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CUENTO DE LA SEMANA

EL BAR EN LA PLAZA ALEXANDER


por Renán Nuñez
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-Iberia Airline anuncia la salida de su vuelo 253, Madrid / Puerto


Caballos, de las 11:00 a.m. Señores pasajeros, favor de abordar por la
puerta número 27.
El sol se descubrió detrás de la silueta del airbus que se disponía a
despegar del aeropuerto internacional de Barajas.
-Señor, ya anunciaron su vuelo...
-Muchas gracias, amigo. -El viajero tomó sus maletas y se dirigió
hacia
la fila para abordar el avión.
-Aníbal Laragaespadas... vuelo 253, Madrid, Puerto Caballos... Muy
bien, señor, puede pasar -dijo la azafata de la aerolínea, tras
verificar
el pasaje.
-Disculpe, señorita, ¿cuánto dura el vuelo?
-Dieciséis horas, señor. Pero no se preocupe por el viaje, porque
nuestra empresa cuenta con asientos muy cómodos y espaciosos.

Largaespadas despachó el pasaje. Luego atravesó el corredor hasta la


puerta de abordaje. Una vez en el avión, reviso su número de asiento
dos
veces antes de sentarse. A sus 45 años, le fallaba la vista a
consecuencia del mal que padecía desde su juventud. Llevaba consigo su
frasco de
medicamentos debidamente rotulado: "Tres dosis de dos pastillas cada
una".

-¿Padece usted del corazón? -preguntó el pasajero que iba sentado a su


derecha-. Disculpe que me entrometa, pero es que soy médico.
-Así es. A los veinticinco años me diagnosticaron el mal, pero estas
pastillas han logrado mantenerlo controlado -respondió Largaespadas
mientras ingería una dosis.
-El único malestar que me causan es somnolencia, pero sólo si no estoy
ocupado con algo --agregó.
-Entiendo. Entonces este viaje le parecerá corto. No hay mucho que
hacer en un avión si se es un pasajero, claro está -comentó el médico.
-En efecto. Quisiera pedirle, si no es molestia, que me despierte
cuando sirvan la cena.
-Claro que sí, no se preocupe -Una azafata se aproximó para ofrecer
mantas y almohadas. Aníbal tomó un juego para sí, se envolvió en la
manta
y entró al mundo ilusorio de los sueños.

-¡Señor! !Señor! -Largaespadas se despertó. Mientras buscaba sus


anteojos en la chaqueta, pregunto:
-¿Ya es la hora?
-¿Adónde va? -dijo un joven que se encontraba frente a él. Estaba
cargando sus valijas.
-¿Pero cómo, ya llegamos? -dijo Aníbal, exaltado. Se puso de pie y
miró
a su alrededor.
-¿Llamo un taxi? -insistió el joven.
-Claro, claro... por favor -respondió Aníbal, tomándose la cabeza.
Estaba aturdido aún por efecto de los medicamentos. Su reloj marcaba
las cinco de la tarde. Tal vez, la azafata le había dado los datos
incorrectos: el viaje duraba seis horas en lugar de dieciséis. Eso o,
simplemente, su reloj estaba descompuesto. ¿Pero cómo es posible que
no
recuerde el momento en que bajé del avión?, se preguntó. Entre estas
teorías
se debatía, cuando el joven le avisó que lo esperaba un taxi.
Se apresuró en dirección al coche estacionado frente a la puerta del
Aeropuerto de Puerto Caballos. Se detuvo un momento en la acera,
abrumado por los recuerdos, para observar el viejo paisaje de la
ciudad que
había dejado veinticinco años atrás. Con estos pensamientos olvidó su
dilema anterior y abordó el taxi.
-¿Hacia dónde lo llevo?
-Ribadeneira 12 y 13 Oeste, número 14, frente a la plaza Alexander. Y
no tengo prisa -indicó Largaespadas, con buen ánimo.

Ya en camino, inspiró profundamente el aire de su patria antigua.


Observaba atentamente cada detalle de la ciudad: sus edificios, sus
angostos
callejones, las ventanas abiertas con las cortinas descoloridas por el
sol, los balcones inundados por tiestos de muchos colores, los
letreros
oxidados de las bocacalles, los mendigos, en los semáforos, que lo
saludaban con la mano extendida, los viejos coches que circulaban por
las
calles. A veces creía reconocer rostros o figuras de otros tiempos;
hasta las collarejas del parque le parecieron familiares, como si la
ciudad
no hubiera cambiado. Después de tanto tiempo, nada era diferente.

-Son cincuenta pesos -dijo el chofer mientras depositaba las maletas


frente a la puerta del apartamento de la tía Maria Ángeles. Aníbal
pensó
que, en aquella ciudad, tampoco las tarifas de los taxis habían
cambiado. Pagó el viaje:
-Tome, buen hombre, y tenga veinte más. -Tocó el timbre de la puerta
número 14 con ansiedad, invadido por la nostalgia del regreso. Escuchó
unos pasos cortos y acelerados por las escaleras. La puerta se abrió
de
golpe.

-¿Sí, señor? -preguntó cortésmente una niña desde el vano de la


puerta.
"¡Pero si es la imagen de Andrea! Debe ser su hija...", pensó Aníbal.
-Puedes decirle a tu madre que su primo Aníbal ha venido a visitarla
-respondió.
La pequeña llamó en voz alta a su madre, al tiempo que, con un ademán,
invitó al visitante a pasar.
Con emoción, Aníbal entró en la casa que lo vio crecer. El retrato de
su madre, todavía pequeña y en brazos de su abuela, colgaba en la
antesala bien conservado. También estaban en buen estado los tapices
amarillos. Sobre la repisa, los candelabros y la colección de ranas de
bronce
todavía brillaban como nuevos. Las sillas Luis XV de sus abuelos
mantenían el barniz reluciente. El piso de cerámica, las alfombras de
yute,
las molduras de madera en las paredes -tupidas con tapices que
representaban mariposas y hortalizas-, los jarrones de porcelana, la
escultura de
la virgen en la esquina de la estancia: todo estaba igual. Incluso el
título de Ingeniería de su padre se conservaba en su sitio original,
sobre la poltrona, donde siempre se hallaba. La única excepción a este
imperceptible paso del tiempo era el espejo centenario: había
desaparecido. En su lugar había fotografías y postales de tierras
lejanas y ajenas
a la historia de la familia. Intrigado por el hecho, Aníbal
Largaespadas se acercó a la pared para verlas más de cerca. Algunas
imágenes le
resultaron familiares. Se veían montañas, lagos, bahías, valles, ríos,
ciudades, pueblos, catedrales, parques. Pero, en los lugares
representados, no había personas: bicicletas sin ciclistas, autos sin
conductores o
pasajeros, cabinas telefónicas vacías. La excepción era una imagen que
le pareció extrañamente familiar: una fotografía del Museo de la
Concordia, en Barcelona, donde aparecía un joven sonriente, de pie en
la
escalinata, vestido con bufanda, guantes y una boina negros. Llevaba
un
cigarrillo entre los dedos. Detrás de él, había un anfiteatro con
altas
columnas y altares adornados con esculturas griegas. Se reconoció a sí
mismo en aquel otoño en que había decidido enviar esa fotografía a su
querida tía que le escribía sin cesar.
-¡Aníbal, hijo! ¡Cómo te he extrañado! -exclamó María Ángeles mientras
entraba en la sala.
-¡Tía Maria! Pero si no has cambiado nada... -exclamó Aníbal,
fundiéndose con la mujer en un abrazo.
-¡Ay, hijito! Es que aquí el tiempo no pasa. Pero, mírate: ¡Cuánto
tiempo ha pasado!
-Más de diez años, tía, desde la última vez que hablamos -repuso
Aníbal-. Y Andrea, tía, ¿dónde está? Estoy ansioso por verla.
-Está arriba, hijo, cambiándose para la cena, no tardará en bajar
-dijo
María Ángeles. Lo invitó a sentarse.
-Tía, no sabía cuánta falta me hacía esta tierra hasta que tomé el
taxi
en el aeropuerto. Nada ha cambiado. Todo se ve igual a cuando me fui.
-Debes tener hambre, iré a ver si la cena ya está lista -dijo la tía
dirigiéndose a la cocina. Antes de salir, agregó-: Si quieres ve a tu
cuarto, está como lo dejaste. Puedes darte un baño y bajar luego a
cenar.
Aníbal subió las escaleras por las que, de niño, solía deslizarse
montado a una bandeja de plata que pertenecía a su madre. La madera de
los
peldaños guardaba pruebas de esa historia: no había sido lijada ni
pulida. Contó los escalones según una costumbre de su juventud. Pasó
por el
corredor de las habitaciones y escuchó la risa de la niña en una
alcoba. La habitación que había guardado en su recuerdo era igual a la
que
veía entonces: el viejo balón de fútbol continuaba en la esquina del
cuarto, las cortinas estaban corridas, y el afiche del mundial de
fútbol de
1978 aún se hallaba en la pared. Sintió nostalgia de su juventud en la
calle Ribadeneira.
Largaespadas miró su reloj y observó que las manecillas se habían
detenido a la misma hora en que lo consultó por última vez. Supuso que
se
habría dañado. Advirtió que no había tomado su medicación por primera
vez
en veinticinco años. Tal vez, abrumado por los recuerdos, lo había
olvidado. Le pareció extraño no sentir molestias. Tomó dos pastillas
del
frasco y se dirigió al lavabo. Fue entonces cuando notó que no había
espejos en la pieza. Pensó que tal vez los habían usado para otras
habitaciones. Escuchó la voz de su tía que anunciaba la cena, se
apresuró a
arreglarse y bajó deseoso de ver a Andrea. En el comedor halló el
mesón en
desnivel, el mantel de tulipanes y los platos de porcelana con motivos
de una comida campestre. En el lugar que ocupaba antaño su prima
Andrea, estaba sentada la niña que lo había recibido al llegar,
inquieta y
con los cubiertos en las manos.
-No me has dicho tu nombre -dijo Aníbal a la pequeña.
-Mi nombre es Andrea y el tuyo, Aníbal -respondió la niña con cierta
pena.
-Vamos a comer antes de que se enfríe -interrumpió María, que traía de
la cocina una fuente con sopa.
-Tía, ¿qué le sucedió al espejo de la sala? -preguntó Aníbal mientras
se servía la sopa.
-Tuvimos que quitarlo. No soportábamos vernos igual todos los días.
-Las fotografías son extrañas. No reconozco ninguna, excepto la que te
envié de Barcelona -dijo el sobrino.
-Son recuerdos de amigos de la familia. Desde que te fuiste, tuvimos
muchos visitantes e hicimos muchos amigos -explicó María Ángeles.
-Tía, y Andrea, ¿dónde está?
-¡Ay, hijo! ¡Cómo eres de distraído! Acaba de salir a casa del vecino.

La situación le resultó confusa, puesto que no había escuchado la


puerta al cerrarse. Por otro lado, la niña que los acompañaba a la
mesa ya
no estaba.

Luego de comer, Aníbal avisó a su tía que saldría a dar una vuelta por
el viejo vecindario.
-Está bien, hijo, pero no regreses tarde; pues aunque creas que nada
ha
cambiado, el barrio ya no es el mismo -advirtió la mujer.
Laragespadas caminó varias calles abajo de Ribadeneira, cruzó en la
esquina de Rivas y Castañeda, y siguió por Herrera hasta la plaza
Alexander. Se detuvo frente al bar que frecuentaba en su juventud. Al
entrar,
colgó el abrigo y el sombrero en el perchero. El joven cantinero le
sonrió desde la barra. Su rostro le resulto sumamente familiar.
-¡Aníbal! -saludó.
-Discúlpeme. ¿Es usted el hijo de Miguel Insau? -inquirió Aníbal.
-Pero Aníbal: soy yo, Miguel....
-No puede ser. ¡Si usted tiene apenas veinticinco años...!
-Soy yo, Miguel. Los ojos no te engañan -insistió el cantinero.
-Usted quiere tomarme el pelo. ¡Lo que asegura es imposible! -exclamó
Aníbal.
-No, Aníbal. Jamás te tomaría el pelo. ¿Cómo probar lo que te digo?
Aquella noche bajo la lluvia... ¿Recuerdas? Yo te vi. Sí: te vi
disparar
el revólver que Sebastián te había regalado. Y luego te vi correr
-dijo
el cantinero.
-Disculpe, pero no sé de qué me está hablando -aseguró Aníbal.
-Yo sé por qué te fuiste; pero no te preocupes: tu secreto está seguro
conmigo.
-Le repito que no sé de qué está hablando -insistió Aníbal. Por un
instante su mirada se fijó en un espejo; pero no pudo ver su reflejo.
Se
levantó y salió corriendo hacia la calle, arrancando de paso el
sombrero
y la gabardina del perchero. Paró un taxi.
-Ribadeneira 12 y…-empezó a decir.
-...13 Oeste, número 14 -completó el chofer.
-¡Vaya! Es usted de nuevo
-Bueno, la verdad, señor, es que soy el único. Debería leer el diario
-replicó el chofer. Señaló la butaca contigua al asiento de Aníbal con
un ademán. Sobre ella había una copia de El Libertador, con las
páginas
amarillentas y las impresiones descoloridas. En la portada se leía:
Tragedia en el Atlántico. El vuelo de Iberia 253 Madrid-Puerto
Caballos se
precipitó al mar después de seis horas de vuelo. No hay
sobrevivientes.

En la casa de la calle Ribadeneira, Andrea jugaba en la sala.


-¡Mamá, mamá! Ya se fue el primo Aníbal -comentó la niña. La imagen
del
joven sonriente, de pie en la fotografía del museo de la Concordia,
había desaparecido.

Reflexiones...

- El amor eterno dura aproximadamente 3 meses.

- No te metas en el mundo de las drogas, ya somos muchos y hay muy poca.

- Todo tiempo pasado, fue anterior.

- Tener la conciencia limpia es síntoma de mala memoria.

- El que nace pobre y feo, tiene grandes posibilidades de que al crecer, se le desarrollen ambas
condiciones.
- Los honestos son inadaptados sociales.

- El que quiera celeste, que mezcle azul y blanco.

- Pez que lucha contra la corriente, muere electrocutado.

- La esclavitud no se abolió, se cambió a 8 hrs. diarias.

- Si la montaña viene hacia ti, ¡corre!, es un derrumbe.

- Lo importante no es ganar, sino hacer perder al otro.

- No soy un completo inútil, por lo menos sirvo de mal ejemplo.

- La droga te Buelbve bvrrutto.

- Si no eres parte de la solución, eres parte del problema.

- Errar es humano, pero echarle la culpa a otro, es más humano todavía.

- Lo importante no es saber, sino tener el teléfono del que sabe.

- Yo no sufro de locura, la disfruto a cada minuto.

- Es bueno dejar el trago, lo malo es no acordarse donde.

- Una mujer me arrastró a la bebida, y nunca tuve la cortesía de darle las gracias.

- La inteligencia me persigue, pero yo soy más rápido.

- Huye de las tentaciones, despacio, para que puedan alcanzarte.

- La verdad absoluta no existe, y esto es absolutamente cierto.

- Hay un mundo mejor, pero es carísimo.

- Ningún tonto se queja de serlo, no les debe ir tan mal.

- Estudiar es desconfiar de la inteligencia del compañero de al lado.

- La mujer que no tiene suerte con los hombres, no sabe la suerte que tiene.

- No hay mujer fea, sólo belleza rara.

- La pereza es la madre de todos los vicios, y como madre, hay que respetarla.

- En cada madre hay una suegra en potencia.

- Lo importante es el dinero, la salud va y viene.


- Trabajar nunca mató a nadie, pero, ¿para qué arriesgarse?

- No te tomes la vida en serio, al fin y al cabo no saldrás vivo de ella.

- Felices los que nada esperan, porque nunca serán defraudados.

- El alcohol mata lentamente, no importa, no tengo prisa.

- Mátate estudiando, y serás un cadáver culto.

- Lo triste no es ir al cementerio, sino quedarse.

- ¿Para qué tomar y manejar, si puedes fumar y volar?

- Dios mío, dame paciencia, pero dámela, ¡YA!

- Hace 40 años que amo a la misma mujer... ¡El problema es si se entera mi esposa!

- Los solteros deberían pagar los impuestos el doble ¡No hay derecho a que haya hombres
felices!

- Antiguamente los sacrificios de hacían frente a un altar, actualmente perdura la costumbre

CUENTO DE LA SEMANA
Lejana, por Julio Cortázar
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Diario de Alina Reyes

12 de enero
Anoche fue otra vez, yo tan cansada de pulseras y farándulas, de pink
champagne y la cara Renato Viñes, oh esa cara de foca balbuceante, de
retrato de Doran Gray a lo último. Me acosté con gusto a bombón de
menta,
al Boogie del Banco Rojo, a mamá bostezada y cenicienta (como queda
ella a la vuelta de las fiestas, cenicienta y durmiéndose, pescado
enormísimo y tan no ella.)

Nora que dice dormirse con luz, con bulla, entre las urgidas crónicas
de su hermana a medio desvestir. Qué felices son, yo apago las luces y
las manos, me desnudo a gritos de lo diurno y moviente, quiero dormir
y
soy una horrible campana resonando, una ola, la cadena que Rex
arrastra
toda la noche contra los ligustros. Now I lay me down to sleep...
Tengo
que repetir versos, o el sistema de buscar palabras con a, después con
a y e, con las cinco vocales, con cuatro. Con dos y una consonante
(ala, ola), con tres consonantes y una vocal(tras, gris) y otra vez
versos,
la luna bajó a la fragua con su polisón de nardos, el niño la mira
mira, el niño la está mirando. Con tres y tres alternadas, cábala,
laguna,
animal; Ulises, ráfaga, reposo.

Así paso horas: de cuatro, de tres y dos, y más tarde palíndromos. Los
fáciles, salta Lenin el Atlas; amigo, no gima; los más difíciles y
hermosos, átate, demoníaco Caín o me delata; Anás usó tu auto Susana.
O los
preciosos anagramas: Salvador Dalí, Avida Dollars; Alina Reyes, es la
reina y... Tan hermoso, éste, porque abre un camino, porque no
concluye.
Porque la reina y...

No, horrible. Horrible porque abre camino a esta que no es la reina, y


que otra vez odio de noche. A esa que es Alina Reyes pero no la reina
del anagrama; que será cualquier cosa, mendiga en Budapest, pupila de
mala casa en Jujuy o sirvienta en Quetzaltenango, cualquier lejos y no
reina. Pero sí Alina Reyes y por eso fue otra vez, sentirla y el odio.

20 de enero
A veces sé que tiene frío, que sufre, que le pegan. Puedo solamente
odiarla tanto, aborrecer las manos que la tiran al suelo y también a
ella,
a ella todavía más porque le pegan, porque soy yo y le pegan. Ah, no
me
desespera tanto cuando estoy durmiendo o corto un vestido o son las
horas de recibo de mamá y yo sirvo el té a la señora de Regules o al
chico
de los Rivas. Entonces me importa menos, es un poco cosa personal, yo
conmigo; la siento más dueña de su infortunio, lejos y sola pero
dueña.
Que sufra, que se hiele; yo aguanto desde aquí, y creo que entonces la
ayudo un poco. Como hacer vendas para un soldado que todavía no ha
sido
herido y sentir eso de grato, que se le está aliviando desde antes,
previsoramente.

Que sufra. Le doy un beso a la señora de Regules, el té al chico de


los
Rivas, y me reservo para resistir por dentro. Me digo: «Ahora estoy
cruzando un puente helado, ahora la nieve me entra por los zapatos
rotos».
No es que sienta nada. Sé solamente que es así, que en algún lado
cruzo
un puente en el instante mismo (pero no sé si es el instante mismo) en
que el chico de los Rivas me acepta el té y pone su mejor cara de
tarado. Y aguanto bien porque estoy sola entre esas gentes sin
sentido, y no
me desespera tanto. Nora se quedó anoche como tonta, dijo: «¿Pero qué
te pasa?». Le pasaba a aquella, a mí tan lejos. Algo horrible debió
pasarle, le pegaban o se sentía enferma y justamente cuando Nora iba a
cantar a Fauré y yo en el piano, mirándolo tan feliz a Luis María
acodado
en la cola que le hacía como un marco, él mirándome contento con cara
de
perrito, esperando oír los arpegios, los dos tan cerca y tan
queriéndonos. Así es peor, cuando conozco algo nuevo sobre ella y
justo estoy
bailando con Luis María, besándolo o solamente cerca de Luis María.
Porque
a mí, a la lejana, no la quieren. Es la parte que no quieren y cómo no
me va a desgarrar por dentro sentir que me pegan o la nieve me entra
por los zapatos cuando Luis María baila conmigo y su mano en la
cintura
me va subiendo como un calor a mediodía, un sabor a naranjas fuertes o
tacuaras chicoteadas, y a ella le pegan y es imposible resistir y
entonces tengo que decirle a Luis María que no estoy bien, que es la
humedad,
humedad entre esa nieve que no siento, que no siento y me está
entrando
por los zapatos.

25 de enero
Claro, vino Nora a verme y fue la escena. «M'hijita, la última vez que
te pido que me acompañes al piano. Hicimos un papelón». Qué sabía yo
de
papelones, la acompañé como pude, me acuerdo que la oía con sordina.
Votre âme est un paysage choisi... pero me veía las manos entre las
teclas y parecía que tocaban bien, que acompañaban honestamente a
Nora. Luis
María también me miró las manos, el pobrecito, yo creo que era porque
no se animaba a mirarme la cara. Debo ponerme tan rara.

Pobre Norita, que la acompañe otra. (Esto parece cada vez más un
castigo, ahora sólo me conozco allá cuando voy a ser feliz, cuando soy
feliz,
cuando Nora canta Fauré me conozco allá y no queda más que el odio).
Noche
A veces es ternura, una súbita y necesaria ternura hacia la que no es
reina y anda por ahí. Me gustaría mandarle un telegrama, encomiendas,
saber que sus hijos están bien o que no tiene hijos -porque yo creo
que
allá no tengo hijos- y necesita confortación, lástima, caramelos.
Anoche
me dormí confabulando mensajes, puntos de reunión. Estaré jueves stop
espérame puente. ¿Qué puente? Idea que vuelve como vuelve Budapest
donde
habrá tanto puente y nieve que rezuma. Entonces me enderecé rígida en
la cama y casi aúllo, casi corro a despertar a mamá, a morderla para
que
se despertara. Nada más que por pensar. Todavía no es fácil decirlo.
Nada más que por pensar que yo podría irme ahora mismo a Budapest, si
realmente se me antojara. O a Jujuy, a Quetzaltenango. (Volví a buscar
estos nombres páginas atrás). No valen, igual sería decir Tres
Arroyos,
Kobe, Florida al cuatrocientos.

Sólo queda Budapest porque allí es el frío, allí me pegan y me


ultrajan. Allí (lo he soñado, no es más que un sueño, pero cómo
adhiere y se
insinúa hacia la vigilia) hay alguien que se llama Rod -o Erod, o
Rodo- y
él me pega y yo lo amo, no sé si lo amo pero me dejo pegar, eso vuelve
de día en día, entonces es seguro que lo amo.

Más tarde
Mentira. Soñé a Rod o lo hice con una imagen cualquiera de sueño, ya
usada y a tiro. No hay Rod, a mí me han de castigar allá, pero quién
sabe
si es un hombre, una madre furiosa, una soledad. Ir a buscarme.
Decirle
a Luis María: «Casémonos y me llevas a Budapest, a un puente donde hay
nieve y alguien». Yo digo: ¿y si estoy? (Porque todo lo pienso con la
secreta ventaja de no querer creerlo a fondo. ¿Y si estoy?). Bueno, si
estoy... Pero solamente loca, solamente... ¡Qué luna de miel!

28 de enero
Pensé una cosa curiosa. Hace tres días que no me viene nada de la
lejana. Tal vez ahora no le pegan, o no pudo conseguir abrigo.
Mandarle un
telegrama, unas medias...

Pensé una cosa curiosa. Llegaba a la terrible ciudad y era de tarde,


tarde verdosa y ácuea como no son nunca las tardes si no se las ayuda
pensándolas. Por el lado de la Sobrina Stana, en la perspectiva
Skorda,
caballos erizados de estalagmitas y polizontes rígidos, hogazas
humeantes
y flecos de viento ensoberbeciendo las ventanas Andar por la Sobrina
con paso de turista, el mapa en el bolsillo de mi sastre azul (con ese
frío y dejarme el abrigo en el Burglos), hasta una plaza contra el
río,
casi en encima del río tronante de hielos rotos y barcazas y algún
martín pescador que allá se llamará sbunáia tjéno o algo peor.

Después de la plaza supuse que venía el puente. Lo pensé y no quise


seguir. Era la tarde del concierto de Elsa Piaggio de Tarelli en el
Odeón,
me vestí sin ganas sospechando que después me esperaría el insomnio.
Este pensar de noche, tan noche... Quién sabe si no me perdería. Una
inventa nombres al viajar pensando, los recuerda en el momento:
Sobrina
Stana, sbunáia tjéno, Burglos. Pero no sé el nombre de la plaza, es
como
si de veras hubiera llegado a una plaza de Budapest y estuviera
perdida
por no saber su nombre; ahí donde un nombre es una plaza.

Ya voy, mamá. Llegaremos bien a tu Bach y a tu Brahms. Es un camino


tan
simple. Sin plaza, sin Burglos. Aquí nosotras, allá Elsa Piaggio. Qué
triste haberme interrumpido, saber que estoy en una plaza (pero esto
ya
no es cierto, solamente lo pienso y eso es menos que nada). Y que al
final de la plaza empieza el puente.

Noche
Empieza, sigue. Entre el final del concierto y el primer bis hallé su
nombre y el camino. La plaza Vladas, el puente de los mercados. Por la
plaza Vladas seguí hasta el nacimiento del puente, un poco andando y
queriendo a veces quedarme en casas o vitrinas, en chicos
abrigadísimos y
fuentes con altos héroes de emblanquecidas pelerinas, Tadeo Alanko y
Vladislas Néroy, bebedores de tokay y cimbalistas. Yo veía saludar a
Elsa
Piaggio entre un Chopin y otro Chopin. pobrecita, y de mi platea se
salía abiertamente a la plaza, con la entrada del puente entre
vastísimas
columnas. Pero esto yo lo pensaba, ojo, lo mismo que anagramar es la
reina y... en vez de Alina Reyes, o imaginarme a mamá en casa de los
Suárez y no a mi lado. es bueno no caer en la sonsera: eso es cosa
mía,
nada más que dárseme la gana, la real gana. Real porque Alina, vamos
-no
lo otro, no el sentirla tener frío o que la maltratan. Esto se me
antoja
y lo sigo por gusto, por saber adónde va, para enterarme si Luis María
me lleva a Budapest, si nos casamos y le pido que me lleve a Budapest.
Más fácil salir a buscar ese puente, salir en busca mía y encontrarme
como ahora porque ya he andado la mitad del puente entre gritos y
aplausos, entre «¡Álbeniz!» y más aplausos y «¡La polonesa!», como si
esto
tuviera sentido entre la nieve arriscada que me empuja con el viento
por
la espalda, manos de toalla de esponja llevándome por la cintura hacia
el medio del puente. (Es más cómodo hablar en presente. Esto era a las
ocho, cuando Elsa Piaggio tocaba el tercer bis, creo que Julián
Aguirre
o Carlos Guastavino, algo con pasto y pajaritos). Pero me he vuelto
canalla con el tiempo, ya no le tengo respeto. Me acuerdo que un día
pensé: «Allá me pegan, allá la nieve me entra por los zapatos y esto
lo sé
en el momento, cuando me está ocurriendo allá yo lo sé al mismo
tiempo.
¿Pero por qué al mismo tiempo? A lo mejor me llega tarde, a lo mejor
no
ha ocurrido todavía. A lo mejor le pegarán dentro de catorce años, o
ya
es una cruz y una cifra en el cementerio de Santa Úrsula. Y me parecía
bonito, posible, tan idiota. Porque detrás de eso una siempre cae en
el
tiempo parejo. Si ahora ella estuviera realmente entrando en el
puente,
sé que lo sentiría ya mismo y desde aquí. Me acuerdo que me paré a
mirar el río que estaba sonando y chicoteando. (Esto yo lo pensaba).
Valía
asomarse al parapeto del puente y sentir en las orejas la rotura del
hielo ahí abajo. Valía quedarse un poco por la vista, un poco por el
miedo que me venía de adentro - o era el desabrigo, la nevisca
deshecha y
mi tapado en el hotel-. Y después que yo soy modesta, soy una chica
sin
humos, pero vengan a decirme de otra que le haya pasado lo mismo, que
viaje a Hungría en pleno Odeón. Eso le da frío a cualquiera, che, aquí
o
en Francia.

Pero mamá me tironeaba la manga, ya casi no había gente en la platea.


Escribo hasta ahí, sin ganas de seguir acordándome de lo que pensé. Me
va a hacer mal si sigo acordándome. Pero es cierto, cierto; pensé una
cosa curiosa.

30 de enero
Pobre Luis María, qué idiota casarse conmigo. No sabe lo que se echa
encima. O debajo, como dice Nora que posa de emancipada intelectual.

31 de enero
Iremos allá. Estuvo tan de acuerdo que casi grito. Sentí miedo, me
pareció que él entra demasiado fácilmente en este juego. Y no sabe
nada, es
como el peoncito de dama que remata la partida sin sospecharlo.
Peoncito Luis María, al lado de su reina. De la reina y...

7 de febrero
A curarse. No escribiré el final de lo que había pensado en el
concierto. Anoche la sentí sufrir otra vez. Sé que allá me estarán
pegando de
nuevo. No puedo evitar saberlo, pero basta de crónica. Si me hubiese
limitado a dejar constancia de eso por gusto, por desahogo... Era
peor, un
deseo de conocer al ir releyendo; de encontrar claves en cada palabra
tirada al papel después de tantas noches. Como cuando pensé la plaza,
el
río roto y los ruidos, y después... Pero no lo escribo, no lo
escribiré
ya nunca. Ir allá a convencerme de que la soltería me dañaba, nada más
que eso, tener veintisiete años y sin hombre. Ahora estará bien mi
cachorro, mi bobo, basta de pensar, a ser al fin y para bien. Y sin
embargo, ya que cerraré este diario, porque una o se casa o escribe un
diario,
las dos cosas no marchan juntas - ya ahora no me gusta salirme de él
sin decir esto con alegría de esperanza, con esperanza de alegría.
Vamos
allá pero no ha de ser como lo pensé la noche del concierto. (Lo
escribo, y basta de diario para bien mío). En el puente la hallaré y
nos
miraremos. La noche del concierto yo sentía en las orejas la rotura
del
hielo ahí abajo.

Y será la victoria de la reina sobre esa adherencia maligna, esa


usurpación indebida y sorda. Se doblegará si realmente soy yo, se
sumará a mi
zona iluminada, más bella y cierta; con sólo ir a su lado y apoyarle
una mano en el hombro.

Alina Reyes de Aráoz y su esposo llegaron a Budapest el 6 de abril y


se
alojaron en el Ritz. Eso era dos meses antes de su divorcio. En la
tarde del segundo día Alina salió a conocer la ciudad y el deshielo.
Como
le gustaba caminar sola -era rápida y curiosa- anduvo por veinte lados
buscando vagamente algo, pero sin proponérselo demasiado, dejando que
el
deseo escogiera y se expresara con bruscos arranques que la llevaban
de
una vidriera a otra, cambiando aceras y escaparates.

Llegó al puente y lo cruzó hasta el centro andando ahora con trabajo


porque la nieve se oponía y del Danubio crece un viento de abajo,
difícil, que engancha y hostiga. Sentía como la pollera se le pegaba a
los
muslos (no estaba bien abrigada) y de pronto un deseo de dar vuelta,
de
volverse a la ciudad conocida. En el centro del puente desolado la
harapienta mujer de pelo negro y lacio esperaba con algo fijo y ávido
en la
cara sinuosa, en el pliegue de las manos un poco cerradas pero ya
tendiéndose. Alina estuvo junto a ella repitiendo, ahora lo sabía,
gestos y
distancias como después de un ensayo general. Sin temor, liberándose
al
fin -lo creía con un salto terrible de júbilo y frío- estuvo junto a
ella y alargó también las manos, negándose a pensar, y la mujer del
puente se apretó contra su pecho y las dos se abrazaron rígidas y
calladas
en el puente, con el río trizado golpeando en los pilares.

A Alina le dolió el cierre de la cartera que la fuerza del abrazo le


clavaba entre los senos con una laceración dulce, sostenible. Ceñía a
la
mujer delgadísima, sintiéndola entera y absoluta dentro de su abrazo,
con un crecer de felicidad igual a un himno, a un soltarse de palomas,
al río cantando. Cerró los ojos en la fusión total, rehuyendo las
sensaciones de fuera, la luz crepuscular; repentinamente tan cansada,
pero
segura de su victoria, sin celebrarlo por tan suyo y por fin.

Le pareció que dulcemente una de las dos lloraba. Debía ser ella
porque
sintió mojadas las mejillas, y el pómulo mismo doliéndole como si
tuviera allí un golpe. También el cuello, y de pronto los hombros,
agobiados
por fatigas incontables. Al abrir los ojos (tal vez gritaba ya) vio
que
se habían separado. Ahora sí gritó. De frío, porque la nieve le estaba
entrando por los zapatos rotos, porque yéndose camino de la plaza iba
Alina Reyes lindísima en su sastre gris, el pelo un poco suelto contra
el viento, sin dar vuelta la cara y yéndose.

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