—Mira a lo lejos, ubica el punto más oscuro y deja que te
consuma como un agujero negro— le digo señalándole con los dedos un punto oscuro de Bogotá. —Ahora cierra los ojos. Concéntrate en ese punto. Silencia todos los ruidos que tengas cerca. Cállalos. No pares de callarlos hasta que calles mi voz. —… Pasaron dos minutos. No dice nada. Tiembla por el frío. Sigue con los ojos cerrados. Y digo, para darle una finalidad al ejercicio: —Cuando me llega el deseo de irme para allá (señalo con el índice alguna parte de la ciudad, no sé si uno de los dos cerros o la Autopista o Mazurén o la Boyacá…), cuando el pensamiento del hombre errante que busca su lugar en el mundo me desgarra la carne… salgo a mi balcón y lo escucho. ¿Sí pudiste escucharlo? ¿Escuchaste al mar? —Creo que sí. Sí, sí. O, bueno, no sé. —Nos llama, a nosotros los costeños, a sus hijos más cercanos. A veces creo que nos arrulla. A veces, —siento— me trae, como una ola, las cosas que he olvidado en las lejanías. —Me gusta como piensas— me dice, casi en secreto, con el mismo tono del susurro marino que acaba de descubrir y mirándome como si yo fuera una estrella y ella una niña que por primera vez la ve. Alguien abre la puerta del balcón. El estruendo nos separa. —Eche, ¿qué vergas están metiendo ustedes dos? — nos pregunta mi llave César. —Nojoda, no le creas a este hijueputa, que’sa mondá no es ningún mar, es el ruido de los carros. Joa’, que cule’e parla te metieron, niña. Y el hijueputa me dañó el momento.