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CUENTO DE LA SEMANA:

El profesor Miseria, por Truman Capote

El taconeo de sus propios zapatos en el vestíbulo de mármol le hizo


pensar en cubos de hielo tintineando en un vaso. En cuanto a las
flores
-los crisantemos otoñales en la urna de la entrada-, sintió que
bastaría
tocarlas para que se pulverizaran en briznas escarchadas; no obstante
hacía calor, la casa estaba incluso demasiado caldeada; pero también
fría -Sylvia se estremeció- como frío era el níveo rostro tumefacto y
ajado de la secretaria, Miss Mozart, que vestía toda de blanco, como
una
enfermera. Claro que bien podía ser que lo fuese. Pensó un momento:
Mr.
Revercomb, usted está loco y ésta es su enfermera. No, francamente no.
En ese momento el mayordomo le tendió su bufanda. Le impresionó su
apostura: delgado, tan cortés, un negro de piel pecosa y ojos
enrojecidos y
opacos. Le abrió la puerta; apareció Miss Mozart: su rígido uniforme
produjo un seco susurro en el vestíbulo:

-Esperamos que regrese -dijo, y le dio a Sylvia un sobre cerrado-. Mr.


Revercomb se ha sentido particularmente complacido.

Fuera, la oscuridad caía como copos azules. Caminó por las calles de
noviembre hasta llegar a la solitaria zona alta de la Quinta Avenida.
Se
le ocurrió regresar a casa atravesando el parque: casi un acto de
desafío. Henry y Estelle, que nunca dejaban de insistir en su
sabiduría
urbana, le habían dicho una y otra vez, Sylvia, no sabes lo peligroso
que
es caminar de noche por el parque; mira lo que le sucedió a Myrtle
Calisher. Esto no es Easton, guapa. Ésa era otra de las cosas que
decían.
Otra más. Dios santo, estaba harta. Sin embargo, aparte de ellos y de
algunas otras mecanógrafas de SnugFare, la empresa de ropa interior
para
la que trabajaba, ¿a quién más conocía en Nueva York? La situación no
estaría mal si no tuviera que vivir con ellos, si le alcanzara para
pagarse un cuarto propio en algún sitio; pero en aquel angosto
apartamento a
veces sentía deseos de estrangularlos. ¿Por qué había ido a Nueva
York?
La causa, fuera cual fuese, le parecía a estas alturas bastante vaga;
sin embargo, un motivo esencial para salir de Easton había sido
librarse
de Henry y Estelle, mejor dicho, de sus equivalentes, aunque Estelle
también era de Easton, un pueblo al norte de Cincinnati. Habían
crecido
juntas. El verdadero problema de Henry y Estelle era que estuvieran
tan,
pero tan casados. Don Jabón, Cepigrillo, todo tenía un nombre: el
teléfono era Tin Tilín; el sofá, Nuestro Berny; la cama, el Gran Oso,
¿y qué
decir de sus almohadas y toallas El y Ella? Suficiente para
enloquecer.
¡Enloquecer!, dijo en voz alta. El parque silencioso absorbió su voz.
Qué agradable sensación, había hecho bien en atravesarlo, el viento
soplaba entre las ramas, los arbotantes de luz recién encendidos
iluminaban
dibujos de tiza de los niños: pájaros rosas, flechas azules, corazones
verdes. De pronto, dos muchachos aparecieron en el camino como un par
de palabras obscenas. Rostros marcados de acné, sonrientes, se
asomaron
en la oscuridad como llamas amenazadoras. Cuando pasaron a su lado,
Sylvia sintió que el cuerpo le ardía.

CUENTO DE LA SEMANA:
El pez gordo, por William Foulkner

Cuando Don Reeves trabajaba en el "Sentinel" solía pasarse seis noches


a la semana jugando a las damas en la comisaría de policía. La séptima
noche jugaban al póquer. Él me contó la historia:

Martin está sentado en la silla. Govelli sobre el escritorio, con el


muslo en el borde, el sombrero puesto y los pulgares en el chaleco; el
cigarrillo en el labio inferior, brinca de arriba abajo mientras le
cuenta a Martin que Popeye se ha saltado una luz roja con un coche
lleno de
whisky, y que por poco atropella a un peatón.Ellos –los mirones, los
otros peatones– obligaron al coche a ir hasta el bordillo, asistidos
por
el peso absolutamente encolerizado de unas virtudes cívicas puestas a
prueba hasta la saciedad, y personificadas por sufridos y vulnerables
seres de carne y hueso, y retuvieron allí a Popeye, las mujeres
chillando
y vociferando y el peatón, sobre el estribo, agitando un puño
insignificante ante la cara de Popeye; y entonces Popeye sacó una
pistola: un
hombre menudo de cara mortecina y pelo y ojos mortecinos y negros y
pequeña y delicada nariz ganchuda, sin barbilla, encogido y gruñendo
detrás
de la automática pulida y azul. Era un tipo pequeño y de aspecto
mortecino, con apretado traje negro de actor de "vaudeville" de hace
veinte
años, y feroz voz de falsete, como de niño de coro, que era
considerado
todo un personaje en los círculos sociales y profesionales en que se
movía. Tengo entendido que dejó más de un corazón palpitante entre la
hermandad femenina que florece en la noche de DeSoto Street cuando se
largó de estos parajes. No había nada que pudiera hacer con su dinero
salvo
regalarlo, ya ve. Ésa es la tragedia americana: tenemos que regalar
tanto de nuestro dinero, y no hay nadie a quien regalarlo salvo a los
poetas y a los pintores. Pero si se lo diéramos a ellos probablemente
dejarían de ser poetas y pintores. Y aquella pequeña y plana y
omnipresente
pistola había hecho que más de una glándula masculina funcionara más
de
la cuenta, y que al menos una se parara por completo: y también el
corazón, en este caso. Pero el principal motivo de interés y
admiración
entre ellos residía en el hecho de que cada verano viajaba a Pensacola
a
visitar a su anciana madre, a quien contaba que trabajaba en la
recepción de un hotel. ¿No ha notado que la gente cuya vida es
equívoca, por no
decir caótica, se conmueve siempre ante las virtudes del hogar?

Vaya al burdel o al presidio si quiere escuchar esas canciones sobre


hijo mío y mamá.

   Editorial Certeza Argentina  

    Rebeldes con causa  


Lucas Leys 
Soy parte del equipo de los que no se
avergüenzan.
Soy discípulo de Cristo.
Tengo el poder del Espíritu Santo.
No miraré atrás.
No me rendiré.

¿A quién no le gustaría tener poderes


sobrenaturales? De pequeño jugaba a Superman, al
Hombre-araña y a otros súper héroes que podían
  hacer cosas que para mí eran imposibles. 

Si alguna vez te sedujo la idea de tener poderes sobrenaturales, agárrate del


asiento y ponte la capa a donde quiera que estés porque tengo noticias: Luego
de la resurrección y antes de la ascensión las últimas palabras de Jesús fueron:

‘Cuando venga el Espíritu Santo sobre ustedes, recibirán poder y serán mis
testigos’ (Hechos 1.8).
Algunos no se dan cuenta pero la vida cristiana se trata de contar con los
poderes sobrenaturales del Espíritu Santo. Pero yo sé lo que muchos pueden
estar pensando: hay demasiados cristianos que viven sin poder. Sin poder para
vencer malos hábitos, sin poder para cambiar sus vidas, sin poder para crecer,
sin poder para sobreponerse a sus temores, sin poder para tener las familias
   que desean, sin poder para salir de la mediocridad y sin poder para cumplir sus  
sueños. Todos queremos tener poder para llegar a ser lo que debemos ser, así
que te propongo que analicemos estos tres secretos de cómo se desata el
poder de Dios en nosotros.

Propósito
El primer secreto tiene que ver con ir entendiendo el propósito de Dios para tu
vida. Sin tener un propósito en la vida es más fácil caer en las garras del
desorden, la desorganización, la pobreza, la inconstancia, las malas compañías
y los malos hábitos. Efesios 2.10 dice ‘Porque somos hechura de Dios, creados
en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios dispuso de antemano a fin
de que las pongamos en práctica.’ Yo te pregunto: ¿Te has puesto como meta
ser de bendición? Eso es lo que el Espíritu Santo quiere llevarte a hacer.
 
No hay manera de vivir en el poder del Espíritu sin rendirse a los planes de
Dios.

Pasión
La pasión tiene que ver con el corazón. Luchar por un propósito, alcanzar metas
y cumplir con la voluntad de Dios para tu vida demanda mucha energía
emocional. Demanda que tu corazón esté 100 por 100 involucrado y
comprometido con alcanzar ese premio.

Paciencia
Pero está el tercer secreto y este es lo que más me cuesta a mí: La tercera P es
de paciencia. Muchas veces pretendemos un cristianismo instantáneo.
Queremos ir a los pastores, que nos hagan click y solucionamos nuestros
problemas. Pero fíjense el estilo de Dios. Él es un artista, le gusta la perfección
y por eso permite que seamos probados. Que pasemos por problemas y
dificultades para que ganemos paciencia.
 
¿Cuántos chicos y chicas se complican el futuro por no tener paciencia en
cuanto al sexo? ¿Cuántos adultos por no tener paciencia no saben ahorrar y
pagar sus deudas?

La paciencia es una sabia consejera y por eso Dios quiere que tengas
paciencia.

Si puedes hacer de estas tus palabras:


eres un discípulo peligroso.
Un rebelde por la causa de Cristo
    
CUENTO DE LA SEMANA:
Como si fueran enemigos acérrimos, irreconciliables, cierta crítica
pretende obligarnos a elegir entre el llamado realismo y la literatura
fantástica, entre Chejov y Kafka, como si la realidad no fuera incluso
más
rica gracias a la existencia de ambos, como si hubiera que elegir,
también, entre Hemingway o Borges. Desde una posición bastante
sencilla,
aunque no ingenua, pensamos que la literatura es un plexo de mundos
posibles a imagen y semejanza del mundo real. La frontera entre ambos
no es
un muro inexpugnable, sino al contrario, y por suerte, una materia
flexible hecha de interpretaciones, sueños, hechos y proyectos: en una
palabra, la frontera y aquello que ésta limita, están constituidos por
eso
que llamamos lenguaje. Y si bien es imposible emitir una definición
científica del lenguaje, así como es imposible hacerlo con respecto a
la
literatura, podemos sin embargo reconocer en ellos lo que nos hace
humanos, el habla y la capacidad de apreciar la belleza.

LA MURALLA CHINA, por Franz Kafka


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De la construcción* (1918-19)
* Se supone que la versión definitiva fue quemada por Kafka. El texto
"Un mensaje imperial" apareció independientemente en Un médico rural,
1919.

El extremo norte de la Muralla China ya está concluido. Dos secciones


convergieron allí, del sureste y del suroeste. Ese sistema de
construcción parcial fue aplicado también en menor escala por los dos
grandes
ejércitos de trabajadores, el oriental y el occidental. Este era el
procedimiento: se formaban grupos de unos veinte trabajadores, que
tenían a
su cargo una extensión cercana a los quinientos metros, mientras otros
grupos edificaban un trozo de muralla de longitud igual que se
encontraba con el primero. Una vez producida la unión, no se seguía la
construcción a partir de los mil metros edificados: los dos grupos de
obreros
eran destinados a otras regiones donde se repetía la operación.
Naturalmente que con ese procedimiento quedaron grandes espacios
abiertos que
tardaron muchísimo en cerrarse: algunos lo fueron años después de
proclamarse oficialmente que la Muralla estaba concluida. Se afirma
que hay
espacios vacíos que nunca se edificaron; aseveración, sin embargo, que
es
tal vez una de las tantas leyendas a que dio origen la Muralla y que
ningún hombre puede verificar con sus ojos, dada la magnitud de la
obra.

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