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TEMA 4 (I) LA ADECUACIÓN TÍPICA EN LOS TIPOS

ACTIVOS DE RESULTADO

Enrique Peñaranda Ramos


Universidad Autónoma de Madrid

I. La relación de causalidad entre la acción y el resultado.

Para que se cumpla el tipo de un delito de resultado se considera un requisito


imprescindible, al menos por lo que respecta a sus modalidades de comisión activa, que
se dé una relación de causalidad entre la acción del sujeto y el resultado en cuestión.

A) EL CONCEPTO JURÍDICO-PENAL DE CAUSA: LAS DISTINTAS TEORÍAS


SOBRE LA CAUSALIDAD

A fin de establecer cuándo existe tal relación de causalidad se han propuesto


innumerables teorías, pero de todas ellas la que ha terminado por imponerse es la teoría
de la condición (propuesta por Glaser y von Buri), conforme a la cual es causa del
resultado toda condición de la cual depende su producción, con independencia de su
mayor o menor proximidad al resultado y de su mayor o menor importancia con arreglo
a cualesquiera otros criterios. Dado que, desde esta perspectiva, a cualquier condición
del resultado se le atribuye por igual el carácter de causa del mismo, esta concepción de
la causalidad recibe también el nombre de “teoría de la equivalencia de las
condiciones”.

A esta teoría se le reprochó en un principio su incapacidad para delimitar de un modo razonable


el comportamiento típico de los delitos de resultado. En una época en la que aún se consideraba
la causalidad como el único presupuesto objetivo de tales delitos, pareció a muchos necesario,
para no llegar a conclusiones tan absurdas como las de considerar como autores (aunque
eventualmente inculpables) de un delito de homicidio o de lesiones no sólo a quienes
directamente lo hubiesen ejecutado, sino también a los progenitores de éstos o a los de la víctima
o al fabricante del arma empleada, formular otros conceptos de causa. Así se desarrollaron las
llamadas teorías individualizadoras de la causalidad. Común a todas ellas era el propósito de
limitar el alcance de la teoría de la equivalencia mediante la consideración como causas en
sentido penal sólo de aquellos comportamientos que condicionan de un modo especial (por
ejemplo, del modo más “directo”, “próximo”, “eficiente” o “eficaz”) la producción del resultado.
Estos intentos han caído en un completo desuso desde el momento en que se adquirió conciencia
de que la causalidad no es el único requisito para la imputación objetiva del resultado a la
conducta de un sujeto, sino tan sólo su presupuesto mínimo. Frente a ellos, el criterio seguido
por la teoría de la equivalencia de las condiciones tiene además la ventaja de su mayor
proximidad con el concepto lógico de causa que predomina en la Filosofía y en la Ciencia. En
ellas se suele considerar ciertamente como causa de un resultado la suma o el conjunto de las
condiciones a las que sigue necesariamente su producción (Mill), mientras que para la teoría de la
equivalencia es causa cualquiera de esas condiciones, pero esto se puede entender como una
Causalidad e imputación objetiva

adaptación del concepto lógico de causa a las finalidades propias del Derecho penal, pues a éste
no interesan todas las condiciones de la producción de un resultado, sino únicamente si éste
puede ser imputado a una acción humana y ésta sólo puede interponer una o varias de esas
condiciones, mas no, evidentemente, la totalidad de las mismas (Cobo-Vives).

B) LA COMPROBACIÓN DE LA CAUSALIDAD: DE LA FÓRMULA DE LA


“CONDICIO SINE QUA NON (c.s.q.n.) A LA DE LA “CONDICIÓN AJUSTADA A
LEYES

Para determinar cuándo se puede considerar que una conducta es condición de un


resultado y, por lo tanto, causa del mismo los partidarios de la teoría de la equivalencia
utilizaron inicialmente la fórmula de la condicio sine qua non (en adelante c.s.q.n).
Según esta fórmula se entiende como causa de un resultado cualquier condición del
mismo que no puede ser suprimida mentalmente sin que desaparezca también el propio
resultado o, lo que es igual, toda condición sin la cual el resultado no se habría
producido. La fórmula de la c.s.q.n. ha sido frecuentemente identificada con la teoría de
la equivalencia (así por ejemplo todavía STS 1-7-1991, RJ 5485; y 26-11-2008, JUR
380053). Esta identificación es inexacta, ya que es posible rechazar, con carácter
general, el procedimiento hipotético característico de dicha fórmula y mantener sin
embargo el criterio de la teoría de la equivalencia con una formulación diferente.

En realidad, la fórmula de la c.s.q.n. debe ser rechazada pues está expuesta a serios
reparos, que hacen inconveniente su empleo en la comprobación de la causalidad. A esta
fórmula se le ha reprochado, por una parte, su inutilidad, ya que presupone el
conocimiento de aquello que habría que comprobar con su uso. No es esto sin embargo
lo más importante. Mucho peor es que puede conducir a errores muy graves en el
enjuiciamiento de algunos supuestos. Esto es lo que sucede especialmente en los casos
de causalidad hipotética y también en algunos supuestos de causalidad cumulativa:
aquellos que se denominan de causalidad doble o alternativa.

- Se habla de causalidad hipotética para referirse a aquellos casos en los que se produce un
resultado en virtud de unas determinadas condiciones, pero se habría producido también en
virtud de unas condiciones diferentes (las “causas de reserva”) si aquellas otras (las “causas
reales”) no hubiesen concurrido. Ejemplos de causalidad hipotética podrían ser los
siguientes: a) un miembro de una organización terrorista, cumpliendo órdenes de sus
dirigentes, ejecuta la muerte de una persona a la que habían previamente secuestrado, pero
otro integrante de esa misma organización habría dado muerte a la víctima si el primero se
hubiese negado a hacerlo; b) en el curso de una pelea uno de los contendientes pide a sus dos
amigos allí presentes que le alcancen un arma para matar a su oponente y uno de ellos se la
entrega, pero el otro también se la hubiese alcanzado en el mismo momento si hubiese sido
necesario para producir tal efecto. En este tipo de casos la aplicación de la fórmula de la
c.s.q.n. conduce a resultados absurdos, pues niega la existencia de causalidad allí donde
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evidentemente la hay: la conducta del terrorista que da muerte al secuestrado o la de quien


alcanza a su amigo el arma letal puede ser eliminada mentalmente sin que el resultado de
muerte desaparezca, ya que existían otras causas de reserva que lo hubiesen ocasionado sin
ninguna otra variación significativa; y sin embargo es igualmente evidente que esas
conductas han condicionado causalmente los resultados en cuestión.

- Las mismas dificultades se presentan para la fórmula de la c.s.q.n. en algunos supuestos


particulares de causalidad cumulativa: los de la llamada causalidad doble o alternativa. Se
trata de aquellos casos en los que varios factores condicionan conjuntamente el resultado,
pero con la peculiaridad de que cada uno de ellos lo habría traído consigo también sin el
concurso del otro. Como ejemplo se suele mencionar el de una muerte por envenenamiento
ocasionada por dos sujetos que, independientemente el uno del otro, depositan cada uno en
una taza de café una dosis del mismo veneno por sí sola suficiente para matar a la persona
que sin saber que está envenenado bebe el café en el que ambas dosis se han mezclado.
También aquí la fórmula de la c.s.q.n. podría conducir a negar la causalidad de esas
conductas, cuando lo cierto es que todas están conectadas causalmente con el resultado.

A la vista de las dificultades a que aboca la fórmula de la c.s.q.n., ha habido numerosos


intentos de modificarla. La doctrina dominante ha optado, sin embargo, por sustituirla
por la fórmula de la “condición ajustada a las leyes de la naturaleza”, elaborada por
Engisch. Esta fórmula prescinde de todo juicio hipotético sobre lo que habría sucedido
si las cosas hubiesen discurrido de otro modo, para preguntarse tan sólo por lo realmente
acaecido: si el resultado se encuentra condicionado, de acuerdo con las leyes que rigen
el acontecer causal, por una acción, ésta ha de ser considerada como causa del resultado.

No obstante, la fórmula de la condición ajustada a las leyes de la naturaleza está


expuesta también a algunas dificultades, precisamente por su referencia a las leyes
causales generales. Aparte del problema relativo a la causalidad (o falta de causalidad)
de la omisión, del que nos ocuparemos en su momento, la fórmula mencionada se
presenta como problemática al menos en dos casos: por un lado, en relación con cierta
clase de fenómenos, para los que la validez del modelo de explicación causal resulta
discutible por cuestiones de principio (así en los casos de la llamada "causalidad
psíquica"); por otro, allí donde, sin que se discuta la validez general de ese modelo de
explicación, se carece, en el caso concreto, de una completa comprensión con arreglo a
puntos de vista causales de la relación existente entre determinados sucesos (como
ocurre en los casos de los llamados "cursos causales no verificables").

- Algunas dificultades parece presentar ya con carácter general la causalidad cuando el nexo
entre una acción y el resultado discurre a través de la psique de otra persona. En estos
supuestos es frecuente hablar de una “causalidad psíquica”, pero precisamente lo que se
discute es si nos hallamos en presencia de una verdadera causalidad. En efecto, algunos
autores piensan que, si se parte de la tesis del libre albedrío, la voluntad del hombre y su
comportamiento se han de considerar sustraídos al principio causal. Así, en STS 23-4-1992,
RJ 6783 -recaída en el conocido caso del “síndrome tóxico” o del aceite de colza-, se afirma
incidentalmente que “la problemática de la relación de causalidad” sólo “se refiere a las

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relaciones que explican los fenómenos del mundo físico, propias de los objetos, pero, en
modo alguno, a los efectos motivadores de las conductas de unas personas sobre otras que
obren libremente”. Desde esa perspectiva, hablar de causalidad en este ámbito supondría
atribuir a tal término una amplitud excesiva que terminaría por englobar en él “fenómenos y
situaciones que no parece adecuado tratar con idénticos criterios”. Sin embargo, como ha
puesto de relieve, entre otros, Roxin, esto no es del todo exacto. Para quien mantenga una
concepción determinista del mundo, es desde luego indudable que el psiquismo del hombre
se encuentra sometido a leyes causales como las que rigen en el ámbito físico. Pero también
quien crea en el libre albedrío, el indeterminista, ha de admitir que la decisión de una
persona puede estar condicionada por la inducción, el consejo u otro tipo de comportamiento
ajeno, al igual que puede estarlo por otras circunstancias exteriores; el hecho de que dependa
también de la voluntad de un sujeto el sentido en que se vaya a orientar su propia conducta
no excluye que esos otros factores la condicionen efectivamente en el caso concreto. Y,
puesto que se denomina causa de un resultado, de acuerdo con la teoría de la equivalencia,
cualquiera de las condiciones que influyen efectivamente en su producción, no hay obstáculo
para decir que (también) causa la muerte de la víctima, por ejemplo, quien encarga a otro su
ejecución. Desde esta perspectiva, no hay motivo, pues, para negar la causalidad, por
ejemplo, de los actos de participación, ni en relación con la conducta del autor principal, ni
respecto del resultado final. Tampoco el carácter “indirecto” o “mediato” de la relación
causal, en contra de lo que sostenía la antigua doctrina de la “interrupción del nexo causal” o
de la “prohibición de regreso”, excluye la existencia de dicha relación cuando se interpone la
conducta de la propia víctima o de un tercero, aunque ello pueda tener algunas
consecuencias para la imputación objetiva, como luego veremos. Es dudoso no obstante que
la fórmula de la condición ajustada a las leyes de la naturaleza describa de un modo
adecuado el proceso que se ha de seguir para comprobar la existencia de la relación causal
en estas hipótesis: la extraordinaria complejidad que encierra el proceso de motivación de la
conducta humana hace que no se disponga de un conocimiento tan acabado de dicho
proceso, como el que, según se supone, han de proporcionarnos las ciencias naturales. Sin
menospreciar los avances que se han producido en el campo de la Psicología, muchas veces
no se encuentra en este ámbito más apoyo que el que nos ofrece la experiencia ordinaria. Por
ello parece oportuno matizar aquélla fórmula de Engisch y hablar simplemente, como hizo
finalmente este autor, de condiciones aj stadas a las le es de la e periencia , sea ésta
científica o cotidiana.

- Por otro lado, problemas similares se plantean también en el ámbito propio de las ciencias
naturales, que no siempre suministran una explicación completa del proceso de causación de
un determinado fenómeno. Ésta es, en parte, la delicada cuestión que se ha venido a discutir
bajo la referencia a los “cursos causales no verificables” y que ha adquirido una gran
relevancia teórica y práctica en el tratamiento de algunos casos famosos como el caso
Contergan (o de la talidomida) en Alemania o el del denominado “síndrome tóxico” (o de la
colza) en España.

Desde luego, no es posible imputar objetivamente un resultado a un determinado


comportamiento si no se encuentra suficientemente probada la existencia de una
relación de causalidad entre ambos y de que tal imputación decae, por lo tanto, en
aplicación del principio in dubio pro reo, cuando existen dudas razonables a ese
respecto. No obstante, la cuestión que se plantea estriba precisamente en saber cuándo
está suficientemente probada o arroja dudas razonables la existencia del nexo causal.

Elemento del tipo de los delitos de resultado y, en consecuencia, objeto de la prueba


en el proceso penal no es en sí la ley causal general, sino la existencia de una concreta
relación causal entre la conducta y el resultado, pero ello presupone, a su vez, la
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existencia de una ley general que vincule de un modo regular condiciones como la
interpuesta por la acción del sujeto con esta clase de resultados. Este es, precisamente el
sentido y el valor de la fórmula de la “condición ajustada a leyes”: que la causalidad en
el caso concreto sólo puede ser aprehendida mediante la subsunción de ese caso
particular bajo una ley general. Sin esta referencia a una ley general no es posible
distinguir en modo alguno la conexión causal entre dos fenómenos (propter hoc), de su
simple sucesión temporal (post hoc), ni vencer por tanto el sofisma post hoc, ergo
propter hoc (como ha advertido, con razón, Torío). Esto no significa, sin embargo, que
resulte imprescindible un conocimiento exhaustivo del proceso causal, ni impide, según
el punto de vista más extendido, que entre esas leyes generales puedan tomarse en
consideración no sólo leyes universales, sino también leyes estadísticas o de estructura
probabilística.
- Hay ocasiones en las que la causalidad es tan evidente que no parece plantearse en relación
con ella dificultad alguna. Pero la “causalidad conforme a leyes” puede volverse más
problemática, sin que ello signifique necesariamente que haya que negar la existencia de un
nexo causal en el caso concreto. Incluso en el ejemplo de la muerte por precipitación al
vacío, el resultado no se explica sólo por efecto de la caída, en virtud de la ley de la
gravedad, sino también por la fragilidad del cuerpo humano al sufrir impactos de ese tipo,
según leyes biológicas y fisiológicas conocidas de un modo más impreciso. No obstante, en
casos como éste es posible afirmar inequívocamente la relación de causalidad, a pesar de que
algunas de las condiciones que influyeron en la verificación del resultado permanezcan en la
oscuridad. Una explicación completa del conjunto de las condiciones de un resultado es ya
por principio inviable, porque la inclusión de todos los factores que han influido en su
producción escapa a las posibilidades del conocimiento humano. Esto resulta
particularmente aplicable al caso de los procesos fisiológicos o biológicos complejos, como
los que tienen lugar por ingestión de medicamentos u otras sustancias o como consecuencia
de radiaciones. No se puede hacer depender, por tanto, la afirmación del nexo causal de que
en el caso concreto se haya esclarecido el entero mecanismo de producción del resultado.
Como han señalado el Tribunal Supremo alemán en su sentencia de 6-7-1990 (sobre el caso
“Erdal” o “Lederspray”) y el español en STS 23-4-1992, RJ 6783 (sobre el caso del
“síndrome tóxico” o del aceite de colza), “si se ha comprobado de una manera jurídicamente
inobjetable que la composición del contenido de un producto -aunque no sea posible una
mayor aclaración- es causante de los daños, no será requisito para la prueba de la causalidad
que además se compruebe por qué dicho producto pudo ser causal de los daños, es decir,
cuál ha sido, según su análisis y los conocimientos científico-naturales, el fundamento
último de esa causalidad” (en el mismo sentido Gómez Benítez y STS 5-12-2000, RJ
10165). En otros términos: la “imperfección” de la explicación causal no impide afirmar una
relación de causalidad entre una acción y un resultado, si por lo demás está suficientemente
asegurado que esa acción se encontraba entre las condiciones de su producción (así también
Gimbernat).
- Esto puede suceder, incluso, cuando una misma condición (por ejemplo el suministro de un
medicamento o la inoculación de alguna sustancia) no trae siempre como consecuencia el
mismo resultado. Ni siquiera el desconocimiento de la ley universal explicativa del
fenómeno y la correlativa necesidad de acudir a leyes estadísticas o “de estructura
probabilística” constituye un obstáculo insuperable para la afirmación de la causalidad en el
caso concreto. Era pues rechazable el argumento esgrimido por la defensa en el curso del
proceso seguido en Alemania en el caso Contergan de que la causalidad entre la ingestión de
talidomida y el nacimiento de niños con graves deformidades estaría excluida, dado que no
todas las mujeres que la habían ingerido en la fase crítica del embarazo dieron a luz a sus
hijos con tales deformidades. E igualmente rechazables eran los correspondientes

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argumentos de las defensas en el caso de la colza. En contra de ellos cabe aducir que el
cuerpo humano es un organismo altamente complicado y que es una verdad incontestable
que los seres humanos tienen constituciones sumamente diversas que explican que una
misma sustancia opere también de modos muy diferentes sobre ellos. La afirmación, que
aquí se hace, de que las leyes estadísticas pueden contribuir decisivamente a la explicación
científica de por qué se producen determinados fenómenos, ha tenido que enfrentarse a la
objeción de que “la estadística no proporciona leyes causales” (Armin Kaufmann), esto es,
de que aquellas leyes “no constituyen nunca un argumento positivo en favor o en contra” de
la causalidad en el caso concreto. Lo que hay en esta crítica de cierto es que, incluso cuando
existe una correlación estadística muy importante (en un elevado porcentaje de casos) entre
dos clases de fenómenos, cabe la posibilidad de que estemos ante una sucesión puramente
casual de fenómenos totalmente independientes entre sí. Pero ello también ocurre, en gran
medida, allí donde están disponibles leyes universales: el hecho de interponer una condición
ajustada a tales leyes no implica por sí sólo, para el caso concreto, mucho más que la
existencia de una relación temporal entre distintos fenómenos, ya que un mismo resultado
puede ser producido alternativamente en virtud de diversos procesos causales. Si alguien
suministra arsénico en una dosis necesariamente letal a otro y se comprueba que éste fallece
como consecuencia de un envenenamiento por arsénico, la demostración plena de la
causalidad del comportamiento del primero para el resultado exige saber, con seguridad
absoluta, que no hubo otra dosis de ese mismo veneno que haya adelantado en su eficacia a
la que aquél le proporcionó. Si existen indicios de que esto pudo haber sucedido habrá que
realizar un examen más detallado del caso a fin de excluir o confirmar esa hipótesis. Tales
precisiones son, en cambio, innecesarias cuando se presenta como absolutamente improbable
que el resultado pueda deberse a un proceso causal distinto del que se toma inicialmente en
consideración.

En definitiva, la situación que se produce cuando se aplican leyes de carácter estadístico


no difiere radicalmente de la que se presenta cuando se recurre a leyes causales
universales: en uno y otro caso la afirmación de la causalidad de un comportamiento
para un determinado resultado exige una “probabilidad prácticamente excluyente
de imaginables hipótesis contrarias” (Torío).
Acerca del problema de cómo se ha de valorar la existencia a tal respecto de informes periciales
discrepantes, SAP de Barcelona 30-1-2001, JUR 258909, siguiendo los criterios sentados en
STS 23-4-1992, RJ 6783, resume así el estado actual de la cuestión: “cuando existen
discrepancias entre los peritos sobre la existencia de una relación causal, el Juez puede formar
legítimamente su convicción acogiendo una de las hipótesis en liza, siempre y cuando tal
hipótesis no contradiga los conocimientos científicos asentados o las reglas de experiencia y,
además, cuente con una capacidad explicativa superior a las restantes, un extremo éste último
que –debe añadirse– habrá de ser objeto de motivación en la sentencia”.

II. Los restantes presupuestos de la imputación objetiva

La doctrina y la jurisprudencia tradicionales partían de la base de que con la


existencia de una relación de causalidad entre una acción y un resultado se habría
cumplido ya objetivamente el tipo del delito correspondiente. En los casos en que la
punición del autor se consideraba inaceptable, se trataba de excluir su responsabilidad
negando la existencia del dolo o la imprudencia (el llamado inicialmente “correctivo de
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la culpabilidad”). Aún Welzel, por ejemplo, pretendía que quien incita a otro a dar un
paseo por el bosque en medio de una tormenta con la esperanza de que éste sea
alcanzado por un rayo no actúa con dolo de matar: se trataría más bien de un puro deseo,
insuficiente para fundamentar subjetivamente la responsabilidad del agente, aunque los
acontecimientos se hubiesen desarrollado tal y como fueron imaginados. Pero, como han
señalado Roxin o Gimbernat, esta explicación no era en absoluto convincente, pues en el
ejemplo citado resulta patente que el autor quería que se produjera exactamente aquello
que ha sucedido. Si en este tipo de casos se considera inaceptable el castigo, la razón de
ello no se encuentra en el plano subjetivo, sino ya en el objetivo: sólo porque no cabe
entender objetivamente como un homicidio la simple causación natural de la muerte de
otro es posible decir que la intención que a esa causación se dirige no puede ser
calificada como un dolo de matar. En definitiva, se trata antes de una cuestión relativa a
la imputación objetiva del hecho que de un problema de imputación subjetiva (es decir,
de dolo o de imprudencia).

La función de la teoría de la imputación objetiva es precisar los presupuestos que, ya


en ese plano del hecho objetivo, han de concurrir para que la causación natural de un
determinado resultado se convierta en una acción típica según el sentido que
normativamente corresponde al delito de que se trate.

Como ha señalado Dopico, “uno de los principales méritos de la doctrina de la imputación


objetiva es la neta distinción de las cuestiones relativas a la causalidad física o natural (que en
juicio ha de demostrarse mediante prueba empírica) y las cuestiones normativas relativas a la
imputación del resultado a la conducta”. Y en relación con ello conviene hacer además, con este
autor, la siguiente precisión terminológica: incluso allí donde la ley “habla de causar un
resultado (…) no se refiere (scil. sin más) a interponer una condición causal en el plano
mecánico , sino a irrogar , infligir o producir dicho resultado”, pasando pues a un primer
plano los criterios valorativos relativos a la atribución del hecho al agente. En ello el Derecho
viene a coincidir en definitiva con “el uso más común del lenguaje”, en el que “el término causar
no es un término técnico de la Física”.

La moderna teoría de la imputación objetiva se ha desarrollado tan sólo a partir de los


años sesenta del siglo pasado y ello explica que algunos aspectos de la misma sean aún
muy discutidos, pero en sus líneas generales existe un acuerdo muy amplio, del que
participa ahora también la jurisprudencia. En STS 5-4-1983, RJ 2242, se advirtió ya que
no basta con la constancia de la relación de causalidad, sino que es preciso además que
"mediante criterios extraídos de la interpretación de la esencia y fundamento del tipo de
injusto, se pueda afirmar desde el punto de vista jurídico penal, que un resultado es
objetivamente atribuible, imputable, a una acción". Y en la jurisprudencia más reciente

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Causalidad e imputación objetiva

(vid. por ejemplo STS 29-5-1999, RJ 3567; 4-7-2003, RJ 5445; 10-10-2006, RJ 7705; y
22-12-2008, RJ 2009\557) se resumen, de forma coincidente con la doctrina actualmente
más extendida, los requisitos generales de la imputación objetiva: junto al requisito
de la causalidad, se precisa también la creación por el agente de un riesgo que exceda
del nivel de lo permitido y la realización de dicho riesgo en el resultado.

En la exposición que sigue a continuación se acoge también ese planteamiento, aunque con dos
importantes precisiones, de acuerdo con el desarrollo que la teoría de la imputación objetiva ha
experimentado en los últimos tiempos. Por un lado, el peligro generado por la conducta no sólo
ha de exceder del riesgo generalmente permitido, sino que ha de constituir un riesgo típicamente
relevante precisamente en relación con el delito de que se trate, esto es, un riesgo típicamente
relevante de homicidio, lesiones, estafa, daños, etc. Por otro lado, los dos requisitos básicos de la
imputación objetiva ostentan un diferente significado: mientras que la falta de un riesgo
típicamente relevante excluye ya la tipicidad de la conducta misma y, por tanto, incluso la
posibilidad de responder a título de tentativa, la falta de realización de ese peligro en el resultado
sólo excluye la imputación del propio resultado, quedando a salvo (en los delitos dolosos) la
punición por delito intentado.

A) LA GENERACIÓN DE UN RIESGO TÍPICAMENTE RELEVANTE


(“IMPUTACI N DEL COMPORTAMIENTO”)

En los delitos de resultado la tipicidad de la acción requiere que ésta genere un


riesgo típicamente relevante y esto implica un triple presupuesto: a) que esa acción
cree un riesgo o eleve un riesgo previamente existente; b) que el riesgo así generado
exceda del nivel de riesgo permitido; y c) que la acción caiga dentro del alcance del
correspondiente tipo de delito.

1. La creación de un riesgo o la elevación de un riesgo ya existente.

Falta ya la posibilidad de apreciar un comportamiento típico de homicidio, lesiones,


estafa, daños, etc. cuando la acción no crea o eleva significativamente el riesgo de que
el correspondiente resultado se produzca. Este primer criterio de imputación coincide en
lo esencial con el punto de vista que en su día se sostuvo desde la teoría de la
adecuación (de von Bar). Para determinar cuándo una conducta ha creado o elevado de
modo jurídicamente relevante el riesgo de que el resultado se produzca se utiliza la
fórmula del pronóstico posterior objetivo; esto es, la misma que terminó por
imponerse en el marco de aquella teoría: lo decisivo es si un espectador objetivo, dotado
de los conocimientos propios de un hombre normalmente prudente o cuidadoso del
círculo de actividad de que se trate y, además, de los conocimientos especiales de que
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dispusiera el autor, habría considerado su conducta con anterioridad al hecho (ex ante)
como arriesgada.

De esta fórmula deben destacarse los siguientes aspectos:

- Aunque se califique como “posterior”, porque se realiza por el juez ex post facto, se trata de un
juicio de pronóstico que se ha de efectuar atendiendo a los conocimientos disponibles en el
momento de realizarse la acción (y en ese sentido “ex ante”). Por ello no cabe deducir sin más
de lo posteriormente acaecido y conocido (la producción del resultado) que la acción entrañaba el
peligro de ocasionarlo. La conducta que desde una perspectiva ex ante habría de ser considerada
como carente de riesgo, no se califica como peligrosa por el hecho de que posteriormente se
constate que, de una forma anómala o irregular, ha terminado por causar el resultado nocivo.

- La base de conocimiento que se ha de tomar en consideración para efectuar ese pronóstico


corresponde fundamentalmente al que tendría una persona familiarizada con el tipo de actividad
que se trataba de realizar. El juicio de pronóstico es pues objetivo en el sentido de que resulta
irrelevante si el autor concreto de la acción disponía de un conocimiento inferior de la situación
que el que cabría presumir en una persona cuidadosa que habitualmente realizara esa clase de
actividad. Sin embargo han de ser también tomados en cuenta, por principio, los conocimientos
especiales de que dispusiera el autor concreto, puesto que en otro caso se facultaría a quienes,
por las razones que sean, disponen de un conocimiento más exacto de la situación a lesionar
impunemente bienes jurídicos ajenos: quien envía a otro a pasear por el bosque sabiendo que en
las zonas por las que ha de transitar existen especiales peligros (por ejemplo, porque él mismo los
ha generado), no deja de realizar una conducta peligrosa por el simple hecho de que otro en su
lugar no habría sido consciente de ese dato.

El problema fundamental que plantea el criterio de la creación o elevación del riesgo


radica en las dificultades existentes para precisar el grado de adecuación o de
peligro que ha de crear una conducta para considerarla, desde el punto de vista jurídico
penal, idónea para producir el resultado. La idea de la adecuación o de la creación o
elevación del riesgo remite a un juicio de probabilidades que puede oscilar entre el
100% (la total seguridad de que el resultado llegue a producirse) y el 0% (la
imposibilidad absoluta de su verificación); pero no suministra criterio normativo alguno
con el que escoger un punto, cualquiera que sea, dentro de esta amplia escala. En
general, la doctrina tiende a conformarse con un nivel de peligro relativamente bajo,
adoptando así el criterio de Engisch, para quien "un comportamiento es la causa
adecuada de un resultado... cuando hace esperar el resultado como una consecuencia no
absolutamente improbable".

De acuerdo con este punto de vista sólo se puede descartar indudablemente la


imputación del resultado en relación con aquellas conductas de las que ya "ex ante"
puede afirmarse que reducen (casos de disminución del riesgo) o que, al menos, no
elevan en modo alguno el riesgo de que el resultado se produzca, siempre, claro está,
que no impliquen la sustitución de un riesgo ya existente por otro distinto.

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Causalidad e imputación objetiva

Mucho más dudosos son, en cambio, los casos en que el sujeto crea efectivamente un
riesgo de que el resultado se produzca, pero dicho riesgo se presenta ex ante como muy
remoto o insignificante. Respecto de estos casos (por ejemplo, la causación de
pequeñas heridas o contusiones que ocasionan la muerte a la víctima por tratarse, de
forma inesperada, de un hemofílico o de un sujeto afectado por cualquier otra grave
enfermedad), las soluciones son muy variadas tanto en la doctrina como en la
jurisprudencia. Así, para Mir Puig, el caso del hemofílico parece constituir un caso
paradigmático de exclusión de la imputación por falta de creación de un peligro
relevante, mientras que, según Jescheck, en ese mismo caso, así como en todos los
demás en que sea la constitución anormal de la víctima la que explique también la
verificación del resultado, no cabe negar su imputación objetiva "ya que el ámbito de
protección de la norma se extiende también a estas clases de puestas en peligro atípicas"
(expresión esta última que hay que entender aquí en el sentido de anómalas). En esta
misma línea y para la cuestión de la responsabilidad civil extracontractual, Pantaleón
también ha sostenido que la anormal propensión de la víctima “a sufrir un evento
dañoso como el acaecido no es bastante para impedir la imputación objetiva del
mismo”, porque otra solución significaría tanto como desconocer “el derecho de los
enfermos o débiles a no ser tratados como ciudadanos de segunda”, esto es, su derecho a
desenvolverse en las situaciones que no entrañan ningún riesgo especial para las
personas sanas y fuertes. Este último es el punto de vista que mantiene también en
general la jurisprudencia penal española. Justamente en ese sentido cabe interpretar la
conocida tesis del STS de que las circunstancias preexistentes o concomitantes (entre las
que destacan las relativas a la constitución de la víctima) no "interrumpen" la causalidad
o, ahora, "el nexo de imputación". Así en STS 29-5-1999, RJ 3567, se afirma la
imputación objetiva de la muerte ocasionada a un enfermo de SIDA por quien, sin
conocer esta circunstancia, le dio un puñetazo que en una persona sana no habría tenido
más consecuencia que una leve lesión, con el argumento de que “las normas que
protegen la integridad corporal y la vida no dejan fuera de protección (...) a los que
padecen tal enfermedad”. En el mismo sentido, STS 10-11-2003, RJ 2004\1770; y 26-
11-2008, RJ 7744.

El fundamento último de las diferencias de opinión que se aprecian en doctrina y jurisprudencia


acerca de esta cuestión radica en una deficiencia intrínseca del criterio de la adecuación o de la
creación del riesgo: este criterio nos remite simplemente a la experiencia general de la vida y ésta
nos indica, por una parte, que hay lesiones, heridas o enfermedades que en circunstancias
normales no son mortales o gravemente nocivas, pero también que no se pueden descartar de
antemano cursos causales irregulares o atípicos que conduzcan pese a todo a la muerte o a graves
Enrique Peñaranda Ramos

lesiones; pues de esa misma experiencia forma parte, por ejemplo, que hay personas que, incluso
sin aparentarlo, muestran una constitución física tan débil que pequeños accidentes o lesiones que
en principio habría considerar como leves pueden resultarles fatales. Por ello, se rechace o no el
criterio de la adecuación o la creación del riesgo como principio básico de imputación, se ha de
conceder preponderancia al del riesgo permitido, un criterio que por su propia naturaleza permite
ya operar con baremos normativos algo más firmes. En definitiva, el hecho de que el riesgo sea
muy reducido o muy remoto no puede conducir sin más a negar la imputación objetiva del
resultado en que luego ese riesgo se concrete, sino que constituye un factor a considerar, entre
otros, para decidir si el riesgo que entraña la actividad en cuestión se encuentra permitido por el
ordenamiento. Fuera de esto, la escasa entidad del riesgo sólo puede tener importancia en el
ámbito de la imputación subjetiva, para graduar la infracción del deber de cuidado personalmente
exigible al agente o, incluso, para negar la existencia de culpa o imprudencia, en atención a las
circunstancias concretas del caso (vid. en este sentido STS 29-5-1999, RJ 3567).

2. La superación del nivel de riesgo permitido.

Existen conductas que, a pesar de crear importantes peligros de lesión de un bien


jurídico, se encuentran socialmente admitidas o toleradas. Para referirse a esta clase de
conductas peligrosas, cuyo prototipo es la conducción de automóviles bajo la
observancia de las reglas de tráfico rodado, se habla de riesgo permitido. Otros
ejemplos de esta índole los constituyen las explotaciones mineras o de la energía
nuclear, el tráfico aéreo o marítimo, etc. En estos casos, ni siquiera cuando hay un dolo
directo de que se produzca el resultado existe responsabilidad por el correspondiente
delito consumado (ni por tentativa de ese delito) si la conducta que lo produce (o habría
de producirlo) se mantiene dentro del riesgo permitido.

Para determinar cuándo ello es así y cuándo el riesgo excede, por el contrario, de lo que
el ordenamiento permite, pueden servir algunos criterios generales, como los expuestos
por Jakobs: 1º) Los riesgos que comporta ya el propio contacto social se encuentran
siempre permitidos (riesgo insignificante permitido, riesgo general de la vida). 2º) La
infracción de las normas establecidas por el Ordenamiento jurídico para reducir a un
mínimo tolerable el peligro que para los demás entraña una actividad peligrosa
genéricamente autorizada (por ejemplo, el tráfico automovilístico) implica que no se
está ya dentro de los límites del riesgo permitido. Así, incluso quien conduce a baja
velocidad y con un gran nivel de concentración, pero en estado de embriaguez, crea un
riesgo jurídicamente desaprobado. Esto no quiere decir, sin más, que haya de responder
de los resultados que eventualmente se produzcan, pues, como veremos más tarde, la
imputación de tales resultados requeriría, en el ejemplo citado, que fuese precisamente
el riesgo que fundamenta la conducción en estado de embriaguez el que en ellos se
hubiese realizado. 3º) La infracción de normas técnicas y de otros sistemas informales

11
Causalidad e imputación objetiva

de regulación de actividades peligrosas, como las reglas de la lex artis de la Medicina y


de otras profesiones o los standards establecidos por determinadas asociaciones,
corporaciones o gremios para la fabricación de productos (por ejemplo las normas
D.I.N.) puede considerarse como un indicio de que se ha excedido el nivel del riesgo
permitido. Aquí, sin embargo, dado que esos modelos de actuación no vienen
directamente impuestos por el Derecho, tal indicio puede quedar desvirtuado por la
adopción de otras medidas de seguridad o de cuidado que compensen o mejoren incluso
las contenidas en el standard. 4º) En aquellos ámbitos en los que no hay normas
establecidas ni por el Ordenamiento jurídico, ni por otras instancias informales de
regulación de las actividades peligrosas, lo decisivo será el modelo de comportamiento
de una persona prudente que se desenvuelva en ese tipo de actividad.

- En este último caso el criterio se vuelve ciertamente impreciso (prácticamente viene a


solaparse con el del pronóstico posterior objetivo, que sirve guía para establecer si la
conducta entraña algún riesgo). Una determinación más exacta resulta difícil, pero cabe
realizar todavía algunas precisiones adicionales. En primer lugar, la adecuación de la
conducta al riesgo permitido depende no sólo del tipo de actividad de que se trate y del
grado de riesgo que entrañe, sino también de la posición o rol que en ella se ocupe o
desempeñe, de modo que para cada una de estas posiciones (por ejemplo la de médico
general, médico de urgencias o médico especialista) el Ordenamiento jurídico puede
establecer un distinto nivel de exigencia en cuanto al comportamiento debido (en este
sentido, Paredes). Y, en segundo término, de acuerdo con lo planteado, entre otros, por
Schünemann o Corcoy, el nivel de tolerancia respecto del riesgo generado puede también
variar en función de la mayor o menor utilidad o nocividad social del tipo de actividad
que se desarrolle y del grado de conformidad con las pautas de comportamiento
habituales en la sociedad (así, por ejemplo, el nivel de tolerancia del riesgo es más alto en
relación con la custodia de animales típicamente domésticos, que respecto de la posesión de
animales salvajes).

- También en la valoración del riesgo como permitido o no se han de tomar en consideración,


en principio, los conocimientos especiales de que dispusiera el autor. No es evidente, sin
embargo, que ello sea en todo caso decisivo, pues ciertamente cabe pensar en supuestos en
los que la posesión de conocimientos especiales no fundamenta per se un deber de omitir el
comportamiento peligroso (o, en la omisión, un deber de actuar para eliminar o reducir el
riesgo correspondiente) que conduzca a la imputación del resultado que luego se produzca.
Así sucede, por ejemplo, en el caso propuesto por Jakobs de un ingeniero que alquila un
automóvil y descubre, gracias a su especial formación técnica, que los frenos van a fallar en
breve. Si, pese a ello, al terminar el periodo de arrendamiento, devuelve el vehículo a quien
se lo arrendó sin decir nada al respecto, no le son imputables a ese ingeniero las muertes u
otros resultados lesivos que por ese defecto se produzcan más tarde, ya que con su actuación
no desborda el papel que en esta concreta relación le incumbía (queda a salvo, sin embargo,
como para cualquier otro sujeto que conozca esa situación de peligro, la posibilidad de una
responsabilidad por la pura omisión del deber de socorro). En general, sin embargo, un
mayor nivel de conocimiento del agente, incluso debido al puro azar, conduce a elevar
también las exigencias que el Ordenamiento proyecta sobre su conducta, porque la posición
jurídica del sujeto en el ámbito en que se desenvuelve su actuación contiene normalmente la
exigencia de tomar en cuenta tales conocimientos (en este sentido Paredes): así, si ese mismo
ingeniero sabe, por su especial cualificación técnica, que los frenos de su propio automóvil
(o los del automóvil arrendado, antes de su devolución) están a punto de fallar deberá en
principio abstenerse de utilizar dicho vehículo (o deberá impedir que otros lo utilicen) hasta
que los frenos estén convenientemente reparados y, en caso contrario, le podrán ser
Enrique Peñaranda Ramos

objetivamente imputados los resultados que se produzcan por la imposibilidad de frenar


adecuadamente el automóvil (Reyes).

- Más discutida es la cuestión en lo relativo a las aptitudes o capacidades especiales del


agente. Aunque hay también quien sostiene como regla general que para mantenerse dentro
del riesgo permitido el sujeto ha de poner en juego incluso las facultades extraordinarias de
que disponga, la solución correcta puede ser aquí más bien la contraria: basta con hacer uso
de las capacidades generalmente exigibles a cualquiera que ocupe la posición de que se trate,
ya que otra solución podría restringir en exceso la libertad de actuación de las personas. De
este modo, un campeón del mundo de rallies no está obligado, cuando transita con su
automóvil privado por cualquier vía pública, a utilizar todos los recursos técnicos de que es
capaz para reducir al mínimo a él posible el riesgo de la conducción: es suficiente en
principio que se atenga a lo exigible a cualquier conductor normalmente prudente.

Por otra parte, en la definición del riesgo permitido respecto de determinados


contextos de acción pueden jugar un importante papel los principios de confianza,
de prohibición de regreso y de autorresponsabilidad.

El principio de confianza. Constituye una concreción de la noción general de riesgo


permitido a ciertos supuestos particulares: con dicho principio se trata de determinar si
en el desarrollo de una actividad peligrosa (aunque permitida) existe la obligación de
tener en cuenta los posibles fallos de otros sujetos que también intervienen en ella
(superándose el riesgo permitido en caso de no hacerlo) o se puede confiar, por el
contrario, en que esos otros sujetos se comportarán adecuadamente (Suárez/Cancio).
Este principio se relaciona con la necesidad de una coordinación más o menos intensa
del comportamiento de una pluralidad de personas en determinados tipos de actividad
arriesgada, como sucede, por ejemplo, en el tráfico rodado, ámbito en el que
precisamente se originó este principio, o en las operaciones quirúrgicas realizadas en
equipo (Jorge Barreiro). En estos sectores, la actividad en cuestión exige una división
del trabajo y de las esferas de responsabilidad de quienes en ella intervienen que serían
absolutamente imposibles si cada uno tuviese que comprobar por sí mismo y en cada
momento que todos los demás se están ateniendo al papel que les corresponde. Ahora
bien, el principio de confianza queda excluido (o transformado en un "principio de
desconfianza", al decir de Roxin) cuando resulta evidente o hay serios indicios para
creer que el otro no se atendrá adecuadamente a su papel (Maraver).

Aparte de éste, cabe señalar otros límites del principio de confianza

- Como han señalado, entre otros, Arroyo, Lascurain, Corcoy, Dopico y Maraver, una
limitación (aunque no una total exclusión) del principio de confianza tiene lugar, a causa de
la existencia de especiales deberes de cuidado (de selección, instrucción, coordinación,
control y supervisión) respecto de otras personas, allí donde median “relaciones de
carácter vertical” (de superioridad y subordinación jerárquicas). Ello tiene aplicación
especialmente en el ámbito laboral, donde los empresarios, directivos o encargados de la

13
Causalidad e imputación objetiva

empresa “no pueden confiar”, sin más, “en la actitud correcta de los trabajadores y deben
vigilar y exigir el cumplimiento por parte de éstos de las medidas de seguridad” que
correspondan tanto con respecto a sí mismos como en relación con terceros (Corcoy). Ello
se debe fundamentalmente a la posición subordinada del trabajador en la empresa, que puede
dar lugar a un conocimiento meramente parcial del proceso productivo y de los riesgos a él
inherentes y a un importante condicionamiento de su voluntad. En el mismo sentido se viene
pronunciando también la jurisprudencia: vid. por ejemplo STS 19-12-2000, RJ 9263. Una
manifestación legal de estos límites del principio de confianza en las relaciones de trabajo se
encuentra en el deber de prever las imprudencias “no temerarias” de los trabajadores (art.
15.4 LPRL).

- De un modo tajante la jurisprudencia viene excluyendo además que se pueda apelar al


principio de confianza respecto de personas que padecen de importantes déficits
cognitivos: por ejemplo, en la circulación viaria cuando el conductor de un vehículo se
enfrenta a niños, ancianos o minusválidos psíquicos, de los que cabe suponer su
inconsciencia, su impulsividad, su desconocimiento de las reglas del tráfico y sus repentinos
cambios de actitud (por estos motivos en STS 18-6-85, RJ 3022, se plantea la vigencia de un
principio de defensa o de protección, opuesto al de confianza; en el mismo sentido STS
27-3-1989, RJ 2735).

- También se excluye por completo la posibilidad de confiar allí donde, por la especial
intensidad del riesgo, la frecuencia de los comportamientos inadecuados u otros factores, se
impone la necesidad de establecer medidas de doble aseguramiento. Como ejemplos se
citan, en el ámbito del tráfico viario, “el deber de mantener una distancia de seguridad con el
vehículo de delante para evitar colisionar cuando éste se detenga de manera justificada o
injustificada”, el que se impone “a los conductores que van a girar a la izquierda de mirar
nuevamente hacia atrás –a pesar de haber señalizado su maniobra correctamente- para evitar
colisionar con un vehículo que venga adelantando sin prestar atención a esa señalización” o
el “de dejar una distancia de seguridad cuando se adelanta a un autobús para no atropellar a
los peatones que intenten cruzar la calle inmediatamente después de bajarse” del mismo; y,
fuera de ese ámbito, la obligación del personal de enfermería “de volver a contar los
instrumentos utilizados en la operación para asegurarse de que el cirujano no ha dejado
ninguno abandonado en el cuerpo del paciente” o “el deber que puede tener el distribuidor o
comerciante de supervisar el producto que le es suministrado” (Maraver). Como este autor
señala, la exclusión del principio de confianza deriva en estos casos de que el deber de
cuidado de cada uno de los agentes sobre los que pesan estas obligaciones de aseguramiento
se define teniendo en cuenta precisamente la conducta, eventualmente incorrecta, de los
otros. Por esta razón, el arquitecto que contraviene las normas de seguridad relativas a la
construcción en la proximidad de una línea eléctrica de alta tensión no puede exonerarse de
la muerte por electrocución de un trabajador amparándose en el principio de confianza
respecto de los servicios técnicos municipales y la Inspección de Trabajo que nada
advirtieron en sus dictámenes de los riesgos que entrañaba el trabajo en tales condiciones, ni
viceversa (vid. STS 9-4-1999, RJ 3216).

El principio de la prohibición de regreso. Este principio, en el sentido, limitado, que


le da por ejemplo Jakobs, puede jugar también alguna función en la concreción del
riesgo permitido respecto del comportamiento de terceros. Incluso en hipótesis en las
que resulta previsible o incluso evidente que un sujeto puede tomar como punto de
partida, para la comisión de un delito, la actividad previamente realizada por otro, es
posible que la ejecución de tal actividad se mantenga aún dentro del riesgo permitido
porque se ha de considerar “neutral” respecto del comportamiento de aquella otra
persona que organiza de un modo arbitrario y por su propia cuenta el ulterior desarrollo
de los acontecimientos. En cualquier caso no muestran esta “neutralidad” y exceden
Enrique Peñaranda Ramos

indudablemente del riesgo permitido las conductas, realizadas en conexión con el


comportamiento delictivo de otros, cuyo propio sentido objetivo sea inequívocamente el
de propiciar o favorecer la comisión del delito.

Ejemplos:

- La muerte producida por el padre de la víctima de una violación a la persona que se supone
(correctamente o no) que la cometió no es imputable también al policía (o al periodista) que
identificó a tal persona como autora de ese delito, ni al juez que la inculpó o la condenó.
Tampoco son imputables al comerciante que vende un objeto de uso ordinario (por ejemplo
una barra de pan o un destornillador) las muertes o lesiones que luego otros produzcan
sirviéndose de tales objetos (por ejemplo, poniendo veneno en el pan o clavando a un tercero
el destornillador en el vientre) y ello, aun cuando se supiese o se pudiese saber que ese iba a
ser el curso posterior de los acontecimientos.

- Rebasa en cambio el límite del riesgo permitido la prestación de contribuciones a las que es
típicamente inherente un desarrollo posterior delictivo. Tales contribuciones suelen estar, por
ello, ya abstractamente prohibidas: el ejemplo más claro es el de la transmisión de un arma
de fuego sin guardar las cautelas legalmente establecidas al efecto. Pero, incluso sin esa
abstracta prohibición, puede darse también la superación del riesgo permitido en función de
las circunstancias del caso concreto: así, quien entrega un objeto de uso ordinario pero
potencialmente lesivo (v. gr. el destornillador antes citado) a quien participa en una riña
violenta o se dispone inmediatamente a hacerlo. El significado objetivo del comportamiento
puede variar por lo tanto en función del contexto particular en el que se desarrolle.

- Si se tienen en cuenta estos criterios, resulta muy discutible la decisión recaída en el llamado
“caso Vinader” (STS 29-2-83, RJ 702; y TC 105/1983, de 23-11), en la que se imputó (a
título de imprudencia) la muerte de dos personas asesinadas por terceros, presuntamente
integrados en la organización terrorista ETA, a un periodista que, en una serie de entrevistas
publicadas en una revista de difusión nacional, las había implicado unos días antes en las
actividades de grupos de extrema derecha en el País Vasco. Aunque se hubiese podido
demostrar que esas publicaciones influyeron causalmente en la producción de ambas muertes
(lo que, como ya señaló Gimbernat, era altamente dudoso), cabe afirmar que su significado
objetivo no era específicamente el de favorecer la comisión de los asesinatos, sino que la
conexión entre las informaciones efectuadas y la producción de estos delitos había de ser
atribuida a la arbitraria decisión de sus desconocidos autores (así también Feijoo). Muy
distinto habría sido el caso si, como supusieron el Ministerio Fiscal y las acusaciones
particulares, pero no quedó probado en la causa, el periodista procesado hubiese facilitado
también esas mismas informaciones directamente a la organización terrorista al margen de
su publicación, pues ese hecho sí habría tenido un contenido inequívocamente delictivo y el
sentido de una participación en los sucesivos asesinatos.

El principio de autorresponsabilidad y el consentimiento en el riesgo. Hay que tener


finalmente en consideración, como señalan Corcoy y Paredes, que el nivel del riesgo
permitido puede elevarse como consecuencia del consentimiento del afectado. O, dicho
en términos más generales, que la act aci n a propio riesgo puede influir en la
cantidad de peligro que admite o tolera el ordenamiento respecto de una determinada
clase de actividad.

En STS 17-7-1990, RJ 6728 se condiciona esta influencia a que el bien jurídico tenga un
carácter “disponible”, lo que no habría sucedido en el caso en ella enjuiciado, en el que se
debatía una responsabilidad por homicidio (imprudente), dado que sobre el bien jurídico

15
Causalidad e imputación objetiva

atacado, la vida, no se admite tal disponibilidad. Frente a ello se ha observado, sin embargo,
que en estos supuestos no estamos ante un consentimiento directamente referido a la
producción de la muerte, sino ante un consentimiento en el riesgo (lo que algún autor ha
denominado un “consentimiento mediato”), cuya eficacia no tiene por qué estar sometida a
las mismas limitaciones que el primero. Mir Puig, comentando la mencionada sentencia, ha
señalado en este sentido que “la ineficacia eximente del consentimiento en la conducta
voluntaria de matar no implica lógicamente que deba ser igualmente ineficaz el
consentimiento en la conducta que pone en peligro imprudentemente la vida. Es éste un
comportamiento socialmente mucho más tolerable que el primero”, porque no se trata de
“una decisión de morir, de renunciar al bien jurídico vida, sino de vivir arriesgadamente”. A
su juicio, “para una sociedad basada en la libertad”, resultaría “positivo y obligado
constitucionalmente no obstaculizar la posibilidad de elegir poner en peligro la propia vida,
aunque sea exponiéndose a una conducta imprudente de otra persona. Planteamientos como
éste abren la posibilidad de considerar que la actuación a propio riesgo del afectado pueda
convertir en permitidos los peligros así aceptados, incluso cuando afecten a la vida o a la
salud o la integridad corporal. En cualquier caso, aunque no se admita tal consideración o,
admitiéndola, donde el riesgo supere ese nivel de intensidad, hay otra razón por la que puede
ser típicamente irrelevante dicho peligro en relación con el delito de homicidio: que el riesgo
en cuestión caiga fuera del alcance del tipo de este delito.

3. El alcance del tipo.

No todas las conductas que provocan un riesgo, superior al permitido, de producción de


un determinado resultado constituyen conductas típicamente relevantes para el delito en
cuestión, esto es, conductas de “matar” (o de “causar la muerte”), de “lesionar” (o de
“causar lesiones”), de “dañar” (o de “causar daños”) etc., en el sentido jurídico penal
que ha de darse a tales expresiones. Y ello, aunque sea precisamente aquel riesgo el que
luego se realice en el correspondiente resultado. Un análisis teleológico y sistemático de
los preceptos que incriminan, por ejemplo, el homicidio, las lesiones o los daños pone
de manifiesto, en efecto, que quedan fuera de su radio de acción determinados
comportamientos que sólo favorecen de una forma indirecta o mediata la producción del
resultado en cuestión.

El campo principal de aplicación de este criterio del “alcance del tipo” o del “ámbito de
protección de la norma jurídico-penal”, formulado también por Roxin, se encuentra en
aquellos casos en los que el resultado no puede ser imputado “como obra propia” al
agente, sino que ha de ser atribuido inmediatamente a un ámbito de
responsabilidad ajeno, bien al de la propia víctima o bien al de un tercero. En estos
casos sólo cabría, a lo sumo, una imputación indirecta, como la que se da en la
participación en hecho ajeno, allí donde ésta es punible.

- La atribución al ámbito de responsabilidad de la víctima. Cuando el


agente se limita a provocar o a favorecer que la propia víctima lesione sus
Enrique Peñaranda Ramos

propios intereses de forma consciente y responsable (casos de provocación o


favorecimiento de una autolesión) se admite en general por la doctrina y la
jurisprudencia que el resultado que así se produzca no puede ser imputado
inmediatamente al primer agente, aunque el riesgo que entrañe su
comportamiento exceda del permitido (y se concrete en la muerte producida),
porque tal resultado ha de ser considerado, a causa de la autonomía de la
víctima, como obra de ésta. En tales casos sólo será posible acudir a los
preceptos que, excepcionalmente, sancionan la participación en tales hechos
(como sucede con el art. 143 CP).

Un ejemplo muy claro, precisamente de favorecimiento de suicidio, ofrece el caso


enjuiciado en STS 15-12-1977, RJ 4898: un farmacéutico dispensó cuatro frascos de
“Nembutal”, un potente barbitúrico, a dos amantes, amigos suyos, que le hicieron creer
que iban a utilizarlo para deshacerse de un perro de su propiedad que presentaba signos
de rabia. En realidad, lo que pretendían era suicidarse, y a tal fin se dirigieron
seguidamente ambos amantes a un descampado donde se inyectaron mutuamente dos
frascos del barbitúrico, cada uno. A consecuencia de ello se produjo la muerte de la
mujer, mientras que el varón sobrevivió, por resultar para él la dosis finalmente
insuficiente. El STS negó la posibilidad de atribuir al farmacéutico la muerte de la que
había sido acusado, por faltar una “causalidad adecuada o eficiente, próxima, directa y
eficaz” como se requeriría “en estos casos”. Esta fundamentación, en cuanto remitía a
teorías de la causalidad distintas de la de la equivalencia de las condiciones, era errónea.
En el caso en cuestión no se podía negar razonablemente la causalidad del
comportamiento del farmacéutico en la muerte finalmente producida. Tampoco cabía
negar que dicho comportamiento entrañaba un riesgo relevante de que se produjese un
resultado como el ocurrido, ni que ese riesgo excedía del nivel permitido. Más aún,
como señala Corcoy, “el riesgo de que alguien utilice el medicamento para suicidarse es
uno de los que la norma infringida” por el farmacéutico, al despachar el barbitúrico sin
la receta reglamentariamente exigida, “trata de evitar y además es el que se realiza en el
resultado”. No obstante, la decisión adoptada por el STS fue correcta, ya que todo ello
no es suficiente para poder imputar directamente el resultado de muerte o, lo que es
igual, para poder decir que el farmacéutico “mató” a su amiga. Siempre que la víctima
interpone una actuación autónoma y responsable en dirección a su propia muerte, la
conducta de matar no es obra del primer agente: éste se limita a contribuir a un hecho
que ya no se puede calificar como homicidio, sino como un suicidio.

Una argumentación semejante debe conducir, con mayor motivo incluso, a


rechazar la imputación del resultado donde no se trata propiamente del
favorecimiento de una autolesión, sino de la contribución a la realización de
comportamientos en que otro pone en peligro sus bienes de un modo
consciente y responsable, esto es, en los supuestos que se denominan de
favorecimiento de una autopuesta en peligro.

o Un ejemplo característico de ellos y de la importancia que pueden llegar a tener en


la práctica nos ofrecen los casos de entrega de estupefacientes, en particular de
heroína. Quien trata con estas sustancias sabe que su consumo puede acarrear, por
el debilitamiento progresivo del drogodependiente, por una sobredosificación o por

17
Causalidad e imputación objetiva

otros factores, la muerte del consumidor. Si, por alguna de estas causas, sobreviene
en efecto la muerte de alguna persona no hay pues dificultad en decir que existía un
riesgo previsible para el proveedor (o incluso un riesgo efectivamente previsto por
él) de que ello sucediera, ni en afirmar que ese riesgo excedía de lo permitido, como
lo demuestra la genérica prohibición que pesa sobre la transmisión de estas drogas.
Por ello, los Tribunales españoles y extranjeros castigaron inicialmente sin mayor
reflexión, en estos supuestos, no sólo por un delito de tráfico de drogas tóxicas o
estupefacientes, sino también por homicidio imprudente (o con dolo eventual). Esta
situación comenzó, sin embargo, a cambiar a partir de la recepción por la
jurisprudencia de la doctrina de la imputación objetiva. De este modo, desde la
mitad de los años ochenta el STS español, al igual que otros Tribunales extranjeros,
niega la imputación del resultado de muerte al proveedor cuando la víctima se
administra luego la sustancia en cuestión con pleno conocimiento del riesgo, ya que
entonces el resultado ha de ser directamente atribuido a su propia esfera de
responsabilidad. Así ya en STS 11-11-1987, RJ 8498, se justifica la absolución del
traficante en el supuesto carácter “inadecuado” o “inapropiado” de la condición por
él interpuesta, pero también en que el consumidor había hecho “caso omiso” de su
advertencia de que “no se suministrara (scil. de una vez) una dosis tan grande”. De
un modo más general, en STS 20-2-1993, RJ 1383, se admite la posibilidad de
excluir la imputación objetiva del resultado cuando la producción de éste sea
impulsada en última instancia por la propia víctima, si ésta asume conscientemente
el riesgo correspondiente; y en STS 23-6-1995, RJ 4845, con un razonamiento que
remite aún más claramente a la idea de la delimitación del alcance del tipo, se
observa que los riesgos vinculados a la drogodependencia ya son tomados
suficientemente en consideración por los tipos penales en los que se sanciona el
tráfico ilícito de estas sustancias.

o Un sector de la doctrina sostiene que del mismo modo habría que resolver los casos
en los que se produce la muerte o la lesión de personas que realizan tareas de
salvamento, bien de un modo general (en este sentido se pronuncian por ejemplo
Roxin, Corcoy, Hernández Plasencia, Martínez Escamilla y Reyes) o, al menos,
cuando éstas son voluntarias , en el sentido de jurídicamente no obligatorias. El
principal argumento a favor de esta solución estriba en que nos encontraríamos
igualmente ante conductas de autopuesta en peligro que habría que atribuir
inmediatamente al ámbito de responsabilidad de la propia víctima. La
jurisprudencia se ha apartado no obstante de este criterio en alguna ocasión. En STS
17-1-2001, RJ 397, se imputaron objetivamente a quien provocó un incendio en un
edificio las quemaduras sufridas por un vecino que “voluntariamente se expuso a la
acción del fuego” para sacar del inmueble unas bombonas de butano cuya explosión
parecía inminente con el argumento de que “no cabe decir que ese comportamiento
de la víctima, al introducirse voluntariamente en el peligro desencadenado por esa
acción delictiva, fuera algo anómalo, imprevisible o extraño (…), pues en estos
casos siempre es preciso apagar el incendio con los medios necesarios para ello,
bien por los profesionales dedicados a estos menesteres (bomberos), bien por
cualquier otra persona que a tal se presta”. De acuerdo con el punto de vista de esta
sentencia se muestra Gimbernat (en la medida en que los salvadores profesionales
actúen en el ejercicio legítimo de su profesión y en que el particular o no
profesional que efectúa sin estar obligado a ello la acción de salvamento asuma las
funciones que el ordenamiento asigna a aquéllos). A favor de la imputación del
resultado en estas hipótesis se expresan también, entre otros, Cancio y Feijoo, salvo
que el riesgo asumido por el que realiza labores de salvamento sea “irrazonable”.
Mayor coincidencia existe acerca de que no se han de imputar a quien se ha situado
a sí mismo en una situación de peligro (p. ej. mediante una tentativa de suicidio o
en una excursión o una escalada extremadamente arriesgadas) los resultados lesivos
que otros se causen al intentar su salvamento. Según Cancio y Gimbernat, la razón
de ello se encuentra en el carácter lícito de la conducta de aquél.

o Nuevamente se imponen ciertas restricciones al pensamiento de la


autorresponsabilidad en el ámbito de las relaciones laborales. Como señala Dopico
“bajo ningún concepto puede entenderse que la aceptación por el trabajador de unas
condiciones inseguras de trabajo, imputables a la imprudencia del empresario o el
Enrique Peñaranda Ramos

técnico, supone una aceptación de la situación, a modo de consentimiento


convalidante (…). Mucho menos cabe considerar su conducta como una
autopuesta en peligro consciente que pueda impedir la imputación del resultado al
responsable de dichas condiciones inseguras, ni como una imprudencia temeraria
(scil. del art. 15.4 LPRL) del trabajador que le exima de responsabilidad penal”,
entre otras razones, porque “en el ámbito laboral son no pocas las materias
indisponibles para el trabajador en su relación con el empleador, pero la más
importante son las condiciones de seguridad en el trabajo”. Se han de considerar
por ello como profundamente erróneas las decisiones adoptadas en SAP Barcelona
(Sección 2ª) 2-9-2003, ARP 619 y AAP Barcelona (Sección 2ª) 9-3-2004, ARP 75,
en las que dejaron de imputarse a los acusados, pese a no haber dispuesto las
medidas de prevención que les eran exigibles, las gravísimas lesiones
(determinantes de una tetraplejia) sufridas por un trabajador con el argumento de
que la conducta de éste al aceptar trabajar en tales condiciones sería la que habría
determinado exclusivamente el resultado y de que “el sistema penal no puede
otorgar protección a quien no se protege a sí mismo”. Aquellas decisiones
contradicen además una jurisprudencia consolidada en sentido opuesto: vid. STS
14-7-1999, RJ 6180; 19-10- 2000, RJ 9263; o 17-5-2001, RJ 5513.

Más discutida es la cuestión de si han de quedar también fuera del alcance


del tipo de los delitos de resultado los casos de puesta en peligro de otro (o
“heteropuesta en peligro”) aceptada o consentida por el titular del bien
jurídico.

Ejemplos de ello pueden ser los siguientes, propuestos por Roxin: a) El


ocupante de un vehículo incita al conductor del mismo a circular a una
velocidad excesiva porque quiere llegar a tiempo a una cita importante y como
consecuencia de ese exceso de velocidad se produce un accidente en el que
aquél pierde la vida o sufre graves lesiones. b) A la salida de una fiesta uno de
los asistentes pide a otro que lo acerque hasta su casa, aunque aquél sabe que
éste no está en condiciones de conducir por haber consumido demasiadas
bebidas alcohólicas; como en el ejemplo anterior, el ocupante del automóvil
fallece o sufre importantes lesiones a resultas de un accidente, determinado en
este caso por el estado de embriaguez del conductor.

Un importante sector de la doctrina, representado precisamente por Roxin,


sostiene que estos casos de puesta en peligro de otro con su consentimiento
son equiparables, bajo ciertas condiciones, a los de favorecimiento de una
autopuesta en peligro, y que en esa medida quedan también fuera del
alcance o ámbito de protección, por ejemplo, del tipo del delito de homicidio.

Según Roxin, para que pueda admitirse dicha equiparación sería necesario,
desde luego, como en las hipótesis de autopuesta en peligro, en primer lugar
que la víctima fuera una persona responsable y hubiese prestado libremente su
consentimiento en la actividad peligrosa; y, en segundo término, que captase el
riesgo inherente a esa actividad al menos en igual medida que quien le pone
directamente en peligro con su consentimiento. Pero serían necesarios
requisitos adicionales, porque estos casos presentan una diferencia estructural
en relación con los supuestos de favorecimiento de una autopuesta en peligro:
aquél que permite que otro realice sobre él una conducta que lo pone

19
Causalidad e imputación objetiva

directamente en peligro deja en manos de ese otro sujeto una parte esencial del
curso de los acontecimientos; cosa que no sucede cuando es la víctima misma
quien realiza inmediatamente la actividad peligrosa. Como ha señalado Roxin,
“el mero hecho de tolerar la puesta en peligro que es obra de otra persona deja a
la víctima a merced de un desarrollo imprevisible, que a veces tampoco puede
ser ya controlado ni interrumpido en un estadio en el que, en cambio, aún
podría hacerlo quien se pone en peligro a sí mismo; y además, quien se expone
a una puesta en peligro por parte de otro no puede apreciar en el mismo grado
la capacidad del otro para dominar situaciones arriesgadas que como podría
apreciar la medida y los límites de su propia habilidad”. Según este autor, los
requisitos que vendrían a compensar esta importante diferencia estructural
serían que el resultado sea consecuencia solamente de la actividad arriesgada
consentida y no de otros errores del agente y que “la persona puesta en peligro
cargue con la misma responsabilidad por la actuación común que la persona
que crea el peligro”. En la jurisprudencia española más reciente hay signos de
una predisposición favorable hacia este planteamiento. Así en la ya citada STS
de 17-7-1990, RJ 6728 (que enjuició el hecho de un Guardia Civil que,
respondiendo al reto de la víctima, disparó sobre la botella de la que ésta bebía
provocándole la muerte), se admite que podría haber casos en los que “el riesgo
consentido proveniente de la acción de un tercero sea equivalente a la creación
del peligro para sí por la propia víctima” y se cita como ejemplo el que se daría
“cuando el pasajero con prisa ordena al conductor del coche que acelere la
velocidad del mismo por encima de lo permitido”. Sin embargo, en la
mencionada sentencia se termina afirmando la imputación objetiva de la muerte
acaecida en el caso enjuiciado, precisamente por faltar uno de esos requisitos
específicos que vendrían a compensar la diferencia estructural antes señalada
con las hipótesis de favorecimiento de una autopuesta en peligro: al efectuar el
tirador su disparo en el momento en que la víctima realizaba un movimiento
para limpiarse algo de vino que le había caído encima, “introdujo, sin previo
aviso del momento de la acción, un factor elevador del riesgo consentido que
excluye la equivalencia que podría haber eliminado la imputación objetiva”.
Reconoce aún más ampliamente la atribución del hecho al ámbito de
responsabilidad de la víctima en estos supuestos Cancio, para quien no importa
quién sea quien realiza la última actuación lesiva, con tal de que la actividad
permanezca en el ámbito de lo organizado conjuntamente por autor y víctima y
ésta no carezca de la responsabilidad o de la base cognitiva necesarias para
poder ser considerada “autorresponsable” (llega a parecidos resultados, pese a
partir de un punto de vista más próximo al de Roxin, García Álvarez). En
contra de cualquier equiparación entre la participación en una autopuesta en
peligro y la heteropuesta en peligro consentida se ha manifestado, en cambio,
rotundamente Gimbernat.

- La atribución al ámbito de responsabilidad de un tercero. Dentro del


criterio del alcance del tipo hay que referirse también a aquellos casos en los
que la causación de la muerte ha de ser inmediatamente atribuida no a la
conducta de un primer agente, ni tampoco a la de la víctima, sino al ámbito
de responsabilidad de una tercera persona. Se trata aquí de hipótesis en la que
entre la actuación peligrosa de aquel primer agente y el resultado producido
se interpone el comportamiento incorrecto de un tercero, que vendría así a
“interrumpir el nexo de imputación”. Aquí se incluyen generalmente los
casos de tratamiento médico defectuoso (de los que se hablará luego al tratar
Enrique Peñaranda Ramos

de la realización del riesgo en el resultado), pero no se debe reducir a ellos el


campo de aplicación de este criterio, ya que éste tiene una virtualidad más
general y abarca también otros muchos casos. Entre ellos, aquéllos de los que
se ocupó la antigua teoría de la prohibición de regreso, es decir, los casos en
los que entre la conducta (dolosa o imprudente) de un sujeto y el resultado se
interpone un comportamiento doloso (o, al menos, conscientemente
peligroso) y plenamente responsable de otro. El fundamento que inicialmente
se dio a esta teoría (interrupción del curso causal) era incorrecto, pues la
causalidad existe o no existe, pero no puede ser en este sentido
“interrumpida”. Más aceptable es hablar en tales casos de una interrupción
del nexo de imputación, como hace ahora un número creciente de autores y
también la jurisprudencia. Pero mejor aún sería decir que el ámbito del tipo
de los delitos de resultado no alcanza esas formas lejanas de contribución a
su producción a través del comportamiento responsable de otros, sino que
para captarlas hay que recurrir, allí donde ello sea posible, a los preceptos
que sancionan la participación en un hecho ajeno.

Algunas decisiones judiciales que se orientan manifiestamente en esta


dirección. En STS 3-6-1989, RJ 5021, se advierte que la imputación objetiva
tiene que verse “esencialmente afectada cuando en ella se interfieren acciones
imputables objetivamente a sujetos distintos” y, más concretamente, “cuando
aparece comprobada la intervención temeraria de terceros, que ante la presencia
de un peligro claramente visible, asumen en forma autorresponsable el riesgo
creado por la acción de otro y de esta asunción es de la que resulta el evento
dañoso”. En tal caso, el resultado producido ya no es imputable a quien dio
lugar inicialmente a la situación de peligro, sino a quien asumió y desarrolló
este riesgo en su comportamiento posterior. Con arreglo a este criterio el STS
absuelve de los homicidios (y también de las lesiones y los daños) imprudentes
por los que en un principio había sido condenado a un agricultor que, al quemar
unos rastrojos, produjo una densa humareda que invadió una carretera en la que
perdieron la vida varias personas que circulaban por ella, dado que estos
resultados, provocados sin duda por esa circunstancia, se debieron finalmente a
la decisión autónoma de terceros sujetos; concretamente, de dos conductores
que, en lugar de detenerse a la vista de la situación así originada, como hicieron
otros, se aventuraron indebidamente a continuar su marcha. Y en STS 21-3-
1997, RJ 1948, se calificó como participación imprudente (impune en cuanto
tal, según esta sentencia) la conducta de quien dejó entrar en su casa y permitió
acceder a la terraza de la misma a dos sujetos que luego efectuaron desde allí
varios disparos que acabaron con la vida de un tercero.

Esa exclusión de la imputación objetiva directa al comportamiento del sujeto por la


atribución del hecho al ámbito de responsabilidad de la víctima o de un tercero queda
sin embargo descartada allí donde el sujeto de atrás haya de ser considerado autor
mediato del acontecimiento: en tal caso, pese a la interposición de la conducta de otro,

21
Causalidad e imputación objetiva

el hecho puede ser imputado también a aquél como obra propia. Sobre esta
problemática, en la que también en la doctrina reina una cierta confusión, las decisiones
judiciales no son uniformes: cfr. de una parte STS 8-11-1991, RJ 8298; y, de otra, STS
30-12-1996, RJ 9244, y 26-2-2000, RJ 1149. Vid. también STS 26-9-2005, RJ 7336.

Junto a todo ello, que –como ya se ha dicho- constituye su campo principal de


aplicación, cabe mencionar otros grupos de casos de en los que el criterio del alcance
del tipo puede ser relevante: así sucede en ciertas hipótesis de resultados diferidos en el
tiempo, como los de “consecuencias tardías” o los de “daños sobrevenidos” con
posterioridad a una primera lesión. A dos grupos de casos limitaremos nuestra
consideración:

- El primero lo constituyen aquellos supuestos en los que se ocasiona a la víctima una primera
lesión, que limita de un modo muy relevante y permanente sus facultades (que provoca, por
ejemplo, una parálisis, la pérdida de un sentido, la amputación o inutilidad de algún miembro o
un trastorno mental), y en un segundo momento sobreviene a la víctima la muerte en un
percance que no habría tenido lugar o tan fatales consecuencias si no hubiese estado
aquejada por esa limitación (v. gr. la víctima, a la que hubo de serle amputada una pierna por
efecto de una primera lesión, fallece en el incendio accidental de su casa, que no pudo abandonar
a tiempo a causa de tal impedimento, o en una caída sufrida durante una excursión por terrenos
poco adecuados para desplazarse en esa condición física con ayuda de unas muletas). No hay
acuerdo sobre la solución que corresponde a estos supuestos. Algunos sostienen que el segundo
resultado ha de ser imputado siempre a quien ocasionó (de forma también objetivamente
imputable) la primera lesión, salvo que la víctima haya desatendido gravemente los deberes de
autoprotección que le fuesen exigibles en sus circunstancias. En cambio, tal imputación decaería
cuando la víctima se hubiese comportado de forma manifiestamente “irracional”, “insensata” o
“descuidada”: así en el caso de que en ese estado se arriesgase a una peligrosa excursión de
montaña. Otros van sin embargo más lejos y niegan la imputación incluso cuando el
comportamiento de la víctima haya sido totalmente “racional”, “sensato y “cuidadoso”. En este
sentido señala Roxin, con convincentes argumentos, que la punición por la producción de las
lesiones permanentes inicialmente ocasionadas permite tomar ya en cuenta el riesgo para la vida
que pesa a partir de ellas sobre quien las sufre. Por otra parte, sería sumamente difícil establecer
un criterio con el que decidir qué actividades puede éste “razonablemente” realizar y cuáles
entrañarían, por el contrario, una grave falta de cuidado por su parte. Más aún: hacer responder al
primer agente por el segundo resultado siempre que éste hubiese sobrevenido sin “culpa de la
víctima” implicaría tanto como obligar a aquél a convertirse en un vigilante permanente de la
conducta de ésta, a fin de protegerla de todos los peligros eventualmente condicionados por su
limitación (así también Corcoy, Reyes y Feijoo).

- El segundo grupo de casos de “consecuencias tardías” que interesa ahora examinar se refiere a
aquellas hipótesis en las que el hecho lesivo inicial produce unos daños en la salud del
afectado que determinan “directamente” (esto es, sin incidencia de otros percances o
factores adicionales) la producción de la muerte, aunque mucho tiempo después de
desencadenarse este proceso. A título de ejemplo cabría citar el caso señalado por ROXIN de que
a la víctima de un accidente le queden “daños estacionarios” o secuelas que disminuyan su
capacidad de resistencia física y con ello sus expectativas de vida y den lugar a su muerte
prematura veinte años más tarde; o el de una persona que, a sabiendas de que padece una
enfermedad contagiosa, la transmite (por contacto sexual o por otras vías) a personas que
resultan así infectadas y fallecen por ello años más tarde. Justamente este último ejemplo, de viva
actualidad desde la extensión del virus de la inmunodeficiencia humana (VIH) y del síndrome de
la inmunodeficiencia adquirida (SIDA), pone de manifiesto la importancia y la dificultad del
problema planteado. También en este segundo grupo de casos las soluciones son variadas.
Algunos autores no ven razón alguna para dejar de imputar el resultado que, en cualquiera de los
Enrique Peñaranda Ramos

ejemplos planteados, finalmente se produzca. En este sentido se ha manifestado Silva, quien sin
embargo no considera completamente equivalentes la “destrucción”, más o menos inmediata, de
una vida humana y su mero “acortamiento” y propone para estos últimos casos una atenuación de
la pena. Más diferenciada es la propuesta de Roxin, para quien hay ocasiones en las que la no
inmediatez en la producción del resultado debe impedir ya objetivamente su imputación,
mientras que en otras el resultado ha de ser pese a todo imputado. A tal efecto, este autor
distingue, con un criterio no cronológico, sino relacionado con la sistemática de los delitos contra
la vida y contra la salud o la integridad corporal, entre aquellos casos en los que el daño
inicialmente ocasionado se desarrolla de un modo lento, pero continuo hasta la producción de la
muerte y aquellos otros en los que, llegada a un determinado estadio, la enfermedad se detiene y
la muerte sobreviene mucho después por la reducción de la resistencia de la víctima o de sus
restantes capacidades físicas. En los primeros, según Roxin, no habría ninguna razón de principio
para negar la imputación, pero en estos últimos el resultado (y la conducta que sólo fuese apta
para producirlo de este modo) caería fuera del ámbito del tipo del homicidio y únicamente
debería ser tomado en cuenta en relación con los correspondientes tipos de lesiones
(especialmente en los de lesiones graves de consecuencias permanentes). Este punto de vista
parece hasta aquí fundamentalmente correcto, porque toda lesión grave de tales características
disminuye necesariamente la capacidad de resistencia de la víctima y con ello su esperanza de
vida, de modo que las consecuencias letales que a la larga así se produzcan han sido tomadas ya
en cuenta por el legislador en esos tipos de lesiones (aquí, fundamentalmente las del art. 149) y
escapan por ello del ámbito de protección correspondiente al delito de homicidio. La única duda
que se plantea estriba en si el criterio de delimitación que atiende a la continuidad o detención
del curso de la lesión o enfermedad es el único posible. En relación con ello, se ha sostenido, por
ejemplo, que “la infección de otra persona con VIH” (un caso en el que cabría hablar de una
evolución lenta, pero constante de la dolencia) “no puede, desde el punto de vista de su tipicidad
objetiva, subsumirse bajo los delitos de homicidio”, sino bajo las modalidades cualificadas de las
lesiones (en este sentido Schünemann). El argumento principal de este autor consiste en que
también estas hipótesis serían equivalentes a las de reducción general de las expectativas de vida
que conlleva cualquier lesión grave. A ello se añaden las considerables dificultades procesales
que conllevaría calificar estos casos como de homicidio. Incluso entre quienes se muestran
escépticos ante este planteamiento se reconoce que la cuestión no está completamente clara y que
precisa aún de una mayor reflexión.

B) LA REALIZACIÓN DEL RIESGO EN EL RESULTADO O RELACIÓN DE


RIESGO (“IMPUTACI N OBJETIVA DEL RESULTADO” EN SENTIDO
ESTRICTO).

Para la imputación objetiva de un resultado no es suficiente que la conducta lo haya


causado y haya elevado además de forma típicamente relevante el riesgo de su
producción por encima de lo en general permitido. Es preciso que se dé un requisito
adicional, a saber: que sea precisamente ese riesgo jurídicamente desaprobado y
típicamente relevante el que se concrete en el resultado o, dicho en otros términos, que
ese riesgo permita explicar la producción de dicho resultado (STS 21-12-1993, RJ
9589). Determinar si ello es así puede ser problemático, ya que habitualmente nos
encontramos ante situaciones en las que concurren varios riesgos (de los que algunos
pueden estar dentro del riesgo permitido o ser típicamente irrelevantes por otras razones
o corresponder al ámbito de responsabilidad de distintas personas) y hay que establecer
cuál de ellos se ha realizado efectivamente en el resultado o explica propiamente su

23
Causalidad e imputación objetiva

producción. A tal efecto no se puede acudir a un juicio de pronóstico (ex ante), pues éste
nos indica simplemente lo que podría haber ocurrido, sino sólo a un diagnóstico "ex
post" en el que se valoran todas las circunstancias del suceso realmente acaecido. Dicho
con otras palabras: ahora no se trata de saber si existía un riesgo de que el resultado se
produjera, sino de determinar si entre un riesgo efectivamente existente y el resultado
producido se da una efectiva relación que justifique la imputación de tal resultado a
quien originó la existencia de aquel riesgo. Por eso se suele denominar a este nuevo
criterio de imputación, indistintamente, criterio de la realización del riesgo o criterio de
la relación de riesgo, esto último por el significado que ostenta para la imputación del
resultado; un significado que es equivalente al del requisito de la relación de causalidad.

Esta relación de riesgo falta indudablemente en supuestos como los siguientes:

- Ca de e f : A rebasa con su automóvil un cruce con el semáforo en rojo. Un


kilómetro más adelante, cuando conducía a velocidad adecuada y sin infringir ya ningún otro
precepto del Código de la Circulación, atropella a un peatón que se coloca en medio de la
calzada ante su vehículo de forma imprevisible. Seguramente si A se hubiera detenido en el
semáforo no habría llegado al lugar del accidente en el momento en que la víctima se
interpuso en la calzada y, por tanto, el resultado no se habría producido; o, expresado con
mayor propiedad: el hecho de continuar la marcha en aquel primer momento cuenta entre los
factores que condicionaron efectivamente la producción del resultado. Y, además, es claro
que la conducta de A al saltarse el semáforo en rojo excedió del riesgo permitido. Sin
embargo, no es este riesgo el que se concreta finalmente en el resultado, sino el riesgo
permitido que supone conducir un vehículo ateniéndose ya a las normas del tráfico rodado.

- Ca de g a daba e a : El guardabarreras G, imprudentemente, alza la barrera antes de


que pase un tren. S, que quiere suicidarse, se arroja al paso de la locomotora y perece. Aun
en el caso de que la barrera fuese de tales características que S no habría podido saltarla si se
hubiese mantenido en la posición debida y de que, en consecuencia, si el guardabarreras
hubiese obrado prudentemente se habría evitado la muerte de S, esto no basta para
imputársela a G, porque en el resultado se ha concretado un riesgo diferente del que éste creó
de forma no permitida.

- A dispara, con ánimo de matar, a B hiriéndole tan sólo en un brazo. B fallece (1) en el
camino a la clínica por un accidente del vehículo que hasta allí lo transportaba normalmente
( ca de a e de he d (o de la ambulancia) ); (2) en el incendio de la clínica
donde se reponía de las heridas ( ca de ce d ). En ambos casos la muerte de B no
obedece finalmente al riesgo creado por A al disparar, aunque este riesgo esté en el origen de
todo el suceso, sino a riesgos que son en sí jurídicamente irrelevantes (al menos en
principio). Pese a que la conducta de A forma parte del conjunto de condiciones del
resultado de muerte y está en el origen de su producción, sólo subsiste una tentativa de
homicidio (junto a las lesiones consumadas): aquel resultado no es, en cambio,
objetivamente imputable a la acción de disparar.

Los casos citados muestran que para comprobar la existencia de una relación de riesgo
es tan inadecuada una fórmula hipotética como lo era la fórmula de la condicio sine qua
non para verificar la relación de causalidad. En todos ellos, el resultado mortal no se
habría producido si el conductor, el guardabarreras o quien efectuó el disparo hubiesen
Enrique Peñaranda Ramos

omitido sus peligrosos comportamientos y sin embargo aquel resultado no debe serles
imputado. Otras veces, por el contrario, el resultado debe ser imputado a pesar de que el
mismo también se habría producido en caso de obrar correctamente el sujeto en
cuestión, porque un riesgo de reserva lo habría igualmente ocasionado: así, en el
conocido ejemplo de Engisch del padre de la víctima que desplaza el brazo del verdugo
en el momento de ir a ejecutar la pena capital del asesino de su hijo y ejecuta por sí
mismo su muerte, el homicidio habría de serle imputado, por mucho que sin su
intervención el resultado se hubiese producido de todos modos; e igual sucede en el
ejemplo ya utilizado del miembro de una organización terrorista que, siguiendo las
instrucciones de su dirección, ejecuta la muerte de un secuestrado en una situación en la
que, si él se hubiera negado a hacerlo, otro miembro de aquella organización habría
ejecutado la muerte en su lugar. Es evidente, por tanto, que para la comprobación de si
se ha realizado o no un riesgo típicamente relevante en el resultado es inadecuado el
procedimiento seguido por un importante sector de la doctrina, que consiste en comparar
la situación creada por la conducta típicamente arriesgada con la que hipotéticamente
habría derivado del comportamiento alternativo conforme a Derecho para proceder a
imputar el resultado si éste, en tal caso, no se habría producido y dejar de imputarlo si la
conducta ajustada a Derecho lo habría ocasionado igualmente.

- A veces con esta fórmula se alcanza, por casualidad, una conclusión correcta, porque la
identidad de la situación producida por el comportamiento adecuado y por el inadecuado es
un síntoma de que el resultado producido es expresión de un riesgo común a ambas
situaciones, esto es, concreción de un riesgo permitido o por otro motivo típicamente
irrelevante que acompaña al riesgo dotado de relevancia jurídico-penal. Pero en otras
ocasiones la fórmula de la conducta alternativa conforme a Derecho puede dar lugar al
mismo tipo de conclusiones erróneas en la determinación de qué riesgo se ha realizado en el
resultado, que la fórmula de la condicio sine qua non en la comprobación de la causalidad (y
por las mismas razones).

- Aparte de ello, el procedimiento que se emplea en la aplicación de la fórmula de la conducta


alternativa conforme a Derecho es sumamente arbitrario, dado que normalmente no existe un
sólo comportamiento alternativo correcto, sino una pluralidad de ellos, por lo que la elección
de uno u otro como término de comparación, para la que falta cualquier criterio decisivo,
puede conducir a conclusiones distintas (así lo han advertido, entre otros, Jakobs y Corcoy).

El problema central de la fórmula de la conducta alternativa conforme a Derecho estriba


en que la remisión a cursos alternativos no explica nunca lo realmente sucedido (que es
un hecho singular), sino tan solo lo que podría haber sucedido en su lugar (y esto puede
ser además, según hemos visto, algo sumamente variado). Lo que importa para la
imputación del resultado no es, por tanto, lo que habría podido suceder en un caso
diferente, sino si el riesgo típicamente relevante interpuesto por el sujeto explica
concretamente su producción.

25
Causalidad e imputación objetiva

Como ha señalado Frisch, la cuestión de si el riesgo típicamente relevante generado por


un determinado comportamiento se ha realizado en el resultado no se puede decidir
sencillamente con arreglo a una “fórmula” o “criterio general” (como la fórmula de la
conducta alternativa conforme a Derecho u otra distinta), sino mediante la
comprobación de que el curso causal efectivamente verificado corresponde a la
clase de riesgos en atención a los cuales la conducta se hallaba abstractamente
prohibida. Hay que determinar por tanto si en el resultado se ha plasmado un riesgo
jurídicamente desaprobado y no un riesgo permitido. Y hay que determinar, además, si
el riesgo (jurídicamente desaprobado) realizado en el resultado era uno de los riesgos
abarcados por el alcance del tipo en cuestión.

a) En cuanto a lo primero (a la determinación de si se ha realizado en el


resultado un riesgo jurídicamente desaprobado o un riesgo permitido), se
considera generalmente de gran utilidad una indagación sobre el fin de
protección de la norma de cuidado, esto es, sobre la ratio de aquella norma que
viene a delimitar, para el tipo de actividad de que se trate, el riesgo permitido del
riesgo jurídicamente desaprobado.

Atendiendo al criterio del fin de protección de la norma se puede explicar con relativa
facilidad por qué en el caso del semáforo no es procedente imputar el resultado
producido un kilómetro más adelante: la norma que prohíbe rebasar un semáforo en rojo
sólo puede tener razonablemente por finalidad proteger la vida de los peatones o de los
ocupantes de otros vehículos que se encuentren en la zona de intersección y en general
los bienes jurídicos (personales o patrimoniales) situados en ese ámbito de influencia.
Los efectos (positivos o negativos) que el respeto de la prohibición pueda tener más allá
de ese ámbito son azarosos e incalculables. Por tanto, el fin de protección de la norma
infringida por el conductor de aquel ejemplo no se extiende a las personas o cosas que se
hallen en un lugar tan distante de dicha intersección. Algo semejante cabe decir también
en relación con el caso del guardabarreras : como advierte Gimbernat, "las barreras
bajadas sirven para avisar a los que quieren seguir en este mundo que se aproxima el
paso de un tren y no para constituir un obstáculo a los suicidas. Es claro que con las
barreras no se puede pretender, en serio, evitar la muerte de los que voluntariamente se
arrojan ante los trenes; para hacerlo habría que acudir a una medida mucho más radical:
a suprimir la circulación ferroviaria". También se pueden resolver en principio
fácilmente con este criterio los casos del transporte del herido y del incendio en la
clínica : en ambos lo que se concreta en el resultado no es un riesgo que se pueda
razonablemente controlar mediante la prohibición de disparar contra otros, sino un
riesgo de una clase distinta, el de participar en el tráfico viario o uno de los riesgos
asociados a visitar o permanecer en un (gran) edificio (público), que pueden
considerarse riesgos generales de la vida o, en cualquier caso, riesgos permitidos.
Algunas dudas suscitan, no obstante, estos dos últimos casos cuando la forma del
transporte o de la producción de la muerte en el incendio de la clínica están
específicamente condicionadas por las lesiones precedentes (éstas son, por ejemplo tan
graves que: a) exigen un transporte de urgencia en una ambulancia o en un vehículo
particular, excediendo de la velocidad en general admitida; o b) impiden al herido
abandonar el hospital a tiempo de salvarse). Un sector minoritario de la doctrina sostiene
que este especial condicionamiento justificaría en ambos casos la imputación del
resultado (así Puppe). Esta solución es poco plausible, al menos, para el caso del
Enrique Peñaranda Ramos

incendio: como ha señalado Frisch, “uno puede tener distintos motivos para no ir a un
hospital y no someterse a un tratamiento médico que le impida abandonar la cama o a
una intervención quirúrgica; pero el motivo de un hombre razonable difícilmente será la
idea de no poder eludir en ese caso un eventual incendio que se declara en la clínica”.
Precisamente porque este argumento no se puede aplicar al caso de la ambulancia, la
solución podría ser aquí distinta: “el peligro del accidente mortal, condicionado por el
traslado a demasiada velocidad, debe ser calificado como relevante para la planificación
de un ciudadano razonable” (Namias). Pese a ello, Gimbernat ha sostenido
recientemente que tampoco en este caso sería procedente la imputación del resultado,
porque el mayor peligro que entraña el traslado urgente del herido sin observar ciertas
reglas de la circulación, como la del límite de velocidad, “se ve compensado, por otra
parte, por toda una serie de precauciones que deben observar tanto los conductores de
esos vehículos en servicio de urgencia como los restantes usuarios de la circulación”, de
modo que, a su juicio, “dicho traslado no sobrepasa el riesgo encerrado en cualquier
viaje automovilístico”. Esta apreciación no parece del todo correcta pues en tales
hipótesis no nos hallamos ante un riesgo permitido de un modo general, sino ante la
justificación en el caso concreto (por estado de necesidad) de un riesgo en general
prohibido.

La jurisprudencia ha hecho buen uso en alguna ocasión del criterio del fin de
protección de la norma. Un buen ejemplo de ello nos suministra STS 30-5-1988, RJ
4115, que enjuició el caso del conductor de un ciclomotor que, infringiendo la
prohibición del Código de la Circulación de transportar a otros pasajeros en esta clase de
vehículos, llevó en él a un segundo pasajero, falleciendo éste al ser alcanzado dicho
ciclomotor por un camión de mercancías. Planteada la cuestión de si la muerte así
producida podría ser imputada a la conducta, evidentemente incorrecta, del conductor
del ciclomotor, el STS declara, acertadamente, que no procede dicha imputación en el
caso enjuiciado, ya que “la finalidad de esta prohibición se debe ver en la evitación de
resultados que sean producto directo de las dificultades de conducción que el transporte
de la persona adicional necesariamente origina” y “la muerte producida a la víctima por
el golpe que le dio el camión, en la medida en que no se conecta con las dificultades de
conducción que la persona podría haber generado, cae fuera del ámbito de protección de
la norma de cuidado infringida”. De este modo, pese a la impresión inicial de que en el
resultado producido se habría plasmado también un riesgo jurídicamente desaprobado
interpuesto por el conductor del ciclomotor (una impresión que había inducido al
Tribunal de instancia a sancionarle por un delito imprudente), un análisis más atento del
caso a la luz del criterio del fin de protección de la norma lleva al STS a la atinada
conclusión de que el resultado se explica más bien por un riesgo jurídicamente
irrelevante (un riesgo absolutamente idéntico al que habría existido en caso de conducir
el procesado una motocicleta apta para el transporte de dos personas). En STS 22-12-
2008, RJ 2009\557, se menciona (como obiter dictum) el “caso de accidente de tráfico
ocurrido al trasladar en ambulancia a la víctima de un evento anterior” como un
supuesto en el que quedaría impedida, sin lugar a dudas, la imputación del ulterior
resultado, por tratarse de un suceso externo a la esfera de riesgo generado por el
comportamiento inicial. El argumento que aquí se considera decisivo no es, sin
embargo, el del fin de protección de la norma, sino el del carácter “totalmente anómalo,
imprevisible y extraño” a la conducta del acusado de la “causa sobrevenida”. Por ello,
cuando la anomalía, la imprevisibilidad o la extrañeza ya no parecen tan elevadas se
abre paso en esta línea jurisprudencial la imputación del resultado. Así sucede en
algunos supuestos de “daños producidos por shock”, como el resuelto en STS 27-2-
2001, RJ 1343, en el que al conductor de un vehículo que, por hacer un adelantamiento
antirreglamentario, fue a colisionar con otro automóvil se le imputan no sólo las lesiones
menores producidas por el impacto al conductor del segundo vehículo, sino también la
muerte de éste acaecida unas horas después por un infarto de miocardio originado por la
“fuerte situación de estrés” que le ocasionó “la dramática vivencia” sufrida. La doctrina
más autorizada (Roxin, Gimbernat) tiende, en cambio, a excluir la imputación de estos
daños por shock al no considerarlos concreción del riesgo inherente a la conducción
antirreglamentaria, tanto cuando sobrevienen a una de las víctimas de accidente, como –
con mayor razón- cuando afectan a terceras personas que tengan después conocimiento
del mismo.Una variante aún más extrema de estos supuestos se encuentra en STS 27-1-
1984, RJ 421 (“caso de la reacción de pánico”). Silva ha criticado con razón el criterio

27
Causalidad e imputación objetiva

seguido en esta sentencia: “el fin de protección de la norma lesionada por el conductor
no puede abarcar la evitación de las conductas que terceros realicen al ver el resultado
del primer proceso” y, en particular, “que otros peatones salgan despavoridos al ver que
otras personas han sido atropelladas (p. ej. para comunicar la noticia)” y sean arrollados
por otro vehículo.

b) En cuanto a lo segundo (a la determinación de si se ha realizado en el


resultado uno de los riesgos abarcados por el alcance del tipo) el grupo de
casos que reviste más interés en la práctica es aquel que se caracteriza porque un
primer agente genera un riesgo jurídicamente desaprobado que (en una
consideración ex ante) era apto para producir directamente el resultado, pero en
la causación de éste termina incidiendo (también) un comportamiento peligroso
de la propia víctima o de un tercero.

o Falta la realización de un riesgo típicamente relevante y queda excluida la imputación


del resultado cuando la víctima, gravemente expuesta por el comportamiento arriesgado
de otro, en completo conocimiento del riesgo rechaza una ayuda o asistencia que aún era
posible prestarle. Por ejemplo, si A lesiona gravemente a B en un accidente de tráfico (o
en una riña a cuchilladas: un supuesto análogo al de STS 27-3-1990, RJ 2626) y B
muere a consecuencia de esas lesiones, pero porque rechaza, quizá por motivos
religiosos, que se realice una transfusión (o cualquier otra intervención) que le habría
salvado la vida, el resultado de muerte no puede ser imputado directamente al ámbito de
responsabilidad de A, sino al de B. La responsabilidad del primero quedaría contraída
por tanto a las lesiones (imprudentes) inicialmente ocasionadas o, concurriendo dolo de
matar, a una tentativa de homicidio, descartándose en cualquier caso la sanción por un
homicidio consumado.

o En otras ocasiones, el riesgo que finalmente se concreta en el resultado puede incumbir


al ámbito de responsabilidad de un tercero. En este marco se discuten especialmente los
casos de tratamiento médico defectuoso, como el enjuiciado en STS 19-5-1994, RJ
3935: el procesado J. asestó a su hermano A. una puñalada en el abdomen que le
ocasionó diversas y graves perforaciones del tubo intestinal. Trasladado a un hospital, le
fueron suturadas varias de esas perforaciones, pero no otra que provocaba la
comunicación del intestino con la cavidad peritoneal, al no haber sido observada esta
lesión por el cirujano. Pese a sufrir una herida quirúrgica de veinte centímetros como
consecuencia de la operación, A. se dio de alta voluntariamente del hospital a la mañana
siguiente, pero tuvo que volver a ser ingresado ese mismo día en estado de shock con
sangrado por el drenaje y la herida. Practicada una nueva intervención quirúrgica de
urgencia, tampoco fue observada por este segundo equipo médico aquella perforación,
que había desencadenado una peritonitis y un shock séptico, a consecuencia de lo cual
se produjo finalmente el fallecimiento.

La jurisprudencia se ha enfrentado con casos de esta especie en diversas ocasiones y


aunque admite, en línea de principio, como ya se ha visto que un “accidente extraño” a
la actividad del sujeto, consistente en la actuación dolosa o incluso imprudente de la
propia víctima o de un tercero alterando el curso normal del acontecimiento, puede
interrumpir la relación de causalidad o más recientemente el nexo de imputación
objetiva (una amplia exposición de esta línea jurisprudencial aparece por ejemplo en
STS 17-9-1993, RJ 6697), lo cierto es que se muestra reacia a rechazar por este motivo
la imputación objetiva del resultado, sobre todo en los casos que denomina de “lethalitas
vulneris”, es decir, cuando las heridas inferidas son por sí mismas de tal entidad que
resultan mortales de necesidad si quedan abandonadas a su propio curso (en este sentido,
entre otras muchas, STS 21-12-1993, RJ 9598). De hecho, la mencionada STS 19-5-
1994, RJ 3935 mantuvo en el caso antes citado caso la condena del procesado por un
Enrique Peñaranda Ramos

delito de homicidio consumado. De un modo general, en STS 22-12-2008, RJ 2009\557


se señala que “cuando se producen cursos causales complejos, esto es, cuando
contribuyen a un resultado típico la conducta del acusado y además otra u otras causas
atribuibles a persona distinta o a un suceso fortuito, suele estimarse que, si esta última
concausa existía con anterioridad a la conducta del acusado, como pudiera ser una
determinada enfermedad de la víctima, ello no interfiere la posibilidad de la imputación
objetiva, y, si es posterior, puede impedir tal imputación cuando esta causa sobrevenida
sea algo totalmente anómalo, imprevisible y extraño al comportamiento del inculpado,
como sucedería en caso de accidente de tráfico ocurrido al trasladar en ambulancia a la
víctima de un evento anterior, pero no en aquellos supuestos en que el suceso posterior
se encuentra dentro de la misma esfera del riesgo creado o aumentado por el propio
acusado con su comportamiento”. En el caso concretamente enjuiciado, “el tratamiento
que recibió la víctima cuando acudió al servicio de guardia (…), por muy equivocado
que pudiera haber sido, carece de aptitud para interrumpir el nexo causal al que
acabamos de referirnos. Nos hallamos ante un proceso complejo en el que hay una
concausa sobrevenida (dicho tratamiento médico) que acaece en el seno del mismo
desarrollo de la lesión originada por la agresión” que el autor “había realizado. Es en el
ámbito del grave peligro creado por la conducta de este último donde incide ese
tratamiento médico y donde tiene lugar el fatal desenlace”. Análogamente, en un caso en
el que se planteaba la posibilidad de una interrupción del nexo de imputación por la
tardanza de la ambulancia en llegar lugar del accidente, STS 18-9-2003, RJ 8374.

Por su parte, en la doctrina no existe acuerdo sobre el tratamiento jurídico que deben
recibir estos supuestos (una amplia exposición de los distintos puntos de vista ofrece
Bolea). Algunos autores entienden que la imputación se interrumpe cuando la conducta
del último agente (aquí el médico) supone una imprudencia especialmente grave
(defectos particularmente groseros en el tratamiento médico harían que no se pudiera
imputar el resultado al primer agente). Más lejos llega Roxin al afirmar que, aparte de lo
anterior, también leves errores de tratamiento impedirían atribuir el resultado al ámbito
de responsabilidad del primer agente, para caer exclusivamente bajo el del médico,
cuando esos errores desplazan el riesgo originario y lo sustituyen por otro. Según una
tercera posición, probablemente más correcta, la solución del caso no depende tanto de
la gravedad del error como del grado de influencia de la primera conducta en su
aparición y desarrollo. Se trataría entonces de saber si ese error ha sido provocado, o al
menos favorecido de un modo relevante, por la conducta del primer agente. Si así fuera,
el resultado habría de ser imputado a él (lo que no excluye que se impute también al
médico); en caso contrario, el resultado sólo podría ser imputado al médico. Así en el
caso de STS 19-5-1994, RJ 3935 los eventuales errores médicos estuvieron con
seguridad fuertemente influidos por las características de la lesión inicialmente
producida (aunque también por el peculiar comportamiento de la propia víctima, que la
mencionada sentencia pasa enteramente por alto: lo destaca acertadamente Bolea). En
cambio, si el lesionado se encontrase ya fuera de peligro y fuese intervenido
posteriormente, por ejemplo para efectuarle un injerto de piel, muriendo por una
indebida aplicación de la anestesia durante la operación, cabría decir, con Jakobs, que en
la aparición de ese error no habrían influido ya de un modo relevante las lesiones
inicialmente padecidas y que, por ello, el resultado finalmente acaecido no debería ser
imputado al autor de aquellas, tanto si concurriera un grave error por parte del médico,
como si se tratase de uno más leve.

Una cuestión que se entrecruza con la anterior y que da lugar también a opiniones
opuestas es la de hasta qué punto tiene relevancia en todo ello el hecho de que el
defectuoso tratamiento médico se deba a una acción (por ejemplo una inadecuada
incisión del bisturí) o a una omisión (por ejemplo no aplicación del tratamiento que
estaría indicado por no diagnosticarse adecuadamente la enfermedad o lesión). A título
indicativo cabe señalar que existe la tendencia en la doctrina, no exenta de notables
excepciones (por ejemplo las de Reyes y Cancio), a conceder menor capacidad de
interrupción del nexo de imputación a las omisiones que a las acciones. La razón de esto
se puede encontrar en que, en principio, y fuera del caso de que se trate de una omisión
plenamente responsable de la víctima, resulta más difícil admitir que el hecho de dejar
que los acontecimientos sigan su curso, omitiendo intervenir sobre ellos, equivalga a la
sustitución del riesgo inicial por otro distinto (en este sentido Feijoo). Este podría ser

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Causalidad e imputación objetiva

también el criterio de la jurisprudencia española: vid. por ejemplo la SSTS 4-7-2003, RJ


5445: “Una tardía asistencia médica no puede (…) eliminar la relación de causalidad
entre (el) golpe inicial y el desenlace final”. Y, en lo que a la imputación objetiva del
resultado se refiere, éste caería “dentro del ámbito del riesgo creado por tal conducta del
acusado (…)”, ya que “no existió ninguna acción posterior que pudiera excluir tal
imputación objetiva”. Así también STS 18-9-2003, RJ 8374.

Un problema importante que se suscita en relación con el criterio de la realización del


riesgo es el de cómo se han de resolver aquellos casos en que no existe una completa
seguridad acerca de cuál de los riesgos concurrentes (el jurídicamente desaprobado
y típicamente relevante interpuesto por el agente u otro distinto) se ha concretado
en el resultado. Ante esta situación muchos sostienen que ha de aplicarse sencillamente
el principio in dubio pro reo y dejar de imputar el resultado producido. Otros, en
cambio, siguiendo el criterio de Roxin, sostienen que la imputación del resultado debe
mantenerse en la medida en que también ex post, es decir, tomando en cuenta todos los
conocimientos disponibles en el momento de enjuiciar el hecho, quepa decir que la
acción típicamente peligrosa “ha incrementado la probabilidad de producción del
resultado en comparación con el riesgo permitido” (teoría del incremento del riesgo).
La justificación de este segundo punto de vista se encuentra, según los autores que lo
mantienen, en que no sería posible escindir un riesgo en una parte permitida y otra no
permitida y analizar separadamente para cada una de ellas la realización del riesgo: si un
sujeto excede con su comportamiento del nivel del riesgo permitido e incrementa, en el
sentido antes señalado, el riesgo de producción del resultado, habrá creado un riesgo que
está en su conjunto jurídicamente desaprobado y se realiza en el resultado efectivamente
producido. Desde este punto de vista, el principio in dubio pro reo sólo podrá entrar en
juego en los casos en que ex post resulte dudoso si la conducta en cuestión ha
incrementado la probabilidad de producción del resultado en comparación con el riesgo
permitido.

Pese a que la teoría del incremento del riesgo cuenta en su favor con el dato de que evita
absoluciones donde éstas parecen político-criminalmente inadecuadas (especialmente,
como advierte Jakobs, “en casos de comportamientos extremadamente arriesgados en
los que sólo hay una probabilidad remota de poder alcanzar una explicación por medio
de un riesgo distinto”), dicha teoría no puede ser acogida ya que, como señala también
este autor, es incorrecta la propia base en que se asienta: si fuera cierto que cada vez que
se supera el riesgo permitido se crea una situación de riesgo que no puede escindirse en
una parte permitida y otra no permitida, sino que está prohibida en su conjunto, habría
Enrique Peñaranda Ramos

que imputar siempre el resultado causado por ese comportamiento en esa situación de
riesgo y el criterio de la realización del riesgo se agotaría en la simple causalidad, en
contra de lo que corresponde al moderno desarrollo de teoría de la imputación objetiva.
Por ello, en los casos en los que no esté suficientemente probado que el resultado se
deba precisamente al riesgo desaprobado y típicamente relevante generado por el
comportamiento del sujeto lo procedente es no imputar dicho resultado. Ello
determinará una responsabilidad simplemente a título de tentativa en los casos de
actuación dolosa y la impunidad en los supuestos de actuación imprudente, a menos que
esta conducta encaje en una figura de delito en la que, por excepción, se sancione el
comportamiento imprudente sin resultado lesivo (por ejemplo en el caso de los arts. 379
ss.). Frente a ello, la teoría del incremento del riesgo merece el reproche de invertir el
principio in dubio pro reo en un principio in dubio contra reo y de convertir contra
legem los delitos de resultado en delitos de peligro en los que el resultado externamente
producido juega el papel de una condición objetiva de punibilidad.

Por estas mismas razones, tampoco parece adecuada la construcción propuesta últimamente por
Gimbernat, según la cual “cuando un comportamiento activo convierte el riesgo permitido en uno
prohibido, el resultado debe ser imputado a ese comportamiento, ya que aquél ha sido causado
con toda seguridad por el foco de peligro y ya que el que éste hubiera rebasado el riesgo
permitido convirtiéndose en uno prohibido es reconducible, igualmente con toda seguridad, a la
correspondiente acción negligente”. Tal construcción se basa expresamente en la misma idea que
sustenta la teoría del incremento del riesgo: la de que un riesgo no se puede escindir en una parte
permitida y en otra prohibida o, en la terminología de Gimbernat, la de que un foco de peligro
que rebasa por efecto de un comportamiento descuidado el riesgo tolerado no puede ser dividido
en un segmento permitido y en otro no permitido. La aplicación coherente de este principio
privaría de campo de aplicación al criterio del fin de protección de la norma, cuya
fundamentación se debe paradójicamente al propio Gimbernat, y más en general conduciría a
rechazar cualquier criterio de realización del riesgo distinto de la causalidad.

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