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Personas Por Amor La Gracia Como Constit
Personas Por Amor La Gracia Como Constit
I.S.B.N.: 978-84-96611-54-2
Depósito Legal: S. 1.375-2009
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Salamanca, 2009
Índice
Prólogo.................................................................................................. 11
Introducción...................................................................................... 15
1. La consistencia de lo creado.
El hombre criatura de Dios........................................................ 60
1. La persona es irremplazable,
en cierto sentido única................................................................. 186
Conclusiones...................................................................................... 365
EPÍLOGO................................................................................................... 371
1. Abreviaturas....................................................................................... 373
Bibliografía........................................................................................ 375
1. Fuentes.................................................................................................... 376
Índices
munio hasta 1992), Ricardo Blázquez, Juan Luis Ruiz de la Peña, Javier
Elzo, Juan Martín Velasco y una treintena de nombres significativos más,
conscientes de que se iba a inaugurar un proyecto verdaderamente renova-
dor e integrador para la Iglesia en España” (30 años de Encuentro. Madrid,
2008, p.55). A los que agrego por mi parte la impagable presencia del cura
obrero y maestro de muchos de nosotros, Antonio Andrés, junto a la más
filosófica de Félix García Moriyón. ¡Qué nivel, que rigor teológico, del que
yo no era más que un privilegiado aprendiz! ¡Qué amistad más bella entre
nosotros! ¡Y cuánta ilusión, ciertamente! Todo ello sin olvidar la presen-
cia estelar en las reuniones anuales –cada vez en un país diferente– donde
junto al gran von Balthasar me fascinaba ya entonces Jean Luc Marion y la
redacción francesa... Y allí siempre Juan Luis, con esa sobria palabra que al
mismo tiempo, cuando emprendía el vuelo, dibujaba en el aire serpentinas
de colorida precisión y dejaba caer sobre el papel con un rigor pasmoso de
fenomenólogo o de relojero suizo. Aquella generación, de la que sólo fui
testigo, no ha vuelto a darse en España, y dudo mucho que vuelva a darse,
al menos en un futuro próximo.
Hoy a lo que podemos aspirar es a dar a conocer las cordilleras que
aquellos gigantes escalaron y transitaron, y en este caso de un modo espe-
cialísimo para mí Juan Luis Ruiz de la Peña, es a conocer y divulgar su obra,
tal y como lo hace en este su texto Luis María Salazar, que ha desmenuzado
y releído minuciosa, acuciosamentemente, pero también investigando con
detenimiento, inteligencia y rigor, la obra de nuestro teólogo y hermano
mayor. Es esta, no se olvide, una tesis doctoral realizada en la Universidad
Gregoriana de Roma marcando severamente la diferencia respecto del modo
en que suele procederse en países del antiguo limes. Por remitirme sólo a un
ejemplo: para que un excelente doctorando, Rafael Gómez Miranda, al que
tuve el honor de dirigir su Tesis Doctoral: Persona y absoluto a la luz de
la antropología filosófica de José Manzana y la antropología teológica de
Juan Luis Ruiz de la Peña (Universidad Complutense, Madrid, 2006), pudie-
se defender su tesis tuve que enfrentarme dolorosamente con prestigiosos
catedráticos de la casa, algunos de ellos viejos amigos, por considerar ellos
que “eso de la antropología teológica no tiene sentido ni valor filosófico”.
¡Ay, Dios mío, tanta barbarie después de una guerra, una posguerra y no se
cuántas más pertinaces sequías del alma!
prólogo 13
1. Argumento de la disertación
El volumen que tienes en tus manos lleva por título: Personas por amor
y por subtítulo: La gracia como constitutivo formal del concepto «persona».
Un diálogo con la obra de Juan Luis Ruiz de la Peña.
Si bien el subtítulo de la obra refleja adecuadamente su contenido,
el objetivo de nuestro trabajo podría expresarse más específicamente del
siguiente modo: mostrar la conexión existente entre los conceptos «perso-
na» y «gracia» en el conjunto de la obra de Juan Luis Ruiz de la Peña. Para
poder cumplir esta tarea tendremos en cuenta el papel que en ambos con-
ceptos juega la categoría «relación» y, más en concreto, la relación primera
y fundante que es el amor de Dios hacia cada ser humano.
1
«Juan Luis Ruiz de la Peña nació en Vegadeo (Asturias) en el año 1937. Acabado el
bachillerato, ingresó en el Seminario Metropolitano de Oviedo y se ordenó sacerdote en 1961.
Premio Extraordinario de Licenciatura en la Facultad de Teología de la Universidad Gregoriana
de Roma, obtuvo en la misma el doctorado en teología el año 1970. Ha cursado estudios de
piano, órgano, contrapunto y fuga en Oviedo, Madrid y Roma. Profesor de teología sistemática
en el Seminario de Oviedo desde 1965 y en la Facultad Teológica del Norte (sede de Burgos),
de 1971 al 1976, es actualmente [1996] catedrático de teología en la Universidad Pontificia
de Salamanca». Del curriculum vitae redactado por él mismo durante su enfermedad en 1996
(O. González de Cardedal – J.J. Fernández Sangrador – eds., Coram Deo, 15; cf. en el
mismo volumen: J.L. González Novalín, «Cómo se hizo teólogo», 25-41). Cabe añadir a esta
reseña biográfica que «murió serenamente en Oviedo en la tarde del 27 de septiembre de 1996».
2
Hemos encontrado también referencias de traducciones de algún artículo al francés, al
alemán y al sueco.
3
J.L. Ruiz de la Peña, «Antropología teológica» 1992, 112.
4
Sin contar los teólogos iberoamericanos, que merecerían mención aparte, en este gru-
po de teólogos que he denominado de «segunda generación» podrían incluirse autores como
González de Cardedal, Ladaria, González Faus, Rovira Belloso, Pié-Ninot, Santiago del Cura,
etc.
introducción 17
5
Escatología, que para Ruiz de la Peña forma parte de la antropología teológica, enten-
dida ésta en un sentido amplio.
6
A los ya publicados, al menos 4 en distintas universidades, habría que añadir los que
se encuentran en proceso de elaboración. Tan solo en el elenco de tesis aprobadas de nuestra
universidad hemos localizado 5 tesis de doctorado en curso que tratan distintos aspectos de la
obra de nuestro autor.
7
La primera tesis realizada sobre la obra de Ruiz de la Peña (A. Taty-Mboumba,
L’eschatologie chrétienne dans la théologie contemporaine) defendida en la Pontificia Univer-
sidad Urbaniana de Roma tiene precisamente como objeto su contribución a la escatología, pre-
sentando su manual (J.L. Ruiz de la Peña, La otra dimensión 1975), que cita por su traducción
italiana (J.L. Ruiz de la Peña, L’altra dimensione 1988), como el modelo de una obra que in-
corpora plenamente los criterios del Concilio Vaticano II. También aborda aspectos de su escato-
logía (fe en la resurrección) en conexión con otros aspectos antropológicos el estudio presentado
en la Pontificia Universidad de Salamanca: M. Onyemma Egbuogu, Human suffering and the
resurrection faith.
8
Las últimas tesis doctorales realizadas sobre la obra de Ruiz de la Peña, defendidas en
esta Pontificia Universidad Gregoriana (A.M. Alves Martins, A condiçâo corpórea da pessoa
y R. Amo Usanos, El principio vital del ser humano) tratan cuestiones pertenecientes al ámbito
18 personas por amor
Sin embargo por la íntima conexión que en su pensamiento tienen todos los
elementos de la antropología –que abarca desde la teología de la creación
hasta la escatología9– y sus planteamientos fuertemente personalistas no
podían dejar de tener consecuencias para una teología de la gracia, que
forma parte del núcleo más original y específico de la antropología cristia-
na10.
La elección de este teólogo tiene por otra parte el objetivo de señalar
el valor y la originalidad de su aportación al campo de la antropología teo-
lógica, sirviendo de humilde homenaje a todos los autores (de primera y
segunda generación) que han hecho posible la renovación teológica en el
ámbito hispano.
chos, aún los más sutiles, y aquellos que carecen de cualquier derecho,
incluso los más elementales13.
Además de este antihumanismo práctico, han surgido a lo largo del
s. XX no pocas corrientes intelectuales que propugnan un antihumanismo
teórico. Este último se hace insufrible sobre todo por motivos éticos –el
antihumanismo devalúa cualquier opción ética hasta el punto de hacerla
infundada14– pero también por motivos específicamente teológicos –desde
el antihumanismo se hace incomprensible el acceso al Dios personal15–. De
aquí que una de las cuestiones más necesarias para la evangelización sea la
mejor comprensión del significado de la condición personal del hombre, que
se convierte así en aquella praeparatio evangelii16 que permite hacer com-
prensible la revelación del Dios vivo y verdadero realizada en Jesucristo.
En este contexto, la teología está llamada a aportar su contribución a
la humanización de nuestro mundo mostrando el carácter humanizador de
la fe cristiana. No nos está permitido resignarnos frente a aquellas lecturas
del cristianismo que lo presentan como enemigo de la vida, que siguen
mostrando la fe en el Dios de Jesucristo como un obstáculo para la plena
humanización del hombre17.
13
Especialmente llamativo es el caso del aborto provocado –junto al hambre en los paí-
ses empobrecidos, la mayor tragedia del tiempo presente–. Cuando una madre embarazada ama
al hijo que lleva en sus entrañas, este adquiere automáticamente el reconocimiento público de
su condición personal, comienza ya desde el seno materno a ser alguien único, con una dignidad
insoslayable, por quien merece la pena sacrificarlo todo. Pero si ella lo rechaza, este ser humano
deja de ser considerado tal para convertirse en mero material biológico. Cabe preguntarse si tras
esta realidad existe algo más que la aberración de una sociedad que, cegada por la opulencia del
presente, ha dejado de creer en su futuro. Frente a ella sigue resonando la palabra del profeta:
«¿Podrá una madre olvidarse del hijo de sus entrañas?; pues aunque ella se olvide, yo no me ol-
vidaré, dice el Señor» (Is 48,15). Quisiera pensar que estas páginas son la glosa de este oráculo
bíblico.
14
Esta cuestión ha sido expresamente abordada por nuestro autor en J.L. Ruiz de la
Peña, «Sobre el contencioso hombre-Dios y sus secuelas éticas» 1993; pero su preocupación
por este aspecto es anterior.
15
Desde presupuestos antihumanistas la pregunta teológica se hace incomprensible, ha-
ciendo incomprensible a fortiori la respuesta. Cf. J.L. Ruiz de la Peña, «Dios y el cientifismo
resistente» 1992, 240.
16
Cf. J.L. Ruiz de la Peña, Evangelio, iglesia y nueva cultura 1992, 18-32.
17
Tampoco podemos resignarnos a una situación en la que: «Se da ya siempre por su-
puesto que las afirmaciones religiosas no son susceptibles de verdad y que no han de ser admiti-
das en la controversia científica como opciones que quepa tomar en serio. Se las considera, antes
bien, la expresión de ciertas necesidades meramente subjetivas, que toca aclarar a la psicología o
20 personas por amor
a la sociología» (W. Pannenberg, Antropología en perspectiva teológica, 11); más bien hemos
de buscar un diálogo en el que teología y filosofía se complementan mutuamente en su esfuerzo
por comprender globalmente al hombre y orientarlo en su camino hacia la plenitud (cf. W. Pan-
nenberg, Una historia de la filosofía desde la idea de Dios, 411-412).
18
Para un primer acercamiento a las raíces y las dimensiones del personalismo puede
verse C. Díaz, ¿Qué es el personalismo comunitario?; así como otros volúmenes de la misma
colección. En uno de ellos (C. Díaz, Treinta nombres propios, 142-147) es presentada la figura
de Ruiz de la Peña como uno de los autores significativos de la «raíz neotestamentaria» del per-
sonalismo, junto a Romano Guardini, Andrés Manjón, y Julián Marías.
19
«Lo más propio del discurso antropológico cristiano […] consiste en el mensaje sobre
el pecado, la conversión, la gracia y la consumación» (J.L. Ruiz de la Peña, «Antropología
Cristiana» 1988, 426).
20
Cf. G. Greshake, Libertà donata, 9-14.
introducción 21
Para responder a esta última pregunta hemos de comenzar por una afir-
mación, que si bien puede parecer una excusa no es más que constatación
de la realidad, realizar hoy día un estudio meramente temático que abordara
una determinada cuestión en el conjunto de la teología es una obra tan faraó-
nica que puede considerarse suicida. Es por tanto imprescindible, sobre todo
para quien se inicia en la labor teológica, acotar el tratamiento de la cuestión
hasta que adquiera proporciones abarcables.
En este sentido, abordar el tema propuesto en la obra de Ruiz de la
Peña es precisamente llevar a cabo esta acotación. Por otro lado, hacerlo
precisamente en su obra resulta atrayente por varios motivos. Algunos de
éstos podemos denominarlos motivos a priori, es decir, cognoscibles antes
del análisis exhaustivo de la obra de Ruiz de la Peña, y otros que podemos
denominar a posteriori, descubiertos después de conocer lo que este autor
dice específicamente sobre nuestro tema.
Entre los motivos a priori, destacamos los siguientes: a) Ruiz de la
Peña es un autor no sólo humanista sino también reconocidamente persona-
lista21; b) su obra, como dijimos en su momento, está especialmente abierta
al diálogo con el pensamiento secular; c) sus escritos abarcan la totalidad
de la antropología teológica entendida en un sentido amplio; y d) como
también hemos dicho, sigue siendo un autor actual y con una influencia
significativa en el ámbito teológico de habla hispana.
En cuanto a los motivos que hemos denominado a posteriori, es decir,
los que aparecen después de analizar el contenido de nuestro tema en la obra
de Ruiz de la Peña, podemos señalar que el concepto «persona» es una de
las claves de su proyecto antropológico. En su obra aparecen prácticamente
todos los aspectos de la persona –dignidad, libertad, identidad, relación–,
y los aborda además desde una perspectiva propiamente teológica. Por
otro lado, y este es quizá el factor más significativo de los que queremos
subrayar, en la obra de Ruiz de la Peña la categoría «relación» se convierte
en elemento unificador del concepto «persona» en sus distintos aspectos e
incluso en sus diferentes usos teológicos –teología trinitaria, cristología y
antropología teológica–. A la vez, esta categoría es la clave de lectura de su
teología de la gracia, que interpreta siempre como una relación interperso-
21
C. Díaz lo califica como «uno de los teólogos españoles más profunda y consciente-
mente personalistas» (prólogo a J.L. Ruiz de la Peña, Una fe que crea cultura 1997, 9; cf. C.
Díaz, Treinta nombres propios, 142s).
22 personas por amor
nal. Por este motivo es por lo que, como ya hemos adelantado, la categoría
«relación» será el hilo conductor de nuestro trabajo.
22
El primero (C.A. Castro Campolongo, La antropología teológica en Juan Luis Ruiz
de la Peña) se propone expresamente ser una presentación global de la antropología teológica
de Ruiz de la Peña, abarcando desde la teología de la creación hasta la teología de la gracia; y el
ya citado (A.M. Alves Martins, A condiçâo corpórea da pessoa), el cual se presenta como un
estudio de la antropología de Ruiz de la Peña desde la perspectiva de la corporeidad.
23
C.A. Castro Campolongo, La antropología teológica en Juan Luis Ruiz de la Peña,
509-544.
24
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 153-212.
25
Para una comprensión de la tarea hermenéutica y su aplicación específica al ámbito de
la teología cf. W. Pannenberg, Teoría de la ciencia y teología, especialmente 164-231.
introducción 23
26
El concepto análogo y relacional de persona, que provoca las críticas de alguno de sus
comentaristas (cf. C.A. Castro Campolongo, La antropología teológica en Juan Luis Ruiz de
la Peña, 554), se mostrará en este contexto especialmente fecundo.
27
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 204-406.
28
En ambos rasgos puede reconocerse sin dificultad la influencia de J. Alfaro, Cristolo-
gía y antropología, especialmente 45-103 y 227-366.
introducción 25
29
Para una comprensión de las distintas especificaciones constitutivas del método teo-
lógico y del papel de la interpretación en este contexto cf. B. Lonergan, Método en teología,
124-143, 149-167.
30
Mutatis mutandi tiene cabida aquí lo dicho en K. Rahner, Espíritu en el mundo, 13:
«Para adueñarse de lo propiamente filosófico de un filósofo [lo propiamente teológico de un
teólogo en este caso], sólo un camino es viable: hundir los ojos con él en las cosas mismas».
26 personas por amor
31
Para una primera aproximación al concepto de persona en derecho y en particular en
derecho canónico cf. Á. Marzona Rodríguez – J.M. Miras Pouso – R. Rodíguez-Ocaña,
Comentario exegético al Código de derecho Canónico, I, 713-722.
32
Sólo haremos excepción a este criterio cuando, a nuestro juicio, existan entre el pen-
samiento de un autor determinado y la recepción que de él hace Ruiz de la Peña diferencias que
iluminen significativamente la comprensión de este último.
33
Si bien hay autores que no parecen considerar la posibilidad de este uso (cf. J. Cruz
Cruz, ¿Inmortalidad del alma o inmortalidad del hombre?, 101), éste se encuentra acreditado
en otros autores como X. Zubiri, El hombre y Dios (50); Hay que precisar que éste último autor
distingue entre «personalidad» y «personeidad», de tal manera que: «Si llamamos personeidad
a este carácter que tiene la realidad humana en tanto que suya, entonces las modulaciones con-
cretas que esta personeidad va adquiriendo es a lo que llamamos personalidad» (ibid. 49). No-
sotros hemos eludido el neologismo «personeidad» también por fidelidad a nuestro autor: «No
se entienda “personalidad” en un sentido psicológico, sino ontológico. Para distinguir ambos,
introducción 27
quizá fuera aconsejable usar el término “personeidad”; no lo hago para no multiplicar los neolo-
gismos» (J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 176, nt. 83).
34
Se trata de evitar el fenómeno denominado «invisibilidad» que acontece cuando en
el mismo contexto, o contextos próximos, se usa «hombre» en sus dos acepciones diferentes:
genérico y masculino; fenómeno éste del que ni siquiera un teólogo sensible al papel de la mujer
en la Iglesia como es Ruiz de la Peña (cf. J.L. Ruiz de la Peña, Crisis y Apología de la fe 1995,
345ss.) se encuentra totalmente libre (cf. J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 28). Para
una sencilla introducción a la cuestión del lenguaje sexista y al fenómeno de la «invisibilidad»
cf. M.P. Matud – C. Rodríguez – R. Marrero – M. Carballeira, «Género y comunica-
ción».
35
Cuando se trate de citas a pie de página, siguiendo el criterio expresado más arriba,
daremos preferencia a la edición manejada por el propio Ruiz de la Peña, siempre que ésta nos
sea accesible.
Capítulo I
Cuestiones generales
1
Él mismo declaraba unos meses antes de su muerte: «Me parece que la teología tiene
que operar en una doble dirección. Hacia fuera, haciendo plausible la fe a las culturas incre-
yentes, dialogando con ellas, mostrando el potencial humanizador del mensaje de Jesús. Hacia
dentro, confirmando en la fe a los hermanos, como dice el texto evangélico a propósito del mi-
nisterio petrino; ayudando a los creyentes a creer más y mejor, con una fe más ilustrada y por
ende más robusta. Pues bien. De estas dos tareas del quehacer teológico, aquella a la que me
siento más inclinado es a la primera» J.M. Capapé, «(Entrevista) Ruiz de la Peña, la historia de
amor entre Dios y el hombre», 5s.
2
Parece como si Ruiz de la Peña hubiera interiorizado aquella expresión de H. de
Lubac, el cual, refiriéndose al humanismo ateo, afirma: «Hay muchos elementos sobre los cuales
el cristiano, en cuanto tal, no tiene que tomar posición; muchos otros, frecuentemente contradic-
torios, que puede con todo derecho considerarlos como suyos apartándolos de la síntesis que los
falsea, pudiéndolos reconciliar. Y también encontrará muchas agudezas de las cuales no ha de
tener ningún miedo. Añadamos que leerá aquí críticas con el propósito más blasfemo, pero cuya
exactitud tendrá que reconocer» (H. de Lubac, El drama del humanismo ateo, 10).
30 personas por amor
3
J.L. Ruiz de la Peña, «Nueva colección teológica» 1995, 64; cf. J.L. Ruiz de la
Peña, «La antropología y la tentación biologicista» 1984, 518.
4
J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 79-113.
5
J.L. Ruiz de la Peña, Muerte y marxismo humanista 1978; J.L. Ruiz de la Peña,
«R. Garaudy: su doctrina sobre la esperanza»; J.L. Ruiz de la Peña, «Futurologías seculares y
escatología cristiana»; J.L. Ruiz de la Peña, «Ernst Bloch: un modelo de cristología antiteís-
ta».
6
J.L. Ruiz de la Peña, «La escatología neomarxista».
7
J.L. Ruiz de la Peña, «Psyché» 1982; J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropolo-
gías 1983; J.L. Ruiz de la Peña, «La fe ante el tribunal de la razón científica»; J.L. Ruiz de la
Peña, «Materia, materialismo y creacionismo» 1985.
8
J.L. Ruiz de la Peña, «Modelos de racionalidad en el agnosticismo español actual»
1989, recogido también en J.L. Ruiz de la Peña, Crisis y Apología de la fe 1995, 63-11.
9
J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 194-113.
10
J.L. Ruiz de la Peña, «El hombre es uno en cuerpo y alma» 1994.
11
J.L. Ruiz de la Peña, «A propósito del cuerpo humano» 1990.
12
J.M. Hevia Álvarez, «Juan Luis Ruiz de la Peña, un teólogo ante las ciencias», 59s.
CAP. I: Cuestiones generales 31
13
En J.L. Ruiz de la Peña, «La antropología y la tentación biologicista», se ocupará de
obras originadas en el campo de la biología y en J.L. Ruiz de la Peña, «Dios y el cientifismo
resistente» 1992, (recogido posteriormente en J.L. Ruiz de la Peña, Crisis y Apología de la fe
1995, 115-154) de libros provenientes del mundo de la física.
14
Se aplica perfectamente a él lo que dijera S. Ignacio: «que todo buen christiano ha de
se más prompto a salvar la proposición del próximo, que a condenarla; y si no la puede salvar,
inquira cómo la entiende, y si mal la entiende, corríjale con amor; y si no basta, busque todos
lo medios convenientes para que, bien entendiéndola, se salve» [Ejercicios espirituales, n. 22.
(Prosupuesto)].
15
El caso paradigmático puede ser el diálogo mantenido con Ruiz de Gopegui, cuyo
testimonio encontramos J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre la dialéctica mente cerebro». Partiendo
de posiciones antagónicas (cf. J.L. Ruiz de la Peña, Crisis y Apología de la fe 1995, 170-181),
no duda en reconocer y subrayar los elementos de consenso, en agradecer la réplica, en conti-
nuar precisando la propia posición con objeto de facilitar a su interlocutor la propia respuesta,
etc. Puede verse también J.L. Ruiz de la Peña, «La idea de libertad cristiana en la instrucción
“Libertatis conscientia”» 1987, 129; donde censura que, desde el documento comentado, no se
reconozcan los logros de las interpretaciones seculares de la libertad.
16
A la pregunta de si se había hecho con el tiempo «más optimista o pesimista, en re-
lación al diálogo fe-increencia» responde: «No puedo ocultar que no soy demasiado optimista.
Para dialogar, como para reñir, hacen falta dos; y el caso es que no percibo mucha voluntad
dialogante en la otra ladera. Pero de todas formas eso no exime a los creyentes del deber de estar
permanentemente dispuestos a ese diálogo» (J.M. Capapé, «(Entrevista) Ruiz de la Peña, la his-
toria de amor entre Dios y el hombre», 6); aunque prosigue con una invitación a la autocrítica,
reconociendo esta circunstancia como un estímulo: «hay que hacer autocrítica y preguntarse si
nuestro trabajo tiene la suficiente calidad como para imponerse ineludiblemente en el programa
32 personas por amor
cultural español» (ibid). Cf. tb. J.L. Ruiz de la Peña, «Al lector, de un teólogo en comisión de
servicio» 1985.
17
Se nota ya en 1987 un cierto desencanto, manifestado en el modo en que se desiste de
una refutación filosófica de la teoría cibernética de Ruiz de Gopegui, contentándose con pun-
tualizaciones metodológicas (J.L. Ruiz de la Peña, «Mentes, cerebros, máquinas» 1987, 200),
así como en el tono en el que se pronuncian las propuestas «al ateo» (J.L. Ruiz de la Peña,
«Eclipse de Dios, crisis del hombre» 1987, 16), convirtiendo al interlocutor en alguien cada vez
menos definido, más genérico. ¡Qué lejos estamos en estos textos de aquellas propuestas de diá-
logo al marxismo humanista en el que se subrayaban con entusiasmo los puntos de acuerdo, las
«tendencias y latencias» que apuntaban hacia la fecundidad del diálogo y el gozo del encuentro!
(cf. J.L. Ruiz de la Peña, Muerte y marxismo humanista 1978). Este desencanto, sólo aliviado
por su lectura de Bunge o su diálogo con Ruiz de Gopegui (vid. supra nt. 15), se plasmará de
un modo más gráfico en J.L. Ruiz de la Peña, «Dios y el cientifismo resistente» 1992, donde
pretende expresamente mostrar: «el déficit de racionalidad que aqueja al cientifismo y que se
hace singularmente ostensible en el abordaje de la problemática filosófico-teológica» (ibid. 217,
cf. tb. 236-243).
18
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 174: «¿No habrá llegado la hora de
proclamar claro y fuerte, con tanta humildad como firmeza, que con estos drásticos regateos a la
baja en la cotización de lo humano una teología cristiana no puede tener nada que ver, por más
irénica y dialogante que se pretenda?».
19
Cf. J.L. Ruiz de la Peña, «Modelos de racionalidad en el agnosticismo español ac-
tual» 1989.
CAP. I: Cuestiones generales 33
En aquellos momentos [la época del postconcilio] Roma era sin duda
un fascinante laboratorio teológico, donde se daban cita nombres que hoy
son ya clásicos del pensamiento cristiano: Rahner, Balthasar, de Lubac, Schi-
llebeckx, Congar, etc. De todos ellos quien más me ha impresionado por su
20
Cf. J.L. Ruiz de la Peña, «El esquema alma-cuerpo y la doctrina de la retribución»
1973, cuyo subtítulo reza expresamente: «Reflexiones sobre los datos bíblicos del problema».
Permítaseme señalar, además de Optatam Totius, otra fuente próxima del modo de actuar de
Ruiz de la Peña. Se trata de la ya citada obra del que fuera su maestro (J. Alfaro, Cristología y
antropología), donde en su primer capítulo («El tema bíblico en la teología sistemática», 15-44)
podemos leer: «El tema bíblico constituye no solamente la primera, sino también la etapa funda-
mental de la reflexión teológica total, es decir, la que debe dirigir como norma permanente todas
las restantes» (33); y más adelante: «si el profesor de teología domina el tema bíblico, podrá él
mismo exponerlo en sus lecciones; más aún, él es el llamado a exponerlo» (44).
21
Paradigmático es el caso de la teología de la creación, donde, habiendo seguido la
exégesis de W.H. Schmidt (Die Schöpfungsgeschichte der Priesterschrift), dedica un apartado a
considerar la discusión sobre dicha exégesis así como las repercusiones teológicas que pudiera
tener el aceptar las correcciones a la misma. Cf. J.L. Ruiz de la Peña, Teología de la creación
1986, 61s. Otro ejemplo menos elaborado de cuestión exegética disputata recogida por nuestro
autor lo encontramos en la p. 71.
22
En el extremo, en J.L. Ruiz de la Peña, «Creación» 1993, ante la falta de espacio
propia de un diccionario, omite precisamente la «Historia de la doctrina», aún cuando incluye un
extenso apartado sobre teología bíblica y se extiende en otras cuestiones como la compatibilidad
de ésta con otras teorías explicativas de la realidad.
34 personas por amor
23
J.M. Capapé, «(Entrevista) Ruiz de la Peña, la historia de amor entre Dios y el hom-
bre», 5 (citado por J.L. González Novalín, «Formación y andadura teológica del prof. Juan
Luis Ruiz de la Peña», 31s.).
24
«Si bien la frontera entre manual y tratado es ciertamente fluida, podemos convenir
en que aquél pretende servir de instrumento de trabajo para suministrar al lector una iniciación
básica, sistemática y completa –aunque sintética– de la materia sobre la que versa […]. El tra-
tado, en cambio, se propone la elaboración exhaustiva y, a poder ser original de la materia en
cuestión» J.L. Ruiz de la Peña, «Sapientia fidei: una nueva serie teológica» 1994, 447; nótese
que la nota de originalidad se atribuye al tratado, omitiéndose en el manual. Cf. también J.L.
Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 216.
25
Son aplicables a Ruiz de la Peña las palabras que un buen amigo suyo dijera de sí mis-
mo: «Yo soy un hombre para quien son más decisivas la unidad y la continuidad, la convergencia
y la complementariedad que la diversidad y la discontinuidad, la divergencia y el pluralismo
cuando este es en el fondo es sinónimo de politeísmo […]. La analogía me es más sagrada y
evidente que la dialéctica, la concordia mejor bienvenida que la discordia, la colaboración más
evidente que la lucha de clases […]. Realizar esta tarea de acercamiento y comunicación entre
esas realidades que parecen opuestas es tarea ardua y nada me repugna más que los concordis-
mos fáciles» O. González de Cardedal, «Existencia cristiana y experiencia religiosa», 234s.
En este artículo encontramos una bella descripción de lo que aquí denominamos pathos católico
(ibid., 234-238; reprod. en J. Bosch, Panorama de la teología española, 377-382).
CAP. I: Cuestiones generales 35
como los elementos de una síntesis necesaria que no ignora el carácter com-
plejo de la realidad misma.
En su lectura de los textos magisteriales se muestra atento a la herme-
néutica de los mismos, tomándolos como punto de partida y no de llegada26.
Sin embargo, la antropología de Ruiz de la Peña se nos presenta como antro-
pología recibida, en el sentido paulino del término (1Cor 11,23). Hablará
sin pudor de antropología cristiana en sus textos27. No pretende inventar
una visión del ser humano sino presentar sistemática y comprensiblemente
a sus contemporáneos la luz que el conocimiento de Cristo lanza sobre la
comprensión que el hombre tiene de sí mismo; y hacerlo con una transmi-
sión viva, que puede ser infinitamente más fiel al depósito recibido que una
mera repetición de fórmulas28. Quizá en esto está su originalidad y una de
las grandes riquezas de nuestro autor.
Por último, habría que decir que Ruiz de la Peña entiende la teología
como algo que implica la propia vida. Así no tendrá pudor en conceder la
voz a los «testigos» y a los «místicos» cuando es consciente de que la mera
especulación resulta reductiva y reductora29. Esta dimensión vital de la teo-
logía se hace evidente cuando contemplamos sus últimos escritos, en los que
la cercanía de la muerte le confirma en sus convicciones en torno al ser del
hombre delante de Dios y a su destino en Cristo. «He creído lo que he dicho,
26
La idea pertenece a Rahner y fue expresada por éste con motivo del 1500 aniversario
del Concilio de Calcedonia (cf. K. Rahner, «Problemas actuales de cristología», 169). Por po-
ner un ejemplo de este tipo de acercamiento, Ruiz de la Peña, a propósito de la relación cuerpo-
alma, después de citar el concilio de Vienne y el Vaticano II, afirma: «Una vez sentado el hecho
como uno de los datos irrenunciables de la visión cristiana del hombre, corresponde al pensa-
miento creyente la indagación sobre el modo de entenderlo» (J.L. Ruiz de la Peña, Creación,
gracia, salvación 1993, 58).
27
Cf. L.M. Salazar García, «A imagen de Dios los creó», 164-180.
28
Sería triste que el recuerdo de Ruiz de la Peña se viera marcado por las dificultades en
torno a la cuestión del «estado intermedio». En este asunto, prescindiendo del éxito de su em-
presa (vid. infra p. 265 nt. 121), nuestro autor nunca pretendió situarse frente a la fe de la Iglesia
expuesta por sus legítimos interpretes sino, muy al contrario, hacer comprensible esta fe, sacán-
dola de una cosmovisión dualista que él consideraba incomprensible para el hombre actual y, lo
que es más importante, incompatible con la antropología bíblica (cf. J.L. González Novalín,
«Formación y andadura teológica del prof. Juan Luis Ruiz de la Peña», 36s.).
29
Cf. J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios; F.J. Díaz Lorite, Experiencia del amor de
Dios y plenitud del hombre en San Juan de Ávila, 27s. No puedo coincidir aquí con la opinión
de C.A. Castro Campolongo, La antropología teológica en Juan Luis Ruiz de la Peña, 554;
el cual considera que: «esta reticencia para con la razón especulativa no es de provecho para la
teología».
36 personas por amor
30
La idea procede de una frase de Evagrio Póntico, muy querida de nuestro autor según
el testimonio de los que le conocieron: «El pecho del Señor contiene la gnosis de Dios; quien se
recueste sobre él será teólogo» (Ad Monachos 120. PG 40, 1282. cf. C. Díaz, Nueve rostros de
hombre, 173 y C. Díaz, «Mientras yo viva, tú no morirás», 28); La frase fue escuchada proba-
blemente de labios Olegario González de Cardedal, amigo y compañero en la Facultad de Teo-
logía de la Pontificia Universidad de Salamanca (cf. O. González de Cardedal, «Existencia
cristiana y experiencia religiosa», 227).
31
Si bien no puedo compartir algunas de sus conclusiones, para una aproximación gene-
ral a la antropología de Ruiz de la Peña es válido C.A. Castro Campolongo, La antropología
teológica en Juan Luis Ruiz de la Peña; con una pretensión más limitada y reducido a lo que
nuestro autor llama «antropología teológica fundamental», puede verse también L.M. Salazar
García, «A imagen de Dios los creó».
32
StudOv (1980) 347-360. Cf. tb J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 9-11.
CAP. I: Cuestiones generales 37
33
Uno de los aspectos que más condicionó las sucesivas revisiones de este manual fue su
tratamiento del estado intermedio, sobre el cual nuestro autor propone una teoría alternativa a la
presentación tradicional (vid. supra nt. 28) Esta problemática, fue significativamente ampliada
en la 3ª edición, tras la intervención de la Congregación para la Doctrina de la Fe, «Recentiores
episcoporum synodi», para después ser reducida en la 5ª edición (1994) en la que se hace eco
del pronunciamiento en 1990 de la Comisión Teológica Internacional, «De quibusdam quaes-
tionibus actualibus circa eschatologiam», hasta quedar suprimida la referencia a ella en el ma-
nual de 1996. Este desafortunado affaire, que por supuesto escapa a nuestro campo de estudio,
tendrá incluso repercusiones póstumas con la revisión de este último manual en su edición de
2000 (cuatro años después de la muerte del autor), en el que, además de algunas otras pequeñas
correcciones, se han suprimido las dos últimas páginas en la que se hacía referencia a la índole
temporal del purgatorio. Para esta última circunstancia puede verse J.L. Ortega, «Ruiz de la
Peña y el “estado intermedio”», 30.
34
«Los numerosos ensayos de Rahner en torno a una antropología teológica trascenden-
tal son, sin duda, valiosos y sugestivos» (J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre la estructura, método y
contenidos de la antropología teológica» 1980, 347. Para la atribución a Rahner de esta idea por
parte de nuestro autor puede verse J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 218. La
predilección de nuestro autor por el pensamiento de Rahner es recordada por José Luis Gonzá-
lez de Novalín con las siguientes palabras: «En este marco [la preparación de su tesis doctoral
en Roma] tuvo lugar su encuentro con Rahner, que manejaba manu diurna, manu nocturna; y
cuyos planteamientos (no siempre las soluciones) anteponía a los de cualquier otro pensador
teologal» (J.L. González Novalín, «Cómo se hizo teólogo», 27).
35
J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre la estructura, método y contenidos de la antropología
teológica» 180, 348.
36
J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre la estructura, método y contenidos de la antropología
teológica» 180, 348.
38 personas por amor
Para cumplir este objetivo propone nuestro autor una división cuatri-
partita de la Antropología:
a) la doctrina de la creación (I)
b) la antropología teológica fundamental (II)
c) la antropología teológica especial (III)
d) la escatología (IV)
Al desarrollo de cada una de estas cuatro partes nuestro autor dedicará,
como ya hemos dicho, un manual específico. El resto de sus obras pueden
entenderse dentro de este eje vertebrador, bien como estudios preparato-
rios37, bien como el intento de establecer un diálogo entre el mensaje antro-
pológico cristiano y su entorno intelectual y social38.
Además de proponer este esquema, nuestro autor realiza algunas «con-
sideraciones» que nos serán muy útiles a la hora de entender su trabajo. Las
reflejamos casi telegráficamente sin perjuicio de que podamos retomarlas
por extenso para sacar en su momento las correspondientes consecuencias.
En primer lugar, como ya hemos dicho, la antropología teológica no se
refiere a una parcela de lo humano, sino que «trata de esclarecer la entera
realidad humana desde aquello que, según la fe, constituye su misma raíz, a
saber, la referencia a Dios»39. La referencia a Dios no atañe, por tanto, a un
aspecto de lo humano, sino que lo configura por entero.
En segundo lugar hay que tener en cuenta que además «de las referen-
cias intrateológicas obvias (Escritura, Tradición, fe eclesial, reflexión siste-
mática), la antropología teológica ha de mantener una permanente actitud de
diálogo y confrontación con los discursos extrateológicos que versan sobre
37
De la misma opinión es C.A. Castro Campolongo, La antropología teológica en
Juan Luis Ruiz de la Peña, el cual estructura su estudio sobre el conjunto de la antropología de
Ruiz de la Peña en torno al contenido de los tres primeros de estos cuatro manuales (vid. los
motivos de la exclusión de la escatología en ibid. 22).
38
En esta línea se pueden entender, por ejemplo J.L. Ruiz de la Peña, Muerte y marxis-
mo humanista 1978, o también J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías 1983, así como
las abundantes publicaciones de carácter divulgativo.
39
J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre la estructura, método y contenidos de la antropología
teológica» 1980, 348.
CAP. I: Cuestiones generales 39
40
J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre la estructura, método y contenidos de la antropología
teológica» 1980, 349. Esta actitud de diálogo permanente con el pensamiento extrateológico, a
la que ya hemos hecho referencia, se encuentra presente desde su tesis doctoral (El hombre y
su muerte. Antropología teológica actual, Burgos 1971), en la que incluye un capítulo dedicado
al «pensamiento acatólico» (69-162); y será motivo de significativas monografías, por ejemplo:
Muerte y marxismo humanista. Aproximación teológica, (Salamanca 1978); Las nuevas antro-
pologías. Un reto a la teología, (Santander 1983); Crisis y Apología de la fe. Evangelio y nuevo
Milenio, (Santander 1995), así como numerosos artículos. En este sentido es en el que afirmá-
bamos antes (vid. Nota 38) que estas obras se integran en el eje vertebrador de la antropología
teológica.
41
J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre la estructura, método y contenidos de la antropología
teológica» 1980, 349. Ya en 1971 había dicho: «No en vano la más alta misión pastoral de los
teólogos consiste en repensar continuamente el dato revelado, para afrontar desde él las pregun-
tas que embargan a los hombres de su época y que no pueden hallar solución en la sabiduría
profana» (J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 3); Este convencimiento se man-
tendrá firme hasta el fin de sus días (cf. J.M. Capapé, «(Entrevista) Ruiz de la Peña, la historia
de amor entre Dios y el hombre»).
42
J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre la estructura, método y contenidos de la antropología
teológica» 1980, 350-351.
40 personas por amor
43
A este propósito resulta interesante la siguiente afirmación de B. Lonergan en la que se
comprende cómo la antropología teológica (inexistente como disciplina en el momento en el que
Lonergan escribe este texto) puede y debe ser una disciplina en diálogo con el pensamiento se-
cular y a la vez propiamente teológica: «se aprecia con menos frecuencia que el desarrollo de las
ciencias humanas empíricas ha creado un problema fundamentalmente nuevo. Pues estas cien-
cias consideran al ser humano en su realización concreta, y esa realización es una manifestación
no sólo de la naturaleza humana, sino también del pecado humano y no sólo de la naturaleza y
del pecado, sino también de una necesidad de facto de la gracia divina, y no sólo una necesidad
de la gracia, sino también de su recepción y de su aceptación o rechazo. De lo cual se sigue que
una ciencia humana empírica no puede analizar con éxito los elementos de su objeto sin recurrir
a la teología» (B. Lonergan, Insight, 849s, la edición original es de 1957).
44
J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre la estructura, método y contenidos de la antropología
teológica», 351.
CAP. I: Cuestiones generales 41
45
Omitimos conscientemente la presentación que nuestro autor hace de la teología del
pecado original, la que menos directamente incide en nuestra temática, con la intención de redu-
cir la extensión de nuestro trabajo a unos límites razonables.
46
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 9. No me resisto a subrayar que, ya des-
de su objetivo queda clara la importancia de la categoría relación con Dios en la comprensión de
lo humano.
47
Cf. J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 129. 388. A la vez, la precaria
afirmación de la unidad del hombre es considerada por nuestro autor como uno de los motivos
de insatisfacción que provocaba la teología clásica en torno a la muerte (ibid. 60); «El origen de
esa insatisfacción está, sin duda, en el relieve siempre creciente, dado a la unidad sicosomática
[sic] del compuesto humano, fundada tanto en la antropología filosófico-científica, como en la
que nos ofrece la Biblia» (ibid. 212); «El ser humano es, ante todo unidad de dos principios de
ser, espíritu y materia, los cuales, al consumar su unión sustancial, devienen respectivamente
alma y cuerpo» (ibid. 366). Esta constatación había sido hecha en el análisis de los distintos
autores, p. ej. Rahner.
42 personas por amor
48
J.L. Ruiz de la Peña, «El esquema alma-cuerpo y la doctrina de la retribución» 1973.
Que la antropología bíblica, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, sea coherentemente
unitaria es para nuestro autor un hecho adquirido, sin embargo, aun aceptando este hecho, surge
una cuestión en la que no nos es posible entrar y que podemos formular del modo siguiente:
¿Hasta qué punto esta antropología bíblica es normativa para la fe y no un hecho cultural que no
pertenece a la revelación? Esta segunda opinión es sostenida por R. Cavedo, que expresamente
dice: «Las concepciones del hombre y del cuerpo que se encuentran en el mundo hebreo y en el
NT son ante todo datos culturales, y no datos de fe. La fe puede coexistir con otros planteamien-
tos culturales, y habría que demostrar en cada caso si y hasta qué punto algunos elementos de
una cultura determinada son incompatibles con la fe» (R. Cavedo, «Corporeidad», 335).
49
Así, la acusación de dualismo es esgrimida contra la teoría de la opción o iluminación
final en J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 347; contra las teorías reencarna-
cionistas en J.L. Ruiz de la Peña, «¿Resurrección o reencarnación?» 1980.
50
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 92.
51
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 134. Contrariamente a otros autores que
aceptan el concepto pero prefieren omitir el término, sustituyéndolo por psique (Zubiri), psicón
(Bunge), mente (Popper-Eccles) u otro término; nuestro autor considera que, con las debidas
matizaciones que lo alejen de su homónimo dualista, el uso del término alma es adecuado y con-
veniente. En torno a esta cuestión terminológica puede verse J.L. Ruiz de la Peña, «Psyché»
1982, donde se identifica expresamente alma y mente (186), y también J.L. Ruiz de la Peña,
«Sobre el alma» 1989.
CAP. I: Cuestiones generales 43
52
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 134-144. Este tipo de acercamiento a la
dualidad cuerpo-alma puede incluirse en lo que algunos autores denominan «perspectivismo»,
que consiste «en hacer ver que el hombre, originariamente uno y de ningún modo compuesto,
puede ser considerado bajo distintos puntos de vista, […] bajo la perspectiva del cuerpo y del
alma. Este perspectivismo, que pone entre paréntesis la ontología y la metafísica o que pasa sen-
cillamente por encima de ellas, parece ser realmente en la actualidad el único que ofrece alguna
posibilidad de seguir usando los conceptos de cuerpo y alma» (H.R. Schlette, «El cuerpo y
el alma en la filosofía», 24). Sin embargo, para Ruiz de la Peña, este primer acercamiento no
significa como para Schlette la renuncia a un ulterior estudio metafísico, sino que más bien es
el primer paso para su realización. Este último no es competencia de la teología, pero ella habrá
de estar atenta a los intentos filosóficos de realizarlo (cf. J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios
1988,140; J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre el alma» 1989, 392).
53
Significativamente falta en esta trascendencia sobre la dimensión corpórea la trascen-
dencia sobre la sexualidad, sin embargo no es difícil encontrar elementos para descubrir cómo la
sexualidad humana trasciende la mera biología.
54
Sobre la dialéctica mente-cerebro puede verse J.L. Ruiz de la Peña, «Psyché» 1982,
186-197; y más amplio en J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías 1983, 133-199. Sus
últimas consideraciones sobre la cuestión son del mismo año de su muerte (J.L. Ruiz de la
Peña, «Sobre el problema mente-cerebro» 1996) donde afirma expresamente que «se trata de la
misma y única cuestión [mente-cerebro, alma-cuerpo]; sólo ha variado el rótulo» (34).
55
Así lo encontramos incluso en J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías 1983,
219, donde afirma: «A la cuestión que acaba de formularse [relación alma-cuerpo] no se ve me-
44 personas por amor
jor salida (por más que no sea precisamente una salida original) que la tesis tomista del anima
forma materiae».
56
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 147. «Habiéndose abandonado práctica-
mente esta concepción hilemórfica de la materia, las categorías materia-forma, que ya no tienen
ninguna aplicación a no ser en el caso del hombre, no sirven para dar una verdadera explicación
sobre la unión espíritu-materia» (M. Flick – Z. Alszeghy, Antropología teológica, 150).
57
Es digno de señalar que el abandono por parte de nuestro autor de la explicación to-
mista, de la que no se silencian «sus innegables ventajas», no obedece al descubrimiento de
incoherencias, sino a deseo de hacerse comprensible a un mundo que ya no usa el lenguaje
hilemórfico y para el que la afirmación de que el alma es la forma del cuerpo no sería verdadera
ni falsa, sino carente de significado (cf. J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre el alma» 1989, 393ss.).
58
Incluidas la Conformación pericorética de cuerpo y alma (Moltman), y el perspecti-
vismo (H.R. Schlette). Cf. J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 145-147.
59
Es en 1982 (J.L. Ruiz de la Peña, «Psyché» 1982, 172) la primera vez que encon-
tramos citado a Bunge en la obra de Ruiz de la Peña; desde entonces, su presencia será cada vez
más significativa en la línea de un mutuo acercamiento. Dignas de señalar son las alabanzas que
le dirige en J.L. Ruiz de la Peña, «Mentes, cerebros, máquinas» 1987, «sus ventajas frente al
fisicalismo son innegables» (221); compatibles, sin embargo, con sus reservas: «El emergentis-
mo constituiría una buena salida si no fuese por su pertinaz obstinación en mantener el postula-
do apriorísitico de la materia como única realidad sustancial» (222). Reservas que, dicho sea de
paso, se mantendrán hasta el final: «Con todo, lo que no puede hacer la filosofía emergentista de
la mente es dar crédito a la tesis de una victoria sobre la muerte; sus premisas materialistas se lo
prohíben» (J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre el problema mente-cerebro» 1996, 38).
60
Vid. infra (pp. 107ss.). Para hacerse una idea de lo que significa este emergentismo
fuerte, en el contexto de la teología de la creación puede ser suficiente J.L. Ruiz de la Peña,
Teología de la creación 1986, 269-271; y para su aplicación a la antropología J.L. Ruiz de la
Peña, Imagen de Dios 1988, 118-120.148.
61
J.L. Ruiz de la Peña, «Materia, materialismo y creacionismo» 1985, 69.
62
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 148. Al estudio de la compatibilidad del
pensamiento de Zubiri con la formulación de Vienne, dedicará nuestro autor J.L. Ruiz de la
Peña, «El hombre es uno en cuerpo y alma» 1994.
63
X. Zubiri, El hombre y Dios, 39: «El sistema sustantivo humano tiene un peculiar
carácter: es un sistema que abarca lo que pudiéramos llamar dos subsistemas parciales […].
CAP. I: Cuestiones generales 45
No se trata de dos sistemas “unificados”, sino de un “único” sistema […]. Estos subsistemas
son dos: lo que llamamos “cuerpo” y lo que debe llamarse “psique”». Queda fuera de nuestra
perspectiva la complicada cuestión de si ésta sea verdaderamente la última posición de Zubiri
o su pensamiento más genuino. Para hacerse siquiera una somera idea de la evolución de este
autor puede verse la «presentación» de I. Ellacuría en X. Zubiri, Sobre el hombre, xvii-xix. Éste
debate sobre la última posición de Zubiri tendrá un eco en la obra de Ruiz de la Peña, no tanto
directamente sino a través del pensamiento de Laín Entralgo (cf. J.L. Ruiz de la Peña, «A pro-
pósito del cuerpo humano» 1990, y más brevemente J.L. Ruiz de la Peña, «El hombre es uno
en cuerpo y alma» 1994, especialmente las páginas 364-366, tituladas «Más allá de Zubiri»).
46 personas por amor
Con sólo esta primera cita se nos ponen delante algunos aspectos sig-
nificativos del concepto «persona». Por un lado, afirmar que el hombre es
persona es la respuesta a la pregunta ¿quién es el hombre? en oposición a
la pregunta sobre qué es el hombre65. Se trata por tanto de la pregunta por
la identidad que, no en vano, suele denominarse identidad personal. La
respuesta más adecuada a la pregunta ¿quién? suele ser un nombre propio.
Decir persona, tiene que ver con aquello que nos hace únicos, lo que hace
que los seres humanos no sean intercambiables entre sí66. Persona designa
lo ιδιον, lo ab aliis vero distinctum67, la incomunicabilis existentia68 de cada
ser humano, en oposición a lo común de la naturaleza humana.
En segundo lugar, muy unido a lo anterior, nos aparece una tensión
entre naturaleza y persona, que será muy querida por nuestro autor. Este
binomio, que él toma inicialmente de Rahner69, estará presente a lo largo de
toda la obra, aunque utilizando el término naturaleza no sólo en el sentido
específicamente rahneriano70, sino también en un sentido amplio. Lo perso-
nal corre siempre el peligro de ser subsumido en la naturaleza. El esfuerzo
64
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 151. Los subrayados son del autor.
65
Aunque nuestro autor no lo menciona, la distinción quid-quis, como expresión de
sustancia-persona, muy próxima a la de naturaleza-persona, es antigua en la teología trinitaria
y atribuible a Ricardo de S. Víctor, Trin. (IV 7; vid. L.F. Ladaria, El Dios vivo y verdadero,
264, nt. 89).
66
Esta no-intercambiabilidad es una de las notas fundamentales del concepto «persona»
también en teología trinitaria, incluso desde la época patrística, donde «se expresa con estas
palabras [persona, hipóstasis], aunque sea de un modo todavía implícito e incipiente, la origi-
nalidad irrepetible que poseen tanto el Padre como el Hijo y el Espíritu Santo. Al decir que los
tres son personas decimos que no son intercambiables, aunque inicialmente esto no acontece de
manera explícita» (L.F. Ladaria, La Trinidad, misterio de comunión, 66).
67
S. Th, I 29, 4 resp.
68
Ricardo de S. Víctor, Trin. IV, 23.
69
J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 226. Rahner, a su vez, afirma que
usa estos términos «en el sentido de la metafísica moderna, según la filosofía existencial»; por lo
que Ruiz de la Peña nos remite a Heidegger como origen de la dicotomía.
70
Hablaremos en su momento de la dialéctica persona-naturaleza en Rahner. Vid. infra
(133ss.).
CAP. I: Cuestiones generales 47
71
De él afirma Carlos Díaz: «En ese diálogo [con las ciencias contemporáneas] conjuga
el espléndido dominio de las antropologías actuales, y el densísimo bagaje que poseía de los
clásicos, resultando su personalismo un modelo de síntesis de modernidad y de tradición» (F.
Elizondo, «A diez años de su muerte», 28) [el subrayado es nuestro].
72
J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 226. En la nota 52 añade que «en
este continuo desfase consiste, según Rahner, la concupiscencia como noción teológica».
73
Se trata de una relación (persona-libertad) que nuestro autor toma también de Rahner
y que está muy vinculada a la tensión persona-naturaleza; «En el concepto del hombre como
persona y naturaleza van incluidos dos factores antropológicos de suma importancia: la libertad
(explícitamente mencionada) y la historicidad (implícita en la tarea integradora de la naturaleza
en la persona)» (J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 227).
74
J.L. Ruiz de la Peña, «La idea de libertad cristiana en la instrucción “Libertatis
conscientia”» 1987, 140. Esta noción de libertad que nuestro autor subraya en la instrucción Li-
bertatis constientia, será totalmente asumida como propia (cf. J.L. Ruiz de la Peña, «Tiempo
para “sentir” la pertenencia a la creación» 1995, 14).
75
Es la segunda vez que hacemos referencia a Zubiri. Éste tendrá una influencia crecien-
te en Ruiz de la Peña. Es, por ejemplo, el autor más citado del libro Imagen de Dios (32 veces),
más incluso que el propio Rahner (25 veces). Sobre esta influencia volveremos más adelante.
48 personas por amor
76
«Valor y dignidad (notémoslo bien) adjudicables a todos y cada uno de los hombres,
no al concepto abstracto de humanidad» (J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 157s.).
77
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 154.
78
Vid. infra pp. 340ss.
79
En los capítulos 1 y 2 del libro que venimos comentando (J.L. Ruiz de la Peña, Ima-
gen de Dios 1988) que tratan de la antropología bíblica; en concreto pueden consultarse las pp.
25s. para el A.T. y 62s. para el N.T.
80
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 154s.
CAP. I: Cuestiones generales 49
Vemos que para nuestro autor lo que podemos llamar concepto rela-
cional de persona tiene una profunda inspiración bíblica. Pero además es
la relación teologal la que según él configura el resto de los vínculos del ser
humano, con el resto de los hombres y con la creación, genera la conciencia
de identidad (yo), así como la percepción de sí mismo como valor absolu-
to, superior a su entorno y en igualdad con su semejantes. Para el hombre
bíblico, según Ruiz de la Peña, la relación teologal no es consecuencia, sino
causa de su propia percepción como ser personal. Intentaremos mostrar,
además, que la relación con Dios es causa del resto de los elementos que
hemos considerado integrados en la noción de persona81. Es por su relación
con Dios por la que todo hombre, cada hombre, es un valor absoluto; es esa
relación la que lo hace libre82 y es esa relación la que lo hace emerger de
la naturaleza, colocándolo por encima de ella. Dicho resumidamente: no se
es primero persona y secundariamente Dios establece una relación con el
sujeto humano, sino que Dios nos constituye como personas al establecer
un tipo específico de relación con nosotros.
Se entiende entonces que nuestro autor subraye en su exposición his-
tórica el hecho de que «el pensamiento griego no conoció el término ni el
concepto “persona”»83, dato éste que sigue siendo significativo a pesar de
haberse convertido en un lugar común. La causa de esta ausencia del con-
cepto «persona» en la filosofía griega clásica la atribuye Ruiz de la Peña
ante todo al
81
Un intento de esta construcción de lo personal a partir de la relación teologal lo en-
contramos ya en un artículo divulgativo: (J.L. Ruiz de la Peña, «Visión cristiana del hombre»
1975). En él, partiendo de una somera presentación histórica presenta la «llamada de Dios a la
existencia» como aquella que «además de conferir al hombre el ser, le confiere el fundamento
último de la personalidad» (ibid. 310).
82
No tanto en el sentido de libertad de elección, como en el sentido que hemos visto más
arriba, cf. nt.74.
83
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 155. El subrayado es del autor.
50 personas por amor
84
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 155s. Nos encontramos nuevamente con
la dialéctica persona-naturaleza, esta vez en un sentido amplio.
85
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 156. El origen de la reflexión sobre el
concepto «persona» en las controversias trinitarias se ha convertido también en un lugar común,
por lo que nuestro autor no se detiene en demostrarlo. Simplemente aduce que «se nos ha ad-
vertido ya por alguno de los autores antes citados» (ibid.). Los autores a los que hace referencia
los cita en conjunto en la p. 155 como testigos del origen religioso del concepto «persona», y
son: además de «diccionarios filosóficos y teológicos, filósofos como Garaudy, Marías, Zubiri,
Mounier; teólogos como Bultmann, O. Clément, Ratzinger, Auer, etc.»; de cada uno de ellos
ofrece las referencias bibliográficas correspondientes. Von Balthasar atribuye la enérgica defen-
sa de la tesis de que el personalismo filosófico está ligado a la herencia teológica a R. Benjamin
(Notion de personne et personnalisme chrétien), el cual «para la conciencia del origen teológico
de “persona”», remite a Mounier, Nedoncelle, Maine de Brian, Renouvier, Maritain, Ricoeur y,
con insistencia, a Denis de Rougemont (cf. H.U. von Balthasar, «El Espíritu Santo como per-
sona», 147). En cualquier caso, Ruiz de la Peña no pretende presentar un desarrollo exhaustivo y
riguroso, de la historia del concepto «persona». Para lectores interesados, sigue siendo útil el ya
clásico A. Milano, Persona in teologia; o también, para el desarrollo del dogma trinitario, L.F.
Ladaria, El Dios vivo y verdadero, 129-274. La equivalencia entre sujeto y persona, inequívoca
en nuestro autor, sería digna de un ulterior estudio, de cara a su validez tanto en la teología trini-
taria, como en la misma antropología, estudio que, por supuesto, escapa a nuestros límites; para
una primera aproximación pueden consultarse las páginas 276-296 del citado libro de Ladaria o,
más específicamente, L.F. Ladaria, La Trinidad, misterio de comunión, 92-135.
86
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 156. Nuestro autor no concreta este
proceso. «Los Capadocios, Basilio y Gregorio Nacianceno, habían introducido la noción de la
relación en la teología trinitaria» (L.F. Ladaria, El Dios vivo y verdadero, 254). Sin embargo
será S. Agustín quien «ha hecho de la relación una de las piezas maestras de su teología trinita-
ria» (ibid., 255) y será en Sto. Tomás donde se llegará a la definición «sumamente feliz» de la
«persona divina como relación» (ibid., 266). En resumen: «tanto en la teología de san Agustín y
de santo Tomás, como también en el concilio de Florencia (cf. DH 1330), la relación es lo que
distingue en Dios; la persona es lo distinguido. Ambos conceptos están por ello particularmente
ligados» (ibid. 261).
CAP. I: Cuestiones generales 51
87
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 157. Esta aplicación «obvia» para nues-
tro autor, no ha sido vista siempre con tanta claridad. Sin salirnos de los ejemplos citados en la
nota 86. Santo Tomás que formula la persona divina como “relación subsistente”, sigue usando
para la persona humana la definición de Boecio (cf. nota 90), afirmando expresamente «licet in
significatione personae divinae contineatur relatio, non autem in significatione angelicae perso-
nae vel humanae» (S.Th. I q. 29 a. 4 ad. 4).
88
Esta unificación, no quiere decir univocidad del término, puesto que sigue siendo ver-
dad la sentencia tomasiana de que nada puede predicarse unívocamente de Dios y de las cria-
turas (S.Th. I q. 13, a. 5). La diferencia estará en que mientras en la Trinidad, las relaciones son
necesarias, cuando estas se extienden a la persona humana son fruto de la gracia. No es nuestro
autor el único contemporáneo que intenta recuperar la unidad del concepto «persona»; como
ejemplo de estos intentos en el ámbito de la teología trinitaria podemos citar: J. Auer, Dios, uno
y trino (345-351) con las anotaciones críticas de H.U. von Balthasar, El Espíritu de la Verdad
(159, nt.).
89
Nuestro autor no tendrá obras específicamente cristológicas, por lo que no tratará de
modo explícito la aplicación a Cristo del concepto «persona». Sin embargo, considero que la
centralidad de Cristo en su pensamiento no es ajena a esta unidad del concepto. Puesto que el
hecho Cristo reclama de alguna manera esta unidad del concepto «persona». En efecto, en Cris-
to se da la circunstancia única de un ser humano completo que no es persona humana, y no es
persona humana precisamente porque es persona divina (vid. infra VIII, 4).
90
Boecio, «De persona et duabus naturis» (PL 64,1343): «Persona est naturae rationa-
lis individua substantia». Para todas las vicisitudes que darán lugar a la definición de Boecio,
puede verse A. Milano, Persona in teologia, especialmente 319-390; para su evolución poste-
rior hasta Tomás de Aquino también L.F. Ladaria, El Dios vivo y verdadero, 263-266.
52 personas por amor
91
Que lleva a Milano a hablar de Aetas boethiana (A. Milano, Persona in teologia,
382ss.), sin negar la problematicidad de dicha definición: «Il successo di quella formula non è
stato tuttavia senza inconvenienti» (ibid., 386).
92
Incluso el propio Boecio, que pretendía la validez de su concepto, no lo usa en su
tratado De Trinitate donde «se trata mucho de las relaciones pero se concede poca atención al
término “persona”» (L.F. Ladaria, La Trinidad, misterio de comunión, 75).
93
Donde fue corregida, por ejemplo por Ricardo de S. Víctor para su aplicación a la Tri-
nidad (Ricardo de S. Víctor, «De Trinitate», 945) o por Guillermo de St. Thierry (cf. M. Ruiz
Campos, “Ego et Pater unum sumus”, 244-253).
94
L.F. Ladaria, El Dios vivo y verdadero, 266.
95
Esta fractura, probablemente malgré lui estaba ya presente en Boecio. Cf. nota 92.
96
Para comprender la evolución que se da desde S. Agustín a Sto. Tomás en el concepto
de Persona Divina es referencia obligada L.F. Ladaria, «Persona y relación en el De Trinitate
de San Agustín».
97
S.Th.. I q. 29 a.2 resp. Para Tomás, siguiendo en esto también a Boecio, la razón de la
analogía entre persona humana y persona divina está en que en ambos casos, persona designa lo
que es in se indistinctum, ab aliis vero distinctum. Pero Tomás piensa que en el ser humano, lo
que lo individualiza es «esta carne, estos huesos, este alma» (ibid.: «Individuum autem est quod
est in se indistinctum, ab aliis vero distinctum. Persona igitur, in quacumque natura, significat id
quod est distinctum in natura illa: sicut in humana natura significat has carnes et haec ossa et
hanc animam, quae sunt principia individuantia hominem») sin que estos factores individuantes
tengan que ver con lo relacional, en la Trinidad, nada hay distinto salvo por las relaciones de
origen (ibid.: «Distinctio autem in divinis non fit nisi per relationes originis»).
98
J.L. Ruiz de la Peña, «Visión cristiana del hombre» 1975, 309. Este artículo al que
ya hemos hecho referencia (cf. nt. 81), es digno de ser subrayado porque, a pesar de tratarse de
un artículo de divulgación, presenta de forma sintética y con 13 años de antelación lo que luego
será el desarrollo de su antropología teológica fundamental.
CAP. I: Cuestiones generales 53
99
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 164. La cita prosigue «actualismo, visi-
ble, por ejemplo en Brunner, para quien persona no significa sino el mero acto de responder a la
palabra creadora y gratificante de Dios».
100
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 164; citando a H. Thielicke, «Die Sub-
jekthäftigkeit des Menschen».
101
Opuesto al pathos típicamente protestante del aut…aut (vid. supra nt. 25).
102
Para las tres citas: J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 165.
103
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 165. En el carácter mediador de la cor-
poralidad encontramos también otro elemento de inspiración rahneriana con su insistencia en la
conversio ad phantasmata. Para una aproximación sistemática a la obra de Ruiz de la Peña des-
de la perspectiva de la corporalidad, puede verse A.M. Alves Martins, A condiçâo corpórea da
pessoa.
104
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 154-166.
54 personas por amor
105
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 165s.
106
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 166-175. Este apartado es una buena
prueba de la preocupación de nuestro autor por lo que podemos denominar el pensamiento ex-
trateológico. En su modo de hacer teología, resulta tan necesario recoger la tradición en la que
esta teología se inserta, como conocer el mundo al cual se dirige.
107
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 175.
CAP. I: Cuestiones generales 55
108
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 175-187.
109
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 187-203.
110
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 203-212.
111
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 213-247. Expresamente establece esta
vinculación en el comienzo del capítulo: «En el capítulo anterior hemos reflexionado sobre dos
de las tres relaciones que, según la Biblia, constituyen al ser humano, la relación a Dios y la
relación a la imagen de Dios: el hombre es ser personal y ser social. Debemos atender ahora a
la tercera relación, la vigente entre el hombre y el mundo» (213). Su colocación como capítulo
aparte se debe, con toda probabilidad, a su extensión.
112
En J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988 (176) afirma expresamente que esta
prioridad es un rasgo de la antropología bíblica.
56 personas por amor
y ser mundano». Cada uno de estos adjetivos hace referencia a una de las
relaciones constitutivas de lo humano, con lo que parece obvia la equipara-
ción entre el adjetivo personal con la relación teologal113.
Por otra parte, creemos deducible de la obra de Ruiz de la Peña la afir-
mación de que esta relación teologal se articula en una doble dimensión. La
primera dimensión se encuentra incluida en la naturaleza humana, abierta
a la relación con Dios. La segunda dimensión implica el hecho de que esta
relación personal con Dios se ha producido en la historia. Esta segunda
dimensión no es deducible de la primera, ni debida a ella, pero la presupone.
En otras palabras: la relación interpersonal con Dios presupone su posibi-
lidad por parte del hombre, aunque esta posibilidad no obliga en absoluto
a Dios a establecerla. Esta segunda dimensión (la relación de facto) es el
constitutivo formal de la persona cuyo presupuesto ontológico es la primera
(la posibilidad de esta relación)114. Naturalmente, en la actual economía,
marcada por la gracia, estas dos dimensiones responden a un solo acto por
el cual el ser humano-persona, viene a la existencia.
El último subrayado que queremos hacer es que el sustrato ontológico,
la materia, en lenguaje tomista, sobre la que se constituye la persona, no es
el alma, ni la inteligencia, sino la naturaleza humana completa en su unidad
psicoorgánica, cuerpo-alma. Esto significa una verdadera revalorización del
113
La primera vez que encontramos esta triple afirmación es en J.L. Ruiz de la Peña,
«Visión cristiana del hombre» 1975, 302, incluyendo nt. 1; este triple carácter de lo humano
tiene un antecedente en la doble afirmación, ser personal-ser social, en la que lo personal parece
entenderse como sinónimo de lo individual, en oposición a lo colectivo, a lo social (cf. J.L. Ruiz
de la Peña, «En torno al concepto de escatología»). En esta misma clave se podrían interpre-
tar también las demás veces en que aparece la trilogía, por ejemplo: J.L. Ruiz de la Peña,
«Muerte y liberación en el diálogo marxismo-cristianismo» 1978, 213; J.L. Ruiz de la Peña,
El último sentido 1980, 29; J.L. Ruiz de la Peña, «Lo propio e irrenunciable de la esperanza
cristiana» 1987, 806; sin embargo, en J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 213; se es-
tablece la correlación entre los tres adjetivos con las tres relaciones constituyentes (cf. nt.111) lo
cual se confirma en un texto de 1994 (J.L. Ruiz de la Peña, «Condición humana y ministerio
ordenado», 56) donde encontramos la misma triple afirmación en la que expresamente se susti-
tuye la expresión «personal» por «teologal».
114
Esta afirmación, que coloca la razón formal de persona en el ámbito de la comunica-
ción con Dios, comunicación graciosa, no debida al ser humano, tiene una repercusión, para la
comprensión de la cuestión de sobrenatural que en su momento analizaremos. Puesto que, por
hipótesis, sería posible un ser inteligente (cuerpo-alma, psicoorgánico) al que Dios no hubiera
tratado como interlocutor, y por tanto no agraciado, este hombre (inexistente en la actual econo-
mía) tendría naturaleza humana (cuerpo-alma) pero, también por hipótesis, no sería persona en
el sentido que venimos afirmando.
CAP. I: Cuestiones generales 57
115
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 165. Sería precisamente esta revalo-
rización de lo corpóreo la que justificaría la intuición de A.M. Alves Martins, A condiçâo
corpórea da pessoa, el cual considera que «a condição corporea da pessoa poder ser o princípio
integrador não só da unidade interna do designio salvífico de Deus, mas também o princípio
hermenêutico de análise da propria obra do Autor» (126). Sin embargo, aunque Alves, concluye
que «apesar da exterioridade da nosssa hipótese hermenêutica, nem por isso poderemos não
deixar de concluir acerca da aplicabilidade da mesma à obra de Ruiz de la Peña» (ibid.) me
inclino a pensar que es mucho más fecundo aceptar el propio criterio de Juan Luis Ruiz de la
Peña, el cual construye su antropología en torno a la categoría de Imagen de Dios, como el mis-
mo Alves reconoce. Sólo que esta idea de imagen hay que entenderla no sólo, ni principalmente
como similitud, sino «una cosa mucho más sencilla: que Dios creó al hombre como su corres-
ponsal, como su interlocutor, de tal forma que Dios puede hablarle y éste responderle a su vez»
(C. Westermann, «El cuerpo y el alma en la Biblia», 32). Es decir, reconocer en esta relación
teologal, en su doble articulación Imagen (como posibilidad), Don (como realización histórica)
el filo rosso que recorre toda la antropología de nuestro autor. Es más, sólo desde su realización
histórica (gratuita y graciosa en sus distintas fases hasta culminar en la encarnación), es recono-
cible la posibilidad de la relación teologal. Dicho de otro modo: sólo porque Dios nos ha tratado
como personas, nos podemos reconocer como tales. Esta es nuestra hipótesis de trabajo y sobre
ella volveremos en su momento.
Capítulo II
La dignidad de la imagen.
«Persona» como afirmación axiológica
1
La expresión está tomada de J.L. Ruiz de la Peña, Evangelio, iglesia y nueva cultura
1992, 8. Este pequeño ensayo, será después recogido con pequeñas correcciones en J.L. Ruiz
de la Peña, Crisis y Apología de la fe 1995, 18-64, precisamente con éste título «El lado oscuro
de nuestra cultura».
60 personas por amor
2
Paradigmática en este sentido es la posición del primer Sartre, comentado en varias
ocasiones por el propio Ruiz de la Peña (p. ej. J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte
1971, 90-94; J.L. Ruiz de la Peña, El último sentido 1980, 138ss; J.L. Ruiz de la Peña, Las
nuevas antropologías 1983, 27-31; J.L. Ruiz de la Peña, «Fe cristiana. Pensamiento secular y
felicidad» 1989, 201). El existencialista francés, pretendiendo la exaltación hasta el infinito de la
subjetividad del individuo concreto, termina dejándolo caer en el abismo de la nada.
3
Ruiz de la Peña nos dice que entre los motivos por los que Brunner (teólogo protestan-
te) considera la antropología cristiana incompatible con el dualismo, el segundo es que, según
Brunner, «el dualismo hace del yo un ser emparentado con Dios; el hombre, según su elemento
espiritual, es divino, no creatural» J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 129; re-
sulta pertinente traer a colación la siguiente afirmación de la Comisión Teológica Internacional:
«De hecho, la filosofía y la religión griegas reconocían un cierto parentesco “natural” entre la
mente humana y la divina. Mientras que la revelación bíblica considera claramente al hombre
CAP. II: Persona como afirmación axiológica 61
como creatura que tiende a Dios por la contemplación y el amor» (Comisión Teológica Interna-
cional, «Teología-Cristología-Antroplología», 254).
4
En el capítulo anterior hemos presentado la unidad psicofísica como uno de los rasgos
irrenunciables de la antropología de Ruiz de la Peña, lo consideramos aquí como dato adquirido.
5
No es cosa de extendernos en el rechazo constante de nuestro autor hacia el dualismo
antropológico. Para una visión sintética de su posición bastaría con leer su artículo J.L. Ruiz
de la Peña, «Dualismo» 1992. La fe en la creación y la antropología unitaria cristianas impli-
can, a su juicio, un rechazo inequívoco al dualismo que puede encontrarse a lo largo de toda su
producción intelectual, así por ejemplo en J.L. Ruiz de la Peña, Teología de la creación 1986,
116.123.142; J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 120-122 y 126-132; J.L. Ruiz de la
Peña, Creación, gracia, salvación 1993, 23s; por sólo citar algunos lugares.
6
En J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 132s. nos dirá: «El cristianismo no
reniega de ningún sector de la realidad, no impone la censura previa ni al espíritu ni a la materia;
trata de abarcar a ambos en una síntesis coherente. El lugar privilegiado de esta síntesis es el
hombre, donde las dos posibles formas del ser creatural se encuentran para unirse sustancial-
mente» (el subrayado es nuestro).
7
Para lo que sigue vid. J.L. Ruiz de la Peña, Teología de la creación 1986, 115-153.
La aplicabilidad de lo dicho aquí al ser humano, además de por afirmación expresa –«Al hablar
de mundo como creación de Dios, estamos entendiendo por ese término todo lo que existe fuera
de Dios» (119, el subrayado es del autor)– está respaldada por algunos datos tanto externos
como internos al texto mismo. Entre los externos, las consideraciones sobre la corporalidad
del hombre en J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 134-138; y entre los internos al
mismo texto, las distintas alusiones a la encarnación, donde se afirma que Dios se hace criatura
(J.L. Ruiz de la Peña, Teología de la creación 1986, 129.139), siendo así que el Verbo no se
encarna en una criatura cualquiera, sino en un ser humano, así como el uso en estas páginas de
los textos de Rahner sobre la hominización (ibid., 121, nt. 16).
62 personas por amor
8
J.L. Ruiz de la Peña, Teología de la creación 1986, 116s. En este lugar recoge re-
flexiones en este mismo sentido de L.F. Ladaria, P. Tillich y E. Ebeling.
9
«En Dios, libertad y liberalidad se identifican» (J.L. Ruiz de la Peña, Teología de la
creación 1986, 135).
10
J.L. Ruiz de la Peña, Teología de la creación 1986, 134-139. De esta gratuidad
extrae nuestro autor importantes corolarios, algunos de los cuales tendremos oportunidad de
comentar: La creación como gratia prima que «no es ajena a la gracia sobrenatural; [sino que]
más bien se ordena a ella» (135); el amor gratuito como «la textura de la realidad, su textura
fundacional» (136) con importantes consecuencias éticas.
CAP. II: Persona como afirmación axiológica 63
11
J.L. Ruiz de la Peña, Teología de la creación 1986, 133. El apartado en el que se
encuentra inserto este texto (La versión secular del misterio de la creación) está destinado a
mostrar una idea muy querida por nuestro autor: que la relación con Dios es liberadora y que
la ruptura de esta relación es la que esclaviza y degrada al hombre. Cf. J.L. Ruiz de la Peña,
«Visión cristiana del hombre» 1975, especialmente 310-312.
12
J.L. Ruiz de la Peña, Teología de la creación 1986, 122: «es claro que las teorías de
la evolución no excluyen la doctrina de la creación»; y más adelante (123) «afirmar que evolu-
ción y creación son conceptos antagónicos es, lisa y llanamente, una necedad». Que ambos sean
compatibles, no quiere decir que la evolución pueda argüirse como prueba de la creación o que
la evolución sea una prueba de la existencia de Dios, contra los que así lo entienden nos dirá
(ibid. 122) que «tal aserto no es sino una reedición actualizada del concordismo».
13
J.L. Ruiz de la Peña, Teología de la creación 1986, 122.
14
Ciertamente la antropogénesis es uno de esos saltos cualitativos dentro de la realidad
creada.
15
J.L. Ruiz de la Peña, Teología de la creación 1986, 121.
64 personas por amor
16
J.L. Ruiz de la Peña, Teología de la creación 1986, 121. Es perceptible aquí, nue-
vamente la influencia de Rahner, al cual cita expresamente afirmando que sus reflexiones «han
sido aceptadas por la práctica totalidad de los tratadistas del tema» (ibid. nt. 16).
17
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 32. El subrayado es del autor. La cita
continúa: «la idea es frecuente en la Biblia, del Antiguo al Nuevo testamento» y aduce media
docena de textos.
18
Cf. J.L. Ruiz de la Peña, Teología de la creación 1986, 124-128. Allí Ruiz de la
Peña se hace eco de la distinción entre creación y conservación de lo creado y toma partido con
«la opinión mayoritaria» a favor de su identificación.
19
J.L. Ruiz de la Peña, Teología de la creación 1986, 128. Aunque Ruiz de la Peña no
lo cita, merecen ser traídas a colación las reflexiones de H. Küng en torno a la creación en Cristo
(H. Küng, La justificación, 134-169).
CAP. II: Persona como afirmación axiológica 65
20
J.L. Ruiz de la Peña, Teología de la creación 1986, 117. En este lugar extrae las
consecuencias de esta afirmación para el nacimiento de la civilización técnico-científica. Cf. J.L.
Ruiz de la Peña, Creación, gracia, salvación 1993, 38-40.
21
J.L. Ruiz de la Peña, Creación, gracia, salvación 1993, 39.
22
J.L. Ruiz de la Peña, Creación, gracia, salvación 1993, 39. Los subrayados son del
autor.
23
Serían aquí pertinentes las reflexiones de Zubiri en torno a la realidad fundamento
como camino para la afirmación de la realidad de Dios y el acceso del hombre a ella cf. X. Zu-
biri, El hombre y Dios, especialmente a partir de la página 92. Por las fechas de publicación y
la ausencia de citas no es razonable pensar una influencia directa en este punto concreto. No es
descartable, sin embargo, alguna influencia indirecta por el hecho de que muchas de las ideas
zubirianas habían sido expuestas en cursos anteriores, algunos de ellos impartidos incluso en la
Universidad Gregoriana (cf. la introducción de Ignacio Ellacuría, especialmente ibid., ii-iv).
24
J.L. Ruiz de la Peña, Teología de la creación 1986, 137. En la p. 131, nt. 44 recoge
la cita literal, tomada de L. Feuerbach, La esencia del Cristianismo, 44. También en esta pági-
na (nt. 46) encontramos alguna referencia de Marx en el mismo sentido: sólo tiene subsistencia,
y por tanto valor, lo que existe por sí mismo. Podemos encontrar referencias a estas dos obje-
ciones también en J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre el contencioso hombre-Dios y sus secuelas
éticas» 1993, 21.
66 personas por amor
se vea obligado a darle el ser», también es verdad que «al crearlo, Dios le
da valor, junto con la existencia»25.
Este respaldo del creador a la criatura alcanza su punto álgido en el
hecho de la encarnación. Es ella la que «a la postre, avala y autentifica la
creación»26.
25
J.L. Ruiz de la Peña, Teología de la creación 1986, 138. El subrayado es del autor.
26
J.L. Ruiz de la Peña, Teología de la creación 1986, 138. La idea la toma de Barth, al
que cita por la traducción francesa K. Barth, Dogmatique, III/1, 28.
27
J.L. Ruiz de la Peña, Teología de la creación 1986, 129.
CAP. II: Persona como afirmación axiológica 67
con su criatura el que nos dará la medida del valor de cada una. Por otro
lado, vinculación a Dios no se identifica con falta de valor, como temiera
Feuerbach, sino al contrario. En Dios, al menos, «una cosa es la libertad y
otra muy distinta la arbitrariedad. Una cosa es la contingencia de la criatura
y otra su valor cero o su inutilidad»28. El amor y la fidelidad de Dios conce-
den una estabilidad y un valor a las criaturas mucho mayor del que tendrían
si su fundamento se encontrara en ellas mismas.
2. De humanismos y antihumanismos
28
J.L. Ruiz de la Peña, Teología de la creación 1986, 138.
29
La inclusión del ser humano completo dentro de la creación, además de ser evidente
para una antropología unitaria, se encuentra subrayada en el lenguaje bíblico con la denomina-
ción basar y su correlativo griego sarx aplicada a la totalidad del hombre. Así, por ejemplo, «La
expresión kol basar (toda carne) sirve, en fin, para designar a la totalidad solidaria de los indivi-
duos que componen la especie humana […] e incluso a todos los seres vivientes (Gn 9,15.16)»
(J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 21. El subrayado es nuestro) y «La equivalencia
sarx-basar se manifiesta en la expresión pása sárx, que traduce el giro hebreo kol basar» (ibid.
73).
30
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 132.
31
Cf. p. ej. J.L. Ruiz de la Peña, Teología de la creación, 263.
32
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 114, en la que alude al idealismo alemán
«de Kant a Hegel» como el punto final del «reinado del alma»; también J.L. Ruiz de la Peña,
Teología de la creación 1986, 107, comentando el reto que para la teología significó el panteís-
mo y, en concreto, el pensamiento de A. Günther.
68 personas por amor
33
J.L. Ruiz de la Peña, Teología de la creación 1986, 249. El autor dedica un artículo
completo a mostrar la compatibilidad o incompatibilidad, de la fe en la creación con los distintos
materialismos (J.L. Ruiz de la Peña, «Materia, materialismo y creacionismo» 1985; reprodu-
cido después, con ligerísimas variaciones, en J.L. Ruiz de la Peña, Teología de la creación
1986, 249-273); en este artículo, después de pasar revista a la problematicidad del concepto
materia y los distintos tipos de materialismo, llega a la conclusión de que la fe cristiana no sería
incompatible con el materialismo siempre y cuando éste reconozca la pluralidad axiológica y
ontológica de lo real (emergentismo fuerte). La pregunta es: ¿Un materialismo así seguiría sien-
do materialismo?
34
J.L. Ruiz de la Peña, «Materia, materialismo y creacionismo» 1985, 69; J.L. Ruiz
de la Peña, Teología de la creación 1986, 270.
35
Nuestro autor considera el término como irrenunciable, pero reconoce que otros au-
tores, «que defienden la idea, prefieren usar otro término para denotarla: conciencia, mente,
CAP. II: Persona como afirmación axiológica 69
Presenta aquí nuestro autor los dos aspectos fundamentales del término
alma, el axiológico, y el dialógico-teologal. Corresponde en este aparta-
do analizar con más detenimiento la afirmación axiológica38. Según este
psique, espíritu… y ello porque el abuso del vocablo alma ha deteriorado el concepto, compro-
metiendo su credibilidad» (J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 138s.).
36
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 114-128.
37
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 139.
38
Huelga decir que ambos aspectos no son independientes, por lo que encontramos nue-
vamente la relación teologal como fuente de afirmaciones axiológicas. Ruiz de la Peña afirma
70 personas por amor
expresamente que se trata de «dos caras de la misma moneda» (J.L. Ruiz de la Peña, Imagen
de Dios 1988, 141), y «que la concepción dialógico-teologal […] y la conceptuación ontológica
no se oponen; aquella sería difícilmente sostenible sin ésta» (J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de
Dios 1988, 140).
39
También «la dimensión teologal […] reclama la misma apoyatura ontológica» (J.L.
Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 141).
40
Lo inadecuado del concepto de alma separada es uno de los rasgos de la antropología
unitaria, defendida por Ruiz de la Peña, fuente de no pocas dificultades en la cuestión del estado
intermedio (vid. Cap. I, nt. 33).
41
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 140. Las expresiones, un tanto enigmá-
ticas, las toma de Laín Entralgo.
42
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 141. Nuevamente aparecen juntas las
notas axiológicas y las relacionales del término.
43
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 140. Citando a Popper, afirma que lo
mismo ocurre respecto al cuerpo.
CAP. II: Persona como afirmación axiológica 71
44
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 141-144. Nos atrevemos a sugerir que
el origen de esta terminología se encuentra en la influencia del lenguaje zubiriano X. Zubiri, El
hombre y Dios, passim.
45
Para nuestro autor ésta es una de las claves del acierto de Sto. Tomás. (cf. J.L. Ruiz de
la Peña, «Antropología Cristiana» 1988, 420).
46
Santander 1983. Se trata de un libro concebido en principio como una obra de colabo-
ración (junto a Carlos Díaz y Alfonso Pérez de Laborda), pero que el autor hubo de asumir en
solitario. En él se pasa revista a las distintas propuestas antropológicas del s. XX, agrupándo-
las en torno a tres dialécticas (sujeto-objeto, hombre-animal, mente-cerebro). Termina el libro
planteando lo que el autor considera es la propuesta de una antropología cristiana, en la que son
reconocibles los mínimos antropológicos, sin los cuales una antropología no puede ser asumida
cristianamente. Aunque el libro es firmado «temerariamente solo» por Ruiz de la Peña, se trata
de un testimonio de la fecunda colaboración entre teólogo y filósofos que, trenzada en este caso
de amistad, resulta especialmente necesaria para la teología (vid. pp.11; 50, nt. 76; 123 nt.96;
184 nt. 117). Testimonios de esa amistad, en concreto con Carlos Díaz, podemos encontrarlos
también en J.L. Ruiz de la Peña, «Al lector, de un teólogo en comisión de servicio» 1985; C.
72 personas por amor
Díaz, Nueve rostros de hombre, 173-175; C. Díaz, Treinta nombres propios, 143; y C. Díaz,
«Mientras yo viva, tú no morirás».
47
Santander 1995. Especialmente su primer capítulo, denominado «el lado oscuro de
nuestra cultura» (17-64), aunque también en otros lugares. Esta obra responde en su mayoría a
una recopilación, y reelaboración en algún caso, de escritos anteriores por lo que gran parte de
su contenido puede encontrarse en ellos. Estos artículos son: J.L. Ruiz de la Peña, Evangelio,
iglesia y nueva cultura 1992; J.L. Ruiz de la Peña, «Modelos de racionalidad en el agnosticis-
mo español actual» 1989; J.L. Ruiz de la Peña, «Dios y el cientifismo resistente» 1992; J.L.
Ruiz de la Peña, «¿Homo cyberneticus?» 1994; J.L. Ruiz de la Peña, «El cristianismo y la
relación del hombre con la naturaleza» 1988; y J.L. Ruiz de la Peña, «¿Ha sido el cristianismo
antiecológico?» 1990.
48
J.L. Ruiz de la Peña, Crisis y Apología de la fe 1995, 19-28. La influencia de H. de
Lubac, en concreto de su obra, H. de Lubac, Le drame de l’humanisme athée (que cita por su
traducción española de 1967), es perceptible, no sólo por la abundancia de citas y la elección de
los autores comentados, sino también por la tesis general: El ateísmo del XIX bajo su apariencia
de humanismo radical, lleva en sí el germen del antihumanismo; dicho de otra manera, la muerte
de Dios y la crisis del hombre van irremediablemente juntas. Una alusión similar a H. de Lubac,
la encontramos en un artículo divulgativo muy anterior (J.L. Ruiz de la Peña, «Visión cristia-
na del hombre» 1975, 311).
49
J.L. Ruiz de la Peña, Crisis y Apología de la fe 1995, 19.
50
J.L. Ruiz de la Peña, Crisis y Apología de la fe 1995, 21.24. Ya hemos subrayado
que la diferencia es verdaderamente significativa para nuestro propósito.
51
Comentando el famoso texto de la Gaya ciencia en el que el loco entra en la plaza
anunciando la muerte de Dios, nos dice: «acaso lo más notable de este texto antológico sea que el
mensajero de la muerte de Dios ya no es (como en Feuerbach) “la esencia humana” o (como en
CAP. II: Persona como afirmación axiológica 73
por lo que podemos reconocer su obra como el punto de origen del pathos
antihumanista de nuestra cultura. «Porque, en efecto, cuando el discurso
antropológico desciende del abstracto –genero humano– al concreto –indi-
viduo humano–, las cosas cambian. La muerte de Dios sume a su asesino en
una honda crisis de sentido»52. Por eso, nos dirá nuestro autor:
Con todo, lo que podía haberse quedado en una noble y mesurada defen-
sa del método científico asumió la forma de una desmesurada apología de la
ciencia como única depositaria del recto uso de la razón, dicho brevemente: el
neopositivismo se configuró como puro y duro cientifismo. En cuanto tal, puso
en evidencia el doble monismo, epistemológico y ontológico, que le aquejaba
y que, a no tardar, le iba a conducir del orto al ocaso.
Comte) “la Humanidad”; es el ser humano singular y concreto, que toma cuerpo en la humanidad
sufriente de un pobre alienado» (J.L. Ruiz de la Peña, Crisis y Apología de la fe 1995, 26s).
52
J.L. Ruiz de la Peña, Crisis y Apología de la fe 1995, 27.
53
J.L. Ruiz de la Peña, Crisis y Apología de la fe 1995, 29. La cita continúa: «dos
avisados exegetas de la obra nietzscheana (Foucault y Vattimo) han percibido nítidamente la bre-
cha que con ella se abría en el edificio humanista, y que no cesará de agrandarse hasta nuestros
días».
54
J.L. Ruiz de la Peña, Crisis y Apología de la fe 1995, 30.
55
J.L. Ruiz de la Peña, Crisis y Apología de la fe 1995, 33.
56
J.L. Ruiz de la Peña, Crisis y Apología de la fe 1995, 33.
74 personas por amor
57
J.L. Ruiz de la Peña, Crisis y Apología de la fe 1995, 33s. Los subrayados son del
autor. Consideraciones similares en J.L. Ruiz de la Peña, Evangelio, iglesia y nueva cultu-
ra 1992, 11: «El cientifismo accede así a una suerte de credo articulado en dos ecuaciones:
razón=ciencia; ciencia=física. El doble reduccionismo (epistemológico y ontológico) en ellas
implicado impone una doble y brutal amputación: la del discurso racional y la de la propia reali-
dad […]. En base al primer reduccionismo (el epistemológico), se deslegitiman perentoriamente
los juicios morales […]. No menos grave es el drástico recorte que opera en la realidad el segun-
do reduccionismo (el ontológico). Según él, hay sólo superficie, la realidad objetiva (ponderable
y mensurable) de lo físico; la realidad subjetiva es un huero constructo especulativo. La noción
de persona como sujeto responsable, más aún, la misma noción de hombre, son un invento re-
ciente y efímero; así lo sostiene la antropología estructural. El ser humano es “cosa entre cosas”,
soporte de relaciones, elemento infinitesimal de la estructura anónima del que sólo cabe espe-
rar su próxima e irreparable extinción». En cuanto a la vigencia del cientifismo, nuestro autor
calificaba ya en 1983 de anacrónica la actitud cientifista (cf. J.L. Ruiz de la Peña, «Realidad
velada» 1983, 27; La misma apreciación un año más tarde en J.L. Ruiz de la Peña, «La fe ante
el tribunal de la razón científica» 1984, 643).
58
Cf. J.L. Ruiz de la Peña, «Dios y el cientifismo resistente» 1992, 221.
59
J.L. Ruiz de la Peña, Crisis y Apología de la fe 1995, 35. Un análisis más detenido
de las peripecias del cientifismo y sus relaciones con la teología lo encontramos en J.L. Ruiz
de la Peña, «La fe ante el tribunal de la razón científica» 1984, reproducido íntegramente en el
capítulo séptimo (Relaciones fe-ciencia: Consideraciones generales) de J.L. Ruiz de la Peña,
Teología de la creación 1986, 201-217. También podemos encontrar una crítica al cientifismo en
J.L. Ruiz de la Peña, «Realidad velada» 1983, esta vez, tomando pie de la obra concreta del
físico B. d’Espagnat.
60
J.L. Ruiz de la Peña, Evangelio, iglesia y nueva cultura 1992, 9.
CAP. II: Persona como afirmación axiológica 75
61
J.L. Ruiz de la Peña, Crisis y Apología de la fe 1995, 39. La presencia en los mass
media implica «su enorme incidencia en la conformación de la opinión pública». Esta actitud
mental, que consiste en intentar dirimir cuestiones de tipo metafísico a partir de los datos empí-
ricos, leídos con una metafísica reduccionista previa, resulta especialmente irritante para nuestro
autor, hasta el punto de que llega a denominarla «pecado de cientifismo» (J.L. Ruiz de la
Peña, Las nuevas antropologías 1983, 194) o a calificarla, junto a Bloch, de «cientifismo obtu-
so» (J.L. Ruiz de la Peña, «Esperar en tiempos de desesperanza» 1993, 91). Ruiz de la Peña
sostiene «la necesidad de que […] se respete la línea de demarcación entre ciencia empírica y
teoría metafísica» (J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías 1983, 194), «A condición,
claro está, de que dicho discurso [metafísico] no ignore, sino que incorpore, los elementos de
juicio que le puede suministrar la ciencia experimental» (ibid. 198s). Esta necesidad de separar
los niveles de conocimiento se manifiesta también en el rechazo de Ruiz de la Peña a aceptar
cualquier planteamiento concordista, en el que los datos empíricos se arguyen como demostra-
ción de las opciones de fe (cf. p. ej. J.L. Ruiz de la Peña, Teología de la creación 1986, 247);
a lo sumo, los datos empíricos actúan como nihil obstat, pero nunca como prueba apodíptica.
62
J.L. Ruiz de la Peña, Muerte y marxismo humanista 1978, 12. En un trabajo de 1992
en el que habla de una serie de científicos, que desde la física se plantean el problema de Dios
(J.L. Ruiz de la Peña, «Dios y el cientifismo resistente» 1992, reproducido en J.L. Ruiz de
la Peña, Crisis y Apología de la fe 1995, 115-154) sigue denunciando «el casi nulo lugar que
el factor humano ocupa en sus elucubraciones. El universo del que nos hablan es un universo sin
hombre» (J.L. Ruiz de la Peña, «Dios y el cientifismo resistente» 1992, 240) y no es aventura-
do deducir la conexión entre este «silencio antropológico» y su forma mentis cientifista.
63
Cf. infra nt. 139. Resulta pertinente traer a colación las reflexiones de Lonergan en
torno al concepto de creencia (B. Lonergan, Insight, 807-822) en las que se coloca la creencia
en el mismo núcleo de la posibilidad del conocimiento científico puesto que «el contexto general
de la creencia es la colaboración de la humanidad en el avance y la difusión del conocimiento»
(ibid. 807).
76 personas por amor
64
J.L. Ruiz de la Peña, «Dios y el cientifismo resistente» 1992, 220 (cf. J.L. Ruiz de
la Peña, Crisis y Apología de la fe 1995, 35s.). Ruiz de la Peña hace suyas en este sentido las
críticas de J.P. Miranda al positivismo, expresadas en sus libros: J.P. Miranda, Apelo a la razón,
al que califica de «libro admirable», y J.P. Miranda, La revolución de la razón.
65
J.L. Ruiz de la Peña, «Futurologías seculares y escatología cristiana». En estas pá-
ginas Ruiz de la Peña presenta los dos modelos entonces en vigor. El «modelo tecnocrático» y
el «modelo marxista» (de este último, propiamente presenta su faceta humanista, representada
en Bloch), a los que contrapone «la interpretación cristiana del futuro». La tesis del artículo se
basa en la capacidad de la visión cristiana de articular, mejor que sus alternativas seculares, la
dialéctica continuidad-ruptura inherente a una esperanza digna de tal nombre.
66
J.L. Ruiz de la Peña, «Futurologías seculares y escatología cristiana» 1979, 191.
67
J.L. Ruiz de la Peña, «Futurologías seculares y escatología cristiana» 1979, 192.
Es de temer que, a pesar del tiempo transcurrido, esta afirmación sigue siendo sustancialmente
válida.
68
Hace explícita referencia a «lo que Marcuse llama el hombre unidimensional» (J.L.
Ruiz de la Peña, «Futurologías seculares y escatología cristiana» 1979, 193).
CAP. II: Persona como afirmación axiológica 77
69
J.L. Ruiz de la Peña, «Futurologías seculares y escatología cristiana» 1979, 194.
Este vínculo entre ausencia de libertad y previsibilidad del futuro lo atribuye nuestro autor en
otro lugar a Bloch, el cual habla de esperanza no garantizada, porque «la esperanza garantizada
sólo se da en el supuesto de un providencialismo religioso […] o en el marco de un materialismo
mecanicista, determinista, incompatible con la libertad y la creatividad humanas» (J.L. Ruiz
de la Peña, Crisis y Apología de la fe 1995, 41) El subrayado es nuestro.
70
J.L. Ruiz de la Peña, «Futurologías seculares y escatología cristiana» 1979, 192.
71
J.L. Ruiz de la Peña, «Futurologías seculares y escatología cristiana» 1979, 192.
72
J.L. Ruiz de la Peña, «Futurologías seculares y escatología cristiana» 1979, 194. El
subrayado es nuestro.
78 personas por amor
De todo este arco, que actúa de puente entre los elementos nihilistas
presentes en Nietzsche hasta el neonihilismo del pensamiento débil, nuestro
autor pasa casi de puntillas sobre el pensamiento de los nuevos filósofos,
personalizados en B. Henri-Levy76, para detenerse en el «pesimismo sin
concesiones» del ensayista rumano-francés E. M. Cioran77. A los primeros
los describe de la siguiente manera:
73
J.L. Ruiz de la Peña, «Futurologías seculares y escatología cristiana» 1979, 194.
Cita aquí Ruiz de la Peña, entre otros, el informe del Club de Roma (Paris 1974) como represen-
tante significativo de estos «científicos y técnicos responsables».
74
Sin perjuicio de que las dos líneas convivan en los mismos ámbitos culturales vehi-
culados por los medios de comunicación social. En ellos podemos asistir sin solución de conti-
nuidad a mensajes catastrofistas sobre el cambio climático o la inminencia de conflictos bélicos
de alcance mundial, con promesas de felicidad ilimitada ligadas al consumo de determinados
productos o a la posesión de determinados bienes.
75
J.L. Ruiz de la Peña, Crisis y Apología de la fe 1995, 41.
76
El libro comentado es, en concreto, B. Henri-Lévy, La barbarie con rostro humano.
77
J.L. Ruiz de la Peña, Crisis y Apología de la fe 1995, 41-47.
CAP. II: Persona como afirmación axiológica 79
78
J.L. Ruiz de la Peña, Crisis y Apología de la fe 1995, 42.
79
J.L. Ruiz de la Peña, Crisis y Apología de la fe 1995, 43.
80
J.L. Ruiz de la Peña, Crisis y Apología de la fe 1995, 46.
81
J.L. Ruiz de la Peña, Crisis y Apología de la fe 1995, 46s. Como signos de su éxito,
Ruiz de la Peña cita «la pléyade de epígonos que suscitó como el boom editorial de que gozaron
sus publicaciones» (ibid).
82
Nuestro autor hace suya la crítica, para él definitiva, de Adorno: «al que proclama la
insensatez de la vida se le reduce al silencio con sólo preguntarle: “¿por qué, entonces, vives
también tú”?» (J.L. Ruiz de la Peña, Crisis y Apología de la fe 1995, 47).
83
J.L. Ruiz de la Peña, Crisis y Apología de la fe 1995, 47.
84
J.L. Ruiz de la Peña, Crisis y Apología de la fe 1995, 47-53.
80 personas por amor
debilidad del ser, había sido ya publicitada por el pesimismo85. Pero, a los
ojos de los postmodernos esta debilidad del ser no resulta tan insoportable
si se la mira desde la debilidad del pensamiento, y por consiguiente, de la
verdad. «El descubrimiento de la debilidad del ser y la correlativa procla-
mación de la debilidad del pensamiento se acompañan del “oscurecimiento
de la verdad”. También ella es una “verdad débil”»86.
Pero lo que tiene para nosotros un interés sumo es la razón que se da
para afirmar esta debilidad:
85
Cf. J.L. Ruiz de la Peña, Crisis y Apología de la fe 1995, 48.
86
J.L. Ruiz de la Peña, Crisis y Apología de la fe 1995, 49.
87
J.L. Ruiz de la Peña, Crisis y Apología de la fe 1995, 49. Ruiz de la Peña cita como
fuentes de esta conclusión tres referencias de Vattimo.
88
Recuérdese lo dicho en el apartado anterior sobre la fundamentación de la realidad en
el hecho de la creación.
89
J.L. Ruiz de la Peña, Crisis y Apología de la fe 1995, 50. Los entrecomillados perte-
necen a G. Vattimo – P.A. Rovatti, El pensamiento débil, 343.
CAP. II: Persona como afirmación axiológica 81
90
J.L. Ruiz de la Peña, Crisis y Apología de la fe 1995, 51, las citas de G. Vattimo –
P.A. Rovatti, El pensamiento débil, 362.
91
J.L. Ruiz de la Peña, Crisis y Apología de la fe 1995, 51, la cita G. Vattimo, El fin
de la modernidad, 46.
92
J.L. Ruiz de la Peña, Crisis y Apología de la fe 1995, 52.
93
J.L. Ruiz de la Peña, Crisis y Apología de la fe 1995, 47. cf. J.L. Ruiz de la Peña,
Evangelio, iglesia y nueva cultura 1992, 14. Sobre la conexión entre ética y dignidad de la per-
sona hablaremos en el apartado correspondiente. vid. infra, p. 121ss.
82 personas por amor
94
J.L. Ruiz de la Peña, Crisis y Apología de la fe 1995, 51; citando a G. Vattimo, El
fin de la modernidad, 33. Merecería la pena decir alguna palabra sobre la evolución posterior de
este último autor, de la cual Ruiz de la Peña apenas tendrá oportunidad de tomar nota (cf. J.L.
Ruiz de la Peña, Crisis y Apología de la fe 1995, 53). En un apresurado resumen, se trata de
una recuperación de lo religioso como única instancia capaz de sustentar el impulso ético que
necesita la sociedad, pero la religión que se propugna es una religiosidad “secularizada” en un
doble sentido, desacralizadora y vacía de todo contenido de verdad ya que la verdad es enemiga
de la caridad (cf. G. Vattimo, Dopo la cristianità). Sobre la respuesta que esta postura hubiera
merecido por parte de nuestro autor, podemos conjeturarla a partir de su artículo J.L. Ruiz de
la Peña, «La verdad, el bien y el ser» 1994, al que haremos referencia más adelante.
95
J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías 1983, 34-50.
96
Sobre todo mediante el comentario a su libro M. Foucault, Las palabras y las cosas.
97
E. Trías, X. Rubert de Ventós, F. Laporta…
CAP. II: Persona como afirmación axiológica 83
98
J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías 1983, 38.
99
«Choses parmi choses». Cit. J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías 1983,
45.
100
J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías 1983, 50.
101
En lo referente a Garaudy vid. J.L. Ruiz de la Peña, Muerte y marxismo humanista
1978, 82. En cualquier caso, de la propuesta del marxismo humanista nos ocuparemos en su
momento con cierta amplitud.
102
J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías 1983, 36.
103
J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías 1983, 205.
104
Cf. Ignacio de Loyola, Ejercicios espirituales, nn. 333s.
105
J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías 1983, 44.
84 personas por amor
106
J.L. Ruiz de la Peña, «Psyché» 1982, 202. La misma idea aparece también en J.L.
Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías 1983, 231.
107
Con su libro El paradigma perdido, el paraíso olvidado (citado por Ruiz de la Peña en
su traducción castellana).
108
J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías 1983, 70-130, de las cuales las 36
primeras están dedicadas a la presentación de los autores citados. Un resumen de esta dialéctica
desde la perspectiva de sus consecuencias éticas podemos encontrarlo también en J.L. Ruiz de
la Peña, «La antropología y la tentación biologicista» 1984.
109
J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías 1983, 107-128. Bajo el epígrafe
común de «planteamiento antropobiológico» además de la posición del antropólogo alemán A.
Gehlen comenta el pensamiento de los siguientes autores: los genetistas Portmann y Ayala, así
como Thorpe, Eibl-Eibesfeldt y Dobzhansky, cada uno con sus correspondientes referencias
bibliográficas.
CAP. II: Persona como afirmación axiológica 85
110
J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías 1983, 128.
111
J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías 1983, 128.
112
J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías 1983, 129.
113
J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías 1983, 130. Citando a Bunge (M.
Bunge, Materialismo y ciencia, 138): «cuando los científicos menosprecian la filosofía, corren
el riesgo de ser atrapados por filosofías no científicas que pueden frenar o aun descarrilar el tren
de sus investigaciones»; también en J.L. Ruiz de la Peña, Crisis y Apología de la fe 1995, 139-
148, donde habla de inhabilidad filosófica, miopía metafísica, etc.
114
Por ejemplo de la falacia que consiste en «la equiparación entre la gradualidad feno-
ménica del proceso y la homogeneidad cualitativa de sus diversos momentos» (J.L. Ruiz de la
Peña, Las nuevas antropologías 1983, 98), comentando a Morin.
86 personas por amor
115
J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías 1983, 98s (comentando la tercera
parte de E. Morin, El paradigma perdido).
116
Es precisamente la «admisión de la teleología, la libertad y la eticidad, aunque sea en
esa mínima parcela de lo real que es lo humano, la que deja malparada la tesis de un mundo que
sea el producto combinado (y exclusivo) del azar y la necesidad» J.L. Ruiz de la Peña, Las
nuevas antropologías 1983, 89), refiriéndose a la obra de Monod.
117
J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías 1983, 105. La cuestión no está del
todo ausente en los otros autores.
118
J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías 1983, 105s. Para captar la fragilidad
del argumento de Wilson vuelven a ser pertinentes las reflexiones un tanto crípticas, pero tre-
mendamente sólidas, de Lonergan en torno a la especie como noción explicativa (basada en las
relaciones de las cosas entre sí) a partir de su noción de probabilidad emergente (B. Lonergan,
Insight, 321-329).
119
A veces no implícito, sino totalmente explicitado. Comentando un texto de Lévi-
Strauss afirma nuestro autor: «De este texto, frecuentemente citado, importa señalar la explici-
tud con que se postula ya la reducción del orden antropológico al biológico, y de éste al “orden
físico o químico”» J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías 1989, 38.
CAP. II: Persona como afirmación axiológica 87
con este nuevo capítulo de la larga saga antihumanista con motivo de lo que
Ruiz de la Peña titula: dialéctica mente-cerebro. La oportunidad para esta
discusión viene dada por el auge y ocaso del conductismo. Esta escuela de
psicología había reducido la mente a un pseudoproblema convirtiendo la
psicología en ciencia de la conducta. Tras su declive, «que se inicia hacia
los años cincuenta y que está cobrando desde entonces una velocidad pro-
gresivamente acelerada»120, se recupera la problemática de lo mental; la
cuestión abierta es la siguiente: ¿El cerebro y sus estructuras explican todos
los eventos que podemos calificar de mentales?
Ruiz de la Peña nos dice que las respuestas a esta pregunta,
120
J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías 1983, 133. Ruiz de la Peña apoya
esta información sobre la caída del conductismo con una buena serie de testimonios, tanto desde
el campo de las antropologías «dualistas» como «materialistas». Sin embargo, como en tantas
ocasiones, declive no significa desaparición. Por ejemplo en suelo hispano, donde la mayoría de
las facultades de psicología se adscriben casi en bloque a la llamada escuela cognitivo-conduc-
tual en la que con retoques más o menos profundos, sobreviven gran parte de los principios y
técnicas del conductismo.
121
La consideración del monismo espiritualista, no tiene aquí cabida, porque en él, al
considerar el cuerpo material como mera apariencia, el problema mente cerebro se desvanece.
En cualquier caso, desaparecido del pensamiento occidental después de Hegel, pero difundido
a través de las llamadas sabidurías orientales, el monismo espiritualista, incompatible también
con una antropología cristiana (cf. J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 92), merecerá
la consideración de Ruiz de la Peña a propósito de la creencia en la reencarnación: vid. J.L. Ruiz
de la Peña, «¿Resurrección o reencarnación?» 1980, 288.296s; prácticamente igual en J.L.
Ruiz de la Peña, La muerte, destino humano y esperanza cristiana 1984, 51s.
122
J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías 1983, 137.
123
Sobre la propuesta dualista y su rechazo por parte de nuestro autor hemos hablado ya
en claramente (vid. pp. 41ss.). Por lo que respecta a la relación de Ruiz de la Peña con el monis-
mo emergentista, volveremos sobre ella más adelante (vid. pp. 107ss).
88 personas por amor
124
Monod se propone explicar lo biológico a partir de dos principios «azar y necesidad».
«Los hombres –concluye triunfalmente Morín– podemos decir al fin: “somos máquinas”» (J.L.
Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías 1983, 97).
125
«la teoría de la identidad es “actualmente la más influyente”, según Popper» (J.L.
Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías 1983, 138) El testimonio no es nada sospechoso
por ser Popper su principal adversario.
126
Cf. J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías 1983, 145.
127
En J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías 1983, 152-155 presenta la po-
sición de D. M. Mackay pero en publicaciones posteriores continúa su confrontación con esta
tendencia, a través del diálogo con Ruiz de Gopegui, cuyos episodios en lo que respecta a las
intervenciones de nuestro autor pueden verse en J.L. Ruiz de la Peña, «Mentes, cerebros, má-
quinas» 1987, 216-219; J.L. Ruiz de la Peña, «¿Homo cyberneticus?» 1994; y J.L. Ruiz de
la Peña, «Sobre la dialéctica mente cerebro» 1995.
128
El lector interesado puede encontrarla en J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropo-
logías 1983, 138-144. Para la teoría de Armstrong (ibid. 145-152).
129
J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías 1983, 141s. Ruiz de la Peña había
descrito (ibid 141) qué entiende Feigl por físico: «No sólo “lo externo”, o “lo mecánico”, o “lo
anorgánico”, sino “aquella suerte de objetos o procesos que pueden ser descritos… con los con-
ceptos de un lenguaje basado en la observación intersubjetiva”, lenguaje que se caracterizaría
por su “estructura causal espaciotemporal”. Las frases de Feigl, entrecomilladas en las citas de
Ruiz de la Peña (del texto y de la nota) pertenecen a H. Feigl, The “Mental” and the “Physi-
cal”, 53-58 y 107.
CAP. II: Persona como afirmación axiológica 89
130
J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías 1983, 150.
131
J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías 1983, 152.
132
Esta promesa es calificada por Popper con una expresión especialmente grata a nuestro
autor como «materialismo prometedor; la teoría hoy no es demostrable, pero probablemente lo
será mañana» (J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías 1983, 143; vid. también ibid.
152 nt. 49).
133
J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías 1983, 153s. Los subrayados son del
autor. Ruiz de la Peña no lo señala expresamente, pero podríamos ver aquí una fuerte conexión
entre la antropología cibernética y el neopositivismo lógico (primer Wittgenstein, Círculo de
Viena) con su reducción epistemológica y ontológica. Si todo lo que en el hombre es formaliza-
ble es equivalente a la máquina, la diferencia entre uno y la otra desaparece si declaramos lo no
formalizable como inexistente, irreal o ilusorio.
134
J.L. Ruiz de la Peña, «¿Homo cyberneticus?» 1994, 80. En las pp. 81-86 nos ofrece
Ruiz de la Peña los antecedentes históricos de esta pretensión, mientras que en las pp. 86-92
presenta sus presupuestos ideológicos, entre los que, por supuesto, se encuentra la teoría de la
identidad en las versiones de Feigl y Armstrong. También nos hablará de Colosus, la máquina de
Turing (ibid. 92-95), como precedente próximo del planteamiento de MacKay.
90 personas por amor
135
J.L. Ruiz de la Peña, «¿Homo cyberneticus?» 1994, 81.
136
J.L. Ruiz de la Peña, «¿Homo cyberneticus?» 1994, 97. Las frases entrecomilladas
pertenecen a L. Ruiz de Gopegui, Cibernética de lo humano.
137
J.L. Ruiz de la Peña, «¿Homo cyberneticus?» 1994, 97. A decir verdad, Ruiz de
Gopegui reconoce dos diferencias entre el hombre y la máquina: «el mundo de los sentimientos
y emociones y la capacidad de reproducción. “Es en eso y sólo en eso en lo que (el hombre) se
diferencia de las máquinas”» (J.L. Ruiz de la Peña, «¿Homo cyberneticus?» 1994, 99; Los
entrecomillados proceden de L. Ruiz de Gopegui, Cibernética de lo humano, 56.109.135).
Ruiz de la Peña señala otros autores (Penrose, Berry) que incluyen también lo afectivo entre las
actividades de la máquina (J.L. Ruiz de la Peña, «¿Homo cyberneticus?» 1994, 99 nt. 59). A
partir de este punto, siempre según Ruiz de la Peña, las posiciones se vuelven cada vez más mo-
deradas (Minsky y, sobre todo John McCarty, cf. ibid. 101-105), Incluso con Ruiz de Gopegui
se produce un acercamiento en la medida que este reconoce la existencia del «salto cualitativo
que supone la aparición del hombre en el curso de la evolución cósmica y biológica» que sitúa
a Ruiz de Gopegui «del lado de una interpretación humanista de la realidad» en la línea de «la
corriente del materialismo emergentista», lo que lleva a concluir a Ruiz de la Peña que «si esta
conjetura es correcta (cosa que sólo Ruiz de Gopegui puede garantizar), quien esto escribe se
sentiría mucho más cercano a su antropología de lo que se ha sentido hasta no hace mucho» (J.L.
Ruiz de la Peña, «Sobre la dialéctica mente cerebro» 1995, 416.417.419).
138
Tras la presentación del materialismo fisicalista, muestra Ruiz de la Peña la posición
del emergentismo de Bunge, del que nos ocuparemos más adelante, y del dualismo interaccio-
nista de Popper-Eccles (vid. J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías 1983, 156-199).
CAP. II: Persona como afirmación axiológica 91
139
Antológica en este sentido es la valoración de la antropología cibernética que encon-
tramos en J.L. Ruiz de la Peña, «¿Homo cyberneticus?» 1994, 105-112; en ella afirma, apo-
yado en Minsky, que es una «cuestión de predisposición o de fe personal creer que la ciencia
acabará explicando el funcionamiento de la mente» y plantea a continuación los términos del
debate en el campo «filosófico, ético y teológico» (p. 105). Que éste es el carácter del pleito que
separa humanismos y antihumanismos, estaba ya dicho en J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas
antropologías 1983, 205.
140
J.L. Ruiz de la Peña, «¿Homo cyberneticus?» 1994, 110 (las minúsculas tras los
signos de interrogación corresponden al original).
141
Nuestro autor abordará las consecuencias éticas del ateísmo y las distintas posiciones
agnósticas en un artículo titulado «Sobre el contencioso hombre-Dios y sus secuelas éticas»
1993, ahora nos referimos expresamente a las consecuencias, mucho más graves, de la posición
antihumanista.
142
J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías 1983, 206.
92 personas por amor
Por último, Ruiz de la Peña nos hace caer en la cuenta de que la posi-
ción humanista no puede limitarse a ser una mera declaración, un convenci-
miento subjetivo. Al contrario, debe tomar en serio la cuestión ontológica.
Así nos dirá:
Con estas palabras dejamos la cuestión del alma como afirmación axio-
lógica para subir un escalón ulterior.
143
J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías 1983, 207. La misma idea había sido
expresada un año antes con las siguientes palabras: «El espectador de tan bruscos movimientos
pendulares [entre humanismos y antihumanismos] no puede menos de preguntarse […] si no son
–y continuarán siendo– modas transitorias mientras no se sondee en profundidad el problema de
la constitución ontológica del hombre». Particularmente consideramos que quien mejor ha abor-
dado desde la metafísica esta cuestión es Zubiri, con la diferencia entre forma de estimulidad y
forma de realidad (cf. X. Zubiri, El hombre y Dios, 17-74, en particular 32-39).
144
Para una descripción telegráfica de lo que nuestro autor entiende por humanismo, pue-
de verse J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías 1983, 204.
CAP. II: Persona como afirmación axiológica 93
145
J.L. Ruiz de la Peña, «Visión cristiana del hombre» 1975, 309.
146
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 157s. El subrayado es nuestro.
147
Sobre la vinculación del atributo dignidad y el término persona afirma H. U. von
Balthasar: «Es de destacar el atributo de la “dignidad” que, ya antes del cristianismo, es inheren-
te a la designación de persona, y que se mantiene hasta la Edad Media, tanto en Buenaventura
como en Tomás» (H.U. von Balthasar, El Espíritu de la Verdad, 136).
94 personas por amor
Realizaremos ahora un rastreo del uso del término persona con signi-
ficado axiológico, para ello centraremos nuestra mirada en la relación de
nuestro autor con aquellas corrientes de pensamiento que, situándose del
lado humanista de nuestra cultura tienen dificultades para fundamentar esta
dignidad individual. En concreto, veremos las lecturas que Ruiz de la Peña
hace del existencialismo, del marxismo humanista y del materialismo emer-
gentista en la versión de Bunge. Introduciremos también un apartado sobre
el papel de la escatología y la esperanza cristiana en la fundamentación de
la dignidad humana así como una referencia expresa al concepto «persona»
desde la perspectiva de la ética.
148
Cf. J.L. Ruiz de la Peña, «Psyché» 1982, 173: «La propuesta existencialista consis-
tirá en optar por el sujeto humano singular».
149
Defendida el 9 de Junio de 1970 y publicada en el año siguiente.
150
«Heidegger singularmente ha hecho de la muerte la clave hermenéutica del existente
humano. Si bien es cierto que el pensamiento existencialista es hoy objeto de una contesta-
ción general, apenas podrá discutírsele el mérito de haber recuperado para la filosofía actual la
preocupación por la muerte, señalando a la vez la imposibilidad de construir una antropología
honesta y realista al margen de esa preocupación» (J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre la muerte y la
esperanza» 1977, 183; Reprod. J.L. Ruiz de la Peña, Muerte y marxismo humanista 1978, 10).
151
J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 159. La cita continúa señalando
estas semejanzas, algunas de ellas vinculadas a cuestiones nada marginales de la antropología
(«el diálogo como constitutivo formal de la persona; la temporalidad como ingrediente capital
de la existencia; la necesidad de rechazar cualquier tipo de supervivencia natural, si se quiere
mantener la seriedad de la muerte […]») así como las diferencias fundamentales.
CAP. II: Persona como afirmación axiológica 95
en que esta influencia alcanza a buena parte de los teólogos católicos pre-
sentados152.
Esta influencia sobre teólogos de primera fila es la que justifica la aten-
ción que Ruiz de la Peña dedica al existencialismo, sobre todo en sus pri-
meras obras153. Al principio su mirada era más amplia, pero acaba concen-
trándose en el eje que representan Heidegger y Sartre. El primero funda, nos
dirá, una ontología, aunque se trata de una «ontología antropocéntrica»154, y
secundariamente elabora una antropología. El segundo, sin embargo coloca
su objetivo directamente en la antropología, extrayendo críticamente las
consecuencias antropológicas del anterior155. Ruiz de la Peña insiste en que
«la cuestión que interesa primordialmente a M. Heidegger es la cuestión del
Ser»156, pero tal interrogante «es inseparable de este otro: ¿cómo entrar en
contacto con él, cómo alcanzarlo?»157. Puesto que «sólo hay un ser capaz
de preguntarse por el ser […] la encuesta ontológica, por consiguiente,
debe partir del análisis óntico del existente humano singular que no sólo es,
sino que sabe que es, que está ahí, y que Heidegger denomina Dasein»158.
«Como se ve, aun apuntando a la construcción de una ontología, lo que Hei-
degger emprende es el diseño de una antropología, desde cuyos cimientos se
subraya enfáticamente la oposición sujeto-objeto, hombre-cosa: el Dasein
es ser, los demás existentes son “entes” (Seienden)»159.
152
De Hengstenberg se afirma que construye su teoría de la muerte «siguiendo de cerca
el pensamiento de Scheler y Heidegger» (J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971,
190). Esta influencia es por lo demás evidente en la obra de Rahner (ibid. 217-268).
153
Al estudio del existencialismo dedica nuestro autor el ya citado capítulo de su tesis
doctoral (J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 69-104), pero también J.L. Ruiz
de la Peña, El último sentido 1980, 137-141; J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías
1983, 20-33. En nuestra exposición seguiremos especialmente esta última obra.
154
Tal es el título de su presentación en J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías
1983, 19.
155
Cf. J.L. Ruiz de la Peña, «R. Garaudy: su doctrina sobre la esperanza» 1979, 109;
donde a un comentario de P. Álvarez Turienzo responde: «Me pareció muy iluminador lo que
apuntaste sobre el paralelo Bloch-Heidegger. Ambos tienen en común el que quieren hacer una
ontología. Mientras que en paralelo, la contraimagen, existencialista de Garaudy es Sartre, por-
que ambos coinciden en la tarea de hacer una antropología».
156
J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías 1983, 19.
157
J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías 1983, 19.
158
J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías 1983, 18.
159
J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías 1983, 20.
96 personas por amor
160
J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías 1983, 21.
161
J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías 1983, 22.
162
«Angustia (Angst) y miedo (Furcht) son cosas diversas. El miedo nace de una amenaza
concreta, fácilmente señalable a primera vista. La angustia, en cambio, puede experimentarse
sin que exista un móvil determinado. Asalta al Dasein de improviso, cuando éste se autodesvela
como pura facticidad, como contingencia radical, como existencia arrojada a la angostura de
unos límites incancelables…» (J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías 1983, 22s).
163
J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías 1983, 24, citando a M. Heidegger,
Sein un Zeit. Heidegger «desmonta la dificultad señalando que en ella la muerte es interpretada
como un suceso óntico-puntual, algo que todavía no es y que acontecerá algún día al Dasein
desde fuera. A esta interpretación convencional nuestro autor [Heidegger] opone la suya: la
muerte no representa un “algo-aun-no-llegado” (Ausstand), sino más bien una inminencia (Be-
vorstand)» (J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías 1983, 24).
CAP. II: Persona como afirmación axiológica 97
164
J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías 1983, 29.
165
J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías 1983, 31.
166
Esta tendencia fue señalada agudamente por Brunner (cf. J.L. Ruiz de la Peña, El
hombre y su muerte 1971, 120). Para este autor «El resultado último de esa antropología que
coloca la dignidad de la persona en ser para una muerte sin juicio (o, lo que es equivalente, sin
Dios) es, según Brunner, la negación de la dignidad personal misma» (ibid. 122).
98 personas por amor
167
J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías 1983, 32s.
168
J.L. Ruiz de la Peña, «Psyché» 1982, 177.
169
Viene al caso una anotación sobre la definición de persona de Ricardo de S. Víctor,
que centra la razón de lo personal en lo incomunicable y que, desde nuestro punto de vista, no
es bien interpretada por Ruiz de la Peña. Esta incomunicabilis substantia, no nos remite al so-
lipsismo, sino al hecho de que designar a un ser como persona significa sacarlo del mundo de lo
numérico. No es un ejemplar entre otros ejemplares, sino alguien único, no reemplazable (vid.
notas 65 y 66, así como J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 159; confrontándolo con
L.F. Ladaria, La Trinidad, misterio de comunión, 85-89).
CAP. II: Persona como afirmación axiológica 99
170
Los elogios hacia Bloch son frecuentes a lo largo de su exposición: «nombre señero»,
«original aportación», «sincero talante humanista», «acentos entrañablemente cálidos», «ho-
nestidad», «observaciones penetrantes», «la belleza del estilo de Bloch», «noble defensa de su
valor irrepetible [del hombre]» (cf. J.L. Ruiz de la Peña, Muerte y marxismo humanista 1978,
37.45.49.52.55.71) y semejante serie podría construirse también de sus elogios hacia Garaudy.
171
J.L. Ruiz de la Peña, Muerte y marxismo humanista 1978, 12; igualmente el título
de otro artículo (J.L. Ruiz de la Peña, «Muerte y liberación en el diálogo marxismo-cristianis-
mo» 1978) refleja también este contexto.
172
Cf. A. Montero Moreno, Historia de la persecución religiosa en España; V. Cár-
cel Ortí, La persecución religiosa en España durante la Segunda República; y V. Cárcel
Ortí, La gran persecución.
173
Una visión crítica de estos diálogos en C. Díaz, Memoria y deseo, 77-84.
174
J.L. Ruiz de la Peña, Muerte y marxismo humanista 1978, 11. La bibliografía sobre
la relación entre marxismo y cristianismo es inmensa, como testimonio de que la cuestión no
estaba reducida a España, sino que, después de 1968 era una realidad sentida por toda la Iglesia
puede leerse el documento del Consejo Permanente del Episcopado Francés titulado «El marxis-
mo, el hombre y la fe cristiana».
100 personas por amor
175
J.L. Ruiz de la Peña, Muerte y marxismo humanista 1978, 11. Esta última nomen-
clatura será la más corrientemente utilizada por Ruiz de la Peña.
176
Para la asimilación por el episcopado español de las nuevas perspectivas impulsadas
por el Concilio puede leerse con provecho el capítulo correspondiente de F. Chica Arellano,
Conciencia y misión de Iglesia, 75-186.
177
Una primera aproximación al papel de la Iglesia en la transición española, desde el
punto de vista de la historia de la Iglesia y con especial atención a los antecedentes remotos,
en V. Cárcel Ortí, La Iglesia y la transición española; desde la perspectiva eclesial: F. Chica
Arellano, Conciencia y misión de Iglesia, 189-356; V. Enrique y Tarancón, Confesiones;
desde una perspectiva diversa, D. Álvarez Espinosa, Cristianos y marxistas contra Franco.
Este último, señala la importancia del cambio generacional, aunque lo retrotrae a finales de la
década de los 50, señala también otros motivos del cambio de situación como la apertura del
régimen de Franco a la influencia exterior y los cambios dentro del propio partido comunista a
los que hemos hecho referencia.
178
Para acercarse a la lectura que nuestro autor hace del marxismo, la obra de referencia
será J.L. Ruiz de la Peña, Muerte y marxismo humanista 1978, a ella remitiremos preferen-
temente en nuestras páginas. También puede verse, entre otros, J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre
la muerte y la esperanza» 1977, cuyo contenido se encuentra reproducido en el capítulo corres-
pondiente a Bloch en el libro anterior; J.L. Ruiz de la Peña, «La escatología neomarxista»,
también centrado en Bloch pero omitiendo la cuestión de su tanatología; J.L. Ruiz de la Peña,
«Ernst Bloch: un modelo de cristología antiteísta» 1979, que analiza la lectura de Bloch sobre el
CAP. II: Persona como afirmación axiológica 101
hecho Cristo; J.L. Ruiz de la Peña, «R. Garaudy: su doctrina sobre la esperanza» 1979, sobre
Garaudy, en la que además de la presentación de Ruiz de la Peña aparece un interesante debate
con Álvarez Turienzo, González Páramo, Alberto Barrena, Olegario González de Cardedal, Án-
gel Rivière y César Vaca; más general y conciso: J.L. Ruiz de la Peña, «Muerte y liberación
en el diálogo marxismo-cristianismo» 1978, en el que plantea las condiciones de posibilidad del
diálogo entre marxistas y cristianos. También, como en tantas otras cosas, podemos ver en la
preocupación de nuestro autor con los autores marxistas la inspiración de K. Rahner. Sobre éste
último podemos leer: «Rahner nunca sintió el “temor al contagio” con los marxistas y comunis-
tas convencidos. Los saludaba con absoluta naturalidad como “mis amigos”. Tenía valor cívico.
Le unía una estima personal con hombres como Ernst Bloch, Milan Machovec, Roger Garaudy
y algunos miembros del Partido Comunista Italiano» (H. Vorgrimler, Entender a Karl Rahner,
163). Para una visión sintética del diálogo de Rahner con el marxismo pueden verse las páginas
163-168 de esta última obra.
179
Ruiz de la Peña no usa el término.
180
K. Marx, «Oekonomish-philosophische Manuskripte», 598, citado por J.L. Ruiz de
la Peña, Muerte y marxismo humanista 1978, 15; las pp. 15-35 son un comentario al texto
citado.
102 personas por amor
181
Vid. J.L. Ruiz de la Peña, Muerte y marxismo humanista 1978, 32-35. Después de
haber pasado revista a algunas interpretaciones de Marx desde el ámbito cristiano (Martelet,
Calvez) y desde el propio marxismo (Mury), en las que llega a calificarse la posición de Marx
como de naturalista más que humanista, intenta en estas últimas páginas no cargar al texto de
Marx con más cargas que las imprescindibles, liberándolo de críticas que más bien «hallarían
más cabal destinatario en el marxismo escolástico» (ibid. 32) que en el propio Marx.
182
J.L. Ruiz de la Peña, Muerte y marxismo humanista 1978, 34. Los subrayados son
del autor.
183
Para la posición de Althusser es válido lo dicho más arriba con motivo del estructura-
lismo, pero a modo de resumen, puede valer el siguiente párrafo: «[según Althusser] En cuanto
ciencia de la historia, el marxismo es un antihumanismo. El materialismo dialéctico, en efecto,
rechaza la noción de personalidad, perteneciente a la filosofía pequeño-burguesa de la decla-
ración de derechos. Rechaza igualmente “la noción idealista de sujeto como origen, esencia y
causa responsable”, y sostiene en consecuencia que “la historia es un proceso sin sujeto ni fin”»
(J.L. Ruiz de la Peña, Muerte y marxismo humanista 1978, 30).
184
J.L. Ruiz de la Peña, Muerte y marxismo humanista 1978, 37-65.
185
Que esta recuperación del individuo sea un propósito común a todos los pensadores
encuadrados en el llamado marxismo humanista lo muestra expresamente nuestro autor en J.L.
CAP. II: Persona como afirmación axiológica 103
Ruiz de la Peña, Muerte y marxismo humanista 1978, 176-178, aunque reconoce que en ellos
esta afirmación «no está todavía exenta de limitaciones y ambigüedades» (ibid. 179).
186
J.L. Ruiz de la Peña, Muerte y marxismo humanista 1978, 44.
187
J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre la muerte y la esperanza» 1977, 184.
188
«El tema es abordado en profundidad ya desde su primera obra y llena en Das Prinzip
Hoffnung todo un denso capítulo de casi cien páginas, cuyas ideas principales se recogen más
sintéticamente en uno de sus últimos libros, Atheismus im Christentum» (J.L. Ruiz de la Peña,
Muerte y marxismo humanista 1978, 51).
189
J.L. Ruiz de la Peña, Muerte y marxismo humanista 1978, 52.
190
J.L. Ruiz de la Peña, Muerte y marxismo humanista 1978, 53.
191
Ruiz de la Peña cita la edición publicada en Frankfurt a.M. 1973, que recoge la versión
de 1923.
192
J.L. Ruiz de la Peña, Muerte y marxismo humanista 1978, 59s. La tesis de la metemp-
sícosis no «como tesis demostrada o demostrable, sí al menos como hipótesis probable». «Bloch
guardará luego silencio sobre ella», lo cual no obsta para que Ruiz de la Peña considere sorpren-
dente que esta primera posición sea desconocida por diversos comentaristas de Bloch (ibid.).
104 personas por amor
193
«A él dedica Bloch unas páginas que se cuentan con justicia entre las más citadas de
su obra» (J.L. Ruiz de la Peña, Muerte y marxismo humanista 1978, 56) Se trata del único
«hombre capaz de emprender el camino de la muerte sin ninguno de los consuelos tradicionales
y no obstante con un arrojo que no conoce el desmayo. Es el mártir de la revolución» (ibid.).
Para lo que sigue (ibid. 56-58).
194
J.L. Ruiz de la Peña, Muerte y marxismo humanista 1978, 57s.
195
J.L. Ruiz de la Peña, Muerte y marxismo humanista 1978, 60s.
196
Ni que decir tiene que la posición del héroe rojo sería aún más dramática en el caso
que el propio Bloch considera posible aunque no lo tome en consideración, de que tal destino (la
patria de la identidad) quede frustrado, (cf. J.L. Ruiz de la Peña, Muerte y marxismo humanis-
ta 1978, 47).
197
Confieso, no sin pudor, mis dificultades para comprender dicha teoría en toda su pro-
fundidad pero, siguiendo la presentación de Ruiz de la Peña, podría expresarse así brevemente:
existe un núcleo de lo humano aún-no-devenido, pero que surgirá al final del proceso y que sería
exterritorial al devenir y al transcurrir y por tanto inexpugnable a la muerte (cf. J.L. Ruiz de la
Peña, Muerte y marxismo humanista 1978, 64).
CAP. II: Persona como afirmación axiológica 105
198
En la presentación de Ruiz de la Peña «la muerte plantea a una filosofía de la esperan-
za un doble problema: el problema psicológico [ y…] el problema ontológico» (J.L. Ruiz de la
Peña, Muerte y marxismo humanista 1978, 66) y muestra la respuesta de Bloch a ambos, cen-
trándose en la respuesta al problema ontológico puesto que «clausurado el período fundacional
de la sociedad comunista […] su única solución [del problema psicológico] se encuentra en la
solución al problema ontológico» (ibid.).
199
J.L. Ruiz de la Peña, Muerte y marxismo humanista 1978, 69.
200
J.L. Ruiz de la Peña, Muerte y marxismo humanista 1978, 71.
106 personas por amor
201
Ruiz de la Peña hace una aguda comparación entre el héroe rojo de Bloch y el Sein
zum Tode (ser para la muerte) de Heidegger, con lo cual hace recaer, mutatis mutandis, sobre
Bloch las críticas que Sartre había vertido sobre el anterior.
202
J.L. Ruiz de la Peña, Muerte y marxismo humanista 1978, 72.
203
J.L. Ruiz de la Peña, Muerte y marxismo humanista 1978, 73.
CAP. II: Persona como afirmación axiológica 107
204
J.L. Ruiz de la Peña, Muerte y marxismo humanista 1978, 181. Los subrayados son
del autor.
205
La primera referencia al emergentismo la encontramos de un modo casi furtivo en J.L.
Ruiz de la Peña, «Psyché» 1982, 185 y 200. Habrá que esperar a J.L. Ruiz de la Peña, Las
nuevas antropologías 1983, 156-173, para encontrar en Ruiz de la Peña una exposición sistemá-
108 personas por amor
tica de esta teoría. A este texto se puede acudir para conocer globalmente en que consiste para
él, el emergentismo.
206
Algunos otros autores son colocados más o menos en la esfera del emergentismo: Fe-
rrater Mora (J.L. Ruiz de la Peña, «Materia, materialismo y creacionismo» 1985, 64) y Popper
(ibid., 65); y más adelante Zubiri y Laín Entralgo (cf. J.L. Ruiz de la Peña, «El hombre es
uno en cuerpo y alma» 1994); pero el de Bunge, será siempre para él «una versión autorizada
del mismo» (ibid., 58), cuando no, la versión autorizada. El primer encuentro de Ruiz de la
Peña con el pensamiento de Bunge puede situarse a comienzo de los años 80, con motivo de un
congreso celebrado en Oviedo (ciudad donde Ruiz de la Peña era profesor) y al que asistió el
pensador argentino (cf. AA. VV., Teoría y metodología de las ciencias). No hemos encontrado
ninguna referencia bibliográfica en la que Bunge se haga eco de las críticas de Ruiz de la Peña.
Sí será bilateral el diálogo de Ruiz de la Peña con Laín Entralgo, cuya similitud de planteamien-
tos con Bunge es clara para nuestro autor (J.L. Ruiz de la Peña, «A propósito del cuerpo hu-
mano» 1990, 68.70) y con el que sostendrá un contencioso cordial que durará hasta la muerte del
primero (cf. J.L. González Novalín, «Cómo se hizo teólogo», 27; para conocer los términos
del diálogo vid. J.L. Ruiz de la Peña, «A propósito del cuerpo humano» 1990; cf. también J.L.
Ruiz de la Peña, «El hombre es uno en cuerpo y alma» 1994, 364-366).
207
Cf. J.L. Ruiz de la Peña, «Materia, materialismo y creacionismo» 1985, 69; J.L.
Ruiz de la Peña, Teología de la creación 1986, 270.
208
J.L. Ruiz de la Peña, «Psyché» 1982, 172. También J.L. Ruiz de la Peña, «Ma-
teria, materialismo y creacionismo» 1985, 55s. El mismo Bunge, como veremos, tiene cierto
empeño en ser considerado así.
209
En la exposición que de él hace Ruiz de la Peña, Bunge se distancia con la misma
claridad tanto del monismo materialista como del dualismo (J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas
antropologías 1983, 157-166).
CAP. II: Persona como afirmación axiológica 109
210
En concreto Ruiz de la Peña analizará el texto: M. Bunge, The Mind-Body Problem.
211
J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías 1983, 165. Ruiz de la Peña muestra
también su desacuerdo con las razones de la identificación cerebro-mente y considera que estas
sólo llegan a probar una dependencia funcional (ibid. 162, nt. 72).
212
J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías 1983, 172.
213
J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías 1983, 172. La misma idea, a pro-
pósito del alma volvemos a encontrarla más adelante «si no el vocablo [alma], sí al menos este
contenido mínimo del mismo se encuentra en el humanismo de Bloch o Heidegger, así como
en el emergentismo de Bunge. Todos estos pensadores otorgan al hombre un plus que lo yergue
sobre la realidad circunvecina, cosa que no hacen ni los reduccionismos biologicistas ni la teoría
de la identidad ni, por supuesto, el estructuralismo» (ibid. 211).
214
J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías 1983, 170. Más adelante afirma que
«Si Bunge defiende (y por cierto, apasionadamente) que hay algo real-objetivo en el hombre que
no se da en el animal, que el sistema nervioso central humano difiere cualitativamente –y no
sólo gradualmente– del de cualquier otro primate, ¿importa mucho que a ese algo se le adjetive
como “espiritual” o como “material”? ¿No será éste un litigio de verbis? Si se ha estipulado ya
entre el hombre y su entorno una diferencia ontológica, el nombre que se imponga a tal diferen-
cia ¿cambiará mucho las cosas?» (ibid. 211s.; cf. también 216s).
215
Posibilidad que le lleva a afirmar que el fondo de su exposición es «generalmente
sugestivo y asumible» (J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías 1983, 217 nt. 7). Ruiz
de la Peña, no oculta, sin embargo las cuestiones no resueltas o mal resueltas: «Particularmente
110 personas por amor
218
En 1985 (J.L. Ruiz de la Peña, «Materia, materialismo y creacionismo» 1985, 62)
«el emergentismo puede ser tomado en consideración sólo si, más allá de su prejuicio ontológi-
co, se decide de una vez a presentarse en sociedad como lo que realmente es: como pluralismo»;
y todavía en 1988 (J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 127): La teoría emergentista
contiene, sin embargo, una aspecto discutible […]; una vez afirmado el pluralismo de propieda-
des cualitativamente diversas e irreductibles, ¿qué sentido tiene afirmar un monismo de sustan-
cia?».
219
J.L. Ruiz de la Peña, «Materia, materialismo y creacionismo» 1985, 61: «La única
forma real –no verbal– y consistente del emergentismo sería la que osara afirmar que lo material
se autotrasciende hacia lo genuinamente distinto de sí; afirmación por lo demás no inédita en
ciertos materialismos heterodoxos, como el de Bloch, y frecuente en pensadores cristianos con-
temporáneos, como Teilhard y Rahner».
220
J.L. Ruiz de la Peña, «Materia, materialismo y creacionismo» 1985, 68. Posición
que no es aventurado conjeturar como la propia del autor.
221
J.L. Ruiz de la Peña, «Materia, materialismo y creacionismo» 1985, 68. Frente a la
posible objeción de que la idea de creación sea innecesaria, contesta que «sólo esa idea está en
grado de autentificar el concepto de emergencia y consiguientemente, una versión genuinamente
pluralista de lo real» (ibid. 69). Sobre la necesidad de este factor trascendente insistirá nueva-
mente frente a Laín Entralgo en J.L. Ruiz de la Peña, «A propósito del cuerpo humano» 1990,
71.
222
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 127. Esta parte de su manual de antropo-
logía teológica fundamental (ibid 116-128) había sido publicada un año antes con pequeñas va-
112 personas por amor
riaciones (J.L. Ruiz de la Peña, «Mentes, cerebros, máquinas» 1987). También encontramos
señaladas las ventajas del emergentismo sobre el resto de los materialismos en J.L. Ruiz de la
Peña, «Creación» 1993, 265.
223
En 1983 (J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías 1983, 156) describía la
posición de Bunge sobre el problema mente-cerebro con la siguiente expresión: «La teoría de
Bunge sobre el problema que nos ocupa va a emplazarse, en efecto, entre el dualismo, de una
parte y el monismo reductivo o fisicalista, de otra». En J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios
1988, titula los dos primeros apartados de sus «reflexiones sistemáticas» como «no al dualismo»
(129) y «no al monismo» (132).
224
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 147. Cita J.L. Ruiz de la Peña, Teo-
logía de la creación 1986 (269) que, como hemos dicho (nt.217), reproduce un artículo del año
anterior. Es de subrayar el sutil cambio terminológico, mientras que en 1985 y 1986 se habla de
«pluralismo emergentista fuerte», donde la referencia al emergentismo es adjetivo, en 1988 se
habla simplemente de «emergentismo fuerte».
225
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 147. La frase textual es la siguiente:
«Si la intuición (no la formulación) hilemórfica es una representación decididamente obsoleta,
incluso en la relectura que de ella hace Rahner desde la perspectiva de una antropología trascen-
dental…». Detenernos en la distinción entre intuición y formulación hilemórfica realizada aquí
por nuestro autor nos llevaría lejos de nuestro propósito en la línea de definir cuál es el modo de
entender la hermenéutica del dogma. Sin pretender recorrer ese camino, lo más plausible es que
la afirmación se refiera precisamente a que con la definición de Vienne (cf. DH 902) no se pre-
tende definir el hilemorfismo por lo que cabría elaborar la definición (formulación hilemórfica)
en otro contexto filosófico ajeno a la ontología aristotélico-tomista (intuición hilemórfica); para
la vigencia del esquema hilemórfico en la antropología teológica vid. supra p. 20 nt. 56s. Sobre
la superación de Aristóteles en general dentro del ámbito teológico puede verse B. Lonergan,
Método en teología, 301s.
226
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 148.
227
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 148, nt. 195.
228
(Cf. J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 148-149. La referencia a Frankl
es en nota y a través de la obra de R. Chiquirrín Aguilar, «La “imago hominis” de Viktor E.
Frankl». La preferencia por Zubiri es explicable por muchos motivos, de entre los cuales no es
CAP. II: Persona como afirmación axiológica 113
despreciable el hecho de que es el único de los tres autores citados que ofrece por sí mismo una
propuesta metafísica articulada. No es ocioso decir que la antropología de Zubiri presupone el
planteamiento emergentista a través de la noción de sistema, aunque no entremos a valorar su
compatibilidad con la formulación bungeana.
229
Vid. las afirmaciones correspondientes a la antropología cibernética, en las pp. 20ss.
230
J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre la dialéctica mente cerebro» 1995, 419.
231
Cf. J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre el alma» 1989, 387; donde, Ruiz de la Peña tiene
mucho cuidado de excluir al emergentismo de su tesis 2 sobre el alma: «las antropologías mate-
rialistas –salvo el emergentismo– han de negar el carácter libre y personal del individuo huma-
no, si quieren ser coherentes con sus postulados».
232
J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre el problema mente-cerebro» 1996, 38. Como decimos,
en estas afirmaciones, el interlocutor por parte del emergentismo es más bien Laín Entralgo (cf.
ibid. nt. 15) que intenta «compatibilizar la afirmación de que “el hombre es todo y sólo materia
somática”, y que por tanto “con la muerte acaba todo el hombre”, con la esperanza en la resu-
rrección».
114 personas por amor
En cuanto valor absoluto, al que Dios ha elegido por sí mismo como fin,
todo ser humano llega a la existencia con una vocación de definitividad […]
el hombre es la criatura de quien Dios se acuerda […] el ser anclado imbo-
rrablemente en la memoria divina. Dios lo ha creado para la vida no para la
muerte; ese acto creador implica la promesa de una victoria sobre el destino
mortal, promesa que la fe cristiana tematiza con la categoría resurrección. Tal
categoría importa la identidad del mismo sujeto en sus dos formas de existen-
cia, la histórica y la escatológica233.
234
Alguno de sus amigos atribuye esta preocupación al impacto que le produjo la muerte
de su propia madre mientras cursaba en Roma sus estudios de teología (cf. J.L. González No-
valín, «Cómo se hizo teólogo», 27).
235
Como ya hemos repetido, su última obra será una revisión de su escatología (J.L. Ruiz
de la Peña, La pascua de la creación 1996) que le ocuparía hasta los últimos momentos de su
vida y que sería publicada póstumamente.
236
J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, passim, especialmente los títulos
de las páginas 123, 194, 218, 269.
237
J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 350. O también, en otro lugar:
«Una antropología estática y esencialista verá en la muerte un fenómeno aislado e individualís-
tico. La valoración de la persona como entidad dinámica integrará la muerte en la existencia y
será particularmente sensible a los elementos de ruptura relacional en ella contenidos» (ibid.,
116 personas por amor
marxismo humanista, nos dirá con más claridad que «la pregunta sobre la
muerte es una variante de la pregunta sobre el individuo humano; sobre
la consistencia, irrepetibilidad y validez absoluta del sujeto que la sufre y
sobre el sentido de su existencia»238. Es decir, al preguntarnos por el sentido
de la muerte, nos encontramos en el núcleo del significado de persona como
afirmación axiológica.
El segundo convencimiento de los dos a los que hacíamos, está muy
vinculado al anterior y podríamos formularlo así: para una antropología
dualista la muerte resulta intrascendente239, pero para una antropología
unitaria la muerte pone en crisis la totalidad de la realidad humana. Cier-
tamente, desde una división radical entre cuerpo y alma entendidos como
dos sustancias completas y unidas, cuando no meramente yuxtapuestas, la
muerte sólo afecta al cuerpo, no sería la muerte del hombre, sino la muerte
de una parte; si además, como suele ocurrir, esta parte se considera la menos
significativa, la muerte acaba siendo un suceso cuasi-accidental, sin verda-
dera repercusión para el individuo.
Sin embargo, para las antropologías que contemplan al hombre en su
radical unidad, la muerte no puede entenderse como muerte de una parte
del hombre, sino que lo es de todo el hombre. Consiguientemente, en un
contexto antropológico radicalmente unitario la muerte pone en crisis cual-
quier pretensión de superioridad que el individuo humano tenga sobre la
naturaleza que lo rodea. Cómo se plantee la superación de esta crisis radical
376). No sería difícil encontrar en la obra de Ruiz de la Peña vínculos entre la escatología y la
antropología, sin ánimo de ser tediosos nos limitamos a señalar algunos ejemplos: J.L. Ruiz de
la Peña, «En torno al concepto de escatología» 1974, 492; J.L. Ruiz de la Peña, «Futurolo-
gías seculares y escatología cristiana» 1979, 201; y, para terminar, un texto de su última obra:
«Antes de ser un tema escatológico, la muerte es un tema antropológico. Y, por cierto, no un
tema cualquiera, sino […] uno de los más cruciales a la hora de ensayar una hermenéutica de la
condición humana» (J.L. Ruiz de la Peña, La pascua de la creación 1996, 247).
238
J.L. Ruiz de la Peña, Muerte y marxismo humanista 1978, 176. Este convencimiento
inicial será sostenido a lo largo del tiempo, por lo que volveremos a encontrarlo más o menos
implícitamente expresado en obras posteriores .
239
Hablando de la deficiente predicación preconciliar en torno a la muerte nos dice ex-
presamente: «Tal situación respondía a serias deficiencias teológicas, en el ámbito de una antro-
pología subrepticiamente dualista. Si la corporeidad y la mundanidad constitutivas del hombre
pasaban desapercibidas, era lógico que el fenómeno muerte quedase banalizado, relegado a la
esfera de lo somático, es decir, de lo antropológicamente intrascendente» (J.L. Ruiz de la
Peña, «Sobre el misterio de la muerte» 1972, 528).
CAP. II: Persona como afirmación axiológica 117
tendrá mucho que ver con la solidez de la afirmación del valor absoluto del
individuo humano concreto en ese contexto antropológico.
Para los antihumanismos la muerte no representaba en realidad ningún
drama. Negada por ellos la superioridad de lo humano, la muerte es un
fenómeno totalmente natural, a través de ella el ser humano, concluido el
espejismo, vuelve a disolverse en la naturaleza de donde surgió240. La muer-
te, para ideologías como el estructuralismo o el biologicismo, no es más que
una confirmación de sus planteamientos.
De un modo parecido, la muerte tampoco es un drama para aquellas
ideologías colectivistas, que aunque puedan afirmar la superioridad de lo
humano, aunque se les pueda llenar la boca hablando de las grandezas del
hombre, miran al individuo sólo en la perspectiva del conjunto de la socie-
dad humana. En realidad quien muere es sólo el individuo, no la sociedad.
Esta sigue avanzando por encima de las muertes individuales. Éste podría
ser el planteamiento del marxismo clásico y escolástico.
240
Una cita de E. Trías recogida por nuestro autor expresa brutalmente este convenci-
miento. Nuestra existencia sería, para Trías, un recorrido «de la muerte a la muerte pasando por
un simulacro de vida» (E. Trías, Los límites del mundo, 215, tomada de J.L. Ruiz de la Peña,
La pascua de la creación 1996, 247).
241
J.L. Ruiz de la Peña, «El elemento de proyección y la fe en el cielo» 1979, 371.
242
J.L. Ruiz de la Peña, «El elemento de proyección y la fe en el cielo» 1979, 371. Vid.
también J.L. Ruiz de la Peña, Muerte y marxismo humanista 1978, 181.
118 personas por amor
Cómo escapar del escándalo que supone la muerte sin retornar a for-
mulaciones dualistas es el reto presente en una buena parte de la obra de
Ruiz de la Peña. Donde la denuncia de este conflicto adquiere los tintes de
un alegato es en el diálogo de nuestro autor con el humanismo marxista243,
al que ya hemos hecho referencia, y que se nos presenta en toda su crudeza
en el capítulo sexto de su libro sobre la muerte y humanismo marxista244.
En esta recapitulación, comienza por reconocer claramente los puntos
de consenso con estos pensadores. Nos dirá: «La teología, en efecto, se
encuentra ahora confrontada con una interpretación de lo humano en cuya
base subyacen toda una serie de tesis que la propia teología debe (y no sólo
puede) hacer suyas»245. Constata el reconocimiento que los distintos auto-
res hacen de la subjetividad humana y valora que «a esta subjetividad del
individuo concreto el marxismo humanista no vacila en atribuirle un valor
absoluto, viendo en ella un fin, y no un medio»246. Pero no puede dejar de
denunciar, «No obstante los innegables valores de estas consideraciones, en
el fondo de la noción de sujeto así acuñada se aloja una ambigüedad, remon-
table, en último análisis, a la insita en la célebre tesis marxiana que define la
esencia del hombre como “el conjunto de las relaciones sociales”»247.
Es precisamente en el planteamiento de una esperanza del individuo
frente a la muerte donde esta ambigüedad se hace más evidente. Por este
motivo nuestro autor reconoce que, entre los tres elementos comunes en
la respuesta del humanismo marxista frente a la muerte, se encuentra «la
inevitabilidad con que, a la postre, el hombre se diluye en la humanidad, y
la humanidad se reabsorbe en la naturaleza»248.
Frente a este fracaso del planteamiento marxista, incluida su corriente
humanista249, en lo que a la afirmación del sujeto se refiere, nuestro autor
243
Ya hemos hablado de esta relación en otro apartado (vid. supra pp. 99-107); lo dicho
allí debe ahora darse por supuesto.
244
J.L. Ruiz de la Peña, Muerte y marxismo humanista 1978, 175-209.
245
J.L. Ruiz de la Peña, Muerte y marxismo humanista 1978, 175.
246
J.L. Ruiz de la Peña, Muerte y marxismo humanista 1978, 178.
247
J.L. Ruiz de la Peña, Muerte y marxismo humanista 1978, 179.
248
J.L. Ruiz de la Peña, Muerte y marxismo humanista 1978. 192. Los otros dos ele-
mentos son «el persistente atractivo que parece ejercer todavía el argumento epicúreo; [y] el
irresistible tropismo panteísta» (ibid.)
249
En referencia a esta corriente, nuestro autor suaviza su veredicto con palabras verdade-
ramente cálidas: «Pero en realidad ¿merecen nuestros autores este veredicto? Justificable en un
primer nivel de lectura, ¿no se revelará excesivo e injusto a la luz de una lectura en profundidad,
CAP. II: Persona como afirmación axiológica 119
si la muerte es la crisis radical del hombre, justamente por ello ha de ser tam-
bién crisis de la relación hombre-Dios; más aún, crisis del mismo Dios. La
noción bíblica de un Dios Padre, amor constante y fidelidad inconmovible, no
se sostiene si el correlato de esta paternidad amorosa y fiel se desvanece252.
Y prosigue
Dicho de otro modo, el valor absoluto del ser humano individual sólo
es salvable, ante la contundencia de la muerte, por la intervención de Dios
(resurrección) que es explicable desde la relación que Dios mismo ha que-
sensible a las “tendencias y latencias” (para usar la expresión de Bloch) albergadas en los ma-
teriales recensionados?», y prosigue señalando esas tendencias y latencias que le permiten una
sentencia más benévola.
250
J.L. Ruiz de la Peña, Muerte y marxismo humanista 1978, 203.
251
J.L. Ruiz de la Peña, Muerte y marxismo humanista 1978, 204. Ruiz de la Peña
reconoce un reflejo de este convencimiento en GS 18 que afirma que «ante la muerte, el enigma
de la condición humana llega a su punto culminante…» (cf. J.L. Ruiz de la Peña, La otra di-
mensión 1986, 275s.).
252
J.L. Ruiz de la Peña, Muerte y marxismo humanista 1978, 204.
253
J.L. Ruiz de la Peña, Muerte y marxismo humanista 1978, 204.
120 personas por amor
254
La expresión la tomamos de de Lubac: «Si no es ateo, en el sentido corriente de la
palabra, [Compte] es decididamente «antiteísta» –como lo es Feuerbach, como lo será Nietzs-
che–» (H. de Lubac, El drama del humanismo ateo, 119); el cual remite a su vez a R. Flint,
Anti-theistic-theories.
255
Esta dificultad que atañe a la escatología individual es denunciada también por nuestro
autor, para la escatología colectiva: «el modelo marxista, que sí se propone como meta la futuri-
dad de lo nuevo, no puede explicar el por qué y el cómo de su advento; la promesa que nos hace
se revela al análisis como voluntarista y postulatoria. Pues el hecho de que el hombre sea fiel a
la utopía no significa sin más que la utopía vaya a ser fiel al hombre y lo salve» (J.L. Ruiz de la
Peña, «Futurologías seculares y escatología cristiana» 1979, 198).
256
J.L. Ruiz de la Peña, La pascua de la creación 1996, 263.
257
J.L. Ruiz de la Peña, La pascua de la creación 1996, 264.
CAP. II: Persona como afirmación axiológica 121
258
J.L. Ruiz de la Peña, La pascua de la creación 1996, 265.
259
El planteamiento relacional de los dos hechos es evidente, pero podemos entresacar
todavía algún texto más en su apoyo. Para la resurrección (J.L. Ruiz de la Peña, La pascua de
la creación 1996, 149-180) «la resurrección verifica la eficaz seriedad del propósito creador [de
Dios, se entiende]» (167); «Desde este ángulo teo-lógico es como podemos abarcar adecuada-
mente la perspectiva cristológica de la resurrección […] Dios nos resucita porque ha resucitado
a Cristo» (170). La vida eterna (ibid 197-223) es descrita «con la clara conciencia del carácter
inefable de esta realidad última […] en la que se llega al fondo del misterio de Dios, del hombre
y de la relación Dios-hombre» (197). Los subrayados son nuestros.
260
J.L. Ruiz de la Peña, «La verdad, el bien y el ser» 1994, 37.
122 personas por amor
261
J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre el contencioso hombre-Dios y sus secuelas éticas»
1993. Propiamente se trata de la ponencia inicial tenida en unas jornadas celebradas en la uni-
versidad de Salamanca sobre el diálogo entre ética religiosa y ética civil, en el contexto del
debate suscitado por la publicación del documento de la Conferencia Episcopal Española, La
verdad os hará libres.
262
J.L. Ruiz de la Peña, «La verdad, el bien y el ser» 1994. En este caso se trata un
comentario a algunos aspectos de la encíclica Veritatis splendor.
263
J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre el contencioso hombre-Dios y sus secuelas éticas»
1993, 22.
264
J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre el contencioso hombre-Dios y sus secuelas éticas»
1993, 20.
265
Esta pretensión es especialmente evidente en Feuerbach y Marx. Cf. supra nt. 24.
266
J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre el contencioso hombre-Dios y sus secuelas éticas»
1993, 22. Cita expresamente a J. Sádaba, F. Savater y E. Trías (de este último nota también un
posterior cambio de posición).
CAP. II: Persona como afirmación axiológica 123
267
J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre el contencioso hombre-Dios y sus secuelas éticas»
1993, 23. También aquí cita pensadores españoles actuales en la misma línea (C. Castilla del
Pino y R. Ruiz de Gopegui, para la negación del sujeto; J. Muñoz- I. Reguera, y el último E.
Trías para la conexión entre religión y ética).
268
J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre el contencioso hombre-Dios y sus secuelas éticas»
1993, 26.
269
J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre el contencioso hombre-Dios y sus secuelas éticas»
1993, 26. El subrayado es del autor.
270
J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre el contencioso hombre-Dios y sus secuelas éticas»
1993, 26-36. Intercala además alguna crítica a la terminología usual: ética civil, ética cívica,
ética laica…(ibid., 27s.).
271
«A favor de la tesis que acaba de enunciarse se pueden aducir tres argumentos»: uno
escriturístico, otro el consenso de los teólogos moralistas y otro el fáctico. (cf. J.L. Ruiz de la
Peña, «Sobre el contencioso hombre-Dios y sus secuelas éticas» 1993, 28-30); cf. también ibid,
60, donde, contra la deslegitimación que desde algunos sectores se hace de la ética no religiosa,
afirma: «Pero tal deslegitimación es insostenible para un cristiano. La ética cívica es no sólo
posible, sino necesaria».
272
J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre el contencioso hombre-Dios y sus secuelas éticas»
1993, 30.
124 personas por amor
273
J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre el contencioso hombre-Dios y sus secuelas éticas»
1993, 31.
274
J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre el contencioso hombre-Dios y sus secuelas éticas»
1993, 32.
275
J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre el contencioso hombre-Dios y sus secuelas éticas»
1993, 33.
CAP. II: Persona como afirmación axiológica 125
276
Estas son las otras limitaciones que Ruiz de la Peña ve, junto a la dificultad de funda-
mentación universal, en una ética no religiosa: reducción de fraternidad a solidaridad y reducción
de salvación a liberación. Sobre este último binomio (salvación-liberación) había hablado ya en
otro lugar con las siguientes palabras: «hoy se tiende a privilegiar el discurso de la liberación
sobre el discurso de la salvación. Aquél aparece como mucho más concreto y operativo que éste;
es además capaz de congregar en torno a sí un consenso prácticamente unánime. Sin embargo,
el hombre aspira no sólo a la liberación (categoría negativa) del mal moral, físico, social, estruc-
tural; sueña también con la salvación (categoría positiva)» (J.L. Ruiz de la Peña, «Contenidos
fundamentales de la salvación cristiana» 1981, 198); desde otro aspecto tendremos oportunidad
de volver sobre este binomio cuando hablemos de la noción de persona como libertad.
277
J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre el contencioso hombre-Dios y sus secuelas éticas»
1993, 36. La expresión es de Quintanilla y Ruiz de la Peña la hace suya.
278
J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre el contencioso hombre-Dios y sus secuelas éticas»
1993, 38. Los subrayados son nuestros. Es reconocible aquí la clásica posición del expresamente
citado J. L. Aranguren que coloca la religión no en el primero sino en el último capítulo de la
ética filosófica; no en su raíz, sino en el horizonte al cual se abre (cf. J.L. Aranguren, Ética).
126 personas por amor
279
J.L. Ruiz de la Peña, «La verdad, el bien y el ser» 1994, 38.
280
J.L. Ruiz de la Peña, «La verdad, el bien y el ser» 1994, 38.
281
J.L. Ruiz de la Peña, «La verdad, el bien y el ser» 1994, 39.
282
«Resumiendo: los planos ontológico, epistemológico y axiológico son interdependien-
tes; los discursos sobre el ser, sobre la verdad y sobre el bien se involucran recíprocamente […]
Pues bien; a mi juicio, el eje vertebrador y la premisa mayor de la Veritatis Splendor es justa-
mente lo que acaba de formularse. Hay valores éticos no interinos, no conmutables o revisables,
sino universal y permanentemente valiosos, porque hay verdades definitivamente verdaderas.
Y hay verdades verdaderas porque hay esa realidad suprema que los creyentes llamamos Dios»
(J.L. Ruiz de la Peña, «La verdad, el bien y el ser» 1994, 42).
283
J.L. Ruiz de la Peña, «La verdad, el bien y el ser» 1994, 44-47. La obra que se co-
menta es Projekt Weltethos (1990), que cita por su traducción española: H. Küng, Proyecto de
una ética mundial.
CAP. II: Persona como afirmación axiológica 127
La misma idea la obtiene de Pannenberg del que afirma que «el pro-
pósito de su reflexión antropológica estriba en mostrar que el hombre es un
ser constitutivamente religioso»285. De él recoge la siguiente afirmación: «el
hombre sólo puede acceder enteramente a sí mismo en referencia a Dios»286.
Recoge también afirmaciones semejantes en el ámbito filosófico, espe-
cialmente Kolakowski y Adela Cortina. Del primero, a partir del concepto
trascendental de verdad287, recoge la idea de que sólo Dios puede ser con-
siderado el fundamento absoluto de la realidad: «cualquier otro ente, al no
ser –por hipótesis– autofundado, no puede excluir la contingencia e incerti-
dumbre del orden del ser»288; y muy relacionada con la anterior, la siguiente:
284
J.L. Ruiz de la Peña, «La verdad, el bien y el ser» 1994, 45, citando a H. Küng,
Proyecto de una ética mundial, 88s.
285
J.L. Ruiz de la Peña, «La verdad, el bien y el ser» 1994, 47. El libro que comenta de
este autor es W. Pannenberg, Antropología en perspectiva teológica, cuya primera edición en
alemán es de 1983.
286
W. Pannenberg, Antropología en perspectiva teológica, 90; citado por J.L. Ruiz de
la Peña, «La verdad, el bien y el ser», 48.
287
La concepción trascendental de verdad coincide para Kolakowski con su uso común,
en el que «se predica ese concepto [verdad] de las proposiciones que reflejan la realidad tal cual
es. En dicho uso se está suponiendo, por tanto, que lo que es verdadero lo es aun cuando nadie
lo sepa. Hay un orden objetivo, consistente, firme; por eso puede haber aserciones igualmente
consistentes y firmes que lo expresen […] frente a esta concepción “trascendental” de la verdad,
está la concepción meramente operativa o empirista, propia de la racionalidad científica. Ko-
lakowski la rechaza…» (J.L. Ruiz de la Peña, «La verdad, el bien y el ser» 1994, 51).
288
J.L. Ruiz de la Peña, «La verdad, el bien y el ser» 1994, 52.
128 personas por amor
289
J.L. Ruiz de la Peña, «La verdad, el bien y el ser» 1994, 54, citando a Kolakowski,
Si Dios no existe..., 215.
290
A. Cortina, Ética mínima. Esta autora había participado en el simposio al que perte-
nece el artículo que hemos comentado de 1993 (J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre el contencioso
hombre-Dios y sus secuelas éticas» 1993), y había realizado algunas acotaciones de réplica a la
intervención de nuestro autor (A. Cortina, «Modelos éticos y fundamentación de la ética») que
son contestadas al final de este artículo.
291
J.L. Ruiz de la Peña, «La verdad, el bien y el ser» 1994, 56.
CAP. II: Persona como afirmación axiológica 129
Nos hemos detenido en este texto porque refleja bien el proceso por el
que el dato teológico acaba entrando en la fundamentación de la ética que
comienza siendo no específicamente religiosa. Pero en realidad, lo que más
nos interesa para nuestra investigación es que el dato persona-valor absolu-
to es visto por estos autores, con anuencia de Ruiz de la Peña, no como un
dato autofundado, sino como una realidad que encuentra su fundamento en
Dios, o mejor, en la vinculación del hombre a Dios. En palabras que Ruiz
de la Peña toma también de Adela Cortina «El “fundamento total” de la
moralidad es “la afirmación de que cada persona es valiosa por ser persona,
pero la determinación de que sea persona exige la mediación de Dios”»293.
Nuevamente, como nos ha ocurrido hasta ahora, el concepto «persona»
expresa el valor absoluto del individuo concreto, pero este valor absoluto no
nos aparece como racionalmente demostrable en el contexto de una racio-
nalidad meramente empírica, que opera con los datos intramundanos, sino
que está anclado en la relación con el valor absoluto que es Dios.
Culminamos así una de las etapas de nuestro recorrido. En ella hemos
hablado del uso del término persona para designar la dignidad del ser huma-
no. Esta dignidad absoluta del ser humano concreto (dignidad personal) la
hemos contemplado como el último escalón de una serie en la que reconoce-
mos al hombre como criatura de Dios, cualitativamente superior a todas las
demás por voluntad de Dios y que alcanza un valor absoluto, más allá inclu-
so de la muerte, por la vinculación que el mismo Dios ha querido establecer
con ella, convirtiéndola en su interlocutor, y afirmándola definitivamente.
Proseguimos ahora con otros aspectos del uso del término persona, en
concreto abordaremos ahora la vinculación entre persona y libertad.
292
J.L. Ruiz de la Peña, «La verdad, el bien y el ser», 56. Las citas entrecomilladas
corresponden a A. Cortina, Ética mínima; los números entre paréntesis indican las páginas de
esta obra.
293
J.L. Ruiz de la Peña, «La verdad, el bien y el ser» 1994, 57. Las citas entrecomilla-
das corresponden a A. Cortina, Ética mínima, 260.
Capítulo III
Persona y libertad
1
R. Garrigou-Lagrange, Las fórmulas dogmáticas, 49. La afirmación está hecha en
el contexto de la fórmula cristológica, pero su origen es antropológico y se afirma con la preten-
sión de su validez en ámbito trinitario (expresamente afirmada). Como se verá, no pretendemos
presuponer la validez de la afirmación, sino traer a colación la inclusión de la nota «libertad» en
el concepto «persona».
2
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 154.
3
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 187-203.
132 personas por amor
Para esta tarea uno de los primeros datos que nos salen al encuentro es
el hecho de que en no pocas ocasiones Ruiz de la Peña gusta de presentar
la persona en oposición a la naturaleza, como dos elementos en tensión dia-
léctica. Estos dos términos forman un tándem que atraviesa la obra entera
de nuestro autor. La primera referencia a este binomio la encontramos en
su tesis doctoral, allí afirma Ruiz de la Peña que el uso de este binomio
(naturaleza-persona) es «uno de los rasgos más característicos de la antro-
pología rahneriana»4. La última referencia que encontramos de la dialéctica
naturaleza-persona corresponde a 1995, donde nos invita a preguntarnos si
«el mundo ¿es el reino de lo natural o de lo personal? [y concluye que] Los
binomios determinismo-indeterminismo, azar-necesidad, debatidos hoy por
físicos y biólogos, esconden en el fondo el binomio naturaleza-persona o,
si se prefiere, naturaleza-creación»5.
Este dato nos empuja a pensar que para comprender la vinculación de
persona y libertad en nuestro autor es pertinente examinar con anterioridad
la dialéctica rahneriana naturaleza-persona, puesto que en ella el elemento
«persona» aparece prácticamente identificado con la «libertad». En esta
etapa comprobaremos como a pesar de los elementos comunes existentes,
incluido el uso de las mismas palabras, no puede decirse que se haya asu-
mido tal cual la terminología rahneriana.
Por otra parte, asistiremos a una progresiva concreción del concepto de
libertad, así como de su vinculación con el concepto «persona». Recorrere-
mos un camino que va desde la afirmación de la libertad frente a los deter-
minismos cientifistas, pasando por el concepto de libertad como facultad
entitativa, compartido con múltiples autores humanistas, hasta llegar a la
definición de un concepto propiamente cristiano de libertad. En este amplio
arco conceptual no es posible decir que todos sus puntos estén igualmente
vinculados a la personalidad6.
4
J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 226. Ruiz de la Peña, siguiendo
las indicaciones del propio Rahner subraya la correspondencia de estos conceptos «con los ex-
presados por Heidegger con los términos “Befindlichkeit” y “Verstehen”» (ibid., nt. 50); en su
valoración crítica de la teología rahneriana de la muerte insiste nuevamente nuestro autor sobre
el origen Heideggeriano de la temática persona-libertad (ibid., 266).
5
J.L. Ruiz de la Peña, Crisis y Apología de la fe 1995, 153; J.L. Ruiz de la Peña,
«Naturaleza, libertad y sentido» 1997, 152.
6
Propiamente es el término «persona» el objeto de nuestro interés pero no cabe duda de
que su partner, «naturaleza», merece también una cierta atención. Ésta pasa por ser una de las
CAP. III: Persona y libertad 133
Quedan así perfiladas las dos etapas de este capítulo que ahora nos
disponemos a desarrollar: en primer lugar recogeremos algunos materiales
de la antropología de Rahner y de su interpretación por parte de Ruiz de la
Peña que nos servirán de clave de lectura para, en segundo lugar, describir la
relación entre libertad y persona, así como las características de la libertad,
en la obra de Ruiz de la Peña siguiendo en este caso un recorrido cronoló-
gico.
palabras más polisémicas del mundo de la filosofía, y por ende de la teología; se han recogido
más de 29 significados distintos de «naturaleza» y «natural» (A. Rodríguez Luño, Ética ge-
neral, 245; cit. por J.M. Burgos, Antropología: una guía para la existencia, 55). También en la
obra de Ruiz de la Peña esta palabra tiene un contenido variado y complejo: desde el significado
preciso que la dialéctica «persona-naturaleza» tiene en la obra de Rahner, y que recoge nuestro
autor en su texto de 1971, hasta el valor mucho más amplio y general que Ruiz de la Peña le
concede en 1995, se ha producido un verdadero desplazamiento de significado cuyo alcance no
sería ocioso determinar. Sin ánimo de ser exhaustivos, podemos hablar de un grupo de textos
en el que «naturaleza» denota «lo más propio de una realidad», en oposición a aquello que es
adventicio o meramente circunstancial; así, por ejemplo la «relación» pertenece a la «naturale-
za» del hombre (J.L. Ruiz de la Peña, «El pecado original. Panorámica de un decenio crítico»
1969, 415), o la «racionalidad y la libertad» pertenecen a la «naturaleza humana» (J.L. Ruiz de
la Peña, El hombre y su muerte 1971, 124); La «naturaleza humana es psicosomática» (J.L.
Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 366), o la «propia de un ser espiritual» (J.L.
Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 392), o la muerte es «por su propia naturaleza»
el final del estado de prueba (J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 187). Fuera
de estos textos, si descontamos aquellos en los que tiene un sentido técnico-escolástico –para
describir la unión hipostática (J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 40) o la
naturaleza pura, en oposición a la gracia (J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971,
275.279.302)– en la mayoría de las ocasiones, la «naturaleza» aparece más o menos identificada
con el reino de la necesidad, donde se mueven lo físico y lo biológico, también lo biológico del
hombre, en oposición a la «libertad», a la «historia» como construcción humana (J.L. Ruiz de
la Peña, «El pecado original. Panorámica de un decenio crítico» 1969, 406; J.L. Ruiz de la
Peña, El hombre y su muerte 1971, 146); opuesto en definitiva a lo humano que es capaz de
superar lo biológico aunque lo integre (J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 124.
235). En resumen, aunque el concepto se haga más amplio y difuso, sigue denotando de alguna
manera ese elemento de resistencia que la libertad debe integrar y superar. Acepción que, por
otra parte, es la nota fundamental del concepto rahneriano de naturaleza.
134 personas por amor
7
Signo de esa influencia podría ser el volumen homenaje (de 693 pp.) publicado con
motivo de su 70 cumpleaños en el que participan 28 autores (incluido Ruiz de la Peña) y en
cuya contraportada reza: «Homenaje a Karl Rahner de la Universidad Pontificia Comillas y de
los discípulos y amigos de España y latinoamérica» (A. Vargas-Machuca, Teología y mundo
contemporáneo). H. Vorgrimler hablaba en 1985 de que «también son numerosos en España
–y no sólo entre los jesuitas– los que se mantienen fieles a su pensamiento» (H. Vorgrimler,
Entender a Karl Rahner, 160). Y el mismo autor, refiriéndose de modo general a la influencia
de Rahner afirma algo que es también aplicable a la situación española: «las ideas centrales de
Rahner han cobrado tal carta de naturaleza entre los cristianos interesados por las cuestiones teo-
lógicas que muchos de ellos ni siquiera tienen conciencia de que se las deben a él» (ibid., 159).
8
La primera vez que Ruiz de la Peña aborda la descripción de la antropología de K.
Rahner la encontramos en el capítulo VII de su Tesis Doctoral publicada en 1971 (J.L. Ruiz de
la Peña, El hombre y su muerte 1971, 217-268, especialmente en las pp. 217-230); éste capí-
tulo fue reproducido este mismo año en J.L. Ruiz de la Peña, «La muerte en la antropología
de K. Rahner»; el contenido de este artículo será sustancialmente recogido en J.L. Ruiz de la
Peña, «La muerte-acción en la teoría de la opción final y en K. Rahner» 1975 y J.L. Ruiz de
la Peña, «Espíritu en el mundo» 1976; donde introduce la pequeña reseña biográfica a la que
hacemos referencia.
9
J.L. Ruiz de la Peña, «Espíritu en el mundo» 1976, 180-182. Allí podemos leer
frases como las siguientes: «su actividad de publicista y conferenciante le situará a la cabeza de
la teología católica contemporánea» (181); «Rahner es profesor de dogmática en Münster, don-
de prosigue incansablemente una reflexión que sin perder un ápice de su modernidad, le sitúa
hoy entre los clásicos del pensamiento cristiano» (ibid.); «el vigor de esta obra admirable y su
evidente poder de sugestión brotan de una excepcional capacidad de síntesis. Rahner, que es un
sólido conocedor de la patrística y la teología medieval, se ha impuesto la tarea de repensar los
grandes temas de la tradición cristiana. Repensar y no repetir: he ahí la diferencia de su magis-
terio y el de los profesores de sus años escolares…» (ibid.).
10
Cf. supra p. 37. nt. 34. También hemos comentado la influencia de Rahner a la hora de
valorar el diálogo con el pensamiento no creyente (cf. p. 101 nt. 178).
CAP. III: Persona y libertad 135
11
Se trataba entonces de controversias en las que nuestro objetivo era simplemente de-
terminar la posición de Ruiz de la Peña.
12
Esta opción provocará algunas repeticiones. A la paciencia indulgente del lector enco-
mendamos esta circunstancia que, por los motivos expuestos, consideramos inevitable en este
caso.
13
K. Rahner, Escritos de Teología I (379-416); esta es la fuente que usa Ruiz de la Peña
en su tesis doctoral para presentar dicha tensión, aunque él cita la edición original alemana de
1958. Este artículo parte de la complejidad del concepto propiamente teológico de concupis-
cencia, señala críticamente las deficiencias del concepto habitualmente usado y propone una
«formulación nueva» a partir del concepto de libertad humana y de la tensión entre «naturaleza»
y «persona», entendida ésta en el sentido preciso que mostraremos.
14
K. Rahner, Escritos de Teología I, 395.
136 personas por amor
15
K. Rahner, Escritos de Teología I, 395, nt. 14. El resto de la nota distingue el con-
cepto de naturaleza del homólogo usado en la teología «eclesiástica y escolástica en las explica-
ciones de la Trinidad y de la unión hipostática», sin dejar de señalar sus conexiones, algunas de
las cuales tienen para nosotros cierto interés, como la distinción «pecatum naturae y peccatum
personae».
16
K. Rahner, Escritos de Teología I, 397. El artículo concluye con la explicación del
sentido propiamente teológico de concupiscencia a partir de la tensión presentada.
17
K. Rahner, «El Dios trino como principio y fundamento trascendente de la historia
de la salvación» incluido en J. Feiner – Löhrer, dir., Mysterium Salutis., 2/1 (360-449) que
citamos por la primera edición en español de 1969.
CAP. III: Persona y libertad 137
18
Cf. K. Rahner, «El Dios trino como principio y fundamento trascendente de la his-
toria de la salvación», 386ss. Para una lectura crítica de la teología trinitaria de Rahner en el
contexto de la problemática del concepto «persona» y su aplicación a «los tres» de la Trinidad
puede leerse con provecho el capítulo segundo de L.F. Ladaria, La Trinidad, misterio de co-
munión, donde se encuentran también analizadas posiciones en la misma línea de Rahner (K.
Barth), así como las propuestas alternativas (J. Moltmann, H. Mühlen, H. U. von Balthasar);
especialmente dedicadas a Rahner están las pp. 98-106.
19
K. Rahner, «El Dios trino como principio y fundamento trascendente de la historia
de la salvación», especialmente 432-440. Una presentación de la cuestión resumida en términos
casi telegráficos es presentada por el propio autor en K. Rahner, Curso fundamental sobre la fe,
167s.
20
El autor alemán se encarga de subrayar estas dificultades con verdadera insistencia.
Nos previene, por ejemplo, del error que supone partir «con excesiva seguridad de la suposi-
ción de que ya sabemos claramente lo que significa “persona” e “hipóstasis” cuando aplicamos
estos conceptos a la “Trinidad” de Dios y a Cristo, y de que cuando aplicamos el concepto de
“persona” en cristología tiene sencillamente el mismo sentido que al hablar de la Trinidad» (K.
Rahner, «El Dios trino como principio y fundamento trascendente de la historia de la salva-
ción», 373s); en las pp. 386s, 397, 411 y 434, nos advierte de la tendencia casi inevitable a ma-
linterpretar el término en el sentido triteísta; en 394 advierte del problema que genera el uso, del
par fundamental de conceptos persona y esencia cuando no se especifica claramente su sentido,
de los dos términos el más problemático en este contexto, nos dirá, es el de persona (397); por
último al hablar de la historia del concepto en su relación con las distintas corrientes filosóficas
antiguas la califica de complicadísimo problema (436, nt. 117).
21
K. Rahner, «El Dios trino como principio y fundamento trascendente de la historia de
la salvación», 387.
138 personas por amor
22
Cf. supra nt.15.
23
K. Rahner, «El Dios trino como principio y fundamento trascendente de la historia de
la salvación», 387.
24
K. Rahner, «El Dios trino como principio y fundamento trascendente de la historia de
la salvación», 398.
25
K. Rahner, «El Dios trino como principio y fundamento trascendente de la historia de
la salvación», 422.
26
K. Rahner, «El Dios trino como principio y fundamento trascendente de la historia
de la salvación», 437. Este uso es subrayado críticamente por Ladaria: «En realidad, y no es una
novedad ponerlo aquí de relieve, K. Rahner usa el concepto moderno de persona no para las
“personas” sino para Dios en su unidad. Evidentemente este proceder no parece del todo afor-
tunado» (L.F. Ladaria, La Trinidad, misterio de comunión, 102). También añade Ladaria la si-
guiente anotación sobre el alcance de la propuesta: «Las propuestas de K. Barth y de K. Rahner
no han encontrado gran acogida ni en el campo protestante ni en el católico. En ciertas ocasiones
además, de modo más o menos declarado, los intentos que se proponen se colocan explícitamen-
CAP. III: Persona y libertad 139
te en contraposición con la línea de los dos pensadores» (ibid. 106). En honor a la verdad, hay
que dejar claro que Rahner no pretende la «supresión» del término persona en su aplicación a
«los tres de la Trinidad», pero ciertamente, plantea la necesidad de explicarlo de tal manera que
no pueda ser confundido con el concepto común o moderno de persona. Como expresión de esta
explicación de las personas en la Trinidad propone, siguiendo a Barth, un termino (Seinweise)
que podríamos traducir como «modos de ser» (cf. (K. Rahner, «El Dios trino como principio y
fundamento trascendente de la historia de la salvación», 436-439).
27
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 154-166; especialmente 157. Cf. tam-
bién nuestras pp. 20-20.
28
J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 226, nt. 50; donde remite a los
términos Verstehen (comprender) y Befindlichkeit (encontrarse) como antecedentes heideggeria-
nos de las «persona» y «naturaleza» rahnerianas (cf. ibid., 81).
29
Aplicable, aunque el propio Rahner no lo haga expresamente nunca para evitar con-
fusiones, como él mismo aclara: «Esta única conciencia [en Dios] constituiría una única per-
sona (absoluta) sólo para aquél que presupusiera de nuevo en toda esta cuestión el concepto
moderno de persona y que de esta manera no haría sino sembrar confusiones en este problema»
(K. Rahner, «El Dios trino como principio y fundamento trascendente de la historia de la sal-
vación», 435, nt. 116). El subrayado es nuestro.
30
El significado de persona en la Trinidad es explicado por Rahner en «El Dios trino
como principio y fundamento trascendente de la historia de la salvación», 436-438, donde pro-
pone el término Seinweise tomado de K. Barth como concepto explicativo, que no sustitutivo,
140 personas por amor
del término persona en la Trinidad. En las citadas páginas podemos encontrar expresiones como
las siguientes: «[Seinsweise] viene a decir sencillamente lo mismo que la descripción de “perso-
na” que hace Tomás» (ibid, 437); «si la persona divina como tal consiste en una relatio y todo lo
“absoluto” en Dios es estrictamente idéntico, la palabra “forma” no tiene propiamente por qué
chocarnos» (ibid. 438); y por último «con este concepto [Seinsweise], que no pretende ser otra
cosa que una explicación de lo que significa el concepto de persona en la doctrina de la Trinidad,
[…] no se intenta acabar con el uso del concepto de persona. Pero el uso conjunto de ambos
podrá servirnos para superar el prejuicio de que resulta claro y evidente lo que quiere decir
“persona”, y sobre todo lo que quiere decir “persona” en la doctrina de la Trinidad. Porque si en
esta doctrina […] se parte de este prejuicio, es muy difícil de evitar un triteísmo latente, aunque,
como es natural no se haga reflejo» (ibid. 441).
31
Ya hemos señalado la problematicidad y la falta de recepción en la teología posterior
de la opción rahneriana (vid. supra p. 138. nt. 26).
32
Al no haber tratado expresamente Ruiz de la Peña la teología trinitaria, no viene al
caso abordar una cuestión que, en caso contrario, tendría sumo interés; a saber, si su concepto de
persona supera las cauciones que Rahner pone al uso del concepto de persona en la Trinidad de
cara a evitar una interpretación triteísta.
33
Seguiremos la exposición del propio Rahner en K. Rahner, Curso fundamental sobre
la fe, 121-136. Por la naturaleza de este texto (una introducción al concepto de cristianismo) y
por tratarse de una obra de madurez, en la que el autor tiene delante la totalidad de su propia
teología, permite un acceso introductorio al pensamiento de Rahner en múltiples campos. Este
acercamiento, a pesar de ser sintético, en ocasiones casi telegráfico, es suficiente para nuestro
objetivo, y nos libera de un estudio más amplio, que desbordaría con mucho las posibilidades
de nuestro trabajo. El lector interesado, puede encontrar una presentación más amplia en los
diferentes artículos sobre el tema incluidos en la colección Escritos de Teología: K. Rahner,
«Libertad en la Iglesia», K. Rahner, «Dignidad y libertad del hombre», K. Rahner, «Teolo-
gía del poder», K. Rahner, «El mandamiento del amor entre los otros mandamientos», y muy
especialmente K. Rahner, «Teología de la libertad». En la medida de lo posible intentaremos
mostrar la correspondencia de las ideas expuestas con referencias de este último artículo.
CAP. III: Persona y libertad 141
34
K. Rahner, Curso fundamental sobre la fe, 121; cf. K. Rahner, «Teología de la liber-
tad», 211s.
35
Entendemos aquí objeto en un sentido amplio, ya que objeto de elección pueden ser no
sólo cosas, sino situaciones, acciones…, en oposición al sujeto de la elección.
36
Cf. K. Rahner, Curso fundamental sobre la fe, 122.
37
K. Rahner, Curso fundamental sobre la fe, 121; cf. K. Rahner, «Teología de la liber-
tad», 215s.
38
La creencia en una libertad que se encuentre «detrás de una temporalidad histórica
meramente física, biológica, externa», y que «sería una concepción gnóstica de la libertad» es
considera como un error, a pesar de contar con fundamentos objetivos que induzcan a él (cf. K.
Rahner, Curso fundamental sobre la fe, 122). En esta conjunción entre unidad y temporalidad
del acto de libertad encuentra su fundamento la historicidad del concepto «persona» al que hare-
mos referencia más adelante.
39
K. Rahner, Curso fundamental sobre la fe, 122. Los subrayados son nuestros.
40
K. Rahner, Curso fundamental sobre la fe, 123.
142 personas por amor
Sin embargo, junto a este momento que representa la libertad, «el hom-
bre es bajo múltiples aspectos el ser expuesto a la necesidad»43. Esta última
afirmación tiene consecuencias éticas, hasta el punto de que,
41
K. Rahner, Curso fundamental sobre la fe, 123s.; cf. K. Rahner, «Teología de la
libertad», 216-220.
42
K. Rahner, Curso fundamental sobre la fe, 124.
43
K. Rahner, Curso fundamental sobre la fe, 125. En esta dicotomía entre libertad tras-
cendental y necesidad, resulta imposible no reconocer la tensión persona-naturaleza. Cf. infra.
44
K. Rahner, Curso fundamental sobre la fe, 125. El subrayado es nuestro. Cf. K. Rah-
ner, «Teología de la libertad», 225-228.
CAP. III: Persona y libertad 143
45
Datos previos que constituyen la naturaleza, y cuyo conflicto nunca resuelto con la
decisión libre (persona) constituye la base del concepto teológico de concupiscencia.
46
Insertado en coherencia con el contexto para evitar el anacoluto existente en la traduc-
ción española.
47
K. Rahner, Curso fundamental sobre la fe, 126.
48
J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 218-230. Existen sucesivas reedi-
ciones de este capítulo como artículo independiente (Vid supra p. 134 nt. 8).
144 personas por amor
49
«“Toda teología es antropología y viceversa”; la idea, bajo una u otra forma, es repeti-
da incansablemente por Rahner y da fe de la intensidad con que su autor siente el problema del
hombre como tema teológico» (J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 218).
50
J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 218. Excepción hecha de K. Rah-
ner, Geist in Welt y de K. Rahner, Hörer des Wortes, a las que cita por sus ediciones revisadas
por J.B. Metz, de 1957 y 1963 respectivamente. En cualquier caso, aunque estos «dos primeros
libros contienen en germen los desarrollos posteriores, el objetivo de ambos (una metafísica de
la función cognoscitiva y una filosofía de la religión respectivamente) es demasiado específico
para que puedan cubrir todo el ámbito de la encuesta antropológica. Rahner ha trazado poste-
riormente cuadros más completos, pero siempre a modo de esquemas orientadores o preparato-
rios, cuyos elementos elabora por separado en escritos de todo tipo» (J.L. Ruiz de la Peña, El
hombre y su muerte 1971, 218).
51
Cf. J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 219.
52
«Rahner, de acuerdo con Barth, piensa que no se tendrá cabal noticia de lo que el hom-
bre es sin la noticia sobre el hombre-Jesucristo. La encarnación es “el caso supremo e irrepetible
de la realización esencial de lo humano”; lo que la teología llama “potencia oboedientialis” no
es una posibilidad más, junto a otras, de nuestra naturaleza; “fácticamente es idéntica a la esen-
cia del hombre”» (J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 219).
53
J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 220.
CAP. III: Persona y libertad 145
54
J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 220.
55
Esta adscripción la realiza Ruiz de la Peña «simplificando mucho la cuestión» (J.L.
Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 221) por lo que no habría que juzgarla de modo
muy exigente. Estas dos obras, que Ruiz de la Peña cita por su segunda edición alemana, son las
excepciones a las que hacíamos referencia en la nt. 50, donde se dan las referencias pertinentes.
56
J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 221.
57
«Según Rahner, habría que proponer la unidad alma-cuerpo de tal modo que aparezca
como imposible la autorrealización del espíritu al margen de la materia, y esto no sólo en un
determinado momento de su historia, sino siempre y necesariamente» (J.L. Ruiz de la Peña,
El hombre y su muerte 1971, 224).
58
J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 224. Está claro que este párrafo
no implica una negación de la corporalidad, sino la afirmación de que el cuerpo sólo llega a ser
tal por la acción informante del alma, sin la cual no sería propiamente cuerpo. Sobre la origina-
lidad del planteamiento tomasiano en el contexto de la teología medieval, puede verse «el escán-
dalo de la unicidad del alma humana» en J. Cruz Cruz, ¿Inmortalidad del alma o inmortalidad
del hombre?, 40-46.
146 personas por amor
nicación con el tú, apertura hacia Dios»59. Y con ello llegamos por fin al
momento en el que Ruiz de la Peña describe la dialéctica rahneriana natu-
raleza-persona. La cual presenta a su vez como el polo dialéctico situado
frente a la unidad en la que había insistido hasta ese momento. Transcribi-
mos el párrafo en su totalidad, incluidas sus notas a pie de página.
59
J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 226. Sobre este triple estrato vol-
veremos más adelante, cuando hablemos del término persona como concepto relacional, una de
las claves del pensamiento antropológico de Ruiz de la Peña.
60
[Nt. 50 en el original]. «Dado que el propio Rahner nos pone sobre la pista, no es
difícil identificar estos conceptos con los expresados por Heidegger con los términos “Befindli-
chkeit” y “Verstehen”».
61
[Nt. 51 en el original] «K. Rahner, Schriften zur Theologie I, 393, nota 1».
62
[Nt. 52 en el original] «K. Rahner, Schriften zur Theologie 392ss: en este continuo
desfase consiste, según Rahner, la concupiscencia como noción teológica. No podemos detener-
nos en el examen del concepto rahneriano de persona. Baste señalar que, al igual que Schmaus,
y frente a la concepción protestante, Rahner ve el fundamento de la personalidad en la espiritua-
lidad: LTK I, art. Anthropologie, col. 625».
63
J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 226.
CAP. III: Persona y libertad 147
64
Cf. nota 60.
148 personas por amor
65
Vid. supra pp. 48ss.
66
J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 227. Una conexión explícita entre
historia y libertad puede encontrarse en K. Rahner, «Teología de la libertad», 219.224.
67
No son pocas las ocasiones en las que Ruiz de la Peña hablará de la tensión entre «na-
turaleza» e «historia». Donde la historia se presenta como la expresión de las decisiones libres,
frente a una naturaleza regida meramente por leyes físico-químicas.
68
La cuestión de la historicidad como elemento integrante del concepto «persona» me-
rece un comentario, puesto que podemos vincularlo a la comprensión dinámica del concepto
«persona» que encontraremos también en Ruiz de la Peña: el hombre no sólo es persona, sino
que se realiza como persona históricamente.
CAP. III: Persona y libertad 149
Añade además una tercera nota, en la que vuelve a aparecer nuestra dia-
léctica naturaleza-persona. Se trata de la limitación de la libertad humana.
69
J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 228.
70
Al menos en su acepción antropológica, añadiríamos nosotros.
71
J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 227.
72
J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 227. La cita entrecomillada co-
rresponde a K. Rahner, Schriften zur Theologie IV p. 474, que el autor cita por la edición de
1958.
150 personas por amor
73
J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 227.
74
K. Rahner, Escritos de Teología I, 393.
75
K. Rahner, Escritos de Teología I, 3393.
76
El lector interesado puede encontrar una explicación resumida del modo como Rahner
entiende la Libertad en cuanto existencial humano en lo que hemos llamado su doble radicali-
dad en K. Rahner, Curso fundamental sobre la fe, 121-136.
77
No me resisto a traer a colación la conexión que esta nota del concepto «persona»
pudiera tener con el concepto zubiriano de persona como «suidad» (cf. X. Zubiri, El hombre y
Dios, 48s).
78
No es necesario repetir que según Ruiz de la Peña la muerte es el momento límite en
el que la tensión se resuelve (cf. J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 226). La
alusión a la muerte como momento de la resolución de esta dialéctica, especialmente pertinente
en la obra de Ruiz de la Peña, por su propia temática, tiene para nosotros una importancia menor.
CAP. III: Persona y libertad 151
79
Conviene señalar, para evitar malentendidos, que esta gradualidad del concepto «per-
sona» no es aplicable a los elementos axiológicos. En el sentido axiológico decir persona corres-
pondía a afirmar el valor absoluto del individuo concreto. El absoluto no admite grados, es o no
es (vid. infra nt. 97).
80
J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 228. El texto incluye una nota
sobre la dificultad subrayada por Rahner «de distinguir netamente entre naturaleza pura y natu-
raleza concreta histórica» (ibid. nt. 59).
152 personas por amor
81
J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 229. Incluye una referencia a K.
Rahner, Schriften zur Theologie IV, 410.
82
Este rasgo de la prioridad del futuro será recogido en la escatología de Ruiz de la Peña
(cf. J.L. Ruiz de la Peña, «En torno al concepto de escatología» 1974, especialmente 470).
CAP. III: Persona y libertad 153
vez más lúcidamente… El hombre deviene, cada vez más, sujeto, deviene en
progresión ascendente lo que siempre fue: es ser que dispone de sí». Pero eso
significa también que el hombre tiene que saber sobre su futuro porque es en
devenir hacia él, y que ese saber anticipador ha de ser un elemento del saber
acerca de su presente. O dicho de otro modo: «el porvenir tiene que ser ahí
(da sein) verdaderamente»83.
83
J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 229s. Las citas entrecomilladas
pertenecen a K. Rahner, Schriften zur Theologie IV, 475s y 412ss respectivamente. Las remi-
niscencias heideggerianas de estas ideas sobre la temporalidad saltan a la vista.
84
J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 229, nt. 67. Allí remite a K. Rah-
ner, Hörer des Wortes, 165.
85
Libertad en el sentido trascendental (vid. supra pp. 140ss.). Este vínculo, expresado a
veces como sinonimia, entre libertad y persona no ha de hacernos pensar en la naturaleza como
algo en total contradicción con la persona. La libertad se ve limitada por los elementos previos
(la persona por la naturaleza) pero, a la vez, se ve posibilitada por ella. Sin la naturaleza, la
libertad carecería de punto de apoyo. Utilizando el tópico, el aire, para las aves, no sólo ofrece
resistencia al vuelo sino que lo posibilita, hasta el punto de que sin él el mismo vuelo sería im-
posible; así, por ejemplo, para Rahner «sólo encarnándose puede el espíritu humano llegar a ser
él mismo» (J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 224).
86
Estos dos últimos, junto con la de la propia finalidad, los encontrará también nuestro
autor como rasgos propios de la persona en la teología de Schmaus (J.L. Ruiz de la Peña,
El hombre y su muerte 1971, 198). Me permito llamar la atención, aunque sea en nota, de la
ausencia en la descripción de Ruiz de la Peña del vínculo entre libertad y amor, expresamente
formulado por Rahner (K. Rahner, «Teología de la libertad», 220-225) y que tendrá muchísima
importancia cuando más adelante el teólogo español, la incluya entre los tres elementos que
constituyen la «noción cristiana de libertad» (cf. J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988,
203).
154 personas por amor
resto de la obra de Ruiz de la Peña, ver hasta qué punto incorpora este a su
teología los conceptos que hemos visto en su descripción del pensamiento
de Rahner.
87
Burgense 1972, 365-363. El artículo analiza tres obras entonces recientes sobre el pe-
cado original: U. Bauman, Erbsünde?; P. Lengsfeld, Adam und Christus, a la que cita por
su traducción francesa de 1970; y K.H. Weger, Theologie der Erbsünde. Como se ve, las tres
pertenecen al ámbito lingüístico alemán. Para nosotros tendrá interés sobre todo su comentario
a la obra de Weger, así como las conclusiones finales del artículo donde se expresan claramente
las opiniones de Ruiz de la Peña.
88
Esta cercanía es patente incluso en aspectos formales –esta obra incluye un excursus
firmado conjuntamente por ambos autores (Weger y Rahner)–; pero no sólo en ellos, alcanza
también aspectos conceptuales, como la asunción por parte de Weger de la teoría rahneriana
sobre el existencial sobrenatural (cf. J.L. Ruiz de la Peña, «La dialéctica destino-libertad y la
discusión sobre el pecado original» 1972, 354.356).
89
Ruiz de la Peña afirma, por ejemplo: «En nuestra opinión, el trabajo de W[eger] su-
pone un decisivo paso adelante respecto a ensayos anteriores que se movían en la misma línea»
(J.L. Ruiz de la Peña, «La dialéctica destino-libertad y la discusión sobre el pecado original»
1972, 354) y unas líneas más adelante «W[eger] logra mostrar (con una eficacia inédita hasta el
momento) la capacidad de penetración en el más íntimo núcleo de la persona de…» (ibid, 355);
CAP. III: Persona y libertad 155
93
J.L. Ruiz de la Peña, «La dialéctica destino-libertad y la discusión sobre el pecado
original» 1972, 360. Esto es aplicable incluso cuando hablamos de «pecado social», o «pecado
estructural», en el que ciertamente existe siempre uno, o muchos, pecado(s) «personal(es)»,
aunque las estructuras sociales «perversas»: amplifiquen, consoliden, faciliten… la ocurrencia y
las consecuencias de dicho(s) pecado(s).
94
Rahner mismo así lo hace: «El pecado original es pecado de la “naturaleza” porque
precede a la decisión libre del individuo como elemento del ámbito (“situación”) dentro del cual
el hombre es llamado a su propia decisión “personal” y respecto del cual debe tomar posición»
(K. Rahner, «Sobre el concepto teológico de concupiscencia», 395, nt. 14).
CAP. III: Persona y libertad 157
naturaleza, en la que persona es, como él mismo nos dice, sinónimo de liber-
tad. Es decir, si nuestro autor hubiera hecho propia en su antropología la
terminología de Rahner, sería impensable no haberlo mostrado en este texto
cuando, se encuentra hablando precisamente de la tensión destino-libertad,
a la que esta terminología hace referencia, y cuando esta inclusión habría
tenido la ventaja evidente de dar un sentido nuevo, compatible con su propio
pensamiento, a una expresión extendida.
Cabe sin embargo todavía una pregunta. El hecho de que no haya asu-
mido en bloque la terminología rahneriana ¿significa que no ha incorporado
algunos rasgos del concepto de persona derivados de esta dialéctica? Al
contrario, un párrafo más adelante nuestro autor muestra cómo entiende él
la «analogía» del concepto pecado en la expresión «pecado original». Para
ilustrar su posición habla de la «analogía» del concepto «persona» en un
modo que nos obliga a revisar la que hemos denominado hipótesis de lectu-
ra del párrafo anterior. Transcribimos el texto por extenso antes de continuar
comentándolo.
95
J.L. Ruiz de la Peña, «La dialéctica destino-libertad y la discusión sobre el pecado
original» 1972, 360. Este argumento vuelve a aparecer en J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios
1991, 192. Allí insiste con dos notas a pie de página en el carácter real de la condición de perso-
na del recién nacido. Especialmente significativa es la nota 69 en la que transcribe con subraya-
dos propios, la siguiente cita: «Ser persona, evidentemente no es simplemente ser una realidad
inteligente y libre. Tampoco consiste en el ser sujeto de sus actos. La persona puede ser sujeto,
pero porque ya es persona, y no al revés» (X. Zubiri, El hombre y Dios, 49); con ella queda
relativizada la equiparación entre libertad y condición de persona que aparece en el artículo que
venimos comentando.
158 personas por amor
96
Vid supra, nt 95.
97
Merece la pena notar que este elemento progresivo (cuantitativo en un cierto sentido)
no niega el elemento cualitativo en la noción de persona. Desde nuestro punto de vista, esto es lo
que quiere expresar Ruiz de la Peña cuando dice que la personalidad más virtual que actual del
niño es una personalidad real. Si no se establece esta distinción (cualitativa-cuantitativa) cuando
se incorpora la consideración de persona como dignidad nos encontramos con una dificultad que
hace perfectamente comprensible la posición defensiva adoptada por un comentarista de Ruiz de
la Peña: «Frente a estas afirmaciones [que en el niño sólo puede afirmarse que sea persona sólo
en la medida en que llegará a serlo], hemos de señalar que el hombre, desde su concepción, no
sólo es naturaleza sino también persona y que el pecado original (originado) no es una acción
del hombre pecador (en este caso el niño) sino un estado. Creemos que sólo de esta manera
se esclarece por un lado la dignidad propia del ser humano desde la concepción; y por otro,
la necesaria mediación de la gracia para todos los hombres» (C.A. Castro Campolongo, La
antropología teológica en Juan Luis Ruiz de la Peña, 554). Aunque mereciera un estudio más
detallado, vendría al caso la distinción realizada posteriormente por Zubiri, entre personeidad y
personalidad (cf. X. Zubiri, El hombre y Dios, 49-51), que, a pesar de la incomodidad que re-
sulta del neologismo personeidad (cf. J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 176, nt. 83),
CAP. III: Persona y libertad 159
El hombre es, a la vez y por su misma esencia, ser personal y ser social.
En cuanto ser personal, es una libertad responsable; en cuanto ser social, es
una libertad situada. El binomio personalidad-socialidad (al que corresponde
otro: libertad-destino) es el supuesto ineludible de todo ensayo de compren-
sión del misterio del pecado original. Pecado y gracia pueden ser existencia-
les previos a la opción responsable porque la historia del prójimo no es nunca
historia ajena, sino propia, en el sentido en que la persona no deviene tal en un
espléndido aislamiento, sino en y por la sociedad a que pertenece98.
separa claramente el hecho de ser persona en estas dos vertientes, lo que es de modo absoluto
(personeidad), a la que se adscribiría la nota de dignidad personal, y lo que se va adquiriendo
progresivamente, modulándose a lo largo de la vida (personalidad).
98
J.L. Ruiz de la Peña, «La dialéctica destino-libertad y la discusión sobre el pecado
original» 1972, 361. El subrayado es nuestro.
99
El concepto de libertad situada, que Ruiz de la Peña remitía en su momento a Jaspers,
aparecía también como consecuencia necesaria de la tensión rahneriana naturaleza-persona (J.L.
Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 227). Prescindimos ahora de otras considera-
ciones, que si bien no carecen de importancia, nos distraerían de nuestro propósito. Me refiero
al hecho de que Ruiz de la Peña limite aquí la “situación” de la libertad a la socialidad, cuando
en el concepto rahneriano de naturaleza, o en la misma «situación» (Jaspers), confluyen, como
el mismo Ruiz de la Peña nos recordaba en su momento, varios elementos, entre los cuales los
«más importantes son: el pasado histórico, el destino externo configurado por el medio, la cons-
titución biológica» (ibid.).
160 personas por amor
100
Respecto al primer miembro (naturaleza) hemos encontrado menos cercanía. vid. su-
pra nt. 6.
101
Esta primera conclusión sería válida aunque se admitiera que en el texto conviven
(¡en la misma página, sin solución de continuidad y sin ninguna indicación de su diferencia!)
dos conceptos diversos de «persona» (persona=individuo concreto; persona=ser responsable).
Admitir esto sólo sería necesario si no se pudiera mostrar que la afirmación de que «“pecado”
es una realidad predicable sólo al nivel de lo personal» es válida también para el concepto de
persona como «libertad responsable». Esta validez es posible desde la vinculación realizada por
Ruiz de la Peña entre el pecado, en cualquiera de sus formas, y la responsabilidad personal, que
le lleva a leer el pecado original casi exclusivamente, en su relación con los pecados personales
(cf. J.L. Ruiz de la Peña, «La dialéctica destino-libertad y la discusión sobre el pecado origi-
nal» 1972, 361s.).
102
J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre la libertad como postulado de la teología» 1978.
103
«Las páginas siguientes sólo tienen la modesta pretensión de glosar lo dicho por quien
las escribe en el curso de una mesa redonda sobre problemas de antropología […]. No era, pues,
ni lo será ahora, un desarrollo sistemático del tema, sino la oferta de una alternativa, por lo de-
más formulada en términos muy elementales, a concretos cuestionamientos surgidos al hilo del
debate» (J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre la libertad como postulado de la teología» 1978, 483).
CAP. III: Persona y libertad 161
104
J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre la libertad como postulado de la teología» 1978, 483.
105
J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre la libertad como postulado de la teología» 1978, 484.
106
J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre la libertad como postulado de la teología» 1978, 484.
Llama la atención que entre los datos para hablar de la libertad «condicionada» expone algunos
de inequívoco sabor rahneriano «el existencial de perdición», «el existencial de salvación» (vid.
supra nt. 88) y «la noción teológica de concupiscencia» (vid. supra nt. 13,16,45 y 62).
107
J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre la libertad como postulado de la teología» 1978, 484.
108
J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre la libertad como postulado de la teología» 1978, 484.
Este sobrecogimiento lleva, según nuestro autor a la tentación de una libertad absoluta. Como
162 personas por amor
ejemplo de esta tentación en la teología sitúa Ruiz de la Peña la teoría de la opción final a la que
había dedicado un buen número de páginas en su tesis doctoral (J.L. Ruiz de la Peña, El hom-
bre y su muerte 1971, especialmente 328-350), y de la que había intentado separar claramente
la teología de la muerte-acción de K. Rahner (J.L. Ruiz de la Peña, «La muerte-acción en la
teoría de la opción final y en K. Rahner» 1975).
109
Este modo de argumentar de Ruiz de la Peña ya nos es conocido: mostrar las conse-
cuencias implícitas de las afirmaciones de sus adversarios (vid. supra p. 85).
110
J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre la libertad como postulado de la teología» 1978, 486.
No es ocioso señalar cómo este párrafo conecta la libertad con otra de las notas del concepto
«persona», la noción de dignidad, a la que dedicamos el capítulo anterior.
111
J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre la libertad como postulado de la teología» 1978, 485.
CAP. III: Persona y libertad 163
112
J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre la libertad como postulado de la teología» 1978, 487.
Recuérdese la distinción clásica en moral entre actos del hombre y actos verdaderamente huma-
nos.
113
J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre la libertad como postulado de la teología» 1978, 487.
164 personas por amor
Todo lo cual no obsta, empero, para que pueda y deba concederse que
esta soberanía del sujeto sobre sí mismo es una cualidad graduable, variable
en cada caso y (aun dentro del mismo caso) diversamente operativa a tenor
de la diversidad de circunstancias (no otra cosa se quería decir antes cuando
se hablaba de libertad situada). En el límite, es incluso admisible la eventua-
lidad de que un sujeto formalmente libre no pueda actuar materialmente su
libertad114.
114
J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre la libertad como postulado de la teología» 1978, 487.
115
Vid. supra nt. 79 y 97.
116
No nos detenemos, aunque sería interesante, en la vinculación entre la idea de «liber-
tad situada» y la distinción entre la libertad humana y la libertad divina, o la angélica (cf. J.L.
Ruiz de la Peña, «Sobre la libertad como postulado de la teología» 1978, 487), así como en
la conexión con la condición de «espíritu finito» y «espíritu encarnado» propias del ser humano
(cf. K. Rahner, «Sobre el concepto teológico de concupiscencia», 395s. nt. 15).
117
Vid. supra nt. 95.
CAP. III: Persona y libertad 165
sine118 qua non de su tener que responder de sí ante Dios. En realidad, una
comprensión radicalmente autonómica de la responsabilidad humana condu-
ciría, tarde o temprano, al postulado sartriano de la libertad autárquica y desde
ahí, a la irresponsabilidad. Sólo una responsabilidad comprendida teonómi-
camente puede conferir sustancia a la afirmación de una libertad puramente
formal, en la que importarían menos los contenidos de la opción que el hecho
de optar.
119
Salm (1987) 125-146.
120
J.L. Ruiz de la Peña, «La idea de libertad cristiana en la instrucción “Libertatis
conscientia”» 1987, 125.
121
J.L. Ruiz de la Peña, «La idea de libertad cristiana en la instrucción “Libertatis
conscientia”» 1987, 125. Recoge en nota Ruiz de la Peña la opinión del entonces Card. Ratzin-
ger que se lamentaba de que la opinión pública sólo se hubiera centrado en el quinto capítulo
(ibid. nt. 1).
122
J.L. Ruiz de la Peña, «La idea de libertad cristiana en la instrucción “Libertatis
conscientia”» 1987, 128.
CAP. III: Persona y libertad 167
Termina esta primera parte del artículo planteando dos anotaciones crí-
ticas al documento. Una sobre la falta de generosidad de éste en reconocer
los logros de ciertos humanismos no creyentes, en los que «no se ve por qué
no podría darse […] una real aproximación a la recta idea de la libertad»126.
Y la segunda sobre «la relación que el texto establece entre verdad y liber-
tad», de la que afirma que «es ambigua»127, sobre todo por el peligro de que
el lector interprete la verdad, en cuanto fuente de la libertad, en un sentido
meramente noético-cognitivo128.
123
J.L. Ruiz de la Peña, «La idea de libertad cristiana en la instrucción “Libertatis
conscientia”» 1987, 128.
124
N. 27.3, citado por J.L. Ruiz de la Peña, «La idea de libertad cristiana en la ins-
trucción “Libertatis conscientia”» 1987, 128. Ruiz de la Peña recoge también una expresión
equivalente: «el hombre no tiene su origen en su propia acción, sino en el don de Dios que lo ha
creado» (n. 29.1).
125
J.L. Ruiz de la Peña, «La idea de libertad cristiana en la instrucción “Libertatis
conscientia”» 1987, 128. Nuevamente la relación teologal es colocada en primer plano de la
«identidad» y dignidad humanas. Esta insistencia continuará en el párrafo siguiente: «Siendo
el hombre un ser creado, la suya no puede ser una libertad autárquica, que subsiste en tanto que
rechaza toda forma de dependencia ontológica; será “una libertad participada”, que no sólo no
sufre menoscabo por el reconocimiento de la dependencia de Dios, sino que “toma su sentido
y consistencia de Dios y por su relación con Él” (n. 29.2)» (J.L. Ruiz de la Peña, «La idea de
libertad cristiana en la instrucción “Libertatis conscientia”» 1987, 128s.).
126
J.L. Ruiz de la Peña, «La idea de libertad cristiana en la instrucción “Libertatis
conscientia”» 1987, 129.
127
J.L. Ruiz de la Peña, «La idea de libertad cristiana en la instrucción “Libertatis
conscientia”» 1987, 129.
128
Sobre esta posibilidad afirma que «Si se le diese al término un contenido exclusiva-
mente noético-cognitivo, se incidiría además en uno de los errores que la propia LC [Libertatis
168 personas por amor
132
Cf. J.L. Ruiz de la Peña, «La idea de libertad cristiana en la instrucción “Libertatis
conscientia”» 1987, 137. Ruiz de la Peña se hace eco del rechazo de Wilson a «que se le endose
a su cuenta […] la negación de las libertades sociales […] Por lo demás sin mucho éxito» (ibid.).
133
Nuevamente nos encontramos con un método común en la crítica de Ruiz de la Peña.
Se trata de mostrar las afirmaciones del adversario hasta poner de manifiesto las consecuencias
implícitas en ellas (cf. p. 20). Nótese que las consecuencias de la negación de la libertad habían
sido ya expuestas en J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre la libertad como postulado de la teología»
1978, con la misma clasificación, pero sin mostrar las corrientes de pensamiento que proponían
esta negación.
134
J.L. Ruiz de la Peña, «La idea de libertad cristiana en la instrucción “Libertatis
conscientia”» 1987, 137. La cita continúa: «El hombre será un mecanismo que funciona mejor
o peor, más no un núcleo generador de su ser y de su mundo. Desaparece asimismo la preten-
sión, común a todo ser humano, de vivir una vida con sentido, puesto que el sentido resulta de
la elección de un proyecto existencial, elección imposible si no se es el creador responsable del
propio destino, y si no se posee la aptitud de seleccionar y configurar la pluralidad de elementos
que confluyen en la unidad del proyecto».
135
J.L. Ruiz de la Peña, «La idea de libertad cristiana en la instrucción “Libertatis
conscientia”» 1987, 138: «La cuestión de la libertad, en suma, queda ya dirimida, antes de ser
formulada explícitamente, en las cuestiones alteridad, subjetividad responsable, respectividad
dialógica. En un mundo donde nada escapa a la perentoriedad de las leyes físicas o las pulsiones
biológicas, el hombre puede ser un mono que ha tenido éxito o un robot optimizable, pero no
una persona; la idea de libertad sólo merecerá entonces un benévolo encogimiento de hombros».
170 personas por amor
136
J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 228. El subrayado es nuestro.
137
Una identificación expresa hubiera sido, por otra parte, desafortunada. Cuando se
quiere insistir, como hace nuestro autor, en la analogía entre persona humana y persona trinita-
ria, la identificación entre persona y libertad genera muchos más problemas de los que soluciona
(si hay tres personas en Dios, ¿habrá tres libertades?, sabemos que no). Tendrían aplicación
entonces todas las cauciones formuladas por Rahner en torno a la equiparación del concepto
«persona» en antropología y en teología trinitaria (cf. pp. 20ss.; para la problemática en cristolo-
gía puede verse también K. Rahner, Curso fundamental sobre la fe, 342).
138
J.L. Ruiz de la Peña, «La idea de libertad cristiana en la instrucción “Libertatis
conscientia”» 1987, 138. En esta última parte del artículo es donde más claramente se percibe
el vínculo con el artículo anterior («Sobre la libertad como postulado de la teología» 1978), del
que se toman las ideas fundamentales y, en ocasiones, incluso expresiones literales.
139
J.L. Ruiz de la Peña, «La idea de libertad cristiana en la instrucción “Libertatis
conscientia”» 1987, 139.
CAP. III: Persona y libertad 171
La libertad es, pues, entendida como facultad entitativa, más que como
facultad electiva. Ella sería no sólo (ni principalmente) la capacitas eligendi
inter plura/inter oposita, sino la aptitud que posee la persona para disponer
140
J.L. Ruiz de la Peña, «La idea de libertad cristiana en la instrucción “Libertatis
conscientia”» 1987, 138s. (cf. J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre la libertad como postulado de la
teología» 1978, 483).
172 personas por amor
141
J.L. Ruiz de la Peña, «La idea de libertad cristiana en la instrucción “Libertatis
conscientia”» 1987, 140. Esta distinción entre la facultad electiva y la facultad entitativa, en la
que no resulta difícil reconocer la distinción que veíamos en Rahner entre la libertad categorial
(electiva) y la libertad trascendental, es situada por Ruiz de la Peña en la historia de la teología
en la siguiente nota: «Ya S. Agustín distinguía entre la libertas minor (el libre albedrío, la ca-
pacidad de elección) y la libertas maior (o capacidad de realizar el bien con vistas al fin) y Sto.
Tomás señalaba que, si bien no hay libertad sin libre albedrío, aquél[la] es más que éste; siendo
libre, el hombre es causa sui. Con otras palabras, la opción de los valores (opción categorial)
está en función de la opción de sí mismo (opción fundamental)» (ibid. nt. 35).
142
J.L. Ruiz de la Peña, «La idea de libertad cristiana en la instrucción “Libertatis
conscientia”» 1987, 141.
143
J.L. Ruiz de la Peña, «La idea de libertad cristiana en la instrucción “Libertatis
conscientia”» 1987, 141.
CAP. III: Persona y libertad 173
sartriana. Al fin, con los matices señalados, reivindica nuestro autor la exis-
tencia de «un cierto consenso», que parece configurarse
144
J.L. Ruiz de la Peña, «La idea de libertad cristiana en la instrucción “Libertatis
conscientia”» 1987, 141. Este consenso ya lo apuntaba nuestro autor en J.L. Ruiz de la Peña,
«Sobre la libertad como postulado de la teología» 1978, 487. Al presentar estos textos que in-
ciden en el vínculo entre libertad e identidad, no está de más recordar, como ya vimos al hablar
de la dignidad humana (cf. supra pp. 20-20), que la identidad es una de las notas de la noción de
persona, entendida como aquello que nos hace únicos, exclusivos, no intercambiables; identidad
como lo opuesto a lo genérico, al simple número dentro de una serie, al mero ejemplar de la
especie.
145
J.L. Ruiz de la Peña, «La idea de libertad cristiana en la instrucción “Libertatis cons-
cientia”» 1987, 142. Interesante es también la división que nuestro autor hace de los elementos
que sitúan la libertad expresados en la continuación del párrafo: «Para ser libre, el hombre preci-
sa: a) de los condicionamientos previos; sin el estímulo de las situaciones impuestas, la libertad
humana sería una libertad no interpelada, no responsable; pura y simplemente no sería; b) de la
finalidad que orienta el sentido de la opción, sin la que el acto de optar, agotándose en sí mismo
se revelaría arbitra[rio] y, en resumidas cuentas, absurdo» (ibid). El elemento a) no resulta difícil
identificarlo con lo que Rahner denominaba «la naturaleza»; la identificación del elemento b),
174 personas por amor
de «índole paradójica». La libertad del hombre «es una libertad real, pero
delimitada. Y no puede ser de otro modo, dado que él mismo es limitación
constitutiva»146. Por lo cual nos dice que:
De este último texto hay que señalar el nuevo lazo que tiende entre la
libertad y la relación interpersonal. Aquella, nacida de la relación, se orienta
hacia la relación. El sello de la mentalidad personalista se nos ofrece clara-
mente expresado en estas palabras.
Sin embargo, en la presentación de este consenso actual en torno al
concepto de libertad, nos queda todavía una nota más, puesto que «porque
es en orden al fin (al logro de la propia identidad), la libertad tiende a la
definitividad; en todo acto libre late la vocación hacia lo irrevocable»148.
sin embargo, es más delicada, puesto que podría hacerse de él una lectura no religiosa, con lo
cual lo estaríamos haciendo equivaler a la cuestión de la globalidad de la libertad (todo acto libre
tiende en fin, a la totalidad del ser humano, no escogemos cosas, sino que escogemos nuestro
modo de ser y de estar en el mundo), pero cabe interpretarla también en un sentido religioso, en
el que la finalidad no sería inventada por el propio ser humano, sino propuesta por aquel que lo
llama a la existencia. Esta última interpretación, aunque a primera vista parece forzada, cuadra
perfectamente con la opinión expresada por nuestro autor de que es el diálogo con Dios el que
posibilita nuestra libertad (J.L. Ruiz de la Peña, «La idea de libertad cristiana en la instrucción
“Libertatis conscientia”» 1987, 138s). Interpretada en esta segunda forma, se trataría de algo
muy próximo al existenciario sobrenatural de Rahner, con las consecuencias que cabe esperar en
torno a una relación entre gracia y libertad.
146
J.L. Ruiz de la Peña, «La idea de libertad cristiana en la instrucción “Libertatis
conscientia”» 1987, 142.
147
J.L. Ruiz de la Peña, «La idea de libertad cristiana en la instrucción “Libertatis
conscientia”» 1987, 143. Los autores citados son Jaspers, Merleau-Ponty, Bloch, Popper, Ti-
llich, Bultmann, V. Frankl y Zubiri; de los que proporciona las correspondientes referencias.
148
J.L. Ruiz de la Peña, «La idea de libertad cristiana en la instrucción “Libertatis
conscientia”» 1987, 143. Incluye aquí Ruiz de la Peña una referencia a J. B. Metz (J.B. Metz,
CAP. III: Persona y libertad 175
Con otras palabras, hay una forma de dependencia que, lejos de ser
alienante, es liberadora. El reconocimiento de la dependencia de Dios se
resuelve, no en una relación de señor a esclavo, sino en la de padre a hijo
(Rm 8,15.21; Ga 4,3-7) o en la de amigo a amigo (Jn 15,15). Y ello porque
tal reconocimiento acontece en el seno de una relación interpersonal. Toda
experiencia amorosa es liberadora; al polarizar nuestra existencia en torno a
la persona amada nos despega de las cosas. El amor, concentrándonos en lo
realmente importante, nos hace des-prendidos, nos libera para lo esencial. Así
pues, existe una forma de dependencia interhumana (el amor) que implica una
dinámica de liberación. A fortiori será entonces liberadora la dependencia de
ese Tú antonomástico que Dios es para el hombre150.
mos hablar del ser humano como un «mecanismo», más o menos complejo,
pero nunca como un sujeto, como una persona.
Si comprobamos los últimos pasos del recorrido realizado, nos damos
cuenta de que a pesar de la insistencia en el consenso básico con el pensa-
miento secular, hemos llegado a una noción de libertad específicamente teo-
lógica, o al menos, teologal151. Este modo de entender la libertad no puede
ser compartido, y quizá ni siquiera comprendido, por aquellos pensadores
que se sitúan en una perspectiva no creyente, o más específicamente, en una
perspectiva antiteísta. Esta problemática es aceptada por Ruiz de la Peña, el
cual, cuando vincula la libertad con la referencia al tú, «entendida no sólo
como projimidad, sino como genuina fraternidad»152, afirma que en última
instancia, una libertad así entendida «demanda la idea de una paternidad
común al yo y al tú, que posibilite su mutuo hermanamiento en la común
filiación»153. A continuación reconoce expresamente:
Quizá todo esto tenga algo que ver con las dificultades para encontrar
de hecho una concepción atinada de la libertad en las ideologías no teístas.
En un horizonte ateo, se será más proclive a considerar a los hombres como
semejantes que como hermanos (salvo, claro está, en la retórica revoluciona-
ria, que no suele sobrevivir al triunfo, o al fracaso de la revolución). En este
horizonte, la libertad estará siempre en trance de ser malentendida, bien por
una inflexión hacia el subjetivismo egocéntrico (tal es el caso de Sartre), bien
por una comprensión utilitarista o funcional del ser humano como la de las
antropologías reductivas antes recensionadas154.
151
La distinción entre teológico y teologal la tomamos de Zubiri: «Teologal no significa
teológico. Significa que es una dimensión humana que envuelve formal y constitutivamente el
problema de la realidad divina, del Theos […]. Lo teologal es pues, en este sentido, una estricta
estructura humana accesible a un análisis inmediato» (X. Zubiri, El hombre y Dios, 12).
152
J.L. Ruiz de la Peña, «La idea de libertad cristiana en la instrucción “Libertatis
conscientia”» 1987, 144.
153
J.L. Ruiz de la Peña, «La idea de libertad cristiana en la instrucción “Libertatis
conscientia”» 1987, 145.
154
J.L. Ruiz de la Peña, «La idea de libertad cristiana en la instrucción “Libertatis
conscientia”» 1987, 145.
CAP. III: Persona y libertad 177
155
J.L. Ruiz de la Peña, «La idea de libertad cristiana en la instrucción “Libertatis
conscientia”» 1987, 146.
178 personas por amor
individuo concreto nuestro autor nos llevaba a la conclusión que sólo desde
el reconocimiento de la relación con Dios era posible sostener esta afirma-
ción consistentemente. Ahora nuevamente nuestro autor nos lleva al punto
de afirmar que sólo desde el reconocimiento de una relación interpersonal
plenamente liberadora, es posible afirmar la libertad en su sentido más pleno.
También merece la pena que nos detengamos en la evolución que pode-
mos reconocer a la hora de presentar la socialidad en su relación con la liber-
tad. En 1972 encontrábamos afirmaciones en las que parecían oponerse liber-
tad y socialidad. Allí la personalidad entendida como libertad responsable se
veía limitada por la influencia de los demás, lo social venía a identificarse
con la limitación de la propia libertad y hacía de nuestra libertad una libertad
situada, limitada. En este último artículo la relación con los demás (y especial-
mente la relación teologal) se convierte en factor desencadenante de nuestra
libertad. Sin esta relación interpersonal, la libertad se vacía de contenido.
En realidad la contradicción es sólo aparente, provocada por la temática
del primer artículo, en el que la socialidad se presentaba como vehículo de
transmisión del pecado original, lo cual le concedía un matiz negativo. Sin
embargo, al comprender que la libertad situada es la única libertad humana
posible, entendemos también que la socialidad, situando (limitando de cier-
ta forma) la libertad humana, la está posibilitando. Recuérdese que nuestro
autor nos decía que una libertad humana en el vacío, no limitada en absolu-
to, sería simplemente una libertad inexistente156.
156
Por supuesto no entramos a valorar aquí la posibilidad y la existencia de una libertad
divina absoluta.
157
Sobre la actividad humana en el mundo y sobre la cuestión del origen.
CAP. III: Persona y libertad 179
158
Que esta sea la intención del autor lo vemos también en la estructura de un artículo
coetáneo al manual (J.L. Ruiz de la Peña, «Antropología Cristiana» 1988) y que tiene el ca-
rácter de síntesis del mismo. En este artículo, los capítulos sobre la actividad humana y el origen
desaparecen, dando paso al despliegue de la cuestión de la libertad, que en el manual viene
vinculado a la explicación de persona. Por otro lado, hacer pivotar la antropología sobre estos
dos ejes es una opción estable en nuestro autor, como lo prueba el hecho de que ya aparece en el
título de un artículo de 1975 (J.L. Ruiz de la Peña, «Visión cristiana del hombre» 1975), cuyo
subtítulo reza expresamente: «Unidad psicofísica y ser personal».
159
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 153. Los subrayados son nuestros.
160
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 187-203. Como hemos dicho, un resu-
men apretadísimo de este texto se puede encontrar también en J.L. Ruiz de la Peña, «Antropo-
logía Cristiana» 1988, en concreto en las pp. 423-425. Este texto, que procede originariamente
de un ciclo de conferencias pronunciadas en la Universidad de Salamanca (17-19 de octubre de
1988), y ha sido reeditado en varias ocasiones: con el mismo título en una obra colectiva al año
siguiente (AA. VV., El hombre, imagen de Dios, 143-156; para lo referente a la libertad 153-
155), y con el título J.L. Ruiz de la Peña, «Jesucristo y la comprensión del hombre» 1990, en
AA. VV., Jesucristo hoy, 147-161 y póstumamente en el volumen O. González de Cardedal
– J.I. González Faus – J. Cardenal Ratzinger, Salvador del mundo, 133-147, para la cues-
tión de la libertad 143-146.
161
Tan sólo un año de diferencia entre el último artículo comentado (1987) y la primera
edición del manual de antropología teológica 1988. Si tenemos en cuenta la diferente dinámica de
180 personas por amor
166
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 187.
167
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 187, nt 101. El artículo citado es K.
Rahner, «Theologie der Freiheit», del cual existe traducción española: K. Rahner, «Teología
de la libertad».
168
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 201.
169
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 201.
182 personas por amor
170
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 203.
171
El artículo al que hacemos referencia: J.L. Ruiz de la Peña, «Naturaleza, libertad y
sentido», publicado originariamente en 1995 (Igreja e Missâo 1/1995) fue recopilado póstuma-
mente en J.L. Ruiz de la Peña, Una fe que crea cultura 1997, 143-152, lo citaremos por esta
última edición.
172
J.L. Ruiz de la Peña, Una fe que crea cultura 1997, 143-146.
173
J.L. Ruiz de la Peña, Una fe que crea cultura 1997, 146-148.
174
J.L. Ruiz de la Peña, Una fe que crea cultura 1997, 148s.
175
J.L. Ruiz de la Peña, Una fe que crea cultura 1997, 149. Recordamos este modo de
proceder de Ruiz de la Peña, en el que nos muestra que determinadas posiciones de los científi-
cos no son «la posición científica», sino que están marcadas por opciones ideológicas, o mejor
teológicas, tan legítimas o ilegítimas como pueda serlo la opción creyente.
CAP. III: Persona y libertad 183
176
J.L. Ruiz de la Peña, Una fe que crea cultura 1997, 149s.
177
En lo que sigue el artículo está fundamentalmente inspirado en J.L. Ruiz de la Peña,
Crisis y Apología de la fe 1995, 151-153; donde podemos encontrar el significado que el autor
concede a naturaleza en este contexto: que la realidad sea toda ella naturaleza significa que
«subyace globalmente al ciego imperativo de las leyes físicas, dictadas por la diada azar-necesi-
dad» (ibid., 151).
178
J.L. Ruiz de la Peña, «Naturaleza, libertad y sentido» 1997, 150.
179
J.L. Ruiz de la Peña, «Naturaleza, libertad y sentido» 1997, 150.
180
J.L. Ruiz de la Peña, «Naturaleza, libertad y sentido» 1997, 151.
184 personas por amor
181
J.L. Ruiz de la Peña, «Naturaleza, libertad y sentido» 1997, 152.
182
Se puede ser más o menos persona en la medida que la decisión libre puede abarcar la
propia realidad (naturaleza) en mayor o menor medida.
183
Alcanzada por la decisión libre sobre uno mismo.
Capítulo IV
Persona e identidad
1
J.L. Ruiz de la Peña, «Visión cristiana del hombre» 1975, 310s.; «De las tres re-
laciones, la más destacada es la teologal; de ella extrae el hombre la persuasión (de ninguna
manera evidente) de su superioridad sobre el entorno mundano (Sal 8) e incluso la conciencia de
su mismidad como sujeto» (J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 155). El subrayado es
nuestro.
2
Una visión sistemática del problema de la identidad habrá de buscarse necesariamente
en otros autores, por ejemplo: W. Pannenberg, Anthropologie in theologischer Perspektive,
237-301.
CAP. IV: Persona e identidad 187
Ante ella [la muerte] queda en suspenso la presunta índole única, irre-
petible, insustituible de lo humano, su innata propensión a considerarse valor
absoluto, su personalidad. La muerte es sentida como un destino trágico por-
que el hombre se siente a sí mismo como algo más que simple numeral de la
especie y no se resigna a ser una pieza recambiable en la mecánica cósmica o
en las estadísticas socio-demográficas4.
3
J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre la muerte y la esperanza. Aproximación teológica a
Ernst Bloch» 1977, 206. Apreciaciones similares encontramos también en su comentario a la
obra de Kolakovski y Garaudy. Cf. con referencia a Kolakovski: J.L. Ruiz de la Peña, Muerte
y marxismo humanista 1978, 163; y para Garaudy: ibid, 113.
4
J.L. Ruiz de la Peña, «Muerte y liberación en el diálogo marxismo-cristianismo»
1978, 212. El subrayado es nuestro.
188 personas por amor
Sobre este aspecto del hombre como el «tú de Dios» hemos de volver
más adelante, ahora sólo debemos señalar el vínculo existente entre la lla-
mada de Dios cuando pronuncia el nombre de cada ser humano, represen-
tado en Adán, al llamarlo a la existencia y la propia identidad como aspecto
de la afirmación de la persona. Sin esta referencia a Dios, tal cual decíamos
al principio, «lo personal permanece no explicado». Como vemos, también
este aspecto de la realidad personal aparece en la obra de Ruiz de la Peña
vinculado a la relación teologal.
El ser humano, desde que viene a la existencia tiene este carácter único,
pero a la vez su unicidad debe configurarse progresivamente7, lo cual acon-
tece gracias a la libertad personal. Ciertamente existe en el pensamiento de
Ruiz de la Peña la convicción de que la identidad personal no es meramente
5
No hay más que pensar en los relatos vocacionales (Gn 17,5; 35,10; etc.), o en la im-
posición del nombre en el bautismo o en la vida religiosa.
6
J.L. Ruiz de la Peña, «Visión cristiana del hombre» 1975, 310. El subrayado es
nuestro. Cf. J.L. Ruiz de la Peña, Muerte y marxismo humanista 1978, 198.
7
Ligada en cierto modo a la configuración de la personalidad estaría la génesis de la
conciencia personal, aunque sobre esta cuestión sólo hemos encontrado una referencia, apenas
tangencial en J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 359: «El niño despierta a la concien-
cia por la presencia y el amor de la madre que le ha dado el ser». El contexto de esta frase es la
explicación de la compatibilidad entre la dependencia radical de Dios y la libertad humana. Si la
traemos aquí a colación es para señalar que también este aspecto es visto relacionalmente.
CAP. IV: Persona e identidad 189
8
Las influencias de Heidegger (J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 80:
«El Dasein es aquel existente a quien su ser le es dado como tarea») y de Rahner son más que
evidentes.
9
H. Thielicke, Esencia del hombre, 239, citado por J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de
Dios 1988, 187. Una idea muy similar la encontraba nuestro autor en la antropología de Rahner.
Cf. J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 227.
10
Cf. J.L. Ruiz de la Peña, «Antropología Cristiana» 1988, 425.
11
J.L. Ruiz de la Peña, «La idea de libertad cristiana en la instrucción “Libertatis
conscientia”» 1987, 143s.
190 personas por amor
En el mundo hay una fuerza operante (la hamartía paulina) que invita
al pecado. Aun siendo la concupiscencia la misma entitativamente, antes y
después del pecado, no lo es formalmente. Antes de que la hamartía irrumpa
en la historia, el ser humano no encuentra estímulos que lo inciten a pecar,
que asedien su voluntad y flexionen su libre opción. Después sí; las facultades
apetitivas naturales, en vez de desplegarse en el clima propicio de una gracia
virtual o actualmente presente, pero en todo caso no contrarrestada por ofertas
de otro signo, se ven constante y vigorosamente solicitadas para el mal, que
toca el corazón del hombre y lo incita a buscarse a sí mismo, a afirmarse ego-
céntricamente. Y ello significa que la humanidad pecadora vive la concupis-
cencia de modo totalmente distinto a como la viviría la humanidad inocente14.
12
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 169s.
13
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 170.
14
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 170.
CAP. IV: Persona e identidad 191
15
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 336.
16
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 377.
17
J.L. Ruiz de la Peña, Crisis y Apología de la fe 1995, 61.
18
Reflexiones interesantes en torno a esta cuestión las encontrará el lector en C. DÍAZ,
Memoria y deseo, 239-260.
19
J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías 1983, 187; citando K.-E. Popper, J.
C., El yo y su cerebro, 146ss. El subrayado es nuestro. En la misma línea de identificación entre
identidad y memoria se encontraría también Kolakovski, del que Ruiz de la Peña nos dice que
atribuye la terribilidad de la muerte no tanto a la pérdida del futuro como a la pérdida del pasado
(cf. J.L. Ruiz de la Peña, Muerte y marxismo humanista 1978, 163).
192 personas por amor
20
J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre la muerte y la esperanza» 1977, 206. Vid supra nt. 3.
21
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 426. El texto prosigue: «De ahí que
la tarea de la antropología cristiana se reduzca, a fin de cuentas, a algo tan simple como esto:
proclamar que no puede haber memoria de Dios sin memoria del hombre y que nadie puede
acordarse de sí mismo sin recordar a su hermano».
CAP. IV: Persona e identidad 193
22
Ruiz de la Peña se esfuerza por distinguir la posición de Rahner de la teoría de la
opción final. Esta última la considera por el contrario rechazable debido a la carga dualista que
contiene. Cf. J.L. Ruiz de la Peña, «La muerte en la antropología de K. Rahner» 1971; J.L.
Ruiz de la Peña, «La muerte-acción en la teoría de la opción final y en K. Rahner» 1975; J.L.
Ruiz de la Peña, «Perspectiva cristiana de la muerte» 1976, 150s.
23
J.L. Ruiz de la Peña, «Perspectiva cristiana de la muerte» 1976, 150.
24
J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 82. Esta consumación en la muer-
te ofrece una paradoja ya que la muerte «llegando, nos lo arrebata [el Dasein], es decir, nos priva
del objeto mismo de análisis» (ibid.). Hasta qué punto le parece insuficiente a nuestro autor la
salida que Heidegger ofrece a esta paradoja lo reflejan las siguientes palabras: «La llamada exis-
tencialista, en suma, arenga al hombre para que se atreva a ser persona; le advierte que sólo lo
será si hace acopio del valor suficiente para ir con los ojos abiertos al encuentro de la muerte. A
quien tanto se le exige ¿puede dársele a cambio la sola promesa de una trascendencia intramun-
dana (que, a la postre, es intrascendencia) o de una cifra indescifrable o de un absurdo?» (ibid.
116).
194 personas por amor
25
La idea de la muerte «accidente» es expresamente utilizada por Sartre para desman-
telar el planteamiento heideggeriano del Dasein como ser para la muerte (cf. J.L. Ruiz de la
Peña, El hombre y su muerte 1971, 92). Hasta qué punto Ruiz de la Peña considera que la po-
sición de Sartre es la consecuencia inevitable del antiteísmo de Heidegger puede verse en J.L.
Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 168.
26
J.L. Ruiz de la Peña, La otra dimensión 1975, 213s (1986, 203).
CAP. IV: Persona e identidad 195
27
J.L. Ruiz de la Peña, La otra dimensión 1975, 223 (1986, 212s.). Es precisamente
este modo de entender la continuidad entre el ser humano que muere y el que resucita el que
hace necesaria a juicio de Ruiz de la Peña la afirmación del «alma separada». Es ella, la única
que puede salvar ese hiato, que ciertamente él entiende como real, aunque inextenso entre la
muerte y la resurrección. Cf. J.L. Ruiz de la Peña, «El esquema alma-cuerpo y la doctrina de
la retribución» 1973, 337 nt. 174; J.L. Ruiz de la Peña, El último sentido 1980, 102; J.L. Ruiz
de la Peña, La otra dimensión 1986, 329s. y 356.
28
J.L. Ruiz de la Peña, La otra dimensión 1975, 224 (1986, 213). En la misma línea
J.L. Ruiz de la Peña, El último sentido 1980, 103: «Al igual que el apóstol, cabe decir tan sólo:
resucita el mismo e idéntico hombre (resucita un ser encarnado), pero transfigurado; su cuerpo
es su mismo cuerpo (lo que no significa que sea corpuscularmente la misma materia), pero in-
descriptiblemente transmutado. Justamente por ello (y no a pesar de ello), será su propio cuer-
po, es decir, expresión diáfana e insuperablemente fiel de su propio yo, símbolo supremamente
comunicativo de su identidad».
196 personas por amor
1
Por ejemplo, al abordar el significado de persona como afirmación de la dignidad hu-
mana, comprobamos cómo, para Ruiz de la Peña, la justificación última de la dignidad absoluta
del individuo concreto, estaba muy vinculada a la relación teologal. No es el único ejemplo,
también vimos cómo la libertad, entendida en su sentido más pleno, tenía también un significado
relacional, era una libertad de toda la persona, por o contra Dios.
2
J.L. Ruiz de la Peña, «Visión cristiana del hombre» 1975, 309.
198 personas por amor
3
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 154-166. En dos ocasiones hemos hecho
referencia a esta presentación histórica, para señalar en Ruiz de la Peña la unidad del concepto
«persona» en sus usos antropológico, cristológico y teológico (vid. supra. pp. 53s. y 138s.); aho-
ra quedará más claramente evidenciado cuál es el elemento unificador de los distintos usos del
concepto.
4
La hipótesis contraria –un concepto «persona» nacido en la autoconciencia humana
exportado posteriormente al ámbito religioso– es calificada por Pannenberg como «extraordina-
riamente artificiosa y ajena a la historia. Tal modo de pensar [prosigue Pannenberg] presupone
una autocomprensión profana del hombre y esta autocomprensión profana es un producto tardío
de la historia de la humanidad» (W. Pannenberg, Teología y reino de Dios, 20).
5
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 154, citando a W. Pannenberg, Cues-
tiones fundamentales de teología sistemática, 192.
6
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 154s. Cf. J.L. Ruiz de la Peña, «Vi-
sión cristiana del hombre» 1975, 309. El subrayado es nuestro.
CAP. V: la primacía de lo relacional 199
7
Aunque no nos vamos a detener excesivamente en ella, es necesario decir que toda
la primera parte del manual se encuentra dedicada a la «antropología bíblica» (J.L. Ruiz de
la Peña, Imagen de Dios 1988, 17-88). En estas páginas, al hilo del comentario a los distintos
textos, se percibe ya la insistencia en lo que serán los núcleos principales de la parte sistemática,
entre los que se encuentra, amén de la unidad psicosomática, la raíz relacional del ser humano.
Por ejemplo, en el comentario a los relatos del Génesis podemos leer: «El hombre es criatura de
Dios; en cuanto tal, depende absolutamente del creador, como el barro depende del alfarero (J)
o como la imagen depende de lo imaginado (P). No se trata, pues, de un ser que primero existe-
en-sí y en un segundo momento empieza a relacionarse con Dios; el comienzo mismo del ser
no se da sino como relación a Dios» (ibid., 47s); y, más adelante, en el resumen conclusivo de
esta parte: «la antropología bíblica se organiza con rara coherencia en torno a una idea básica,
auténtico hilo rojo de todas sus manifestaciones: el hombre es el ser constitutivamente abierto a
Dios […]. La entera visión bíblica del hombre es que éste está hecho de tal suerte que sólo en la
dependencia de Dios puede realizar su esencia; la imagen cobra su consistencia y su razón de ser
del original» (ibid., 84); los subrayados son nuestros.
8
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 156.
9
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 156. Hemos respetado los subrayados
del autor, sin embargo, no podemos dejar de llamar la atención sobre la expresión «sujetos
divinos». A través de esta expresión reconocemos en nuestro autor una equiparación también
en teología trinitaria entre sujeto y persona. Recuérdese lo dicho más arriba sobre la oposición
entre esta opción y la propuesta por Rahner.
200 personas por amor
10
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 157. El subrayado es nuestro. La expre-
sión de Ruiz de la Peña es pretendidamente contundente y, por ello, carente de matices. El lector
interesado en estos matices podrá encontrarlos en dos obras ya citadas en nuestro estudio: L.F.
Ladaria, «Persona y relación en el De Trinitate de San Agustín» donde pueden verse las vicisi-
tudes de la incorporación de la categoría de relación al concepto «persona» en teología trinitaria;
y el capítulo segundo de L.F. Ladaria, La Trinidad, misterio de comunión en el que tendrá ac-
ceso a la situación del concepto «persona» aplicado a la Trinidad en la teología contemporánea.
11
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 157. No entramos a valorar la sinonimia,
implícita en la afirmación de Ruiz de la Peña, entre lo accidental y lo periférico, y que no todos
los tomistas aceptarían de buen grado. En un artículo de 1975 (J.L. Ruiz de la Peña, «Visión
cristiana del hombre» 1975, 309) en el que también presenta esta consecuencia, lo hace citando
a J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, 152; referencia esta que desaparece en 1988.
Como ejemplo de extracción de las consecuencias ontológicas de la teología trinitaria podría-
mos citar la obra de K. Hemmerle, Thesen zu einer trinitarischen Ontologie.
12
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 157.
13
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 157.
CAP. V: la primacía de lo relacional 201
14
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 157. Si expresiones como «se prolonga
a extramuros de la Trinidad inmanente para desplegarse en el marco histórico» sembraran algún
tipo de duda en el lector, bastaría echar un vistazo a la teología de la creación de Ruiz de la Peña,
para comprobar que no hay en estas palabras ninguna intención emanacionista.
202 personas por amor
15
J.L. Ruiz de la Peña, «Visión cristiana del hombre» 1975, 310. El texto continúa
vinculando, a través del precepto paradisiaco, la condición personal con la responsabilidad. Este
artículo, de carácter más bien divulgativo y al que hemos hecho referencia en varias ocasiones,
tiene el valor añadido de mostrarnos la estabilidad del pensamiento de Ruiz de la Peña en este
aspecto, ya que presenta en 1975, trece años antes que su manual de antropología teológica de
1988, muchas de las ideas que en él aparecen, en concreto en cuanto a la importancia de la rela-
ción teologal en la determinación del ser «persona».
16
En el texto de 1988, esta afirmación se hará después, al hilo de sus comentarios a la
teología medieval de la persona.
17
Sobre la problematicidad de absolutizar la relación hablaremos más adelante cuando
recojamos los comentarios de nuestro autor al pensamiento de Brunner y de algunos teólogos
protestantes.
CAP. V: la primacía de lo relacional 203
18
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 153-212.
19
Esta equivalencia entre personalidad y dignidad aparece expresamente afirmada en
otras ocasiones. Por ejemplo en J.L. Ruiz de la Peña, Muerte y marxismo humanista 1978
(204): «el hombre es persona=valor absoluto».
20
También Sto. Tomás, cuando acuña su célebre definición de persona en teología trini-
taria, lo hace desde el convencimiento de que persona es «lo más perfecto de toda la naturaleza»
(S. Th., I. q.29, a. 3.).
204 personas por amor
21
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 157.
22
Cf. J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 157s.
23
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 158. Los interesados en rastrear los ante-
cedentes de la definición de Boecio, así como algunas reflexiones sobre ella, tendrán una fuente
inagotable de sugerencias en la ya citada obra: A. Milano, Persona in teologia.
24
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 158. La cita continúa: «a lo sumo se
alude a ella implícitamente con el adjetivo rationalis –lo racional, en efecto, es lo potencialmen-
te relacional o intencional–, pero, en todo caso, el lugar que ocupa en la definición boeciana es
secundario: el esencialismo de la ontología griega recupera el primer plano con el sustantivo
substantia. De notar también que la corporeidad es la otra gran ausente, junto con la relación,
de esta definición». Hemos de anotar, que la cuestión es algo más compleja. Por un lado Boecio,
que proporciona su famosa definición en contexto cristológico, la pretende válida también para
los contextos trinitario y antropológico; en este sentido hemos de dar la razón a Ruiz de la Peña.
Sin embargo, el propio Boecio en su De Trinitate hace caso omiso de su propia definición de
persona para centrarse en la cuestión de las procesiones, que son una forma de relación, la más
evidente en teología trinitaria. Allí deja claro que es la relación la que multiplica la Trinidad (cf.
L.F. Ladaria, La Trinidad, misterio de comunión, 74s).
25
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 159. También señala Ruiz de la Peña
que en la definición de Ricardo de S. Victor «continúa también ausente la dimensión corpórea»
(ibid.).
26
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 159. Cf. S. Th. I. q.29, a. 3.
27
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 159.
CAP. V: la primacía de lo relacional 205
28
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 159s.
29
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 160. Nuestro autor insiste a continua-
ción: «Al aquinatense no parece preocuparle mucho la objeción obvia a que se presta cuanto
acaba de proponer: que está modificando la noción definida cuando la aplica a Dios y cuando la
aplica al hombre. Su respuesta es bien lacónica: no sólo es lícita la modificación, sino obligada,
habida cuenta de que «nada puede decirse unívocamente de Dios y de las criaturas» (S. Th. I, q.
29, a. 4 ad 4.)» (ibid.). Recuérdese que la superación de este «prejuicio aristotélico» era presen-
tada por Ruiz de la Peña como una consecuencia de la identificación entre persona y relación en
la teología de la Trinidad atribuible precisamente a Sto. Tomás. Habría que decir entonces que
Sto. Tomás, aunque según nuestro autor permanece prisionero de este prejuicio, es quien pone
las bases para su superación.
206 personas por amor
30
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 160. En este contexto hace Ruiz de la
Peña una sugerente anotación sobre la sinonimia, implícita en Duns Escoto, «entre “comunica-
bilidad” y “dependencia”» (ibid.) El texto latino de Duns Escoto, también proporcionado por
Ruiz de la Peña (ibid. nt. 28) dice así: «Nostra natura est personata… in quantum superadditur
negatio communicabilitatis sive dependentiae» (Quaest. quodl., q. 19, a.3, n. 63). Decimos que
es sugerente porque abre toda una línea de trabajo, que por supuesto no podemos seguir aquí,
sobre los presupuestos que hacen inevitable que el proyecto emancipatorio de la ilustración
acabe en el deísmo y en última instancia en el ateísmo postulatorio del s. XIX que ve en la su-
presión de Dios la única posibilidad de liberación del hombre. Si toda relación es dependencia,
el único modo de llegar a ser independiente es suprimir cualquier tipo de relación. Frente a estos
presupuestos se opone, quien sabe si de modo irreconciliable, el mensaje evangélico de la liber-
tad como filiación en la que, junto a las relaciones esclavizantes, creadoras de dependencia, se
reconoce la existencia de relaciones liberadoras (cf. J.L. Ruiz de la Peña, «Visión cristiana del
hombre» 1975, 310s.).
31
J.L. Ruiz de la Peña, «Visión cristiana del hombre: unidad sicosomática y ser perso-
nal» 1975, 309. El subrayado es nuestro. El carácter sintético del texto explica en parte que sus
juicios sean menos matizados.
CAP. V: la primacía de lo relacional 207
32
Cf. J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 164.
33
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 160s.
34
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 162.
35
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 165. El subrayado es nuestro.
208 personas por amor
36
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 165. En nota (nt. 50 en el original), cita
un par de autores, ambos protestantes, que siguen planteando la subsistencia y la relación de
modo antinómico: G. Ebeling, Dogmatik des christlichen Glaubens, I y J. Moltmann, Gott
in der Schöpfung. Con motivo de esta referencia hace nuestro autor alguna afirmación que en
su momento retomaremos: «Acaso la única explicación posible radique en la proverbial alergia
protestante hacia todo lo que amenace, aun de lejos, la absoluta soberanía de Dios. Pero una
intelección más equilibrada de la relación Dios-hombre no tiene por qué tomar en consideración
este escrúpulo» (ibid).
37
La cita prosigue haciendo referencia a un texto de Guardini que plantea el concepto
«persona» como sinónimo de la autoposesión del ser humano que no puede «ser poseído por
ninguna otra instancia» (R. Guardini, Mundo y persona, 179) así como al concepto zubiriano
de persona como suidad.
38
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 161. El subrayado es del autor. también
en (ibid. 165) donde enlaza ambos momentos (subsistencia y relación) integrando en ellos la
condición corpórea de la persona.
39
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 161. Podemos encontrar un ejemplo de
esta concepción en la filosofía de Descartes (cf. ibid.).
CAP. V: la primacía de lo relacional 209
Con todo, esta filosofía del encuentro dialógico suscita un reparo, anti-
cipado más arriba, concebir el ser personal en clave exclusivamente relacio-
nal, apoyado tan sólo en el delgado filo del “entre”, puede desembocar en
un puro actualismo, visible, por ejemplo, en Brunner, para quien persona no
significa sino el mero acto de responder a la palabra creadora y gratificante
de Dios44.
40
Para todo el párrafo, cf. J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 162.
41
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 162.
42
Cf. J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 162-164.
43
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 164.
44
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 164. En este contexto, Ruiz de la Peña
señala la obra de Thielicke, como ejemplo de posición equilibrada que plantea que «El correc-
tivo a este peligro […] estriba en reconocer que en el yo que se relaciona es “una magnitud
relativamente autónoma” o, lo que es equivalente, en admitir “el carácter óntico de la persona»
(ibid. Los entrecomillados pertenecen a H. Thielicke, «Die Subjekthäftigkeit des Menschen»,
352-358).
210 personas por amor
45
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 166-175. En este apartado, Ruiz de la
Peña toma materiales de otras obras, fundamentalmente J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas an-
tropologías 1983, que cita por la segunda edición de 1985.
46
Hay que señalar que, aunque nuestro autor juega con el paralelo entre la situación
actual y las controversias trinitarias (cf. J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 166), en
cuanto a la dificultad de distinción entre «persona» y «naturaleza» el significado atribuible a
los términos de ambas controversias, al menos por lo que se refiere al término «naturaleza», es
claramente diverso.
47
La descripción que Ruiz de la Peña hace de estas tres corrientes de pensamiento la
hemos recogido en otros lugares de este trabajo, vid. supra pp. 67-107.
48
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 164s; el entrecomillado corresponde a
H. Mühlen, «La doctrina de la gracia», 132.
CAP. V: la primacía de lo relacional 211
Y en la misma página:
2. Antecedentes teológicos
En el apartado precedente hemos acompañado a Ruiz de la Peña en
un recorrido por el vínculo entre «persona» y «relación», desde la teología
bíblica hasta nuestros días. Al final de este recorrido, nuestro autor nos
propone una descripción del concepto «persona» en la que la subsistencia y
49
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 165. La inclusión de la dimensión cor-
poral, en el elemento relacional, se encuentra en perfecta coherencia con su insistencia en la
unidad psicofísica a la que hemos hecho reiterada referencia a lo largo de nuestro trabajo.
50
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 165s. Los subrayados son del autor.
212 personas por amor
51
El existencialismo de Heidegger y Sartre, el estructuralismo y, a pesar de lo dicho más
arriba, el marxismo humanista de Bloch no serían fácilmente incluibles en una nómina de pen-
sadores cristianos.
52
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 157.
53
Cf. J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 158; donde leemos: «habrá que
esperar […] a la teología medieval para asistir a la elaboración técnica del concepto de persona
creada»; y a continuación: «El primer intento de acuñar una definición precisa de la persona hu-
mana se debe a Boecio […en cuya definición] El papel que la relación jugaba en la constitución
de las personas divinas se silencia».
CAP. V: la primacía de lo relacional 213
54
Esta idea del consenso, o del lugar común, parece sugerirse por el hecho de que cita las
excepciones (vid. supra nt. 36) introduciéndolas con la expresión: «Como todavía hoy hace…»,
sin preocuparse excesivamente de justificar su propia posición. Otra posibilidad sería considerar
que se trata de una opinión expresada y justificada con anterioridad, pero sería improbable que
en este caso el autor no nos remitiera a su propia reflexión previa, cosa que no hace.
55
Obviamos aquí la cuestión, de por sí interesante, de las causas del paso desde el olvido
hasta el supuesto reconocimiento común de la importancia de lo relacional. Podemos aportar sin
embargo un par de elementos: la influencia de existencialismo en el mundo teológico del s. XX
214 personas por amor
teólogos60. Éstas se inician con la pregunta sobre cuál es para los actuales
teólogos protestantes «la razón última de la personalidad humana»61. Nues-
tro autor lo formula de la siguiente manera:
¿Qué es lo que hace del hombre un ser personal? Una frase de Lutero
proporciona a los teólogos el punto de partida para la respuesta: «aquél con
quien Dios habla, sea en cólera o en gracia, es ciertamente inmortal. La
persona de Dios que habla y su Palabra señala que nosotros somos criaturas
con las que Dios quiere hablar por toda la eternidad, de modo inmortal». La
personalidad humana no se funda en algo subsistente, en una sustancialidad
autónoma y absoluta que nuestro ser poseería; es más bien una realidad rela-
cional 62.
60
Los datos más significativos del primer apartado, el dedicado al pensamiento filosó-
fico, los recogimos en su momento, cuando hablamos del diálogo de Ruiz de la Peña con el
existencialismo (vid. supra pp. 94-99).
61
J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 123.
62
J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 124.
216 personas por amor
63
En realidad, nuestro autor trata la cuestión del extrinsecismo en Lutero años más tarde,
con motivo de la doctrina de la justificación. Allí afirma claramente que: «resulta innegable que
Lutero se manifestó muy enfáticamente acerca del carácter forense de la justificación» (J.L.
Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 291), pero en el mismo párrafo se hace eco de la dis-
cusión «que divide, todavía hoy, a los estudiosos» y en la cual «va ganando terreno la idea de
que, pese a la radicalidad de algunas de sus expresiones, Lutero no sostenía la interpretación
exasperadamente extrinsecista que los comentaristas católicos le han atribuido generalmente
(y que, en cambio, es ciertamente propia de algunas formas de luteranismo ortodoxo)» (ibid.,
291s.; el subrayado es nuestro); y también: «No hay por qué descartar que el propio Lutero no
haya llegado nunca a una síntesis satisfactoria entre los dos aspectos (forense y efectivo) de la
justificación» (ibid., 292; cf. ibid. nt. 77).
64
Queda muy lejos de nuestros objetivos y de nuestra competencia la determinación de
la influencias filosóficas presentes en la obra de Lutero. Sea cual fuere su formación filosófica
precisa, tradicionalmente vinculada al nominalismo (cf. J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios
1991, 285, 290 nt. 69), parece necesario aceptar que es imposible que escapara por completo
a la cosmovisión de su época. Para comprender el vínculo entre Lutero y el pensamiento teo-
lógico de su entorno, es interesante la bibliografía proporcionada por O.H. Pesch, Hinführung
zu Luther (27s) sobre la relación entre Lutero y los grandes teólogos medievales. Este autor por
sí mismo es fuente obligada para conocer la relación con Tomás de Aquino (p. ej. O.H. Pesch,
Theologie der Rechtfertigung bei Martin Luther und Thomas von Aquin).
65
Vid. supra pp. 200 y 205.
66
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 165, nt. 50. vid. supra nt. 36.
67
Como Ruiz de la Peña decía también en aquel lugar (J.L. Ruiz de la Peña, Imagen
de Dios 1988, 165, nt. 50), este escrúpulo desaparece desde una «intelección más equilibrada
de la relación Dios-hombre». Intelección que brota, podemos añadir nosotros, de una adecuada
teología de la creación. Vid. supra (pp. 200-205).
CAP. V: la primacía de lo relacional 217
68
Resultaría interesante releer el texto citado en el contexto de la influencia del nomina-
lismo sobre el pensamiento de Lutero (O.H. Pesch, Hinführung zu Luther, 27.203). Desde esta
perspectiva, ¿la relación que Dios establece con el hombre podría establecerla con otra criatura?
Aunque resulte inútil detenernos en cuestiones de potentia Dei absoluta, hay que reconocer que
es la sospecha que queda debajo de toda posición radicalmente relacional de la dignidad del ser
humano. A modo de pincelada podríamos citar la expresión tomada de Disputa de homine (una
obra de Lutero de 1536): «el hombre de esta vida no es para Dios más que el simple material
para la vida de su forma futura» (citado por H. Thielicke, Esencia del hombre, 522). El subra-
yado es nuestro.
69
Este extrinsecismo resulta coherente con la interpretación tradicional, que no entramos
a valorar ahora, de la posición luterana sobre la justificación, denominada clásicamente «foren-
se» precisamente por este motivo (cf. J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 290ss. vid.
supra, nt. 63). Este peligro de extrinsecismo contribuye también a explicar la marginación que
la categoría relación sufre en la teología católica posterior a la Reforma por lo que a la antropo-
logía se refiere, teniendo en cuenta que partimos ya, como hemos visto en la descripción de la
teología medieval, de una balanza inclinada del lado de la esencia.
70
J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 124. La referencia a Althaus per-
tenece a P. Althaus, Die letzten Dinge, 111.
71
J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 124.
218 personas por amor
72
J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 124. El subrayado es nuestro.
Cabe recordar que también en el manual de antropología teológica de 1988, se hace referencia a
Thielicke para afirmar que este autor «se ha mostrado sensible al peligro de disolver la persona-
lidad humana en la sucesión de actos puntuales de respuesta. El correctivo a este peligro, piensa
Thielicke, estriba en reconocer que el yo que se relaciona es “una magnitud relativamente autó-
noma”, o, lo que es equivalente, en admitir “el carácter óntico de la persona”» (J.L. Ruiz de la
Peña, Imagen de Dios 1988, 164). La obra de Thielicke citada en este último es H. Thielicke,
«Die Subjekthäftigkeit des Menschen», de 1969, mientras que en su tesis doctoral Ruiz de la
Peña comenta obra muy anterior (H. Thielicke, Tod und Leben) de 1946.
73
Expresamente aludido en los textos de Althaus y de Thielicke.
74
Del idealismo afirma que «sacrificará el yo singular al Espíritu absoluto y objetivo»
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 162.
CAP. V: la primacía de lo relacional 219
75
J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 159.
76
J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 159. En el mismo lugar Ruiz
de la Peña señala también otras semejanzas que influyen en la «subsiguiente elucidación de la
muerte». Estas semejanzas son «la temporalidad como ingrediente capital de la existencia; la
necesidad de rechazar cualquier tipo de supervivencia natural, si se quiere mantener la seriedad
de la muerte; la muerte como presencia continua en la vida, como acto decisivo que debe ser
afrontado en la libertad de la opción personal, como acontecimiento dialéctico y enigmático»
(ibid). Igualmente señala las diferencias: «Allí donde el filósofo habla de contingencia o de ina-
nidad de la existencia, el teólogo habla de determinación creatural, de personalidad culpable. Si
el filósofo constata que el hombre es un ser para la muerte, el teólogo alcanza el por qué de tan
terrible destino, fundado en la pecaminosidad humana» (ibid).
77
J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 386.
78
En realidad, la expresión es más tardía, la encontramos en (J.L. Ruiz de la Peña, Las
nuevas antropologías 1983, 206), sin embargo, la idea está ya presente en la valoración de los
autores protestantes.
79
J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 159 (el subrayado es nuestro).
220 personas por amor
puedan admitir que esta relación produzca un verdadero cambio en la, para
ellos irrelevante, naturaleza humana. Esta teología protestante, respecto a la
teología anterior que olvidaba la relación, representa el otro platillo de la
balanza, pero no escapa de la dicotomía, a la que Ruiz de la Peña se refería
en su manual de antropología teológica, entre «los dos polos de un sustan-
cialismo des-relacionado y de una relación de-sustanciada»80.
La situación cambia, sin embargo, cuando en la tercera parte de su tesis
doctoral, Ruiz de la Peña prosigue con la descripción de la teoría antro-
pológica de algunos de los teólogos católicos más significativos de aquel
momento81. En todos ellos, aunque la similitud con los autores protestantes
en lo que se refiere a la comprensión del hombre como ser relacional es
más que evidente, hay una insistencia en buscar un elemento subsistente,
intrínseco al ser humano, que constituya la razón formal de la personalidad.
Así, por ejemplo, en Schmaus «la razón formal de la personalidad
descansa en algo subsistente (en su índole espiritual) y no en una mera
relación»82. Pero a la vez, considera que junto a los elementos subsistentes
«hay que señalar al mismo tiempo otro factor de aquélla, el relacional, al que
Schmaus designa como “trascendencia”. La trascendencia es “orientación
al tú, al mundo y finalmente a Dios”»83. Por lo cual «vivir de acuerdo con
la dignidad personal significa vivir responsablemente las propias acciones
como servicio al tú, al mundo y a Dios»84. Por otro lado, nos sigue dicien-
do Ruiz de la Peña, para Schmaus «la relación a Dios como factor de la
personalidad humana, fluye […] del hecho de la creación y alianza»85. Este
último texto merece algún comentario. Al incluir la creación además de la
alianza dentro del elemento relacional, contrariamente a lo que encontrába-
mos en Barth, aparece ya en Schmaus la posibilidad de integrar el elemento
80
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 164s. Habría que recordar aquí la excep-
ción que supone Thielicke, aunque ciertamente en una obra posterior. Vid. supra nt. 72.
81
Además del criterio de importancia, hay que aclarar que Ruiz de la Peña utiliza otro
criterio de selección: todos los autores elegidos han tratado expresamente el tema de la muerte,
objeto principal de su tesis.
82
J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 198. A continuación recoge Ruiz
de la Peña cuales son esos elementos subsistentes: «La persona –afirma Schmaus-, a diferencia
de la naturaleza, se caracteriza por la autoposesión, la responsabilidad y la propia finalidad»
(ibid., citando M. Schmaus, Katolische Dogmatik, II 1, 283).
83
J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 198.
84
J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 198.
85
J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 199.
CAP. V: la primacía de lo relacional 221
86
Ya vimos en su momento cómo para Ruiz de la Peña la relación creatural no es en
absoluto una relación meramente inicial, situada en el comienzo del tiempo, sino que se trata
verdaderamente de una relación actual, y permanente en cada criatura.
87
Recuérdese el binomio fundamental naturaleza-persona, en el que persona era prácti-
camente sinónimo de libertad.
88
J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 226.
89
J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 269.
90
J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 273.
91
J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 274, comentando a H. Volk, Das
christliche Verständnis des Todes, 29. En Volk vemos realizada la posibilidad que apuntábamos
222 personas por amor
Estas ideas de Volk son comentadas por Ruiz de la Peña con las
siguientes palabras, que nos servirán a nosotros como resumen del camino
recorrido:
94
«En Troisfontaines nos encontramos, pues, una vez más con el concepto de persona
común a los teólogos católicos, en cuanto fundamentalmente radicado en la espiritualidad del
sujeto. Lo que no obsta para que sea el mismo autor quien con gran energía subraya siguiendo a
su filósofo preferido, el papel determinante de la dimensión dialogal en la autoafirmación diná-
mica de la personalidad humana» (J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 294). El
subrayado es nuestro.
95
Al menos en los autores considerados por Ruiz de la Peña como más representativos
en cuanto a la antropología.
96
Podemos ver aquí en Ruiz de la Peña un modo de estudiar la historia de la teología que
hemos encontrado magistralmente descrito por Pannenberg: «la historia puede también estudiar-
se y exponerse con una intención sistemática (y práctica). En este caso, podemos acceder a los
problemas y las tareas del presente desde la profundidad de su herencia histórica y a la luz de sus
posibilidades futuras, aún no desarrolladas» (W. Pannenberg, Teoría de la ciencia y teología,
400).
97
La recuperación del elemento «sustancia» la encontraremos como conclusión de las
reflexiones sobre los teólogos medievales (J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 161)
así como en la propuesta de Thielicke (vid. supra nt. 44).
224 personas por amor
98
Cf. J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre el alma».
99
vid. supra pp. 60-67.
100
Estas ideas tienen conexiones evidentes con las que el mismo Ruiz de la Peña señalaba
en la obra de Volk.
101
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 157.
CAP. V: la primacía de lo relacional 225
102
La dialéctica entre subsistencia y relación tendría un eco en la teología de la gracia en
torno a la justificación (forense o efectiva). La posición de Ruiz de la Peña en esta última, resulta
para nosotros muy iluminadora: «Téngase en cuenta, en todo caso, que la palabra declarativa
de Dios, como se ha indicado ya en otro lugar de este libro, es siempre efectiva; obra lo que
significa» (J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 292) De la misma manera, lo relacional,
cuando se trata de Dios, tiene carácter sustantivo.
Capítulo VI
Las relaciones constitutivas del ser humano
Decimos que conviene volver sobre esta cita porque en ella, además
de enumerados, los tres tipos de relaciones (a Dios, a los demás hombres y
1
Cf. J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 198. Vid. supra 20.
2
Cf. J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 225s. En la descripción de la
teología de Rahner, la relación al mundo y a los demás hombres, aparecen claramente mediadas
por la condición corporal del ser humano.
3
Cf. J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 295. Troisfontaines añade a
las tres relaciones citadas, la relación con el propio cuerpo, a lo que Ruiz de la Peña replica con
la siguiente nota: «Si la conciencia personal es conciencia encarnada, como antes ha observado
justamente Troisfontaines, debería precisarse aquí que su relación al cuerpo no puede ser de la
misma especie que las enumeradas junto a ella» (ibid. nt. 14). En cuanto a Volk, no lo hemos
nombrado porque, aunque en su descripción Ruiz de la Peña habla del papel mediador del ser
humano entre el mundo material y Dios (cf. ibid. 273), las demás relaciones aparecen eclipsadas
por la potencia casi exclusiva de la relación teologal.
4
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 154s.
CAP. VI: Las relaciones constitutivas del ser humano 229
5
Cf. C. Díaz, El hombre, animal no fijado, 28. La idea fue escrita en 1965 por Richard
Beauvais, Residente de la Comunidad Terapéutica Daytop. Desde entonces viene siendo recita-
da por los miembros de prácticamente todas las comunidades terapéuticas del mundo (Vid texto
completo infra nt. 138).
230 personas por amor
6
En el sentido de que la relación con Dios sólo es comprensible en toda su dimensión
desde la revelación, mientras que en la estructura ascendente, los datos fenomenológicos ad-
quieren al principio una relevancia mayor.
7
En el índice de esta obra (J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 7) podemos
ver como, después de haber hablado de la historia de la noción de persona y de la situación
actual, se comienza por lo que nuestro autor denomina «(3) Teología de la persona: la dignidad
de la imagen», en la que el primer apartado se titula «Dios, tú del hombre; el hombre, tú de
Dios». Sólo después tras haber visto la relación entre persona y libertad, coloca Ruiz de la Peña
los apartados correspondientes a «(5) el ser personal, ser social» y «la actividad humana en el
mundo», que por su extensión ocupa un capítulo aparte, en la que se trata de la relación entre el
hombre y el mundo: su mundanidad y su actividad en él.
8
«El propósito de estas páginas es simple: se trata de mostrar en ellas que la historia
de la relación hombre-Dios es una historia de amor» (J.L. Ruiz de la Peña, Creación, gracia,
salvación, 9).
CAP. VI: Las relaciones constitutivas del ser humano 231
Si las tres relaciones básicas por las que se define la persona pueden
denominarse constitutivas, en el pensamiento de Ruiz de la Peña, sólo una
de ellas podría llamarse propiamente constituyente, en el sentido de que es
ella la que genera la condición personal y configura las otras dos. Se trata,
por supuesto, de la relación con Dios.
Para ahondar en el significado de esta afirmación –la relación con Dios
es constituyente de la condición personal del ser humano y configuradora
de las demás relaciones– intentaremos recoger el pensamiento de Ruiz de la
Peña sobre la finalidad de la creación, así como sobre la posición del hom-
bre en el conjunto de lo creado.
Como veremos, alguna de las cuestiones con las que nos vamos a
encontrar ahora ha sido ya apuntada al abordar el concepto «persona» como
afirmación de la dignidad. Entonces dedicamos unas páginas a mostrar lo
que allí denominábamos «la consistencia de lo creado». En ellas, sirvién-
donos sobre todo de su libro Teología de la creación10, apuntamos que el
contenido de la fe en la creación no hace referencia a la protología sino que
se encuentra vinculado al significado de la realidad. En palabras de nuestro
autor: «La doctrina de la creación, en suma, más que responder a la cuestión
de los orígenes, es una toma de postura sobre la cuestión del fundamento
11
J.L. Ruiz de la Peña, Creación, gracia, salvación 1993, 14. Y más adelante: «Por lo
demás, no se olvide algo que ya avanzábamos antes: la doctrina cristiana de la creación no quie-
re ser una teoría sobre el origen del mundo o las modalidades de sus comienzos; es más bien una
interpretación religiosa de lo mundano, según la cual el mundo es porque Dios le ha conferido el
ser» (ibid, 29; cf. tb. ibid., 43).
12
J.L. Ruiz de la Peña, Creación, gracia, salvación 1993. Esta pequeña obra (sólo
143 pp.) pretende ser un compendio divulgativo de antropología teológica. Para ello se sirve
del material anterior «particularmente de la trilogía que compone mi antropología teológica
(Teología de la creación - Imagen de Dios – El don de Dios)» (p. 11). El carácter divulgativo
del texto hace que sus afirmaciones aparezcan de modo más contundente, sin ser precedidas por
los correspondientes apartados de teología positiva (bíblica e histórica) obligados en un manual
teológico. Este hecho, aunque en alguna ocasión provoca en el lector la impresión de que falta
una fundamentación suficiente, tiene el valor de que recoge la síntesis que el autor ha asumido
personalmente después de dichos estudios.
13
J.L. Ruiz de la Peña, Creación, gracia, salvación 1993, 9.
CAP. VI: Las relaciones constitutivas del ser humano 233
14
J.L. Ruiz de la Peña, Creación, gracia, salvación 1993, 14. Y más adelante: «Lo que
a la doctrina de la creación le importa sostener es que el mundo existe como criatura; que no tie-
ne en sí la razón de su existencia; que no es una magnitud absoluta. Según la fe creacionista, el
ser del mundo está impregnado de precariedad e implica una esencial relación de dependencia
(sin que ello obste, según se verá más adelante, al reconocimiento del valor, bondad, belleza y
verdad del orden creado)» (ibid, 29). Los subrayados en ambos textos son nuestros.
15
J.L. Ruiz de la Peña, Creación, gracia, salvación 1993, 29s.
16
La cita anterior prosigue: «Al buscar una respuesta, la fe cristiana advierte que la doc-
trina de la creación no es un tema filosófico, propio de la ontología, la cosmología o la teología
natural. Es, sobre todo, una doctrina religiosa, una verdad de fe» (J.L. Ruiz de la Peña, Crea-
ción, gracia, salvación 1993, 30). Una cuestión interesante, en la que no podemos detenernos,
está en saber si cuando nuestro autor dice que se trata de «una verdad de fe», y no de un tema fi-
losófico, está afirmando o no la imposibilidad de confrontar esta afirmación con las conclusiones
de las demás disciplinas (la ontología, la cosmología o la teología natural). En caso afirmativo,
se trataría de una estrategia de inmunización de las afirmaciones teológicas que posee el nocivo
efecto secundario de convertirlas en meras afirmaciones subjetivas sin posible contraste con la
realidad objetiva, y por tanto sin influencia real en ella (para esta problemática en el conjunto de
la teología puede verse W. Pannenberg, Teoría de la ciencia y teología, especialmente 14-22 y
249-304). Por otra parte, la compatibilidad (o incompatibilidad) de la fe creacionista con la cien-
234 personas por amor
decía el primero de los textos citados, es una relación de amor. Lo que ade-
más tiene consecuencias para nuestro modo de entender la creación entera,
no sólo en lo que respecta a su origen, sino también a su finalidad, puesto
que la creación existe «por y para este amor gratuito». Dicho en termino-
logía aristotélica: causa eficiente y causa final se encuentran estrechamente
vinculadas en el hecho de la creación.
A este respecto, el convencimiento de que la causa eficiente y la causa
final de la creación se encuentran estrechamente unidas está muy arraigado
en Ruiz de la Peña, hasta el punto de que podemos encontrar otros textos
en que una y otra cuestión se identifican. Así, por ejemplo, hablando de las
relaciones entre fe y ciencia afirma que «el problema de la teleología (=de
la causa final) es el problema de la arqueología (=de la causa eficiente): La
negación de un principio inteligente; negado el principio tiene que negarse
el fin, y viceversa»17.
Este vínculo, entre causalidad eficiente y causalidad final, aparece
también jerarquizado. Es decir, entre el problema de la causa eficiente y el
problema de la finalidad de lo real el elemento de la finalidad es, a juicio de
nuestro autor, claramente prioritario:
A este respecto, que el mundo sea efecto de una causa eficiente divina
es un aserto irrenunciable pero teológicamente secundario de la doctrina
de la creación. Lo primario para esta doctrina es más la bondad y el amor
de Dios que su omnipotencia. La teología creacionista ha invertido, por lo
general, esta jerarquización, privilegiando el dato bíblicamente secundario
cia actual incluye una cuestión, que atañe específicamente al aspecto «relacional» de la primera
y que no hemos visto tratada como tal en la obra de Ruiz de la Peña. Formulada en palabras de
Pannenberg la cuestión es la siguiente: «la ciencia moderna de la naturaleza fundó una concep-
ción de la naturaleza que no necesitaba ya de la hipótesis de una primera causa del mundo. En
esta actitud fue decisiva no tanto la exclusión de la finalidad en la consideración de la naturaleza
cuanto propiamente la introducción del principio de inercia, que hacía superflua la idea de una
acción incesante de la primera causa de todo el acontecer para explicar su permanencia y, por
tanto, de todo lo que existe en general» (ibid, 314). Pannenberg ve en este elemento de la ciencia
moderna uno de los motivos de que «la base de la certeza sobre Dios» se desplazase desde el
mundo al hombre (cf. ibid). En cualquier caso, hemos de recordar que Ruiz de la Peña no plan-
tea la fe en la creación como una via en sentido tomista, sino que ve esta visión relacional de lo
creado como una consecuencia de la fe en la creación previamente aceptada.
17
J.L. Ruiz de la Peña, Teología de la creación 1986, 241. El subrayado es nuestro, las
explicaciones entre paréntesis pertenecen al texto original.
CAP. VI: Las relaciones constitutivas del ser humano 235
18
J.L. Ruiz de la Peña, «Materia, materialismo y creacionismo» 1985, 67.
19
J.L. Ruiz de la Peña, Creación, gracia, salvación 1993, 17. Los textos aquí aducidos
son: 1Co 8,5-6; Col 1,15-20; Ef 1,3-14.
20
En el caso particular del ser humano, por ser también éste criatura de Dios, lleva im-
preso en su misma relación creatural una finalidad. La fe creacionista se convierte para nuestro
autor en una eficaz vacuna contra todas las ideologías de uno u otro signo que presentan al
hombre como un ser carente de sentido. El ser humano tiene una finalidad, y por tanto un senti-
do, impreso en el mismo acto creador, y sostenido por esa relación constante que es la relación
creatural. Cuestión que sólo el hombre puede plantearse pero que al plantearla abarca a la rea-
lidad entera. Resultaría interesante la comparación entre esta visión de la creación entera y los
planteamientos que desde el punto de vista de la psicología humanista abordan la cuestión del
sentido en su doble faceta de significado y orientación (cf. V. Frankl, El hombre en búsqueda
de sentido y V. Frankl, El hombre en busca del sentido último).
21
La cuestión más evidente, versaría sobre el contenido de la salvación, y la trataremos
en su momento, cuando describamos la teología de la gracia. Por ahora, y sólo a modo de bo-
tón de muestra, podemos extraer una cita de un artículo que lleva precisamente este título (J.L.
Ruiz de la Peña, «Contenidos fundamentales de la salvación cristiana» 1981): «Ya no basta
decir: en el hecho-Jesús se realiza la salvación. Es preciso afirmar: Jesús es la salvación. Dicho
neotestamentariamente: Jesús es Dios en persona, es el Hijo de Dios. La salvación del hombre
es su divinización. La vida resucitada de Jesús es salvífica porque es la vida del propio Dios
dándosenos» (ibid. 203).
236 personas por amor
22
J.L. Ruiz de la Peña, «El cristianismo y la relación del hombre con la naturaleza»
1988, 195. Desde este tipo de afirmaciones ha de entenderse que para Ruiz de la Peña la teología
de la creación esté incluida en lo que genéricamente podemos llamar Antropología teológica.
Desde luego, mucho más cercana a ella que a la cosmología.
23
Por supuesto cada ser humano concreto no aislado, sino inmerso en sus relaciones con
los demás y con el mundo.
24
Basten como ejemplo las siguientes afirmaciones de un famoso columnista, publicadas
recientemente en un diario español de gran difusión: «Esta es una guerra a muerte entre la hu-
manidad y el planeta», «los zarpazos que da la naturaleza son cada vez más violentos y parece
que los realiza ya en defensa propia»; «encima, cuando la divinidad entró en la historia, lejos
de aplacar esta ansiedad corrosiva, insufló en el cerebro del primate la gloria y la destrucción en
un mismo concepto»; y por último: «La naturaleza y la humanidad ocupan dos frentes ideoló-
gicos irreconciliables. La naturaleza es de izquierdas. La humanidad es de extrema derecha. Ser
progresista consiste hoy en ponerse de parte del planeta en esta guerra a muerte» (cf. Manuel
Vicent, El País, 16 de diciembre de 2007, 72). Guerra a muerte, ¿contra la humanidad? La pro-
blemática de la centralidad del hombre, que apuntamos ya al hablar de la dignidad, la retomare-
mos cuando tratemos las relaciones del hombre con el resto de la creación, en particular cuando
tratemos de la problemática ecológica.
25
Cf. J.L. Ruiz de la Peña, Muerte y marxismo humanista 1978, 181. Vid. infra nt. 30.
CAP. VI: Las relaciones constitutivas del ser humano 237
lidad de lo creado. Desde la fe el ser humano es fin del propio acto creador.
Dos afirmaciones más ilustran esta idea del hombre como fin en sí mismo.
En la primera, en el contexto de la afirmación de la unidad cuerpo-alma, nos
dice nuestro autor: «Dios, creando al hombre, lo quiere como hombre (y no
como simple fase estacional en el devenir del espíritu) para siempre»26. La
segunda, situada en el contexto del valor absoluto de la persona, nos recuer-
da que «Tomás de Aquino advertía que la ordenación del hombre a Dios no
es la de un medio a un fin, sino la de un fin a otro fin superior»27.
Nuestro autor toma así posición frente a aquellos que entienden que
para afirmar al hombre es necesario negar a Dios. Esta idea, nos dice, «se
basa en un penoso equívoco. El temor a que una relación de dependencia
acabe con la consistencia del hombre, liquide la autonomía de su libertad y
coarte su capacidad operativa»28. Pero desde una adecuada comprensión de
la relación creatural resulta un temor infundado.
26
J.L. Ruiz de la Peña, «Visión cristiana del hombre» 1975, 307. La cita continúa
afirmando que «La resurrección verifica la seriedad del propósito creador, al prometer, más allá
de la muerte, la reconstitución del ser humano en todas sus dimensiones, y por tanto también en
la corporeidad».
27
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 178; citando Contra Gen., 3.112.
28
J.L. Ruiz de la Peña, Creación, gracia, salvación 1993, 32s.
29
J.L. Ruiz de la Peña, Creación, gracia, salvación 1993, 33 (la misma afirmación en
J.L. Ruiz de la Peña, Teología de la creación 1986, 132). Permítasenos un comentario perso-
nal al hilo de estos párrafos. Lenguajes tan arraigados en la tradición espiritual, como los que
califican al creyente como «instrumento» en manos del Señor, o este se autodenomina «escla-
vo», o «siervo» del Señor; habrán de leerse siempre en este contexto, so pena de expresar justo
238 personas por amor
lo contrario de lo que pretenden. Al fin y al cabo «la creación entera canta la gloria del Señor» y
«la gloria del Señor es que el hombre viva».
30
J.L. Ruiz de la Peña, Muerte y marxismo humanista 1978, 181. Alusiones a este
texto por parte del propio Ruiz de la Peña las encontramos también en J.L. Ruiz de la Peña,
Imagen de Dios 1988, (176 y 178). Al texto original lo acompaña una nota en la que señala el
consenso existente entre los teólogos en este punto. En ella cita a O. González de Cardedal,
Ética y religión, 19; y a H. Küng, Ser cristiano, 678.
CAP. VI: Las relaciones constitutivas del ser humano 239
31
J.L. Ruiz de la Peña, Muerte y marxismo humanista 1978, 198.
32
J.L. Ruiz de la Peña, Muerte y marxismo humanista 1978, 200; (cf. J.L. Ruiz de la
Peña, Imagen de Dios 1988, 45).
33
En el contexto de estos párrafos, Ruiz de la Peña expresa también que «importa ade-
más advertir que el factor relación no basta por sí solo para definir la personalidad» (J.L. Ruiz
de la Peña, Muerte y marxismo humanista 1978, 198).
240 personas por amor
34
J.L. Ruiz de la Peña, Muerte y marxismo humanista 1978, 200s. El subrayado es del
autor.
35
A decir verdad, también en Santo Tomás, existe una analogía entre el concepto «perso-
na» en su «uso común» y en el uso «aplicado a Dios». «Para el significado común se adopta la
definición de Boecio y se saca de ella como esencial la noción de “individuo”. El individuo, para
Tomás es “quod est in se indistinctum, ab aliis vero distinctum”. Así, en cualquier naturaleza,
“persona” significa lo que en ella hay de distinto, lo que la “individúa”. También la palabra per-
sona aplicada a Dios hace referencia a la distinción o diferenciación: así decimos que en Dios
hay “tres personas”. Ahora bien, la distinción en Dios “non fit nisi per relationes originis”» (L.F.
Ladaria, «Persona y relación en el De Trinitate de San Agustín», 284).
36
Cf. J.L. Ruiz de la Peña, Teología de la creación 1986, 134-139.
CAP. VI: Las relaciones constitutivas del ser humano 241
37
Sobre esta cuestión, habitualmente designada como «problema del sobrenatural», y la
posición de Ruiz de la Peña al respecto hablaremos más adelante.
38
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 176. El entrecomillado pertenece a W.
Pannenberg, Cuestiones fundamentales de teología sistemática, 193.
39
Para lo que sigue Cf. J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 41-46. Es de notar
que el manual en conjunto es titulado precisamente así: Imagen de de Dios.
242 personas por amor
rentes interpretaciones del texto genesiaco donde aparece por primera vez
este título.
En primer lugar, nos dice, el ser «imagen de Dios» se ha interpretado
reiteradamente como expresión de cierto parecido, de cierta semejanza,
entre el hombre y Dios, remitida ésta a cualidades espirituales o incluso físi-
cas40. Según nuestro autor, pocos aceptan hoy esta lectura de la expresión.
De la misma manera considera Ruiz de la Peña insostenible, por resultar
incompatible con otros datos bíblicos, una interpretación que identificase el
ser imagen de Dios con el agraciamiento sobrenatural41.
Sin embargo:
Entre estas dos interpretaciones se abre paso otra, que parte de los ante-
cedentes de la expresión en la historia de las religiones […]. La función de la
imagen es re-presentar (hacer presente) lo imaginado. En cuanto imagen de
Dios, el hombre ostenta una función representativa: es el visir de Dios en la
creación, su alter ego; como tal le compete una potestad regia sobre el resto
de los seres creados a los que preside y gobierna42.
40
Cf. J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 41.
41
«Más concretamente, atribuir al ser imagen/semejanza una relación con la situación
de agraciamiento sobrenatural se revela inexacto si se considera Gn 9,6: también el hombre
postdiluviano, que forma parte de una humanidad ya pecadora, sigue siendo “imagen de Dios”;
tal cualidad, pues, no se pierde por el pecado» (J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988,
41s). Hemos de señalar que lo que afirma aquí nuestro autor es que la Imagen no es equivalente a
lo que clásicamente llamamos «gracia santificante» puesto que sigue existiendo después del pe-
cado, mucho menos si esta se entiende cosísticamente como una especie de sustancia espiritual
añadida al hombre. Sin embargo, el argumento no es tan contundente cuando se entiende gracia
en un sentido más amplio, como elevación al orden sobrenatural, que sigue siendo real también
en el pecador. De todas estas cuestiones nos ocuparemos en su momento.
42
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 42.
43
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 43. Aún con «diferencias de matiz»,
entre las que cita a C. Westermann, Schöpfung, 75-80. y a G. Von Rad, El libro del Génesis,
69; Ruiz de la Peña manifiesta expresamente su disconformidad con éste último (vid. J.L. Ruiz
de la Peña, Imagen de Dios 1988, 42 y 44, nt. 87).
44
En concreto K. Barth, Dogmatique, III/1, 196ss; 205-211, el cual cita por la edición
francesa (tomo 10).
CAP. VI: Las relaciones constitutivas del ser humano 243
blecida entre Dios y el hombre radica en que éste es el ser capaz de la rela-
ción yo-tú»45. Esta alusión a la interpretación de Barth es interesante para
nosotros no sólo porque es subrayada por el propio Ruiz de la Peña, que la
considera merecedora de «mención aparte», sino también porque vincula la
referencia al tú humano con la expresión imagen de Dios46.
Sin embargo, hay todavía otra posible lectura de la expresión «imagen
de Dios» en la que debemos detenernos. La encontramos cuando nuestro
autor resume en un par de párrafos lo que para él es el mensaje de Gn 1,26;
y, en ella, se expresa de alguna manera la propia posición de Ruiz de la
Peña. Transcribimos literalmente su exposición:
45
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 44.
46
Esta vinculación la trataremos expresamente cuando hablemos de la relación con Dios
como necesariamente mediada.
47
Para Ruiz de la Peña «el sustantivo adam significa el ser humano en general, la huma-
nidad, no es un personaje singular llamado Adán» (J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988,
41).
244 personas por amor
48
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 45. El subrayado es nuestro.
49
Si unimos a esta lectura, que interpreta la imagen de Dios en un sentido relacional, con
lo que después diremos de la mediación de la relación con Dios a través de la relación con los
hombres, no estaríamos tan lejos de la interpretación de Barth (vid. supra).
50
«La visión engendra la semejanza» afirma el propio Ruiz de la Peña en una relectura
del concepto «visión de Dios». Cf. J.L. Ruiz de la Peña, «El elemento de proyección y la fe en
el cielo», 372.
51
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 176-178.
52
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 176. Allí se hace eco de las reservas
de Zubiri que «tienden a precaver el riesgo de antropomorfismo» (ibid. nt. 84). Por otra parte,
también el Talmud judío considera que «decir “él” ya sería hablar mal de alguien […]. Se habla
del prójimo por toda clase de buenas razones, pero también para no tener que responderle» (A.
CAP. VI: Las relaciones constitutivas del ser humano 245
Finkielkraut, La sabiduría del amor, 30s.; cit. por C. Díaz, ¿Qué es el personalismo comu-
nitario?, 84).
53
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 176.
54
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 177. A esta visión del hombre atribuye
Ruiz de la Peña la dureza del «juicio bíblico sobre el ateísmo […]; este veredicto inclemente,
que tan embarazoso nos resulta hoy, ha de ser entendido como expresión del carácter ineludible
de Dios para la autocomprensión humana» (ibid.).
246 personas por amor
55
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 177s. Esta misma idea es recogida años
más tarde en un texto que nos es conocido: J.L. Ruiz de la Peña, Creación, gracia, salvación
1993, 66.
56
Las resonancias de la filosofía del diálogo son aquí evidentes, pero más aún lo son
las resonancias rahnerianas con tal que caigamos en la cuenta de que esta palabra de Dios que
espera respuesta, no está muy lejos de la «autocomunicación de Dios» que ha de ser acogida o
rechazada. Dios en este diálogo al que se refiere Ruiz de la Peña no pronuncia una palabra ajena
a sí, sino que se ofrece a sí mismo.
57
Esta expresión latina, que significa “en presencia de Dios”, es el título del libro ho-
menaje que le dedicaron al profesor Ruiz de la Peña sus compañeros de Salamanca y Oviedo
(Salamanca 1997). El vínculo de esta expresión con nuestro autor procede de J.L. Ruiz de la
Peña, El don de Dios 1991, 392, nt. 46, donde hablando de la oración y tomando pie de una cita
de C. Díaz, Ilustración y religión, 121, afirma: «El hombre vive ante Dios (coram Deo) de muy
distintas maneras: “a ratos con pena, otros con gloria, otros sin pena ni gloria”. Lo que importa
es la vivencia del coram Deo, no la modalidad que asuma en este o en aquel momento». Las
resonancias rahnerianas de esta expresión son fácilmente rastreables (cf. K. Rahner, Oyente de
la palabra, 29 et passim).
CAP. VI: Las relaciones constitutivas del ser humano 247
58
Igual que la palabra de Dios dirigida a cada ser humano se ha hecho carne en una vida
humana concreta, también la respuesta deberá hacerse carne. No se trata de una respuesta ver-
bal, sino de una vida vivida como aceptación o rechazo de esa pro-puesta divina.
59
Citaremos sólo alguna expresión de S. Juan de la Cruz : «ya puedes mirarme/ después
que me miraste» («Cántico espiritual B, canción 33» en S. Juan de la Cruz, Obras completas,
735); «véante mis ojos, pues eres lumbre dellos, y sólo para ti quiero tenellos» («Cántico espiri-
tual B», canción 10 en ibid., 626).
60
«Pannenberg explica cómo de esa “constante” religiosa puede el ser humano desen-
tenderse reflejamente, mas ella late ya en la “apertura del hombre al mundo”, en la consiguiente
experiencia “de autotrascendencia” y en “la confianza fundamental que soporta nuestra vida”»
(J.L. Ruiz de la Peña, «La verdad, el bien y el ser», p. 48).
61
Otro autor, que comparte con Ruiz de la Peña su espíritu humanista lo formula de esta
manera: «La palabra creadora de Dios es un llamamiento ya que no debemos ser únicamente
imágenes de nuestro creador en la configuración responsable de la tierra, sino, sobre todo, debe-
mos estar con él en libertad. [...] El gran tema del Sabbath introduce una y otra vez la visión de
adoración y libertad. El hombre puede ser libre únicamente como adorador» (Häring, Libertad
y fidelidad en Cristo I, 26).
248 personas por amor
62
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 83.
63
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 192. Al comienzo de la humanidad en el
que cuando Dios crea a Adán «crea una persona» (J.L. Ruiz de la Peña, Creación, gracia, sal-
vación 1993, 66), pero podemos hablar de una situación «antes incluso de que el hombre actúe
personalmente» (J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 192). Esto mismo puede aplicarse
al caso límite del recién nacido, en el que, por hipótesis, sólo acontece el primer miembro de esta
dialéctica, nuestro autor llega a hablar de «personalidad virtual, potencial, no actual. Pero cier-
tamente nadie se atreverá a negar que se trata de una personalidad real» (ibid.). Los subrayados
son del autor. Años antes, el mismo Ruiz de la Peña se había mostrado consciente de las dificul-
tades que para las antropologías no estáticas que «ven al hombre como un ser en devenir, que
debe autorrealizarse en la temporalidad, la apertura al tú, las opciones responsables» representa
el caso límite de «los niños muertos sin bautismo antes de llegar al uso de razón»; allí calificaba
este caso de «enigma teológico» a la vez que de «enigma antropológico» (cf. J.L. Ruiz de la
Peña, El hombre y su muerte 1971, 385).
64
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 192.
CAP. VI: Las relaciones constitutivas del ser humano 249
65
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 389; cf. J.L. Ruiz de la Peña, Imagen
de Dios 1988, 135,142s.
66
Para todo el párrafo cf. J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 19. Allí afirma
que estos hitos, «según la Biblia, son: la imagen formada (doctrina de la creación), la imagen de-
formada (doctrina del pecado), la imagen reformada (doctrina de la justificación y de la gracia),
la imagen consumada (escatología)».
67
No se excluye por supuesto la posibilidad de retrocesos en este crecimiento, o incluso
la posibilidad del malogro del mismo. Esta posibilidad que atañe al misterio del pecado, aunque,
por razones de método no es contemplada en nuestro trabajo, no está en absoluto excluida del
pensamiento de nuestro autor (cf. J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 43-198).
68
Cf. J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 78. Ya en su comentario a los textos
del Génesis, Ruiz de la Peña había señalado que «esta antropología de la imagen de Dios está
apuntando prolépticamente a la cristología» (ibid., 45).
69
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 79.
70
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 80. El subrayado es nuestro. Esta distin-
ción entre Cristo, imagen del Padre, y los demás hombres, imagen de Cristo, se encuentra muy
presente en los antiguos Padres. Ellos consideraban que la única imagen de Dios era Jesucristo
por lo que los demás hombres podían considerarse como imágenes de la imagen (cf. A. Orbe,
Antropología de S. Ireneo, 107-117). Abundando un poco más, diremos que para la Escuela Ale-
jandrina, cuyo principal representante es Orígenes, la imagen del Verbo eterno se encuentra en
el alma (nous) del hombre, sin referencia a la encarnación ni al cuerpo material. Por el contrario,
250 personas por amor
para S. Ireneo y los otros miembros de la escuela asiática es la imagen del Verbo encarnado y
resucitado, la que modela el plasma material del hombre.
71
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 80s.
72
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 161. Estas afirmaciones vienen ilustradas
con una referencia a M. Flick – Z. Alszeghy, Il peccato originale, 314.
73
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 162s. El entrecomillado pertenece a G.
Martelet, Libre réponse à un scandale, 39.
74
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 163.
CAP. VI: Las relaciones constitutivas del ser humano 251
75
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 163.
76
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 172.
77
Estas reflexiones se encuentran ya en su tesis doctoral, en torno a la descripción del
existencialismo y la teología de Rahner (cf. J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971,
159.229.266), pero donde aparecen sistemáticamente como afirmación propia es en J.L. Ruiz
de la Peña, «En torno al concepto de escatología»; reproducido después como primer capítulo
en sus manuales de escatología. También son significativas en estas reflexiones las resonancias
del pensamiento de Bloch.
252 personas por amor
parte, futuro es lo que las decisiones de Dios y el hombre harán mañana y que
en cuanto originadas en la libertad personal, no podemos anticipar hoy […].
Lo dicho hasta el momento debe ser completado por otra intuición bíbli-
ca básica: la apertura trascendental a Dios se actúa, de hecho y necesaria-
78
J.L. Ruiz de la Peña, «En torno al concepto de escatología» 1974, 469-472.
79
J.L. Ruiz de la Peña, «Lo propio e irrenunciable de la esperanza cristiana» 1987, 793.
80
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 179.
CAP. VI: Las relaciones constitutivas del ser humano 253
81
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 180. Los subrayados son del autor. La
cita prosigue haciendo alusión a Gn 2, 18 («no es bueno que el hombre esté solo») que él mismo
había comentado con las siguientes palabras: «En realidad, tampoco es exacto que el hombre
esté solo; ya es interlocutor de Dios. Lo que el texto insinúa es que, para ejercer de hecho esta
interlocución trascendente, el hombre precisa de un interlocutor inmanente. Para ser efectiva-
mente el tú de Dios, Adán necesita un tú humano» (ibid, 35).
82
También aquí es evidente la influencia de Rahner (cf. K. Rahner, Oyente de la pala-
bra, caps. X-XII).
83
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 177, nt. 27. Para toda la cuestión del
pecado originante cf. ibid. 173-177.
84
«No es la personalidad histórica de Adán lo que interesa a la teología del pecado ori-
ginal, sino su función introductoria del reino del pecado. Adán es una cifra; es, precisamente, la
cifra de una mediación humana» (J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 177).
254 personas por amor
gicas del destinatario. Pues bien, el hombre es un ser social, lo que significa
[…] que no puede relacionarse con Dios directamente, sino a través de la ima-
gen de Dios, en la mediación del tú humano. Al comienzo de la historia, tal
mediación no ha cumplido su objetivo; en vez de ser receptora y transmisora
de gracia, la ha rechazado; ha respondido a Dios con un no, inaugurando así la
historia del pecado. Es justamente la mediación fallida de esa libertad opuesta
a Dios lo que se designa con el término ‘Adán’85.
85
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 177. A partir de este texto se sigue una
interesante consecuencia para la teología del pecado original. Si la gracia es el amor de Dios
al hombre y este amor ha de ser necesariamente mediado, el pecado original puede entenderse
como ausencia de mediación entre Dios y el hombre. Verdadera situación des-graciada, porque
impide que el amor de Dios llegue al hombre. Como corolario, el vínculo entre la función me-
diadora y redentora de Cristo queda iluminada de un modo elocuente.
86
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 182.
87
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 163: «La hipótesis de una gracia original
que sería “gracia de Adán”, y no de Cristo, es insostenible, pese a contar con defensores distin-
guidos en la historia de la teología».
CAP. VI: Las relaciones constitutivas del ser humano 255
88
Prácticamente en cada uno de los capítulos hemos remitido, y lo seguiremos haciendo,
a la centralidad cristológica que en la obra de Ruiz de la Peña aparece passim. Por sólo citar al-
gunos ejemplos J.L. Ruiz de la Peña, «Realidad y Reino de Dios» 1980, 130; J.L. Ruiz de la
Peña, «Contenidos fundamentales de la salvación cristiana» 1981, 204; J.L. Ruiz de la Peña,
«Tiempo de adviento» 1983, 293; J.L. Ruiz de la Peña, «La Iglesia que evangeliza» 1986,
191; J.L. Ruiz de la Peña, Teología de la creación 1986, 70 y 82; J.L. Ruiz de la Peña, «Lo
propio e irrenunciable de la esperanza cristiana» 1987, 793; J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de
Dios 1988, 177; J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 11,37,163s,234,265; J.L. Ruiz de
la Peña, «Gracia» 1993, 542 y 551; etc.
89
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 406.
90
Cf. J.L. Ruiz de la Peña, Teología de la creación 1986, 118.
91
J.L. Ruiz de la Peña, Teología de la creación 1986, 79.
92
J.L. Ruiz de la Peña, Creación, gracia, salvación 1993, 39. Esta mediación des-
cendente de toda la realidad creada, incluida la realidad material, proporcionaría un cauce para
explicar el agraciamiento de todos aquellos seres humanos que no han tenido otra posibilidad de
contacto humano agraciante, en el caso extremo los niños no nacidos victimas del aborto. Esta
problemática, que no trata expresamente Ruiz de la Peña estaría relacionada con la esperanza
cristiana sobre los niños no bautizados (cf. Comisión Teológica Internacional, «La esperanza de
salvación para los niños que mueren sin bautismo») y, más en su raíz, con la afirmación de GS,
22: «Ipse enim, Filius Dei, incarnatione sua cum omni homine quodammodo Se univit».
256 personas por amor
93
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 180. La inspiración rahneriana, al que
cita expresamente en este párrafo era ya evidente en el binomio «trascendental»-«categorial».
94
Cf. J.L. Ruiz de la Peña, Muerte y marxismo humanista 1978, 195-197.
95
J.L. Ruiz de la Peña, Las nuevas antropologías 1983, 231. La referencia a Zubiri
corresponde a X. Zubiri, «El problema teologal del hombre», 62.
CAP. VI: Las relaciones constitutivas del ser humano 257
96
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 335, nt. 33. Los subrayados son nuestros.
De este último texto podríamos señalar también la conexión que sugiere la terminología («abso-
luto personal creado») con lo que en su momento denominó reflexión sobre la «persona creada»
en su descripción de la teología de la persona en la primera escolástica.
97
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 183 (cf. tb. 181-183). Y en un artículo
del mismo año, también afirmará «De ahí que la tarea de la antropología cristiana se reduzca, a
fin de cuentas, a algo tan simple como esto: proclamar que no puede haber memoria de Dios sin
memoria del hombre y que nadie puede acordarse de sí mismo sin recordar a su hermano» (J.L.
Ruiz de la Peña, «Antropología Cristiana» 1988, 426).
258 personas por amor
98
J.L. Ruiz de la Peña, «Visión cristiana del hombre» 1975, 311s.
99
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 184.
100
En concreto cuando hablamos de la esperanza cristiana en el contexto del significado
del concepto «persona» como afirmación de la dignidad.
CAP. VI: Las relaciones constitutivas del ser humano 259
101
J.L. Ruiz de la Peña, La otra dimensión 1975, 215 (1986, 205). Una antropología así
«captará al hombre, ante todo, como unidad psicosomática, como libertad y conciencia encar-
nadas. Y sólo en un segundo tiempo procederá, por vía de análisis, a detectar en esta unidad una
dualidad […] (no dualismo)» (ibid.).
102
Quizá la expresión más contundente de nuestro autor en este sentido sea la siguiente:
«La praxis represiva de la muerte conduce a una insoportable deformación de la conciencia
personal y colectiva del hombre, porque ignorando malévolamente la magnitud del fenómeno,
falsifica las reales proporciones del contexto en que acaece; un contexto que abarca la globali-
dad de la existencia humana» (J.L. Ruiz de la Peña, La muerte, destino humano y esperanza
cristiana 1984, 15).
103
J.L. Ruiz de la Peña, «Muerte y liberación en el diálogo marxismo-cristianismo»
1978, 212.
104
Esta frivolización es sin embargo posible en los sitemas dualistas (cf. J.L. Ruiz de la
Peña, El hombre y su muerte 1971, 70) y, por motivos distintos, en las ideologías secularizadas
(cf. ibid. 145; J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre la muerte y la esperanza» 1977, 206; J.L. Ruiz de
la Peña, «Muerte y liberación en el diálogo marxismo-cristianismo» 1978, 212). De este riesgo
260 personas por amor
que hemos denominado frivolización de la muerte, no está tampoco libre la teología católica
(J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 60; J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre el mis-
terio de la muerte» 1972, 528), ni la protestante (J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte
1971, 155).
105
Cf. J.L. Ruiz de la Peña, La otra dimensión 1986, 205, nt. : «Se ha notado (O. Cull-
mann, Immortalité, 35) que el concepto inmortalidad es negativo, niega el hecho de la muerte,
o lo restringe al campo de lo corporal, y no de lo humano. Pero el cristianismo no puede negar
la muerte; antes bien, sostiene que ha sido una muerte humana el acto salvífico por excelencia.
Por el contrario, el concepto re-surrección es una afirmación positiva: sin negar la muerte sig-
nifica que su sujeto es devuelto a la vida. Cuando, por tanto, la teología habla de “inmortalidad
del alma”, debería resultar obvio que esta expresión comporta un sentido distinto del que recibe
en otras disciplinas o ideologías extrateológicas». Cf. J.L. Ruiz de la Peña, El último sentido
1980, 101.
106
Con toda seguridad esta es una de las «observaciones atinadas, de las que conviene
tomar nota» (J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 159) de las que habla nuestro
autor al comentar globalmente la posición de la teología protestante sobre la muerte. Ciertamen-
te la teología católica tiene en Sto. Tomás uno de los defensores más enérgicos de esta seriedad
de la muerte a partir de su tesis antropológica del alma única forma corporis (J.L. Ruiz de la
Peña, El hombre y su muerte 1971, 11.13). Pero, siempre según nuestro autor, la desigual recep-
ción de esta tesis «dividió a los teólogos desde Santo Tomás y Escoto, creándose así las premisas
para una mitigación de la unión misma, al menos en sus consecuencias. El reflejo más grave de
esa oscilación (que va de la fórmula tomista “alma-materia prima” a la escotista “alma-cuerpo”)
es la existencia de un difuso y latente dualismo, siendo abundantísimos los textos en los que el
alma separada es caracterizada como persona o como hombre» (ibid. 60).
107
J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 144s. La cita aparece dentro del
comentario a la obra H. Thielicke, Tod und Leben.
CAP. VI: Las relaciones constitutivas del ser humano 261
Pocos años más tarde, con motivo de estudios sobre el marxismo huma-
nista, volvemos a encontrar expresiones del mismo tono: «La muerte, en
efecto, es la crisis radical del hombre; ante ella queda en suspenso la índole
única, irrepetible, insustituible, del yo humano, su innata propensión a con-
siderarse valor absoluto, su personalidad»109.
También aquí, esta «crisis radical del hombre» es la crisis de las rela-
ciones que lo constituyen como persona, incluida la relación con Dios.
108
J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre el misterio de la muerte» 1972, 531 (el subrayado es
nuestro). Es interesante notar para lo que vendrá más adelante, que incluso en este texto, que ca-
rece de pretensiones de precisión, queda diferenciado el tratamiento de las relaciones al mundo
y al prójimo de la relación con Dios.
109
J.L. Ruiz de la Peña, Muerte y marxismo humanista 1978, 204. Cf. tb. J.L. Ruiz de
la Peña, «Muerte e increencia» 1977, 684 y J.L. Ruiz de la Peña, La otra dimensión 1986,
207.
110
J.L. Ruiz de la Peña, Muerte y marxismo humanista 1978, 204.
262 personas por amor
La única vía abierta a una eventual supervivencia del yo cae por entero
de la parte de Dios, no de la del hombre. Es la vía trazada por la misericordia
y la fidelidad de Yahvé […] El fundamento de la creencia en la inmortalidad
es religioso, no filosófico; atañe al ámbito de lo sobrenatural, no de las cuali-
dades naturales del ser humano112.
111
Estas dos alternativas rechazables (dualismo idealista o disolución del sujeto), pueden
leerse también como la segmentación de las dos facetas que ha de tener la escatología: «la co-
lectiva y la personal. Pues la esperanza se orienta en una doble dirección: esperanza para el yo
singular, más allá de la muerte; esperanza para la humanidad y el mundo, más allá del final de la
historia […]. para ser auténtica, la esperanza ha de ser universal y totalizante. La existencia de
estas dos dimensiones de “lo último” plantea un dilema insoluble a las escatologías seculares.
En ellas, o bien se atiende a la consumación del espíritu personal en una inmortalidad individua-
lística (idealismo), o bien se escamotea el destino del individuo para hablar de la consumación
de la sociedad (marxismo). Ya ha quedado dicho que la esperanza cristiana conoce una plenitud
de la que participan el hombre, la humanidad y el cosmos» (J.L. Ruiz de la Peña, «En torno
al concepto de escatología» 1974, 492). El subrayado es nuestro. Entre el grupo de respuestas
que niegan la condición personal sitúa Ruiz de la Peña las tendencias que invitan a anclarse en
el presente: «Un hombre anclado en el presente, cumplidor del lema epicúreo del carpe diem, es
un irresponsable; un hombre vuelto al pasado se convierte, como la mujer de Lot, en estatua, se
cosifica y despersonaliza» (J.L. Ruiz de la Peña, «En torno al concepto de escatología» 1974,
477).
112
J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre el misterio de la muerte» 1972, 529. Este texto se sitúa
en el contexto de la interpretación de los salmos místicos en los cuales «La experiencia de la
comunión vital con Dios durante la vida terrena, la analogía de la relación interpersonal como
vínculo indisoluble, parecen exigir una continuidad en la comunión con Yahvé, incluso más allá
de la muerte» (ibid.). En la misma línea J.L. Ruiz de la Peña, «En torno al concepto de esca-
tología» 1974, 474; y también J.L. Ruiz de la Peña, «El elemento de proyección y la fe en el
cielo» 1979, 371: «Es cabalmente en el curso del diálogo amoroso Dios-hombre, es decir, en la
esfera de la historia, donde se dirime cristianamente la alternativa muerte-inmortalidad. En las
diversas formulaciones racionalistas de dicha alternativa, la inmortalidad derivaría de la natu-
raleza, no de la historia. Para la Escritura, en cambio, la lógica del amor es la única que puede
dar razón del origen de la vida en su total gratuidad, avanzando a la vez la garantía, igualmente
única y gratuita, de su supervivencia […]. Así, pues, la muerte del hombre interpela al amor de
Dios y pone a prueba la identidad humana (¿el hombre es un valor absoluto?) y la divina (¿Dios
es amor?). La respuesta a tal interpelación corrobora la entrevista perennidad de toda vida naci-
da de y para el amor».
CAP. VI: Las relaciones constitutivas del ser humano 263
113
J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre el misterio de la muerte» 1972, 531.
114
J.L. Ruiz de la Peña, La otra dimensión 1986, 24.
115
Cf. J.L. Ruiz de la Peña, «En torno al concepto de escatología» 1974, 488.
116
Es necesario aquí hacer referencia a una distinción realizada por Ruiz de la Peña. Me
refiero a la distinción entre resurrección para la vida y resurrección para la condenación. De las
dos, sólo la primera es «La resurrección propiamente dicha» y puede entenderse como extensión
de la resurrección de Jesús, mientras que la segunda, sería consecuencia de «la eficaz seriedad
del propósito creador» (cf. J.L. Ruiz de la Peña, La otra dimensión 1986, 206s). Ambas tienen
para nuestro autor un carácter tan distinto que «Podría discutirse sobre la oportunidad de utilizar
el mismo término para dos realidades tan diversas (resurrección para la vida-para la condena);
evidentemente la idea de resurrección sólo tiene pleno sentido cuando se trata de la primera,
mientras que la segunda se significaría más adecuadamente con otro vocablo. Pero la dificultad
terminológica no debe propiciar la negación de un aserto contenido en la revelación y los sím-
bolos de fe: los pecadores recobrarán también su existencia encarnada. Lo contrario equivaldrá a
afirmar su aniquilación como seres humanos y a negarles su condición de personas, creadas por
Dios “para toda la eternidad” aquél “a quien Dios habla…” (aunque sea “en ira”)» (ibid. 206).
264 personas por amor
117
J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 154. Es interesante la continua-
ción de la cita: «Determinar más precisamente cuál es el sujeto de esa supervivencia, es tarea
imposible, puesto que la revelación no alumbra de modo suficiente el problema. En realidad, lo
que mayormente preocupa a muchos de estos teólogos es el evitar todo lo que suena a inmorta-
lidad natural, supervivencia fundada en alguna cualidad de la esencia humana» (ibid.); nuestro
autor apunta la motivación subyacente al hecho de no querer definir el sujeto de la inmortalidad.
Esta motivación, sin embargo no posee la misma fuerza desde una correcta teología de la crea-
ción. La realidad creada (y un alma potencialmente inmortal es también creación) no condiciona
la soberanía de Dios, sino que es su fruto. Para la crítica de nuestro autor a este «extrinsecismo»
cf. J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 392.
118
Cf. J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre el misterio de la muerte» 1972, 529.
119
Cf. J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte 1971, 139 y 388.
120
Ruiz de la Peña nos ofrece un interesante comentario sobre esta definición: «El Latera-
nense V, al abrir su definición con una ratificación formal de la efectuada por el Viennense, nos
coloca en la perspectiva adecuada para valorar el dogma de la inmortalidad. El sujeto a quien
ésta se atribuye es la forma sustancial del cuerpo, a la postre, por consiguiente, la inmortalidad
proclamada aquí es una inmortalidad personal» (J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte
CAP. VI: Las relaciones constitutivas del ser humano 265
mantener la identidad entre el sujeto que muere y el sujeto que resucita. Así,
en el hiato entre muerte y resurrección, la inmortalidad del alma sirve de
puente. Podemos decir que esta diferencia de enfoque no sólo anula, sino
que posibilita realmente que el vínculo entre el creador y su criatura no se
interrumpa jamás. En sus palabras:
* * *
1971, 13). Y en nota añade: «Para M. Flick – Z. Alszeghy, Il Creatore (204-205) es dogma
definido en este concilio “la inmortalidad personal”, no una inmortalidad del alma sin referencia
a la persona».
121
J.L. Ruiz de la Peña, El último sentido 1980, 102. El lector avisado habrá captado
sin dificultad que nos encontramos muy cerca del problema del estado intermedio y la crítica
de Ruiz de la Peña a la noción tradicional de «alma separada». Intencionadamente hemos de
eludir en nuestro trabajo esta cuestión, que por su propia complejidad y por sus implicaciones
dogmáticas merecería un tratamiento más sereno que el de una referencia ocasional. Podemos,
sin embargo hacer alguna precisión que puede ser útil al posible lector interesado. La teoría de
Ruiz de la Peña de la inextensión (que no inexistencia del estado intermedio), intenta responder
a dos objeciones frente al concepto tradicional, que a su vez son sus argumentos de más entidad:
a) que la sucesión temporal está ligada a la materialidad, por lo que en un estado intermedio
sin materia, no podríamos hablar de tiempo, ni siquiera de modo análogo y b) la afirmación
de Sto. Tomás, tan cara para Ruiz de la Peña, de que el alma separada «ni es hombre ni es per-
sona»; a partir de ahí deduce nuestro autor la no coincidencia entre el sujeto de retribución (la
persona) y el alma separada expresada en el texto que comentamos con un «algo» y no como
correspondería a un ente personal, como un «alguien». Por lo que respecta al primer argumento,
considero sustancialmente acertada la crítica de V.M. Fernández, «Una esperanza para la ma-
teria» (reproducido íntegramente en V.M. Fernández, «La inmortalidad del alma y el estado
intermedio») en la que, por así decirlo, niega la mayor. Partiendo del hecho de la resurrección
de Cristo y de la comunión con él, anticipada ya en la comunión eucarística, señala el hecho que
en el estado intermedio sí hay materia, la materia del cuerpo de Cristo resucitado, en la que de
266 personas por amor
alguna manera misteriosa participan los bienaventurados. El segundo argumento, al que también
Fernández hace referencia, encontraría cierta luz desde nuestro presente trabajo. Sto. Tomás
niega ciertamente que el alma separada sea persona, pero lo hace desde su concepto de persona
humana, próximo al de Boecio, donde la individuación (individua substantia), proviene de la
materia signata cuantitate. Creemos haber mostrado suficientemente que el concepto de perso-
na del propio Ruiz de la Peña no sólo no coincide con el de Sto. Tomás, sino que se sitúa críti-
camente frente a él. Si la razón formal de la personalidad se encuentra en la relación con Dios
que, aunque sometida a una profunda crisis, se mantiene incluso durante el estado intermedio,
cabe pensar que, aunque sometida a una profunda crisis, existe una personalidad real, vinculada
a esta peculiar relación con Dios en Cristo. De un modo eminente, la vida de los justificados se
encuentra escondida con Cristo en Dios (cf. Col 3,3).
122
En 1988 calificaba nuestro autor esta pregunta como «el móvil que activa la inqui-
sición de los creyentes sobre el enigma del hombre» (J.L. Ruiz de la Peña, «Antropología
Cristiana» 1988, 426). El subrayado es nuestro.
123
Vid. supra, especialmente pp. 121-130.
CAP. VI: Las relaciones constitutivas del ser humano 267
124
Los estudios sobre el pecado original están recogidos en diversos artículos: J.L. Ruiz
de la Peña, «El pecado original. Panorámica de un decenio crítico» 1969, y J.L. Ruiz de la
Peña, «La dialéctica destino-libertad y la discusión sobre el pecado original» 1972, algunas
de cuyas conclusiones son recogidas en un artículo divulgativo (J.L. Ruiz de la Peña, «El
pecado original, hoy» 1975) aparecido en 1975; y también en J.L. Ruiz de la Peña, «Pecado
original: la década de los ochenta» 1989. Las conclusiones más importantes de estos estudios,
sobre todo en lo referente a la importancia de la socialidad humana en el significado del pecado
original (originante y originado) son recogidos en su manual de antropología teológica especial
(J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991); por último, los elementos fundamentales del
pensamiento de nuestro autor sobre este tema aparecen también en una conferencia pronunciada
en 1992 (J.L. Ruiz de la Peña, Qué hay del pecado original 1992). Por lo que se refiere a sus
estudios sobre el marxismo, vid. supra p. 100 nt. 178.
125
Para esta cuestión, vid. sobre todo J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 178-
187. En estas páginas se incluye también la valoración que nuestro autor hace de «La persona en
la Gaudium et Spes», en la que nuestro autor reconoce la sanción autorizada «de los desarrollos
teológicos antes expuestos: el hombre es un ser personal en cuanto es un ser relacional; la rela-
ción a Dios es primera y fundamenta la relación al mundo (de superioridad) y la relación al tú
(de igualdad)» (ibid., 186).
126
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 182.
268 personas por amor
127
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 204.
128
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 205.
129
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 205. A nuestro juicio, es precisamente
la condición personal la que impide al ser humano diluirse pasivamente en la sociedad. El valor
absoluto del ser humano (su ser persona) lo empuja a aportar su contribución insustituible en el
nosotros social. Tampoco en su responsabilidad moral podrá el hombre parapetarse tras una co-
lectividad impersonal, sino que habrá de responder de sí mismo. Esto será interesante a la hora
de plantear el pecado original en el contexto de la socialidad del ser humano.
130
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 206.
131
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 206. En nota aclara nuestro autor que
«la expresión se remonta a H.W. Robinson» y cita diversos estudios sobre él, algunos de ellos
monográficos.
CAP. VI: Las relaciones constitutivas del ser humano 269
132
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 207.
133
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 207s.
134
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 207s.
135
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 208. «Adán y Cristo polarizan a la co-
munidad entera, y la razón está no en un decreto caprichoso de Dios, sino en la estructura misma
de lo humano y su socialidad constitutiva» (ibid).
136
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 209-211.
137
Este planteamiento que opone el ser personal al ser social merece un breve comenta-
rio. En él parece identificarse lo personal con lo individual, como lo sugiere el paralelismo con
la oposición: individualismo-colectivismo que aparece en el mismo párrafo. Esta supuesta iden-
tificación además tiene otro apoyo en sus textos de índole escatológica cuando frecuentemente
habla de «dos dimensiones de la escatología, la colectiva y la personal» (cf. J.L. Ruiz de la
Peña, La otra dimensión 1975, 38s (1986, 43s). Después de lo dicho sobre las tres relaciones
270 personas por amor
142
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 212.
143
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 183.
144
Vid supra: pp. 41-45; 60-67.
145
Cf. J.L. Ruiz de la Peña, Teología de la creación 1986, 176-179.
272 personas por amor
autores han llamado el «dominio filial», y que en Ruiz de la Peña viene tema-
tizado también desde el concepto «imagen de Dios», según el cual el hombre
domina la tierra pero sólo en cuanto administrador que debe responder ante
Dios de su gestión, y nunca como dueño absoluto irresponsable. De este
modo, la relación con el mundo queda iluminada, como ya había ocurrido
con la relación interhumana, desde la relación fundante con Dios.
146
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 213-247.
147
J.L. Ruiz de la Peña, Teología de la creación 1986, 130-133.
148
J.L. Ruiz de la Peña, Teología de la creación 1986, 130. Haciendo referencia a R.
Guardini, Mundo y persona, 31.
CAP. VI: Las relaciones constitutivas del ser humano 273
149
J.L. Ruiz de la Peña, Teología de la creación 1986, 130.
150
Cf. J.L. Ruiz de la Peña, Teología de la creación 1986, 132. Esta crítica según la
cual «para ser consistente y autónomo, el hombre no puede deber a nadie la existencia; tiene que
hacerse a sí mismo. ¿Cómo? Con el trabajo» (ibid. 131s) y en la que el hombre no sólo trans-
forma humanamente la naturaleza sino que «el propio hombre es “el resultado y el proceso de
su producción”» (ibid. 132) adquiere según Ruiz de la Peña los tintes de una vuelta a versiones
míticas («creación como demiurgia») y panteístas («la dificultad de reconocer una existencia
real a lo contingente es uno de los elementos característicos de toda ontología panteísta»).
151
J.L. Ruiz de la Peña, Teología de la creación 1986, 133.
152
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 214. En una primera lectura son recono-
cibles en ella los ecos del pensamiento marxista, criticado en su obra de 1986, en el que el hom-
bre era presentado como creador de sí mismo a través del trabajo. Sin embargo hay una diferen-
274 personas por amor
cia significativa. Aquí la realización de sí mismo no se entiende como proceso autónomo sino
en el contexto de las otras dos relaciones. La cita continúa insistiendo, mediante una referencia
a J. Alfaro, en la superioridad-centralidad del ser humano en el conjunto de la creación: «En la
relación que así se establece, el primado corresponde al hombre, no al mundo, pues “mientras
el ser del mundo se agota en su relación al hombre, el ser del hombre no se agota en su relación
al mundo”». El texto entrecomillado corresponde a J. Alfaro, De la cuestión del hombre a la
cuestión de Dios, 201. Por otro lado, habría que completar la idea de que el hombre se realiza
por la acción con aquellos otros textos en los que se subraya el hecho de que no nos construimos
a nosotros mismos en soledad, sino a partir de lo que recibimos de los demás.
153
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 214. Algunos de estos temas han sido
tratados más o menos extensamente por nuestro autor en otros lugares, bien de modo directo,
bien en su diálogo con el pensamiento secular. Por sólo poner un par de ejemplos, la relación
entre la fe y la ciencia es asunto significativo al menos en los siguientes títulos: J.L. Ruiz de
la Peña, Las nuevas antropologías 1983; J.L. Ruiz de la Peña, «Realidad velada» 1983; J.L.
Ruiz de la Peña, «La fe ante el tribunal de la razón científica» 1984; J.L. Ruiz de la Peña,
«Materia, materialismo y creacionismo» 1985; J.L. Ruiz de la Peña, «Mentes, cerebros, má-
quinas» 1987; J.L. Ruiz de la Peña, «¿Homo cyberneticus?» 1994; J.L. Ruiz de la Peña,
Crisis y Apología de la fe 1995; J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre la dialéctica mente-cerebro»
1995; y en J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre el problema mente-cerebro» 1996. Por otro lado,
póstumamente publicado bajo el significativo título de Una fe que crea cultura, apareció un vo-
lumen, editado por su gran amigo Carlos Díaz, que incluye 24 artículos diferentes en los que el
editor reconoce «una aportación al pensamiento y a nuestra comprensión de la realidad siempre
en diálogo con la filosofía, la cibernética, la biología, la física, etc.» (C. Díaz, «Prólogo» en
J.L. Ruiz de la Peña, Una fe que crea cultura 1997, 11). Algunas de estas obras (libros y artí-
culos) hemos tenido oportunidad de comentarlas en su momento, a propósito, sobre todo, de la
afirmación de persona como dignidad. Incluir aquí, sin embargo, aunque sólo fuese la referencia
sumaria de sus temáticas nos apartaría muchísimo del objetivo de nuestro trabajo.
154
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 214. A la exposición de estos datos,
bíblicos y magisteriales dedica las páginas 214-227.
CAP. VI: Las relaciones constitutivas del ser humano 275
Ninguno de estos puntos de vista [de los pueblos limítrofes] puede ser
compartido desde la óptica de la fe en la creación, que ofrece una visión
diametralmente opuesta de la relación Dios-mundo y, por ende, una distinta
comprensión de la relación entre el hombre, imagen de Dios y el mundo,
creación de Dios156.
De ahí se sigue que no hay una historia profana, animada por el dina-
mismo del progreso, y una historia sagrada, impulsada por el dinamismo de la
gracia. Progreso y gracia se integran en una historia única y apuntan al mismo
y único fin. Todo lo cual no autoriza, naturalmente, a identificar el uno con la
otra; la unidad no es confusión; más bien surge de la diversidad cualitativa.
Pero a su vez, esta diversidad no puede ser interpretada como divergencia o
paralelismo de dos magnitudes condenadas a no encontrarse nunca; la estruc-
tura cristológica estipulada por Calcedonia para las dos naturalezas del Verbo
155
Para todo el párrafo J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 214.216.218.
156
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 219. Este texto propone una relación
triangular (Dios-hombre-mundo) en la que el hombre es siempre convocado a tratar el mundo en
el contexto de su relación (de ambos: del hombre y del mundo) con Dios.
157
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 219.
158
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 219s.
276 personas por amor
159
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 220. Cf. J.L. Ruiz de la Peña, El don
de Dios 1991, 36.
160
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 223.
161
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 224.
162
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 225. Recuérdese lo dicho en torno a la
creaturidad como relación de dependencia absoluta.
163
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 226.
CAP. VI: Las relaciones constitutivas del ser humano 277
164
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 227; cf. ibid 220.
165
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 219s.
166
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 231.
278 personas por amor
167
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 231.
168
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 231 (el subrayado es nuestro). Merece la
pena señalar que, en el mismo lugar, nuestro autor considera el origen del cambio de perspectiva
en una diferente ponderación de textos del Génesis (Gn 3,17, donde el trabajo es nombrado en el
contexto del castigo del pecado; y 1,26-28 y 2,5.15, donde el trabajo se ve como vocación gozo-
sa). El primer texto, nos dirá, ha de subordinarse a los otros y no viceversa. Por otro lado, Ruiz
de la Peña pone como ejemplo de esa actividad en la que el hombre se realiza a sí mismo «la
creación artística. En ella se da un obrar que es descansar y un descansar que es obrar; un actuar
gratuito y gratificante que encuentra su sola compensación en el gozo de la obra bien hecha…»
(ibid.).
169
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 234 (el subrayado es nuestro).
170
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 234 (el subrayado es del autor).
171
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 234.
172
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 235. Citando J. García-Nieto – E.
Rojo, Paro, trabajo, planificación de futuro, 14.
CAP. VI: Las relaciones constitutivas del ser humano 279
173
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 236. Se entiende por comprensión ar-
cádica, la que entiende la «relación hombre-mundo, en la que aquél sería mero pastor o conser-
vador de éste» (ibid), mientras que por comprensión utópica, aquella «en la que el homo faber
promueve y dirige la génesis del mundo hacia su consumación» (ibid.) Ruiz de la Peña remite
para la comprensión de esta antítesis a E. Bloch, Atheismus im Christentum, 265-267.
174
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 236-242.
175
Cf. J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 236-247. Por lo que respecta a la
teología del progreso, podemos decir que el propio Ruiz de la Peña, siguiendo a Gaudium et
Spes, resume su posición con las siguientes palabras: «La idea de progreso es irrenunciable, pero
a condición de que se entienda adecuadamente. Lo cual sólo será posible si se introyecta en ella
el componente ético que le devuelva su carácter humano y sus virtualidades humanizadoras»
(ibid., 242). Precisamente por este motivo, nos sigue diciendo Ruiz de la Peña: «Si el progre-
so digno del tal nombre es un movimiento hacia cotas cada vez mayores de libertad, justicia,
igualdad, solidaridad, etc., entonces una auténtica teología del progreso ha de desembocar en
una teología de la praxis social» (ibid.). A partir de ahí Ruiz de la Peña realiza su exposición de
las teologías de lo político (entre las que sitúa la teología política, la teología de la revolución,
y la teología de la liberación) comenzando algunas afirmaciones de Gaudium et Spes de las que
«cabe inferir la necesidad de una praxis cristiana en la esfera sociopolítica» (ibid, 243), para
continuar con algunas reflexiones sobre la posibilidad, o no, de un legítimo uso de la violencia
en la praxis política a partir del principio de legítima defensa.
280 personas por amor
por tanto, con una configuración que puede leerse desde las tres relaciones
constitutivas del ser humano. En esta lectura, la faceta personal del trabajo,
que configura las otras dos, hace fundamentalmente referencia a la relación
con Dios, puesto que se resuelve en «cumplimiento de la propia vocación».
Desde la superioridad que le da su relación privilegiada con Dios, la persona
se encuentra convocada a la fraternidad con los demás seres humanos (igua-
les en dignidad puesto que también son personas)176 y a la configuración
del mundo, llevándolo a su consumación. Vemos nuevamente cómo en la
teología del trabajo expresada por nuestro autor aparece esta estructura rela-
cional, tridimensional y jerarquizada a la que venimos haciendo referencia
en multitud de ocasiones.
b) La preocupación ecológica
Si interpretamos la preocupación ecológica en un modo amplio,
encontraríamos alusiones al valor de la naturaleza y a su cuidado por toda
la obra de Ruiz de la Peña, sobre todo en lo que hace referencia al valor de
la creación en general. En concreto este último aspecto será especialmente
significativo en los ámbitos de la valoración del cuerpo humano177 y de la
consumación escatológica178.
Nosotros nos ceñiremos en este apartado a los textos de Ruiz de la Peña
expresamente dedicados a la cuestión de la crisis ecológica y sus implica-
ciones teológicas. Son varios los artículos que nuestro autor dedica a esta
cuestión, el primero de ellos, que nos servirá de hilo conductor, aparecerá
en 1985; el último, de carácter divulgativo, verá la luz un año antes de su
muerte (1995) 179.
176
Recuérdese que la pregunta fundamental de la condición personal se formulaba poco
más o menos así: ¿Cómo he de tratar a mi prójimo y por qué?
177
Cf. A.M. Alves Martins, A condiçâo corpórea da pessoa.
178
El título de la última edición de su escatología (La pascua de la creación) es especial-
mente significativo en este sentido (vid. la «Presentación» de J.L. Ortega en J.L. Ruiz de la
Peña, La pascua de la creación 1996, xiv).
179
El primero de los dos artículos citados (el de 1985) aparece por primera vez en una
obra colectiva (AA. VV., El desafío ecológico, 111-142) bajo el título «Ecología y teología»; en
el mismo año es reproducido en la publicación Iglesia Viva, esta vez con el título «Fe en la crea-
ción y crisis ecológica»; con este mismo nombre será incluido en su manual de teología de la
creación (J.L. Ruiz de la Peña, Teología de la creación 1986, 175-199) publicado un año más
tarde; lo citaremos por esta última edición por considerarla más asequible. Por lo que se refiere
al texto de 1995 fue publicado en la revista misión Joven bajo el epígrafe: «Tiempo para “sentir”
CAP. VI: Las relaciones constitutivas del ser humano 281
la pertenencia a la creación». Entre uno y otro artículo podemos encontrar también: J.L. Ruiz
de la Peña, «Hacia una doctrina ecológica de la creación» 1986, en el que reseña un libro de
Moltman, J.L. Ruiz de la Peña, «El cristianismo y la relación del hombre con la naturaleza»
1988; y J.L. Ruiz de la Peña, «¿Ha sido el cristianismo antiecológico?» 1990.
180
J.L. Ruiz de la Peña, Teología de la creación 1986, 176.
181
J.L. Ruiz de la Peña, Teología de la creación 1986, 176.
182
Para todo el párrafo, J.L. Ruiz de la Peña, Teología de la creación 1986, 176-179.
Aunque son varios los autores citados es la posición de L. White («The Historical Roots of our
Ecological Crisis») la que nuestro autor presenta como paradigmática. Para una versión vulgari-
zada de esta crítica Vid. supra, pp. 236 nt. 24.
183
Para todo el párrafo J.L. Ruiz de la Peña, Teología de la creación 1986, 180. Ade-
más del que comentamos, Ruiz de la Peña aduce el respeto religioso que debiera inducir la con-
ciencia de ser criatura y el hecho de que «la consumación escatológica abarcará […] también a
la tierra» (ibid, 181).
282 personas por amor
184
J.L. Ruiz de la Peña, Teología de la creación 1986, 181.
185
J.L. Ruiz de la Peña, Teología de la creación 1986, 181-188.
186
J.L. Ruiz de la Peña, Teología de la creación 1986, 188-190.
187
J.L. Ruiz de la Peña, Teología de la creación 1986, 1991. Un autor tan tradicio-
nalmente alejado de planteamientos teológicos, como es Vattimo, sostiene claramente que sólo
instancias de tipo religioso serían capaces de esta tarea. Ciertamente él propone a la religión un
riguroso programa de adelgazamiento (secularización) que la aleja bastante de lo que tradicio-
nalmente entendemos por tal.
188
Para lo que sigue J.L. Ruiz de la Peña, Teología de la creación 1986, 194-199.
CAP. VI: Las relaciones constitutivas del ser humano 283
189
J.L. Ruiz de la Peña, Teología de la creación 1986, 197s. Merece la pena señalar
la cita implícita de X. Zubiri, El hombre y Dios, 51s, 157 et passim. En realidad, Zubiri no ha-
bla propiamente de «Absoluto absoluto» en referencia a Dios sino de «realidad absolutamente
absoluta». La recepción del pensamiento de Zubiri y en particular del libro citado por parte de
Ruiz de la Peña merecería por sí mismo un análisis más amplio del que nos es posible en estas
páginas.
284 personas por amor
Deus sive Natura, decía Spinoza. Aut Deus aut Natura, debería decirse.
Es Dios quien marca la distancia entre los seres por Él creados, los ordena
según su rango y los tutela en su auténtico valor. Mientras hablemos del hom-
bre y la naturaleza en el horizonte de Dios, tenemos sólidamente emplazados
al hombre, y a la naturaleza y a Dios en una escala de valores. Desaparecido
Dios del horizonte, la escala se torna automáticamente confusa porque ha
desaparecido la unidad de medida; la frontera hombre-naturaleza se desdibuja
y acaba disolviéndose; quien sale ganando es, sin duda, la naturaleza, no el
hombre191.
190
J.L. Ruiz de la Peña, Teología de la creación 1986, 198.
191
J.L. Ruiz de la Peña, Teología de la creación 1986, 198.
192
J.L. Ruiz de la Peña, Teología de la creación 1986, 197. Hasta tal punto es así que
nuestro autor rechaza que el planteamiento cristiano sobre la ecología pueda entenderse como
teocentrismo. Así, en un artículo del año 1986, comentando un libro de J. Moltman, dirá ex-
presamente: «Menos feliz, en mi opinión, resulta la renuncia al antropocentrismo en nombre
del teocentrismo […]. Por otra parte, decir que Cristo es el sentido y el fin de la creación ¿no
es decir equivalentemente que lo es el hombre? El significado central de Cristo para el mundo
conlleva la centralidad de lo humano respecto a la totalidad de lo creado. Sólo escamoteando (o
cuestionando) la función mediadora de Cristo entre el creador y la creación puede plantearse an-
tinómicamente teocentrismo y antropocentrismo» (J.L. Ruiz de la Peña, «Hacia una doctrina
ecológica de la creación» 1986, 190; el libro al que hace referencia es J. Moltmann, Gott in der
Schöpfung).
193
J.L. Ruiz de la Peña, Teología de la creación 1986, 197.
CAP. VI: Las relaciones constitutivas del ser humano 285
194
J.L. Ruiz de la Peña, «El cristianismo y la relación del hombre con la naturaleza»
1988, 211.
195
J.L. Ruiz de la Peña, Teología de la creación 1986, 180.
196
J.L. Ruiz de la Peña, «El cristianismo y la relación del hombre con la naturaleza»
1988, 212.
286 personas por amor
Y más claramente:
La última frase del texto que acabamos de citar nos vuelve a recor-
dar ese antropocentrismo al que reiteradamente hacemos referencia. Un
antropocentrismo construido a partir de la relación entre Dios y el hombre,
garante de la condición personal de este último.
Los párrafos que hemos dedicado a la preocupación ecológica en el
contexto de la relación del hombre con la naturaleza nos han servido, en
resumen, para ver cómo ésta última relación sólo puede entenderse correc-
tamente, siempre según nuestro autor, desde «esta cosmovisión cristiana,
en la que Dios, hombre y mundo aparecen como magnitudes mutuamente
intercomunicadas»199; o dicho más claramente, que el hombre sólo puede
entender adecuadamente la relación de superioridad respecto al mundo, que
corresponde a su condición personal, desde la conciencia de su relación con
Dios, expresada bíblicamente como su ser imagen de Dios.
* * *
197
En el texto impreso aparece por error «implantando».
198
J.L. Ruiz de la Peña, «El cristianismo y la relación del hombre con la naturaleza»
1988, 213s. En términos prácticamente idénticos se expresa J.L. Ruiz de la Peña, «¿Ha sido el
cristianismo antiecológico?» 1990, 83.
199
J.L. Ruiz de la Peña, «El cristianismo y la relación del hombre con la naturaleza»
1988, 214.
CAP. VI: Las relaciones constitutivas del ser humano 287
1
«Dios ama al hombre: la teología cristiana de la justificación y la gracia no es sino una
explanación de este aserto» J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 201
2
.J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 199-406. Para la teología de la gracia es
también pertinente la «introducción» (ibid. 19-39) donde trata el tema del «Sobrenatural».
3
C.A. Castro Campolongo, La antropología teológica en Juan Luis Ruiz de la Peña,
509-544.
4
Al menos parcialmente en J.L. Ruiz de la Peña, Creación, gracia, salvación 1993.
De esta obra afirma en su prólogo: «Para redactarlas me he servido a menudo de trabajos an-
teriores, particularmente de la trilogía que compone mi antropología teológica (Teología de la
290 personas por amor
creación – Imagen de Dios – El don de Dios). Los lectores que la conozcan encontrarán en los
tres primeros capítulos de este libro ideas (e incluso párrafos) ya presentes allí, pero ahora en
forma más condensada y accesible (al menos, así lo pretendo y espero)» (ibid. 11).
5
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 9. Vid. también supra pp. 36-41.
6
Para todo el párrafo, J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 11.
7
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 11.
CAP. VII: la gracia en Juan Luis Ruiz de la Peña 291
8
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 19.
9
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 20. Es de notar que en el primero de los
párrafos se afirma expresamente la fundamentación en Dios de todos los elementos que hemos
considerado como integrantes de la condición personal.
10
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 20. Algo que la antropología teológica
fundamental ha de eludir «por razones de método expositivo» (ibid.).
11
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 20.
12
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 20; donde remite a J.L. Ruiz de la
Peña, Teología de la creación 1986, 146-150.
292 personas por amor
[Se trata de un] Problema que se mueve entre los dos cuernos de un
espinoso dilema: o bien hacemos de la gracia algo extrínsecamente adosado
a la naturaleza, con lo que justificamos su gratuidad, pero a costa de dejar a
oscuras por qué ella deba ser el único fin real del hombre, e incluso por qué
tenga el hombre que sentirse vitalmente concernido por algo ajeno y exterior
a él mismo; o bien la concebimos como una expectativa tan hondamente
incrustada en la urdimbre de lo humano que liquidamos su carácter de don
indebido y gracioso16.
13
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 20. «Es verdad que […] la antropología
teológica fundamental no ha podido eludir el hecho-Cristo y su doble función de referente insos-
layable de lo humano y de mediador entre el hombre y Dios».
14
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 21. Y unas líneas más adelante «el enig-
ma de lo humano radica, a fin de cuentas, en la imposibilidad humana de realizar su más autén-
tica y originaria posibilidad».
15
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 21. A modo de ejemplo recoge: «crea-
ción-alianza, historia profana-historia sagrada, progreso-reino, liberación-salvación, etc.» (ibid.
21s).
16
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 22. Donde incluye otra formulación.
CAP. VII: la gracia en Juan Luis Ruiz de la Peña 293
17
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 26.
18
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 27.
19
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 27-34.
20
H. de Lubac, Surnaturel.
21
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 27. Paradoja tomasiana, que Ruiz de la
Peña formula en los siguientes términos: «El hombre, en cuanto “naturaleza espiritual”, es deseo
de Dios y ha sido creado para que se cumpla consumadamente en él ese deseo, que es esencial,
necesario y absoluto, al que no puede sustraerse».
22
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 27. Dicha reformulación de la teoría se
encuentra en H. de Lubac, Le mystère du surnaturel.
294 personas por amor
ella, que es su único fin último; sólo si se cumple ese deseo, resulta perfecta-
mente consumado; fuera de él, resta perpetuamente inacabado23.
23
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 31. La fuente que utiliza es J. Alfaro,
«El problema teológico de la trascendencia y de la inmanencia de la gracia», incluido en J.
Alfaro, Cristología y antropología, 227-243, aunque cita también otro estudio anterior (J. Al-
faro, «Trascendencia e inmanencia de lo sobrenatural»).
24
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 31.
25
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 34.
26
Cf. J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 35. Es significativo que en las dos
divergencias Alfaro y Rahner aparecen concordes en la misma posición, que es también la del
autor mientras que «de Lubac se ha quedado prácticamente solo» (ibid. nt. 43).
CAP. VII: la gracia en Juan Luis Ruiz de la Peña 295
Sin embargo, Ruiz de la Peña no termina con estas palabras sino que,
«a modo de recordatorio», resume lo dicho en «una breve síntesis» en la que
presenta su propia posición. Si bien esta posición no pretende ser distinta
de la que ha aparecido como resultado del consenso al que acaba de hacer
referencia, resulta interesante que nos detengamos en la formulación con-
creta que utiliza:
27
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 35.
28
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 35.
296 personas por amor
29
Aquí «gracia» debe entenderse en sentido propio, incluyendo la oferta salvadora de
Dios y la respuesta afirmativa por la fe.
30
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 37s. Hemos sustituido los guiones (en el
original) por letras, para facilitar la localización al comentarlos.
CAP. VII: la gracia en Juan Luis Ruiz de la Peña 297
Porque ésta es, como gustaba de repetir de Lubac, nuestra paradoja: estar
hechos de tal modo que podamos –y debamos– esperar nuestra plenificación
como don y no como propia elaboración. Tal es nuestra más peculiar forma
de ser, nuestra auténtica naturaleza. Los creyentes estimamos que ello es así
porque el centro de gravitación de nuestro ser no es algo (ni la naturaleza
pura de la neoescolástica, ni la Voz anónima de Trías ni el trascender sin tras-
cendencia de Bloch, ni la trascendencia indecible e indescifrable de Jaspers),
sino alguien con rostro y nombre humanos: la persona del Verbo encarnada en
Jesús. Creemos además que el secreto de nuestro logro o malogro radica en
el modo de nuestra relación con él, pues ‘en realidad, el misterio del hombre
sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado […]’ (GS 22,1)35.
31
Que separa el problema del sobrenatural de la teología de la gracia propiamente di-
cha. Al primero dedica la introducción (J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 19-39),
mientras que a la teología de la «justificación y gracia» dedica la segunda parte (ibid., 205-406),
separadas además por la teología del pecado original (ibid., 41-203).
32
Por otro lado, la expresión, quizá poco matizada, que atribuye la creación al «Dios en-
carnado» y que la podemos considerar como una licencia provocada por la pretensión de expre-
sividad. Ruiz de la Peña toma partido, probablemente sin pretenderlo, en la discusión patrística
entre las escuelas alejandrina y asiática en torno al papel del Verbo en la creación del ser humano
(vid. supra. p. 249 nt. 70).
33
Si la gracia es donación de Dios mismo al ser humano, esta se da de modo insuperable
en la persona de Jesucristo.
34
La afirmación de que somos «criaturas del Dios encarnado», que Ruiz de la Peña de-
duce de Col 1,17 (vid. supra), aun siendo sustancialmente verdadera, es susceptible de alguna
explicación ulterior.
35
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 39. El subrayado es nuestro.
298 personas por amor
36
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 41-198. A la cuestión del pecado original
y su evolución a lo largo de la teología de la segunda mitad del s. XX había dedicado nuestro
autor algunos estudios monográficos (vid. supra p. 267, nt. 124). Sin embargo, y a pesar de
la amplitud de su tratamiento en el plan global de la obra sigue teniendo «índole funcional o
secundaria» y debe impedirse «la sustantivación de que frecuentemente ha sido objeto y que dis-
torsiona el real horizonte salutífero hacia el que se mueve el hombre» (ibid. 11). «La centralidad
de Cristo sitúa el pecado en la perspectiva justa; él es el revés de la trama, la oscura urdimbre
de una historia que Dios ha querido llena de gracia y que el hombre ha desgraciado […]. El
mensaje del pecado original pertenece a la entraña del evangelio porque, a fin de cuentas, es el
mensaje de la gracia victoriosa» (ibid. 197). El subrayado es del autor.
37
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 199-406.
38
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 201.
39
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 201.
CAP. VII: la gracia en Juan Luis Ruiz de la Peña 299
40
Para todo el párrafo cf. J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 202s.
41
Ya señalamos en su momento el peso de OT 16 en la estructura de las obras de Ruiz de
la Peña.
42
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 207-311 y 313-406 respectivamente.
300 personas por amor
43
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 210.
44
«En principio esta forma no parecería teológicamente viable; entre Dios y el hombre
hay un desnivel absoluto, una presunción previa de desigualdad imposibilitadora de un pacto
bilateral […]. Si, con todo, se realiza de hecho un tal pacto entre Yahvé e Israel, ello es posible
porque Yahvé es un Dios condescendiente e Israel es un grupo humano promocionado, elevado
muy por encima de su condición propia por la elección con que Dios lo ha gratificado» (J.L.
Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 216). El subrayado es nuestro.
45
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 218s.
46
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 226. Reanudarla en tanto que respuesta
a ella, porque, como ya nos ha indicado nuestro autor, esta relación permanece siempre de parte
de Dios.
CAP. VII: la gracia en Juan Luis Ruiz de la Peña 301
47
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 231. No me resisto a traer a colación la
proximidad de esta presentación con la realizada por Benedicto XVI en su primera encíclica
sobre la unidad entre eros y agápe en la visión cristiana del amor de Dios Benedicto XVI, Deus
caritas est, nn. 7ss.
48
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 232. El entrecomillado corresponde a H.
Rondet, La gracia de Cristo, 29.
49
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 233.
302 personas por amor
Y más adelante continúa: «Sobre esta idea [la comunión vital entre
Cristo y el cristiano] se van a extender con manifiesta predilección las
aportaciones del corpus joánico»52. A éste último dedica nuestro autor las
siguientes páginas de su libro, que él mismo resume de esta forma:
Pese a que el término gracia aparece sólo tres veces en el corpus joánico
(Jn 1,14.16.17), toda la teología del mismo rebosa de lo que con él se denota,
al girar incansablemente en torno al misterio del amor que Dios es y que se
difunde en las tres grandes manifestaciones que han hecho de la historia un
proceso salvífico: a) el amor eterno del Padre al Hijo y al mundo; b) el amor
del Hijo (encarnado) al mundo y a los hombres; c) el amor de los hombres al
Padre al Hijo y, consiguientemente, a los hermanos53.
50
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 249. Sobre el uso del término cháris por
parte de S. Pablo merece la pena extraer uno de los párrafos de nuestro autor: «Con estos antece-
dentes, el término cháris –empleado significativamente siempre y sólo en singular– sirve a Pablo
para designar la condensación de todos los gestos y etapas de la iniciativa salvífica divina, más
su saldo resultante. De ahí que lo use al comienzo y al final de muchas de sus cartas (2 Co 1,3;
16,23; 2 Co 1,2; 13,3; Ga 1,3; 6,18; Ef 1,2; 6,24; Flp 1,2; 4,23; Col 1,2; 4,18), no como mera fór-
mula protocolaria de salutación y despedida, sino a modo de inclusio, como cifra compendiada
del entero mensaje epistolar» (ibid. 249). El subrayado es nuestro.
51
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 259s.
52
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 260.
53
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 264.
CAP. VII: la gracia en Juan Luis Ruiz de la Peña 303
54
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 265.
55
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 267.
56
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 268. La cita se prolonga: «el hombre lle-
ga a ser por gracia lo que las personas de la Trinidad son por naturaleza (sin que ello signifique,
claro está, que se emplee expresamente la dialéctica gracia-naturaleza)».
57
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 268.
304 personas por amor
por el hecho de que la gracia es […] el don que Dios hace de sí mismo al
hombre. El término designa por consiguiente una forma de relación entre lo
58
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 271. «Los vectores de su discurso son
de orden cristológico y pneumatológico; ello es comprensible si se tiene en cuenta que su pre-
ocupación absolutamente prioritaria, y en cierto modo absorbente, era el problema trinitario»
(ibid.).
59
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 272.
60
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 272.
61
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 267.
62
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 272. «La incardinación de la doctrina de
la gracia en el ámbito de la antropología va a ser el resultado de una concreta circunstancia his-
tórica: la aparición del pelagianismo en ciertas comunidades cristianas de lengua latina» (ibid.).
CAP. VII: la gracia en Juan Luis Ruiz de la Peña 305
63
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 272. Nuevamente, y nunca insistiremos
suficientemente, coloca nuestro autor la clave de lectura de la gracia en su carácter de relación
interpersonal.
64
«Pretenden oponerse a los nefastos efectos del pesimismo maniqueo y del fatalismo
pagano»; intenta explicar «la existencia de paganos “castos, pacientes, modestos, generosos
[…]» (J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 274); intentan salvar la libertad humana (cf.
ibid., 274s).
65
«Es ciega para el fenómeno de su [del hombre] radical y universal pecaminosidad»
(J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 275).
66
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 276. El subrayado es nuestro. Ya antes,
había mostrado nuestro autor su opinión de que: «Lo que se está tocando aquí [en el debate pe-
lagiano y sus derivaciones] es, pues, la médula misma de lo teologal» (ibid. 273).
67
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 276.
68
Muy lejos del tono de rechazo hacia el doctor de la gracia presente en algunas publi-
caciones, sobre todo de origen germánico (cf. K.H. Menke, Das Kriterium des Christseins, 31-
100; K. Flasch, «Einleitung»). Ruiz de la Peña es consciente del debate en torno a una posible
incomprensión de Pelagio por parte de S. Agustín. Sin embargo, no toma parte en él, sorteándolo
elegantemente: «Que la comprensión agustiniana del sistema pelagiano haga justicia a éste, es
asunto en el que no podemos entrar; que lo que él entendió por pelagianismo tenía que ser ataja-
do, es por demás obvio. Nos interesa, por tanto, conocer cómo respondió el obispo de Hipona al
306 personas por amor
a) el hombre no puede salvarse por sí solo, sino que tiene absoluta nece-
sidad de ser salvado por Dios; b) esa salvación es gracia que libera la libertad
y suscita en el ser humano la atracción y delectación del bien; c) todo ello se
remonta a la iniciativa divina; es a Dios a quien compete el primado irrestricto
en la obra de la salvación, d) la libertad y la gracia no pueden concebirse anti-
nómicamente, explíquese como se explique su mutua concurrencia69.
envite pelagiano» ( J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 277, cf. ibid. nt. 28). Por otro
lado reconoce, siguiendo a J.I. González Faus, Proyecto de hermano (546 nt 13) la existencia
«en el sistema agustiniano [de] posiciones no sólo poco felices sino incluso bordeando lo que
hoy se sostiene como doctrina ortodoxa. Sin duda la más problemática es la que se refiere a la
doctrina de la predestinación» (J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 281); cuyo «fruto
más amargo» es en su opinión el «brutal predestinacionismo» de Jansenio (cf. ibid. 308, cf);
pero a la vez, Ruiz de la Peña deja claro que «el fenómeno del acierto combinado con el error es
bastante común y fácilmente comprensible en el clima polémico en que se movió su reflexión, y
no resta mérito a la grandeza de su empresa» (ibid. 281).
69
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 281.
70
«Término desconocido hasta finales del siglo XVI, cuando en el curso de la controver-
sia de auxiliis empieza a emplearse para designar un sistema, nacido en ambientes monásticos
del sur de Francia» (J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 282. Cf. ibid 283-285).
71
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 289. Las tres acepciones, serían la fe
como causa formal, causa eficiente o conditio sine qua non. Cf. ibid. Nuestro autor las toma de
J. Martín-Palma, Gnadenlehre, 16 y nt. 34.
72
Cf. J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 290s. «Con todo va ganando terreno
la idea de que, pese a la radicalidad de algunas de sus expresiones, Lutero no sostenía la inter-
pretación exasperadamente extrinsecista que los comentaristas católicos le han atribuido gene-
ralmente (y que , en cambio, es ciertamente propia de algunas formas de luteranismo ortodoxo)»
(ibid., 292).
CAP. VII: la gracia en Juan Luis Ruiz de la Peña 307
73
Cf. J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 296s. Las dos «menciones» aparecen
en los capítulos 1 y 5 del «Decreto sobre la Justificación». Para ser precisos, en el cap. 1, cuando
describe la situación anterior a la justificación, el concilio habla de la permanencia del «libre
albedrío» –liberum arbitrium– (DS 1521), mientras que en el capítulo 5, en el que lo que está en
juego es la cooperación del hombre a la salvación, afirma que los llamados a la justificación pue-
den disponerse a ella «asintiendo y cooperando libremente» –libere assentiendo et cooperando–
(DH 1525). La distinción, que no deja de ser sutil, sugiere sin embargo un hecho interesante:
es la vocación a la salvación –ab eius vocatione– la que libera nuestro libre albedrío haciendo
posible la cooperación libre.
74
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 297. Nuevamente, al comentar el capítulo
6 del «Decreto de justificación» señala que «merece notarse la nueva aparición de la idea de
libertad humana» (ibid.).
75
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 301. Se apoya en los análisis de J.M.
Rovira Belloso, Trento, 168. De estos últimos afirma que su autor «lo ha demostrado, creo que
de forma incontrovertible […] con un examen atento de las actas conciliares».
308 personas por amor
76
Cf. J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 304-309. Allí, además de estos dos
episodios, Ruiz de la Peña menciona los intentos de renovación promovidos por «exegetas como
Lessio o de patrólogos como Petavio» sin que ninguno de ellos pudiese sacar al colectivo teo-
lógico católico de las «dos contiendas intraeclesiales (la disputa de auxiliis y la recusación del
jansenismo) que bloquearon» el desarrollo de la doctrina de la gracia. Tampoco el Vaticano I es
considerado una aportación sustancial. Incluso «La renovación neoescolástica (Scheeben) y las
aportaciones de la escuela de Tubinga (Möhler) apenas calaron en la generalidad del colectivo
teológico, limitándose su influjo al ámbito de lengua alemana. Habrá que esperar a la polémica
en torno al sobrenatural para percibir síntomas de reactivación en nuestra doctrina» (ibid, 309).
77
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 309s.
78
Para todo el párrafo J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 310.
CAP. VII: la gracia en Juan Luis Ruiz de la Peña 309
Para todo el párrafo, J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 315.
80
310 personas por amor
81
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 316.
82
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 316-322.
83
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 317, 320 y 321.
84
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 321s. El subrayado es nuestro.
CAP. VII: la gracia en Juan Luis Ruiz de la Peña 311
85
Que esta sea una idea constante en nuestro autor lo muestran las reflexiones sobre la
«estructura de la muerte eterna» presentes en su escatología: «El infierno será la existencia sin
Dios […]. Procede advertir que todavía no tenemos experiencia de lo que esto significa […] Esa
permanente disponibilidad divina para la oferta de salvación hace que la experiencia de su leja-
nía en el tiempo sea inconmensurable con la que se dará en la eternidad, el infierno inaugura una
experiencia rigurosamente inédita» (J.L. Ruiz de la Peña, La pascua de la creación (1996),
239. Las mismas expresiones ya aparecían en 1975, J.L. Ruiz de la Peña, La otra dimensión
1975, 286).
86
Cf. J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 323.
87
Cf. J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 324-333.
88
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 324. Para dar razón de estos dos modos
de entender la libertad remite expresamente a J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios.
312 personas por amor
89
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 324.
90
Para todo el párrafo, J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 324. «esa capaci-
dad» ¿Cuál?, ¿la electiva o la entitativa? El contexto parece empujar hacia la primera.
CAP. VII: la gracia en Juan Luis Ruiz de la Peña 313
Lo que aquí se está ventilando es algo tan simple –y a la vez tan decisi-
vo– como esto: el hombre no deja nunca de ser persona, imagen de Dios. El
pecador continúa, pues, siendo un ser responsable, un sujeto interlocutor de
Dios, no un objeto pasivo de la voluntad divina. Lo que, de entrada, le preocu-
paba a Trento en los pasajes que acaban de citarse era dejar a salvo la aptitud
humana para responder a Dios libremente. ¿Cómo puede darse esta relación
si una de las partes no es capaz de acogerla en libertad? Lo que surge de la
relación entre un ser libre y un ser no libre no es amistad, y menos aún amor;
es dominio del uno y esclavitud del otro. Si el pecador ya no es responsable,
tampoco es persona; Dios no puede entablar con él un diálogo del tipo yo-tú.
La justificación no ostentará entonces una estructura dialógica, interpersonal;
tendrá lugar por medio de una relación del tipo yo-ello, sujeto (Dios)-objeto
(hombre). O lo que es lo mismo: la justificación será cualquier cosa menos
gracia, autodonación de un ser personal a un ser personal92.
91
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 324.
92
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 327. Es digno de señalar que en este
párrafo nuestro autor remita a la introducción del libro, en concreto al carácter dinámico de la
imagen de Dios.
314 personas por amor
persona previamente a ser interpelado por Dios; por otro lado, tal y como
hemos visto en la segunda parte de nuestro estudio, todas las cualidades
que son equiparadas al hecho de ser persona presuponen ya esta interpe-
lación y carecerían de sentido sin ella. Parece que estamos situados en un
razonamiento circular: La interpelación de Dios, que nos constituye como
personas, presupone nuestro ser personas.
Para escapar de este círculo nos sería útil nuevamente la distinción
entre la elevación al orden sobrenatural y la gracia propiamente dicha. La
primera nos constituye como personas y sería condición de la segunda.
También el pecador se encuentra llamado a la santidad y encontrará (en caso
de que lo encuentre) el sentido de su existencia únicamente en la comunión
con Cristo. Con todo, esta distinción conceptual no aparece expresamente
en la obra de Ruiz de la Peña, sino que, al inclinarse por una terminología
relacional (la gracia es el concepto para expresar el hecho de que «Dios ama
al hombre») la gracia aparece más bien como un concepto inclusivo que
abarca los dos elementos de la distinción (elevación al orden sobrenatural y
gracia propiamente dicha) 93. En este mismo sentido nos empujarían sus afir-
maciones de que en la actual economía un hombre totalmente des-graciado
es «una abstracción»94.
Hay sin embargo otra distinción, que sí aparece en la obra de Ruiz de
la Peña y que resulta pertinente en este momento. Me refiero a la distin-
ción entre la condición espiritual del ser humano (que denominamos con
el término alma), y el hecho de ser persona. Ambos extremos, si bien se
encuentran estrechamente vinculados, no son equiparables; el alma, a la que
podemos denominar elemento substantivo del ser personal, es conditio sine
qua non, pero no es suficiente para dar razón de la condición personal del
ser humano, necesita del «elemento relacional». Pero este elemento rela-
cional, por el que Dios interpela amorosamente al ser humano concreto es
precisamente el que ha de entenderse por gracia según los presupuestos de
nuestro autor. Así lo vimos al desarrollar el concepto relacional de persona
y así lo afirma de nuevo en el párrafo siguiente al que venimos comentando:
93
Ya dijimos en su momento que el hecho de que el término gracia se conciba como
concepto inclusivo no implica la homologación de todos sus componentes, sigue siendo un con-
cepto analógico y no unívoco.
94
Afirmaciones de este tenor aparecen no sólo al tratar la cuestión del sobrenatural (cf.
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 37) sino también en la sección sobre la gracia
(ibid., 320).
CAP. VII: la gracia en Juan Luis Ruiz de la Peña 315
«lo que a Trento le preocupaba no era sólo salvar la identidad del hombre
en cuanto persona, sino y sobre todo garantizar la realidad de la gracia en
cuanto interpelación del amor divino a la mente y el corazón humano»95.
Formulado provocativamente podríamos decir, con los presupuestos
que nos ofrece Ruiz de la Peña, que el ser humano es persona por gracia;
es decir, es persona en tanto que es interpelado por el amor gratuito de Dios.
Pero para equilibrar esta primera afirmación tendremos que decir igualmen-
te que la condición sine qua non para recibir esta interpelación amorosa es
la condición espiritual incluida en su naturaleza; dicho de otro modo, el ser
humano puede ser persona porque es «alma».
En hipótesis, podría existir un ser humano en estado de «naturaleza
pura», no interpelado por la llamada de Dios, o un hombre absolutamente
des-graciado, al que esta palabra amorosa de Dios no le llegase por ningún
cauce. Este ser humano, seguiría teniendo naturaleza humana (cuerpo y
alma, corporeo-espiritual), pero, por hipótesis, no sería persona. Lo que
ocurre es que este supuesto ser humano, como nos ha repetido nuestro autor
hasta el agotamiento, no existe históricamente. Dios, al crearnos, nos ha
convertido en su propio tú, dirigiéndonos su palabra amorosa, pronuncian-
do nuestro nombre, aguardando nuestra respuesta. En la encarnación, su
palabra amorosa se ha hecho carne, convirtiendo toda la realidad, también
la realidad material, en caja de resonancia de su palabra amorosa, en sacra-
mento de esta declaración de amor que es la vida entera del Hijo de Dios.
Por esta razón no hay ningún ser humano que no sea alcanzado –«asediado»
nos decía Ruiz de la Peña– por ese amor personalizante de Dios.
Alguien nos podrá decir que no hemos escapado totalmente del razo-
namiento circular, puesto que en el texto que venimos comentando no se
dice que la gracia sea «autodonación de un ser personal a un ser espiritual»
convirtiéndolo en persona, sino «autodonación de un ser personal a un
ser personal». Es decir, aún aceptando que la gracia nos constituye como
95
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 327. Es muy interesante aquí la cita de
J. Alfaro, Cristología y antropología, 349. Y ello porque la posición de este último autor se
decanta por la separación entre la condición personal y el don de la gracia, igual que, en la cues-
tión del sobrenatural se decantaba por la conveniencia del concepto de «naturaleza pura». Desde
nuestro punto de vista, es el profundo respeto de Ruiz de la Peña hacia el que fuera su maestro
el que le impide, quien sabe si inconscientemente, sacar aquí todas las consecuencias de sus
propios presupuestos (vid infra pp. 345-353).
316 personas por amor
96
Presupuesta siempre la existencia de una predisposición biológica para el lenguaje,
propia del ser humano y ausente en el resto de los animales.
97
Ocurre además que esta palabra personalizante de Dios es irreversible. Incluso en su
rechazo sigue haciéndonos personas, porque incluso en el rechazo del amor de Dios sigue sien-
do su interlocutor, «el tú de Dios», dador de respuesta, responsable en última instancia de su
frustación «sin remedio».
CAP. VII: la gracia en Juan Luis Ruiz de la Peña 317
98
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 327.
99
Para todo el párrafo J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 328.
100
Ruiz de la Peña elude conscientemente «ofrecer una teología completa del acto de fe»
(cf. J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 328) puesto que «debe suponerse que la teolo-
gía fundamental se ha ocupado ya del asunto» (ibid. nt. 16).
101
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 329. Sobre la vinculación entre entrega
personal y asentimiento, que se implican mutuamente, insistirá a continuación.
318 personas por amor
102
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 329.
103
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 330. Para justificar esta afirmación, remi-
te a J. Alfaro, «Actitudes fundamentales de la existencia cristiana», 413-476.
104
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 331.
105
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 331.
106
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 332.
107
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 332.
CAP. VII: la gracia en Juan Luis Ruiz de la Peña 319
como leíamos en el Vaticano II, y que dicha entrega no puede ser sino adhe-
sión firme, de ahí se sigue su certeza, que alcanza también –sólo que mediata
y secundariamente– al asentimiento108.
108
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 332.
109
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 333-336.
110
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 333. En este punto hemos de notar que,
aunque nuestro autor vincula el ser persona al libre albedrío, este ser persona queda inmediata-
mente especificado por categorías relacionales: «dador de respuesta».
111
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 334. La autoría de esta explicación la
remite Ruiz de la Peña en última instancia a P. Fransen, «Pour une psychologie de la grâce
divine», sobre una intuición de Rouselot.
320 personas por amor
112
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 335. Hemos ampliado el subrayado del
autor. A propósito de este texto incluye Ruiz de la Peña una nota en la que equipara la opción
fundamental por Dios con la afirmación del valor absoluto de la persona humana: «el sí a Dios
se da sólo, necesariamente y siempre en la mediación ineludible del sí al hombre; la afirmación
incondicional del tú humano equivale a la afirmación de Dios, es un acto de fe (implícita), al ser
apertura y acogida de la realidad misteriosa del absoluto personal creado, que es sacramento e
imagen del Absoluto increado» (ibid. nt. 33).
113
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 336. Hemos añadido alguno de los subra-
yados.
CAP. VII: la gracia en Juan Luis Ruiz de la Peña 321
Ruiz de la Peña irá dando razón de cada uno de estos aspectos de la gra-
cia, insistiendo en la unidad de todos ellos, que no deben considerarse tipos
de gracia, sino aspectos de la misma. El gozne sobre el que giran todos los
demás aspectos y que les confiere unidad viene dado, siempre según nuestro
autor, por el aspecto relacional de la gracia. Y a la vez, este último aspecto
viene caracterizado por la gratuidad –se trata de una relación a la que Dios
no está obligado y a la que el hombre no tiene derecho– y por la mediación
cristológica. Veámoslo en sus palabras:
Para todo el párrafo J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 337.
114
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 338. Los subrayados son del autor.
115
322 personas por amor
116
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 338. Los subrayados son del autor.
117
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 339. En este contexto, siguiendo a Rah-
ner, Flick-Alszeghy y Ladaria, subraya Ruiz de la Peña la prioridad de la gracia increada sobre
la gracia creada (cf. ibid. nt. 2).
118
Cf. J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 342-344. En su exposición sigue a M.
Flick – Z. Alszeghy, El Evangelio de la gracia, 492-507.
119
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 344.
CAP. VII: la gracia en Juan Luis Ruiz de la Peña 323
Ambas no son dos dones distintos por los que el hombre sería justifica-
do. Son, respectivamente, la causa y el efecto de la justificación/santificación.
La prioridad corresponde, como es obvio a la gracia increada, y no al revés,
120
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 345. La descripción que hace Ruiz de la
Peña de esta presencia cuasi formal (en la cual sigue a K. Rahner, «Sobre el concepto escolás-
tico de gracia increada» y a J. Alfaro, Cristología y antropología) tiene para nosotros un valor
añadido puesto que pone en conexión la condición personal de Jesucristo (verdadero hombre,
pero persona divina) con la santidad humana. Estas, aunque difieran incluso de forma cualitativa
(en este aspecto se apoya en J. Alfaro, Cristología y antropología, 135 y nota 51; 361s. Cf. J.L.
Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 345 nt. 13), son para nuestro autor realmente análogas,
como lo muestra el siguiente párrafo: «Dios actúa al justo de modo análogo a como la persona
divina del Hijo actúa la realidad humana de Jesús en la unión hipostática, haciendo que tal reali-
dad sea del Hijo, pertenezca a su ser personal. Desde esta analogía se patentiza que lo que la fe
cristiana entiende por santidad no es un quid abstracto o una cualidad genérica sobreañadida a la
condición humana. Es, ni más ni menos, lo que ha ocurrido en la realidad histórico-concreta de
Jesús de Nazaret» (ibid. 345).
121
Para todo el párrafo cf. J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 348-350.
122
La expresión la toma Ruiz de la Peña de J.M. Rovira Belloso, Trento, 213.
123
Interesa recordar aquí la posición de nuestro autor sobre la «ontología de la relación»
que permite superar el extrinsecismo, propio de la posición protestante (vid. supra pp. 200ss.).
324 personas por amor
124
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 351. El apartado de la gracia creada lo
cierra Ruiz de la Peña con una cita de O.H. Pesch, Frei sein aus Gnade, 261s.; en la que éste
comenta la concepción de la Gracia en Tomás de Aquino. El interés de la cita para nosotros
proviene de que muestra el cambio que la gracia «llegada del amor eterno de Dios al alma» oca-
siona en esta última capacitándola «para corresponder al amor de Dios con una entrega análoga»
(cf. J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 351).
125
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 351-351. En varias ocasiones hemos
subrayado la insistencia de Ruiz de la Peña en la universalidad de la gracia, que actúa más allá
del ámbito de los actualmente justificados. En este mismo sentido se encuentra el hecho de con-
siderar las gracias actuales como una dimensión de la única realidad de la gracia y no como un
hecho independiente. Puesto que estas gracias actuales «en el justo han de ser vistas como “el
desarrollo, y la floración de la gracia habitual”; en el pecador, como la concreta plasmación de la
voluntad salvífica divina, que toca el interior del hombre y lo dispone a la conversión» J.L. Ruiz
de la Peña, El don de Dios 1991, el entrecomillado interior pertenece a H. Rondet, La gracia
de Cristo, 357.
126
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 352, nt. 30. El texto comenta un texto de
Rondet (vid. supra nt. 125).
CAP. VII: la gracia en Juan Luis Ruiz de la Peña 325
127
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 357. El subrayado es nuestro.
128
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 357s. Nuestro autor remite aquí a M.
Flick – Z. Alszeghy, El Evangelio de la gracia (324-327, 383ss) para una presentación más
completa de la tesis de Sertillanges, pero además, conecta esta cuestión de la trascendencia de la
causalidad divina con la que él mismo, «siguiendo a Rahner» había ofrecido «al tratar del origen
del hombre» en J.L. Ruiz de la Peña, Teología de la creación 1986, (134-139; 146-150).
129
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 358.
130
Para todo el párrafo J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 359.
326 personas por amor
133
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 360.
134
Para todo el párrafo J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 360-361.
135
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 361, nt. 45. La referencia de Pesch, obje-
to de comentario es la siguiente: «la gracia es libertad; la libertad verdadera es la manifestación
concreta de la gracia» (O.H. Pesch, Frei sein aus Gnade, 312).
136
Remite en concreto a J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 187-194, 200-
203. Curiosamente además, en el intervalo de seis líneas, remite por dos veces a este texto, una
directamente (J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 361 nt. 47) y otra indirectamente
(ibid, nt. 45). Lo más interesante es que esta referencia indirecta pasa a través de los textos en los
que hablaba de la permanencia del libre albedrío en el pecador. Aquellos textos quedan también
iluminados por el hecho de que se vincule la condición personal a la libertad entendida como «la
facultad de autodeterminarse en orden al fin» (ibid. 361).
137
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 361. El subrayado es nuestro.
328 personas por amor
Y continúa:
138
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 361. El «otro lugar» al que remite es pre-
cisamente J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 187-194, 200-203. (vid. supra, nt. 136).
139
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 361.
CAP. VII: la gracia en Juan Luis Ruiz de la Peña 329
140
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 361. La expresión «el modo finito de ser
Dios» remite a X. Zubiri, El hombre y Dios, 327; como el propio Ruiz de la Peña anota.
141
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 361.
142
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 361. La cita final pertenece a J. Alfaro,
Cristología y antropología, 352.
143
En el tratamiento de ambas cuestiones, aunque Ruiz de la Peña conoce y cita otros au-
tores que entienden de modo distinto la teología de Barth (H. U. von Balthasar y H. Bouillard),
sigue sustancialmente la posición de Küng en su comentario a la doctrina de la justificación en
K. Barth al que cita por la edición francesa (H. Küng, La justification) de 1965. Cf. J.L. Ruiz
de la Peña, El don de Dios 1991, 362-369 y nt. 51.
330 personas por amor
144
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 371. El capítulo, titulado precisamente
«Las dimensiones de la gracia», se extiende de la página 371 a 406.
145
Cf. J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 374.
146
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 374. Esta afirmación sigue siendo válida
a juicio de Ruiz de la Peña incluso a pesar de los teólogos que afirman que «nadie quiere ser
Dios» (cf. ibid. 375); así como de las formulaciones que afirman la extinción en el hombre de la
sed de lo divino (cf. ibid., 376).
147
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 377.
148
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 378.
CAP. VII: la gracia en Juan Luis Ruiz de la Peña 331
impersonal, sino que tiene nombres y apellidos (la realidad de Dios subsiste
en las personas del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo)149.
A lo que nuestro autor responde que «la divinización del justo consiste
en la participación del ser divino del Hijo»150, añadiendo:
149
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 378.
150
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 378.
151
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 378s.
152
Cf. J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 379-382.
153
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 383. En nota (nt. 28), remite para esta
cuestión a «las penetrantes observaciones de L.F. Ladaria, Antropología teológica,, 364-367»;
al que cita por la edición española de 1983.
154
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 383.
332 personas por amor
Si todos somos hijos del mismo Padre, todos somos hermanos de todos.
Nótese además que la relación de fraternidad exige, como dato previo, la rela-
ción paternidad-filiación; somos hijos antes que hermanos; somos hermanos
porque somos hijos; es la existencia de un Padre común lo que garantiza a la
larga el reconocimiento del otro como hermano y no como mero semejante.
Y el único modo de vivir en verdad nuestra condición filial es vivir nuestra
condición fraternal157.
155
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 383s. En este contexto remite en nota a
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios (78-81); y lo que es más significativo, recoge él mismo
la siguiente cita de B. Rey, Créés dans le Christ Jésus (123): «Para el Apóstol son equivalentes
las dos expresiones: “Según la imagen de Dios”, “según la imagen de Cristo”, porque Cristo es
la imagen perfecta del Padre». De esta nota (nt. 29) tendríamos que subrayar que los que en el
cuerpo del texto son presentados como extremos del proceso son aquí considerados «equivalen-
tes» según la teología paulina.
156
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 384; donde remite igualmente a L.F.
Ladaria, Antropología teológica, 415, y hace referencia al título de la antropología teológica de
J.I. González Faus, Proyecto de hermano.
157
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 385. El subrayado es del autor. Una posi-
ción diversa y mucho más matizada respecto a la universalidad en J. Ratzinger, La fraternidad
de los cristianos.
CAP. VII: la gracia en Juan Luis Ruiz de la Peña 333
158
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 385, nt. 31. El subrayado es del autor.
159
Para todo el párrafo J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 386. Allí coloca la
última afirmación en la base de «la vieja teoría del baptismum flaminis como forma de suplencia
del baptismo fluminis y de las conocidas reflexiones rahnerianas sobre el cristianismo anónimo»
(ibid., nt. 36). Allí remite a J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 180s. para la justifica-
ción del aserto. Nosotros hemos tratado ya esta cuestión al hablar de la necesaria mediación de
la relación con Dios.
160
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 388s. En este texto hemos de llamar la
atención sobre el vínculo entre recepción y divinización.
334 personas por amor
161
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 389.
162
Para todo el párrafo J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 390.
163
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 390. En este modo de entender la Gracia
que hoy nos resulta obvio, hay también una apertura a la universalidad que nuestro autor no
aborda en este lugar; me refiero al dato de que, por su encarnación, «Cristo se ha unido de algu-
na manera a todos los hombres» (GS 22).
164
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 391.
165
Cf. J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 394s. Ruiz de la Peña añade en nota
una referencia a X. Zubiri, El hombre y Dios, 325: «el hombre no es que tenga experiencia de
Dios, es que el hombre es experiencia de Dios»; la cual glosa de la siguiente manera: «dado que
la gracia es Dios dándosenos, podría decirse, a juicio de Zubiri, que el hombre es (y no tiene)
experiencia de ella».
CAP. VII: la gracia en Juan Luis Ruiz de la Peña 335
166
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 396.
167
No podemos detenernos en ella pero sí subrayar la importancia que en la lectura que
nuestro autor hace de la propuesta rahneriana tiene la universalidad de la percepción de la gracia
haciendo difusa la frontera entre lo natural y lo sobrenatural: «De modo que lo que experimen-
tamos ingenuamente muchas veces como natural, es ya experiencia de lo sobrenatural, pulsión
debida a –e informada por– la gracia. Tal experiencia no es, pues, un evento intermitente o
excepcional; por el contrario, se da siempre que el hombre –cualquier hombre; no sólo el justo,
también el pecador– percibe en su interior la repugnancia ante el mal, el amor irrevocable a un
tú contingente, la pasión por la obra bien hecha, la protesta contra la injusticia, la apuesta por la
fraternidad efectiva…» (J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 397).
168
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 398s: «Parece, pues, que la tesis de Rah-
ner opera con un concepto de experiencia que no es el comúnmente barajado. Una cosa es decir:
sólo se puede experienciar [sic] a Dios en la mediación de esta o aquella experiencia de un valor
intramundano. Pero cosa distinta es añadir: podemos hacer la experiencia real de Dios sin saber
que es a Dios a quien experienciamos. Esta segunda afirmación resulta ya más problemática, lo
que no significa que no sea correcta, sino que está reclamando una ulterior justificación». No
podemos decir que Ruiz de la Peña corrija la explicación rahneriana, sino que la acepta aunque
la reconozca problemática y por ese motivo intente explicarla desde la centralidad cristológica.
169
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 401. Para explicitación de esta pregunta
acude a un interesante texto de Zubiri, en torno al modo de ser de Cristo, del que entresacamos
sólo una frase: «la manera concreta que tuvo de ser Hijo de Dios fue justamente teniendo ham-
bre, comiendo, hablando con los amigos y llorando cuando los perdía, rezando, etc. Esa fue la
manera concreta. No era un hombre, además de ser hijo de Dios, sino que era la manera concreta
como él vivía humanamente su propia filiación divina» (X. Zubiri, El hombre y Dios, 331). Es-
tas afirmaciones de Zubiri implican un concepto de encarnación biográficamente considerado.
Es decir, Jesús no sólo se ha hecho hombre por tomar un cuerpo y un alma humanos, sino por
vivir una «biografía estrictamente humana» (cf. ibid., 331).
170
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 404.
336 personas por amor
entre felicidad y salvación. Si no hay dos vidas, ésta y la otra, sino una única
vida que se despliega en dos fases, entonces tampoco hay dos felicidades,
sino una que, al igual que la vida, debe comenzar ahora»171.
Las últimas frases del libro traen a colación el vínculo entre la Iglesia
y la Trinidad, que nuestro autor cifra precisamente en la experiencia de
comunión interpersonal.
Por último, vivir el gozo del Espíritu es vivir una alegría comunicativa.
En otro lugar de este capítulo se ha señalado que todo ser humano es men-
sajero de felicidad o infelicidad para su prójimo; que cada uno de nosotros
somos –querámoslo o no– mediadores de gracia o desgracia; que, por tanto,
el contacto personal con un agraciado debiera ser agraciante. Aun a riesgo de
incurrir en una nueva repetición, séame lícito añadir: todo eso vale, análo-
gamente y con mayor razón, de la comunidad de los creyentes. Ella debiera
funcionar como sacramento de la felicidad escatológica, vivida al interior de
la propia comunidad de tal modo que se desborda a extramuros de la misma
e irradia por contagio al mundo. La Iglesia es un «icono de la Trinidad»; en
cuanto tal, ha de ser la dispensadora universal de la gozosa comunión inter-
personal que re-presenta172.
* * *
1
El adjetivo «espiritual» no se refiere expresamente al Espíritu Santo sino a ese aspecto
de la realidad creatural humana –psicón, psique, mente…– por el que ésta supera las propie-
dades meramente físico-biológicas y que en la tradición cristiana denominamos alma (cf. J.L.
Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 138-149; J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre el alma»
1989).
340 personas por amor
1. Alma y persona
Debido a su condición espiritual, existe en el hombre la capacidad
de captar la autocomunicación de Dios en caso de que esta se produzca,
pero esto no quiere decir que Dios esté obligado a comunicarse, ni que el
hombre pueda reclamar como derecho esta comunicación. Traducido a las
categorías que venimos manejando, el hecho de que el hombre sea alma no
implica necesariamente que sea persona2. Esto no quiere decir que se trate
de nociones independientes, muy al contrario, ambas se implican estrecha-
mente3.
Una primera implicación es la siguiente: el que el hombre sea alma
es el presupuesto de que sea persona. Un animal no humano en el que no
existe, ni puede existir, esta capacidad de acoger la llamada divina (alma
humana)4, no puede ser persona. En esto habría que dar la razón a los que no
2
Sin podernos detener excesivamente en este paralelismo se podría pensar en una
equivalencia entre la mera potentia oboedientialis de los escolásticos como equivalente de la
naturaleza humana (alma) y la potentia oboedientialis activa de Rahner como sinónimo de la
condición personal. Ambas, siendo coincidentes en la actual economía, no son necesariamente
equivalentes (cf. J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 31ss; K. Rahner, «Sobre las
relaciones entre naturaleza y gracia»).
3
«Ya su ser-alma apuntaba […] a este carácter trascendente de lo humano respecto de lo
meramente mundano. Pero ahora debemos tematizar la peculiar dignidad de la criatura humana
con una categoría específica que exprese su irreductibilidad a lo infrahumano y vierta adecuada-
mente el concepto bíblico de “imagen de Dios”» J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988,
154). Esa categoría es precisamente la de «persona».
4
Que esta sea la lectura fundamental del concepto alma es una cuestión específica-
mente tratada por nuestro autor en J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre el alma» 1989; allí podemos
leer: «Junto a la caracterización axiológica del alma, y estrechamente vinculada a ella, está su
CAP. VIII: concepto relacional de persona 341
9
No me resisto a traer aquí la anotación de Ruiz de la Peña sobre este texto paulino:
«La fórmula [“Dios es amor”] es típicamente joánica; sin embargo, lo que significa está esplén-
didamente expresado por Pablo en Rm 8,31-39. No acabo de comprender cómo los textos litúr-
gicos españoles mantienen una desgraciada –nunca mejor dicho– traducción del v. 32 (Dios “no
perdonó a su propio Hijo”), que desfigura irreparablemente el sentido original, haciendo decir
a Pablo exactamente lo contrario de lo que quiere decir, como si Dios fuese justicia vindicati-
va –ejercida, además, a expensas del inocente– y no amor misericordioso. Pablo está evocando
aquí a Abraham, que “no escatimó a su hijo único” (Gn 22, 16; el verbo pheidomai de Rm 8,32
es el usado por la traducción de los LXX, con el significado* obvio de ahorrar, reservarse, es-
catimar…, y no perdonar); como Abraham, tampoco Dios se ahorró a su Hijo; nos amó tanto
que nos lo entregó. Compárese este pasaje paulino con 1Jn 4,8-10; la coincidencia de ideas es
asombrosa… y reconfortante» (J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 385 nt. 33) (* en el
original: «significativo», probablemente por error tipográfico).
10
Cf. J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 157. Como relectura en clave poéti-
co-mística de esta realidad podemos proponer E. Cardenal, Vida en el amor, en el que el autor
comienza con un pórtico solemne: «Todas las cosas se aman». Cf. el prólogo de Tomas Merton.
CAP. VIII: concepto relacional de persona 343
11
No podemos detenernos aquí en las implicaciones de este planteamiento para una teo-
logía espiritual que entiende la existencia no tanto como búsqueda cuanto como respuesta.
12
Que la «persona» en cuanto tal es indefinible es algo en lo que debemos aceptar el
sabio criterio de nuestros mayores (cf. J. Alfaro, Cristología y antropología, 360; A. Milano,
Persona in teologia, 386), pero esto no debe disuadirnos de encontrar fórmulas en las que suge-
rir, apuntar, torpemente si se quiere, lo que queremos afirmar cuando afirmamos que el hombre
es persona y la razón por la que consideramos que esto es así.
13
Refiriéndose a María afirma el concilio Vaticano II: «Así como la única bondad de
Dios se difunde realmente en formas distintas en las criaturas, así también la única mediación
del Redentor no excluye, sino que suscita en sus criaturas una múltiple cooperación que parti-
344 personas por amor
cipa de la fuente única» (LG 62; Dominus Iesus, 14). Por extensión podemos hablar de cauces
de gracia en diferentes grados, no sólo en referencia a la Iglesia, sacramento de esta mediación
única de Cristo sino incluso fuera de las fronteras de la Iglesia visible (cf. LG 1; S. Pié-Ninot,
La teología fundamental, 289; S. Pié-Ninot, Eclesiología, 175-210; 590ss.; este autor organiza
su entera eclesiología sistemática sobre la categoría «sacramento)».
14
Cf. C. Díaz, ¿Qué es el personalismo comunitario?, especialmente 81-141. Allí (p.
93) encontramos una cita de O. González de Cardedal, La entraña del cristianismo, 626-
628, en la que podemos leer expresiones como las siguientes: «La persona creada, a semejanza
de las personas divinas, es ser, acción, relación. Dios la funda en los tres órdenes y de manera
máxima en el último. La persona lo es definitivamente por ser llamada por Dios […]. La última
dignidad de la persona deriva de esta relación que Dios instaura con ella llamándola y envián-
dola, esperando su obra y valorándola […]. El yo del hombre llega a sí mismo en la respuesta y
responsabilidad derivadas de esta llamada y relación divinas. Se es persona delante de Dios, en
presencia de Dios y en colaboración con Dios. La realidad de este Dios, que nos llama en liber-
tad y a la libertad, funda la condición personal del hombre […]. Porque esa relación suya con
nosotros nos personaliza, podemos decir que él también es persona. Su relación con nosotros
nos constituye porque surgimos de ella, pero no lo constituye a él, porque con anterioridad a su
abertura al mundo, él es eternamente relación; existe siempre en cuanto Padre, Hijo y Espíritu.
Dios es personal delante del hombre como es personal en sí mismo desde la relación instaurada
y acogida por cada una de las personas; por ello, el hombre terminará integrándose en el ámbito
de las relaciones intratrinitarias, al participar de la filiación del Hijo y al dejarse inspirar y llevar
por el Espíritu Santo» (los subrayados son nuestros).
CAP. VIII: concepto relacional de persona 345
15
J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre la estructura, método y contenidos de la antropología
teológica» 1980, 354 y 356. Hemos añadido algunos subrayados.
16
Aunque en la actual economía la creación sea para la salvación.
17
Vid supra pp. 313 cf. J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 327.
18
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 327.
CAP. VIII: concepto relacional de persona 347
ser personal»19. Lo que hay que sacar a la luz, por no estar explícito en sus
palabras, es que la gracia (entendida ahora en un sentido amplio) alcanza
también al pecador previamente a su justificación.
Que este último sea también el convencimiento de Ruiz de la Peña
lo podemos comprobar directamente a partir de sus textos sobre la gracia:
«Dios no deja nunca al hombre solo; el ser en Adán es a la vez el permanen-
temente llamado a ser en Cristo, el continuamente asediado por una oferta
seria y efectiva de gracia»20; pero también en las siguientes afirmaciones
sobre el infierno:
19
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 327.
20
J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 322.
21
J.L. Ruiz de la Peña, La pascua de la creación, 239; cf. J.L. Ruiz de la Peña, La
otra dimensión, 286. Por definición, esta cercanía de Dios, esta «disponibilidad divina para la
oferta de salvación» ha de ser situada dentro del designio agraciante de Dios, como no debida
a la condición creatural, sino al designio salvífico acontecido en la encarnación. En esta misma
línea de la presencia de la gracia (en sentido amplio) también en el pecador, podemos encontrar
otros testimonios tanto bíblicos y magisteriales como teológicos (cf. H. Küng, La justificación,
122-187): «El Redentor, a saber, Jesucristo, hace posible que el pecador continúe en la existen-
cia y continúe siendo hombre. Hace ineficaz la “aniquilación” que el hombre acomete con su
pecado. Lo sostiene; lo guarda incluso en su caída, de manera que ésta no se convierta en una
pérdida irremediable. Jesucristo, como la gran gratia praeveniens, previene la obra aniquiladora
del pecado»; «Sin embargo los reformadores se equivocaron al concebir el estado del pecador
como un estado absolutamente desprovisto de gracia: olvidaron el ser en Jesucristo incluso de
348 personas por amor
la criatura pecadora, olvidaron el displicentes amati sumus, ut fieret in nobis unde placeremus
(Concilio de Orange II, can. 25 DS 395)» (H. Küng, La justificación, 160 y 178).
22
En J. Alfaro, Cristología y antropología, 345-366; citado por J.L. Ruiz de la Peña,
El don de Dios 1991, 327.
23
J. Alfaro, Cristología y antropología, 348. Entre una y otra expresión se incluye otra
en el mismo sentido: «La apertura a la gracia coincide en el hombre con la capacidad de llegar
mediante una opción libre a la unión inmediata con el absoluto personal que le interpela; esta
capacidad existe en el hombre, en cuanto es persona».
24
Además de la influencia general existente entre maestro y discípulo, podemos hablar
particularmente del influjo de este libro (J. Alfaro, Cristología y antropología, comentado por
el mismo J.L. Ruiz de la Peña, «Cristología y antropología») sobre la teología de la gracia
de Ruiz de la Peña. No se trata solamente de citas puntuales, que son abundantes (13 en la ex-
posición sistemática de la gracia y otras más en el resto del libro) sino del entero enfoque que
Ruiz de la Peña hace de su teología de la gracia; en particular, esta influencia es evidente en la
presentación de la gracia como relación interpersonal y la reelaboración de todos sus contenidos
en esta clave. Es por otra parte lógico que nuestro autor se deje llevar de una mano experta cuan-
do se mueve en un terreno en el que se siente más inseguro que en el campo de la antropología
teológica fundamental.
25
Cf. J. Alfaro, Cristología y antropología, 348s. El concepto de persona manejado
por Alfaro en este artículo, próximo al rahneriano, se identifica prácticamente con la autopose-
CAP. VIII: concepto relacional de persona 349
ciertos, existe otro motivo que nos empuja a releer la exposición de Alfaro
con detenimiento: su artículo nos proporcionará algunos elementos para
explicar con más claridad lo que queremos decir al afirmar que somos «per-
sonas por gracia».
El artículo citado tiene por objeto hablar de la gracia como relación
interpersonal, así como mostrar la posibilidad de reformular todos sus ele-
mentos en esta clave. En este contexto es donde Alfaro hace aquellas afir-
maciones cuyo contenido hemos visto recogido en Ruiz de la Peña:
sión: «Al afirmar que la gracia presupone al hombre como persona, queremos decir que supone
al hombre como ser intelectual, capaz de autoposeerse en la opción libre de autodonación en
respuesta al amor gratuito del infinito personal» (ibid., 348 nt. 7). Curiosamente, en esta afirma-
ción, en la línea de lo que venimos afirmando, el hombre es persona en cuanto «respuesta» al
amor «gratuito».
26
J. Alfaro, Cristología y antropología, 348s.
27
«Así pues, y como decía de Lubac, si la creación es contingente (libre), la salvación es
supercontingente (libérrima)» (J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 37).
350 personas por amor
28
J. Alfaro, Cristología y antropología, 361.
29
J. Alfaro, Cristología y antropología, 362. El subrayado es nuestro.
30
J. Alfaro, Cristología y antropología, 361.
CAP. VIII: concepto relacional de persona 351
Es verdad que nuestra relación a Dios no es, ni será nunca, «la misma
relación subsistente de filiación constitutiva del Verbo eterno» pero también
es verdad, según nos dice el propio Alfaro, que:
31
J. Alfaro, Cristología y antropología, 365.
32
«La encarnación es, pues, comunión de la persona divina del Hijo con la condición
humana y recapitulación de toda la humanidad –y todo lo humano– en la divinidad filial del
Lógos encarnado. Sólo así era hacedero el designio primordial que había presidido la creación
del hombre: hacer de él un ser a imagen de Dios» (J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991,
269, citando a Ireneo en Adv. Haer. 3,18,1.7).
33
«La hipótesis de una gracia original que sería la “gracia de Adán”, y no de Cristo, es
insostenible, pese a contar con defensores distinguidos en la historia de la teología» J.L. Ruiz
de la Peña, El don de Dios 1991, 163. Entre esos defensores ilustres cita Ruiz de la Peña a:
Scheeben, Los misterios del cristianismo, 238ss.
352 personas por amor
34
J. Alfaro, Cristología y antropología, 361s. Alfaro se apresura a decir inmediatamen-
te: «Esta identificación entre persona y gracia solamente tiene lugar en Cristo».
35
Este «hecho hombre» no hemos de interpretarlo como un acontecimiento puntual, sino
como su entera biografía en la que se plasma su ser hombre, incluyendo su muerte y resurrec-
ción (cf. X. Zubiri, El hombre y Dios, 331s. y su concepto de «docetismo biográfico»; J.L. Ruiz
de la Peña, El don de Dios 1991, 401s.).
36
«La antropología teológica fundamental ha de ser, por tanto, una suerte de cristología
incoada o implícita […]. Estas consideraciones no autorizan, sin embargo, a subsumir la antro-
pología en la cristología, […]. Ni, a la inversa, dan pie para reconvertir la cristología en mera
antropología, lo que termina por derogar la gracia a favor de la naturaleza. Antropología y cris-
tología son más bien magnitudes recíprocamente referidas en tensión dialéctica: la antropología
ha de nutrirse de la “sospecha” cristológica y la cristología ha de alumbrar el fondo último de la
realidad antropológica» (J.L. Ruiz de la Peña, «Sobre la estructura, método y contenidos de la
antropología teológica» 1980, 354s.). El subrayado es nuestro.
37
Igual que la donación del Padre a la humanidad de Cristo es la misma donación intra-
trinitaria acontecida en la historia, la donación de Cristo al Padre es, igualmente acontecida en la
historia, la misma donación intratrinitaria del Hijo al Padre.
CAP. VIII: concepto relacional de persona 353
38
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 179. Los subrayados son del autor.
Inmediatamente añade una referencia cristológica y en nota remite a R. Guardini, Mundo y
persona, 211-214.
354 personas por amor
Por ello, tras insistir nuevamente en que: «al ser Dios el fundamento del
ser personal del hombre, es a la vez el fundamento de las relaciones yo-tú
como relaciones interpersonales»40, expresa claramente cual es la intención
de este modo de definir la persona. Lo hace en un párrafo que nos permiti-
mos transcribir por extenso:
Hay que coincidir con Ruiz de la Peña en que, desde esta visión rela-
cional y teológica de la persona, se da «un fértil punto de encuentro» con
los humanismos no teístas; pero debemos añadir que se da un punto de
encuentro con tal que el diálogo no se entienda como un foro en el que la fe
39
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 179.
40
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 183.
41
J.L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios 1988, 183. El subrayado es nuestro.
CAP. VIII: concepto relacional de persona 355
cristiana asiste sólo como libre oyente, sin posibilidad de aportar su visión
de la realidad en pie de igualdad con los demás interlocutores. Será ade-
más un diálogo en el que la teología no se limita solamente a responder las
preguntas que se le formulan desde la reflexión extrateológica, sino que se
atreve a hacer nuevas preguntas y a denunciar con humilde sencillez, lejana
de cualquier resabio de autoritarismo, los límites previamente impuestos por
una razón que se niega a abrirse a la posibilidad de la intervención de Dios
en la historia humana.
Por otro lado, la última alusión al hecho de la encarnación, presente
en el párrafo que venimos comentando, nos sitúa en el contexto adecuado
en el que el creyente dialoga con el no creyente. Lo más importante que
tenemos que aportar desde la fe, no es una idea, sino la notificación de un
acontecimiento, o mejor, el encuentro con una persona: Cristo. La teología
tiene además el elemento que hemos denominado «mediación participada»
para reconocer que en la relación interhumana acontece, de modo implícito
si se quiere, ese encuentro personalizante con Dios del que Cristo es la única
mediación.
Reconocer que la relación con Dios acontece en el encuentro con la
persona humana implica también la afirmación inversa: la afirmación del
absoluto relativo que es el hombre es ya una apertura, al menos implícita, al
Absoluto absoluto que es Dios. Una apertura que sigue siendo real incluso
en discursos no teístas42.
Dicho resumidamente: el encuentro personalizante con Dios, acontece
a través del encuentro con la imagen de Dios. Una imagen de Dios que en
primera instancia es Jesucristo, pero en unión con él, como «mediación par-
ticipada» es cada hombre, todo hombre, y en una extensión sin límites, toda
la realidad, una realidad desacralizada pero sacramentalizada.
Todavía nos quedaría por abordar otra dificultad que puede presentar
nuestra propuesta y que, en nuestro afán taxonómico, llamaremos objeción
terminológica. En el fondo, se trata una extensión al campo de la antropo-
logía teológica de las advertencias realizadas por Rahner en el campo de la
teología trinitaria43. La Iglesia, y mucho menos la teología, no son dueñas
de la evolución del lenguaje. Incluso, aunque pueda considerarse legítima-
44
«El origen histórico de una representación o de una idea no nos dice nada sobre si ese
origen tiene o no influencia consistente y objetivamente constitutiva sobre la forma presente
de tal idea» (W. Pannenberg, Teoría de la ciencia y teología, 131); y más concretamente: «el
origen cristiano del pensamiento histórico, de la concepción de la persona y de la autonomía del
hombre frente al mundo no es en sí mismo una prueba de que la concepción de la persona y de
la historia dependa actualmente de presupuestos teológicos» (ibid. nt. 119).
45
Con la excepción del hombre Jesús.
CAP. VIII: concepto relacional de persona 357
46
A la que incluso se le podría encontrar apoyo en algún texto de Ruiz de la Peña, sobre
todo de El don de Dios, 327 (vid. supra p. 313).
47
Considero en este sentido que algunos autores que, con las acotaciones pertinentes,
afirman que Jesús es persona humana, lo que pretenden defender es que es hombre plenamente,
no sólo Dios en un cuerpo humano (J.I. González Faus, La humanidad nueva, 461). No creo
que lo que defiendan, independientemente de la ambigüedad de la expresión y de la oportunidad
de la terminología, sea muy distinto de lo que, contra Apolinar, defiende la fe de la Iglesia, es
decir, que el Verbo (persona divina) no sustituye el alma humana de Cristo.
358 personas por amor
48
Por qué una oveja justifica que se dejen las otras 99 en el campo para buscarla (Lc 15,
4-7).
49
Aunque extraiga de ella conclusiones diversas a las nuestras, es digna de ser leída la
justificación de la insuficiencia de la fórmulas «creatura intelectual» y «espíritu-finito» como
expresión de la realidad humana Cf. J. Alfaro, «Persona y gracia», 346ss.
50
J.L. Ruiz de la Peña, Muerte y marxismo humanista, 176.
CAP. VIII: concepto relacional de persona 359
51
«El ser humano ha de ser respetado —como persona— desde el primer instante de su
existencia» (Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, «Donum vitae», I,1)
52
«Ciertamente el embrión humano adquiere inteligencia y por tanto personeidad en un
momento casi imposible de definir; pero llegado ese momento ese embrión tiene personeidad»
(X. Zubiri, El hombre y Dios, 50).
53
Aún recuerdo la oración de una niña de 10 años, cuyo padre la había abandonado sien-
do muy pequeña. En su ingenua sabiduría dijo algo parecido a lo siguiente: «Tú tienes que ser
más padre mío que de los demás niños, porque todos los niños tienen a su padre del cielo y a su
padre de la tierra, pero yo sólo te tengo a ti».
54
Como el lenguaje de la madre al hijo es anterior a que éste pueda entenderlo y respon-
der a él, y sin embargo es el que permite que esto pueda acontecer (vid. supra. 316).
55
Algo afirmamos en su momento sobre la sacramentalidad de la creación (vid. supra,
pp. 65, 255 y 285s). De esta cuestión se podría derivar su capacidad de mediación del amor
de Dios. En nuestro caso concreto significaría que un hijo cuya concepción no es deseada en
absoluto por sus padres y cuya existencia fuera radicalmente rechazada desde el momento de la
concepción, sería «deseado», llamado a la existencia y acogido por el amor de Dios y este amor
le alcanzaría de alguna manera, si se quiere misteriosa, por más que las mediaciones humanas de
ese amor parezcan ser las más inadecuadas. Para un acercamiento filosófico a esta problemática
puede verse X. Zubiri, El hombre y Dios, comenzando por 81-84: «la persona fundada en la
realidad».
56
Sin dejar de ser un concepto análogo y no unívoco.
360 personas por amor
57
Y no sólo en ella, también en el de la misma teología trinitaria (cf. K. Rahner, «El
Dios trino como principio y fundamento trascendente de la historia de la salvación» y su lectura
crítica en L.F. Ladaria, La Trinidad, misterio de comunión, 92-106).
58
Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, «Mysterium Filii Dei», 2s.
59
Así se suele traducir la definición de Boecio (rationalis naturae individua substantia).
La explicación, que hemos calificado de difícil, parte de la noción de «sustantia», entendida
como «subsistencia»; a partir de ella se explican las fórmulas de Éfeso y Calcedonia («una sub-
sistencia en dos naturalezas, sin confusión ni división»). Lo problemático de esta explicación se
encuentra en que la diferencia entre naturaleza y subsistencia «sólo es concebible en el marco
de una filosofía como la aristotélica» (J.I. González Faus, La humanidad nueva, 456) y resulta
oscura para los no familiarizados con su terminología.
60
R. Garrigou-Lagrange, Las fórmulas dogmáticas, 49, considera que la concepción
de la persona como «sujeto inteligente y libre» es «accesible al sentido común».
61
Estas dificultades han sido descritas p. ej. por J.I. González Faus, La humanidad
nueva, 457-462.
CAP. VIII: concepto relacional de persona 361
62
Contingente en el sentido de que es una decisión que podría no ser y también en el
sentido de que puede ser frustrada por parte del hombre.
63
Al afirmar la necesidad de la relación entre Cristo y el Padre no queremos afirmar la
necesidad metafísica de la encarnación sino que, una vez producida esta, la correspondencia de
amor entre Cristo y el Padre es la misma que existe entre el Verbo eterno de Dios y el Padre.
64
Vale aquí lo dicho por J.I. González Faus, La humanidad nueva, (459 nt 22): «Aun-
que hay que evitar toda intelección cualitativa de lo que estamos diciendo, añadamos por moti-
vos de claridad pedagógica que no es lo mismo decir que alguien que «no tiene 15 años» porque
aún no los ha cumplido, que porque tiene cuarenta».
65
S. Th., I, c.75, a 6. ad 1.
66
Sobre la compatibilidad general de la fe en la creación con la cosmovisión evolucio-
nista vid. supra. p. 63; cf. J.L. Ruiz de la Peña, Teología de la creación 1986, 119-124; 268-
271.
362 personas por amor
67
Frente a otros modos de entender la persona para los que es aplicable la afirmación
de «que la idea moderna de persona entra en el campo de lo que los antiguos designaban como
naturaleza humana» (J.I. González Faus, La humanidad nueva, 455, nt. 18), nosotros hemos
situado nuestra noción de persona prácticamente como el equivalente a la «elevación al orden
sobrenatural».
68
L.F. Ladaria, El Dios vivo y verdadero, 261. Para los párrafos que siguen cf. ibid.
295-346 y L.F. Ladaria, La Trinidad, misterio de comunión, 65-165.
69
L.F. Ladaria, El Dios vivo y verdadero, 261. Las dificultades de S. Agustín frente
al concepto «persona», brotan precisamente de su firme conciencia de que no hay nada que se
repita en Dios, de que en Dios todo lo que se dice ad se es singular (cf. ibid. 262s).
CAP. VIII: concepto relacional de persona 363
70
La idea pertenece originariamente a Hilario de Poitiers (cf. L.F. Ladaria, «...Patrem
Consummat Filius»).
71
No nos referimos ya al hecho, contemplado por el propio Ruiz de la Peña, de que «la
idea de participación vital incluye la de connaturalidad ontológico-existencial […] Luego el
Dios en cuya vida comulgamos sólo puede ser, en primera instancia, el Dios-Hijo, “consustan-
cial a nosotros según la humanidad”» (J.L. Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 378) y que
nosotros incluiríamos más bien en la idea de «mediación necesaria» de la humanidad de Cristo
en nuestra relación con el Padre; lo que ahora queremos señalar es la analogía de nuestro modo
de ser personas frente a los tres modos diversos que hemos contemplado en la Trinidad.
72
También aquí se da una coherencia interna en el concepto, puesto que la plenitud per-
sonal en la que consiste la vida de la gracia es también concebida como filiación divina (cf. J.L.
Ruiz de la Peña, El don de Dios 1991, 379-384; L.F. Ladaria, Teología del pecado original y
de la gracia, 231-266).
Conclusiones
no se abre a este concepto teológico que brota del amor personal de Dios
al hombre.
Vistas así las objeciones, hemos intentado mostrar los valores de
nuestro concepto de persona creada en orden a sus usos en antropología
teológica y cristología. Sobre todo nos ha parecido interesante mostrar su
universalidad, que brota de la voluntad salvífica universal de Dios; su capa-
cidad explicativa del hecho de que Jesús siendo perfectamente humano no
sea persona humana, así como de la tesis tradicional de la creación directa
del alma humana como intervención directa en la personalización del ser
humano concreto.
Nuestras últimas líneas han estado dedicadas a mostrar la perspectiva
que la teología trinitaria, que diferencia entre el modo de ser persona del
Padre, el Hijo y el Espíritu en la Trinidad, abre a nuestra propuesta de «con-
cepto relacional de persona». Desde esta distinción propia de la teología
trinitaria, nuestro concepto propiamente teológico de persona humana se
construye en analogía, principalmente, con el modo de ser persona del Hijo.
La dignidad personal del ser humano, siendo absoluta, lo será siempre como
gratuitamente recibida; su libertad y su amor serán siempre respuesta a una
vocación, a un amor primero que lo engendra. Ser persona para el hombre
es ser hijo. En su inicio y en su plenitud, nuestra vocación es ser hijos en el
Hijo único (cf. Ef 1,5).
EPÍLOGO
Hizo una última recorrida por las salas, viendo si todo quedaba en
orden, y en eso estaba cuando sintió que unos pasos lo seguían. Unos pasos
de algodón: se volvió y descubrió que uno de los enfermitos le andaba atrás.
En la penumbra, lo reconoció, era un niño que estaba solo. Fernando reco-
noció su cara ya marcada por la muerte y esos ojos que pedían disculpas o
quizá pedían permiso.
1. Abreviaturas
Las abreviaturas de los libros bíblicos las tomaremos de la Biblia de
Jerusalén,
a. artículo
A.T./ N.T Antiguo Testamento /Nuevo Testamento
cap. capítulo
cast. castellano/a
cf. confróntese
cit. citado
colab. colaboración
ed. edición, editor
esp. especialmente
etc. etcetera
ibid. ibidem, en el mismo lugar
nt. nota
OT Optatam Totius
p. pp. página, páginas
p.ej. por ejemplo
prof. profesor
reprod. reproducido
resp. respuesta.
s. ss. siglo; (tras un número de página) siguiente, siguientes
tb. también
trad. traducción
v. versículo
vid. vide, véase
vs. versus, hacia, frente a
374 personas por amor
2. Revistas y publicaciones
Conc Concilium
DH Denzinger-Hünermann, Enchiridion Symbolorum (ed. post.
a 1991)
DS Denzinger-Schönmetzer, Enchiridion Symbolorum (ed.
post. a 1963)
EE Estudios Eclesiásticos, Madrid
Gr Gregorianum, Roma
LTK Lexikon für Theologie und Kirche I-X. (Freiburg 1957ss)
RGG Die Religion in Geschichte und Gegenwart I-V, Tübingen,
19573 ss.
RScR Recherches de science religieuse, París
SCh Sources Chrétiennes
S. Th. Sto. Tomás de Aquino, Summa Theologiae
Salm Salmanticensis, Salamanca
StudOv Studium Ovetensis
VeI Verdad e imagen, colección de libros
Bibliografía
1. Fuentes
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— «La dialéctica destino-libertad y la discusión sobre el pecado original», Burgense
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— «Die Frage des “Zwischenzustandes”», Teol. der Gegenwart (1972) 94-97.
— «El esquema alma-cuerpo y la doctrina de la retribución. Reflexiones sobre los datos
bíblicos del problema», Revista española de Teología 33 (1973) 293-338.
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— «La muerte-acción en la teoría de la opción final y en K. Rahner», Teología y mundo
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— «Cristología y antropología. Sobre un libro reciente», Burgense (1975) 251-258.
— «Perspectiva cristiana de la muerte», Iglesia viva (1976) 137-151.
— «Espíritu en el mundo. La antropología de Karl Rahner», en J. de Sahagún Lucas,
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386 personas por amor
Agustín 50, 52, 124, 139, 172, 200, 223, 120, 163, 172, 174, 187, 192, 212, 251,
240, 304, 305, 327, 360, 362, 381, 384 279, 297, 376, 377, 381
Alfaro 16, 24, 33, 34, 274, 293, 294, 296, Boecio 51, 52, 204, 205, 206, 207, 212,
315, 318, 323, 329, 341, 343, 348, 349, 240, 266, 341, 360, 381
350, 351, 352, 368, 380 Bouillard 329
Alszeghy 43, 44, 250, 265, 322, 325, 383 Brunner 60, 97, 202, 209, 214
Althaus 217, 218, 381 Buber 209
Althusser 83, 102 Buenaventura 93
Álvarez Turienzo 95, 101 Bultmann 50, 174
Alves Martins 17, 22, 53, 57, 280, 381 Bunge 32, 42, 44, 85, 90, 94, 108, 109,
Amo Usanos 17, 381 110, 112, 361, 381
Aranguren 125, 381 Burgos 16, 39, 133, 376, 381
Auer 50, 51, 381 Calvez 102
Ayala 84 Cárcel Ortí 99, 100, 381
Bacon 76 Cardenal 179, 342, 380, 381, 383
Balthasar 33, 50, 51, 93, 137, 329, 381 Castilla del Pino 123
Barrena 101 Castro Campolongo 22, 24, 35, 36, 38,
Barth 66, 137, 138, 139, 144, 217, 218, 158, 289, 382
220, 242, 244, 329, 381, 384 Cavedo 42, 382
Basilio 50 Chica Arellano 100, 382
Bauman 154, 381 Chiquirrín Aguilar 112, 382
Beauvais 229, 270 Cioran 78, 79
Benedicto XVI 301, 381 Clément 50
Benjamin 50, 381 Comte 72, 73, 76, 82
Berry 90 Cortina 127, 128, 129, 382
Bloch 30, 75, 76, 77, 79, 95, 99, 100, 101, Cruz Cruz 26, 145, 382
102, 103, 104, 105, 106, 109, 111, 119, Cullmann 260, 382
390 personas por amor
de Lubac 18, 29, 33, 72, 120, 293, 294, Heidegger 46, 94, 95, 96, 97, 98, 106,
297, 349, 385 109, 132, 139, 146, 163, 172, 189, 193,
Díaz 20, 21, 35, 36, 47, 71, 99, 229, 245, 194, 212, 214, 384
246, 274, 344, 378, 382 Hemmerle 200, 384
Dobzhansky 84 Hengstenberg 95
Duns Escoto 205, 206, 212 Henri-Lévy 78, 384
Ebeling 62, 208, 382 Hevia Álvarez 30, 384
Ebner 209 Hume 207, 209
Eccles 42, 90 Husserl 209
Ireneo 249, 303, 351, 381, 385
Eibl-Eibesfeldt 84
Jaspers 120, 149, 159, 161, 172, 173, 174,
Elizondo 47, 382
214, 297
Enrique y Tarancón 100
Kolakovski 101, 187, 191
Evagrio Póntico 36
Küng 64, 126, 127, 238, 329, 347, 348,
Feigl 88, 89, 382 384
Feiner 136, 383, 386 Lacroix 209, 214
Fernández Sangrador 16, 380, 383, 384 Ladaria 16, 46, 50, 51, 52, 62, 98, 137,
Feuerbach 65, 67, 72, 73, 101, 120, 122, 138, 200, 204, 240, 322, 331, 332, 360,
155, 257, 273, 383 362, 363, 384
Flasch 305, 383 Laín Entralgo 45, 70, 108, 111, 113
Flick 43, 44, 250, 265, 322, 325, 383 Laporta 82
Flint 120, 383 Lengsfeld 154, 384
Foucault 73, 82, 83, 123, 383 Lévi-Straus 82, 83
Frankl 112, 174, 235, 382, 383 Löhrer 136, 383, 386
Fransen 319, 383 Lonergan 25, 40, 75, 86, 112, 384
Freire 101 Lutero 215, 216, 217, 304, 306
Garaudy 30, 50, 83, 95, 99, 101, 109, 120, Machovech 101
172, 187, 377 Mackay 88, 89
García-Nieto 278, 383 Maine de Brian 50
Gardavsky 101 Manjón 20
Garrigou-Lagrange 131, 360, 383 Marcel 30, 120, 172, 193, 214
Marcuse 76, 82
Gehlen 84, 277
Marías 20, 50
González de Cardedal 16, 34, 36, 101,
Maritain 50
179, 238, 344, 377, 380, 383, 384
Martelet 102, 250, 385
González Faus 16, 179, 306, 332, 360,
Martín-Palma 306, 385
361, 362, 380, 383 Marx 65, 101, 102, 103, 122, 273, 385
González Novalín 16, 34, 35, 37, 108, Marzona Rodríguez 26, 385
115, 383 Matud 27, 385
González Páramo 101 McCarty 90
Gregorio 50, 304 Menke 305, 385
Greshake 20, 378, 384 Merleau-Ponty 174
Guardini 20, 208, 209, 214, 272, 353, 384 Merton 342
Häring 247, 384 Metz 144, 174, 385
Hegel 67, 87 Milano 50, 51, 52, 204, 343, 385, 387
INDICE DE AUTORES Y NOMBRES PROPIOS 391