a un acuerdo,
se encierran en una coraza para compensar la confianza que les falta en sí
mismos.

2.- Los padres desean actuar de forma absolutamente diferente a sus


propios padres porque cuando eran niños sufrieron el dominio de sus
familias.

Este segundo modelo de educación ha provocado que muchos padres tengan


frecuentes sentimientos de culpa y que se dejen atemorizar fácilmente por la
autoridad. No es de extrañar, pues, que deseen borrar a sus hijos todas esas
experiencias y que les resulte tan difícil imponerles límites. En el fondo, estos
padres no quieren sentirse tan inútiles y subestimados como ellos se sintieron en
momentos de su infancia. Pero estos padres lo único que hacen es seguir
reaccionando ante las exigencias negativas de su propia niñez en lugar de
reflexionar y adoptar compromisos claros y definidos en lo que atañe a la
educación de sus hijos. Lamentablemente, la consecuencia más frecuente en
estos casos es que los abuelos son los que acaban educando a los niños. Por otro
lado, exigen demasiado poco a sus hijos y demasiado a sí mismos: se muestran
amables y comprensivos cuando por dentro están furiosos. Les cuesta muchísimo
renunciar a las arduas exigencias hacia ellos mismos y su mala conciencia.
Generalmente la presión acaba explotando y, para colmo, entran en una fase de
remordimiento y se avergüenzan por perder los papeles. De hecho, siguen siendo
tan inseguros como cuando eran niños. ¿Resultado? Sus hijos e hijas suelen
acabar siendo unos insolentes y no tan felices y equilibrados como sus padres
habían imaginado.

3.- Los padres imponen a sus hijos unos límites demasiado estrechos,
porque temen por ellos, porque no confían en sus capacidades.

En la educación de los hijos caben dos posturas negativas: la sobreprotección y la


excesiva permisividad o dejadez. Se produce lo primero cuando los padres están
excesivamente preocupados porque sus hijos no caigan en los posibles peligros
que puedan encontrar en su vida (Ramo, 2005). Esta actitud sobreprotectora les
lleva a no dejar solos a sus hijos en los desplazamientos habituales y a resolverles
los problemas que podrían resolver ellos mismos. Suelen sustituirles en casi todo.
Esta forma de actuar es especialmente negativa para los hijos porque les impide
aprender a valerse por sí mismos, no experimentan ni ensayan formas de afrontar
problemas y se convierten en sujetos pasivos, esperando que sean los padres los
que resuelvan los problemas. No ejercitan la voluntad y, por tanto, no crecen con
las competencias y habilidades para madurar en su desarrollo personal y social.
«El fin y el objeto de la educación dada por los padres en el hogar y en el círculo
de la familia consiste en despertar y desenvolver suficientemente las energías y
aptitudes generales, lo mismo que las especiales de cada uno de los miembros y
órganos del hombre» (Froebel, citado por Ramo, 2005:1). A los niños de padres
excesivamente protectores les suele costar ser autónomos, aceptar
responsabilidades y decidir por sí mismos. Como confían poco en sus
posibilidades, acaban desmoralizados, desvalidos y transforman de forma
inconsciente sus debilidades en exigencias sin límite: no llegan a comprender que
deben acabar solos sus deberes o bien protestan con vehemencia cuando los
padres no les resuelven todos los problemas. Cuanto más miedoso e inseguro es
el niño, más abnegados y solícitos acostumbran a ser los cuidados y atenciones
de los padres; los sustituyen en todo. En definitiva, les niegan el derecho a
equivocarse porque se lo dan todo mascado, hecho y trillado. Según este modelo
de actuación, los padres no son conscientes de que están limitando a su hijo, que
él no experimenta todo lo que es capaz de hacer ni sabe dónde debe esforzarse,
que no está poniendo a prueba ningún límite para llegar a desarrollarse y que no
se plantea ningún desafío que conduzca a los padres hasta los límites de su
poder.

4.- Los padres se mantienen al margen de la educación de sus hijos porque


tienen poco tiempo que dedicarles.

Llevan a cabo actividades placenteras con ellos y cuando pueden les hacen
grandes regalos, para acallar los remordimientos que están siempre rebrotando.
No tienen una relación de adultos con sus hijos, desvían con gusto la mirada
cuando aparecen conflictos o conductas desviadas, en lugar de tomar parte activa
en los problemas. Consideran que la política de evadir los problemas es la mejor
manera de no entrar en polémicas. Sobre todo, los padres que suelen estar fuera
de casa o que no viven con los hijos por problemas de separación, principalmente,
rehúyen las tareas educativas y tienen poco acceso a sus hijos; esto es muy
negativo para los niños, pues les falta un referente para orientarse y carecen
también de ese estado de seguridad que nace de la presencia y del roce con los
padres; acaban sintiéndose desarraigados, sin hogar, y pueden llegar a
convertirse en carne de cañón para caer en manos de desaprensivos y ser
utilizados para fines ilícitos, dado su alto grado de vulnerabilidad.

5.- Los padres no quieren prohibir nada a sus hijos, para que se conviertan
en personas libres e independientes.

Estos padres desean tener una relación de camaradería y de ningún modo desean
decidir y dar órdenes; sucede con frecuencia que no se atreven a tomar partido y
traspasan a sus hijos e hijas una responsabilidad excesiva. Estos se deben
comportar como adultos en miniatura aunque, de hecho, lo que precisan es apoyo
y ayuda. Cuando un niño se enfrenta a decisiones que no corresponden a su edad
y que se refieren a él mismo, lo más probable es que se sienta solo y agobiado;
ocurre que el niño no da abasto con la tarea encomendada por los padres o bien
lo hace mal. Un ejemplo de este modelo de comportamiento lo encontramos en
algunas familias de clase alta en las que los niños pasan el mayor tiempo con la
criada o el personal de servicio. Lo que de verdad necesita son límites bien
definidos y la dirección de los padres para llegar a la autonomía a partir de una
base estable.

6.- Los padres miman de forma exagerada a su hijo hasta convertirlo en el


centro de la familia; todo gira alrededor del niño.

Los padres no saben negarle ningún deseo. No consiguen en absoluto poner


límites a sus exigencias. Los niños que ven satisfechos todos sus deseos suelen
sentirse profundamente tristes, ya que al final nunca tienen lo suficiente. Los
padres que miman sin límites a sus hijos hacen que el niño se vuelva cada vez
más exigente y viva cada negativa como una decepción insoportable. O bien
reacciona con rabia y no deja de molestar reclamando que accedan a sus
peticiones, o bien cae en un estado de depresión. Su dependencia hacia las cosas
materiales no les permite aprender a aplazar la satisfacción de sus deseos ni
llegar a un compromiso. Su autoestima está basada sobre todo en el hecho de
tener cosas caras y sólo se sienten felices cuando se les hacen regalos y se les
malcría con detalles materiales.

Posiblemente, los modelos que acabamos de analizar y que basculan entre


posiciones maximalistas y minimalistas podrían reconducirse desde la información
temprana a los padres

para aprender a interpretar las reacciones de sus hijos y tomar las medidas
adecuadas ante las consecuencias decisivas en positivo o negativo que tienen, si
se toman desde los primeros meses y años del niño.

Poniendo límites a los niños les ayudamos a aprender a autorregularse, es decir, a


ponerse límites a ellos mismos. El proceso del aprendizaje de la autorregulación y
el dominio de sí mismo hay que iniciarlo desde los primeros meses, brindándoles
seguridad y cuidado y asegurándoles que tienen vínculos estables con otros
adultos que cuidan de él. Desde los primeros momentos es necesario poner
límites claros y dar explicaciones breves y sencillas. En la medida que el niño
crezca es imprescindible ser coherente cuando establezca reglas o asociaciones
de causa-efecto. El niño debe sentirse en todo momento guiado, apoyado,
apreciado y nunca juzgado y, mucho menos, rechazado. Existen ciertas
orientaciones básicas para dar un norte y saber por donde comenzar:

Aprender a manejar la frustración

El aprendizaje del dominio de sí mismo depende de cómo se sienta consigo


mismo y de la manera de afrontar las frustraciones que surgen en la vida
cotidiana. Una de las mejores formas de enseñar a manejar la frustración es
brindar oportunidades para que elijan y decidan por sí mismos. Ayudarles a
perseverar en sus decisiones puede ser difícil, pero para los niños es necesario
aprender a experimentar las consecuencias de sus decisiones. De la misma
forma, cuando los padres dan al niño una opción, deben respetar su decisión.
También es preciso aclarar que no todo puede ser una opción y no todas las
cosas son negociables.

Control del comportamiento agresivo

La agresión física (morder, golpear, empujar, arrojar, arañar, escupir...) es muy


común en los primeros años. Estos episodios pueden prevenirse antes de que
empiecen. La anticipación es siempre útil y alivia el estrés tanto en los adultos
como en los niños pequeños. Siempre que sea posible, es muy recomendable
poner a sus hijos sobre aviso de las transiciones, como el final de una actividad, la
hora de salida de excursión, o la llegada o la partida de invitados. La recompensa
de un comportamiento deseado ayuda a que los niños aprendan lo que se espera
de ellos. Cuando un problema se repite es necesario analizar la situación para
promover cambios que lleguen a la raíz del conflicto; hay que procurar establecer
pocas reglas y vigilar que se cumplan, de modo que la perseverancia y la
constancia presidan su modo de actuación, ya que la repetición de experiencias es
necesaria para que se produzca el aprendizaje.

Tomar medidas antes de que lo haga el niño


Si observa que a su hijo se le avecina un problema consigo mismo o con otros es
conveniente anticiparse y tomar medidas siguiendo los siguientes pasos:

• Diga a su hijo específicamente lo que usted espera que haga, y ayúdelo a ir en


esa dirección.

• Si es necesario, aleje al niño de la situación inmediata, pero manténgalo con


usted.

• Hable sobre los sentimientos y las reglas después de que esté más calmado.

• Haga participar al niño en la decisión de cuándo es el momento de regresar a la


actividad previa.

• Ayúdelo a regresar y a que sea más exitoso.

• Si repite el comportamiento, aléjelo otra vez de la situación.

Ofrecer tiempos de descanso

Cuando un niño presenta dificultades para calmarse o regular sus emociones,


puede resultar eficaz ofrecerles tiempos breves de descanso, en una habitación o
espacio cerrado y en presencia de un adulto para ofrecerle un tiempo de
recuperación; si se hace en presencia de un adulto no se sentirá rechazado ni
desencadenará una crisis de ansiedad.

Ofrecer tiempo y espacio para desahogarse

Las energías de los niños son extraordinarias y una de las medidas para
canalizarlas es ofrecerles tiempo y espacio para que desarrollen todo su potencial
energético, a través de actividades que les ayuden a expulsar su agresividad y
tensión; algunas de estas actividades pueden ser: correr, saltar, llevarlos a
parques infantiles, hacer natación, perseguir una pelota, tirarse por la hierba,
perseguirse, etc. La riqueza de experiencias y actividades bien distribuidas en la
jornada ayudan a no aburrirse, fomentan la creatividad y permiten quemar
energías.
Reconocer sus puntos críticos

Si el adulto experimenta un aumento de enfado o tensión no es conveniente que lo


disimule sino que lo manifieste a su hijo. En esta circunstancia es importante
esperar antes de tomar decisiones y, una vez superada esa fase, tomar las
medidas adecuadas que no sean el resultado de su descontrol. La disciplina es
enseñar al niño a comportarse. No se puede enseñar con eficacia cuando se es
extremadamente emocional.

Los padres son seres humanos, y como tales solemos cometer errores, es
absolutamente comprensible y habitual que los padres que intentan educar a sus
hijos se equivoquen; lo importante es intentarlo, procurando revisar y comentar
democráticamente las actuaciones. En educación lo que deja huella en el niño no
es lo que se hace una vez, sino lo que se hace de manera perseverante y dentro
de la coherencia. Lo importante es que, tras un período de reflexión y diálogo, los
padres consideren, en cada caso, las actuaciones que pueden ser más negativas
para la educación de sus hijos, y traten de ponerles remedio. A continuación
presentamos los que con más frecuencia debilitan y disminuyen la autoridad de los
padres.

• La permisividad. Es imposible educar sin intervenir. El niño, cuando nace, no


tiene conciencia de lo que es bueno ni de lo que es malo. Los adultos somos los
que hemos de decirle lo que está bien o lo que está mal. Los niños necesitan
referentes y límites para crecer seguros y felices.

• Ceder después de decir “no”. Una vez que los padres han decidido actuar, la
primera regla que se debe respetar es la del «no». El no es innegociable. Este
suele ser el error más frecuente y el que más daño hace a los niños. Cuando los
padres vayan a decir “no” a su hijo, es necesario que previamente lo piensen bien,
porque desacredita desdecirse y dar marcha atrás. Los niños son muy hábiles en
parodiar gestos para producir compasión o bien obtener el perdón de sus padres.

• Tratamiento del “sí”. El “sí” se puede negociar. Si usted piensa que el niño puede
ver la televisión esa tarde, negocie con él qué programa y cuánto rato.
• Abusar del autoritarismo. Es el polo opuesto de la permisividad. El intento de que
el niño haga todo los que los padres quieren tiene como consecuencias la
anulación de la iniciativa y personalidad de sus hijos. El autoritarismo sólo
persigue la obediencia ciega, haciendo a los hijos sumisos y sin capacidad de
autodominio.

• Falta de coherencia. En diferentes momentos hemos dicho que los niños han de
tener referentes y límites estables. Las reacciones de los padres tienen que estar
siempre dentro de una misma línea de coherencia ante los mismos hechos.
Nuestro estado de ánimo ha de influir lo menos posible en la importancia que se
da a los hechos.

• Gritar y perder el control. A veces es difícil mantener el autocontrol necesario


ante determinados hechos y los padres sucumbimos más de lo que quisiéramos
en mayor o menor medida. Perder el control supone un abuso de la fuerza que
conlleva una humillación y un deterioro de la autoestima para el niño. Además, no
olvidemos que, cuando actuamos por impulso o descontrol emocional, el niño se
acostumbra a los gritos y los insultos y lo toma como una rutina más.

• Sobrepasar la barrera de los gritos. Gritar conlleva un gran peligro inherente;


cuando los gritos no dan resultado, la ira del adulto puede pasar fácilmente al
insulto, la humillación e incluso los malos tratos psíquicos y físicos, lo cual es muy
grave. Nunca debemos llegar a este extremo. Si los padres se sienten
desbordados, deben pedir ayuda: tutores, psicólogos, escuelas de padres...

• No cumplir las promesas ni las amenazas. El niño aprende muy pronto que
cuanto más prometen o amenazan los padres menos cumplen lo que dicen. Cada
promesa o amenaza no cumplida es un paso atrás en su autoridad. Por ello, las
promesas y amenazas deber ser realistas, es decir, fáciles de aplicar y cumplir.

• No establecer puentes para negociar. No negociar nunca implica rigidez e


inflexibilidad. Supone autoritarismo y abuso de poder y, por lo tanto,
incomunicación. Probablemente esta manera de actuar provocará que en la
adolescencia se deterioren las relaciones entre los padres y los hijos.
• No escuchar a los hijos. Es un clamor entre los padres la queja de que sus hijos
no los escuchan. Y el problema es que ellos no han escuchado nunca a sus hijos,
ni han establecido la interacción necesaria interesándose por sus problemas o sus
ilusiones. Les han juzgado, evaluado y les han dicho lo que debían hacer, pero no
les han escuchado ni han intentado mantener un diálogo con asiduidad.

• Exigir éxitos inmediatos. El éxito y la competitividad están presentes como una


obsesión en bastantes padres. Muchos padres basan su competencia en el éxito
académico de sus hijos sin detenerse a analizar su formación en valores éticos y
morales.

Una vez que conocemos los errores que debemos evitar, algunas orientaciones
sencillas pueden aligerar el problema, ofrecer un desarrollo equilibrado a los hijos
y proporcionar paz a la familia. Estas orientaciones pueden contribuir a
incrementar la habilidad de padres y educadores para que actúen en la práctica
con más coherencia, objetividad y mesura. Entre las orientaciones básicas para
llegar a actuaciones concretas y positivas que ayudan a tener prestigio y autoridad
positiva ante los hijos, destacaríamos las siguientes:

a) Fomentar la objetividad. Las expresiones tienen diferentes significados. Los


niños entienden mejor cuando nos referimos a normas bien concretas y bien
definidas; por ejemplo: “Agarra mi mano por la calle”.

b) Objetivos claros de lo que pretendemos cuando educamos. Estos objetivos han


de ser pocos, formulados y compartidos por la pareja, de tal manera que los dos
se sientan comprometidos con el fin que persiguen. Requieren tiempo para ser
consensuados, incluso a veces papel y lápiz para precisarlos y no olvidarlos.
Además, conviene revisarlos si se sospecha que se han olvidado o ya se han
quedado desfasados por la edad del niño o las circunstancias familiares.

c) Ser claro y específico. Los límites deben ser claros, específicos, sencillos y
positivos; las instrucciones generales y la información vaga o genérica desbordan
al niño y nunca sabrá lo que esperamos de él. Lo que sí le será útil son las
instrucciones concretas transmitidas con cariño, por ejemplo: “Después de jugar,
recoge los juguetes y colócalos en su lugar”.

d) Actuar y huir de los discursos. Una vez que el niño tiene claro cuál ha de ser su
actuación, es contraproducente invertir tiempo en discursos para convencerlo. Los
sermones tienen un valor de efectividad igual a cero. Una vez que el niño ya sabe
qué ha de hacer y no lo hace, actúe consecuentemente y aumentará su autoridad.

e) Los límites deben formularse de manera positiva. Se debe informar de lo que


hay que hacer, y no de lo que no hay que hacer. Por ejemplo, es preferible decir
“Cuando te sientes pon la espalda recta”, en lugar de “No te sientes así, jorobado”.
Nos guste o no, el mundo se rige por reglas; estas existen y si no se cumplen nos
exponemos a una penalización. Para implementar una educación razonable y
exitosa, debemos tener en cuenta que las reglas:

- Deben ser concisas y razonables.

- Deben ser comunicadas claramente.

- Deben ser reforzadas periódicamente.

Como hemos dicho en otros momentos, los niños necesitan y piden límites.
Además, el efecto que tiene el establecimiento de unas buenas pautas de orden
en una familia es evidente: se disfruta más distendidamente de buenos momentos
y se evitan batallas que desgastan la relación interfamiliar.

f) Dar tiempo de aprendizaje. Una vez que hemos dado las instrucciones
concretas y claras, las primeras veces que el niño las pone en práctica necesita
atención y apoyo mediante ayudas verbales y físicas, si es necesario. Son
maneras de actuar nuevas para él y requiere un tiempo y una práctica guiada.
Según Phelan (2005), cuando se establece una disciplina razonable, los chicos no
sólo aprenden a aceptar límites, reglas y restricciones sino que “ellos mismos se
las imponen y de esta manera aprenden una regla básica: aplazar la recompensa
inmediata por el logro de un objetivo a más largo plazo”.
g) Valorar sus intentos y esfuerzos por mejorar. Resaltar lo que hace bien y
pasar por alto lo que hace mal. Pensemos que lo que le sale mal no es por
fastidiarnos, sino porque está en proceso de aprendizaje. No se les debe exigir por
encima de sus posibilidades. Tampoco es posible que obedezcan a la primera
orden. El autocontrol requiere un entrenamiento y como tal necesita repetición y
práctica. Si perseveramos conseguiremos que incorporen una regla o un límite. Al
niño, como al adulto, le encanta tener éxito y que se lo reconozcan.

h) Ser firmes. Mostrarse firme pero amable es una buena manera de que
nuestros hijos presten atención y sigan las instrucciones. Los límites firmes son
mejor aplicados con una voz segura, sin gritos, y una seriedad en el rostro. Para
ello aconsejamos seguir estas instrucciones cuando les vamos a impartir normas:

- Sostenerle quieto por los hombros mientras se le dan las instrucciones.

- Mirarle directo a los ojos.

- Hablarle de una manera clara y con un tono firme.

- Dejar que tu rostro parezca serio mientras le hablas.

- Insistir en ser atendido y obedecido a una instrucción razonable.

Debemos tener en cuenta que “no hay disciplina posible en medio de una batalla”

(Phelan, 2005). Tenemos que considerar que si el enojo o estado de irritación es


muy grande, se tiende a ser irracional. Y probablemente queramos ganar la batalla
a toda costa, pero hiriendo al otro. Los premios y los castigos son muy efectivos
para la disciplina, pero no el castigo acompañado de furia o enojo.

i) Ser consistente. Los límites deben cumplirse siempre que las circunstancias
sean las mismas; si las circunstancias cambian, los límites deberán ser revisados.
Las rutinas y reglas importantes resultarán efectivas aunque se esté cansado o
indispuesto.
j) Incorporar a los hijos en el establecimiento de límites. Es la manera de
asegurar su cooperación en el seguimiento de las normas y entrenarlo en la
práctica y toma de decisiones. Hablar con los hijos de los problemas, límites y
normas facilita una guía para su propio comportamiento, el autocontrol y la
autodirección.

k) Reconocer los propios errores. Nadie es perfecto, los padres tampoco. El


reconocimiento de un error por parte de los padres da seguridad y tranquilidad al
niño y le anima a tomar decisiones aunque se pueda equivocar, porque los errores
no son fracasos, sino equivocaciones que nos dicen lo que debemos evitar. Los
errores enseñan cuando hay espíritu de superación en la familia. Cuando se va a
hacer alguna advertencia es conveniente siempre comenzar con un comentario
acerca de algo positivo, luego dar la indicación correctiva y terminar haciendo
hincapié en algún logro. Esto los estimula y los alienta a esforzarse por mejorar.

l) Confiar en nuestro hijo. La confianza es una de las palabras clave. La


autoridad positiva supone que el niño tenga confianza en los padres. Es muy difícil
que esto ocurra si el padre no da ejemplo de confianza en el hijo. La confianza
permite que la familia evolucione y se mantenga como núcleo generador de vida.
Los padres, como guías, deben tener presente que los hijos serán seguidores sólo
si son su ejemplo.

En hechos y en palabras, dirigir requiere, en primera instancia, saber a dónde se


está llevando a uno mismo, identificar qué se desea, soñar y vivir defendiendo un
proyecto personal, para tener derecho a poder influir sobre otros. Guiar implica
una dedicación incesante, pero con sentido, posibilitando el ejercicio de la
autoridad, entendida como control, guía, ejemplo, acompañamiento y postura
abierta en el recorrido de la vida. Los niños necesitan desesperadamente
referentes claros, posturas abiertas, diálogo permanente, escucha, límites
identificables, pero ante todo, que creamos en ellos desde su potencialidad y su
bondad, posibilitándoles el “ser” que los lleve al compromiso con la vida, con su
realidad. Tener autoridad positiva equivale a que cualquier actuación humana, en
la relación con los niños, vaya acompañada de dos requisitos imprescindibles:
amor y sentido común.

El amor supone tomar decisiones que a veces son dolorosas, a corto plazo, para
los padres y para los niños, pero que después son valoradas de tal manera que
dejan un bienestar interior en los niños y en los padres.

El sentido común es lo que hace que se aplique la técnica adecuada en el


momento preciso y con la intensidad apropiada, en función del niño, del adulto y
de la situación en concreto. El sentido común nos dice que no debemos matar
moscas a cañonazos ni leones con tirachinas. Un adulto debe tener sentido común
para saber si tiene delante una oveja o un león. Si en algún momento se tienen
dudas, se debe buscar ayuda para tener las ideas claras antes de actuar
(Sorribas, 2005).

Con las normas y límites se aprenden valores como orden, respeto, tolerancia,
entre otros valores. Cuando los niños reconocen límites pueden también
reconocer y respetar los límites de otras personas. Lograr conductas adecuadas y
valoradas socialmente implica tener en cuenta que estas son producto del afecto y
de un ambiente de consideración y de respeto y, especialmente, de un buen
ejemplo, de los estímulos ante las conductas esperadas y valoradas y de los
límites necesarios en el proceso de crianza.

Finalmente, la escucha activa hacia los niños puede transmitirles confianza en sí


mismos y habilidad para manejar sus sentimientos y problemas. Es una escucha
respetuosa que les inspira respeto por ellos mismos. El solo hecho de escucharlos
activamente hace que a veces los niños vayan encontrando su manera de resolver
su problema sin que se tenga que intervenir.

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