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LA ÚLTIMA HISTORIETA

Ernest Hemingway

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ELLOS LO SABEN TODO

Era como estar en medio de una vorágine.

Al principio lo intimidaba no ser capaz de llevar al papel aquellos

acontecimientos inesperados, las luces y las sombras, las calles y las personas

que caminaban de un lado a otro y aún el aire cálido que estremecía sus

cuerpos.

Después de varios años de razonamiento descubrió que lo mortalmente

imperdonable era ser aburrido.

Cuando por orientaciones de “ellos” le era prohibido abordar un determinado

tema, simplemente dejaba que transcurriera el tiempo y que las cosas tornaran

a su lugar; algunos lo llamaban rutina, pero a veces antes de que sucediera se

sentía miserable y sin poder evitarlo caía en la depresión.

No todo estaba mal, también existían en su vida momentos interesantes,

pequeños placeres que el saboreaba al final de algunas coberturas y de los

que nunca los lectores del diario se enterarían, eran suculentos almuerzos

después de concluida una jornada, y parte de los cuales él, como mago que

desapareciera un conejo en una chistera, guardaba dentro de su maletín, para

disfrutar más tarde a la hora de la cena y así prolongar el instante.

Pero los verdaderos instantes de gloria eran cuando una vez al mes el director

del periódico invitaba a los comentaristas del rotativo a su despacho de la

ciudad, uno a uno. El periodista se sentía un poco extraño y un poco poderoso.

Nunca pudo superar esos sentimientos, caminaba hacia el butacón que se le

ofrecía dentro de la oficina enorme y semivacía, como su vida.

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Eran conversaciones amigables que se deslizaban suavemente para que

“ellos” pudiesen retenerlas en sus cabezas. Secretos mesclados con sorbos de

café fuerte y que la gente común no podía llegar a conocer nunca.

Después del ceremonial de la segunda taza, el director abría la gaveta superior

de su escritorio y sacaba una agenda de tapas rojas. Ese era el momento en

que debía decirle las cosas que había escuchado en las calles, los

restaurantes, centros de trabajo y caseríos. Fragmentos de voces que llegaban

susurrantes, el camorreo popular convertido en una bola de fuego, palabras

sueltas sobre el accionar de algún funcionario o desafecto, una imprecación en

contra de una ley dictada, la queja de un borracho al que el alcohol le soltaba la

lengua… lo mejor de todo era que no estaba obligado- aunque bien podía- a

dar los nombres ni más detalles de los presuntos culpables, solo el hecho en sí.

Ni siquiera pudo recordar cuál había sido su aporte la última vez, pero sí que el

director se sentía molesto y cerró de golpe la agenda de tapas rojas, habló

sobre los enemigos ocultos y la obligación de combatirlos, el periodista no

estaba haciendo el máximo esfuerzo, la escasa importancia de lo entregado en

el mes anterior daba fe de que si seguía tomándose las cosas tan a la ligera en

muy poco tiempo toda la sociedad se desmoronaría y el gobierno caería

derrocado sin remedio.

Había algo que no encajaba. Él se había preocupado por entregarle informes

cada vez más amenazadores y atrevidos. Un obrero habló de tener un plan

infalible para en un turno ajeno al suyo dejar seca una de las calderas del

ingenio y que esta explotase destruyendo a otros equipos, otro intentaría

agujerear uno de los tanques residuales de miel, y el derrame constituiría casi

un ataque químico al medio ambiente y por último el plan más atrevido y

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nefasto: un grupo disidente envenenaría la fuente de abasto de agua de la que

se nutría la población.

El director se mostraba verdaderamente irritado, y él sintió deseos de

preguntarle si necesitaba que estallase una bomba en medio de la pista de

baile del Centro comunal en un día de fiesta, y el porqué de la calidad de

aquellos informes orales dirigidos de seguro a “ellos”, dependía la permanencia

del gobierno.

No tuvo el valor, y el coraje momentáneo y su cobardía posterior se

trasmutaron en una sensación de impotencia.

Se obligó a volver al tiempo presente. Cada día se levantaba a las seis de la

mañana para hacer sus ejercicios de yoga. Aún medio dormido se puso la

trusa, le gustaba aquella pieza que conservaba hacía más de treinta años,

cuando era miembro del equipo de lucha de la provincia, porque quizás aunque

con remiendos y casi transparente por el uso, ella lo transportaba a un mundo

más antiguo y menos solitario.

Después de media hora de meditación y ensueño se daba una ducha tibia,

mientras invariablemente se imaginaba como el joven campeón que nunca fue,

o sentado ante el televisor junto a su mujer y su hijo pequeño sobre las rodillas.

Como siempre reaccionó con brusquedad mientras se frotaba el cuerpo con

una toalla, y observaba meticulosamente ante el espejo el tamaño de los

pequeños surcos alrededor de los ojos, nuevas arrugas en el rostro o las líneas

curvas que forma la edad donde el cuello se une con el pecho.

-Estoy bien- dijo en voz alta.

Sin embargo algo dentro era estridente y tembloroso.

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Mientras el sonido el ventilador llenaba todos los espacios del cuarto escogió

un pantalón de mezclilla oscura y un pulóver ajustado.

“Es la ropa ideal para hacer la información”, se dijo.

Debía dar cobertura periodística a la inauguración de una pequeña planta de

tratamiento de semillas, ubicada en una cooperativa cañera. Por un instante

pensó en la vida de los jornaleros de la cooperativa, el vaho caluroso de sus

cuerpos se deslizó por su piel con pequeñas manchas oscuras en las manos.

Tomó el maletín para salir a la calle, antes de cerrar la puerta se volvió,

añorando conmovido las noches de amor pasadas en la casa junto a su mujer y

su hijo pequeño, en una bocanada desesperada buscó el aroma dulce de

aquellos que alguna vez habían compartido su vida y que ahora eran

solamente fugaces estrellas de luz.

Entonces lo vio. Su figura gris acodada sobre el capó de un auto modelo

soviético, gris claro. Un sombrero de paño pequeño, hundido en la cabeza de

tal forma que solo dejaba al descubierto la nariz aguileña sobre una mandíbula

angulosa. La chaqueta oscura hinchada por el viento del invierno cubría un

suéter de cuello de tortuga.

Tenía la vista fija en el periodista y aunque ante la insistencia de la mirada él lo

saludó con un gesto, el hombre impasible no contestó el saludo.

El periodista conocía bien aquella sensación que precede a la pérdida de

control cuándo el pánico se agita. Echó a andar rápidamente, segundos

después escuchó a sus espaldas el ruido de un motor que arrancaba.

La cobertura en el caney de reuniones de la cooperativa fue un guion tan

gastado como otros muchos, al menos hasta que le tocó hablar al presidente

de la institución. Había muchas personas del gobierno y el número de autos

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amontonados a la entrada de la cooperativa así lo indicaba. Al principio,

siguiendo el libreto, el orador ponderó los logros de la asociación, luego se

entregaba un diploma de reconocimiento al presidente de la cooperativa. Al

parecer ante tantas personas importantes y la grabadora del periodista tan

cerca, el hombre se agitó. Incluso antes de acercarse lo suficiente para ver la

expresión de su cara, el reportero podía distinguir el ensimismamiento en todo

su cuerpo.

Apresuradamente, para no darse tiempo de asustarse aún más, el presidente

comenzó a hablar, inclinándose hacia el micrófono agresivo. Todo el público de

pie, observaba la escena.

- Cuando comenzamos a trabajar en lo de la planta, esto era pura maleza-dijo.

Se hizo un silencio, el presidente cayó en cuenta de su error. ¿Cómo podrían

estar en medio de una agrupación tan importante las malas hierbas?

Debía salir del mal trance inmediatamente y puso en ello todo su empeño, lo

que no favorecía a que las cosas se hicieran más fáciles.

-Recuerdo que cuando estábamos en la construcción de las bases de la planta

uno de los ayudantes cayó en el cemento recién fundido, la zanja era profunda

y el hombre agitaba las manos, hundido en la mescla casi hasta la cintura.

Eran solo detalles curiosos. El presidente iba a llenarle la cinta de la grabadora

de anécdotas, podría estarlo interrogando el día entero y no recibir ninguna

información verdaderamente concisa. En ese momento con el sonido del

equipo que se apagaba, el flujo de las ideas del presidente se cortó de golpe y

su voz se debilitó en un balbuceo.

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-Ahora los invitamos a recorrer la instalación, equipada con moderna

tecnología- dijo el orador, salvando al funcionario de la debacle, mientras este

aún gesticulaba, tratando de explicar quién sabía que cosa.

Más el periodista no miraba la escena, estaba vuelto de espaldas, concentrado

en la visión de un auto gris, aparcado en un camino de tierra adyacente.

Llegó a su casa a las cinco de la tarde y el vehículo pardo ya estaba allí,

ubicado frente a su puerta, el hombre del sobretodo como calcado contra el

capó.

El periodista suspiró, fue hacia la cocina y preparó un pedazo de pan con salsa

de tomate sofreída con manteca. Antes de comerlo se recostó a la meseta.

Aquello no tenía ningún sentido, lo recorrió una punzada de temor, consideró

durante unos segundos que hacer, pero su mente se había quedado

congelada, como la del presidente de la cooperativa, porque ese día ninguna

interrogante quedaba resuelta.

Fue hacia el cuarto desde donde a través de la persiana abierta se divisaba la

calle. El carro y el hombre estaban en el lugar, impasibles, él con el sombrero

hundido y la cara vuelta hacia la casa del periodista. Entonces como de golpe

se despegó del automóvil, abrió la portezuela trasera, y se recostó hacia atrás

en el asiento.

Cerca de la medianoche el periodista decidió terminar la vigilancia, e irse a

dormir al sofá de la sala, a la mañana siguiente iba a denunciar lo que sucedía;

esa decisión le trajo un poco de alivio. A la luz de la farola que llegaba

amortiguada por el follaje de los árboles le parecía que el gris acerado del auto

se había vuelto más tenue.

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Se despertó exactamente a las tres de la madrugada y fue directamente al

cuarto, arrastrando los pies por el temor y el cansancio. El hombre del

sobretodo de nuevo estaba recostado al capó del auto y fumaba mirando la

oscuridad azul del horizonte. Un poco más allá, descubrió a otra figura sentada

en el suelo, los codos clavados en las rodillas; se le pareció a Orejas, su

vecino.

Más abajo hasta donde alcanzaba la vista se divisaba la mancha de una

arboleda sobre la que sobresalía la torre del ingenio. Todo mesclado,

callejuelas oscuras, terraplenes, un riachuelo, el batey, descampados, solares

yermos, rastrojos, el ingenio con una columna de humo hacia el cielo, casas

aisladas, el hombre del sobretodo, Orejas, el auto, la noche que extendía su

manto…el vértigo.

Volvió a la sala, directamente hacia el teléfono, apretó el botón del centro y la

pantalla se iluminó. Los dedos pulsaron las teclas. Al repetir por segunda vez la

llamada del otro lado de la línea escuchó la voz cansada y somnolienta de

Sergio, su amigo periodista en la ciudad.

-¿Quién es?

-Soy yo, Sergio.

-¿Qué sucede, sabes qué hora es?

-Lo sé y créeme, no te llamaría si no fuera necesario

-¿Qué te pasa?- la voz sonaba alerta

-Un hombre de un carro, con un sombrero encajado hasta la nariz me está

observando, no ha dejado de hacerlo desde la mañana, ahora está ahí frente a

mi casa.

Se hizo un silencio tan pesado que podría cortarse con un cuchillo.

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Escuchó un ruido apagado, como el de unos pies deslizándose por el camino

de grava de la entrada de su casa.

-¡Tengo que colgar!-dijo.

Corrió de nuevo al cuarto, abrió la persiana y los ojos hacia la oscuridad. Nada.

Un tiempo atrás apenas conocía a Sergio; todo sucedió una tarde en que los

funcionarios del Ministerio de la agricultura, una docena de personas

importantes venidas desde la capital, habían convocado a los periodistas

provinciales de la radio, la televisión y la prensa plana, con el objetivo de

informarles- para que los presentes informaran a su vez- de hechos

importantes y objetivos que estaban sucediendo en esa rama.

Uno de los principales directivos del departamento con un puntero señalaba

unas estadísticas que aparecían en una pantalla lumínica, de un tiempo a esta

parte resultaba que se había sobre cumplido todos los planes relacionados con

la alimentación de los pobladores, y crecientes de un año a otro; el arroz, los

frijoles, las hortalizas, la leche y la carne se mostraban como cifras que corrían

de arriba abajo en forma de tablas comparativas.

El periodista, entre tantos otros reporteros, se dejó salir de todo aquel

conglomerado aritmético, de forma que su mente vagaba por quien sabía

dónde, de pronto salió de su abstracción y regresó al salón al sentir unos ojos

sobre él, un hombre sentado a su izquierda, varias sillas más allá lo estaba

mirando fijo, con intensa curiosidad. Una mirada ajena por completo a los

números, las desigualdades y las ecuaciones matemáticas, y por un segundo

los ojos se cruzaron, pero ese breve lapso de tiempo bastó para que la amistad

se sellase. Después, cuando tenía que ir a la ciudad se reunían para tomar un

café, fumar unos cigarros y conversar, nunca hablaban de lo cara que estaba la

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comida, la ropa, ni de la escasez de artículos o la falta de economía familiar.

Eran temas muy escabrosos por lo que su sola mención pudiera conducir a los

mal pensados que pululaban por doquier y a los soplones a creer que ambos

hablaban utilizando claves y que en realidad gestaban una conspiración

secreta de alcance insospechado.

Y aunque no pronunciaron las palabras adecuadas existía el acuerdo tácito de

que nunca descubrirían su secreto, porque de conocerse las circunstancias en

que comenzó su amistad ambos estarían perdidos.

Después de eso comenzó a inventar los informes al director del periódico,

personas congeladas y cada vez más amenazantes que ocultaban armas de

fuego bajo las ropas y que hablaban con palabras y falsas bocas dibujadas la

noche antes del encuentro.

Se sentó en la cama, las manos le temblaban incontrolables a su pensamiento

y ahí se quedó dormido, cuando abrió los ojos ya había amanecido; en la calle

el hombre del sobretodo tomaba café en un vaso, la bebida humeante invitaba

a un sorbo. “¿De dónde sacaría la infusión?”, se preguntó, pero recordó a

Orejas la noche antes, agachado, medio escondido junto al auto

Fue a la cocina y se preparó otro pan con salsa fría. Tenía el cuerpo adolorido,

estaba soñoliento y le dolía el estómago.

Tomó una ducha, las bolsas bajo los ojos eran dos manchas oscuras. Mientras

se miraba al espejo recordó que no había elaborado la noticia de la planta de

tratamiento de la cooperativa y eso podía traerle graves consecuencias.

Se sentó en su vieja computadora: “Ellos” seguro habían aprovechado su

ausencia, entrado a su PC revisando los archivos, incluso tuvieron tiempo

suficiente para copiar las carpetas. Pero no existía nada comprometedor en

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ellas, solo fotos de su ex mujer y su hijo y cartas personales… pero era su vida

privada y nadie tenía el derecho a meterse en ella.

“Esto se acaba hoy mismo”, pensó.

Decidió elaborar un plan de acción para cuando fuese a denunciar al hombre

del sobretodo a la policía. ¿Pero qué le diría, que un extraño que usaba

sombrero y manejaba un carro gris estaba parqueado cerca de su casa y que

su vecino Orejas le llevó una taza de café? Daba risa.

Maldito el tipejo ese y maldito Orejas. Algunas personas que trabajaban en el

periódico le habían alertado, al conocer que se mudaría a aquella casa.

- Cuídate de tu vecino, le dicen Orejas, tiene fama de colaborador.

Por extraña coincidencia no pronunciaban las palabras: “chivato”, “soplón”,

‘trompeta”, “bochinche”, todos los epítetos denigrantes con que se aludía a los

delatores.

Quedaba entonces la solución de ir a quejarse a la dirección del periódico, pero

el comedimiento con que sus colegas decían “colaborador” lo llevó a la

sospecha de que cualquiera en el periódico podía formar parte de la lista de los

que le soplaban a la policía o incluso directamente a “ellos”.

Lo más acertado sería llamar a otra vez a Sergio y contarle todo lo ocurrido con

lujo de detalles.

Marcó el número. El timbre sonó insistente una y otra vez.

El periodista se sintió desolado. ¿Qué podría hacer ahora?

Alguien debió volver a Sergio en su contra, quizá Orejas, o el mismo hombre

del sobretodo y el sombrero hundido, o tal vez otra gente. A estas alturas creía

a cualquiera capaz de intentar despeñarlo. También cabía la posibilidad de que

el mismísimo Sergio fuera un espía de “ellos” y todo lo sucedido formara parte

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de un plan meticulosamente montado para sacarlo del camino. La pregunta

era: ¿Por qué?

“¿Y si no era así pero Sergio había caído en sus manos, y si ya confesó?”, se

preguntó.

Fue hasta la persiana y observó la calle. El hombre del sobretodo estaba fuera

del carro, fumando. A cada rato, como al descuido, lanzaba una mirada furtiva

hacia la casa.

Fue hacia la sala y encendió el televisor, pero no lograba concentrarse en las

imágenes que veía reflejadas en la pantalla.

Era muy confuso. Si pudiera volver atrás al día nefasto en que perdió por

completo la atención, junto a los periodistas y funcionarios del Ministerio de

agricultura, de seguro que no hubiese aceptado la mirada de Sergio y lo

sucedido posteriormente no hubiese tenido lugar.

Escuchó como el carro afuera arrancaba y luego se ponía en marcha.

-Lo siento, lo siento – balbuceó.

Pero no tenía ningún sentido disculparse, cuando de seguro ya estaban al tanto

de su temor y su arrepentimiento, porque “ellos” lo sabían todo.

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LEGÍTIMA DEFENSA

En ningún número de la revista “Mujeres” he descubierto que se haya tratado

con rigurosidad científica un tema tan complicado como la visión y el poder de

escucha que pudiera tener un feto, muchísimo menos cuando todo el tiempo

tras los hechos está la verdad que se recuerda.

- Las mujeres son como puertas abiertas- decía mi padre.

Pasados algunos meses vi a mi madre con las piernas muy separadas; la

doctora inclinada sobre ella, poderosamente armada- iba a aplicarme los forcé-

Me salvó la exclamación de un enfermero: “ya viene”.

El hecho de que una mujer pudiera deformarme por siempre, convirtiéndome

en alguien acomplejado y oscuro estaba en una frase.

Según fui creciendo me di cuenta de que las mujeres eran infinitamente más

inteligentes de lo que aparentaban, un sistema para aprovecharse del estado

de nervios resultante y también una lucha que los hombres habían postergado

durante siglos. Después surgirían hechos que me obligaron a dejar de eludirlas

y entrar como partícipe en la batalla que iba a entablarse y si es permitida la

expresión: dar la nota patriótica. Para entonces me sentía tan cansado que mis

ideas se deslizaban hacia otro lugar o un cúmulo de ellas que resultaban muy

difíciles de expresar con palabras.

Nunca he sido un buen lector, pero el hecho de que me estuviese preparando

para la futura contienda cambiaba las cosas. Me convertí en asiduo de la

Revista bimensual “Mujeres”; en ella descubría entre líneas cómo las féminas

ganaban terreno, irrumpiendo de diversas maneras en los cotos de caza

reservados a los hombres. En contrapunto yo incursionaba a mi vez- con el

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repudio total de mi padre- en las desagradables labores domésticas que

encarnaban sus sentimientos.

No era material de propaganda que ellas estaban cambiando los métodos de

lucha, se imponían los disfraces más sofisticados, las inyecciones letales, los

virus disparados a distancia con antígenos desconocidos, infartos cardiacos de

artificio, armas de exterminio masivo....; aunque existía otro grupo, no por ello

menos peligrosas, aferradas a las antiguas tácticas de enfrentamiento que

causan una muerte más rápida e indolora.

Fue una casualidad por demás desgraciada que las hostilidades se rompieran

precisamente en mi casa, si podía dársele ese nombre a aquel tugurio, una

noche en que mamá roció con alcohol los genitales de mi padre, arrojándole

acto seguido un mechero encendido.

No quedaba más que el escape y por casualidad y habilidades propias pude

montarme a un tren en marcha y pasar inadvertido de tres sagaces

ferromozas. Horas después a cientos de kilómetros de la conflagración pude al

fin disponer del tiempo suficiente para pensar en cómo protegerme de las

cosas que vendrían.

La sentencia del mundo cambiante la percibí un amanecer sospechosamente

igual a cualquier otro: mezcla de irrealidad con cierta dosis de aventuras,

creaciones no propias asociadas al convencimiento de que las hembras eran

infinitamente superiores y que a diferencia mía habían de perdurar por la fuerza

de sus medios vitales. Una trampa.

Conocía a las mujeres tan bien que sus actitudes no deberían producirme

ningún efecto, pero reconozco que nunca desapareció la sensación de que iba

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a ser exterminado sin tregua, acechado en todos los lugares y lo peor, asaltado

en mi propia cama durante el sueño.

Sofocada fue abriéndose paso, adherida al olor que los cuerpos me enviaban

al ritmo de la respiración de sus cavidades más íntimas, una idea: “No estar

armado”. En eso consistía el verdadero peligro.

Durante años me había mantenido vigilante para no ser sorprendido otra vez.

Durante años, hasta mudar a la única forma de protección real ante el

desastre: Ser policía, esa era la cuestión.

No fue pues una casualidad que llegado el instante decisivo yo reconociera el

ataque y tomara la iniciativa con una astucia que provenía de una temprana

exposición a la política de negocios aprendida con Kinito Maraña.

El hábito de la angustia acechante propio de las bestias, proporciona una

confianza de especie. Dos de las causas más antiguas el amor y los negocios

siguen siendo formas de lucha.

Dentro de unos minutos o una hora - el tiempo del espíritu es muy complejo-

Patas flacas saldrá por esa puerta.

Confío en Patas como lo haría en una caja narcisista de despecho. La pregunta

es ¿estará armada?

Antes Patas flacas no era hembra ni varón; tuvo muchísimas oportunidades de

aniquilarme a través del veneno pero no lo hizo porque estaba ajena de la

lucha y además vivía de la cosa, es decir que estaba asociada a Joaquín el

Gallego, dueño de la paladar administrada por ella y el tape de un negocio de

fotos y cortos pornográficos protagonizados por un grupo de aspirantes a

estrellas del cine ibérico. Para ganar esta categoría las muchachas tenían que

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ser vistas, estudiadas, inspeccionadas y por último templadas por Patas flacas,

presidente del jurado de admisión.

La casa paladar era una edificación antigua que había sido modernizada o

destruida por la nueva generación. Alguien (Patas, supongo) se había

encargado de arrancar cuidadosamente el repello de las paredes, los adornos

de la sala y la división entre esta y el comedor. Las sillas eran de troncos

recortados que semejaban figuras grotescas y las puertas de aluminio fundido

a prueba de robos: en fin, un híbrido que los más jóvenes llamaban moderno y

las personas de más edad una pocilga. En la entrada había colgado un letrero

que un poco en inglés, un poco en francés se traducía como: “La casa de

Patas”.

- No tengo nada para ti - me dijo Patas flacas al verme - y no vengas tanto, me

perjudicas.

Tono quebrado. Me pregunté qué razones podrían llevar a Patas a tomar

partido; todavía tenía dudas de que existiera un plan, una idea detrás de todo lo

aparente y sencillo.

Recordé las palabras de mi padre y acaricié mi pistola. Ya no era un

despavorido, ya no era un hombre que vivía con complejo de fuga.

- Oye, Paty, no estoy aquí por un asunto mío.

Cerró los ojos e inclinó hacia delante el busto, en lo que consideraba una

actitud desafiante.

- ¡Cógela!

- Estás en un aprieto y lo único que tienes a mano es a mí.

- ¿Seguro no buscas a algún maricón suelto delinqueando por ahí?

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Nadie como Patas para localizar a una lesbiana o un gay, no sé de qué arte se

valía para ello, debía tener un archivo secreto o algo parecido.

- ¿Cuánto pagarías por esa mulatita? - me preguntó.

Un bomboncito oscuro cubierto con un mini vestidito rosa que se movía entre

los clientes y a la que ni siquiera se le adivinaba entre la ropa un simple cuchillo

de mesa.

Cerré los ojos y dominando todos los sonidos escuché el ruido que haría al

cabalgar a aquella chica; un ruidito muy especial que nadie puede describir

pero que se reconoce siempre ¡Dios mío, cuánto lo deseaba! por inoportuno

que pudiera ser ese acto o como se llamase aquello que se enrollaba alrededor

de mí, combándose firme y suavemente, describiendo después una gran curva

y luego una gran sonrisa que flotaba llenando todos los espacios.

- Ya lo creo que el asunto es tuyo- y agregó- ¡Madre mía, mírate el pito!

- Atiéndeme aunque sea una vez en tu vida.- dije, pellizcándole la cara bulbosa

- una de tus muchachas se fue de lengua.

En el silencio que siguió a mis palabras me di cuenta que algo en el aire se

transformaba. Pensé que iba a preguntarme: ¿quién?

- ¿Qué posibilidades tenemos?

- Ninguna y lo peor es que me dieron el caso. Actúo o me voy del aire.

Me miró como si yo acabase de surgir de las cenizas de su cigarro.

- ¿Quién coño crees que eres para venir a decírmelo a esta hora? Ahí afuera a

mil mariposas de tres al cuarto como tú? ¿Te imaginas lo que hay invertido en

este negocio?

- ¡Estoy hablando de tus nalgas, carajo! ¡Olvídate de los negocios!

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La risa de Patas flotó desde la silla pegando en mi pecho y continuó subiendo

hasta chocar con la araña de luz.

- ¿Qué puedes hacer?

- Lo único que se me ocurre es que colabores. Te toca una multa o una

condena menor.

- Me toca tiempo, es lo que necesito.

- Y dale con eso. No te imaginas el riesgo que estoy corriendo ahora.

- Ni me importa. Mira a ver como arreglas este potaje- ripostó.

Hubo una pausa. Reflejo metálico de alerta que en otras circunstancias podía

haber pasado inadvertido.

- ¿De qué hablas?

- Entiendes bien. ¡Lárgate ya!

Iba saliendo del paladar cuando escuché que me llamaba. Se había sentado a

horcajadas en la silla y encendía otro cigarro.

- Con tres días tengo- dijo

- No puedo.

La voz sonaba como la de una mujer insoportablemente armada con un hacha

corta, pero yo no tenía miedo:

- ¿Recuerdas cuándo estabas con Kinito?

Esta era precisamente una de las preguntas que los años no habían

contribuido a aclarar. En realidad no necesitaba respuesta.

Cuando conocí a Patas yo tenía quince años y era el protegido del Kinito

Maraña, un hampón del barrio de América Latina. Patas flacas con ayuda de

una mujer tenía montado un negocio fructífero de prostitución a domicilio.

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Como no dije, Patas y su amiga le pagaban protección a Maraña. Mas

considerando el precio excesivo, se dieron en protestar, aunque quizás lo

hicieran en el lugar equivocado, pues llegó a oídos de Kinito quien vio en

aquello una afrenta a su prestigio personal.

Días después se presentó conmigo en casa de Patas y le pidió para mí un

favor especial.

-Le voy a mandar a una de las muchachas, por la casa- dijo ella.

Kinito se echó a reír, reclinándose en el respaldo de la silla

-El muchacho está encaprichado contigo. Quiere que seas tú y no una de las

muchachas.

En aquel lugar parecía no había nadie más que ellos dos, como si fuesen los

únicos que tuvieran el derecho de permanecer allí.

- ¿Cuándo?

Yo tenía los ojos fijos en Patas, absorto en la contemplación de su asco y por

un segundo me sostuvo la mirada.

-Ahora mismo - dijo Kinito.

Patas flacas se puso de pie y echó a andar hacia uno de los cuartos, yo

también lo hice.

Caminaba y me sentía miserable y conmovido al observar su espalda

encorvada, la cabeza caída.

Empezó a quitarse la ropa, primero la blusa y el sostén - los senos eran

grandes y redondos, como toronjas - luego el pantalón y el blumers.

Se tiró en la cama, abriéndose, dejando al descubierto el sexo rosado y

grandísimo.

-Acabemos ya - dijo.

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Me acerqué.

-No voy a tocarte.

Se sentó en la cama.

No hay nada más doloroso que el rechazo. Nada más terrible para una

lesbiana desnuda que la decisión de un hombre de no rozarla siquiera.

- La cosa es seria- dijo- pobrecito...

-Ven aquí - me pidió, abriendo lentamente las piernas para descubrir de nuevo

la carne prohibida, rosada y negra.

Yo era un niño. Jamás debí lanzarme sobre Patas tomando con mis labios sus

pezones ni estimular con la lengua su clítoris. No tenía que permitir que me

masturbase con los ojos cerrados. No estaba obligado a ver su cuerpo

desarticularse- mientras sus quejidos añadían obscenidad a la escena- ni

aquellas manos moviéndose sabias en una lucha alegre y feroz.

Poco después cuando estuve preso, era Patas flacas quien me llevaba las

jabas y los cigarros - el dinero de los condenados - a la prisión.

Nunca más volvimos a intentarlo, nunca probamos otra fantasía sexual. Pero

nos quedó el recuerdo y hoy me avergüenza decir que aquella noche fue como

si ascendiéramos juntos por una escala hacia un lugar en el que los

convencionalismos no valían nada.

- ¿Recuerdas cuándo estabas con Kinito ?- preguntó Patas Flacas aunque no

necesitaba respuestas- apuesto a que tu gente no sabe ni la quinta parte de lo

que has hecho.

Cruzó los brazos en el respaldo del asiento y apoyó la barbilla esperando sin

dudas que la bomba estallase.

- Adonde yo vaya tú te vas conmigo- agregó

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Su sonrisa me desarmaba. La pistola se fue convirtiendo en algo incorpóreo.

Las palabras se amontonaron en la garganta ahogando mi respiración. Cerré

los ojos, vi a la chica negra con un fusil de cañón recortado bajo el vestido.

- Paty, ¿tú no vas a desgraciarme la vida, verdad?

- Claro que no mi sol. Te la vas a joder tú mismo- entonces fue Patas quien

pellizcó mi cara.

Me sentí fluido, incongruente. Patas flacas tomó mis manos y las puso en su

cabeza mientras yo decía que no; fue trazando con ellas un dibujo en el

cerquillo de la frente hasta colocarlo por detrás de las orejas - el pelo era tieso

y duro - luego se acarició el rostro mientras se alzaba para besarme. Fue un

beso de mujer, suave y largo.

- Mira a ver como arreglas este potaje- dijo.

Dentro de unos minutos o una hora - el tiempo del espíritu es muy complejo-

Patas flacas saldrá por esa puerta y yo abandonaré la oscuridad y el peligro en

un acto de legítima defensa…

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ENDOGAMIA

-”Santos y buenos días” - dijo la muerte, y ninguno de los presentes la pudo

reconocer

Así eran la mayoría de los cuentos de mi barrio: primero una discusión, luego la

bronca, y después un ajuste de cuentas donde casi siempre aparecía “la

señora”, haciendo aquella presentación.

Yo nací en un batey llamado “El Purio”, en la antigua provincia de Las Villas,

para ser exactos un poco más allá, en el centro de un caserío apodado La

Rebambaramba, lugar de refugio de campesinos y expatriados orientales,

quienes se habían especializado en abrir los huecos para una casa un sábado

en la noche, y llevarla armada encima de una carreta de bueyes, cosa que el

amanecer del domingo los habitantes nos encontrábamos con otra covacha,

nuevos vecinos y mucho más reducido el espacio vital.

Bajo las leyes de La Rebambaramba se habían educado libremente mis padres

y si continuaba el ritmo normal de las cosas debería educarme yo, mis hijos y

los hijos de mis hijos. Y es que en aquel barrio no entraba ni de visita el Jefe de

Sector de la Policía del batey.

Mi madre era el toque de distinción de la Rebambaramba, pues en la única

visita que nos hiciera mi tío Anselmo, el de la Habana, le regaló unos libros de

Gramática. A mi padre en cambio no recuerdo haberlo visto nunca con un

volumen entre las manos; él era uno de los caciques del suburbio.

22
Los hombres de La Rebambaramba no tomaban sopa- en el sentido estricto de

la palabra- no se acostaban en las camas por el día y las afrentas eran lavadas

con sangre.

Ni siquiera es bueno de contar cuanto sufrí en aquel ambiente, pues de más

está decir que hasta el maestro de la escuela consideraba cualquier afición

artística masculina como una muestra de la más indigna mariconería.

No me caben dudas de que lo que me cambió para siempre la vida fue la

golpiza que me propinó mi compañero de aula Yoel Jaramillo, el Chévere, por

tener el atrevimiento de vacilarle su novia.

-¡Tú sabes lo que tienes que hacer!- explotó mi padre.

Vi flotando ante mis ojos el cuerpo rojo del Chévere, y en los horrorizados de

mamá, un “mata vacas” de casi medio metro.

Entonces me dediqué a hacer ejercicios, para devolverle a Jaramillo- en contra

de las leyes - el “regalo” envuelto en la consigna “ojo por ojo”.

Me fortalecí, comencé a participar en competencias de levantamientos de

pesas, así se fue perdiendo la esencia del comienzo y cuando la venganza no

era siquiera un recuerdo, ingresé en la Escuela Superior de Perfeccionamiento

Atlético, de La Habana.

Después estudié Periodismo, y como en ese tiempo ya los adelantos técnicos

habían llegado hasta La Rebambaramba, mis coterráneos tuvieron la

oportunidad de contemplar mi imagen en el Televisor.

Ya mis aficiones literarias no eran un secreto para nadie. Un día ofrecí una

sección de lectura en la Rebambaramba, encaramado sobre un viejo tanque en

el mismo centro del barrio.

23
Otro día llegó al lugar la buena noticia: Una Editorial publicaría un libro de

cuentos míos.

Esta vez pusieron dos tanques más grandes unidos por un tablón forrado con

una sábana blanca- la máxima categoría de la distinción- y encima de él me

encaramé.

Les leí a los pobladores reunidos sobre el loco que cree que está en medio de

una guerra entre los hombres y las mujeres y donde ellas ganan posiciones

asesinando silenciosamente, entonces para defenderse del conflicto se hace

policía, que es la única forma de estar armado; de la mujer que está muriendo

en un hospital y que cree que al transformarse en hombre se librará de la

parca; con cuanto deleite mis vecinos escucharon la narración donde un

escritor de barrio es vejado una y otra vez por un enano mafioso, encaprichado

en quitarle todas las mujeres que lucha, hasta que el capón literato se decide a

tomar desquite; y del ex combatiente que volvió tostado de la guerra en el

África y ya no sabe ni su nombre, si está todavía en la batalla o si él y la

conflagración existieron en realidad; así hasta llegar a la narración del Claria,

el chivato que denunciaba las cosas que ocurrían en el barrio al Jefe de Sector,

para que este le quitara del medio la competencia y quedarse él con todos los

negocios, aunque al Jefe de Sector había cosas que no le encajaban, porque

como el mismo decía: “Hay presas tan grandes que ni se les apunta”

Cuando concluí, mi madre intentó subir a la tarima pero no lo consiguió por

más que traté de ayudarla. Entonces desde la tierra dijo que ella tenía un hijo

que tomaba sopa, pero que era guapo por decir cosas que no le gustaban al

gobierno, que deambulaba por las noches y dormía en la cama por el día, que

24
la única vez que se había fajado el Chévere le habían roto la cara, sin que él

tomara desquite y que escribía cuentos, pero no era maricón.

La gente aplaudía, no se sabe de dónde empezaron a llover botellas de ron.

Entonces lleno de orgullo me volví hacia mi padre, pero ya no estaba.

No sé, pero me parece que a él le gustaban más los viejos tiempos.

25
LA LOCA DEL PELO AZUL

El tiempo y el espacio son dos magnitudes físicas que contienen al bar de

Quiroga, el mejor de este, mi pueblo, Calabazar de Sagua. Aunque la gente

diga que parece un lugar oscuro de mala muerte.

Siempre he tenido confianza porque sé que dentro de él se esconde el poder

de lo posible y que algunas tardes están hechas con nitroglicerina, pero no soy

yo quien decide y eso me salva.

El bar de Quiroga es el único lugar desde donde se puede ver el mundo; el

único donde un vaso de té puede ahuyentar los ruidos del barrio, el único en

que las mujeres ricas que bailan, esconden luces en el fondo de sus vaginas.

Quiroga como todos, me dice Hemingway, porque escribo en su bar y porque

ellos no diferencian entre poetas y narradores; pero no saben que lo que hace

este lugar tan especial es que junto a las mesas, se mueven solo para mí las

hembras más hembras de la historia.

La tarde es el mejor horario para escribir y cuando termino los poemas se los

doy a Quiroga, porque artista que se respete tiene un albacea y un poco- me

apena decirlo- porque las aguas de mayo pueden destruir toda mi obra.

Quiroga mira las poesías, sin escuchar los suspiros que salen del papel, sin

respirar los perfumes ricos de las cunetas, ciego ante la ternura del cuerpo de

las putas.

- Todavía a esto le falta- me dice.

- Algún día voy a pagar todos los té que te debo- le digo a modo de despedida.

Un ritual de tantas veces que da vértigo. Tantas veces sepultado el deseo de

tomarme él te cargado con bastante ron.

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A nosotros los escritores con cierta madurez nada nos asombra, pero cualquier

otra persona con menos experiencia hoy se hubiese caído de espaldas al ver a

una de las bailarinas del bar acercarse a mi mesa. Lo más llamativo es que

tiene el pelo azul, hechizadora y absolutamente azul, cayéndole sobre los

hombros.

De lo que si no me quedan dudas es que está loca. Tiene que estar muy mal

de la cabeza para tener el pelo de ese color y sentarse conmigo en el bar de

Quiroga.

- Estoy en medio de una crisis existencial- le digo a modo de presentación, listo

para el disparo directo que nunca falla: el poemazo.

Me responde enseñando los dientes.

Bala equivocada, porque ella no se parece a las otras bailarinas, a las que con

solo cerrar los ojos poseo bien suave para tener un orgasmo escondido, como

el de las mariposas; no es tampoco de esas que me abrazan la piel y por las

que después tengo que buscar el perdón de Quiroga en cada sorbo del té que

me refresca la garganta.

¿Qué espera, acaso que le cuente por qué estoy viviendo una crisis

existencial?

- ¿Cómo te llamas?- le pregunto, aunque sé muy bien que su nombre es

Juana. Casi todas las locas en un momento de su vida se nombran Juana.

Juana la loca permanece muy quieta y el pelo parece un ojo que me ha

hipnotizado. Ahora es un mar por donde nadan estrellas y yo en la superficie

que me ofusca por la ausencia de arena.

- Mi problema es Alberto el enano- le digo.

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Alberto San Pedro. Apellido de santo, santo chiquito. Algunas noches sueño

que lo llevo a patadas desde el Puente de las flores hasta el edificio nuevo de

la Palma.

Al aclarar, la primera cara que veo en la calle lógicamente es la de Alberto.

San Pedro mide uno sesenta y siempre anda acompañado de Pipe y Papo. A

sus espaldas la gente lo llama “el enano”; en cambio a la pareja que miden uno

noventa nadie les pone nombretes.

Le cuento a la loca que el enano es el dueño de todos los negocios del barrio y

que allí no pasa ni una guasasa sin que él lo sepa y le cobre el vuelo.

Según Chachi, Alberto le tiene echado el ojo a mi cuarto para una valla de

gallos finos. Yo sé que lo que le incomoda es que en el pasado tuve un

romance con ella; un poco antes que Juan Carlos el Viruta, que era músico de

Alejandro y sus Onix, dejara de ser mi rival artístico en el barrio.

Chachi es la mujer que descoca a Alberto, lo hala, lo sostiene…Para no cansar

a la loca del pelo azul, le digo que en este barrio de Calabazar de Sagua donde

llevo treinta años luchando, lo que le estorba a él soy yo.

En el tiempo en que conocí a Chachi, ella era una chiquilla delgaducha y yo

hubiera podido darle a Alberto San Pedro las manos de patadas que se me

antojaran.

Pero el tiempo es eso, tiempo, y diez años más tarde ella era lo mejor del

barrio, con un pasado jineteril de altura y yo me la estaba acostando a

poemazos limpios.

Chachi siempre ha tenido unas fantasías eróticas extrañas, que se deshacen

cuando uno no cree en ellas ¿pero quién se le resiste? Aquí donde están de

moda la construcción de obras sociales y antes que alguna personalidad

28
importante lo hiciera, las inaugurábamos nosotros- le hago un guiño a la loca-

me queda el dolor de no haberla complacido en lo de la azotea del edificio

nuevo de la Palma: vértigo ¿se entiende?

Honestamente lo que no podía imaginar es que el enano que ya andaba metido

en venta de viandas y otros negocios menores, un año y pico adelante me la

iba a quitar.

Cuando Chachi empezó con San Pedro algunas noches ella se dejaba caer por

mi covacha, disculpándose con que lo único que quería era heredarlo; una

fantasía increíble porque ese enano tiene más salud que un toro. Yo sabía que

ella también andaba con Juan Carlos, el hijo del Pelú, al que todavía no le

decían Viruta.

Después de la visita que le hizo la pareja de Pipe y Papo, Juan Carlos perdió

sus dotes musicales, se ganó el apodo de Viruta y yo empecé a cerrar la puerta

por dentro con una cadena y un candado.

A diferencia de Chachi, la Tiqui me hizo creer que detestaba al enano tanto

como yo. Me había acercado a ella con el pretexto de que tenía sensibilidad

artística y todas las condiciones para ser la futura Dulce María Loynaz de la

poesía cubana. En verdad lo que si tiene es un par de nalgas épicas y el de la

sensibilidad era yo que necesitaba una mujer que inspirase mis poemas.

Para no engañar a la loca del pelo azul, según pasaban los días, los temas

artísticos se fueron espaciando y cada día teníamos más sexo.

Hacer el amor con la Tiqui era distinto. No puedo culparla de que le faltara

dinamita y el extra de los campeones, si a mí me faltaba el empuje, la facultad

del doblete o la tripleta. Por si fuera poco había un gusanito en la mente que no

29
me dejaba tranquilo ¿que podría pasar si el cabrón del enano también se

encaprichaba con ella?

Nosotros los de la vanguardia artística siempre tenemos una carta escondida

debajo de la manga. Empecé a imaginarme cerrando los ojos que la Tiqui era

Chachi. Entonces mis noches fueron poesías, amor y piel y besos y magia.

Lo difícil fue enfrentarme al presentimiento de que con el día algo malo tenía

que pasar. Solo así puedo explicarme que una mañana Alberto y la pareja me

abrieran el cuartito y digo abrir para no asustar a la loca del pelo azul, pues

Pipe y Papo echaron abajo la puerta.

La Tiqui estaba durmiendo conmigo, boca abajo, las nalgas al aire. Tiqui que

chillaba con un jadeo sensual que todo lo prometía, Tiqui levantándose y su

piel brillante, Tiqui recostada, cubriéndose los senos soberbios y dejando al

descubierto lo demás; todo demasiado lento, demasiado teatral y Alberto San

Pedro, que sin vista volvía la vista hacia mí, con desgano.

- Oye, quiero que hagas un libro sobre todo lo bueno que yo he hecho por este

barrio.

“Como en una película. Enano de mierda ¿Quién coño cree que es, Al

Capone?”

Decidí entonces ganarle por medio de esa sabiduría antiquísima que tenemos

nosotros los escritores y que nos hace tan selectos.

- Un libro lleva presupuesto- le dije.

- Claro que si Hemingway, nadie va a decirme después que el trabajo se cayó

por tacañerías mías- dijo, mirando otra vez descaradamente a la Tiqui.

- Voy a sacar bien la cuenta y después le doy el número

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- Claro Hemingway, después. Ahora nos vamos para que la señora pueda

vestirse.

Antes de salir, Pipe quitó la puerta de en medio, con tan mala suerte que el

tirón arrancó medio costado del cuarto.

No me dio tiempo explicarle al enano que soy poeta y no narrador. El

desgraciado no tenía idea de lo que son los planes editoriales, las fechas

topes, las evaluaciones negativas…

- ¿Cómo van a publicarme esa novela, si todavía no he podido sacar ni un libro

de poesía?- le pregunté a la Tiqui.

- ¡Eres un maricón!- fue su respuesta.

Esa tarde le entregué a Quiroga un poema que se titulaba “El gran escape“,

sobre un escritor que se fuga para la provincia de Oriente con el dinero que le

timó a un mafioso de barrio.

Pensé que veía por última vez mi casa o lo que quedaba del cuarto, un

cobertizo casi sin techo y un rayo de sol que entraba a empujones. Estuve allí

tanto tiempo que cuando el sol fue bajando la luz se fundía con las paredes y

mostraba todo azul, como el pelo de la loca.

La Tiqui estaba dentro. La miré y me di cuenta que la había visto muchas veces

pero que nunca nos habíamos mirado fijo tanto tiempo.

- Eso lo trajo Alberto- dijo, bajando la vista.

La loca enseña otra vez los dientes; es su expresión de que entiende todo.

Una presilladora, tres lapiceros y un puñado de hojas.

¡Adiós dinero. Adiós Oriente!

- Dice que mañana viene Pipe, para los detalles.

31
Y yo tuve la certeza que en mi cuarto y en mi cama habían pasado cosas que

no eran solo una presilladora y unas hojas.

- ¡Vete de aquí ahora mismo!- le dije a la Tiqui y ya no nos miramos nunca

más.

Me gustan las tardes porque te inmunizan contra las noches, contra el dolor y

el miedo.

Esa noche no le puse cadena y candado a la puerta.

Esa noche no fue como las otras, por el ritmo desigual que el hombre le pone al

tiempo.

Chachi.

- He buscado a Dios y aquí lo encuentro- susurró ella.

Bienaventurados los poetas, que convierten las ideas más lúgubres en un vals

murmurado.

Bienaventurados los poetas, que cubren lo horrible con la piel de lo bello.

Bienaventurados los poetas que sufren, aunque muy pronto serán

recompensados.

Malaventurados los que aman, porque no se imaginan lo que les espera.

Malaventurados los que creen, porque no podrán deshacer las fantasías

eróticas.

Malaventurado el enano San Pedro, que no tiene vértigo.

Azul suave, azul intenso.

- Las apuestas en el barrio están nueve a uno que no pasa de mañana a que

me cambien el nombre por el de Picadillo- le digo a la loca del pelo azul, que

sonríe, porque casi sabe.

32
Esta vez no le leo a Quiroga, pero pongo encima de la mesa para él mi primera

creación de narrativa.

No dejo que la loca me acompañe hasta la puerta del bar porque el tiempo y el

espacio contienen a este lugar. Si el espacio es el mismo y solo el tiempo en

que ocurrirá un hecho es el que decide, la espera es aburrida, más si ella

supone que será esta noche y ya conoce cuál va a ser el desenlace.

Horas, días, tal vez seremos trasplantados en otro siglo… pero ni siquiera la

libertad vale sin las tardes en lo de Quiroga.

- Leí lo que dejaste aquí la otra vez- me dice Quiroga al verme- ¡ahora si la

pegaste, Hemingway!

Azul suave, azul violento. No se oye nada del mundo afuera.

- Está muy bien escrito - prosigue- Pero dime una cosa, Hemingway, si todavía

no había pasado ¿cómo carajo tú sabías que esa noche el enano iba a tirarse

desnudo desde la azotea del edificio de la Palma?

Busco con la vista inútilmente a la loca. El aire que desplazan las bailarinas me

besa los ojos.

- Dame un vaso de té bien cargado de ron- le digo a Quiroga.

Como noto que vacila, agrego.

- Para redondear la deuda, sabes.

Y le pongo en la mano un billete nuevecito de veinte pesos.

33
LOS CABALLOS NO MERECEN EL CIELO

“Al menos si no amaneciera “, se dijo Luisi por enésima vez.

Abajo las hojas de los árboles no se movían, ningún viento las agitaba, como a

él. No había ruidos y el silencio era insoportable, pero para Luisi era mejor no

dormir que tomar pastillas.

“Yo no soy Caballo Blanco “, murmuró.

Miró a los lados. Todo eso lo había caminado con Vilma, su esposa, un día tras

otro; una fotografía gastada que conocía con los ojos cerrados, pues mientras

le acariciaba los senos y la rosa tibia estaba consciente de que algo muy

adentro se retorcía de soledad. Estaba cansado.

“Una ducha debe aliviarme “, pensó.

Gotas frías como las palabras del mariconcito; la cara que puso cuando lo

obligó a bajarse del tractor. Debió ver algo en Luisi, no sé si fue el miedo a la

miseria o el desprecio a los demás.

Tenía la boca amarga, la cabeza pesada. Vilma asomó dentro del baño.

- ¿Por qué bañándote a estas horas?

- Hace calor

- ¿Calor a las tres de la mañana?

“¿Cómo puedo hablar con ella así de cualquier cosa; la hora, el baño, el frío....

“, pensó.

- Contéstame - dijo ella.

- Estaba pensando.

- ¿En qué? ¿En lo que me estuviste haciendo?

- No te he hecho nada, dormía, tengo calor y me di una ducha.

34
- ¿Estás seguro?

“¿Cómo voy a estarlo? “, se dijo Luisi.

“¡Que sed! “, pensó, “necesito algo fresco“. Pero no; besos y apretones para

demostrarle a Vilma que no escapó en la noche; después se movió rápido,

suave para dejar bien claro que tenía calor y por eso se dio la ducha.

- ¿Qué hablas? - preguntó Vilma.

- No he abierto la boca.

Mejor así. Probable lo interpretase mal y además haría bien en interpretar mal

las voces; no quería que oyese a toda esa gente que no lo dejaba, de pronto se

detenían, miraban a los lados y después volvían a arrancar, hablando siempre

lo mismo: lo que soñaron ser y la mierda que eran.

“Que llegue “, se dijo Luisi: la idea de la liberación, la muerte o como se

llamara. Porque para él, el gran problema era que no podía vaciarse rápido en

Vilma, así como toda esa gente de su cabeza creía que sus problemas eran los

Grandes Problemas y lo que pasaba era que a nadie le importaba un carajo lo

que les sucedía.

- ¡Ay, Dios! - dijo Vilma.

Las personas de su tiempo todavía creían y temían. Luisi tenía aparte de Dios,

la Virgen y todos los Santos una cantidad grandísima de seres a quienes

tenerles miedo - el güije, el babujal, pide sangre, el loco, la madre de agua -

sus padres los llamaban según la maldad que él estuviese haciendo. Su hijo

Raulín estaba libre, solo tenía a su madre, la maestra, a él..... ¿a él? Para

colmo ya nada era igual con su hijo, no después de aquel encuentro en el

terraplén. A veces lo miraba con cariño, a veces con rabia. Parecía otro.

“Caballo Blanco”

35
Entonces hizo conciencia de que estaban hablando a través de su boca. Algo

estaba muriendo, también lo que tenía dentro de Vilma; a ella se le llenaron los

ojos de lágrimas. Le dio lástima y un poco de miedo. Si, un poco de eso le dio

aquel día o un calambre o dolor o mal presentimiento cuando el muy yegua en

el tractor le dijo: “Usted parece diferente”.

- Sabes que el niño no quiere llevar merienda a la escuela - dijo Vilma al rato,

secándose los ojos.

- No me digas.

- Parece que comentaron algo, que los otros padres no tienen lo que nosotros o

vaya usted a saber.

- ¡Que problema !

- Debes resolver eso.

- ¿Qué voy a hacer?

- No sé, quizás si hablaras con la maestra....

Vilma, el niño, la escuela la maestra, la escuela, el niño, Vilma, el niño....

“¿Qué estaba haciendo? “ Ah sí, se demostraba que todo estaba bien, que era

un triunfador y que su vida era solo rutina.... “menos anteayer “, se dijo. Ese día

él venía de la granjita de Lorenzo con un viaje de cangres de yucas y en el

camino se encontró al tipo o lo que fuera. Al principio lo confundió, más por la

pintura, pero cuando se sentó en el tractor vio que tenía el pecho plano y la

cara afeitada.

-¿Usted es de aquí?”, le preguntó.

“Así mismo es”

“No me lo pareció”.

“¿Por qué?”

36
“Luce diferente, no como los hombres que he visto en Dos Amigos”.

Tuvo la certeza de estar indefenso y por eso se abrazó a Vilma y la besó,

sin hipocresías.

- ¿Vas a desquitarte?- preguntó ella- no soy tu trapo ni plato de segunda

mesa.

- No es eso.

“No lo fue aquel día”, pensó, pero cuando le dijo que era diferente se puso

nervioso. Además no resistía la rozadera en el muslo. Dejó de respirar y el

tractor como hoja en remolino. Por suerte el ave no habló más y entonces

cuando iban llegando a casa de Tinajón sin Cuello apagó el motor.

“Bájate aquí mismo, le dijo. “¡Qué te tires!”

Debían ser casi las cuatro de la mañana.

- ¡Dios mío! - repitió Vilma.

¿Pero Luisi a quién iba a llamar? Al menos si fuera como antes. Desde niño

creía en El. Por las noches se arrodillaba en la oscuridad a rogarle para que su

padre dejara la bebida y que los Reyes Magos le trajeran buenos juguetes;

pero en la mañana al meter la mano debajo de la cama Melchor, Gaspar y

Baltasar no le habían dejado nada, solo el tibor de orina y el vómito apestoso

de su padre.

“¡Al fin! “, se alegró.

Se bajó de la cama.

- ¿Qué haces ahora? - preguntó Vilma.

“¿Qué diablos iba a hacer con esa pudrición, con ese desespero? “

- Fui a tomar agua - contestó.

- Tomando agua y hablando solo.

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- ¿Qué dices? No estoy loco.

- Estás muy extraño desde hace unos días. No me mires así

- Te miro como siempre.

- No es como siempre.

- Voy a ver al niño - continuó él.

Su hijo dormía abrazado al soldadito Chino con la ametralladora. ¿Qué dirían

sus amigos si supieran que con once años tenía miedo dormir solo? Luisi

tendría poco más que eso y ya se la rifaba en la calle llevando de un lado a otro

paquetes “ calientes “, vendiendo pastillas, consumados de campanas y

apuntando alguna que otra lista de bolita. No llegaba a dieciséis cuando su

primo Isidro, el de Ciego de Ávila, lo invitó a la placa. “Te voy a enseñar a

ganarte el baro fácil “, le dijo. Vestidos los dos aquella noche que ni para qué;

se colaron dónde estaba la disco- móvil. Allí la laguna estaba suelta. Isidro

empezó a pintarle a un pato durito, con unas sortijas en los dedos. Él se dio

cuenta y vino hacia ellos meneándose más que una zaranda y con un cigarro

en la mano:

“¿Me dan candela? “, dijo, y entonces Isidro le contestó:

“Candela no tenemos, loca, pero si buscas otra cosa mi primo aquí presente,

te puede dar la tranca más grande que hayas visto en tu vida“.

Ya eran las seis de la mañana.

Fue otra vez al cuarto de Raulín y lo despertó suavecito.

Lo despertó suave y no como su padre aquella madrugada que casi tumba la

puerta y a él si lo tumbó de un manotazo: “Caballo Blanco, sobugarrón, te dicen

Caballo Blanco...“, gritaba dándole patadas en el pecho, en la cabeza, donde

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quiso. Después se agachó en el suelo a vomitar porque como siempre estaba

borracho.

“Ya no tengo hijo coño, eres bagazo....”. El viejo lo pateó duro y él tuvo que

aguantar callado lo de Caballo Blanco, aunque como siempre andaba

desencaminado, porque Isidro y él hacía mucho tiempo que no pinchaban a

ningún pájaro; ya no les hacía falta. Tenían la casa preparada como casa de

citas y lo de ellos era solo cobrar. Caro, eso sí, porque ¿en que otro lugar los

alados y las lesbianas podían compartir, tener relaciones y todo lo demás y

sentir que los trataban con respeto? Caballo por lo de él con los maricones y

Blanco por el color de la piel. El caso fue que cuando Isidro llegó ya Luisi tenía

las cosas recogidas. “¿A dónde vas? “, le preguntó.

“A Santiago de Cuba”, y cogió para Villa Clara.

Allí en Dos Amigos nadie lo conocía realmente, tenía una familia, un

apartamento en el pueblo, un buen trabajo y hasta un tractor particular; ya no

era Caballo Blanco.

- ¡Ya no soy caballo blanco! - gritó

- Papi ¿qué tú dices? - preguntó el niño.

- Nada, que un día vamos a pasear a caballo. Apúrate.

Vilma entró corriendo al cuarto.

- ¿Qué es esa gritería del caballo blanco?

- Estábamos jugando - respondió él.

Los viejos, Luisi chiquito, Isidro, Caballo Blanco, él otra vez, los gansos que no

le dejaban tranquila la cabeza, Vilma, Raulín, el otro ganso del terraplén...Se

apretó la cabeza con las manos.

“¡¿Qué es esto mi madre?! “, pensó.

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Cuando retiró las manos Vilma y Raulín estaban abrazados, los dos pares de

ojos fijos en él. Montones de veces lo había visto en otras caras, el miedo...

- Ya estoy mejor - afirmó

Y era que de toda aquella confusión quedaban solo los tres, era como si por

dentro algo se rompiera y de esa rotura estaban surgiendo ellos, aprisa....

aprisa.

- Vilma- la llamó.

Tenía que entenderlo porque para algo era su mujer. Quería decirle que lo que

tenían no era de ellos; la casa, lo de dentro, nada. Todo lo ganó Caballo Blanco

con su rabo; pero él también tenía que entender su desconfianza, ella se

preguntaría: ¿Por qué ese tal Caballo Blanco le daría tantas cosas? ¿Qué le

iba a responder?

El alma se le vino abajo, iba a explicarle que el pasado acabó y que iban a

empezar de nuevo, desde cero, como quien dice, pero antes de abrir la boca le

surgió la duda de si tenía derecho a hacerlos pasar hambre y necesidades, sin

siquiera un techo donde guarecerse; aunque si se pusiera a tiro algún

negocito.... pero si se torcía otra vez ¿qué base tenía lo que iba a hacer?

“¡Ay! “, se apretó otra vez la cabeza.

- Vilm - dijo al fin, acercándose - yo no soy Caballo Blanco.

Ella le pasó la mano por la cara, él le acarició el pelo largo y ondulado.

- Oye- repitió - es que yo no soy Caballo Blanco.

- Claro, claro, tú no eres Caballo Blanco.

- Atiende para acá - dijo, animado porque ya las cosas habían empezado a

salir- no podemos quedarnos en este lugar ni con la casa. Nos vamos de aquí

adonde nadie nos conozca.

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- ¿Qué estás pensando, vender lo nuestro?

- No. No quiero ese dinero. Ahora mismo cogemos carretera los tres.

Vilma caminó hacia atrás, Luisi se quedó con los brazos en alto.

- Tú no estás bien de la cabeza - dijo Vilma.

El dejó caer los brazos.

- Eran locuras mías, muchacha. Y ahora apúrense que les va a coger tarde.

Cuando escuchó cerrarse la puerta de la sala se acercó a la ventana y la abrió.

Allá abajo aparte de Vilma y Raulín nada se movía, había tanta paz y él estaba

tan cansado.... tan cansado.

- Yo no soy Caballo Blanco - dijo, inclinándose cada vez más sobre el marco de

la ventana.

Y cerró los ojos como si con eso pudiera apagar las luces del día.

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LA ÚLTIMA HISTORIETA

Cierro los ojos y me veo chiquito, viviendo todavía en Granadillo Viejo; mis

hermanos, mis padres y los abuelos con una vejez tan cansada y tranquila que

ni siquiera el tiempo rejuvenece. También había un baúl en el cuarto – donde

todo era permitido – y un espejo grande, decíamos las palabras mágicas frente

a él y al otro día dentro del baúl aparecían juguetes. El muro de las imágenes

se evapora envuelto en humo.

-Hay que apurarse- digo.

“Los tres mosqueperros”: Viruta, Varón, mi hermano y el Guajiro que es el

marido de mi sobrina Gudelita. Ellos se me han adelantado pero aún no los

distingo.

El camino se adentra en el monte y ambos lados los matorrales y las hierbas

empiezan a cambiar. Esto es Granadillo Viejo.

Ayer estaban abundantes aquí, pienso agachándome.

Hemos andado kilómetros y lo único visto son rastros de los animales en la

tierra, nada más.

¡Mala suerte!, como diría el capitán Galán en su lucha contra los malvados de

las Galaxias. Ni él mismo conoce la forma de detener a los marcianos. Cuando

parece que ha acabado con ellos, al otro día vuelven con nuevas tretas.

“Todavía se fastidia la javita”, pienso.

Yo vivo en una casita detrás de la de los viejos – difuntos ya – y trabajo de

auxiliar de producción en el Molino de piedras de José. Los domingos me voy

de caza o a pescar y es entonces que nos satisfacemos de verdad y mi mujer,

que es obrera de la cooperativa de Cuquín, se permite conversar un rato con

las vecinas.

42
A mí esos diálogos no me hacen falta, lo mío son los muñequitos: en el

televisor, los libros o cualquier periódico cómico. A cada rato tiro una mano con

Miguelito el Chino, en el maíz o los frijoles, a treinta pesos el día y el almuerzo.

«Nadie en este país gana eso», dice él, pero con todo nunca salgo del

subdesarrollo ¿Quién entiende?

De los que vamos yo soy el que más conocimiento tiene del monte y me

entretengo sacando unos cangrejos de la cueva, mis dedos prendidos a los

suyos, movimiento que no conducen a ningún lugar sino a una larga, dolorosa

espera. El caso es que al rato ya no veo a los otros.

-¡Eh, Varón!

Pero en vano, solo me responde el chirrido de las esperanzas y el piar de los

pájaros.

Allá ellos que son los que van a virar vacíos.

De vez en cuando me detengo y escucho. Tomo de nuevo el rumbo. Nada. Ya

el sol va de mediodía abajo y lo que tengo en el saco son diez o doce

cangrejos y unos huevos de yaguasa. Lo que me queda es regresar abriendo

camino, pero cuando más apurado se está menos se avanza; me enredo con

los bejucos y el marabú y al final tengo que valerme del cuchillo.

-¡Eh, Varón, Viruta!

Parece que responden muy lejos. Me detengo… silencio. Con unos tajos más

acabo de liberarme de la bejuquera. Mi ropa es un ripio y tengo el cuerpo lleno

de arañazos, una navaja de verraco me ha cortado la mano, pero no siento el

dolor porque tengo la sangre caliente. Para colmo llega el cansancio y al

quitarme el sudor de encima de los ojos puedo ver que ya he cruzado y

recruzado por el mismo lugar. Ando perdido.

43
Todo por la dichosa javita que ni siquiera es para mí o por el jueguito, me

lamento.

Busco asiento en una lometa de tierra. Al poco rato quiero levantarme, pero las

piernas se me enredan, huyen. No sé el tiempo que estuve ausente, más al

despertar tengo la impresión de que han pasado días, semanas. La conciencia

primero de la dureza del suelo, después la ardentía del sol en el pecho y en la

espalda.

Estoy casi muerto. Sí, porque veo una sombra deslizarse a mi orilla. Desde el

cielo una tiñosa me mira.

-¡Soy el abominable hombre de las nieves!- grito para asustarla.

Me levanto retardando el instante final, me obligo a pensar que voy a morir

cuando yo quiera y que los otros darán conmigo, aunque en el fondo sé que

cuando un hombre se pierde a sí mismo, cualquier forma de esperanza es la

mentira que le permite soportarse un poco más, siempre un poco más…

A mí alrededor, en el borde de la tarde sin tocarla están los sonidos; es difícil

distinguirlos, una especie de llanto del que de cuando en cuando se desprende

una nota que lo mismo puede ser de risa que de dolor ¡Solavaya, los perros

jíbaros!

El miedo me sube a la cabeza y todo lo que es mal presentimiento viene a la

mente.

La memoria y sus nombres apenas se distinguen, perdidos en el azul de esta

tarde dibujada por el mismo que coloreó el monte, las veredas, el estero… todo

en una intimidad que se confunde con presencias amenazadoras e invencibles.

Empiezan a agruparse los mosquitos. Arranco un gajo y ramalazos van y

ramalazos vienen. Intento refrescar los pensamientos y entre tanto meto la

44
mano en el bolsillo para sacar un tabaco. Pero, ¿cómo? Ni tabaco ni fósforos

¿Y el saco con los cangrejos? Todo se ha extraviado, mientras anduve dando

tumbos y rompiendo malezas. Junto con la noche se me viene encima el

abatimiento ¿Y ahora qué?

Ya ni diez ramajos dan abasto y por eso camino me meto dentro de un

lagunato, dejando afuera de la nariz para arriba.

Mi mujer debe estar muriéndose de angustia porque ya Varón y los otros de

seguro llevaron la noticia. Pero ¿quién más va a preocuparse?

Estos son mis pensamientos cuando algo da un coletazo en medio del agua.

-¿Qué fue eso?

Me acuerdo de El elefantito y el cocodrilo y de la Madre de agua que algunos

han visto por estos rumbos, por eso salgo a lo seco como un desenfrenado.

Así cuando la luna se levanta yo no sé si estoy lleno de ronchas o soy una sola

grandísima; agarro unas hojas de pelo de burro y me las meto en la boca. La

vista se aclara y vuelvo sentir la barriga pegada a la espalda.

Me acuesto boca abajo.

Los cangrejos eran el completo de la java que es para Félix, el jefe de

maquinaria del molino.

”Este es un tipo chévere”, yo me decía, porque a cada rato alguno de los

trabajadores le traía una javita y también por lo de la carretilla.

Ahora ya no siento los huesos apretados contra mí mismo, más bien un mareo

suave ¿Estaré engordando?

Vueltas y vueltas, ese algo dentro y fuera, aunque en todo alrededor no se ve

un alma.

45
Tengo el lugar completo para mí, nadie me vigila ni estoy obligado a nada, ni

siquiera empujo la carretilla de los escombros ni paso la escoba. Se acabó la

agonía por el dinero y la casa.

-¡Soy el Rey Rojo!

Grito y me golpeo el pecho como hacía Mafuca, el gorila de Nobi el africano.

¡Soy el Rey!, les advierto a los mosquitos que de seguro no han visto a Alicia

en el país de las maravillas, y sus picadas son como caricias.

Los demás ya lo saben.

Agradable sentarse en el límite de la oscuridad y la luz a contemplar los árboles

llenos de hojas, que se transformarán en cenizas de mis viajes de la casita al

molino, o lo que es igual desde la muerte hasta la propia muerte.

Según camina la noche las sombras van formando siluetas enemigas,

enredados en ellas me persiguen fantasmas, se acurrucan pedazos de algo

que se burla de mí: “¡ladrón, basura, guataca!”

Pedazos de algo, me doy ánimos, ni siquiera bestias. Las bestias son enteras y

violentas, pero estos son retazos, inofensivos payasos inútiles.

“¡Ladrón, basura, guataca!”, repiten y es que yo sé o’ creo saber que los

lugares y las gentes se alegran o sufren, pero al final serán siempre los

mismos, eternos, semejantes, procurando en vano lo que fue y que ya no es.

“No, no soy un ladrón ni un guataca coño. Soy un hombre y no aguanto más”.

Uno empieza a sacar en la carretilla dos o tres bloques debajo de los

escombros, al otro día un macito de cabillas jorobadas, luego coges más valor

y sale un saco cemento; al final nada más va una cápita de desperdicios y

debajo… el volcán.

46
Félix miraba y miraba sin abrir la boca. Quería explicarle que lo hacía por

necesidad, que con ciento cuarenta pesos al mes no se puede y mucho menos

con una casa cayéndoseme arriba; pero no lo hice porque tiene tremendo

carácter y si venía a ver me espantaba una sanción por la cabeza, cuando

mejor saliera.

“¡Tienes miedo, tienes miedo!”, susurran desde los árboles.

Pero no fue por esa impresión que me aconsejé con el Fabre, que es camaján

viejo en la maquinaria y se las sabe todas.

-Tienes que entrar en el juego- me dijo.

-¿Qué juego?

-El de las javitas, negro, o ¿tú eres comemierda?

No aguanto más y mil veces lo he dicho, pero hoy no aguanto más de verdad y

no es que esté desesperado sino esa cosa que se siente en el estómago, en el

pecho y después en la cabeza.

“¡Tienes miedo, tienes miedo!”, repiten.

Destellos blancos hechos de iluminaciones, risas naciendo del tiempo y el

desafío, pero también del desprecio y hasta del adiós. Me cubro los oídos con

las manos tratando de olvidar un pasado próximo por uno más antiguo.

-¡Soy un hombre y no le tengo miedo a nada!

Grito así por engaño. Le tengo pánico a la muerte, no tanto a esta que tengo

casi encima y que es solo el soplo de una brasa que se apaga; sino a la

grande, la cuenta de todas las chiquitas y que me ha obligado durante años a

empujar una vagoneta de suciedades, a robar bloques y sacos de cemento, a

arrastrarme como una lombriz detrás de Miguelito el Chino, a regalar una java a

cada rato.

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El sol me sorprende garabateando palabras en las que nunca había pensado

con la punta de un palo en el suelo.

Es bueno remover el olor a tierra, a plantío. Por eso no escucho las voces que

me llaman hasta que están muy cerca. Aprieto en mi mano el palo afilado.

-¡Constante! ¡Constante!- una y otra vez.

Son muchos. Después todo el monte es silencio, solo el chillido de una lechuza

y la añoranza y el recuerdo de mi gente.

¿Será posible que todos esos se hayan preocupado por mi suerte?

Sonrío hacia los árboles.

-Me buscan, no soy tan basura.

Oigo risas.

Las ideas se perdieron, sin formas, pero pegadas, apretadas a mí y ahora

irrumpen desde lo profundo de los tiempos, entre susurros apagados por el

retorno de los recuerdos.

“No hay regreso”, me digo.

Mis padres, los abuelos, el baúl… todo evaporado, fundido en gelatina oscura

de sentimientos.

-¡Constante! ¡Constante!- más cerca.

Imagino de qué se ríen. Encuentro muy rara esas voces.

Ya lo reconozco, ja, es un truco. Marcianos conquistando la tierra, ellos

penetran tu mente y forman los cuerpos y las voces de tus seres queridos; los

vi hacerlo en “Las aventuras de Matías Pérez”, de la revista “Pionero”.

Me oculto entre los matojos esperándolos. Nubes blancas y transparentes que

se tiñen de naranja y siguen sobre el fondo de otras grandes y moradas.

-¡CONSTANTE…!

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Deben existir cien mil formas de librarse de uno, pero ellos escogen la más

dolorosa.

Ya están a tiro.

-¡No quiero morir! – grito y me levanto con la lanza en alto.

Mi hermano Varón es el primero…

49
SINFONÍA EN YO MAYOR

Hay pueblos claros y pueblos oscuros. A diferencia de lo que la mayoría de la

gente cree, lo que decide son los accidentes, las cosas pequeñas. El mundo

nunca acaba aunque no puedan verlo.

Y como uno de esos seres especiales que usted nunca afirmó que existen,

pero que a veces deja entrever su presencia, yo tengo un plan maestro para

ascender al paraíso.

Y comparto su teoría acerca de que el concepto de vida no solo es aplicable a

aquello que nace, crece, se nutre y desarrolla.

La muerte también existe, como existe el temor al castigo social por un hecho o

un crimen que cometamos contra una persona aislada o un grupo de ellas.

¡Dios! El verdadero paraíso debe ser la impunidad.

Sería injusto conducirlo por las calles de Calabazar de Sagua sin proveerlo

antes de un conocimiento básico acerca de un lugar donde existen y no por

casualidad, los personajes de una narración tan material como el teniente

Ibraím Cascajal Torres.

Tampoco es necesaria la exageración hasta el preciosismo y sobrecargar su

mente con datos físicos y económicos sobre una comarca que se localiza a la

vuelta de la cabecera municipal, buscando al sur de la línea imaginaria que el

50
ex jefe de sector trazara caprichosamente en un mapa, para repartir a partes

iguales su universo conocido: Encrucijada y Calabazar de Sagua.

Será preciso extenderme un poco para que se entienda que este accidente de

la geopolítica caribeña colocó a mis coterráneos en una situación especial

respecto al gobierno y a todas las jerarquías, desde el Consejo Popular hasta

la cúspide.

Así, mi pueblo constituye un Estado dentro del propio Estado y un Estado

dentro de su propio municipio; no lo olvide.

En el mundo hay incontables pueblos, pero si se estudia profundamente la

cultura propia de cada uno, encontramos características similares y resultados

coincidentes en su proceso evolutivo.

Tenga en cuenta que como cualquier asentamiento comunitario, aquí conviven

gentes de todo tipo: buenos, malos, ricos y pobres… pero lo que realmente nos

hace especiales es que cada quien tiene una gracia.

Yo puedo oír el canto de la hierba.

Haciendo un poco de historia propia y remontándonos a un pasado no cercano,

aún no iba a la escuela y ya me pasaba horas con el oído pagado al pasto,

observando a la vez al fénix blanco que se levantaba de sus cenizas bajo la

forma de casas con techos de zinc acanalado y tejas.

La melodía verde era acompañada por el ruido de los vehículos, de las reses

que pacían o el chillido de las garzas al atardecer.

El “bobito de Mario”, comenzaron a llamarme.

Mario era mi padre y yo estrenaba apodo.

Según usted los recuerdos no son cognoscibles. Lo que perdura son

fragmentos de imágenes con un orden lógico dentro de nuestra mente. El

51
ordenamiento está determinado por el yo y por el ello, que son estados de

nuestra conciencia.

Y dije nuestra porque aunque no esté dentro de sus teorías es propio que en

lugares así la gente siempre tenga algo que esconder. Mi yo, por ejemplo, ha

tratado en secreto de superar la barrera que me han impuesto ellos, los que me

han frenado con los nombretes, y lo digo así en plural.

Nada mejor para conocer a una persona que un mote. El nombre te lo imponen

desde la cuna y en la mayoría de los casos no dice nada.

Aquí convivimos Cigarreta, Guayabito, Patas flacas, El Claria, Las Candiñas,

Nalgas secas, Compota, su hermano Remache, Felo la jaca, Jaboncillo, María

reverbero….y yo.

En lo particular no me hubiera molestado que me dijesen un sobrenombre, pero

tres o cuatro a la vez es tan denigrante e incómodo como pasar de escolar a

las Grandes ligas.

Por pudor no comentaré la infame lista que ha viajado conmigo junto a los

años. Permítame dar un salto en las estaciones hasta tres años después del

nacimiento de mi hermanita Cire, edad más que suficiente para que la

infortunada pudiera discernir entre el bien y la maldad.

Al parecer exacerbado su ego por un puñado de patanes- entre los que se

encontraban mis padres- que no paraban de alabar su inteligencia, se aficionó

perversamente a los libros. Simulando un cariño excesivo hacia mí, me

obligaba con sus caricias y mimos a buscar y leerle todos los cuentos que yo

encontraba.

52
Y le haré esta anécdota para que vea que tengo muchísimas pruebas de que

por siempre he sido víctima hasta de los vástagos menos importantes de mi

familia y mi poblado.

Cire la viborilla, sentía una predilección especial por una noveleta sobre un

pícaro ruso, de remoquete “No sabe nada” y para regocijo general llamaba así,

para reclamar a cada instante mi presencia.

A estas alturas ya la noticia de mi súper hermanita había volado fronteras hasta

la escuela, donde el Pelotón de fusilamiento- encabezado por el insoportable

niño Ibraim Cascajal- establecía acciones contra “el enemigo insólito”.

Su inteligencia le habrá indicado que el blanco diario de esas dolorosas

ejecuciones sumarias era siempre yo.

Así sin desearlo me vi envuelto en una historia infeliz de un final predecible: el

pueblo entero creía saber de un prodigio local que tenía un hermano con cinco

o seis alias, cuál de ellos más humillante.

A grandes propósitos grandes riegos. Al otro día en vez de ir a la escuela

caminé casi tres kilómetros campo adentro y me tendí sobre la hierba, parda en

su dolor.

Esa misma noche, en secreto, fue destruida por el fuego “Las Aventuras de no

sabe nada y sus amigos”. A la tarde siguiente al regresar de la escuela y

contemplar el deplorable estado de mi hermana y ante el asombro de mi familia

asumí lo que para ellos fue una decisión heroica: me comprometía a resolver el

misterio que envolvía la desaparición del maligno folleto.

Pero mi estado de gracias o sin nombretes duró muy poco; un vecino buen

samaritano apareció en mi casa, con otro ejemplar del libro.

53
El epíteto de Doctor Sherlock Culaso, que estuvo molestándome bastante

tiempo fue un juego de muchachos comparado con el desastre provocado por

un impresor de la Editorial “Gente Nueva”.

Había sido tanto el éxito del dichoso vademécum que la Empresa decidió

reimprimirlo y aquel ignorante pensó que era más comercial, o se equivocó,

aunque tal vez solo estaba bebido; el caso es que cambió el titulo original de

“No sabe nada y sus amigos” por el de “Nada sabe y sus amigos”. De esa

forma mudó de aires el pillín ruso y yo incorporé otro alias a la ya interminable

lista.

Tengo que alegar en mi defensa que si bien desde aquella época yo no era

bueno para algunas cosas como trabajos físicos, los juegos y las peleas

callejeras, si lo era en otras y ejemplifico con lo de contar historias fantásticas y

escuchar el canto de la hierba. Así se lo hice saber una noche a la familia

mientras cenábamos.

La cuchara de papá se quedó en el aire, exactamente entre la mesa y la boca.

- ¡Eso es cosa de putas!- gritó

- No te incomodes así en la mesa- le dijo mamá, pero mirándome fijamente.

- Oi puta- replicó Cire y yo sentí un olor conocido y denso.

Al otro día en clases Ibraim y los demás comenzaron a gritarme el apelativo,

disminuyendo ofensivamente el plato principal: ¡Putica! !Putica!

La maestra fingió enfadarse, pero yo creí ver como su pierna derecha se movía

al ritmo del coro.

Entonces yo juré para el futuro tomar desquite de ellos, y en particular de mi

enemigo más acérrimo, Ibraim Cascajal, a quien todavía no le apodaban

Cigarreta.

54
Inconscientemente me he extendido en una disquisición más amplia de lo que

pretendía, pero espero sabrá entenderme porque algo muy parecido le sucedió

a usted al escribir su libro: “Actos obsesivos y las prácticas religiosas” y

después de lo cual fue declarado Anticristo por la Iglesia católica. Usted dijo

públicamente que creía en Dios y se confesaba regularmente.

¿Acaso usted sabe lo que es tener deseos de algo y no poder hacerlo por

cosillas tan banales como la sociedad y la opinión ajena?

Yo le pregunto ¿Para qué confesar si Dios lo sabe todo?

Coincidirá conmigo en que lo mejor de lo malo es que pasa y lo peor de lo

bueno también es que pasa; mucho tiempo después de lo que le he contado

aún vivo en este pueblo, con un record Güinnes de nombretes y una

disposición tremenda a la venganza.

Me he dedicado a observar, y muy tranquilo, la vida en este pueblo. Durante

lustros me han dicho “Babosa”, hasta que se aburrieron.

Veinte años en que he esperado mi oportunidad de dar un salto fuera de las

burlas y las costumbres de todos los días, porque esas son dos formas de

locura colectiva que no pueden explicarse con razones.

En un pueblo oscuro encontrar la luz también es un mito.

Mis largas horas de análisis sobre la psicología y las ciencias me llevaron a

hacer un estudio de la sociedad local donde, y reafirmando mi teoría sobre la

falsedad de los nombres, una calabaza en el mercado cuesta diez pesos.

Como he demostrado en más de una ocasión me siento deudor de sus ideas y

como usted creo en el mejoramiento humano. Le confieso que hace varios

años intenté probar su tesis sobre el reconocimiento del talento individual y la

55
influencia del respeto social en la destrucción de los estigmas que acompañan

al hombre.

Me asocié, porque no encuentro otra palabra para describir aquella relación de

servidumbre con un artista llamado Maikel Casabuena, a quien todos

admiraban por sus libros y temían por su mal carácter y su lengua rápida y

mordaz.

Aquel escritorzuelo aprovechándose de mi disposición me hacía escardar las

hierbas de su patio, traerle los víveres de la bodega y ejecutar otros trabajos

físicos no menos denigrantes.

Mi aliado descendía por rama paterna de los Bartolos, nombre ilustre que

llevaba el fundador de una línea de dibujantes y paileros que exhibían como

bandera de lujo una larga lista de tíos y primos con los que en los primeros

tiempos me sentí emparentado.

Sucedía que por su carácter inestable mi tutor era propenso a incumplir sus

compromisos y promesas. Un año después de convertirme en su aprendiz no

me había enseñado a escribir ni una estrofa; en cambio había ganado

incontables enemigos entre el populacho consciente de que con él la pelea era

más difícil y por ello descargaban en mi persona toda la ira que sus embarques

le provocaban.

De esa manera poco elegante obtuve gratuitamente el apelativo de “Bartolina”

y ni siquiera el alejarme para siempre de aquella complicada familia, impedía

escuchar el ignominioso sobrenombre acompañado de un trozo de vianda seca

lanzado contra mi anatomía en plena calle.

Es necesario que le hable ahora de mi más encarnizado hostigador y no por

placer ni porque en su personalidad haya algo poético que subyugue la

56
imaginación; sino porque en su teoría usted hace alusión a la lucha y la unidad

de los contrarios por el dominio del cerebro y ejemplifica con una roca que se

ve forzada, por así decirlo, a hacer que brote la higuera.

Para no recordar solo sus defectos y sin pasar por alto la velocidad que solo el

fatalismo geográfico impidió llegara a ser el Figuerola calabaceño, el niño

Ibraim Cascajal Torres, alias Cigarreta, se había convertido en el diligente Jefe

de Sector policial de nuestro Consejo, famoso extra fronteras por su visión

efectiva de atrapar al cincuenta por ciento de los culpables y al cincuenta por

ciento de los inocentes de los delitos cometidos en el territorio.

Utilizando el azar y la probabilidad estadística como método, los pobladores

honestos injustamente inculpados tenían la oportunidad de librarse del castigo

mediante un juicio justo, mientras los culpables iban a parar irremisiblemente a

la cárcel.

Sin desviarnos del tema, a esa altura mi profundo conocimiento y meditación

de veinte años me habían indicado que lo único que permitiría que me librase

de los odiosos apelativos era diseñar un plan maestro.

Con su licencia, cito a un filósofo alemán que sé que de haber coincidido con

usted en tiempo y espacio, y perdóneme la frase: “habrían sacado candela”.

“Para lograr una Revolución social tienen que coincidir una serie de

condiciones objetivas y subjetivas”.

En la práctica entre ese plan maestro y yo había un montón de condiciones

subjetivas y una sola objetiva: Ibraim Cascajal, el Cigarreta, y todos aquellos

que me habían atacado y aún me agredían con saña, es decir la competencia

que aquello generaba.

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Según el diccionario de la lengua competencia significa emulación, y esta

encarna rivalidad, la que se traduce en pique y este en molestia, disgusto,

enojo, resentimiento, y el resentimiento no es más que antipatía, odio, rabia,

inquina, hostilidad y la hostilidad ¿quién no lo sabe?, es la guerra. La guerra,

según un destacado pensador chino, creo que llamado Confusio, es la

capacidad de desvirtuar al enemigo, o sea engañarlo.

Resumiendo, pues al parecer me he perdido un poco en disquisiciones; de solo

pensar en los odiosos aliases, inocentemente había caído en medio de una

conflagración encabezada por el taimado Cigarreta y para salir vivo de ella era

vital pasar a la ofensiva, empleando alguna estratagema propia de este

abominable e innecesario modo de destruirse los hombres.

Dice un viejo refrán que es mejor ver una sola vez a que te lo cuenten cien

veces.

Me di entonces a observar horas y horas la estación de policía, pasando por

delante de ella una y otra vez, mirando inteligentemente con el rabillo del ojo.

Tengo que decirle querido amigo, si es que me permite llamarlo así, que fue

uno de los peores momentos de mi existencia, pues nunca imaginé que el Jefe

de sector tuviese un sistema de contra inteligencia tan efectivo. Al parecer mi

plan había sido detectado desde los primeros momentos e informado por los

agentes secretos; el populacho se dio por llamarme Chivato, un apelativo

denigrante en grado sumo y que complicó sobremanera la ejecución de mi

plan, pues donde quiera que yo fuese me sentía blanco de innumerables ojos.

A esas alturas solo me quedaba una opción salvadora, echarme al suelo y

escuchar el canto de la hierba, ese sonido armonioso y delicado que me

58
permitía siempre salir ileso hasta de las situaciones más angustiantes. Pero

esa vez, hasta mi principal aliada permanecía muda.

Quiso entonces que la casualidad viniese en mi ayuda.

Para que entienda, entre mi pueblo y la cabecera municipal hay una vía férrea,

y pasada esta un terraplén que conduce directamente a la loma, que es como

los incultos llaman a esa porción de la Cordillera del Purio, unas elevaciones

gloriosas porque en épocas pasadas refugiaron a cimarrones y mambises. Lo

cierto es que en uno de los costados del camino que conduce al macizo existe

la casa y la finca de los Rundy, una familia dedicada a la siembra y a la cría de

vacas y cerdos.

Sucedió que en todo el municipio se extendió el rumor de que en la Cordillera

había sido visto un almiquí, una bestia casi prehistórica, parecida a un ratón

gigante con una coraza. Como prueba irrefutable de su existencia, durante tres

noches seguidas aparecieron descortezados varios árboles cercanos a la casa

de los Rundy y hasta en la misma elevación.

Quizás motivados por la curiosidad, o acuciados por el hambre, en el pueblo se

dispusieron numerosas partidas de caza. Dos días después había tanta gente

tras la bestia que fue necesaria la intervención de la policía.

Pasados tres días con tres noches, civiles y militares se sentían exhaustos, y

no había el mínimo rastro del animalejo. Al jefe de sector Ibraim Carvajal le

tocó comunicar que eliminado el peligro, el Delegado del Ministerio ordenaba el

retiro inmediato de la loma a todas las fuerzas bajo su mando.

Pero el Delegado nunca dijo que no se dejase a varios hombres frente a casa

de los Rundy, jamás ordenó que el jeep de la guardia Operativa no se quedara

59
apostado junto a la vía férrea, nunca dijo explícitamente que aquella partida de

soldados extenuados se marchase de la zona.

Después se demostraría que la mala interpretación de la orden del Delegado

por parte del teniente Ibraim Carvajal, alias Cigarreta, provocó el desastre en

que se vio menoscabado el prestigio de toda la policía del territorio. ¿Quién

diablos era él para pasar por encima de una orden superior y extralimitarse en

sus funciones? También se demostraría más adelante que los troncos pelados

no fueron hechos por los dientes del bruto acorazado, si no por cuchillos

puestos en las manos de varios hábiles ladrones.

También fue claro, que esa actitud errónea por parte del oficial era lo que los

delincuentes esperaban, y habían planificado, pues cuando por aquel

lamentable error de concepto fue retirado todo el operativo, ellos

tranquilamente robaron una puerca de casi quinientas libras que poseían los

Rundy, y salieron como pedros por su casas, pues no había policías frente a la

casa de los Rundy, el jeep de la guardia operativa no estaba apostado junto a

la vía férrea, y los agentes ya se encontraban a kilómetros de la zona de

riesgo.

Hay policías malos y policías buenos. Ibraim Carvajal, el Cigarreta, era un muy

mal policía. Pero Calabazar de Sagua no olvidaba a sus hijos, por graves que

fueran los errores cometidos, así que pese a todo el oficial no fue despedido de

un puntapié en el fondillo, ni salió cabizbajo, por la puerta trasera.

Es decir que el flamante ex teniente Ibraim Cascajal recibió una importante y

delicada misión, por tiempo indefinido debería frenar su velocidad de

respuesta ante los delitos e indisciplinas sociales y se convertiría en un obrero

agrícola de la Finca productiva de la Empresa ganadera del municipio, donde

60
se jugaba el futuro de este, pues eso de la leche, los boniatos y las calabazas

se había convertido de la noche a la mañana en un asunto de Seguridad

Nacional.

Así para reafirmar más su papel de agente secreto, Cascajal cambió hasta sus

conversaciones. Si antes se le veía preocupado por los desfalcos y las

contravenciones de los preceptos del Código Penal, ahora se le escuchaba

enzarzado en discusiones tan banales como ¿cuál era mejor al paladar, el frijol

mantequilla o el colorado?

En fin, que sacado momentáneamente del camino el más peligroso de mis

enemigos vigilantes, no me quedaba otra cosa que hacer que esperar la del yo,

que en italiano, ese bello idioma que esconde los más caros deseos del alma,

se traduciría como “la mía”.

Hablándole en lenguaje claro, como usted recomendaría a sus lectores y

discípulos, después de transcurrido el inicio y el desarrollo, a mi plan maestro

solo le faltaba el clímax.

Resuelto el problema de la explicación acertada para llegar al entendimiento o

comunión perfecta de los sentimientos suyos y los míos, le pido permiso para

que, con todo respeto, se traslade conmigo al tiempo presente.

Llevo meses, o años, tendido en la hierba- pues ya no logro discurrir bien el

paso del tiempo- escuchando su canto. A cada rato saco un espejito del bolsillo

y observo que mi pelo se ha encanecido y mi rostro delgado en extremo, se ha

llenado de arrugas.

Primero había muchísimas personas a mi alrededor, que se asombraban de

que yo pudiese resistir tanto tiempo inmóvil, sin necesidad de efectuar esas

funciones que ellos creen vitales, como comer, dormir y defecar. Hasta hubo un

61
profesor de anatomía comparada que dio una clase junto a mí, tomándome de

ejemplo, hiriendo mis puntos vitales con una vara de madera dura. “Muerto

clínicamente vegetativo”, dijo, endosándome quizás el último nombrete,

odiosamente uno de los más largos.

Luego el populacho se aburrió. Primero la multitud se convirtió en grupos de

personas, después de vez en vez alguien traía a un visitante curioso para que

observara a aquel raro “fenómeno local”. Más adelante la gente pasaba por mi

lado y era como si yo no existiera.

No sé qué ha sido del Cigarreta, de mis padres, de mi hermana Cire, de la

maestra y los demás. Pero sé que los veré pronto. Ya imagino su sorpresa.

Antes ellos venían tratando de disuadirme hipócritamente, rogando incluso que

yo me levantase, con no menos insinceras promesas y amenazas sobre lo que

podría suceder con mi salud y mi suerte. Pero yo solo permanecía con los ojos

cerrados. Después se cansaron también. Como usted sabe, ante el peligro

todos tenemos un sexto sentido.

¡Al fin me he quedado solo!

Ahora nadie me ve, nadie me oye. Soy invisible, soy incorpóreo. Para ellos yo

no soy materia. Soy nada

Si, amigo Siegmund Freud. Este es el desenlace de mi plan maestro para

llegar al paraíso, es decir librarme de los espantosos motes. Ha llegado la mía.

Ahora puedo matar impunemente al Cigarreta.

¡Ahora puedo matarlos a todos!

62
SUCESOS DE LA CALLE

No difiere de otras. La conozco.

La Calle es un arma lista a dispararte siempre que te pongas en su colimador,

por eso mejor no la tientes. Digo más, la violencia es una forma de provocarla.

Y estoy hablando de violación total, rotunda, en la que no te tocan y que se

desborda en la posesión y la ruptura de tu inocencia; algo como un peso o un

derrumbe, esa que se supone o incluye centro de un orden, como la idea

misma del dolor, la nostalgia o el hastío.

Para los que no la conocen La Calle es solo un espacio cualquiera y no les

preocupa que pueda estar apuntándoles. Eso es lo que ella ha estado haciendo

todo este tiempo una y otra vez, en el centro de un sueño que desborda un

posible tiempo o mundo.

Estoy acostado sobre ella, soy alguien que flota en su corriente. A veces no me

viola, incansable lo hace todo el otro tiempo. El rencor se desborda tibio porque

me gusta. Me gusta que beba con el suyo la plenitud de mi sexo, esa frialdad

que me va llenando de rápidas olas de sangre y rabia. Me gusta que me

arranque de golpe la inocencia que como un don me ha ofrecido la naturaleza.

Entonces me olvido, solo unos segundos, porque la confusión de momentos,

deliciosa y angustiada en esencia no es violación.

63
A veces las historias vienen y otras es uno quien va tras ellas. El Claria era de

esos tipos que hacían que las historias te llegaran, pero que en realidad nunca

se sabía de qué lado estaba.

No recuerdo si dije que yo soy el jefe de Sector de este Reparto y que el Claria

es grande, achinado, resbaladizo, oscuro, de cabeza chata y de grandes

bigotes; se mueve rapidísimo para cualquier zona de la ciudad y cuando da una

información tu nunca sabías si es por conciencia, despecho, para estar en

buenas con nosotros, esconder sus propios delitos o para “reventar” a alguien y

heredar su negocio.

El Claria me contó de aquel “encuentro cercano de tercer tipo”, inusual en

esta Calle, porque el Tite no permitía relajos ni jodederas allí.

Y el Tite, claro está, anteriormente como todos era un hombre insignificante,

pero negocio a negocio, centavo a centavo se había ido colando en la Calle y

cuando vine a abrir los ojos ya era demasiado para detonarlo en pedazos.

La Calle de la Sakenaf serpentea junto a la Escuela de la Defensa y el kiosco

de la Cadena hasta chocar por un lado con la Avenida que venía del Hospital

Materno y por el otro la del Hospital Nuevo. Lo que es efectivo es que en ese

Sector se encuentra una fábrica de sacos, la Escuela de Medicina, una Escuela

Militar de la Defensa, una Shopping, el Hospital Materno y el Hospital Nuevo;

todo ello suficiente para nacer, caminar, prepararte para la guerra, estudiar

para salvar vidas, gastar los cuatro centavos que ganas y curarte o morir si

fuese necesario.

Hay una frase típica del argot popular y que en los tiempos que corren se

escucha todavía en cada grupúsculo de delincuentes de poca monta,

disidentes, pervertidos sexuales o nuevos ricos.

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Según el Claria un día llegó a La Calle, una permuta triple, venta oculta o

cualquier otro artilugio legal que lo libraba de la infracción de la Ley General de

la Vivienda. Jottavich.

El nuevo vecino era un peso completo con cutis rosado y manos bien

cuidadas. Hacía gimnasia matinal, ejercicios con pesas en el Socarrás y

entrenamiento de jiujitsu, que es una mezcla temible de todas las demás artes

marciales conocidas y hasta desconocidas por un profesor Chino que según

algunos era un monje escapado de Shaolín y según otros no tenía nada de

monje ni de chino.

Vegetariano empedernido que solo violaba su dieta para devorar dos

suculentos bistecs de res desgrasados en las comidas y dos veces por semana

que se entretenía bebiendo varias cervezas con la niña o el niño de turno.

Porque Jottavich, con su bella barba, además de prestamista al por mayor que

arreglaba personalmente cualquier violación del código ético del garrotero,

tenía un vicio sexual, le gustaban los niños.

Me contaría el Claria que Jottavich fue a vivir a La Calle, precisamente en la

casa donde vivió Francia.

Francia era el director de la Empresa de Proyectos del Minaz ; un tipo chévere

que siempre andaba arrancado, pero que era el toque de distinción y respeto

de La Calle y el único hombre verdaderamente intocable para el Tite.

Un buen día vieron un camión frente a la casa de Francia, cargando con la

mudada en la cama - casi todo libros - media hora después una rastra con

vikingo bajaba otra mudada en la misma casa. Francia iba para la Habana

promovido y Jottavich aparecía en la calle.

65
Si bien Francia era director de Empresa y lo representaba, aquel Hércules de

larga barba, parecía un embajador.

Tres días después ya el Tite sabía hasta la hora del nacimiento del nuevo

vecino y este perdía así su inmunidad diplomática. No obstante tuvo para con

el una deferencia últimamente no vista; fue personalmente a su casa.

El conurbano lo recibió en la puerta y gracias a ese garrafal error de concepto,

aquella conversación pudo ser registrada en los anales de La Calle.

A través de la abertura Tite observaba los cambios operados en el interior de

la vivienda en solo tres días. Un ingenuo orgullo iluminaba el rostro del

ocupante al que los cabellos negros y el rostro pálido otorgaban un vestigio de

vanidad.

- Mi nombre es Tite - dijo, presentándose.

El colindante permaneció impasible, dejando caer en la cara del otro su mirada.

- Este es un vecindario seguro, donde no se permiten indisciplinas.- continuó.

Jottavich quería recordar donde había visto antes aquel semblante;

reconstruyendo el camino de la memoria llegó hasta la galería de arte del

parque Vidal, penetró en sus salas y allí sobre el fondo de la pared contempló

la tela de “La Pasión Gris”, de Pineda. Sonrió al recuerdo y al rostro aquel del

cuadro.

- Para dejar las cosas bien claras- continuó el Tite - aquí no permitimos usura.

El otro no dijo nada, estaba tan sorprendido por el parecido y por la voz

extraordinariamente baja de aquel hombre que en cierto instante tuvo la

impresión de una luz, un dolor quizás.

- Personalmente no quiero niños dentro de esta casa, ni mariconería de ningún

tipo.

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Un sentimiento de humillación se difundía poco a poco por el inquilino. Salía del

fondo de su propio yo y a la antipatía se iba mezclando el rechazo que le

inspiraba aquel pelele.

Al otro lado de La Calle, sin base, de un clasicismo moderno, oscura y violenta,

aparecía ante él iluminada por el sol que el usurero evocaba candilejas de un

museo, una gigantesca estatua. Jorge el Mulo.

“A mí nadie me da órdenes”, iba a ripostar el prestamista.

Poco a poco algo muy amargo nacía en Jottavich, las palabras ascendían a sus

labios y él se esforzaba en sofocarlas. Comprendió que nada iba a ganar con la

violencia, que estaba solo, luchando contra algo imprevisible.

- Muy bien - dijo.

- Quizás algún día hagamos negocios - dijo el Tite.

- Quizás...

Esta conversación y otras de un color gris- incluso con esas manchas perla que

ostentaban los servicios fúnebres- fueron la base de uno de los consorcios más

fructíferos establecidos en La Calle y que conformaría meses más tarde el

embrión de la primera Empresa mixta callejera.

Quiso la casualidad- o la causalidad histórica - que al fronterizo se le ponchara

el carro- un Lada 2107 disfrazado de Zhepir- precisamente a dos cuadras de la

Escuela donde estudiaba la hija de Jorge el Mulo; quizás otras de las

casualidades fuese que cuando Yeyo la Garrapata cambiaba el neumático

pinchado, pasara junto a ellos la mulatita de diez años con formas incipientes.

Jottavich dormido seguía con la vista aquel movimiento rítmico y seco,

acompasado en miniatura.

El ponchero observó al prestamista, luego a la niña.

67
- Listo- dijo la Garrapata a aquel que le recordaba ya a otro silencio solo

interrumpido por el jadeo de su pecho.

Media hora después ya toda La Calle sabía- excepto el mismo usurero y el

monje Chino- que el primero era hombre muerto y que para la consumación del

hecho solo era necesario un encuentro con Jorge el mulo.

Nadie pudo explicarme porque la gente bautizó aquel encuentro como: “La

noche de los cuchillos largos”, si todo el mundo supo que fue a eso de las cinco

de la tarde, cuando el gimnasio de artes marciales estaba casi vacío y que

nadie usó cuchillos.

El Chino llamaba al gimnasio a esa hora el “colegium supremum”- decía que

eso era idioma chino- porque según el coincidía con la hora de la meditación en

Shaolín.

El pórtico de la entrada tiene dos columnas y detrás la puerta, sobre esta había

un cartel escrito en jeroglíficos y digo eso, porque aquella tarde Jorge el mulo lo

echó abajo junto con la misma.

El Chino y Jottavich estaban dentro meditando, pero según dicen otros

realmente elaboraban el acabado de un negocio de PPG con el administrador

de la farmacia de la esquina.

La puerta caída sonó como una bomba y Jorge en medio del polvo y los

escombros parecía un dinamitero.

El Chino dio un salto perfecto desde la oficina hasta frente al destructor;

durante unos segundos se miraron fijo, pupila con pupila.

-No es problema tuyo - susurró Jorge, como si masticase cada palabra.

-Estamos en el Condado, negro, esta no es tu Puta Calle- dijo el Chino,

adoptando una posición ofensiva.

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-No es cosa tuya- repitió el mulo, un poco más alto.

El medianero se mantuvo en la oficina, saboreando por anticipado la

venganza.

Podía disculpar que el Tite no le permitiera su actividad en La Calle por no

perder ventajas propias, pero jamás perdonaría la forma en que lo trataba, ni

que lo obligase a prestarle cantidades grandísimas de dinero a un interés de

risa y menos que ni siquiera se dignase a negociar personalmente con él, sino

que le enviaba las ordenes a través de su recadero de tercera, Jorge el mulo.

Escuchaba las palabras del mulo y del Chino con una satisfacción que no podía

ocultar. Entonces salió al salón y quizás para hacerlo participe de su propio

regocijo, dijo.

-No vayas a joderlo, Chino, que Jorge es amigo mío.

Un silencio parecía flotar en el aire y en su fondo se escuchaba solo la

respiración de Jorge.

Este avanzó un paso y el Chino hizo otro tanto. Jottavich sonriendo dijo:

-Ojo por ojo- y era como si con sus palabras le ofreciera al Chino un don

maravilloso; volvía a decir:

- Ojo por ojo- y los brazos y piernas del Chino se disparaban hacia delante.

Un grito de ataque. Y Jottavich que seguía diciendo:

-Ojo por ojo.

Nunca en la historia del jiujitsu se vieron combinaciones tan rápidas ni un

golpeo tan preciso en los puntos vitales. Fueron dos o tres minutos en que el

Chino dominaba a su antojo a un Jorge el mulo poco menos que indefenso.

Entonces comenzó a decaer el ritmo.

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En los febriles ojos del Chino, en su frente empapada, en todo el cuerpo

sacudido por un estremecimiento el prestamista percibía el agotamiento.

-Ojo por ojo- susurró el avariento, sintiendo como su voz se desvanecía,

dejando sin embargo en el aire el recuerdo de su presencia.

Tres segundos de vacilación en los que dudó entre socorrer al Chino o

intervenir imparcialmente, pero fue el tiempo suficiente para que el monje

lanzase una patada poco más lenta que las precedentes.

Jorge extendió sus manos como una flecha y le atrapó el pié. Luego sonrió,

volviendo ligeramente el rostro hacia Jottavich. Después con un movimiento

hizo girar a la vez sus manos en sentido opuesto; se escuchó un sonido

parecido al tintineo de un cristal al quebrarse y un grito.

La piel del Chino aparecía manchada de verde y blanco. Ni siquiera recordaría

como lo izaron por el cinto ni como fue lanzado hacia delante; un golpe y otro

quejido. Después el mulo volviéndose hacia el usurero como si reanudase una

conversación interrumpida le dijo:

- ¿Y ahora qué?

- ¡Le partiste la clavícula! - respondió Jottavich y proseguiría: - ¡¿Qué coño es

esto?! ¡¿Es por esa puta de Margarita?!

Y es que todas las historias de esta Calle son iguales.

Cuando la petite Margarite dejó de ser la beaux maitresses del Tite, para

convertirse otra vez en una amazona más de la Calle caída en desgracia, tuvo

que agarrar otra cosa, o como algunos comentaban, “aferrarse a lo que tuviese

más a mano”, es decir Jorge el mulo y Jottavich juntos.

70
Lo cierto que una noche Margarita desapareció y nunca más se supo de ella.

Pero una jinetera perdida más o menos, no es de las cosas que preocupan

mucho a la gente de este lugar.

- ¡¿Es por esa puta?!- preguntó Jottavich

- Créetelo - dijo Jorge.

Levantó las manos y avanzó un paso; pero con el usurero debería ser

diferente, no era un peso ligero como el Chino, sino un pesado doble ancho en

plenitud de forma, que además del jiujitsu conocía todas las mañas de la lucha

callejera y estaba armado de un tubo de cobre de un metro de largo y una

pulgada de grueso. Era amplísimo de hombros lo cual indicaba que ofrecía más

área y por ende mayor resistencia a los impactos.

Caía del techo una luz que se reflejaba en los equipos del gimnasio. Nada a no

ser el cuerpo del Chino, inmóvil en el piso recordaba la ruina que envolvía la

escena.

Flotaba en al aire. No era el olor que hacia el anochecer bajaba desde el

parque central a cualquiera de las callejuelas de la ciudad. No era el mismo de

los puestecitos particulares de venta de alimentos, ni el de los oscuros

callejones de barrio. No era aquel, hecho de las mil exhalaciones de las viejas

flores amontonadas.

Jorge el mulo vaciló, no podía matar a Jottavich - por sus negocios con el Tite,

claro - tampoco podía quebrarle una mano - el sistema empresarial del usurero

estaba montado en una serie de papelitos (Chicho dale esto a...., Neno toma

esto y mándame aquello, Ricardo resuelve a mi socio.....), ni una pierna -

¿cómo iba a trasladarse? - no podía siquiera dañarle la cabeza- ¿con qué

pensaría el hijo de puta?

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Jottavich percibió la duda en el mulo. No fue siquiera una decisión; avanzaba

desplazando el arma hacia atrás semejante a un bateador que buscara

distancia y seguido lanzó el tubazo a la cabeza del moreno.

Nunca sabría el efecto que produjo ese golpe, algo como un torpedo impactó

en su pecho y una luz, un reflejo rojo en un cielo oscuro y cien caballos

salvajes de la noche que corrían galopando a su encuentro.

Jorge recogió el arma del piso - estuvo a unos centímetros de romperle la

cabeza. Nunca se había destacado por su inteligencia, pero solo le bastaron

unos segundos para decidir lo que haría.

Si en ese momento alguien hubiera observado el rostro del mulo, quizás

imaginase equivocadamente que este sentía un singular placer. Pues si espió

hurgando por curiosidad en aquella escena de triunfo, dijera que fue un solo

golpe del tubo, una parábola que lanzaba su arco revelador sobre la compleja

naturaleza de Jottavich.

Después un grito del usurero. El sonido largo y vibrante que aumentando poco

a poco de volumen bajaba desde el gimnasio hacia los barrios bajos de la

ciudad, propagándose de casa en casa, de calle en calle hasta convertirse en

algo estridente y agudo.

Precisamente a Jorge se debe aquella frase que después formaría parte del

refranero popular y que hoy en día se escucha en cada grupo de delincuentes,

pervertidos, nuevos ricos o cualquier casa donde se debata de sobremesa

problemas económicos y sociales del momento.

Jorge prendió las luces, fue al baño para asearse un poco y después discaría

en el teléfono.

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He aquí uno de los actos más humanos que se recuerdan en las crónicas de La

Calle, porque como quedó demostrado posteriormente en el juicio, donde

lógicamente yo como máximo representante de la Ley en el Sector, acusé a

Jottavich y al Chino de oficio, Jorge actuaba en defensa propia y no tenía

obligación de prestarle auxilio a ninguno de sus dos agresores.

A varios segundos de pronunciar las históricas palabras marcó el número de

emergencias y hablando con voz falsamente afectada- para no ser reconocido-

dijo:

- Manden para acá una ambulancia especial que a Jottavich le rompieron los

cojones.

Y colgó.

MIREYA LA GORDA

Enrique Traqueteo se había casado con una muchacha de quien se enamoró a

la primera vez, junto al mar. Se enamoró de los caminos de Malena, la paz que

venía de sus ojos y la guerra que la pequeña trusa en su cuerpo no podía

ocultar.

Y así esperaba ansioso el momento en que terminaba el trabajo e iba a

reunirse con ella. Algunas veces se convertía en presente, otras se derretía…

Enrique era Jefe de los custodios del Establecimiento Porcino de la ciudad de

Santa Clara, pero no era un vigilante cualquiera, se había graduado en la

Escuela Nacional de Seguridad y protección con la máxima calificación. Había

sido el primer expediente de su curso. Todavía no le apodaban Traqueteo.

Con aquel historial, el recién graduado Enrique fue ubicado de Jefe de grupo

de custodios en el Cebadero Porcino Estatal, uno de los lugares más

73
conflictivos de patrullar de la ciudad y de donde se sabía salía un gran

porciento del pienso animal y de la carne de puerco que se traficaba en Santa

Clara.

Enrique tenía la voluntad, pero le faltaba experiencia. En menos de dos meses

diez custodios subordinados a él habían pedido la baja del centro, junto a dos

Jefes de turno de Producción y cuatro alimentadores de naves, porque Enrique

no era Trompeta. Agarraba a la gente “in iso factu” y les daba la oportunidad de

renunciar al trabajo sin llevarlos a proceso penal.

En cuatro meses, es decir el tiempo de una crianza y entrega de los cerdos al

matadero, la Unidad de Ceba Porcina de Santa Clara pasó a ser de las menos

eficientes a la mejor del país.

Era increíble, los cerdos alcanzaban los noventa kilos estipulados para el

comercio en menos de tres meses. Magia. Enrique era un mago.

Una noche, tuvo una visión; se veía caminar sin rumbo por las calles de la

ciudad, de repente perdía el equilibrio y caía en un charco que de pronto era

una poza oscura y profunda. Por alguna razón Enrique no podía mover los

brazos y las piernas, sumergido completamente. Después… el silencio.

Cuando la visión comenzó a repetirse Enrique se asustó. Pero cuando no pudo

hacer el amor a Malena, fue el desastre. Así, una y otra vez.

Una noche de aquellas que se volvían interminables Malena se levantó de la

cama, pero antes que él pudiera darse cuenta de su propio gesto ella se echó a

llorar. A su alrededor todo era silencio solo roto por los sollozos y el sonido

hueco del corazón de Enrique.

Él también se levantó, tembloroso.

Malena contuvo la respiración.

74
- Puedo esperar- dijo.

Enrique no respiraba ya. Su sexo se encogió aún más, aterrorizado

- ¿Esperar, que?

Ella miró fríamente a sus ojos vacilantes. Algo malvado, ávido y humillado en la

mujer hizo que Enrique empezase a comprender.

Esconder el rostro, huir por las calles, caer en un charco, hundido totalmente el

cuerpo en el agua oscura y en el silencio.

Era insoportable. El Cebadero había pasado a segundo plano, o a tercero, o a

cuarto… sin que se diera cuenta la disciplina que había impuesto con mano

férrea comenzó a resquebrajarse. Era cuestión de tiempo que la Unidad

volviese a ser lo que era.

Ajeno ya a los problemas productivos Enrique buscaba una explicación lógica a

sus complicaciones con Malena, pero no la encontraba; sin darse cuenta

comenzó a hacerse preguntas y a auto responderse en voz baja; cavilando

que al llegar a casa tomaría a Malena por los hombros, le acariciaba el cabello,

le hacía el amor...

Sus compañeros de trabajo y sus vecinos primero lo miraban curiosos, luego a

sus espaldas se burlaban de él. Así Enrique ganó el apodo hiriente de

Traqueteo.

Cuando se enteró de aquello, Enrique volcó toda la energía que no gastaba en

casa sobre el trabajo. Apenas salía de la Unidad, amanecía en ella, casi dormía

en ella, realizaba visitas sorpresivas en la madrugada. Un solo hombre tenía al

Cebadero Porcino de Santa Clara en estado de sitio.

Sabía que la mayoría de los miembros de la Unidad, incluyendo al Jefe lo

odiaban profundamente, pero por alguna razón uno de los custodios, Omarito,

75
comenzó a acercarse a él, venía a conversar incluso en sus días francos, hasta

le traía café de su casa y lo acompañaba a la mesa en el comedor a la hora del

almuerzo.

Lo cierto es que Enrique dejó de percibir el resentimiento de la gente sobre él

todo el tiempo.

Nunca comprendería porque lo hizo, quizás fue porque era domingo y había

pocas personas en el trabajo, o tal vez porque la brisa y el silencio del patio

hacían que todo pareciese más leve y flotante como una enseña blanca. Lo

cierto es que le contó a Omarito y ese fue el comienzo.

Después se arrepentiría de su momento de debilidad porque le pareció percibir

un brillo malévolo en los ojos oscuros de Omarito y una semi sonrisa de alivio

que distendía toda su cara.

Más la desconfianza de Enrique duró muy poco.

-Eso le pasa a cualquiera, no faltaba más- dijo Omarito, despertando la

expectación en Enrique, porque ante la magia de su voz era como si la solución

de aquel enorme problema fuese tan sencilla como tomarse un vaso de agua.

Pero no fue precisamente agua. Al otro día al salir del Cebadero fueron a beber

unos tragos en la taberna clandestina de Mireya la gorda, en el Condado.

Así los sorprendió la noche, levemente sumergidos los dos en los ojos claros

de la gorda, en su boca sonriente.

Un breve instante Enrique pensó que aquello no estaba bien, no era lógico que

una persona integrada como él se metiese en aquel lugar ilegal donde se

comerciaba con cosas robadas al Estado, pero solo fue un instante.

76
Mireya daba vueltas por la sala atendiendo personalmente a los clientes

sentados en unas banquetas de madera rústica, hasta que se detuvo frente a

ellos.

- ¿Qué le sucede a este tipo tan lindo?- preguntó ella, mirando a Enrique

directo a la cara- tiene una tristeza que le sale desde el fondo.

Hablaba en tercera persona como si no fuese con Enrique, tenía la voz

desgarrada y lo más extraño era que a él no le desagradaba en lo absoluto.

Las palabras de Mireya, sus ojos entrecerrados y la cabeza medio ladeada

daban la sensación de que llovía, todo mesclado levemente en la memoria con

el alcohol.

- No se le para- dijo Omarito con crudeza y fijó su vista en la gorda, una mirada

un par de segundos demasiada larga.

Mireya sonrió. Con una seguridad que asustaba.

- Tranquilo, eso no es nada, está muy tenso por todos los líos del trabajo.

Tiene que dejar un poco esa revertera detrás de la gente, porque esa Unidad

Porcina ya tiene su nombre y si sigue así entonces sí que se va a enfermar.

¿Quién le habría hablado a Mireya la gorda de su responsabilidad? ¿Ella era

adivina o qué?

La gorda le pasó la mano por la cabeza y Enrique frunció la frente ante la

caricia inesperada. De repente el ambiente y la mujer misma se destacaron en

su conciencia, engrandecidos en todos los detalles.

Y Mireya le levantó la barbilla, los ojos claros y tranquilos en la victoria, tal vez

incluso con un poco de simpatía.

- ¡Pastora!- llamó- atiende a la gente, que yo voy a estar ocupada.

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Enrique no tuvo tiempo de ver a la tal Pastora porque Mireya lo tomó de la

mano y caminaron hacia el cuarto, él cabizbajo, ella rotunda, moviendo su

cintura de un lado a otro, triunfante ya porque sabía lo que sucedería. De

pronto Enrique descubrió la insospechada potencia de aquel cuerpo y de

aquella mano tibia, posada como al descuido en la suya inquieta.

Había solo una mesita de noche en la habitación y una cama tendida con una

sábana blanca. Enrique tuvo deseos de acostarse en ella, cerrar los ojos y

dormir, dormir, dormir… sin que nada turbase su descanso.

Pero las cosas que habían estado serenas hasta ese momento cambiaron, la

luz iluminó el cuerpo desnudo de una Mireya de líneas dulcemente apagadas.

Un vértigo se apoderó de la cabeza de Enrique e hizo vacilar sus piernas.

Ella lo empujó sobre la cama y Enrique cayó hacia atrás. A girones Mireya le

arrancó la ropa.

Enrique sintió un calorcillo casi olvidado que le subía desde la planta de los

pies y se detenía alrededor de su vientre

La alegría le paralizó el corazón, le iluminó el cuerpo. La cubierta dura entre los

dedos de la mujer, entre sus labios ávidos. ¿Cómo hablar de las cosas que

existen y que no se habían probado nunca?

- Ahora te toca a ti, lindo- dijo ella, cambiando a la segunda persona del

singular.

Y Enrique bebió de su néctar, con los ojos cerrados, gloriosa ambrosía, sangre

de Dios.

- Ahora dame- dijo Mireya- dame, dame, dame…

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Y Enrique le dio, le dio, le dio… hasta el cansancio, con un gozo profundo,

mesclado con un ahogo en la garganta y con la imposibilidad de sollozar de

placer.

- Son cien pesos, mi ángel- dijo Mireya la gorda.

Los cuerpos aún desnudos humeaban dulcemente por los restos del incendio.

Después Enrique regresó a su casa. Malena estaba allí, otro paisaje extendido

sobre la cama, un hermoso conjunto que ocultaba las tormentas bajo la piel, un

aire traslúcido y el silencio atrapado suavemente en su ausencia.

Ni siquiera le reclamó por la ropa rota.

- Sabes- dijo él- fui al médico.

- ¿Y qué te dijo?- preguntó ella con desgano

- Que era cosa sicológica, que bastaba con que los dos nos lo propusiésemos

- ¿Solo eso, así tan sencillo?

- Bueno, no tan así, comprendes. Dijo que estoy muy estresado y que necesito

dejar un poco el lio que tengo detrás de la gente de la Unidad, que ya el Centro

Porcino tiene nombre, también me dijo que esta terapia de hoy había que

repetirla mañana y que tú y yo probáramos a hacerlo después de eso.

- Si- dijo ella con aprensión- pasado mañana será un buen día para intentarlo

de nuevo.

- Pasado mañana- dijo Enrique.

Y cerró los ojos para intentar sentirse acompañado por Malena, porque la

imagen de Mireya la gorda todavía se reflejaba en los mosaicos húmedos de su

mente.

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CALEIDOSCOPIO

La Ciudad duerme agitada por pesadillas. Las luces de la calle iluminan los

árboles junto a la cerca, si uno las mira las sombras se alargan y después

vuelven a achicarse, pero yo no lo hago.

No quiero ver a mi padre ni que me vea, no quiero escuchar, hablando una y

otra vez de cuando era joven, cuando trabajaba en la finca, de mamá.

- Todo está muerto- le diré

Ensayo frente al espejo. El rocío del aliento se desvanece ante su imagen, son

las lágrimas de dos personas con un espacio entre ellas; quiero romper el

espejo y ser una sola.

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Uno, dos…dos…dos…dos…uno,dos…dos. Los pasos de papá y aquel olor que

lo sigue.

Mis brazos y piernas son ramas torturadas, el cuerpo un tronco que se dobla, el

rostro hojas que se quejan hacia el silencio. No me reconocerá.

Ssss….sss…sss.

Mi padre es un gusano que se arrastra.

Huyo a la cama, apago la luz y todo duerme menos yo.

El espíritu malo de la oscuridad me busca, pero mis ojos abiertos le impiden

tocarme. Ahora ríe y se estira junto a mí entre las sábanas

- Vete- le digo

No me hace caso. Mis ojos se hinchan tanto que no ven nada.

Entonces se enciende la luz y el monstruo desaparece. Es Amaroq el lobo

quien me salva.

- ¿Duermes pequeña?- pregunta

Duerme el aire, las paredes, las ventanas.

- ¿Ya comiste?- vuelve a preguntar

- Si- le miento.

Me abraza. La gente dice que los come candelas cogen buches de alcohol y lo

tiran hacia las llamas. Él podría ser el único tragafuegos auténtico. No es

Amaroq, nunca haría eso.

- ¿Qué te pasa?

-Nada- respondo.

Suspira, luego otro y otro. Una cadena de suspiros que se mecen para luego

caerse.

- ¡Calla!- le grito

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Están cavando un agujero debajo de la cama.

Mi mano se levanta junto con el grito pero el hueco no se cierra.

Ahora me besa. Humedad, arrugo la nariz. Los besos me atraen como si

quisiera tragarme y devolver mi cuerpo cortado en pedazos.

Cierro los ojos. Papá se pierde y aparecen los muchachos en la escuela

“Tu papa es una mierda, es una mierda…”, bailando alrededor mío.

Ellos no lo saben y yo nunca se los voy a decir. Me tapo la cara con las manos.

Después la maestra en la clase mirando mis libretas.

“¿Qué es esto?”

Ella tampoco sabe nada.

Papá se levanta de la cama, la barba de varios días aún me lastima. Un dragón

rojo de cabeza iluminada por destellos verdes cuelga sobre mí.

-No seas más mierda papi- le digo

Escucho risas secretas, voces encapuchadas. Aprieta mi mano en la

suya. Un escalofrío recorre al dragón dormido como un latido de fiebre en un

sueño. Se va haciendo grande, grande y me sacude. Veo solo un globo rojo y

unas alas.

Al fin me libero. Ahora voy hacia arriba pisando paredes, de ellas cuelgan

orejas y narices, ofrendas clavadas por las hormigas al demonio de la cueva

para que no me devore.

Las palabras de papá como serpentinas. Ya no es una cueva, sino una

colmena de celdas blancas que respiran y caen gotas de lluvia con el sonido de

los pasos. Mis pies pisan capullos que se marchitan al tocarlos y derraman

lamentos: “Los padres de mis amigos no viven como tu; el resto de la gente no

es así…”

82
Pero yo apenas los oigo, la colmena me empuja hacia arriba, hacia arriba…

Caen gotas sobre mi cara, no es lluvia.

- Mi niña tu no me puedes comprender- susurra a mi oído el gato Basilio.

- Todo lo que hablan de ti es verdad.

- ¡Dios mío! - Hacia el arco iris contorneado contra el techo blanco.

Otra vez cierro los ojos.

Me despierta el ruido de cristales estallando en la sala. Los gemidos corren

bajo mis pies como un río.

Papá está inmóvil entre los trozos del espejo roto; se vuelve hacia mí con los

brazos abiertos y la mirada que atraviesa su interior y pone al descubierto el

alma.

Uno, dos, uno, dos.

Yo también voy hacia él.

PEDRO EL TORO

Pedro nació en el batey del ingenio “El Purio”, pegado a la costa norte de la

provincia de Villa Clara, y cuando abrió los ojos en lo primero que los fijó fue en

una guitarra polvorienta que tenía su padre encima del escaparate del cuarto.

Era un niño prodigio, nadie lo enseñó a tocar el instrumento, pero a esfuerzo

limpio se volvió artista y a los siete años ya tocaba con el combo de Amado. A

los diez su tocallo Pedrito Reyes se lo llevó para su combo, y después que

entró en él no había serenata, fiesta de 15 o velorio que no se amenizara con

ellos. Pedro el niño guitarrista hacía la diferencia.

83
Pero ocho años después, aún Pedro seguía añejado en el combo de Pedrito

Reyes, en el batey, y lo más lejos que había ido era a la Casa Comunal, o a la

Peña campesina de Roso Yánez. Y no era por falta de consejos, porque todas

las personas que lo oían tocar le sugerían lo mismo: “Vete para Santa Clara,

que allí te vas a abrir camino enseguida”.

Pedro tardó un par de años más en decidirse, primero tuvo que conocer la

urbe, y eso lo logró estudiando, porque cuando salió del Concentrado de “Ojo

de agua”, donde se estudiaba hasta grado doce, tomó la carrera de filología, y

esos estudios se hacían en La Universidad Central de Las Villas, que radicaba

en Santa Clara.

Así que un buen día echó sus cosas en una caja y guitarra al hombro se

marchó a la ciudad. Pero ya allí comprendió que una cosa es decir y otra muy

diferente es hacer, así que a primeras no consiguió trabajo de músico, ninguna

agrupación de la urbe se fijó en él.

Para empezar, con su inteligencia natural comprendió que había que estar

cerca de la fuente de ingresos y por eso salió de la habitación colectiva de la

beca que tenía en la Universidad y se mudó al barrio de La Chirusa, a un

cuartucho medio podrido, de tablas y cartones viejos junto al rio Bélico, que

hacía tiempo había abandonado el Peque La rata, quien se fue del aire

después de una fenomenal borrachera de tres días.

Ya a esa altura Pedro se había convertido en alguien sumamente desconfiado

y complejista. Sus vecinos lo evitaban, no querían tratos con una persona

rencorosa, de origen oscuro y que económicamente nada les aportaba.

Más un día llegó la recompensa; Pedro subió. Estudiaba por el día en la

Universidad, por la noche tocaba con su guitarra en cualquier parte y luego

84
pasaba el sombrero. Poco a poco, kilo a kilo fue reuniendo hasta que pudo

escapar de la proximidad de las aguas pestilentes de La Chirusa y pagarse el

alquiler de un cuarto en un callejón del barrio de América Latina.

Aun así la mejora no fue mucha para él y al joven saltimbanqui le parecía que

estaba en medio de una conflagración y que esta iba a seguirlo donde fuese.

No se adaptaba a la urbe. Aquejado de una profunda depresión a ello se sumó

el llamado estrés postraumático, tan llevado y traído por los escritores que

parece cosa de fantasía, mientras el mal no se cebe en uno mismo.

Su sistema nervioso no podía resistir tanta carga y Pedro de forma práctica

tuvo que prescindir de lo que consideró menos importante en aquel momento,

la Universidad.

Desde chico era aficionado también a la escritura. Muy buen alumno, hubiera

concluido la carrera universitaria de filología con excelentes notas, pero el

Periodo Especial le tronchó la vida. Maldecía cada minuto, cada segundo en

que los países del campo socialista se habían puesto a inventar con la política

y quedaron derrocados. Maldecía al imperio norteamericano por su maldad

contra miles de personas inocentes, por tantas víctimas entre los países que

habían elegido el socialismo como su destino.

Simplemente se dejó llevar por el momento, nadó en la vorágine, cuando lo

más efectivo en épocas de agitaciones es estarse quieto…

“¿Para qué quiero el título universitario, si hasta un conductor de caballos o un

recogedor de basura gana más que un Licenciado, un Ingeniero o un Médico?”,

se justificaba ante la gente.

Mala decisión, pues la efervescencia que acompaña a los cambios sociales es

efímera.

85
Si lograra que el tiempo volviese atrás, en vez de haber abandonado su carrera

la terminaría, como habían hecho muchos de sus compañeros que hoy les

habían dado una casa o estaban en una misión en el extranjero, mientras él se

marchitaba en una ciudad hostil, en medio de un conflicto constante por

sobrevivir y era uno de los blancos.

Se tornó un hombre más taciturno todavía y más violento, en un ambiente en

que bastaba una mirada, o un mal gesto para provocar una agresión física y ya

pasado otro año había perdido todo lo que quedaba de su ingenuidad

campesina, ante los misterios inclementes de la vida en los barrios marginales

de Santa Clara.

Nadando en esa ambivalencia, donde si no trabajaba lo siquitrillaban con la ley

que penaba el vagabundeo y si lo hacía no ganaba el dinero suficiente para

pagar el alquiler del cuarto que ocupaba en el reparto de América Latina, Pedro

consiguió un trabajo fijo amenizando en un pequeño restaurant de la carretera

central, y aunque lo que ganaba apenas le daba para sobrevivir, saber que

ganaba un sueldo fijo todos los meses, al menos fue un alivio para su espíritu.

A los artistas es más difícil fastidiarlos, ellos tienen un poder de abstracción

muy grande, se dejan crecer la barba y el pelo, toman té con ron y se escudan

del mundo circundante con sus historias un poco inventadas y un poco ciertas.

Pedro tenía la ventaja que sabía tocar la guitarra. Mientras más cosas uno

supiera hacer mejor preparado se estaba para enfrentar la vida. Y Pedro

comenzó a escribir sus memorias, que incluían el fatídico momento en que dejó

su carrera de filología y que definiría su vida para siempre.

Varias casas editoriales al principio se mostraron interesadas, pero cuando los

editores llegaban a lo de sus penurias en Santa Clara, el entusiasmo decrecía

86
rápidamente y le cerraban las puertas, literalmente hablando. Argüían que el

estilo era demasiado burdo. El retrato que hacía de la ciudad les parecía brutal

e indecente. Los más conservadores le sugirieron que eliminara a esos pasajes

del texto.

Pero era imposible prescindir de esa parte, pues al hacerse menos realista, el

testimonio no valía nada.

Entonces Pedro agregó a los editores a la lista de la gente que se la iba a

pagar más adelante, porque en el barrio hasta las ofensas más chicas se

lavaban, por moral y quien viviera en el pasaje no podía perder ni a las bolas.

Una noche, en medio de una descarga a guitarra con unos jóvenes

inadaptados con quienes chocó por casualidad, conoció a Aliuska.

Eran hippies, pero aquella mulatica de ojos pardos, hablaba diferente, sonreía

diferente. Y ella tuvo la intuición de refugiarse junto al único hombre fuera de su

grupo que era joven, honesto y tenía un techo disponible, no notaba su

delgadez, no le importaba su aliento a cigarro y alcohol casero, el único al que

no le molestaban sus tatuajes ni su pasado.

Pedro se sentía contento. Hasta ese momento eran otros los que habían

tomado las decisiones por él y dictado su ritmo de vida. Pero ahora sería

distinto. Eso le daba una provechosa ventaja sobre los demás, sobre todo

porque ellos no esperaban que por causa de Aliuska, de la noche a la mañana

se hubiese convertido en un hombre tan sagaz.

Mientras vivió en el Purio las manecillas del reloj del tiempo avanzaban

lentamente, y a Pedro le gustaba esa cadencia armónica. Santa Clara era otra

cosa, roto todo equilibrio lógico, el mundo circundante se tornaba caótico; la

gente enloquecía para marchar al ritmo de aquel intervalo fantástico. Abrir los

87
ojos, levantarse, salir a la calle, búsqueda de dinero, bullicio, comida frugal,

cerrar los ojos y ya las manecillas del reloj del tiempo lo obligaban a abrirlos y

levantarse otra vez para sumergirse en el remolino.

Aliuska fue la calma, el espacio en que el tiempo pierde todo sentido; estar en

el Purio y en Santa Clara a la vez.

Gracias a ella lo perdonó todo, si Pedro no viviera en Santa Clara, no conocería

a Aliuska, su universo, su vida, su todo.

Un canto llegaba a sus oídos a través del agua que caía en la tarde. Era tal la

semejanza que Pedro no podía distinguir donde tenía los pies y donde la

cabeza.

La letra de la canción tan conocida se desvanecía para subir otra vez de tono,

tan fuerte que Pedro tenía la certeza de estar al lado mismo de Yanet.

Debajo del laurel, debajo del laurel,

yo tengo mi confianza debajo del laurel.

Yanet era una mulata clara que vivía dos cuartos más allá del de Pedro. Yanet

había nacido en el reparto Escambray, que era residencia de las personas con

“poder”. Era hija de Giraldo, un militar de carrera retirado.

La gente no sabía cómo una muchacha tan fina había ido a parar a aquel

arrabal, pero tampoco les importaba; estaba ahí y eso era suficiente.

A Yanet le gustaba cantar. Música de mulata linda, de hembra de ancas

espectaculares.

La voz de Yanet llenaba el espacio del solar y a la vez que se propagaba se

hundía en las profundidades de un grave en sufrimiento.

Mientras la cara de las mujeres del barrio se estiraba, los ojos de los hombres

se hacían más negros y brillantes al reflejo melódico de la luz.

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Debajo del laurel, debajo del laurel,

yo tengo mi confianza debajo del laurel.

Pedro se inclinaba hacia delante, tratando de captar cada sonido escapado de

los labios que derramaban miel.

Debajo del jagüey, caballo tumba al amo

caballo tumba al amo, debajo del jagüey.

El mantenía aquella asombrosa inclinación, sus ojos perdidos ya en el centelleo

de miles de mundos distantes.

En la fiesta de los congos yo he visto un colorao

Cimarrón, cimarrón, donde está mi cimarrón.

Aliuska comenzó a desvestirse. Tenía la piel suave y dura a la vez. Tenía un

majá de Santa María tatuado en la parte baja de la cintura y una mariposa en

una nalga. Tenía las nalgas grandes y levadas: Pedro contenía el aliento,

porque conocía cada paso del ritual.

“Cielo santo”, pensaba.

Un gemido que se iba haciendo más y más perceptible en el sonido de la lluvia

que caía sobre el techo de zinc. A Pedro le parecía que lo escuchaba por

primera vez, siempre renovado. El mundo se movía ahora a un ritmo

acompasado. No tenían prisa. Y a la vez sí. Pegados uno al otro en nuevo roce

húmedo.

La cama se deslizaba fuera en una cadencia desenfrenada, a punto de estallar.

Pero no estallaba en ese momento, sino un rato después cuando Pedro se

estremecía intenso a la par de Aliuska en un punto de luz parpadeante.

De dos cuartos más allá llegaba la voz apacible de Yanet, pero a Pedro ya no

le gustaba. Comprendía adónde iba a parar. Escuchaba cosas parecidas desde

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que llegó al barrio de América Latina dos años antes, pero nunca las había

interpretado.

En la fiesta de los congos yo he visto un colora’o,

Yo he visto un colora’o

en la fiesta de los congos

Cimarrón, cimarrón, donde está mi cimarrón.

Pedro hizo un esfuerzo para seguir dilucidando la letra.

Muchas caras de hombres pasaban a su alrededor, flotando junto a Aliuska.

Dolía. Una sensación parecida al frio intenso. Era como estar muerto o perdido.

Podría ser algo que no estuviera ocurriendo ahora. Era totalmente imposible

cambiar un hecho del pasado o del futuro. Sin sentido; solo parecía real el

canto de Yanet, difuminado y confuso.

- ¡Carajo!- dijo Pedro al fin.

Se sentó en la cama. Se quedó así un minuto casi, jadeando.

- ¿Nunca me vas a traicionar, mi hembra, verdad que nunca lo harás?

A través de Aliuska Pedro podía ver a los hombres que la acariciaban. Podía

olerlos. Podía sentir el torrente espumoso que llevaban dentro.

- ¡Ay Pedro, otra vez lo mismo, no…!

La voz de Yanet no lo dejaba.

Antes de que trajese a Aliuska al cuarto, las canciones de Yanet no eran

molestas, le permitían hundirse en ellas y sentirse seguro.

Yo he visto un colora’o, yo he visto un colora’o

en la fiesta de los congos

Una intención velada. Todos los cantos de negros eran cantos de puyas.

“Un colora’o …”, pensó Pedro. ¿Cuántos colorados no habría en Santa Clara?

90
Personalmente conocía a uno del reparto Dovarganes que le decían Chea.

Chea López. Siempre sonriente. Un jodedor, que era lo más cercano a un loco

y un loco lo más parecido a un cimarrón.

Ahora todo cobraba sentido. Maldito Chea. Bajito y fuerte, se comía los hierros.

Había que entrarle con un bate.

Pedro miró fijamente a Aliuska. Se aferró a su imagen como cuando vivía en el

Purio y se agarraba a los postes de una cerca hasta que pasase la tormenta.

- ¿Qué tú tienes que ver con Chea, el de Dovarganes?- preguntó, escupiendo

cada palabra.

- Estás chiflado de remate- dijo Aliuska.

No la oía. Se limpió los ojos, porque de seguro la humedad en ellos era la

causa de que todo lo viera borroso.

Se puso de pie.

- ¿Adónde vas a esta hora?- pregunto Aliuska.

Cimarrón, cimarrón, donde está mi cimarrón...

¿Adónde iba a ir? ¡A buscar un bate! Chea López hacía ejercicios todas las

tardes en el gimnasio “Osvaldo Socarrás”, en el Condado. Bastaba pararse en

alguna esquina de ese barrio y cuando pasase por allí “madrugarlo”

91
COSAS DE MUJERES

Quien haya vivido en la ciudad de Santa Clara, tiene que haber al menos oído

mentar al Fide Stevenson, quien ahora es despachador de guaguas en la

terminal de ómnibus intermunicipal.

Pero el Fide no es famoso por eso, sino porque una vez fue uno de los

prospectos más grandes que tuvo el boxeo en Cuba, y ahí ganó su apodo de

Stevenson, solo que nació en el momento y lugar equivocados.

El tiempo de su juventud coincidió con el llamado “Periodo especial” y el lugar

de su hábitat fue la Calle Candelaria, en el reparto Condado, a una cuadra del

puente donde el rio Bélico, que viene de pasar junto a la Audiencia atraviesa la

Central y continúa su pestilente rumbo.

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El Condado es para Santa Clara como lo es el barrio de Villa Alegre para la

ciudad de Sagua la Grande, Blúmer caliente para el pueblo de Encrucijada, o la

Rebambaramba para los habitantes del batey del Purio.

Como todo ser humano normal, el Fide Stevenson se enamoró de una mujer,

Angelina, una muchacha bastante atractiva, criada también en el arrabal y por

tanto de armas tomar.

Si bien el Fide era campeón nacional juvenil, no se decidiría a irse nunca a la

ESPA nacional, en la capital del país, primero por no dejar sola a su madre y

segundo porque el si no le iba a poner a Angelina en la boca, mansita, a los

tiburones del barrio.

La cosa era que con buenas intenciones solo no se mantenía una casa, y

muchísimo menos una hembra del calibre de la suya, así que el Fide

Stevenson se enredó con Armando, el administrador de la farmacia de la calle

San Miguel, .en un negocio de parquisonil y nerobol

La entrada del Fide Stevenson al interés de las pastillas sicodélicas y los

esteroides mejoró un poco su economía, pero en la medida en que ganaba

más Angelina gastaba más, y el Fide se fue involucrando cada vez con

mayores cantidades de tabletas. Para llevarlo a la cárcel por tener encima

alguna tirilla la policía debía sorprenderlo en la ejecución del acto de venta,

pero si le ocupaban en la casa un cargamento de pastillas esto ya dejaba de

ser una infracción menor.

Cuando el Fide comenzó en la actividad, un intermediario le llevaba los

medicamentos a la casa, a un precio al por mayor muy ventajoso. Luego las

cosas empeoraron, el costo de los suministros se fue a las nubes. Era

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imposible pedir más a los consumidores habituales por la venta. Entonces las

ganancias comenzaron a descender.

A costa de un gran riesgo renunció al intermediario para ahorrarse ese servicio,

pero de poco le valió, pues el precio de las adquisiciones parecía haberse

disparado hasta las nubes.

Cuando el importe de venta se mantiene y los costos suben, para equiparar las

ganancias es posible hacer tres cosas, vender, vender y vender.

Y para vender había que ampliar las áreas de mercado. Mientras él se

mantuviera en su calle y dentro del Condado, para los competidores las cosas

estaría bien. Pero si cruzaba la frontera que constituía la arteria Candelaria,

desde el Puente del río Bélico al Gimnasio de levantamiento de pesas, todo le

podría suceder; lo mismo a el que a los miembros de su familia, y cuando en el

Condado se decía todo, significaba todo, en el sentido preciso de la palabra.

Al Fide Stevenson solo le quedaba extender su mercadeo fuera de la ciudad,

muchas veces se había sentido tentado a salir hacia los campos aledaños a las

ciudades colindantes de Placetas o Camajuaní, mucho más próximas a Santa

Clara, y donde de seguro el negocio caminaría mejor que en la metrópoli; pero

el razonamiento lo contenía. ¿Cómo trasladar la mercancía regularmente hasta

allá sin ser notado? ¿Qué tiempo duraría a salvo sin que aquella tropa de los

auxiliares voluntarios lo delatara? Un solo encuentro con la policía significaba el

fin. Una persona que viajaba al mismo lugar una y otra vez con un maletín

sería harto sospechosa.

Por otra parte ya Angelina no quería vivir tan cerca de las aguas

emponzoñadas, y a la contrariedad del Fide oponía siempre la necesidad de

evitar enfermedades letales para ella y su madre.

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Fue Toto, su primo, quien le dio la solución. El Fide siempre había tenido a

Toto como un hombre de muy poco ingenio, incapaz de ver más allá de las

nalgas de su mujer.

En el mundo todo es equilibrio, y no puede existir el bien, si por otra parte no

existiese el mal, como no puede existir la aberración y la fealdad si en el mundo

no hubiese espacio para lo bello.

El primo Toto, tan bondadoso en apariencia, estaba unido a Laura, una

agraciada mulata que escondía bajo su cuerpo delgado una ambición sin

límites, una voluntad y una viveza a prueba de fuego, y un don de poderío

sobre la voluntad de las demás personas que rayaba en la tiranía.

Laura se preciaba de tener un clara inteligencia, pero en lo que todos

coincidían era en su talento para el engaño y la rapidez y malicia con que

elaboraba un tupe, lo que la hacía salir ilesa de las situaciones más

desagradables, y al final, aunque siempre los buscara de carácter débil,

ninguno de los hombres que compartieron su cama valieron gran cosa después

de la ruptura.

De nada le importaron los consejos y las alertas al primo Toto. Estaba tan

enamorado de Laura que veía en cada hombre un enemigo, y su disposición

estaba tan dominada por la mujer, que haría cualquier cosa no ya por

complacerla, si no tan solo por arrancar de aquellos labios sensuales una

simple sonrisa.

Según el Fide y su familia se iban sumergiendo más y más en la vida

decadente del Condado, de alguna forma la antigua timidez de Toto iba

tomando aires de superioridad.

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Una tarde la libertad que iba sintiendo le llevó hasta formular una idea. Tal vez

ni reflexionó siquiera.

- Primo, yo sé que las cosas no te están saliendo tan bien, como antes

El Fide miró a Toto, asombrado de que este pudiera hablar de un tema que no

fuera Laura.

- ¿Qué tiene que ver eso contigo, Toto?

- Aparentemente nada…

Un calor pesadamente sombrío se había posado sobre ambos. Ignacio recordó

que hacía mucho tiempo Toto era un joven normal lleno de ideas y de sueños.

Pero el simplemente lo había olvidado.

Y, súbitamente, como un torrente de sonidos modulados, la voz de Toto se

abrió.

- Yo creo que lo mejor que haces es hablar con Silvino, quizás el te pueda

ayudar.

Silvino era un prestamista del barrio, daba dinero a garrote a pagar dos por uno

más los intereses cada día cinco del mes.

- ¿Y para qué necesito yo endeudarme con Silvino?

- Silvino también es corredor de casas, quizás el acepte que tu le compres una

casita pequeña.

El Fide se echó a reír. El sonido disonante chocó contra el techo y volvió hacia

abajo convertido en miles de fragmentos disonantes.

- ¿Y de dónde voy a sacar yo el dinero para eso?

Toto se puso de pie y se rascó el abdomen, con suficiencia

- Lo que te propongo es vender las pastillas a Silvino, en vez de tu deslomarte

y jugártela todos los días. Eso de la venta a toda hora te va a durar hasta que

96
te cojan saltimbanqui por ahí o hasta un día en que un “chiva” de este barrio dé

el pitazo. Silvino te puede ayudar a que le pagues la casita poco a poco en lo

que vendes esta y completas el dinero.

Sonaba bien aquello.

Y era tan perfecto el momento que los dos respiraron palpitantes, escuchando

ya dentro la felicidad alta, excesivamente orgánica.

- ¿Y que tú llevas en esto?- preguntó el Fide porque si una cosa había

aprendido era que en el condado nadie, ni siquiera el primo Toto, daba nada de

gratis.

- Solo quiero que aumentes las cantidades a vender y yo iré contigo en eso,

como tú sabes yo no tengo ni un kilo para empezar nada, pero con tu ayuda y

tú con la ayuda de Silvino…

No concluyó, era un trabalenguas: “Tres tristes tigres tomaron tres tazas de

trigo…”. Pero ninguno era triste, eran tigres sin tusar.

Pero si resolvía lo de la casa ya para el Fide era un bálsamo, es más tenía la

sensación de que si podía mantenerse unos instantes en aquel estado de

éxtasis tendría una revelación. Si lograba que se duplicaran las cantidades y

las entregas, podría vender la mercancía a Silvino a menor precio, y siempre al

final el dinero sería más y con menos riesgo. Matemática pura.

- Necesito levantarme, apenas puedo sobrevivir con Laurita, tú sabes cómo es

eso…

Vaya si el Fide lo sabía. Ni un instante de vacilación. La respiración agitada

todavía. ¿Dónde estaría ese otro, Toto el distraído?

Toto continuó respirando levemente, vibrando todavía bajo los efectos de los

últimos sonidos traslúcidos que permanecían en el aire.

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- Vamos a extendernos a otras farmacias. Los medicamentos los compramos

nosotros… bueno, tú los compras, la inversión es tuya, porque lo que soy yo no

tengo un medio partido por la mitad. ¿Pero tú te imaginas cuanto podremos

hacer hasta que…?

Hasta que nos cojan, iba a decir Toto, pero se contuvo, pues en ese instante la

policía era un concepto abstracto, vacío de lógica. Mejor para el Fide

Stevenson era sumar y multiplicar fajos de billetes, casa nueva, un fogón pique

para la vieja, escaparates de ropa para Angelina. ¡Sonaba bien, carajo!

Más medicamentos, más dinero. Las ciencias exactas. Matemática pura, de la

simple.

Los objetos volvieron a tomar forma, a levantarse a su alrededor y moverse.

La plenitud se tornó dolorosa y pesada. La figura de Toto volvió a tener límites,

de vuelta en su cuerpo.

- Voy a pensarlo toda la noche y me ves mañana, después que yo vuelva del

gimnasio, en todo caso tú hablas con Silvino y me resuelves lo de la casita y el

pago y yo me encargo de todo lo otro- dijo el Fide.

- No le digas nada a Laurita, tú sabes cómo es ella.

Si, así como Angelina, solo que un poco más pequeña y quemada.

El Polideportivo “Campo Sport” está ubicado en la carretera de Camajuaní, muy

cerca del gimnasio de boxeo donde entrenaba “el Fide Stevenson”. Campo

Sport tiene una pista de cuatrocientos metros, cancha de basquetbol y vóley, y

además una arena bio saludable, con aparatos excelentes.

Los atletas de boxeo, entre ellos “el Fide Stevenson” aprovechaban las

bondades de Campo Sport para realizar su preparación física.

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El Fide siempre era el primero en la pista; en las vueltas al ovalo los demás

atletas lo único que veían era su dorso. Cuando concluían las carreras el Fide

daba dos recorridos más corriendo de espaldas, ochocientos metros a paso de

vértigo.

Encima del ring, los contrarios pensaban que el Fide estaba rehuyendo el

combate y entonces caían en la trampa, porque él solo se estaba desplazando

como había ensayado en Campo Sport. El Fide pegaba hacia atrás con tanta

potencia como hacia delante.

Pero en los últimos días algo cambió, el Fide apenas era uno de los atletas del

montón. Concluidas las vueltas reglamentarias en la pista de Campo Sport, se

derrumbaba en la tierra, abriendo la boca en busca de aire.

Fue un comentario que comenzó semanas atrás muy bajito en el barrio y luego

se fue arrastrando por todas las calles y las casas, hasta que el día menos

pensado llegaría adonde no debía llegar, con todo su efecto destructivo, como

siempre.

“Si yo le hubiera pagado ya la casita al mierdero ese de Silvino, lo iba a llamar

enseguida”, pensaba el Fide.

Pero le debía bastante dinero

“Te lo voy a vender a plazos porque es a ti, y tenemos negocios, pero si me

fallas en un solo pago el cuarto es mío otra vez”, le dijo Silvino, y ese maldito

no creía en boxeadores ni en los guapos del barrio; tenía dinero y con eso se

creía que él era la palabra de Dios y le era fácil cumplir con sus promesas.

El Fide Stevenson volvió a abrir la boca para oxigenar al máximo los pulmones.

Antes de la preparación física venía la técnica y concluida esta, el momento

más esperado por todos: los sparrings. Nadie quería hacer sparring con el Fide

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Stevenson, sacaba las manos tan rápido que aunque no lo quisiera le hacía

daño al contrario.

Al Fide le tocó el sparring con el Torito, un boxeador de los llamados fajadores,

tirador de swines y gancheador tremendo, que si bien pesaba más que él, era

más pequeño y lento. Muchas veces habían intercambiado en los

entrenamientos y siempre al Torito le había tocado quitarse los guantes.

El Fide Stevenson comenzó desde afuera, llaveando fuerte con la derecha a la

cara y cruzando con izquierdas rectas que paraban en seco al impetuoso

semipesado, que haciendo honor a su apodo, iba siempre en busca de la corta

hacia delante. Cuando el Torito lo arrinconaba en una esquina, el Fide

castigaba sus planos bajos con ganchos y opercouts y salía del ángulo con

elegantes movimientos de piernas y de torso.

Los presentes tuvieron la primera señal de que las cosas no andaban bien

cuando después del cuarto o quinto round de prácticas, la pelea no salía de la

media y la corta distancia. Inexplicablemente el Fide no tenía la fuerza ni la

velocidad suficientes en las piernas para escapar de las esquinas. Primero los

intercambios subieron de ritmo, zapatilla con zapatilla, bastante parejos pero

con ligera ventaja para el Fide, que pegaba con más exactitud, colocando sus

manos por dentro, luego se veía que sus golpes ya no llevaban la fuerza de los

hombros, mientras el Torito arreciaba el ataque. Ulteriormente sucedió lo

increíble; había un solo hombre sobre el encerado. El Fide Stevenson estaba

en la lona, encogido y tapándose la cara con uno de los guantes.

Danzante y con una sonrisa en la cara el Torito se retiró hacia una esquina

neutral, mientras el entrenador Rigoberto Alfonso y un par de boxeadores

ayudaban a incorporarse a un Fide Stevenson que si hubiese dado una ojeada

100
al espejo, habría sorprendido la misma mirada de desconcierto que tenía el

campeón ruso Ustinov cuando fue noqueado por él, en la final del torneo

“Giraldo Córdova Cardín”

Mientras el entrenador conversaba con el Fide el suelo se movía bajo sus pies.

No era tan terrible. No dolía físicamente. Prácticamente no sentía nada,

excepto un poco de frío que más tarde se le pasaría.

- Tomate el tiempo que sea, pero resuelve tus problemas y solo entonces

vuelve, porque yo sé que algo está pasando. Hace días que te observo y te veo

mal y desconcentrado. Cuando regreses te quiero aquí completo, cuerpo,

mente y corazón, demostrando bien claro lo que eres.

- Nunca más nadie va a tumbarme, se lo prometo- replicó.

- No es el problema que te derriben o no, sino que confíes en mí para poder

ayudarte.

¿Cómo iba a decirle de las preocupaciones por el negocio de las pastillas y

sobre todo por la debacle que divisaba en el horizonte? ¿Qué explicación le

daría acerca del agotamiento que producía todo aquello?

No fue a correr a Campo Sport, no podía. Una hora después cuando Angelina

vino a buscarlo al gimnasio ya los redobles en sus oídos se habían

desvanecido, pero el Fide aún dudaba de la ubicación exacta del Condado.

- Estás en peligro- dijo ella sin saludarlo- en el barrio dicen que tu primo Toto va

a echar pa’lante a Silvino con la policía por lo de los préstamos, porque hasta

los perros saben que Silvino se está acostando a Laura

-Lo veía venir, coño, ese problema yo sabía que pasaría. Habiendo tantas

mujeres por ahí a Silvino se le ocurre tirarse a la de mi primo. Lo de echar

pa’lante en lo personal no me preocupa mucho, porque Toto no me denunciará

101
a mí, y si lo hace será su palabra contra la mía. ¿A quién van a creer?- dijo,

pero su voz no sonaba para nada convincente.

- La cosa es que Silvino dice que Toto es un flojo, y que cuando vaya a

denunciar lo van a apretar hasta el eje, no aguantará ni dos minutos en “todo el

mundo canta”. Silvino quiere que tú resuelvas ese problema, o nos va a quitar

la casa.

- ¡Me cago en mi suerte!

- Cágate en tu suerte, pero tenemos que hacer algo y rápido, porque me veo en

la calle y cargándote jabas para la prisión. ¡Y tú sabes que yo no soy mujer de

jabas!

El vértigo y la indisposición volvieron renovados, tan densos que le

humedecían los ojos haciendo que lo viera todo borroso; pero no era lo peor.

La voz de su Angelina le taladraba la cabeza, el Fide observó a duras penas

cómo a ella se le diluía la cara para luego recuperar su forma primitiva.

- ¿Qué quieres que haga?- preguntó.

- ¿Y yo qué sé? Solo vine a decirte que lo que vayas a hacer, lo hagas rápido,

porque ya no estoy para seguir perdiendo el tiempo contigo.

Qué clase de mujercita aquella, lo llevaba contra las cuerdas todo el tiempo,

pero ya era demasiado tarde. Estaba enamorado de Angelina, y no resistía

imaginarla en la cama de otro hombre. Cualquier cosa menos eso.

Nunca había liquidado a nadie, pero le sobraba valor para hacerlo, por

Angelina eliminaba a un ejército, si fuera necesario

Si desaparecía Silvino se desataría el infierno en el barrio: patrullas de policía,

investigaciones, gente presa. Con el comentario de las infidelidades de Laura,

el principal sospechoso sería Toto y como era un blandito, antes de ir a prisión

102
cantaría lo humano y lo divino. Era seguro que el también caería; por eso del

parquisonil y el nerobol le tocaban cuando menos diez o doce años. En cambio

sí sacaba del aire al Toto el mundo entero pensaría que era cosa del

prestamista y se quedarían quietos.

- Ya sé cómo voy a resolver ese asunto- dijo el Fide, y respiró aliviado.

103
PRÁCTICAS DE GUERRA

-Yo creo en Nietzsche- respondí a una pregunta de Carlos aquella tarde en que

el trataba de descubrir al profanador de su libro de Las Sagradas Escrituras.

-Humedad, árboles entrelazados, telarañas de filamentos vegetales e insectos

que aleteaban informes, después voces cayendo. Todo giraba con lentitud,

giraba- me decía Carlos transcurridas varias noches.

"¿Quién es Carlos?" me preguntarán alguna vez.

Vivir toda la vida en un instante, un minuto, dos, media hora quizás, exhalando

suavemente como los latidos de un corazón que se apaga, aspirando el aire de

los no nacidos, de los nacidos muertos, de este color azul donde nunca es

noche ni día.

-Los sueños no son solo sueños- explicaba el- existe en ellos un punto donde

el tiempo y el espacio pueden converger, ocupando así dos cuerpos el mismo

espacio en tiempos diferentes.

Pero para mí todo marchaba como siempre, con el mismo orden, el mismo

ritmo, las mismas costumbres.

-Sostuve en la mano la bola de cristal con que Napoleón Bonaparte arrasó

Jaipur, la capital india de Radjputana- prosiguió Carlos- después me quité el

vértigo montado en el campanario de la iglesia de Weimar.

-Goethe también se quitó el vértigo sobre el campanario de la iglesia de

Weimar- afirmé

Mano sobre mi brazo, voz que estremece librándome del recuerdo.

104
- No me prestas atención, te estoy hablando de la Galería y tú en la luna. Te

decía que lo que más le llama la atención a la gente es el cuadro de Corot- dice

mi esposa.

- ¿Por qué ese cuadro?- me alarmo.

Una calle en un punto donde los árboles descienden hacia el mar; al costado el

huerto que rodea una casita; en la fachada se abre el arco de una glorieta y

delante de ella un árbol con las hojas doradas por el último fuego del verano

muerto. Hacia el horizonte tres barcos se balancean envueltos en una

oscuridad azul, y la naciente tempestad va cubriendo poco apoco el cielo

contra el verde transparente de las aguas: " Avanzada Azul", pintado por Corot

Levanto la vista hacia el techo.

- Demasiado alto- digo

- ¿Cómo que alto? Es el mismo de siempre....- se calla de pronto

Desde el portal veo la calle que enciende sus ojos amarillos y blancos. Mil

olores y tristezas suben desde el asfalto, mezcla de vidas, de historias. Golpeo

el piso varias veces con el tacón del zapato.

Mi mujer me toma por los hombros y me sacude.

-No tienes que cavar nada, hace diez años que regresaste.

Quiero creerle, aunque a pesar mío no puedo dejar de saber que tal vez no es

cierto. Quiero creerle.

-Llevas razón- le digo a ella o a los que eran como nosotros, y como nosotros

víctimas también pero en otras circunstancias, más heroicas, más sencillas,

dotados del don de amar y de morir de una vez para siempre en vez de

trocarse en seres difusos, disminuidos e incomplejos.

105
Pronuncio palabras para acallar los viejos ruidos ¿pero cómo distinguir el

verdadero rumor a través del dilema del ser o el no ser? ¿Será el sonido de un

piano tocando el vals favorito de Carlos?

-Vamos adentro- le digo a mi esposa.

- ¿Por qué mejor no paseamos por la playa?- pregunta y apoya su cabeza en

mi hombro.

Su voz y su pelo me sacuden y es como si despertara o saliera de los

escombros de mis sueños. No los necesito, ellos llegan obligándome a sentir

que son los mismos; dormido yo imaginando los objetos más próximos,

dormidos ambos para prolongar el encuentro.

-Voy a vestirme- digo.

El cuarto se llena de resonancias, las armonías de las notas están envueltas en

las capas de algún dolor. Las teclas van saltando y quedan allí, muertas.

Me miro en el espejo.

Tomo un pincel, sobre mi boca dibujo una sonrisa para que nunca se borre. El

espejo me devuelve las imágenes multiplicadas: innumerables barcos

tocándose unos a otros, innumerables Carlos descendiendo de los barcos,

descendiendo de los barcos....

- ¡No podemos ir a ningún lugar! - exclamo

-Si podemos- dice ella con los ojos casi cerrados, su mano busca mi cara y me

acaricia.

Siempre vence, pero me recuerda a Carlos. En este momento todos los

hombres y mujeres que sufren me recuerdan a Carlos.

-No hables así- le digo-, me haces acordar de Carlos.

- ¿Por qué te recuerdo a ese hombre?- la mano tendida en el aire.

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No respondo, porque puede que yo ni siquiera haya conocido a aquel que una

noche, después que nuestra División tomó la ciudad de Bassora, se me acercó

y me dijo.

- ¡Que deseos tengo de ver a mi hijo!

-Y yo a mis padres y a mi mujer. ¿Pero sabes algo? cuándo pienso en ella es

como si no se tratara de nosotros, como si fuéramos dos salvajes que pueden

hacerse daño.

-Son Naoh y Gamla que en una caverna encienden por primera vez el primer

fuego- afirmó.

Debí haberme imaginado que varios días después de haber remontado una

planicie y cortado por el desierto, íbamos a caer en una emboscada y que un

cascote de metralla le abriría una herida en el vientre. Los quejidos me

llegaban desde un lugar más allá de él, de la piedad, del caos.

El médico trataba de sostenerle los intestinos que se desparramaban por los

muslos y sobre las rodillas.

- ¿Quieres decirme que estás pensando?- la voz de mi mujer, un nuevo dolor y

un miedo, y otros dolores y otros miedos.....

-No puedo- ¿quién podría saber por los siglos de los siglos o en un instante

cuantas personas han querido inútilmente ver el mar o a un hijo que está lejos?

Tampoco pude decirle la verdad a Carlos la noche en que el sonido de las

explosiones formaba eco en las montañas y alrededor veíamos saltar los

chorros de tierra y piedras; nuestra artillería contestaba al fuego enemigo y yo

por primera vez en el tiempo que llevaba combatiendo tuve deseos de matar,

de abrirle el vientre a alguno de ellos y ver sus tripas colgando.

Carlos respiraba con fatiga. Le tomé la mano.

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-Estoy en casa- dijo.

Lo vi sonreír y experimenté un sentimiento de envidia, de celos.

-Se muere- dijo el médico

-No, sueña dulcemente, sin dolor.

Poco a poco sentí su mano enfriarse en la mía. Poco a poco se fue

abandonando.

- ¿Por qué no eres sincero conmigo?- otra vez mi esposa.

- ¡Estás loca! ¿De dónde sacaste que me sucede algo?

- Entonces explícame lo que me dijiste ahorita.

La abrazo. Puntos sensitivos, palabras sin sentido, neuronas filtrándose hacia

su cerebro a través de mi garganta cerrada. Más acentuado el parecido con

Gamla; me pregunto ¿qué pasará con sus sueños?

Carlos era un poco lo mismo pero distinto. Aquella noche puse mis dedos sobre

sus ojos. Los intestinos formaban un nudo entre los muslos, a la claridad de la

luna noté que su color azul me quemaba la vista.

- ¿Quién es ese Carlos?

Vigas sobre mi cabeza, detrás de los párpados. Gritos pisándose unos a otros,

lastimando los oídos, desgarrando la carne; la sangre que salpica mi cara, mi

cuerpo. Cristal, mujer, angustia, confundidos en una explosión, en un éxtasis

sin reposo: " Me voy a desmayar, si esto continua me voy a desmayar”

- ¡¿Quién es Carlos?!

-Su idea sobre la dualidad de los cuerpos en el tiempo carece de rigor

científico- así me gustaría responderle- afirmar que la posición de los cuerpos

en dos tiempos diferentes depende de los sueños es un grandísimo error, y el

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hecho de que Napoleón con una bola de cristal haya arrasado una ciudad

abandonada medio siglo antes de su nacimiento es una simple ilusión

Aunque otros también piensan que estaba desorientado, fuera de todo

equilibrio o alienación lógica, me permito un poco de razonamiento, de

entrecruzar intuiciones y permanencias indefinidas; me acuerdo que Nietzche

decía: " Dos negaciones equivalen a una afirmación”. Entonces negando lo que

ya he negado descubro que Goethe bien pudo no ser Goethe- quizás fuese

Carlos, el jorobado de Notre Dame, o un obrero de la fábrica donde yo trabajo o

no trabajé nunca- y no haya subido jamás al campanario de la iglesia de

Weimar- tal vez su propia casa o la antimateria- y que el vértigo puede ser la

antesala de la muerte en una de las cámaras de gas de Dachau, o la dulce

sensación que sintió el Principito al ser mordido por una serpiente.

-¡¡¡ ¿Quién es Carlos?!!!

Pero no voy a contestar, porque ya sin lo demás me siento como el emisario

del azul que avanza, y ni siquiera tengo la certeza de si he regresado a casa o

continúo en la lucha. Quizás mi nombre es Carlos, o quizás yo nunca haya

existido y solo sea el sueño de algún soldado que en estos momentos está

muriendo.

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