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La

joven periodista Margaret Berry tiene la oportunidad de su vida al


entrevistar al asesino en serie más peligroso de la historia. Atila Collins, un
joven y prometedor político y abogado, se convirtió treinta años antes en el
hombre más buscado de Estados Unidos, ahora está a punto de morir.
Margaret intentará descubrir todos los secretos del hombre, pero pronto
descubrirá que él sabe todo sobre ella. Antes de que se produzca la ejecución,
la periodista deberá descubrir la verdad y frenar el mal desatado por Atila.

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Mario Escobar

El maestro del mal


ePub r1.0
Titivillus 13.09.2019

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Título original: El maestro del mal
Mario Escobar, 2019

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

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A los amantes de la belleza que no han
sucumbido ante el mal.
A los que siguen buscando y no se rendirán jamás.

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«Es extraña la ligereza con que los malvados creen que todo les
saldrá bien».
Víctor Hugo

«¿Es usted un demonio? Soy un hombre. Y por lo tanto tengo
dentro de mí todos los demonios».
Gilbert Chesterton

«El único símbolo de superioridad que conozco es la bondad».
Ludwig van Beethoven

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NOTA DEL AUTOR

Todo lo que relato en este libro está inspirado en hechos reales, aunque
muchos de los acontecimientos y nombres han sido modificados para proteger
a las personas implicadas.
Mario Escobar

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PRÓLOGO

Condado de Fremont, cerca de Florence, Colorado

El miedo es la expresión más lógica ante lo desconocido. Desde que tenía uso
de razón me había sentido desvalida y vulnerable, pero aquella mañana de
invierno, una semana antes de Navidad, notaba cómo el corazón se me
aceleraba a medida que me aproximaba, con el viejo Ford alquilado, a la
prisión de máxima seguridad.
El condado de Fremont poseía unas quince prisiones de diferentes
categorías. Situado en el centro del Estado de Colorado, la región era una
inmensa penitenciaría, con más del 20 % de habitantes convictos, algunos de
ellos de los más peligrosos de Estados Unidos y por ende del planeta. El
centro USP Florence ADMAX era conocido como el Alcatraz de las
Montañas Rocosas, un centro destinado para 490 reclusos, aunque únicamente
lo ocupaban en la actualidad 398. La mayoría de los internos cumplían
condenas perpetuas o estaban esperando en el corredor de la muerte a que su
sentencia no tuviera apelación.
Llevaba casi dos años intentando escribir mi tesis sobre el origen del mal
y aquel lugar era uno en los que se concentraba el mayor número de asesinos,
violadores, pedófilos, terroristas y maltratadores de todo el país. Mis estudios
psicológicos se habían centrado en una de las teorías de la Ponerología,
especialmente las del psiquiatra polaco Andrzej Łobaczewski, que había
luchado contra los nazis. Tras la ocupación soviética sus trabajos se habían
visto condicionados por las teorías comunistas que negaban los problemas
genéticos y la psicopatía como origen del mal. Creían que los males de la
Humanidad se centraban en la desigualdad y la falta de instrucción. A pesar
de todo, el psiquiatra polaco, impresionado por las atrocidades nazis logró
reunir un equipo multidisciplinar de científicos checos, húngaros y polacos,
para continuar sus trabajos.
Andrzej Łobaczewski había creado el término ponerología de la
derivación de la palabra poneros, un término teológico para la investigación

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del mal, aplicado a la psicopatía y la política, para entender la formación de
los estados totalitarios.
Stuart Weitzman, mi director de tesis me había indicado que para centrar
mi trabajo estudiara el problema del mal con relación al crimen. La cárcel que
estaba a punto de visitar tenía entre sus huéspedes a la mente criminal más
depravada de las últimas dos décadas. El asesino en serie más buscado del
país y uno de los más perversos de la historia se llamaba Atila Collins, un
prestigioso psiquiatra y doctor en Historia del Arte.
Aparqué el coche cerca de la verja, el edificio de ladrillo rojo se
asemejaba más a un centro comercial de segunda categoría de una zona
residencial en una ciudad pequeña, que a un centro de máxima seguridad. El
único edificio que rompía con la estética comercial era una torre de control,
ya que el resto de los módulos eran de hormigón gris y plano, al igual que la
valla del perímetro interior. Había solicitado en cinco ocasiones ver al reo. La
prisión parecía reacia a que entrevistara al prisionero que tenía el singular
récord de haber cometido 35 homicidios en ocho estados. Únicamente el
asesino Robert Cowell Bundy había sido más cruel y sanguinario que la
persona a la que estaba a punto de conocer.
Entré en el edificio principal, al fondo las lejanas montañas nevadas eran
las únicas que ponían algo de color al paisaje yermo del desierto. El frío era
glacial y sin apenas resistencia el fuerte viento se colaba entre la ropa y te
hacía temblar como si estuvieras en el peor invierno de Boston. Detrás de un
cristal antibalas había una mujer negra, entrada en carnes que levantó la vista
por unos segundos y su sombra de ojos color turquesa pareció revolotear
ligeramente, como si se alegrara de recibir alguna visita. En aquel lugar las
entrevistas a los presos estaban limitadas. La penitenciaría se enorgullecía de
que en sus veinticinco años de historia nadie había logrado escapar jamás.
Crucé el primer arco de seguridad y caminé con el carcelero por el
exterior, en medio de descampados vacíos hasta el edificio principal,
entramos en un inmenso patio cerrado en forma de colmena, en el centro una
torre de control podía divisar lo que ocurría en cada celda, porque una de sus
paredes era transparente y daba al patio.
—Su cliente se encuentra en la parte de abajo, la más segura y solitaria de
todas —dijo el funcionario, como si intentara intimidarme.
—No es mi cliente —le contesté algo molesta.
—Pensé que era su abogada —dijo el funcionario.
—Soy una doctoranda, vengo para entrevistar al preso.

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—Antes tiene que hablar con el psiquiatra del centro, son las normas de la
casa. El señor Miller la esperará en su despacho.
El funcionario me condujo por un pasillo hasta una sala pequeña, fría y
solitaria.
El psiquiatra se puso de pie torpemente, era un hombre muy gordo,
vestido con un traje viejo y sucio y una bata blanca que había tomado un tono
gris por los lavados y tenía los puños carcomidos. Mordisqueaba un lapicero
pequeño y sus labios parecían moverse como los de un conejo. Se apartó el
flequillo que tapaba su calvicie y me pidió que me sentara.
—Señorita Berry he desestimado su visita en varias ocasiones. El preso es
un hombre muy peligroso y aunque le quedan pocos días para que le pongan
la inyección letal, es muy capaz de jugar con su mente. Su carácter
manipulador y narcisista es más peligroso de lo que puede parecer a simple
vista.
—Creo que me arriesgaré, después de las entrevistas él seguirá aquí y yo
me marcharé a mi casa. También soy psiquiatra y conozco perfectamente las
técnicas de manipulación.
El hombre me miró con sus ojos saltones de color aceituna y después puso
una carpeta sobre la mesa de metal.
—Aquí se encuentra lo que he logrado sacar al preso en estos años. Le
aseguro que no ha sido fácil, le aseguro que estamos ante el asesino en serie
más cruel e inteligente de la historia.
—Gracias —le contesté abriendo la carpeta.
—Que no caiga en sus manos, la tiene tomada conmigo, soy el tipo que
más odia de la penitenciaría, le he negado cualquier beneficio, incluso a una
semana de su ejecución. No entiendo por qué deberíamos ser complacientes
con alguien que se ha comportado de una manera tan cruel.
Me puse en pie sin mediar palabra y abandoné el despacho, el funcionario
me esperaba con la mirada perdida, como si contara las horas que aún le
quedaban para escapar de allí.
Salimos de nuevo a la colmena y los presos comenzaron a acercarse a los
cristales cuando se dieron cuenta de que estaba allí. Muchos llevaban años sin
ver a una mujer de carne y hueso. En las televisiones en blanco y negro de sus
celdas únicamente trasmitían programas religiosos y documentales de
animales. El funcionario se paró enfrente de la celda. No era distinta del resto.
El retrete metálico, la cama de hormigón con un fino colchón, la repisa de la
televisión, una especie de escritorio y un banco de hormigón y media docena
de libros, entre ellos las Sagradas Escrituras.

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El preso se encontraba sentado, ojeando un libro de arte renacentista,
levantó la mirada muy despacio, como si se tratara de una fiera examinando a
su presa y sentí un escalofrío que me recorrió la espalda y me dejó sin aliento
unos segundos.
—Señorita Margaret Berry o ¿debería decir doctora Berry?

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PRIMERA PARTE

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LA VISITA
Condado de Fremont, cerca de Florence, Colorado

El preso se encontraba sentado con las piernas cruzadas. Su aspecto era


impoluto y a pesar de llevar el grotesco mono naranja, que para nada le
favorecía, se desenvolvía de una forma elegante. Sus manos delicadas se
abrieron para recibirme, como si fuéramos dos amigos que se reencuentran
por fin. Su pelo corto y castaño estaba pulcramente peinado, algunas canas
asomaban por sus sienes y sus patillas estaban bien afeitadas. Sus ojos azules
eran de un color intenso, casi felino, lo que contrastaba con sus labios
infantiles y sonrientes. Siempre tendías a bajar la vista, porque era difícil
sostenerle la mirada.
—Señor Collins, imagino que le han anunciado mi visita.
—Sí, el gordo me contó que me entrevistaría en esta última semana de mi
aciaga vida. ¿No le parece injusto que la mayoría de los seres humanos no
sepan qué día van a fenecer y yo tenga una fecha grabada a fuego en mi
mente? La pena de muerte es uno de los últimos vestigios de la cultura
ancestral de los Estados Unidos. En el Viejo Oeste, los granjeros y ganaderos
linchaban a un ladrón o un asesino y acto seguido lo colgaban. El poder
desahogar toda esa rabia y violencia era una forma tosca de justicia que, al
menos, respondía a un fin, pero ahora la pena de muerte es un verdadero
disparate, matar a alguien a sangre fría años después de ser encarcelado.
No supe qué contestar, al poco tiempo me di cuenta de que el preso no
quería saber mi opinión, simplemente expresaba las ideas que llevaban años
rondándole la cabeza y no había tenido a nadie a quien contar.
—Estoy realizando un estudio sobre el sentido del mal. Ya sabe que es
uno de los grandes misterios filosóficos y psiquiátricos que quedan por
descubrir. En estos días realizaremos varias entrevistas para que usted me
muestre su opinión sobre este tema —le dije con la voz temblorosa, sin
mirarle a los ojos. Quería mostrarme fuerte y segura, pero se me hacía del
todo imposible.
—El mal es un verdadero e insondable misterio, pero ¿por qué piensa que
yo puedo ayudarla en este tema? Me han nombrado el asesino en serie más
cruel y criminal de la historia de los Estados Unidos, un honor que sin duda

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no merezco. ¿A cuántas mujeres he matado? ¿Treinta, cuarenta…? No llega
ni al medio centenar. Cada vez que un presidente ordena el ataque a un país
enemigo, los muertos se cuentan por millares o decenas de millares. El
presidente pasa a la historia como un gran líder pero yo soy un vil asesino.
Creo que los generales, los primeros ministros, los jefes de la mafia o los
ejecutivos de Wall Street saben más sobre este tema que yo.
La respuesta parecía tan lógica y acertada que tuve que cambiar de tema.
El preso era demasiado inteligente para asaltarlo de forma directa.
—Entonces, ¿usted se considera un buen hombre?
El asesino esbozó una medio sonrisa, después se agarró las manos.
Estábamos a menos de un metro de distancia y, aunque nos separaba un
grueso cristal de seguridad, nunca me he sentido tan vulnerable.
—Creo que he cumplido con mis deseos sin las limitaciones sociales ni
los tabúes que el mundo nos enseña desde niños. ¿Por qué no podemos
simplemente hacer lo que nos apetece o tomar lo que queremos?
—Nadie se lo impide, pero cuando la vida o la integridad de otra persona
está en juego, entonces debemos pensar en el bienestar del otro —le respondí.
El hombre se cruzó de brazos, más como un gesto de tranquila
observación, que de rechazo.
—¿Quién dicta las normas sociales? La caduca religión, las leyes de los
países que se basan en esas creencias desfasadas. ¿Ha leído a Nietzsche,
señorita?
—Imagino que es algo que se transmite de generación en generación —le
contesté.
La religión judeocristiana nos ha convertido a todos en seres débiles y
vulnerables. Únicamente los más fuertes deben sobrevivir. De esa forma pasa
en la naturaleza. La sociedad actúa de una manera absolutamente antinatural,
al permitir que los débiles sean protegidos y a los fuertes se nos encierre entre
cuatro paredes. Por ejemplo, la sociedad se esfuerza en ayudar a los
desfavorecidos, a los pobres, a los incapacitados. ¿No sería mejor que ayudara
a los fuertes? Usted piensa que soy un depredador sexual, pero está muy
equivocada.
Le miré perpleja. La mayor parte de sus actos criminales se habían
cometido contra mujeres.
—Está muy equivocada. Siempre intento destruir lo fútil, lo superfluo y lo
profano. Terminé con la vida de esas mujeres por su vulgaridad y, con la de
varios hombres, aunque el estúpido sistema judicial no pudo condenarme por

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la muerte de mis víctimas masculinas. En el fondo no comprenden mi
mentalidad, son unos zoquetes.
—Me gustaría entender —le dije inclinándome hacia delante. Quería que
supiera que estaba dispuesta a sumergirme en su oscuro mundo de perversión
y crueldad.
—¿Conoce el famoso juego de verdad o atrevimiento? Puede parecer muy
pueril, pero me aburro mucho en este lugar. Los funcionarios son unos
estúpidos, mi psiquiatra un gordo y un ignorante, mis compañeros, de esos
mejor no hablar.
Dudé unos instantes. Una de las primeras reglas de los psiquiatras es no
facilitar información personal a sus pacientes. Es muy peligroso exponerse a
sus juegos y entrar en dinámicas personales.
—¿Si acepto su proposición usted me contará todo sobre su vida y cómo
se dejó seducir por el mal?
El hombre sonrió, después pasó su lengua por los labios, como si la
simple expectación de lo que le pudiera contar fuera suficiente para que se
excitara.
—La vida es un juego, señorita Berry, únicamente los que apuestan fuerte
tienen una posibilidad de llevarse el premio.

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AMOR DE MADRE
Cuarenta años antes, Vineland, New Jersey

El amor siempre fue un lujo en la casa de los Collins. Su madre, Jennifer, le


tuvo siendo apenas una adolescente en el Hogar para Madres Solteras del
condado. Su padre no constaba en los archivos. Su madre le contó, cuando él
le preguntó, que era un marinero al que había conocido en Long Island, pero
que no le había vuelto a ver. Los primeros seis años de su vida los pasó en la
casa de sus abuelos maternos, Louis y Lloyd, ignorando su verdadero origen,
hasta que su primo Charly le dijo un día, mientras jugaban al béisbol, que era
un bastardo y que su hermana mayor era en realidad su madre, pero que los
abuelos lo habían ocultado para tapar la vergüenza familiar. Atila tuvo que
enfrentarse a todo aquello sin el más mínimo afecto de la familia. Era un niño
solitario que mostraba un comportamiento anormal, pero muchos lo
achacaron a su timidez y dificultad para mantener relaciones con la gente.
Un día su tía Mary se despertó rodeada de cuchillos y con su sobrino Atila
sonriendo al lado.
Su madre, cansada de los maltratos del abuelo, al que se le acusaba de ser
el verdadero padre de Atila, se mudó a casa de su prima Jane en Boston.
Vivieron en uno de los barrios más pobres de la ciudad, hasta que su madre
conoció a un hombre llamado Stephen Rule en una reunión para adultos
solteros de la Iglesia Bautista cercana a su casa. Tuvieron otros cuatro hijos y
formalizaron los papeles para reconocer a Atila como un miembro legítimo de
la familia. Stephen lo trató igual que al resto de sus hijos, pero él siempre se
mostró distante. Atila era un estudiante mediocre, pero muy inteligente y
consideraba al resto de su familia como unos incapaces.
Desde muy joven comenzó a merodear por el vecindario para observar a
mujeres desnudas desde la ventana, e incluso se coló en varias viviendas para
hurtar pequeños objetos.
En los últimos años del bachillerato logró mejorar las notas y estudiar en
la universidad estatal de Boston. Fue el primero en la familia que realizó
estudios superiores. De la noche a la mañana se convirtió en el «bueno» de la
casa y el orgullo del barrio.

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Su llegada al Campus lo cambió todo. Tenía dieciocho años recién
cumplidos.
Atila se inscribió en las clases de Medicina, para especializarse en la rama
de psiquiatría. Desde muy joven había tenido un gran interés por la mente
humana.
Aún recordaba su primera clase en el University of Massachusetts
Amherst School, con su profesor Edward Sullivan I:
—Señores y señoras de Amherst, muchos pensarán que esta no es la
prestigiosa facultad de Medicina de Harvard, tampoco estamos entre las diez
mejores universidades del país, pero les aseguro que la tradición de esta
institución premia la excelencia y la capacidad de sus alumnos para cambiar
el mundo.
Su compañero de banco, un pelirrojo de origen escocés llamado Harry,
puso su sonrisa irónica y le dijo:
—Valiente gilipollez, aquí estamos la basura blanca, los pobres que no
pueden estudiar en otro sitio.
Al terminar la clase, se dirigieron a una cervecería cercana. Harry era todo
lo contrarío a Atila. Decidido, descarado con las chicas y un bala perdida.
—¿Este es tu primer año? —le preguntó mientras levantaba su segunda
jarra de cerveza.
—Sí, el primero.
—Yo repito por tercera vez. No creo que termine la carrera, pero para mis
padres ya es un premio que esté estudiando en la universidad. Son dos
palurdos, que se creen que una carrera puede durar diez años. En un par de
años pediré el traspaso a otra carrera más fácil. Esto es endiablado.
Atila no podía dejar de escuchar a aquel tipo, era tan descarado y franco,
que le costaba asimilarlo. Le habían criado en una familia puritana, en la que
la mentira y la vagancia eran castigadas duramente.
Harry echó un vistazo al local y vio a dos chicas rubias sentadas solas en
un banco cercano.
—Espera —le dijo tomando la cerveza con la mano. Regresó un par de
minutos más tarde con una sonrisa en los labios.
—Ya está, has ligado chico.
Atila le miró asombrado, siempre había mantenido una relación
complicada con las mujeres. Se acercaron a la mesa y comenzaron a charlar.
El joven apenas participaba, se sentía incómodo con la situación.
—¿Tu amigo es mudo? —se burló la menos guapa, que intentaba
seducirle.

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—Es nuevo en la facultad y muy tímido. Dale un poco de tiempo —
bromeó el chico.
Atila decidió pasar a la acción, a los pocos minutos empezaron a besarse.
Mientras comenzaba a subir la mano por la pierna de la chica, sentía un sinfín
de sensaciones. Excitación, furia y rabia por igual.
—Bueno chicos, será mejor que os busquéis una habitación —comentó
Harry. Después la chica le tomó de la mano y salieron al callejón de detrás del
local.
El lugar estaba muy oscuro, los cubos de basura repletos de botellas y las
escaleras antiincendios eran los únicos testigos mudos de la pasión de la
pareja. La chica bajó la mano y le aferró el pene. Él dio un respingo y unos
segundos más tarde se había corrido en los pantalones.
—¡Joder!, ¿eres un eyaculador precoz?
Atila la miró furioso, después con una mano le apretó el cuello. El rostro
de la chica comenzó a ponerse amoratado. Intentó liberarse con sus dos
manos, pero él era mucho más fuerte.
—¡Maldita puta! Eres como todas.
La pobre le miraba con sus ojos muy abiertos, no podía pensar y notaba
cómo poco a poco la falta de oxigeno la adormecía. Atila notó una nueva
erección, dejó de apretar, le levantó la falda y la forzó allí mismo. Mientras le
tapaba la boca con la mano.
—¿Ahora qué dices?
Ella lloraba e intentaba gritar, pero sus gemidos eran apenas perceptibles.
Cuando Atila terminó, le dio un empujón y la joven se derrumbó en el suelo
de rodillas.
—Si comentas algo te las verás conmigo. ¿Entendido? Ella hizo un leve
gesto con la cabeza mientras continuaba llorando.
El hombre se alejó sonriente, se sentía eufórico. Después se subió a su
coche y se dirigió a la residencia. Mientras conducía por la ciudad comenzó a
tararear una canción, su sonrisa dibujada en los labios no podía disimular el
fuego de su mirada: fría y distante como la de un muerto.

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NIÑA
Condado de Fremont, cerca de Florence, Colorado

El recluso se puso en pie y comenzó a caminar por la exigua celda. Pensé en


cómo me sentiría si me encontrase en su lugar. Me recordaba a los viejos
animales del Zoo de Nueva York, encerrados de por vida en un minúsculo
habitáculo que les impedía ejercer el más pequeño de sus instintos.
—Me permite que adivine. Se me da muy bien hacerlo. Usted únicamente
tendrá que asentir; si acierto, escogeré entre verdad o atrevimiento. ¿Le
parece bien? —me preguntó mientras se inclinaba, aproximando su cara a la
mía.
—¡Adelante! —exclamé entre nerviosa y excitada. No podía negar que
aquel hombre influía en mí de alguna manera misteriosa.
Muchas veces había escuchado relatos de mujeres que se enamoraban de
reclusos peligrosos, pero siempre había creído que eran pobres enfermas
como ellos.
Ahora, mientras miraba cara a cara a uno de los hombres más peligrosos
del mundo, sentía cómo la adrenalina recorría todo mi cuerpo.
—Tiene algo más de veinticuatro años, ha terminado la carrera y quiere
doctorarse en los próximos meses.
—No era muy difícil de imaginar —le increpé.
—Ya, no he terminado. Es del Medio Oeste, aunque se ha criado en algún
lugar del Este. Es huérfana, católica y no se le dan muy bien las relaciones
con los hombres. ¿Me equivoco?
Comencé a sudar, también a sentir una excitación que me avergonzaba y
asustaba.
—No soy huérfana, al menos por completo. Mi padre falleció en la
primera Guerra del Golfo, mi madre cobraba una pensión miserable e intentó
sacarnos adelante, pero al final se casó con otro militar, un viejo amigo de mi
padre.
—Pero no se crio en un hogar, ¿verdad?
—Lo cierto es que no. Mi padrastro era un hombre rudo e iracundo; la
familia de mi madre nos dio de lado, no veían con buenos ojos que su hija se
casara con un ne…

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—Negro —terminó de decir el preso.
—Sí, pero ese no era el problema. En cuanto me convertí en adolescente
empezó a acosarme, intentó acostarse conmigo, me negué, se lo conté a mi
madre, pero ella no hizo nada. Al final me enviaron a un orfanato en el norte,
cerca de Detroit, La casa de Redentoras de María.
—Por eso se comporta de forma insegura con los hombres. ¿Verdad?
Sus ojos parecían traspasarme como a aquel grueso cristal de la celda.
—Ya le he contado lo que pedía, ahora me toca a mí.
—Hace trampas, prácticamente yo lo he adivinado todo —se quejó el
preso.
Le sonreí por primera vez, me alegraba poder superarle en su terreno.
—Adelante, se lo ha ganado —dijo con la más encantadora de sus
sonrisas; por un momento el monstruo se agazapó detrás del hombre
encantador en el que podía haberse convertido.
—Ha sido condenado por asesinato en cuatro estados, tiene varias
sentencias de muerte y perpetuas. Le encerraron por una casualidad; al
entregar un documento caducado en un aeropuerto cuando se dirigía a Cuba.
—Todo eso es cierto.
—Querría saber ¿por qué se convirtió en el asesino que todos temen?
¿Qué es lo que pasó? ¿Se levantó una mañana con ganas de matar y ya no
pudo parar?
—Ya le he contado antes que los verdaderos asesinos de masas siempre
quedan impunes, yo soy más bien un amateur. Un asesino a poca escala, creo
que no podrá aprender mucho de mí.
—Inténtelo —le dije mientras conectaba la grabadora.
—Nací en una familia noble, mi padre era un lord inglés venido a menos
que decidió probar suerte en Estados Unidos; mi madre descendía de una
famosa familia rusa que había escapado de Rusia en época de la Revolución.
—Pensé que sus padres eran de aquí.
—No, al decir verdad, se conocieron en Nueva York, en una fiesta de fin
de año. Fue un amor a primera vista. Hasta los cinco años viví en el más
absoluto lujo y felicidad, pero un incidente violento terminó de repente con
mi… vida.
Las palabras de aquel hombre me desconcertaron. Había leído su
biografía, sabía que su familia era de origen humilde y que era bastardo. ¿Por
qué me contaba todo aquello?
—¿Le sorprende mi historia? —preguntó como si intuyera lo que estaba
pensando.

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—Sí, la verdad, tenía entendida otra cosa.
—Se han escrito muchas mentiras sobre mí. Algunos han ganado mucho
dinero a mi costa, pero si quiere saber la verdad tendrá que tener los oídos
muy abiertos.
—Soy toda oídos.
—Mis padres salieron conmigo a navegar por la bahía Upper. Mi padre
era un excelente piloto.
Era verano y el sol resplandecía sobre la superficie convirtiendo sus
mansas aguas en oro líquido. Yo estaba tumbado en cubierta al lado de mi
madre, notaba su cuerpo frío y sudoroso, como si el invierno ruso habitase en
su interior. Entonces escuché un ruido. Levanté la vista, un barco más
pequeño había chocado con el nuestro y comenzaba a hundirse. Mi padre
lanzó una cuerda y un joven moreno, de cuerpo musculoso y bronceado por el
sol, saltó del barco antes de que comenzase a arder, el hombre se aferró a la
cuerda y logró salir del agua. La sangre se le enmarañaba con la salitre por
todo el cuerpo.
—¿Qué sucedió después? —le pregunté impaciente, tenía la sensación de
que se estaba inventando la historia, pero me parecía fascinante.
—Sacamos al hombre del agua, bueno lo hizo mi padre, yo era apenas un
niño. Mi madre le limpió el cuerpo, buscaron heridas, pero no tenía ninguna.
Le preguntamos su nombre, era un joven sirio que apenas hablaba inglés.
Llevaba un año en Estados Unidos y le habían contratado para llevar el barco.
Al parecer se declaró un incendio y las dos personas que llevaba a bordo
murieron.
—¿Fueron a salvamento marítimo?
—No, intentaron contactar por radio con los guardacostas, pero había
comenzado una fuerte tormenta y las comunicaciones no funcionaban bien.
Decidieron regresar a puerto, pero el oleaje era terrible, mi padre dejó el
timón en manos del desconocido. Este logró que no nos hundiéramos y nos
dirigimos a una ensenada por Navesink River, nos refugiamos de la tormenta.
Al día siguiente, cuando nos despertamos, aquel hombre nos había llevado
mar adentro. Lo que sucedió después fue horrible…
Los ojos del recluso comenzaron a aguarse, parecía realmente
emocionado. Su historia te atrapaba desde el primer momento, aunque me
costara creer que estuviera diciendo la verdad.
—Aquel hombre…, mi madre, mi pobre madre.

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ENTREVISTAS
Condado de Fremont, cerca de Florence, Colorado

El tiempo había pasado tan rápido; ahora que se encontraba delante de aquella
joven era más consciente que nunca del poco tiempo que le quedaba de vida.
Apenas había sobrepasado los cuarenta años, sus abuelos maternos aún
estaban con vida.
Entonces recordó la primera vez que asesinó a alguien. No fue a una
mujer, como las autoridades creían. Era cierto que casi todos los años que
estuvo en la universidad se dedicó a agredir a mujeres, aunque la mayoría de
ellas estaban tan bebidas o drogadas, que apenas podían recordar lo sucedido.
Le gustaba causarles daño, pero no mataba por matar, al menos al principio,
cuando aún tenía algo de control sobre lo que hacía.
Su primera víctima fue un profesor de la facultad. El doctor Benito Eco
era una de las supuestas eminencias de la universidad. Le había elegido entre
su selecto grupo de estudiantes aventajados. Llevaba casi un trimestre
ayudando en labores forenses, aunque tenía clara su vocación como
psiquiatra, más para intentar explicar las ideas y sentimientos que le rondaban
la cabeza que por curiosidad científica. Lo cierto es que le atraía la muerte, la
sangre y el mundo que las rodeaba.
Una tarde el profesor le llamó a su despacho. El doctor Eco era un hombre
que rondaba los sesenta años, calvo, con gafas redondas de pasta y un bigote
moreno que le hacía parecer un mafioso italiano.
—Señor Collins, quería hablar con usted a solas. He visto sus notas y son
excelentes.
—Gracias profesor —le contestó complacido. De alguna manera siempre
estaba buscando el reconocimiento de los demás.
—Creo que le elegiré entre mis ayudantes de doctorado cuando termine la
carrera.
—No estoy seguro de convertirme en un forense, me gusta esta ciencia,
pero creo que puedo ayudar más con los vivos.
El doctor pareció indignarse. Se puso en pie y salió del despacho sin
mediar palabra. Atila le siguió hasta la sala de la morgue. La facultad tenía

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siempre un nutrido grupo de cuerpos para su examen, en especial de
drogadictos y de desconocidos a los que nadie reclamaría.
—Mire, Collins —dijo mientras destapaba el cuerpo desnudo de una
joven de no más de dieciocho años.
El cadáver, a pesar de las secuelas de la droga, continuaba siendo bello,
delgado pero con formas, con el pubis depilado y unos hermosos pechos. La
cara parecía algo descompuesta, al parecer había muerto de sobredosis.
—¿Qué ve aquí?
—Una joven muerta —le contestó.
—Eso lo ve cualquiera, Collins. ¿Qué ve aquí? —insistió en preguntarme.
—Una joven de poco más de dieciocho años, rubia, caucásica,
complexión delgada, un metro sesenta de altura y unos cincuenta y seis kilos.
Por las marcas de los brazos se deduce que fue drogadicta y que debe haber
sufrido una sobredosis.
—Mejor, pero qué ve aquí —dijo señalando un punto casi imperceptible
de la pelvis.
—No lo sé —contestó el aprendiz.
—Esto es un pinchazo, alguien le administró una potente droga, no fue
ella misma. Posiblemente con la intención de matarla o simplemente de
abusar de ella.
Entonces el joven reconoció el cuerpo, había estado con esa mujer unos
días antes. Se habían conocido en un pub; después de bailar se fueron a su
casa y, cuando descubrió que era una puta, le inyectó la droga que solía llevar
para sus víctimas y la violó como había hecho otras veces.
—Ahora mira la vagina.
La examinó sin mucho entusiasmo, cada vez se sentía más tenso, con la
boca seca y la sensación de que en cualquier momento podría ser descubierto.
—Restos de semen —le contestó.
—Exacto, la joven mantuvo relaciones justo antes de morir. Ahora mire
esto.
En el cuello podía verse claramente un mordisco.
—Son los dientes del amante y posible asesino. Tomaremos un molde,
después los restos del semen y comprobaremos el ADN.
—Pero puede que ese hombre no le hiciera nada. Además, no hay bancos
de ADN, si el supuesto asesino no ha sido detenido…
—La policía hablará con las últimas personas que vieron a la mujer,
encontrarán un sospechoso y después le harán las pruebas, antes de lo que
imagina ese hombre estará entre rejas.

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Atila estaba paralizado por el miedo.
—La ciencia forense también es muy útil. No cree.
El doctor se dio la vuelta para lavarse las manos, Atila tomó el bisturí que
estaba junto al cadáver, le agarró por detrás y le cortó el cuello en canal. El
profesor apenas pudo dar un leve gemido ahogado en su propia sangre.
Después lo arrastró hasta una de las camillas, le quitó la ropa, le afeitó el
bigote y la cabeza, le golpeó en la cara para desfigurarle y buscó una etiqueta,
rellenó un cuestionario y después lo metió en la cámara. Se dirigió al conserje
y le dijo:
—Tenemos uno listo para incinerar.
El hombre le miró con desgana. Después se dirigió hasta la sala y sacó el
cuerpo, comprobó la etiqueta y comentó:
—Este no está programado, el profesor debe autorizarlo.
—El profesor se ha marchado hace un rato, me pidió que lo incinerara
antes de irme —le contestó molesto. El conserje frunció el ceño. Sabía que
todos esos cuerpos pertenecían a un atajo de perdedores que nadie se iba a
molestar en reclamar.
—Está bien, pero será bajo su responsabilidad.
Atila le acompañó hasta el crematorio con una bolsa desechable en la
mano. El hombre introdujo el cuerpo y la sábana se movió un poco. La cara
del profesor pudo verse claramente.
—Otro viejo gordo —dijo el conserje sin reconocerlo. Después lo metió
en el horno.
Atila se estremeció, pero al final recuperó la compostura y arrojó la bolsa
al fuego.
—¿Qué es eso? —le preguntó.
—Son sus pertenencias. Verdadera basura —le contestó.
—Lo mejor que le puede pasar a esta gente es que su cuerpo, al menos,
sirva para algo.
—La chica que llegó ayer también está preparada.
—Ok —dijo el conserje.
Atila recorrió el camino hasta el despacho del profesor comprobando que
no había cámaras que les hubieran grabado caminando a la morgue. Después
tomó su maletín, las llaves de su coche y el abrigo, se lo puso, también la
gorra calada que el hombre solía llevar.
Después salió del edificio intentando no mostrar el rostro, se metió en el
coche y condujo hasta los lagos y hundió el vehículo en uno de los más

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profundos. Había evitado carreteras principales y regresó a pie hasta un
pueblo cercano, tomó un billete sencillo y volvió a la facultad.
Mientras llegaba a su habitación aprendió dos cosas fundamentales. La
primera era que no podía cometer tantos errores. Ya no asaltaría a nadie sin
utilizar un preservativo. Tampoco debía provocar en sus víctimas señales o
mordiscos, tenía que evitar dejar pistas. En segundo lugar, la mejor manera de
asegurarse de que nadie le pillara era acabando con sus víctimas. Aunque lo
que realmente le había fascinado de lo sucedido era la sensación de poder.
Terminar con la vida de otra persona, en contra de lo que le habían enseñado,
le hacía sentir indestructible. De repente su inseguridad, todos aquellos años
de incertidumbre y miedo se convirtieron en humo.
Intentó recrear lo sucedido, lo repasó una y otra vez, al principio para
asegurarse de que no había cometido ningún error, después para disfrutar de
cada pequeño detalle. Metió la mano en el bolsillo y sintió algo, eran las gafas
del profesor, las había guardado sin darse cuenta. Las escondió en el rodapié
de la habitación y al saber que aquel objeto personal se encontraba tan cerca,
experimentó un placer indescriptible. Podía reproducir esa sensación una y
otra vez, al menos hasta que sintiera la necesidad de volver a matar de nuevo.

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5
LA REVELACIÓN
Condado de Fremont, cerca de Florence, Colorado

Aquella noche no pude descansar, las imágenes de lo sucedido en la prisión


pasaban por mi mente una y otra vez. Las dos horas de visita concedidas por
día habían pasado tan rápido que cuando el funcionario me anunció que tenía
que irme no me lo podía creer. El preso dejó su historia a medio contar.
Estaba intrigada por escuchar el final. En cuanto llegué a mi cuarto, en un
motel cercano, busqué en internet y descubrí que al parecer si había sucedido
un hecho similar en la época que me había contado Atila, aunque no podía ser
cierto que aquellas personas fueran sus padres. Todo el mundo sabía que
durante los primeros años se había criado en la casa de sus abuelos maternos.
Consulté mi teléfono, el único mensaje que tenía era el de mi director de
tesis. Apenas había logrado hacer algunas amistades en la facultad, llevaba
toda la vida sola y, aunque estaba acostumbrada, no podía negar que era
difícil saber que, si desapareciera hoy mismo, nadie me echaría en falta. Mi
madre seguía viva, pero llevábamos muchos años sin vernos ni hablarnos. No
conocía a mis abuelos ni a otros familiares.
Tomé algo en la cafetería de enfrente del motel, no tenía mucha hambre,
pero traté de tranquilizarme un poco bebiendo una infusión. Miré la hora en el
teléfono y después me dirigí al coche. Estaba a poco más de media hora de
distancia de la penitenciaria. En el camino me crucé con los desvíos a varias
cárceles y en los lados del camino se veía a reclusos trabajando en los
arcenes, arrancando las malas hierbas bajo un cielo abrasador. Me miraban
mientras pasaba con el coche de alquiler, algunos tenían sus monos naranjas o
grises enrollados en la cintura pues, a pesar del frío cuando salía el sol y
estabas trabajando ocho o diez horas, terminabas completamente sudado.
Pasé de nuevo todos los pesados trámites de la prisión de alta seguridad,
me llevaron de nuevo hasta la celda del preso pero, para mi sorpresa, nos
desviamos a la derecha y me introdujeron en una pequeña sala de visitas. No
había casi nada en el cuarto: únicamente dos sillas, una mesa metálica y un
gran espejo en la pared blanca.
—Señorita Berry, la dirección ha trasladado aquí las entrevistas. Ayer el
resto de los presos se quejó y estuvieron algo nerviosos. Decían que no

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entendían por qué alguien como Atila recibía visitas, mientras a ellos se las
denegaban. Esa gente no entiende que Atila es la estrella mediática de la
prisión. Por eso el director le permitió entrar, están encantados de que presos
como este o narcotraficantes internacionales puedan tener la mayor
repercusión mediática. El sistema penitenciario en Estados Unidos es un gran
negocio, le sucede lo mismo que a las universidades. Las más famosas y
prestigiosas tienen un estatus superior y reciben mayores ingresos.
Miré al psiquiatra sin apenas pestañear. Sabía que intentaría sacarme la
mayor información posible.
—¿Qué tal su primera entrevista? Espero que siguiera mis consejos y no
le contara nada. Atila puede ser muy persuasivo y le aseguro que utilizará
toda esa información contra usted.
—No le he contado gran cosa —mentí.
—Ya ha escapado de dos prisiones y una comisaría. Es un tipo inteligente.
En la última cárcel mantuvo una relación con su psiquiatra, la convenció para
que le ayudase y una vez fuera la mató sin contemplaciones.
Ya conocía la historia, sabía con quién me la estaba jugando, pero la única
forma de sacar información al preso era entrando en su juego. Atila era
demasiado listo para dejarse engañar. Yo tenía una ventaja que era muy poco
común. Nadie se preocupaba por mí, tampoco había personas a las que yo
amara para ponerlas en peligro.
Atila entró en la sala con las manos atadas por delante, una cadena unía
las esposas a los grilletes de los pies. Se movía torpemente, aunque dos de los
guardas lo sujetaban por los hombros.
Al principio sentí lástima, ver a cualquier ser humano reducido a un
guiñapo, aunque fuera el hombre más peligroso del país, no era algo
agradable. Al menos para mí.
—Perdone que me presente de esta manera, pero ya conoce las normas de
la casa. Soy un preso peligroso que se ha fugado en varias ocasiones.
—No se preocupe —dije mientras se sentaba.
Los guardas ataron las esposas a la mesa y se retiraron al fondo. En cuanto
el preso vio al psiquiatra comenzó a meterse con él.
—¿Ya te has comido el desayuno? Creo que si tuviera que cocinarte te
haría al horno, como si fueras un cerdo.
—Al único que van a freír aquí es a ti dentro de siete días. No puedo decir
que me dé pena ni que te vaya a echar de menos.
—Lo mismo digo, con una diferencia, no cantes victoria hasta que me
pongan la inyección, aquí no hay silla eléctrica.

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—Era una expresión poética —dijo el psiquiatra.
—Saluda a Anna y las niñas.
El hombre se puso pálido. Tuve la sensación de que era la primera vez que
Atila mencionaba a su familia.
—¿Cómo lo sabes maldito bastardo? —le preguntó mientras se
aproximaba a la mesa.
Atila estiró los brazos y aferró su cara.
—¡Suéltame!
—¿Sabes que podría arrancarte de un bocado esa nariz roja y llena de
venitas? Tienes suerte, me das asco y no te hincaría el diente aunque fueras la
última presa del mundo.
Los funcionarios corrieron para liberar al psiquiatra, pero antes de que
llegaran, Atila ya le había liberado y levantado las manos en señal de
rendición.
—¿Suspendemos la sesión? —preguntó uno de los guardas al psiquiatra.
—No, son órdenes del director —dijo mientras se dirigía a la puerta. Un
par de minutos más tarde nos encontrábamos los dos solos, frente a frente,
pero esta vez no nos separaba ningún cristal.
—Ayer disfruté mucho de su visita, sé que es una cuestión profesional,
pero estoy rodeado de ineptos e ignorantes.
—Estuve comprobando lo que me contó: la historia de sus padres y el
yate.
—Imagino que eso le ha demostrado que todo el mundo miente sobre mi
vida. No quiero decir con eso que sea inocente, no me malinterprete. El
mundo no entiende mis verdaderas motivaciones y por qué defiendo el
asesinato y el canibalismo. Hace muy poco tiempo no se aceptaban cosas que
ahora se ven bien socialmente, hay varios estilos de vida, formas diferentes de
educar a los hijos y escalas de valores contrapuestas. Comprendo que el
Estado, que se reserva el monopolio de la violencia, no quiere abrir la caja de
Pandora, pero es cuestión de tiempo. Locke lo expresó muy bien: «El hombre
es un lobo para el hombre».
Encendí la grabadora, deseaba continuar con mis preguntas y avanzar en
el tema sobre los orígenes del mal, aunque no podía resistirme a que Atila
terminara su historia.
—¿Qué sucedió en ese yate y cómo sobrevivió?
Atila se echó para atrás un poco en la silla, parecía contento de que su
historia me hubiera atrapado. Siempre había sido un gran contador de

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mentiras, prácticamente toda su vida lo era, aunque a veces mezclara retazos
auténticos con su fantasiosa manera de ver la vida.
—Ese pobre hombre debía estar trastornado. Mucha gente escapa de sus
países con la esperanza de rehacer sus vidas, lo triste es que sus países siguen
dentro de ellos y el infierno que intentaron dejar atrás los persigue.
—Sin duda.
—Yo nací aquí, aunque nunca he encajado. Será por mis antepasados
extranjeros o por lo que me cuesta amoldarme a las normas, en especial a las
absurdas, que intentan imponer hombres débiles.
El hecho de que no hubiera una barrera entre nosotros me inquietaba.
Atila no dejaba de examinarme con la mirada, parecía desnudarme con sus
azules ojos de gato.
—Iré al grano. El barco estaba en medio del océano. Al despertarse mi
padre se dio cuenta de que se encontraba atado, yo era muy pequeño, por lo
que aquel hombre apenas se preocupó de mí. Me escondí en un armario del
cuarto, cerré los ojos e intenté imaginar que me encontraba muy lejos de allí.
Escuchaba los gritos de mi madre mientras abusaba de ella. Al final, miré por
una rendija. Aquel sádico estaba haciéndolo delante de mi padre, que gritaba
desesperado. Mientras la violaba la cortaba con un cuchillo por la zona del
vientre y los brazos. La sangre lo cubría todo, después de varias horas de
aquel horrible ritual, mi madre murió desangrada. El hombre se ocupó de mi
padre, lo asesinó con saña y violencia, después los tapó con una sábana teñida
de sangre y comenzó a buscarme. Intenté arrebujarme entre la ropa, pero vio
mis pies y tiró de ellos. Entonces se escuchó una voz que provenía de un
guardacostas que se acercaba a nuestra posición. Aquel tipo subió a cubierta,
mientras que con un gesto me ordenaba que me callara. En cuanto salió
comencé a gritar. Él se lanzó al agua y los guardacostas me encontraron.
—¿Qué sucedió después? —le pregunté intrigada. Estaba deseando que
intentara relacionar aquello con su verdadera madre y su vida vulgar en
Massachusetts.
—Tengo sed. ¿Puede pedir que me traigan agua?
Me levanté y toqué el interfono, él me observó mientras caminaba.
Llevaba puesto un traje de chaqueta y falda de color gris que se me pegaba al
cuerpo como un guante. Mi blusa azul destacaba por su textura de raso y el
lazo azul a juego.
—Está muy guapa esta mañana —me dijo mientras se giraba.
—Gracias —contesté, poniéndome roja de vergüenza. No era el tipo de
mujer que buscaba seducir a los hombres, más bien era discreta.

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Un funcionario le alcanzó un vaso de metal, ella lo puso sobre la mesa. Él
lo tomó con las dos manos, pero era imposible que lo llevara hasta la boca.
—Sería tan amable —dijo mientras depositaba de nuevo el vaso en la
mesa.
Dudé unos instantes, no quería acercarme demasiado, hacía apenas unos
minutos el psiquiatra había caído en las garras de Atila. Aquel tipo era mucho
más que un asesino, se trataba de un depredador.
Me puse en pie, tomé el vaso y rodeé la mesa. Me situé al lado y coloqué
el vaso en sus labios, él aprovechó para rozar ligeramente sus manos con mi
cuerpo. Di un respingo y él sonrió. Sabía que estaba entre nerviosa y excitada.
—Gracias, señorita Berry.
—¿Qué pasó después? —le pregunté mientras regresaba a la silla.
—El Estado me tuvo en un centro unos meses, no recuerdo mucho de
aquello, después me dieron en adopción a mi familia actual. No sé a qué
funcionario estúpido se le ocurrió que alguien como yo encajaría en una
familia obrera. Mis padres adoptivos son unos zoquetes, por no hablar de mis
hermanastros. Tal vez, si me hubiera criado en un entorno diferente, no
estaríamos hoy aquí.
Le miré por unos instantes y tomé nota.
—¿Cree que el comportamiento se ve determinado por las circunstancias?
¿No somos libres para elegir?
—¿Libres para elegir? ¿Es una broma?
Parecía furioso, como si la libertad le robara las excusas de una vida
dedicada al mal.
—No, el ser humano tiene conciencia y cada día toma decisiones…
—¿Decisiones? Nacemos en una familia que no elegimos, en un país al
azar, dentro de un momento histórico. Apenas tenemos control sobre nada.
Somos marionetas en manos de Dios.
—¿Realmente piensa eso? ¿Imagino que conocen el argumento lógico del
mal según Epicuro? Si existe un dios omnipotente, omnisciente y todo
bondad, el mal no existe. Aunque la realidad es que sí hay maldad en el
mundo, por tanto un dios omnipotente, omnisciente y todo bondad no existe.
—Sí, es uno de los primeros filósofos que enseñan en la facultad.
—Aunque hay otra opción, que Dios exista, pero en contra de todo lo que
se dice de Él, no sea todo bondad.
—Aunque las teorías de William L. Rowe lo explican de otra forma.
Puede que Dios, aunque omnipotente y omnisciente se limite a sí mismo,
sufra al permitir el mal para buscar un bien mayor.

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Atila parecía estar disfrutando con la conversación.
—Eso convierte a Dios en un ser si no malvado, no absolutamente bueno
—siguió argumentando él.
—El mal no fue creado por Dios, es la simple negación del bien, como la
oscuridad es la falta de luz, el calor lo contrario del frío —le contesté.
—Esos contrarios se complementan, no pueden existir sin el otro.
Entonces, eso nos llevaría a la idea de que hay un dios bueno y otro malo, que
se enfrentan entre sí —dijo Atila.
—No, más bien yo lo relaciono con el libre albedrío. El hombre es libre
para elegir su camino, sus decisiones equivocadas le conducen al mal.
—Está bien, pero hay un problema, según todas las religiones del mundo
el mal fue anterior al hombre. Puede que el ser humano lo introdujese en la
Tierra, pero no lo creó. En el Génesis la serpiente tentó a Adán y Eva.
—La serpiente es el demonio —contesté, en ese momento sentí un
escalofrío que me recorrió toda la espalda.
—El diablo, el demonio, Lucifer, el ángel caído, se le llama de muchas
formas. Personifica el mal, es el ser espiritual más poderoso del mundo
después de Dios —comentó. Parecía que disfrutaba a medida que me sentía
más angustiada.
—¿El demonio?
—¿Tú le conoces bien? ¿Verdad? Los que hemos visto alguna vez su
rostro no lo olvidamos jamás.
Noté cómo se me aceleraba el pulso, me costaba respirar, sentía la
atmosfera cargada. Hasta ese momento nunca había sido consciente de que el
mal podía palparse en ocasiones, como si se mascara en el ambiente. Los ojos
de Atila brillaban de una forma especial, parecían alimentarse del miedo,
resplandecer ante el sufrimiento y alegrarse del mal ajeno.
—¿Va a contarme cómo fue esa experiencia con el diablo? Creo que usted
sabe más del mal de lo que aparenta —comentó y su voz penetró en mi mente
y me quedé paralizada, notando cómo se me secaba la boca y las palabras se
trababan, intentando quedarse en el cómodo refugio de la garganta.

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6
PSICÓPATA
University of Massachusetts Amherst School

Una semana después de la desaparición del profesor las cosas comenzaron a


calmarse y Atila respiró aliviado. Había logrado tres objetivos de una sola
vez. Terminar con las pruebas de su primer asesinato accidental, deshacerse
del profesor Eco y salir del grupo forense. Unos días antes su profesor
Edward Sullivan I le había invitado a unirse a sus ayudantes en la sección de
psiquiatría. Aquel era el primer día en el que tendrían la oportunidad de
examinar a un paciente. Su amigo Harry también se encontraba entre los
elegidos.
—Queridos alumnos: la psiquiatría es una ciencia muy compleja y
novedosa. Hasta hace poco más de un siglo casi todo lo relacionado con la
mente se achacaba a la filosofía o la teología. El ser humano no llegaba a
comprender que el cerebro, como cualquier otro miembro humano, tiene una
morfología y un funcionamiento mecánico. La mayoría de las enfermedades
mentales son más producto de deficiencias o de daños cerebrales que los
cambios del alma. Lo lamento queridos alumnos, pero nos reducimos a
células, moléculas y a puro ADN.
Uno de los alumnos levantó la mano, el grupo se encontraba en la antesala
de la sección de psiquiatría de la universidad, todos estaban impacientes por
ver los primeros casos.
—Profesor, ¿cree qué todas las enfermedades mentales son simples
desfases químicos o malformaciones?
El profesor se tocó el mentón, después lanzó una larga mirada a todos los
alumnos y se puso a escribir en la pizarra una serie de fórmulas.
—Ácidos, proteínas… La falta de una u otra, además de las lesiones
causan todas las enfermedades mentales. Los fármacos que hemos inventado
logran paliar la esquizofrenia, la ansiedad, la depresión o la paranoia.
—¿Qué me dice de la psicopatía? —preguntó Atila.
—Interesante pregunta. Posiblemente la psicopatía es uno de los
trastornos más populares en la actualidad, sobre todo debido a la fama que le
han dado los asesinos en serie. La psicopatía es un trastorno que se caracteriza
por una persistente conducta antisocial. Los psicópatas apenas muestran

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empatía y remordimiento. Suelen ser desinhibidos y egoístas. Muchos piensan
que la sociopatía y la psicopatía es lo mismo. El término fue acuñado por el
biólogo alemán Karl Bimbaun, refiriéndose a individuos que violaban
constantemente las normas sociales, pero muchos sociópatas en cambio sí
muestran algunos rasgos de arrepentimiento y pueden ser empáticos.
—Entonces, ¿los psicópatas no sienten? —preguntó Atila confundido. Él
era un manojo de sensaciones y sentimientos. Temor, angustia, tristeza y
sobre todo ira.
—La psicopatía es un desorden de la personalidad. En ese sentido se
parece a la paranoia o al obsesivo compulsivo, pero tiene algunos elementos
diferenciados. Además, hay diferentes tipos de psicópatas. Robert D. Hare
creó un sistema para detectar a los psicópatas, que en principio no presentan
rasgos físicos, daños cerebrales o algún tipo de deficiencia química —
contestó el profesor.
—¿Cómo es esa lista de verificación? —preguntó Harry.
—Es el famoso PCL-R y gracias a una puntuación, contiene veinte
artículos y debe realizarlo un profesional. Veo que os interesa mucho el tema.
Os dejaré ahora mismo el formulario y haréis la prueba a vuestro compañero
de al lado. El test puede dar un máximo de 40 puntos, pero si sobrepasa los
25, las posibilidades de que estemos ante una persona psicópata es muy alta.
Un murmullo recorrió la sala.
—No se preocupen, la psicopatía es más común de lo que creemos. La
mayoría de los psicópatas no harán daño a nadie en toda su vida o, al menos,
un daño que conlleve a otra persona a la muerte. Únicamente debe
preocuparnos los que muestran un trastorno psicopático severo, los que
lleguen a 45, que es el máximo.
El profesor repartió los test. Harry comenzó a analizar a Atila entre
bromas, aunque este se mostró serio y reservado.
—Bueno —comentó Harry—, veo que estás un poco loco. El test te da
más de 30.
Atila intentó disimular su rabia, a pesar de cambiar algunas respuestas a
propósito, había llegado a casi el máximo de la tabla.
El profesor vio los resultados y comenzó a explicarlos.
—Bueno, las estadísticas no fallan. Aquí me da un 4 % de psicópatas,
algo más alto que la media que suele estar en un 3 %. La mayoría de los
psicópatas están integrados y son casi indetectables, aunque en algunos casos,
tras una situación muy estresante, son capaces de cometer algún crimen
terrible.

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—¿Es una enfermedad? —preguntó uno de los alumnos.
—Es un trastorno, pero no podemos definirlo como enfermedad. Sería
correcto decir que es el mal en estado puro. La mayoría de estas anomalías se
producen por algún tipo de trauma en la infancia. El psicópata es una especie
de amoral, que antepone el utilitarismo a cualquier tipo de daño físico o
emocional que pueda causar a las personas que tiene alrededor. Bueno,
pasemos a las consultas.
El grupo de una docena de estudiantes entró en la primera sala. Allí podía
contemplarse algunos de los trastornos más graves de la mente humana,
personas de diferentes edades y sexos se mostraban ante ellos medio idos, con
la mirada perdida o con una excitación inusitada, paliada en parte por las
drogas que les administraban.
Atila sintió una gran repulsión por todos ellos. Sabía que lo que le sucedía
a él no tenía nada que ver con esas personas. Había descubierto que su
comportamiento, sus obsesiones y falta de culpa se debían a la psicopatía.
Ahora sabía que tenía que disimular, que intentar pasar desapercibido y
exhibir todo su encanto. No podía permitirse el lujo de la timidez o
comportarse extrañamente. A partir de ese momento haría todo lo posible por
encandilar a la gente que le rodeaba.
Salieron del hospital a última hora de la tarde, la noche ocultaba los
oscuros pensamientos que le rondaban en la mente.
—¿Vienes a tomar algo? —le preguntó su amigo Harry.
—Esta noche no, tengo que estudiar —le contestó.
—Tú te lo pierdes. Creo que te estás tomando todo esto demasiado en
serio. La juventud nunca regresa, si no la disfrutas ahora, no lo harás jamás.
Mientras se alejaba no dejaba de pensar que su amigo era otro pobre
diablo, él sí que sabía disfrutar de la vida. Harry se creía que era libre porque
se saltaba algunas reglas y se acostaba con todas las chicas que se ponían a
tiro, pero la realidad era otra. Harry en el fondo era un tipo convencional,
haciendo exactamente lo que se esperaba de él. En cambio, Atila se sentía
especial, el único capaz de saltarse todas las normas sin miedo a ser
descubierto. Aquella noche volvería a matar, pero esta vez consciente de lo
que hacía, disfrutando de cada momento, saboreando el delicioso néctar de la
violencia hasta que le embriagase por completo.

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7
MISERIA
Condado de Fremont, cerca de Florence, Colorado

La pregunta flotó en el aire unos instantes. Tenía la mente bloqueada. ¿Cómo


era posible que él conociera lo que me pasó en el orfanato cuando era una
adolescente?
—Ya sabes, verdad o atrevimiento. ¿Prefieres lo segundo? —me preguntó
con una expresión tan lasciva, que no dudé en elegir lo primero.
—No sé cómo has podido imaginarlo.
De alguna forma intuía que una conexión maligna unía, como una
inmensa tela de araña, cualquier acción maligna.
Desde muy joven decidí hacerme psiquiatra por aquel episodio tan
obsesivo. Aún ahora pensaba que estaba loca. Aquello no podía haber
sucedido en realidad.
—No tenemos todo el día, nos queda poco más de media hora.
Miré el reloj de la pared, el tiempo había vuelto a pasar de una manera
casi fugaz.
—No hay mucho que contar —comenté intentando retrasar mi confesión.
—Quiero los detalles —contestó, como una especie de adicto al mal.
Intenté recordar lo sucedido. Durante años había intentado bloquear
muchos recuerdos de mi etapa de adolescente y ese era uno de ellos. El
internado era un infierno, pero no tanto por los cuidadores, que en su mayoría
eran personas amables y cariñosas. El problema eran los otros adolescentes.
La mayoría había sufrido abusos, sus mentes trastornadas repetían los mismos
comportamientos psicópatas que sus progenitores.
—Los chicos y las chicas estábamos separados en dos inmensos bloques.
La escuela se encontraba justo en medio, un edificio del siglo XIX que causaba
pavor. Por la mañana pasábamos algunos minutos en la capilla leyendo la
Biblia y rezando, desayunábamos, comenzábamos las clases. La misma rutina
cada día, pero al caer la noche el lugar se convertía en un sitio muy peligroso.
Una de las compañeras de mi habitación era conocida como «la bestia». A las
chicas que no pegaba abusaba de ellas. Mi única amiga del centro me había
advertido que venía a por mí. Me pasaba las noches en blanco, temblando

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ante cualquier ruido. Después de tres días, «la bestia» se acercó a mi cama
con dos de sus compinches.
—Hola rubita, hoy es tu día de suerte —me susurró al oído.
Me eché a temblar, pero como no era la primera vez que intentaban abusar
de mí, me levanté de un salto y corrí por el pasillo. Escuchaba los pasos de las
otras chicas muy cerca, notaba cómo el corazón se me aceleraba. Llegué al
descansillo. Miré por el tiro de las escaleras y decidí esconderme en la planta
de arriba. Llevaba años cerrada por goteras, aunque corría el rumor de que
pasaba algo maligno. Pensé que ellas no se atreverían a seguirme.
Atila sonrió, la historia le estaba encantando, de alguna manera estaba
alimentando sus más oscuros instintos. Al igual que la luz alimenta a la luz, la
oscuridad hace algo similar con las sombras.
Al principio me siguieron, pero cuando entré en el rellano y corrí por el
pasillo a oscuras, dejé de escuchar sus pasos. Pensé quedarme un rato y bajar
cuando las cosas se hubieran calmado. Entonces escuché un llanto.
—¿Un llanto?
—Sí, parecía de un niño pequeño, un bebé. Caminé a oscuras hasta una
puerta, giré el pomo y se abrió. Apenas entraba algo de luz del exterior, pero
se podían ver las formas de lo que parecía una antigua guardería. Al abrir, el
llanto cesó. Estaba a punto de cerrar, cuando comenzó de nuevo en un rincón.
Caminé hasta allí despacio, mis pasos crujían en la madera seca y vieja del
suelo. Tenía todo el vello del cuerpo erizado e intentaba aguantar la
respiración. Me acerqué y vi algo en el suelo, parecía el cuerpo de un bebé
tumbado, envuelto en una sábana blanca. Me agaché, el niño lloraba, apenas
se le veía la cara, llevaba en la cabeza un gorrito blanco calado hasta los ojos.
Intenté tomarlo del suelo, pero al girarlo, su rostro desfigurado me miró.
Tenía los ojos sin párpados, la cara carcomida le transparentaba algunas
partes de los dientes. El resto de su rostro desfigurado estaba cubierto de
pústulas repletas de pus. El niño desapareció ante mis ojos, noté una presencia
a mi espalda. No sabía si girarme o quedarme quieta, como si el silencio
pudiera convertirme en invisible.
—Hola niña, ¿qué haces aquí? —preguntó la voz.
Noté una mano posándose en mi hombro, parecía fría y huesuda. Me giré
despacio, levanté la vista. Era un hombre, vestía todo de negro. Unos
pantalones anchos, una camisa de seda negra, una chaqueta a juego y una
corbata del mismo color. No quería verle la cara, mi intuición me decía que
aquello no era humano.
—¿Te has perdido?

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Comencé a temblar, el hombre mantenía su mano aferrando mi hombro.
—Quiero irme —me atreví a contestar.
—¿No te han dicho que nadie puede subir aquí?
No supe qué contestar. Quería salir corriendo, pero el hombre me
mantenía agarrada.
—Siéntate —me ordenó. Me quedé paralizada, le obedecí, me puse sobre
una silla enana junto a una mesita cubierta de polvo.
—Sabes lo que pasó aquí, fue hace muchos años.
—No, señor.
—Esta planta se quemó. Se podían escuchar los gemidos de los niños
desde varios kilómetros a la redonda, murieron abrasados sin que nadie
pudiera rescatarlos.
El hombre se aproximó y entonces lo miré. Jamás podré olvidar su rostro.
El carcelero entró en la sala y pegué un salto. Estaba tan concentrada
narrando la historia que apenas me había dado cuenta de su presencia.
—¿No puede esperar unos minutos? —se quejó Atila.
—Esto no es un colegio, es una cárcel. El tiempo se terminó —insistió el
hombre.
Apagué la grabadora del teléfono, me puse en pie y me despedí.
—Mañana tiene que terminar esa historia —dijo el hombre mientras
acercaba sus manos a las mías.
Le miré nerviosa, me temblaba el cuerpo, llevaba toda la vida intentando
olvidar aquella terrible escena y él me la había recordado de nuevo.
Salí del edificio con el corazón acelerado, abrazada a la carpeta y mi libro
de notas. Me metí en el coche y respiré hondo.
—¡Dios mío! —exclamé en alto. Llevaba años sin orar, mi fe había
quedado guardada en algún cajón perdido de mi adolescencia.
Noté cómo una mano se posaba en mi hombro y pegué un grito que debió
traspasar los cristales del coche y llegar hasta la recepción de la cárcel, porque
la operaria de la puerta corrió hacia mi coche con un arma en la mano.

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8
AMOR AL ARTE
University of Massachusetts Amherst School

Atila Collins continuó sus estudios sin apenas sobresaltos. Por las mañanas
asistía a clase y por las tardes ayudaba al profesor con algunos de los
pacientes psiquiátricos. Podía estar horas ordenando los expedientes o
simplemente observando cómo pasaba consulta su maestro. La mente humana
le fascinaba, era una máquina perfecta que, aún cuando se rompía o
estropeaba, seguía haciendo cosas increíbles.
—El paciente que vamos a ver hoy —le comentó el profesor— es uno de
los que más me fascina.
—¿Por qué? —le preguntó Atila mientras cargaba el expediente.
—Lo entenderá enseguida.
Entraron en la zona de máxima seguridad, cruzaron un pasillo de puertas
de hierro macizo a ambos lados y se detuvieron en la última. El hombre sacó
unas llaves y abrió la puerta. El gran habitáculo estaba iluminado de una
forma exagerada, casi tuvieron que entornar los ojos para acostumbrarse. Al
fondo había una sencilla cama con sábanas blancas y una almohada. Una
mujer frágil se encontraba con el rostro inclinado, estaba encadenada a la
pared. Algo que a Atila le pareció exagerado. No creía que aquella persona
pudiera hacer daño a nadie.
—Le presento a Alice, una de nuestras pacientes más singulares. ¿No vas
a saludar a mi ayudante?
La chica levantó el rostro furiosa, pero en cuanto le vio se calmó. Sus
rasgos dulces contrastaban con la expresión de sus ojos azules, sus mejillas
sonrosadas y los tirabuzones de su pelo largo y rubio, le hacían parecer
totalmente angelical.
Atila abrió el expediente y comenzó a leerlo en voz baja.
—Alice Lewis, mujer, dieciocho años, un metro y medio de altura,
cuarenta y ocho kilos.
—No se esfuerce —le comentó el profesor—. Alice puede contarnos su
historia. ¿Verdad?
La chica sonrió por primera vez y su mirada perdió la fuerza irracional del
principio, para endulzarse.

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—Me gusta más este ayudante que el anterior —dijo la chica.
—Es una mente privilegiada, como la tuya —respondió el profesor.
—Hola —dijo Atila, que parecía fascinado con la chica.
—Hola, ya sabes mi nombre. Me crie en Charles Town, Virginia.
Provengo de una larga saga de la alta sociedad del estado.
Mis antepasados poseían casi la mitad de las plantaciones de Virginia. Les
afectó mucho la Guerra Civil, pero lograron reponerse y convertirse en los
mayores productores de pomelo de América. Teníamos una inmensa mansión
a las afueras de la ciudad. Naturalmente, cuando yo nací no teníamos
esclavos, al menos oficialmente.
Los mismos siervos de color del siglo XIX habían trabajado para mi
familia desde hacía generaciones. En cierto sentido, nuestras familias estaban
unidas por lazos indestructibles.
Muchos de ellos tenían los ojos azules y algunos rasgos del abuelo Tim, el
tatarabuelo Charles y mi padre Mike.
—Una familia encantadora —bromeó el psiquiatra.
Atila frunció el ceño, aquella joven le fascinaba y quería que terminase su
historia.
—Esos presbiterianos puritanos e hipócritas se habían acostado con todas
las criadas de la casa, sin que las mujeres de la familia se opusieran. Eran
hombres crueles y sádicos, por lo que mi tatarabuela, abuela y madre
preferían que se desfogaran con aquellas pobres criaturas, pero lo que veían
como una gran aberración era que su niña blanca sureña hiciera algo con los
mandingos.
—Entiendo —dijo Atila con los ojos brillantes.
—Un día mi madre Aida me encontró con uno de mis preferidos, James el
potro. Abrió la puerta de repente y me vio cabalgando sobre aquel gigante, le
sonreí y le dije que no se quedara en la puerta, que dentro lo vería mejor. Por
la noche, cuando llegó mi padre, ordenó que trajeran a James y, delante de mí,
obligó a otros dos trabajadores a darle una gran paliza.
Después me mandó llamar y levantándome la falda me azotó con una vara
de madera. Aquello me excitó casi tanto como ver cómo golpeaban a James.
Entonces descubrí mi verdadera vocación.
El profesor le pidió que parara.
—Alicia es uno de nuestros pacientes más paradigmáticos. Nunca había
tenido ningún episodio sádico antes, parecía una chica completamente
normal, si exceptuamos su desmedido apetito sexual. Hasta que su padre
despertó en ella esa actitud sádica. Unos días más tarde su padre apareció

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muerto en misteriosas circunstancias, las autoridades culparon a James y le
encerraron en la cárcel. Desde aquel momento Alice tuvo carta blanca en su
casa para hacer lo que quisiera. Su madre se sometió a ella y vivió un infierno
durante dos años.
—Mi madre no es ninguna santa, disfrutaba como el resto de lo que
pasaba en la casa. Bien que le gustaba, después se ponía su ropa de señora y
se pavoneaba por la ciudad los domingos como una santa.
—El caso es que Alice tuvo un brote psicótico severo y…
—Un mal día lo tiene cualquiera… Aquellos hombres pertenecían a mi
propiedad, hace cien años nadie se hubiera inmiscuido, pero ahora.
—Mató cruelmente y descuartizó a cuatro de sus empleados, a su tía y a
su madre.
—¿Ella sola? —preguntó extrañado Atila. Su apariencia frágil y su
aspecto débil no encajaban con lo que le contaba el profesor.
—Hay muchas formas de matar y la mayoría no implican la fuerza bruta,
además, nadie se pone en guardia al ver a una joven así —dijo el profesor
señalando a la chica.
Ella sonrió, después comenzó a sentir espasmos y sus ojos se pusieron en
blanco. Comenzó a hablar un idioma extraño, pero que el profesor ya había
identificado como africano. Lo más increíble fue cuando Atila sintió que la
entendía en su cerebro, aunque jamás había escuchado ese idioma.
—«Hijo y siervo, espero grandes cosas de ti. Si te dejas utilizar por mí, te
daré riquezas, fama y gloria, pero sobre todo podrás saciar tu sed de sangre».
La chica paró y volvió en sí, parecía aturdida y asustada. De repente
comenzó a actuar como otra persona. Ya no se mostraba descarada y lasciva.
—Disociación de la personalidad, su personalidad primaria es débil y
depresiva, la otra controla por completo su comportamiento. Creemos que de
niña vio actos terribles realizados por su padre y abuelo. A partir de ese
momento creó una personalidad para poder asimilar todo aquello, hasta que
esta llegó a dominarla por completo.
Salieron de la habitación mientras la chica se tumbaba sollozando en la
cama.
—A veces me da mucha pena, sé que no es muy profesional, pero me
recuerda a mi nieta. Es increíble que una chica tan dulce haya cometido todas
aquellas aberraciones.
Atila asintió, aunque a él lo que realmente le fascinaba era cómo el mal
había dominado por completo la personalidad de una chica inocente e
inofensiva.

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Aquella noche se quedó trabajando hasta tarde y tomando las llaves del
cajón del profesor se dirigió a la celda de Alice. Uno de los bedeles le paró en
la entrada, pero él se justificó diciendo que tenía que terminar de rellenar unos
formularios con un paciente.
Abrió la celda, para su sorpresa se encontraba completamente a oscuras.
—¡Adelante! —exclamó una voz.
Nunca experimentaba miedo por nada, pero aquella voz logró alterarlo un
poco.
—Te estaba esperando. Veo tus progresos y me siento muy orgullosa de
ti.
La voz no parecía la de la chica, aunque en el fondo se podía distinguir su
acento sureño.
—¿Quién eres?
—¿Eso importa? Soy la oscuridad, la sombra, lo negativo, la libertad.
—¿Eres la libertad? —preguntó extrañado.
—Yo no os pongo límites, no juego con vuestros sentimientos. Quiero
convertirte en uno de mis maestros. Necesito gente como tú que cambie el
mundo.
Atila se paró a apenas un metro de la cama, escuchó la cadena golpeando
el cabezal de hierro y el rostro desfigurado de la chica se le situó a menos de
un palmo.
—¿Me tienes miedo?
Atila sonrió, después la chica le besó, le mordió el labio inferior y le hizo
sangre. Él la golpeó y después la forzó allí mismo. Sintió un placer increíble,
mucho más que cuando mataba a la gente, pensó que era por estar copulando
con alguien como él, pero sin saberlo se estaba entregando a fuerzas que no
podía comprender.

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LA NOCHE
Condado de Fremont, cerca de Florence, Colorado

Tardé mucho en decidirme a salir del coche. Pensé que las autoridades de la
penitenciaría habrían anulado mis entrevistas después del último altercado. La
policía que me atendió en el aparcamiento presentó un informe al director, al
igual que el médico que me ayudó. Al parecer había sufrido un ataque de
pánico.
Respiré hondo y salí del vehículo, me temblaba todo el cuerpo, el frío me
helaba mis piernas a pesar de las medias. Cada vez me presentaba a mis
entrevistas con aspecto más sexy y provocativo, pero no sabía por qué lo
hacía. Sin duda me sentía atraída por aquel monstruo.
La funcionaria me llevó al pabellón principal, en el último momento se
desvió y nos paramos enfrente del despacho del psiquiatra. Llamó a la puerta
y entramos.
—La señorita Berry se encuentra aquí —dijo mientras el psiquiatra
cerraba la pantalla del ordenador.
—Adelante, que se siente.
Me puse en la silla y crucé las piernas, la falda apenas tapaba la parte más
alta de mis muslos.
—Me han comentado lo sucedido ayer, mi informe ha sido negativo y he
recomendado a la dirección que interrumpan las visitas. No puede…
Me senté aliviada y furiosa al mismo tiempo. No había llegado hasta ese
momento para tirar todo por la borda.
—Lamento lo que pasó, pero le prometo que no volverá a suceder —dije
poniendo cara inocente.
El hombre miró directamente mi escote, yo me incliné hacia delante, para
que pudiera tener una mejor perspectiva.
—No ha seguido ninguno de mis consejos. Se ha dejado seducir por ese
psicópata. No sabe de lo que es capaz. Está jugando con usted.
—Tiene razón, pero tengo que completar mi trabajo —dije mientras me
levantaba de la silla y me apoyaba con los codos en la mesa—. Espero que me
ayude. Únicamente quedan cuatro días, después se librará de mí y de Atila.

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El psiquiatra comenzó a ponerse nervioso, tomé un lapicero de la mesa y
me lo pasé por los labios.
—Si quiere le hago una declaración firmada de que no volveré a
excederme en mi exposición al recluso.
—Está bien —dijo quitándome el lápiz—, pero tenga mucho cuidado.
Sabe jugar con la mente humana, nadie está preparado del todo para
enfrentarse a él. Soy un hombre de ciencia, aunque no puedo negar que tiene
algo en su interior, no sé cómo definirlo. Es maldad en estado puro. Si no
fuera ateo traería un sacerdote para que le exorcizase.
Salí de la consulta saboreando mi victoria, aunque era consciente de que
me adentraba cada vez más en la boca del lobo.
Atila me esperaba en la sala, tenía un vaso de café en la mano. El humo
rodeó sus ojos cuando le dio un sorbo.
—Me contaron lo que le pasó en el aparcamiento. Espero que se encuentre
mejor. El gordo quiere interrumpir sus visitas, sabe que son mi único
aliciente. Dentro de cinco días desapareceré de este mundo. ¿Sabe qué es lo
que echo más de menos?
Negué con la cabeza mientras me sentaba. El hombre parecía inmune a
mis encantos, con la vista perdida muy lejos de allí.
—Un bosque en primavera, la brisa del mar, el sonido de las hojas
otoñales, ir a la ópera, tomar un buen solomillo en mi restaurante favorito. Al
final la vida se compone de todas esas pequeñas cosas. Soy joven para morir.
Conozco a tanta gente que desperdicia la vida y permanece sordo y ciego a
sus maravillas. Ellos deberían morir en mi lugar. Esta sociedad caduca ayuda
a los débiles y termina con los fuertes. ¿Hay algo más antinatural que eso?
Saqué mi teléfono y comencé a grabar.
—Ayer me dejó con la miel en los labios, estaba contándome ese
exquisito momento en el que se encontró con aquella sombra.
—No nos quedan muchos días, será mejor que nos centremos en usted.
—Le diré todo lo que quiera, pero al menos termine la historia.
Comencé a sentir cómo se me aceleraba el corazón. Aquel monstruo
quería devolverme de nuevo a los inseguros años de la adolescencia, para así
dominarme con más facilidad. Las verdaderas riendas de la vida se
encuentran en nuestros temores, si alguien los conoce puede llegar a
dominarnos por completo.
—No hay mucho más que contar —añadí sin mucho entusiasmo.
—Quiero hasta el más pequeño detalle, puedo distinguir perfectamente
cuándo alguien me miente, esa siempre ha sido mi especialidad.

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—Está bien. Ya le he hablado del internado, de mis acosadoras, del piso
de arriba y aquella tenebrosa guardería.
—También de la sombra que le hablaba y de su cara descompuesta,
cuando habló de su rostro no se estremeció, pero cuando el otro día le
mencioné a Dios, sí lo hizo.
No entendía lo que quería decirme, mi relación con Dios siempre había
sido compleja. Tenía casi una certeza ancestral de que existía, también de que
estaba interesado en mí, en cambio yo siempre le echaba la culpa de todo lo
malo que había sucedido en mi vida. Necesitaba saber qué originaba tanto
mal, ya fuera el azar, la pasividad de un dios indiferente o la libertad del ser
humano.
—Al girarme pude ver sus ojos rojos, parecían como dos teas encendidas.
No tenía facciones a excepción de una boca de dientes podridos y fétido
aliento. Su mano aún continuaba sobre mi hombro, mientras yo parecía
hundirme en el suelo. «No tengas miedo, estoy aquí para ayudarte. Ahora,
cada vez que alguna de esas chicas se enfrente a ti, tendrás una gran fuerza
interior».
—¿Cómo era la voz? —me preguntó emocionado.
—Realmente no habló, fue más bien como si escuchara todo aquello en
mi cabeza. Cerré los ojos y cuando los abrí de nuevo estaba en mi cama, creía
que todo había sido una mala pesadilla.
—Pero no lo era —comentó Atila.
—No estoy segura. Lo que sí recuerdo es que esa misma mañana, tras el
descanso de la tarde fui a ducharme. Mis tres acosadoras se enteraron y se
dirigieron hasta allí para darme una paliza. Noté que alguien venía a pesar del
ruido del agua, como si mis sentidos se hubieran agudizado. Me giré y no
pude esquivar el primer golpe. Antes de lograr saber lo que sucedía, las tres
comenzaron a darme puñetazos y patadas, me derrumbé en el suelo húmedo,
el agua seguía cayendo sobre mi cuerpo. Entonces abrí los ojos, tenía la vista
borrosa por el agua, pero logré atrapar a una de las chicas por el tobillo y
tirarla al suelo, me puse encima y la golpeé con todas mis fuerzas. Después
me levanté y me enfrenté a las otras dos. Tenía la sensación de que alguien
controlaba mi cuerpo, jamás me había pegado con nadie y no sabía luchar.
Ahora creo que fue simple instinto de supervivencia.
Atila me sonrió, los dos sabíamos que no pensaba eso.
—Habías dejado que saliera lo que ya tenías dentro —dijo el preso.
—Sí, furia y rabia.

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—No, querida amiga, lo que estabas sintiendo era la esencia del mal. Una
sensación de fuego que atraviesa tus venas y se dirige con intensidad hasta el
corazón. Somos fieras, tenemos ese instinto que nos empuja a luchar,
sobrevivir y eliminar a los más débiles. Animales cazando animales.
—¿Ahora me va a contar lo que piensa usted del mal?
Atila juntó los dedos de las manos como si fuera a rezar.
—Me queda poco tiempo, he tenido una vida más corta de lo previsto,
pero muy intensa. No tengo miedo a pasar al otro lado, sé perfectamente lo
que voy a encontrar.
—Todos tenemos miedo a la muerte —le contesté.
—Pero le voy a dar algo mucho mejor que mi experiencia con el mal. Le
descubriré un secreto, el más profundo e increíble que jamás pueda imaginar.
—¿Un secreto?
—Lo único que queda en este mundo de nosotros es nuestro legado,
muchos me han temido, pero muy pocos saben de lo que soy capaz todavía.
—Dentro de cinco días…
—Todos desconocen lo que hay destinado para cada hombre. Si logra
descifrar mi secreto le diré qué es realmente el mal y podrá cambiar su
destino.
—¿Mi destino? No creo en el destino ni en la eternidad. Además, acaba de
decir que nadie sabe lo que está prefijado para cada hombre.
—Él si lo sabe, está aquí desde antes que nosotros. Fue el que sembró el
caos y el desorden que describe el libro de Génesis en su segundo versículo.
Desorden y vacío son sus obras, el anticreador y el anticristo.

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SEGUNDA PARTE

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LA PISTA
Universidad de Roma La Sapienza, Roma, Italia

No hay nada que deslumbre más a un estudiante universitario norteamericano


que Italia. Atila parecía flotar por las calles de la ciudad eterna. Caminando
entre sus ruinas con la sensación de pisar con sus zapatos siglos de historia.
Su familia se opuso a que después de doctorarse en psiquiatría comenzara una
descabellada carrera de historia del arte, pero él ya era mayor de edad, llevaba
meses sin verlos y se planteaba no pisar nunca más el humilde y triste
suburbio en el que se había criado. Deseaba con todas sus fuerzas
desprenderse de su pasado, quitar todo ese lastre de su vida y comenzar a
sentir de nuevo que todo era posible.
Desde su encuentro con la delicada Alice tenía un sentido de propósito, de
misión, lo que le causaba más seguridad y placer de lo que jamás hubiera
imaginado. Ahora que se encontraba en el centro del mundo, rodeado de la
civilización más antigua y bella de la humanidad, parecía ansioso por probar
sus presas del Viejo Mundo.
Cruzó el arco de entrada de la universidad y miró el lema grabado en el
frontón: «Il futuro è passato qui». Sonrió al entender la frase que situaba a
una de las mayores y más antiguas universidades del mundo en el futuro de
los hombres. Sabía que la juventud era eso, todo futuro.
Se había decidido por «La Sapienza» por su situación geográfica y su
magnífica historia. Fundada por el papa Bonifacio VIII el 20 de abril de 1303,
fue sufragada por algo tan profano como los impuestos al vino extranjero que
tan generosamente corría en Roma.
Atila llevaba en su mochila los libros recién comprados en el mercado de
segunda mano. Su apartamento se encontraba muy cerca de la universidad y
de la cuadriculada biblioteca que sustituyó en los años treinta a la que se
encontraba en la hermosísima iglesia de Sant’Ivo alla Sapienza. Mientras
caminaba por los portalones rectilíneos de las fachadas fascistas no pudo
evitar fijarse en una mujer muy bella, con el pelo largo y rubio que estaba
frente al estanque. Se sentó muy cerca y la estuvo observando unos
momentos.
—Hola —dijo mientras se acercaba.

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La chica se hizo una visera con la mano para distinguir su cara, el sol le
golpeaba directamente en los ojos.
—Hola —dijo la chica mientras comenzaba a sonreír. Atila tenía una
mezcla casi perfecta de virilidad y belleza.
—Soy un estudiante extranjero y me he perdido —mintió—. ¿Cómo
puedo llegar a la biblioteca?
—Yo voy para allí, pero me he quedado un rato contemplando esta
maravillosa tarde.
Caminaron en silencio unos metros, hasta que los dos se giraron para
hablar al mismo tiempo.
—Lo siento —dijo Atila—, habla tu primero.
—No, por favor. No era nada importante.
—Lo mío tampoco. Simplemente iba a preguntarte qué estudiabas.
—Filología española —contestó la chica.
—¡Qué interesante! Me encantan los idiomas. Hablo inglés, alemán,
francés y algo de italiano.
—El italiano lo hablas perfectamente —contestó la chica.
—También algo de español —dijo en ese idioma.
La chica sonrió y comenzaron a hablar, después de un rato regresaron al
inglés.
—¿Qué estudias? —le peguntó la chica parándose en la entrada de la gran
biblioteca.
—Soy doctor en psiquiatría, pero ahora estoy cursando Historia del Arte.
—Increíble, parecen dos cosas totalmente diferentes.
—Justo los dos temas que me interesan: la mente humana y la belleza. En
tu caso, reúnes las dos cosas —le dijo galantemente.
—Gracias.
—¿Eres italiana?
—Sí, pero no romana, mi familia es de Génova. Llevo dos años en Roma.
Todavía no me he acostumbrado a todo este bullicio y jaleo.
—Es una locura, una hermosa locura.
Entraron en la biblioteca y se pusieron en dos sillas muy próximas. Tras
cinco horas de estudio Atila se levantó y se acercó a la joven, se inclinó a su
lado y le susurró al oído.
—Ya no puedo más. La biblioteca está a punto de cerrar, ¿quieres que
tomemos algo y luego te acompaño a casa?
La chica sonrió, guardó sus libros y unos minutos más tarde estaban en la
estación de Termini. Tomaron un metro hasta las proximidades del parque

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Villa Borghese. Bebieron unas cervezas y se les hizo de noche, era otoño y la
temperatura era ideal para dar un paseo.
—¿Conoces el parque? —preguntó la chica.
—No —mintió Atila, que una semana antes había caminado por la ciudad
como un turista más, esperando a que las clases dieran comienzo.
Se internaron en una de las partes centrales más solitarias, se tumbaron en
el césped bajo los inmensos pinos y comenzaron a besarse. En cuanto el
hombre se excitó, sus ansias asesinas se despertaron. Por alguna extraña
razón, había creído que al estar tan alejado de su casa, no tendría la tentación
de matar. Imaginaba que aquel impulso nacía de la frustración de una vida
mediocre y de los maltratos de sus abuelos y hermanastros.
—No hago esto normalmente —dijo la joven mientras se separaba un
poco—, pero me pareces muy buen chico, no el típico aprovechado.
—Tú también —dijo mientras la abrazaba de nuevo. Intentó quitar de su
mente la idea de hacerle daño. Era joven, bella y buena, tres virtudes que
admiraba. Odiaba a las putas facilonas que podían encontrar en la mayoría de
las universidades, a los petulantes, prepotentes y soberbios. Para él asesinar
era mucho más que una pulsión, era el arte de arrancar del mundo lo grosero y
lo vulgar.
Tras un buen rato la acompañó a casa, después se dirigió a la suya a pie,
para intentar enfriar sus emociones, pero cada vez se sentía más ansioso.
Se dirigió al barrio chino de la ciudad, una de las partes más sórdidas de
Roma. Tal vez, si pegaba una paliza a una puta se calmara un poco. Caminó
por callejones pobremente iluminados, pensó que aquel lupanar debía tener
miles de años. Que los más aberrantes habitantes del viejo imperio habrían
apagado sus bajos instintos en esas mismas callejuelas. Entonces vio a un
hombre viejo y gordo sobando el trasero de una chica muy joven, le pagó un
dinero y después la beso con una avidez repulsiva.
Atila siguió al hombre por las callejuelas, pensó que viviría lejos, pero
para su asombro, abrió la puerta de una pequeña casa y se metió con prisa,
como si intuyera que alguien le seguía. El estudiante miró la puerta, pero el
único distintivo que vio fue la imagen de latón de una virgen, dio una vuelta a
la manzana y se dio cuenta de que era la parte trasera de una iglesia vieja y
destartalada.
—¡Un hombre de Dios, qué interesante! —masculló después de relamerse
los labios. No había nada más apetitoso que un hipócrita, era el mal en estado
puro, ya que se trataba de personas que conocían el bien, simulaban
practicarlo, pero disfrutaban con el mal. Solían ser retorcidos y

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extremadamente crueles. Llamó a la puerta y esperó unos segundos. El
hombre le abrió, se había cambiado de ropa y ahora vestía una sotana raída,
con el alzacuellos descolorido.
—¿En qué puedo ayudarle, joven? —preguntó el sacerdote un poco
molesto.
La luz le iluminaba el rostro y pudo contemplarle con más claridad. Sus
rasgos eran vulgares, no tenía pelo y llevaba unas gafas pequeñas. Su cara a
medio afeitar estaba repleta de forúnculos.
—Soy un estudiante extranjero, he hecho algo terrible y quiero confesar.
—Las confesiones son por la mañana —se quejó el sacerdote.
—Temo morir en pecado —le dijo con la voz suave.
—Está bien, pasa por la puerta de la iglesia, ahora te abro.
Atila pensó que el hombre le había engañado y que al final se volvería a
su casa sin saciar su apetito, pero después escuchó los goznes chirriantes de
las puertas y el leve resplandor de la iglesia casi a oscuras.
—Adelante, hijo.
Entró y siguió al sacerdote hasta el confesionario, se puso en la parte
exterior y esperó a que el hombre comenzara.
—En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. El Señor esté en
tu corazón para que te puedas arrepentir y confesar humildemente tus
pecados.
—Mis pecados son que he matado.
Se hizo un largo silencio, el sacerdote parecía atemorizado o simplemente
sorprendido por la confesión.
—¿Cómo has dicho, hijo? Seguramente no dominas bien nuestro idioma.
¿Has querido decir matado?
—Sí, padre. La primera vez fue sin querer y me produjo tanto placer que
desde entonces he asesinado a varias mujeres y algunos hombres. Pero no se
preocupe, se lo merecían, eran unos grandes pecadores…
—Matar es un pecado mortal. No podemos tomar la justicia por nuestra
mano, un pecado no soluciona otro. Debes entregarte a las autoridades.
Atila parecía disfrutar con la confesión.
—Le he dicho que no puedo evitarlo, es una especie de adicción. Usted
me entenderá. Todos somos pecadores.
—Repetir un acto malévolo constantemente sin arrepentimiento es el peor
de los pecados. Hijo, ¿te arrepientes?
Se hizo un largo silencio.
—No, padre. ¿Usted se arrepiente?

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—Todos los días, hijo.
—Todavía puedo oler en su carne el perfume barato de la puta con la que
se ha acostado. Yo sé a quién sirvo, pero ¿a quién sirve usted?
—A Dios nuestro Señor —dijo nervioso. Miró al otro lado de la iglesia,
tal vez le daría tiempo a llegar corriendo hasta la sacristía y entrar en su casa.
—Yo soy la mano de Dios, no del déspota y puritano al que tú sirves, sino
de otro más poderoso.
El sacerdote salió del confesionario y comenzó a correr, era torpe y viejo,
se tropezó con los bancos y cayó de bruces. Levantó la vista y vio claramente
una sombra sobre la cruz. Después escuchó pasos a su espalda.
—¡Dios mío! —exclamó intentando ponerse en pie. Notaba una presencia
extraña en la iglesia, como si todos los ángeles del infierno se hubieran
escapado para reunirse en aquella capilla.
Atila le siguió sin prisa, había tomado un candelabro por la base y
escuchaba el tintineo de unas volutas metálicas que colgaban.
El sacerdote corrió hacia el altar y se aferró a los pies de la cruz, como si
de alguna manera comprendiese que se estaba enfrentando a algo mucho más
poderoso que a un loco asesino.
La sombra le cubrió por completo y sintió un fuerte dolor en el pecho.
Atila llegó hasta él y le agarró por la sotana, le dio la vuelta y contempló sus
ojos llenos de lágrimas.
—¡Dios mío, perdóname! —suplicó. A Atila le sorprendió que no pidiera
por su vida.
—¿Crees que Dios perdonará tus ofensas? Eres un hipócrita y un maldito
mentiroso.
—¡Dios mío, ten piedad de mí, pecador!
Atila le dio con el candelabro, al tercer golpe la sangre le manaba
cubriéndole el rostro por completo. El hombre le levantó, tomó un cordón y le
colgó del cuello del crucificado.
—No profanes la cruz —dijo el sacerdote en un último suspiro.
—Es solo una talla de madera, viejo —le contestó con desprecio.
—Todavía estás a tiempo de salvar tu alma, he visto la sombra del Diablo
a tu lado, pero Dios nunca nos abandona.
Atila tomó el candelabro, le dio la vuelta y lo hincó en el pecho del
sacerdote, se escuchó cómo crujían sus costillas al romperse y exhalaba su
último aliento.

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SALIDA
Condado de Fremont, cerca de Florence, Colorado

Las últimas palabras de Atila Collins me dejaron confusa. No entendía a qué


se refería con el misterio que me revelaría si yo era capaz de entender por qué
había hecho todas esas cosas. Estaba casi segura de que era una forma de
mantener el interés por las entrevistas, sin que me mostrara sus verdaderas
motivaciones. ¿Qué le impulsaba a matar?
Me tumbé en la cama de la pensión, me encontraba agotada, me tumbé
vestida en la cama y puse la televisión, pasé por los canales de noticias, todos
repletos de crímenes, matanzas, guerras y desastres naturales. Tenía la
sensación de que cada vez había peores noticias y el ser humano se convertía
poco a poco en depredador por excelencia de sus semejantes.
No sé cómo me quedé dormida, pero tuve un extraño sueño. Regresaba a
mi último año en el internado y a mi novio Simon, un pelirrojo delgaducho y
de dientes enormes que apenas tenía atractivos, si exceptuamos que se había
fijado en mí. Siempre estaba buscando cariño, algo que no he podido evitar en
toda mi vida y que me ha ocasionado muchos problemas.
Simon y yo nos encontrábamos en una parte lejana del inmenso jardín, él
luchaba con mi sujetador y yo tenía la sensación de que el sexo era la cosa
más aburrida y estúpida del mundo. Quedaban unos días para la graduación y
saldría de aquel infierno para ir a la universidad. Parecía que había pasado
mucho tiempo, pero había sido hacía relativamente poco.
Noté una mano debajo de la falda del uniforme, me extrañé de la osadía y
la paré.
—Eso no —le dije a mi novio.
—¿Qué dices? —me preguntó confuso.
Entonces levanté la vista y vi a Charly, Daniel y Frank justo a nuestro
lado. Frank, el jefe de los matones de la clase de mayores hizo un gesto y los
dos chicos levantaron en volandas a mi novio.
—No sabes hacerlo, deja a gente experta —dijo mientras se ponía sobre
mí y se bajaba los pantalones.
—¡No! —grité con todas mis fuerzas y comencé a pedir ayuda. Me tapó la
boca con la mano y me arrancó las bragas. Noté un fuerte dolor en la vagina,

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aquel animal me estaba desgarrando. Entonces me acordé del encuentro en la
última planta y de aquel ser que me había bendecido con un don. Cerré las
piernas y le apreté con todas mis fuerzas. Frank se quejó de dolor y aproveché
para quitarlo de encima y salir corriendo. Los tres chicos me siguieron, corrí
hacia la casa, el césped estaba lleno de hojas a pesar de que era primavera. A
nadie le importaba aquel jardín que en otro tiempo debió ser hermoso. Los
tres estaban a punto de alcanzarme cuando el suelo se hundió bajo sus pies.
Me di la vuelta y los vi con sus piernas y brazos rotos, cubiertos de sangre y
heridas.
Al parecer, la lona que tapaba la vieja piscina cedió al peso de los tres, las
hojas la habían cubierto por completo y de esa forma me salvé de mis tres
agresores. Al principio achaqué aquel suceso a la casualidad, la lona había
soportado mi peso ligero, pero no el de aquellos tres animales.
Estaba soñando con eso cuando escuché una voz, era la misma que había
oído años antes.
—Yo siempre cuido de ti.
Me desperté sobresaltada. No me había acordado de todas esas cosas
durante años, pero desde que habían comenzado las entrevistas mi pasado
parecía más real que mi presente. En aquel momento no tenía muchas cosas a
las que aferrarme además de mi carrera. Mi madre se mantenía distante a
pesar de haberse separado de mi padrastro. De hecho me echaba la culpa de
todo. Siempre decía que desde mi marcha, las cosas habían ido de mal en
peor.
Me duché lo más rápido que pude, después me vestí, intentando elegir
ropa más sobria. Tomé un café solo en la cafetería de enfrente y una tostada.
Media hora más tarde me encontraba de nuevo ante las verjas de la prisión.
Por un instante tuve la sensación de que Atila era más libre dentro que yo
fuera.
Pasé todos los controles y llegué hasta la sala, Atila me esperaba sentado,
se levantó al verme, como si quisiera mostrarse caballeroso, pero el guarda le
sentó de golpe.
—Tranquilo, Tim. ¿Tu mujer no te pone en la cama? Muchos músculos,
pero estoy seguro de que la tienes muy pequeña. Seguro que ahora mismo se
la está cepillando algún tipo, un negro de esos a los que tanto desprecias.
El hombre hizo un gesto para intentar golpearlo, pero al mirarme dio un
paso atrás y salió de la sala.
—Estos blancos palurdos no tienen modales. Lo siento —dijo con sus
ademanes finos y corteses.

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—Aún conserva las formas de un italiano gentil —le dije. Sabía que había
pasado todo un año de estudios en Roma.
—Fue mi mejor época —dijo con cierta nostalgia.
—La mía está por llegar.
—Me temo que no, querida Margaret. El futuro ya pasó por aquí, pero no
te preocupes, él te protege.
Utilizó las mismas palabras que en mi sueño y aquello me produjo un
escalofrío que me recorrió toda la espalda.

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LOS AMIGOS
Universidad de Roma La Sapienza

Durante su año en Roma, Atila hizo las dos cosas que más le gustaban: salir
con su novia italiana Francesca y asesinar. Junto a ella se sentía puro, limpio,
como si su alma flotase sobre toda aquella podredumbre y miserias humanas.
Participaba en las clases, estudiaba en la universidad, se hizo un experto en
ópera, el arte renacentista y el vino. Solían pasear por las ruinas del Foro casi
todos los días, sentarse frente al Coliseo o callejear cerca de la Ciudad del
Vaticano, como si quisieran exprimir aquel año y llevarse a la Ciudad Eterna
en el alma. Lo que Atila desconocía era que un inspector de policía
investigaba sus crímenes, mientras la alcaldía intentaba mantener la calma de
la ciudad y ocultar que un asesino en serie llevaba casi seis crímenes en el
área urbana.
Nicolás Savonarola tenía sobre la mesa de su despacho un gran mapa de la
ciudad. Había situado todos los crímenes con chinchetas y los había unido con
cordeles. Todos los hilos rojos del enjambre se unían en un punto próximo a
la estación de tren de Termini. Eso le había llevado a dos premisas: que el
asesino podía ser un estudiante universitario y que probablemente era
extranjero. Únicamente se sentía seguro en el centro histórico. La estación de
tren estaba próxima a su casa. De otra manera los crímenes se habrían
realizado a las afueras de la ciudad. Estaba casi convencido de que se trataba
de un varón de complexión fuerte y relativamente joven. Actuaba solo y el
perfil de sus víctimas era similar: todos sacerdotes de mediana edad que
vivían solos y pastoreaban parroquias pobres del centro de la ciudad. Los
crímenes eran atroces y parecían simular algún tipo de ritual pagano, tal vez
satánico.
Savonarola era consciente de que los periodistas no se callarían por
mucho tiempo más, el caso era demasiado morboso y sabroso para perder la
oportunidad de vender periódicos y publicidad en televisión.
Uno de los problemas del inspector consistía en que en la universidad de
Roma, por sus dimensiones y tamaño, era como buscar una aguja en un pajar.
Al menos tenía diez mil estudiantes extranjeros y si excluía a las mujeres, aún
le quedaban cuatro mil. Se había atrevido a descartar a los mayores de treinta

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y menores de diecinueve, lo que le dejaba unos dos mil quinientos. También
había eliminado a los de origen asiático y africano, ya que apenas se daban
casos de asesinos en serie de estos grupos étnicos, y por último a los de
Europa del Norte y países anglosajones. El autor parecía tener cultura
católica. Eso le había dejado una lista inmensa de algo más de quinientos
sospechosos. Para intentar acercarse más descartó los que llevaban más de un
año y se centró en los que habían llegado aproximadamente en las fechas del
primer crimen. Al ser principios de curso eso le ofrecía un saldo final de
doscientos sospechosos.
Durante varias semanas estuvo merodeando por los templos más próximos
a la universidad; la Iglesia había advertido a sus sacerdotes, para que
estuvieran en guardia.
Sabía que el asesino no era estúpido y que sin duda era consciente de que
se estrechaba el cerco sobre él. Por eso en las últimas semanas había
prolongado sus tiempos de caza. Lo que demostraba que podía
autocontrolarse y que sus crímenes eran planificados.
El inspector caminó por la universidad, fumaba un cigarro tras otro, la
ansiedad le estaba matando. Se dedicó a pedir los antecedentes de todos los
sospechosos y los fue descartando paulatinamente. Aquel día seguía a un
joven norteamericano, un tal Atila Collins, estudiante de Historia del Arte. Lo
único que tenía contra él era la fecha en la que había llegado y la sospecha de
que podía estar relacionado con una ola de crímenes en la ciudad que había
estudiado años antes, pero el que él perseguía mataba sacerdotes.
El joven salió de la biblioteca acompañado por una chica. Caminaron
hasta el norte y con un largo paseo llegaron al centro de la ciudad. Era
primavera, el curso no tardaría en terminar y si el asesino era un estudiante,
en cuanto le dieran las vacaciones desaparecería para siempre.
La pareja tomó algo en un bar cercano. Después el chico acompañó a la
joven a su residencia. Parecía un tipo cortés y educado, la dejó en la puerta y
se dirigió calle abajo hacia su casa. Savonarola intentó seguirle a cierta
distancia, pero para su asombro, en el último momento, el joven torció y se
dirigió de nuevo a la universidad. El inspector se encontraba agotado después
de todo un día de trabajo, en casa le esperaba su esposa y los dos mellizos,
llevaba semanas llegando después de que se hubieran acostado. Al final se
prometió perseguir al joven quince minutos más e irse a casa. El estudiante se
acercó a la facultad de Filosofía y entró. El policía le siguió, apagó el
cigarrillo antes de cruzar la puerta. Aquellos segundos le hicieron perderle la
pista.

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—¡Seré estúpido! —se dijo mientras miraba a uno y otro lado. Estuvo
dudando hasta que sus ojos se posaron sobre un cartelito negro grabado en
color oro.
—Capilla —leyó entre dientes—. ¡Joder, las capillas universitarias!
Como no se había cometido ningún crimen en el campus nadie se había
molestado en avisar a los sacerdotes de la universidad. Corrió escaleras abajo,
el edificio estaba desierto. Sus pasos retumbaban en el silencio sepulcral. Una
indicación le hizo torcer a la derecha, al final del pasillo se veían unas puertas
de madera entornadas. Corrió hasta allí y las abrió de golpe. Las luces se
encontraban apagadas y todo parecía en calma. Se rio y pensó que estaba un
poco paranoico, se dio media vuelta y escuchó el ruido. Entró en la capilla y
corrió entre los bancos; la luz de una estancia adosada delató la puerta cerrada
que tenía que alcanzar. La intentó abrir, pero estaba atrancada. La golpeó con
el hombro hasta que cedió, perdió el equilibro y se derrumbó sobre el cuerpo
ensangrentado de un sacerdote.
—¡Mierda! —gritó sorprendido y asustado. Después encendió la luz y vio
la cara desfigurada del hombre y al lado un crucifijo de plata ensangrentado.
Corrió hacia la parte de atrás que daba a la calle; estaba abierta. Alcanzó a
ver a alguien escapando en la oscuridad. Salió a toda prisa con el arma en la
mano, pero a la vuelta de la esquina ya había desaparecido.
—¿Dónde estás cabrón? —se preguntó furioso. Había estado tan cerca.
Caminó hasta el aparcamiento. Había un coche abandonado y otros tres junto
a unos árboles. Caminó, los revisó, pero no había nadie. Era imposible que
aquel tipo se hubiera escondido en otro lugar; entonces levantó la mirada y
antes de que pudiera reaccionar el asesino le cayó encima.
—Has sido muy listo, un policía italiano ha logrado descubrirme, mientras
los norteamericanos aún se preguntan quién asesinó a esas chicas. Qué pena
que no se lo puedas contar a nadie —dijo mientras le estrangulaba con las
manos.
Savonarola sentía cómo el aire le faltaba, se aferró a los brazos del
hombre, pero era mucho más joven y fuerte que él. Miró el cielo estrellado y
le cruzó un pensamiento fugaz y triste: aquella noche tampoco vería a sus
hijos antes de que se acostaran.

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UN HOMBRE MUERTO
Condado de Fremont, cerca de Florence, Colorado

Siempre he sido una persona solitaria, aunque no sé si es por elección o


porque nunca he encajado en ningún sitio. Desde niña he tenido la sensación
de que buscaba algo, pero no sabía qué era. Mi vida se parecía a la de un
náufrago en alta mar, rodeado de un océano de incertidumbre. Todos
necesitamos a alguien al que aferrarnos, tener la sensación de que nuestra vida
importa. Que si desapareces de repente, alguien llorará sobre tu tumba. Tal
vez por eso mi carrera y aquel trabajo significaban tanto para mí. Necesitaba
sentirme orgullosa por algo, demostrar al padre que nunca había visto que mi
vida valía la pena, que se había perdido una gran persona al no conocerme.
Que mi madre viera que esa niña a la que había despreciado, y a la que no
había protegido en el peor momento de su vida, estaba a punto de convertirse
en una doctora en psiquiatría.
Además de mis ambiciones académicas no despreciaba la idea de publicar
un libro de mis experiencias con Atila Collins. Nadie había logrado acceder
hasta él en los últimos años, eso unido a su próxima ejecución, le devolvía al
centro de la atención pública.
Sonó mi teléfono en la habitación del motel y me sobresalté. No esperaba
ninguna llamada y apenas un par de personas sabía que me alojaba allí.
—Hola, Margaret, soy Stuart Weitzman.
Comencé a ponerme nerviosa, era mi profesor.
—Hola, me alegro mucho de hablar contigo.
—Únicamente quería saber cómo te iba con el trabajo. Tengo unos días de
vacaciones y había pensado ir a Colorado para echarte una mano.
Me quedé paralizada. Mi profesor acababa de terminar una azarosa
relación con su mujer. Ella le engañaba con uno de sus mejores amigos y
compañeros en la universidad, la humillación había sido terrible y él se había
refugiado en sus clases y sus alumnos.
—Claro, aunque no sé si te dejarán pasar a la penitenciaría.
—Me he tomado la libertad de hablar con el director, le conozco desde
hace años.

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Pensé que si Stuart me acompañaba a las sesiones, Atila se cerraría por
completo, habíamos conseguido una complicidad que difícilmente se
mantendría con una tercera persona delante.
—Me parece muy bien que me ayudes, pero me temo que el recluso es
demasiado suspicaz, creo que se ha abierto a mí por el hecho de ser mujer.
—Imagino que una tercera persona podría enfriar vuestra conexión. Lo
entiendo.
—Pero puedes venir y ayudarme con el material de archivo. La vida de
Atila ha sido tan rocambolesca y me cuesta abarcar su etapa en Boston,
Roma, Chicago, Salt Lake City, Denver…
—Será perfecto, el preso ni sabrá que me encuentro cerca.
En cuanto colgué me arrepentí de haberle animado a venir. Necesitaba
concentrarme en Atila y Stuart no se encontraba en un buen momento
emocional, sabía que sentía algo por mí, pero lo último que quería en mi vida
era una relación con un profesor.
Me preparé para la nueva entrevista. Después de vestirme tomé un café
para el camino y salí para la prisión. Cuando llegué el abogado de Atila
abandonaba el cuarto, parecía algo azorado. En cuanto vi la cara del preso
supe que sería una mañana turbulenta.
—¿Está todo bien? —le pregunté.
Atila solía comportarse siempre de una manera fría y poco expresiva, pero
aquella mañana parecía superado por las circunstancias.
—Estoy rodeado de inútiles. Una de las pocas cosas que me consuela de
mi partida de este mundo es dejar atrás a esta panda de estúpidos.
—Le entiendo —contesté mientras conectaba el teléfono.
—Lo cierto es que verla me produce el único momento placentero del día
y he de confesarle que siempre he sido un sibarita. Lo único que tenemos en
este mundo es el disfrute, y esa idea arcaica del sacrificio y el estoicismo ha
hecho mucho daño a la humanidad. Hemos nacido para el placer, cada uno de
nuestros sentidos es insaciable. Eso demuestra la verdadera esencia animal de
nuestro ser. Llevamos miles de años tratando de convencernos de que somos
especiales, superiores al resto de los animales, creando una moral para
sentirnos especiales, los reyes de la creación. ¿Qué hemos conseguido con
esas ideas nefastas? Saturar el planeta de personas inútiles y débiles,
malgastar sus recursos y sacrificar lo más importante, la pureza de nuestros
instintos.
—¿Cuándo descubrió usted eso?

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—Lo que me pasó en aquellos centros de acogida me demostró que no
necesitamos una familia ni nadie que nos cuide, únicamente los más fuertes
sobreviven y eso decidí: ser el más fuerte. De niño era débil y sentimental,
mendigando algo de afecto en cada esquina, más cuando fui hombre dejé lo
que era de niño.
—Está citando a San Pedro en la primera epístola a los Corintios —le
comenté. Durante mi estancia en el orfanato había estudiado a fondo la Biblia.
De hecho, en alguna manera la tenía impresa a fuego en mi mente.
—Muy lista, eso es lo que me gusta de usted. A veces es frágil como un
pajarillo, otras astuta como una serpiente y en algunas ocasiones fría como un
témpano. En el fondo no somos tan distintos —me dijo con una sonrisa.
Aquel pensamiento me perturbó, Atila era la última persona en el mundo
al que deseaba parecerme, pero el haber vivido situaciones parecidas nos
había igualado en parte.
—Yo no he escogido la senda del crimen y el asesinato —le contesté algo
molesta.
—No se ofenda, es un elogio. Lo que quería decirle con eso es que en el
fondo sabe que en la sociedad en la que vivimos, la moral y la ética es un
mero formalismo. La línea que dividía el bien y el mal es tan difusa que
apenas se distingue. Vivimos una etapa amoral, de relativismo. Si no existen
absolutos no entiendo, por qué debería someterme a ningún sistema ni
humano ni divino.
—¿Por el bien común? —le pregunté.
—¿Qué es el bien común? Si le soy sincero, no me interesa nada que
tenga que ver con lo común y corriente.
—Continuemos con su vida —le insistí.
—Varios psiquiatras han intentado catalogarme, pero han fracasado
estrepitosamente. Me han llamado psicópata puro, no sé qué quieren decir con
eso. Lo cierto es que ahora, cuando alguien no encaja en ninguno de sus
diagnósticos y no acata las normas sociales establecidas, es calificado como
psicópata. Si el mal existe, si no es una malformación de la mente humana,
una enfermedad, también existe el bien y Dios. Eso es algo que la mayoría de
los científicos no están dispuestos a aceptar.
—Entonces, ¿usted se considera un hombre malo? ¿Alguien gobernado
por una fuerza externa?
—No estoy poseído por el diablo, si eso es lo que piensa. Él siempre
seduce a personas débiles, simplemente somos aliados, trabajamos en la
misma dirección, puede decirse.

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Aquellas palabras me estremecieron, la luz parpadeó. Una fuerte tormenta
se acercaba a la zona.
—No me dediqué a torturar animales de pequeño ni a agredir a mis
compañeros. Mi comportamiento era perfectamente normal. No era el mejor
de los estudiantes, pero respetaba a mis profesores, hasta que algo cambió.
—¿El qué cambió?
—Comencé a leer, en mi interior sabía que cumplía todas esas normas
para ser aceptado, pero Protágoras y su idea de que «el hombre es la medida
de todas las cosas» me hizo cambiar. ¿Quién podía decirme lo que estaba bien
y lo que estaba mal? ¿Por qué no satisfacer todos mis instintos?
—¿Tenía problemas para relacionarse con las chicas? —le pregunté a
sabiendas de que le resultaría muy incómodo responder.
Atila me sonrió, como si de nuevo subiera la guardia y recuperase el
control.
—Sí, creo que la sociedad ha condicionado las relaciones naturales entre
hombres y mujeres. Los hombres somos dominantes, las mujeres son sumisas
y se están intentando cambiar estos roles, pero lo único que se consigue es
aumentar la violencia y la frustración. Recuerdo el día de mi graduación, con
dieciocho años recién cumplidos. Después de muchas dudas pedí a Susan, una
chica bastante popular de mi escuela que viniera al baile conmigo. Todos me
consideraban un bicho raro y un inadaptado, pero nunca he sido feo y se me
daban bien los deportes. Además Susan terminaba de dejarlo con su novio con
el que había estado durante varios años, el capitán del equipo de fútbol
americano. Sabía que me estaba utilizando pero eso no me importó mucho.
—¿Qué pasó?
—Mis padres me compraron un traje de segunda mano que me estaba algo
grande, pero el que tenía era peor. Desde entonces comencé a tener un
verdadero amor a la ropa y a dar más importancia a mi imagen. También me
dejaron su viejo Ford para ir a recoger a la chica. Incluso se les veía
orgullosos de mí, sin ese miedo visceral a que hiciera algo incorrecto.
—Eso es bueno.
—Lo es si te importa, a mí no me importaba un carajo. Lo que quería era
la experiencia. La llevé al baile. La sala estaba llena de críos con hormonas,
muchos con el deseo de follarse a su primera chica, aunque lo adornaran con
romanticismo y toda esa mierda.
Supuestamente no había alcohol en la fiesta, pero alguien puso un poco en
el ponche. Yo nunca he bebido, me refiero para emborracharme y enseguida
me hizo efecto. Bailé tres veces con Susan y después nos fuimos detrás del

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escenario. Comencé a besarla, ella se dejó hacer, más por despecho que por
atracción.
Noté mi erección, ella se puso algo remolona. Entonces llegó el novio con
tres amigos. Nos separaron y me destrozaron la cara. Lo peor es que
mancharon mi estupendo traje. Regresé con la cara ensangrentada al salón.
Estaba tan furioso, si hubiera tenido un arma lo hubiera pagado con todos
aquellos estudiantes estúpidos y patéticos.
—¿Qué pasó más tarde?
—Aquella chica estaba liándose con el matón de su novio. Entonces
comprendí que debía someter a las mujeres, que no merecían mi respeto. En
la universidad aprendí a utilizarlas y tirarlas a la basura, hasta que maté por
casualidad a mi primera víctima. Ya había roto el tabú del asesinato y lo
disfruté de veras.
—El mal no le sedujo, fue una evolución propia motivada por su
frustración —le comenté.
—El mal está fuera y dentro de nosotros. A partir de ese momento
simplemente dejé de ponerle límites, hice que fluyera. Si tenía que ser
malvado, quería ser el mejor. Lo único que odiaba del mal que veía a mi
alrededor era la vulgaridad, como aquellos matones dándome una paliza. Mi
única venganza cuando me iba fue cortar los frenos del coche, mi padrastro
me había enseñado algo de mecánica. Cuando Susan y su novio se marcharon
de la fiesta, su porsche se salió en una curva, al no poder frenar. Él se quedó
en una silla de ruedas para el resto de su vida, una pena, además de estúpido
ahora es una especie de vegetal inútil.
—¿Qué le sucedió a ella?
—Esa estúpida se casó con el tullido: amor verdadero. Ahora son la
familia perfecta.
Había cierto amargor en sus palabras. Como si el no poder destruir la vida
de aquella pareja fuera uno de sus grandes fracasos.
—Creo que ahora le toca a usted. Abusaron en aquel internado de usted,
pero logró escapar. Pero intuyo que después las cosas cambiaron.
Me quedé estupefacta. Era cierto, después, sin saber por qué, tuve
relaciones con decenas de jóvenes, como si no pudiera resistir un impulso
sexual, en el que paradójicamente no encontraba ningún placer personal. Una
especie de anulación de mi voluntad, como si quisiera castigarme a mí misma.
Hasta que paré, logré darme cuenta de que no me quería a mí misma y ese era
el problema real.

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—Era la puta de la escuela, la puta del barrio. Una frígida que calentaba a
los demás pero incapaz de sentir placer. ¿No es cierto?
Aquellas palabras me molestaron, pero al mismo tiempo me excitaron. La
única manera que tenía de sentir placer era por la humillación y el dolor. Tal
vez por eso llevaba años absteniéndome, alejándome de ese círculo de
destrucción.
—Le contaré lo que quiera, pero deberá decirme cuál es el secreto del que
me habló ayer.
—Me quedan cuatro días, sea paciente. Le prometo que antes de que me
pongan la inyección letal le contaré todo.

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MI VIDA
Lawrence, Massachusetts

Era una de las peores ciudades del estado. La droga y el paro la habían
azotado con tal fuerza que por las calles se veía pasar cientos de zombis con
la única misión de conseguir una nueva dosis. Tras su regreso de Europa,
Atila cayó en una leve depresión. Regresaba a su vida de mierda, en la que la
pobreza y la marginación parecían perseguirle a pesar de sus intentos de
mejorar. Entonces ocurrieron dos cosas trascendentes en su vida y que en el
fondo estaban ligadas entre sí. Se presentó voluntario por el Partido
Republicano, con la esperanza de que los conservadores regresaran al poder
tras una era Demócrata y lo segundo, conoció a su primera novia oficial.
Atila era doctor en Psiquiatría Forense y Arte, no tardó en encontrar
trabajo en la morgue de la ciudad, era un trabajo asqueroso y mal pagado.
Cada día tenía dos docenas de yonquis muertos por sobredosis, algunos
vagabundos alcohólicos y varios pandilleros asesinados en reyertas o por la
policía.
Trabajaba de noche, cuando llegaba la mayoría de los cuerpos, dormía por
la mañana y por la tarde ayudaba con el teléfono en la agrupación republicana
cercana a la universidad. La mayoría de los voluntarios no vivían en
Lawrence, que era un bastión Demócrata lleno de obreros blancos y negros
que vivían de las ayudas sociales. Para Atila la oficina del partido era una isla
de paz en medio de un océano de mierda.
A los tres días de trabajar en la sede apareció una chica de pelo castaño,
inmensos ojos azules, piel blanca y una sonrisa perfecta. Grace Marshall, hija
de un senador del sur que estudiaba en Harvard, pero que dedicaba parte de su
tiempo al partido.
No podía dejar de observarla. Admiraba cómo trataba a la gente. Era la
persona más amable que había conocido jamás. Al segundo día de verse en la
oficina, se le acercó y se le presentó directamente.
—Hola, me llamo Grace. ¿Llevas mucho tiempo en la oficina?
—La verdad es que no, llegué unos días antes que tú. Mi nombre es Atila.
—Un nombre con fuerza, creo que significa «padre» y es de origen
germano.

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—No lo sabía —contestó algo azorado.
—Después del trabajo vamos a tomar algo todos juntos.
—Tengo que ir a trabajar. Hago el turno de noche en la morgue del
Hospital General.
—¿Eres médico? —preguntó la chica.
—No, psiquiatra forense —le contestó.
—Yo estoy en el último año de Derecho. Mi familia quiere que me
dedique a la política, es una larga tradición familiar y, como mi padre no ha
tenido varones, quiere que la primogénita siga sus pasos.
—A mí me gusta la política.
—¿Por qué no te pasas por Harvard mañana, antes de venir aquí?
Podemos seguir hablando —le invitó Grace.
Desde la primera cita sintieron que estaban hechos el uno para el otro,
únicamente había un problema, Atila sabía que no pertenecía a su clase y,
aunque disimulaba, estaba siempre atemorizado de que los amigos de su
novia descubrieran su verdadero origen. El estrés le estaba destruyendo, por
eso, después de casi un año sin matar, se decidió a cazar de nuevo. En una
ciudad como aquella no sería difícil disimular sus crímenes, además la
mayoría de las víctimas pasarían por sus manos y las del forense, que era un
tipo delgado y taciturno, que intentaba pasar el mayor tiempo posible de baja,
dedicándose a la pesca, que era su verdadera pasión.
Atila asesinaba de madrugada, al salir del trabajo, después se daba una
ducha, descansaba un poco y dedicaba la tarde al partido y su novia.
Después de un año y cinco asesinatos de estudiantes, la policía comenzó a
sospechar que unas chicas, sin antecedentes y sanas, murieran repentinamente
de sobredosis.
Su jefe apareció una noche con un inspector de policía llamado Raymond
para estudiar las autopsias de todas las víctimas.
—Hola Atila, queremos que nos pases todos los informes de las autopsias
de las estudiantes.
Él sabía a qué se refería, el día anterior ya habían hablado del caso. Atila
había intentado quitarle importancia, pero su plan no había surtido efecto.
—Hola soy el inspector Clark Green. Llevamos meses tras la pista de un
posible asesino en serie.
—Las chicas murieron de sobredosis —dijo Atila.
—Ya he visto sus informes, pero ninguna era drogadicta ni se encontró
heroína o crack en sus cuerpos, la droga que utilizaron únicamente se

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consigue en hospitales. Por eso sospechamos de algún doctor o enfermera del
centro.
Atila intentó disimular su ansiedad, algo que se le daba francamente bien.
—Yo no gastaría el dinero del Estado en investigar la muerte de cinco
drogadictas —añadió con cierto desprecio.
—Puede que fueran yonquis, pero también hijas de personas influyentes
—contestó el forense.
Atila les pasó el informe y los dos hombres lo ojearon sobre una de las
mesas metálicas.
—Es justo como pensaba. Las víctimas no tenían nada más que un
pinchazo. Además la sustancia de la sobredosis no es fácil de conseguir.
Todas ellas fueron encontradas en callejones, pero mantuvieron relaciones
sexuales antes de morir, aunque no se han encontrado restos biológicos.
—Es muy raro —dijo el inspector.
—¿Puedo irme esta noche? Mi novia me espera en el campus —dijo con
la intención de alejarse lo más posible del inspector.
—Está bien, tengo que repasar todo esto. Todavía tenemos el último
cuerpo en el congelador. Mañana tendrá que hacer mi turno.
Atila lanzó un suspiro, se quitó la bata y se dirigió al campus. Era cierto
que había quedado con Grace, pero se sentía tan nervioso que decidió
desahogarse antes en una residencia, en el otro extremo de la universidad.
Había pasado muchas veces por la puerta. La mayoría de las chicas era
tranquilas, educadas y deportistas. No hacían fiestas escandalosas ni nada
raro, sabía que a esa hora estarían dormidas. Puede que no fuera una buena
idea, pero lo necesitaba y estaba dispuesto a asumir el riesgo.

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MIEDO
Condado de Fremont, cerca de Florence, Colorado

—Te estás exponiendo en exceso. Atila es un hombre muy peligroso —dijo


Steve, que parecía más celoso que indignado.
—Era la única forma de sacarle información, además me ha confesado un
secreto —le contó algo incómoda, como si estuviera traicionando la confianza
de un viejo amigo.
—¿Un secreto? ¿Qué tipo de secreto?
—No lo sé, faltan solamente tres días para su ejecución, espero que me lo
cuente mañana.
—Me parece absurdo, creo que está jugando contigo.
—¿Piensas que soy una pobre chica indefensa frente a un psicópata
asesino? Puede que sea cierto, pero he llegado mucho más lejos que la
mayoría de las personas que le han entrevistado. Lo tengo todo grabado y,
aunque hay mucha paja, además de mentiras, estoy segura de que podré
obtener material inédito para una biografía.
El rostro de Steve cambió de repente, ahora parecía que todos sus
prejuicios y dudas desaparecían de un plumazo.
—Eso es fantástico, podemos hacer un gran trabajo, el libro llegará a la
lista de más vendidos del New York Times —comentó eufórico.
—No he dicho que vayamos a escribirlo juntos —le contesté.
—Tendrá mucha más fuerza si te ayuda un profesor universitario.
Fruncí el ceño y preferí no contestar. Uno de los motores de la humanidad
es la avaricia, la conocía muy bien y no estaba dispuesta a permitir que me
robasen mi premio.
—He pedido a la penitenciaría ir esta noche. Tengo que descubrir ese
secreto. No hay tiempo que perder. En cualquier momento pueden impedirme
acceder a él, entonces se llevará su secreto a la tumba.
—Me parece muy bien —dijo el profesor—. Te acompañaré.
Al ver mi cara hizo él una mueca antes de añadir:
—No te preocupes me quedaré en el coche. ¿Has visto la que está
cayendo?

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Una hora más tarde, nos encontrábamos frente al edificio principal de la
cárcel. Me había secado en el trayecto, pero aún tenía el pelo apelmazado y la
blusa empapada.
—Ten cuidado, ante el más mínimo peligro sal del cuarto —dijo el
profesor mientras paraba el motor.
—Ok, no te preocupes.
—Claro que me preocupo. —Después salió corriendo bajo la lluvia, me
abrió la puerta y me guareció bajo su gabardina hasta la entrada.
—Gracias —le dije con una sonrisa. Nuestros rostros casi se encontraron.
Me sentía tan excitada que le hubiera besado allí mismo, pero era mejor
esperar.
Diez minutos más tarde me encontraba sentada en la sala. Estaba sola. Por
la ventana alta de cristales de seguridad entraba la oscuridad exterior, las
paredes de hormigón no podían acallar el bramido de la tormenta. Esperaba
impaciente, mordiéndome las uñas, hasta que escuché el sonido metálico de la
puerta. Atila apareció con el funcionario, me sonrió y esperó a que le atasen a
la mesa.
—Siento la espera, estaba cenando. Esta sí que es una sorpresa. Estás aquí
para que te cuente mi secreto. ¿Está lloviendo fuera?
El hombre bajó la vista y me miró descaradamente los pechos que se
transparentaban en mi blusa empapada por la lluvia.
—Sí —contesté mientras me cerraba en parte la chaqueta.
Entonces comenzó a recitar un poema sin dejar de mirarme con sus ojos
inquietantes:
Inmortal Afrodita la del trono pintado,
la hija de Zeus, tejedora de engaños, te lo ruego:
no a mí, no me sometas a penas ni angustias
el ánimo, diosa.

Pero acude acá, si alguna vez en otro tiempo,
al escuchar de lejos de mi voz la llamada,
la has atendido y, dejando la áurea morada
paterna, viniste.

Tras aprestar tu carro. Te conducían lindos
tus veloces gorriones sobre la tierra oscura.
Batiendo en raudo ritmo sus alas desde el cielo
cruzaron el éter,

y al instante llegaron. Y tú, oh feliz diosa,
mostrando tu sonrisa en el rostro inmortal,
me preguntabas qué de nuevo sufría y a qué
de nuevo te invocaba,

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y qué con tanto empeño conseguir deseaba
en mi alocado corazón. ¿A quién, esta vez
voy a atraer, oh querida, a tu amor? ¿Quién ahora,
ay Safo, te agravia?

Pues si ahora te huye, pronto va a perseguirte;
si regalos no aceptaba, ahora va a darlos,
y si no te quería, en seguida va a amarte,
aunque ella resista.

Acúdeme también ahora, y líbrame ya
de mis terribles congojas, cúmpleme que logre
cuanto mi ánimo ansía, y sé en esta guerra
tú misma mi alidada.

—Es muy bello.


—Como usted —añadió entre lascivo y caballeroso.
—Gracias.
—Antes de que le cuente mi secreto y, le prometo que hoy no se irá de
aquí sin conocerlo, tendrá que contarme usted el suyo. Sé que no está aquí por
su trabajo de investigación, al menos esa no es su razón principal.
A veces tenía la sensación de que era capaz de leer la mente.
—Tiene razón, pero no estoy segura de pode confiar plenamente en usted,
creo que si descubre qué me ha traído hasta aquí, se niegue a contarme el
suyo.
—La vida siempre es riesgo. Se expuso al venir aquí, al entrar en esta
sala, al charlar conmigo. Me temo que pensaba encontrar un monstruo, un
maestro del mal, pero ha comprobado que soy un ser humano «normal». Creía
que podría analizarme con todas esas técnicas estúpidas, que encajaría en los
test de psicopatía, pero nada de eso vale conmigo. He elegido esta vida, no
quiero ni puedo culpar a nadie. Soy enteramente libre.
—Tengo miedo a esa libertad —le confesé.
—Lo sé, como la mayoría de la gente. Temen lo que no entienden y sobre
todo les atemoriza la libertad. Siempre están dispuestos a echar la culpa sobre
sus padres, circunstancias o limitaciones. Todo el mundo rehúye la culpa,
pero nadie es inocente.
Sus palabras me tambalearon, quién era yo para juzgarle, tal vez
simplemente él representaba a un hombre nuevo, a ese súperhombre de
Nietzsche, por encima de los convencionalismos burgueses y judeocristianos.
—Estoy impaciente por escucharla.
Me apoyé en el respaldo de la silla y apagué la grabadora.

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—Está bien, tengo que confesarle algo muy grave, algo que nadie más
sabe en este mundo.
Atila me sonrió, se recostó un poco en la silla y esperó impaciente a que
mis labios hablaran como un drogadicto a punto de recibir una dosis extra de
su droga preferida.

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ODIO
Universidad de Harvard, Massachusetts

El pasado de la Universidad de Harvard es muy curioso. Fue una de las


primeras instituciones superiores del país. Creado para convertirse en un
seminario, para cubrir las necesidades de nuevos párrocos de Nueva
Inglaterra, se convirtió a principios del siglo XX en una de las universidades
más prestigiosas del mundo.
El campus parecía un pequeño e idílico pueblo de Nueva Inglaterra. Los
edificios de ladrillo rojos, con las ventanas blancas de cristales pequeños, las
puertas y los porches engalanados. Los jardines repletos de flores y árboles
centenarios hacían que el visitante se sintiera en medio de un idílico pueblo de
finales del siglo XVIII.
Atila despreciaba a la gente que estudiaba allí. La mayoría pertenecía a la
élite del país, aquellos privilegiados que se creían superiores a los demás.
Puede que Grace fuera una rara excepción, pero la mayoría no merecía vivir,
sobre todo aquellas jóvenes hembras ricas y superficiales que iban a la
universidad a la caza de un futuro millonario que pagara sus vidas ociosas y
vacías.
La Residencia de Omega era diferente: en ella estaban las mujeres más
refinadas de la universidad, conservadoras, talentosas y muy bellas.
Trabajaban en diferentes obras sociales, repartían su tiempo entre los estudios
y sus talentos musicales, literarios o pictóricos. Verdaderas musas en medio
de aquella fábrica de avariciosos, petulantes, hijos de papá y damas
superficiales. A ellas, precisamente a ellas, Atila las odiaba especialmente. Su
perfección ponía en evidencia la mediocridad de su pobre vida. No le bastaba
con dos carreras y doctorados, con haber alcanzado un trabajo seguro aunque
mal pagado y tener un futuro prometedor. Su deseo de destruir era mucho más
fuerte que de construir algo nuevo y mejor. En una guerra le habrían colmado
de medallas, pero en tiempos de paz era un monstruo absolutamente
inasumible para una sociedad civilizada.
Esperó paciente en un lateral de la residencia hasta que vio todas las luces
apagadas, después buscó una ventana que estuviera abierta, la levantó con
cuidado, se asomó y olisqueó como un perro el olor a perfume de mujer que

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tanto le embriagaba. Después entró con sigilo y recorrió la primera planta,
completamente vacía a aquellas horas. Subió a la segunda, en la que se
encontraban las habitaciones. Abrió la primera, estaba improvisando, no
llevaba armas, tampoco tenía un plan, con sus manos tendría que ser
suficiente.
La primera chica dormía medio destapada sobre sus sábanas rosadas. El
camisón se le había enredado en la cintura dejando al descubierto su trasero.
Se sintió excitado de inmediato, pero más por el deseo de destruir aquella
belleza que por poseerla, como el niño enfurruñado que destroza los castillos
de arena de los demás, al verse incapaz de imitar su grandeza.
Atila se abalanzó sobre la primera chica y aplastó su cara contra el
colchón; ella apenas pudo reaccionar, su nariz se taponaba con las sábanas y a
pesar de su lucha, apenas logró sacudirse y dar un par de suspiros antes de
morir.
El hombre dejó la habitación algo más calmado, se dirigió a la siguiente
habitación. En medio de la oscuridad distinguió el cuerpo caoba de la chica.
Tenía el pelo rizado recogido y sus labios rojos brillaban ante la luz de la
calle. Miró encima de la mesa y vio un trofeo de atletismo. Lo tomó por la
parte de arriba y sin pensarlo dos veces lo estampó en la cabeza de la chica;
tuvo que golpearla en tres ocasiones antes de reventarle la cabeza. La sangre
manó con fuerza hasta teñir el suelo de madera.
Atila recorrió otras cuatro habitaciones antes de irse de la casa. Se lavó las
manos en uno de los baños y salió por la puerta principal. Mientras caminaba
por el jardín en penumbra se cruzó con una chica. Tardó en reaccionar,
cuando quiso darse la vuelta la estudiante ya estaba en el edificio. Se alejó
con la esperanza de que no le hubiera visto la cara. Una vez en el coche se
miró la ropa. No tenía ni una sola mancha.
Condujo hasta la residencia de su novia. La chica bajó en cuanto la
avisaron de que estaba allí, varias de sus amigas se asomaron para ver a su
apuesto novio.
Mientras caminaban de la mano por el campus, dejando que la luz de la
luna iluminase sus rostros jóvenes y bellos. Ella dio un suspiro y le abrazó.
—Eres maravilloso, lo mejor que me ha pasado. Quiero que este fin de
semana conozcas a mis padres, te van a encantar.
Los ojos de Atila se aguaron, la besó en los labios y mientras lo hacía
recordó a todas esas chicas muertas y ensangrentadas en sus propias camas.
Después se dijo que aquella era una noche perfecta, ya no le importaba lo que
pudiera descubrir la policía. Nadie podía robarle su felicidad.

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LOS OTROS
Condado de Fremont, cerca de Florence, Colorado

La luz parpadeaba a veces, pensé que en cualquier momento podríamos


quedarnos a oscuras. Atila me miraba expectante, seguro que lo que estaba a
punto de escuchar era lo más emocionante que había oído en años. En
cambio, yo me sentía avergonzada, temerosa y asustada. Hay puertas que es
mejor no abrir, si cruzamos el umbral podemos encontrarnos perdidos y no
volver nunca al camino que hemos abandonado. Me sentía como Ariadna en
medio del laberinto, intentando aferrarse al hilo que podía liberarla del
Minotauro. Atila era el monstruo que me acechaba por los pasillos
interminables de mi existencia. Siempre había estado allí, esperando a que me
perdiese en sus terribles dominios. Sin entender el peligro que corría me había
internado en ellos y ya no podía escapar jamás.
—¿No ha experimentado la sensación de que su vida es como una gran
obra de teatro? Todos los que le acompañan en escena son figurantes,
mientras el mundo le observa con expectación. Esos extras, insignificantes
únicamente tienen sentido en función de tu propia vida.
El hombre se incorporó y me devoró con la mirada. Ya no veía mi cuerpo,
estaba penetrando en mi alma confusa y atormentada.
—Después de salir del orfanato la iglesia ofrecía unos pisos tutelados.
Vivía con otras dos chicas, Hanna y Agatha, dos chicas de mi misma edad, a
punto de comenzar la universidad. La iglesia pagaba también nuestros
estudios y nos daba algo de dinero todas las semanas para nuestros gastos.
Tras una semana en la casa, un sábado por la noche, Hanna y Agatha
aparecieron con dos chicos. Eran de su clase, ambas estudiaban magisterio.
Parecían algo bebidos, pero yo me limité a irme a mi habitación e intentar
dormir. Mi experiencia con el sexo no había sido muy buena y no quería
problemas. Unas horas más tarde, cuando estaba profundamente dormida noté
algo. Una mano que se deslizaba por mis piernas y unas risitas de fondo. Me
giré y vi a Hanna y los dos chicos en la cama. Estaban completamente
desnudos. Me habían bajado el camisón y mis pechos apuntaban a sus caras.
—Hola Margaret, creo que estos chicos son insaciables, vas a tener que
echarme una mano.

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—No —le dije subiéndome el camisón.
Ella me agarró por una muñeca y una pierna. El otro chico hizo lo mismo,
mientras el tercero me apartaba las bragas e intentaba penetrarme. Intenté
gritar y Hanna me tapó la boca. Abusaron de mí toda la noche. No les
importaron mis súplicas y sollozos. A la mañana siguiente me desperté
dolorida y asustada. Hanna y Agatha estaban desayunando en la cocida y se
rieron al verme.
—No te preocupes, mojigata, te acostumbrarás pronto y después te
gustará. Seguro que me lo agradecerás —dijo Hanna con una burla.
Esa mañana fui a la iglesia, me sentía avergonzada y confusa, no sabía
con quién hablar. El sacerdote de jóvenes se paró a hablar conmigo al final de
la reunión. Me preguntó qué me pasaba, pero no me atreví a contarle nada. La
vergüenza me nublaba la mente.
Al siguiente fin de semana ocurrió lo mismo, esta vez no me resistí tanto,
sabía que era inútil, intenté pensar en otra cosa hasta que sin darme cuenta,
por primera vez en mi vida experimenté un orgasmo. Ellos se rieron y me
convertí en su juguete. Dos meses más tarde, Hanna me humilló en una fiesta
y enseñó unas fotos de lo que hacía con los chicos. Me puse furiosa y me
marché. Ella llegó muy tarde y borracha. Entró en mi habitación
insultándome. Era una noche muy calurosa, por las ventanas abiertas se
escuchaban sus voces. Comenzó a pegarme, me levanté y me defendí.
Entonces la empujé, se precipitó por la ventana y se quedó colgando, aferrada
con los dedos al marco.
—Por favor, Margaret —me suplicó con los ojos llenos de lágrimas.
Alargué la mano para ayudarla, ella se soltó y se agarró a mí. Estaba a punto
de hacer el esfuerzo de subirla, cuando sin saber el porqué aflojé las manos y
la dejé caer al vacío. Sonó como una sandía al estallar, me asomé, una
mancha ensangrentada coronaba su pelo rubio y sedoso. No me sentí mal al
verla muerta sobre el asfalto, al revés, experimenté una especie de alivio y
placer.
Entonces intenté olvidar lo sucedido entregándome a cualquiera que se
cruzara en mi camino. Ese es mi secreto.
—Ya le dije que no éramos tan distintos. Casi parecemos almas gemelas.
Mucha gente, simplemente no merece vivir. Esa Hanna era escoria y merecía
una muerte como la que tuvo.
Sus palabras más que consolarme me aturdieron. Llevaba años intentando
olvidar aquella noche. Siempre me había dicho que no pensaba con claridad,
que me cegó el odio, todo lo que me había hecho Hanna. El abandono de mi

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madre, aunque en mi fuero interno sabía que había disfrutado matando a mi
compañera.
—Una historia magnífica, ahora puede conectar el teléfono. Creo que lo
que estoy a punto de contarle cambiará su vida para siempre. Podrá conseguir
todo lo que sueña, reconocimiento y prestigio, que es un sustituto del amor,
pero a lo que todos desean acceder.
Sentí que se me secaban los labios, tenía una sed tremenda. Fuera la noche
bramaba como un bebé indefenso, mientras dentro el calor parecía
insoportable.
Si no supiera que estábamos en una prisión de máxima seguridad hubiera
pensado que nos encontrábamos en las mismas puertas del infierno.
—Dentro de tres días mi corazón dejará de latir, mis carceleros creerán
que han terminado con el asesino en serie más peligroso de la historia, pero
yo seguiré matando. ¿No le parece un plan perfecto? Mi obra no terminará
conmigo, los grandes hombres siempre tienen un legado eterno.
—Se refiere a que la gente recordará sus hazañas.
—No, mucho mejor. Seguiré cometiendo crímenes.
—No lo entiendo, se refiere a que otros se inspirarán en su vida.
—No, querida. Me refiero a que el número de mis víctimas aumentará
exponencialmente. Esa será mi victoria sobre esta sociedad mojigata y débil.
El nuevo hombre que estoy creando vencerá a la muerte. Un anticristo, que en
lugar de morir por los demás, hará que los demás mueran por él.
Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo. Temía parecerme a aquel
hombre, pero aún habitaba algo de humanidad en mí: una llama que nadie
podría apagar. Además debía cumplir una misión, el propósito para el que
había nacido y llegado hasta las mismas puertas del infierno.

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EN CAMINO
Lawrence, Massachusetts

La policía fue a su apartamento a primera hora de la mañana. Le acusaban de


cinco asesinatos en el campus de la Universidad de Harvard. Atila no pidió
abogado durante los interrogatorios, se sentía tan seguro y tenía tan claro que
no podrían probar su culpabilidad que ni se molestó en defenderse.
—¿Estuvo ayer por la noche en el campus de la Universidad de Harvard?
—le preguntó el inspector Green.
—Recuerdo que nos conocimos ayer. Me fui de la morgue directamente a
ver a mi novia, ella puede corroborarlo.
—Ya hemos hablado con ella, nos ha dicho que estuvo con usted, pero las
compañeras de hermandad le sitúan en la residencia justo media hora después
de la muerte de las chicas.
—¿Piensa que maté a cinco chicas en apenas media hora y después me fui
a ver a mi novia? No puede ser, soy psiquiatra forense y le aseguro que es del
todo imposible.
El inspector era consciente de que las pruebas contra el joven no eran muy
firmes. Lo único que podía inclinar la balanza era la declaración de la única
testigo que le había visto irse de la escena del crimen.
Una hora más tarde la chica estaba en una rueda de reconocimiento. Al
lado de Atila había otros cinco chicos de similar complexión y color de pelo.
—¿Reconoce entre esas personas al hombre que vio ayer por la noche? —
le preguntó el comisario, que esperaba resolver el crimen lo antes posible. A
su lado, el inspector Green intentaba infundir tranquilidad a la chica.
—No hay prisa, mírelos despacio, es mejor que se asegure —comentó el
inspector.
—El que más se le parece es el tercero, aunque estaba muy oscuro. El
color del pelo parecía castaño, pero tal vez era moreno. No le vi el color de
los ojos y la ropa parecía corriente, de color marrón.
—¿Está segura? —preguntó de nuevo el inspector.
—Es el que más se le parece —contestó de nuevo.
—Pero eso no nos basta, tiene que reconocer a la persona —dijo el
comisario.

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—No puedo ayudarles, le vi muy rápido y luego, aquella sangre, no he
pegado ojo en toda la noche, yo podía haber sido una de esas chicas —dijo la
estudiante echándose a llorar.
El inspector le dio un pañuelo limpio, después la chica salió y se quedaron
a solas los dos hombres.
—No es suficiente, comisario. Si le llevamos a juicio se escapará de
nuestras manos.
—¿Realmente piensa que fue él?
—Sí, en su trabajo pudo manipular pruebas, pero anoche se volvió loco,
tal vez pensaba que le había descubierto.
—La forma de operar del asesino de las chicas drogadas y las de anoche
es muy distinta. Puede que se trate de dos personas distintas —aseguró el
comisario.
—Es posible, pero el tipo de víctimas es igual. Chicas universitarias,
guapas y con un expediente intachable.
Observaron durante unos minutos al joven, su cara risueña no reflejaba el
más mínimo nerviosismo, no era nada extraño. Los psicópatas eran capaces
de controlar sus emociones en los momentos más estresantes.
—Deje que se marche —comentó el comisario—, póngale vigilancia
constante.
Cuando Atila salió de la comisaría tenía mala cara, la barba sin afeitar y
las ojeras cubrían la parte baja de sus ojos. En la puerta le esperaba Grace, su
expresión de nerviosismo y tristeza le hizo cambiar el gesto sonriente, por
otro más apesadumbrado.
—¿Cómo estás? ¿Te han tratado bien? Ya sabes que puedo hablar con mi
padre…
—Han hecho su trabajo. Están buscando a un asesino, imagino por lo que
está pasando la familia de esas pobres chicas.
—Íbamos a ir a ver a mis padres, pero si quieres podemos suspenderlo.
—No, lo prefiero. Necesito alejarme de todo esto.
A las cuatro horas estaban en Washington, llegando a la mansión que los
padres tenían a las afueras de la capital. Atila se quedó sorprendido por la
impactante casa blanca, de estilo sureño. Los padres de Grace salieron a
recibirlos. Un criado tomó las maletas y los cuatro entraron en la casa. Se
dirigieron a un inmenso porche trasero y se sentaron en unas elegantes sillas
de mimbre.
—¿Qué quiere tomar? —preguntó el padre de Grace a Atila.
—Una limonada está bien —dijo con un gesto a la camarera.

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—¿No bebe alcohol? —preguntó sorprendido el senador.
—No, creo que es un hábito terrible que te hace perder el control.
—¿Le gusta tener el control? —preguntó mientras le servían un whisky.
—Me gusta, la verdad —respondió sonriente.
Las vistas al lago eran espectaculares.
—Pues tengo una mala noticia, la vida está siempre fuera de control. Al
menos las cosas más importantes. No podemos controlar el día en el que
moriremos, tampoco la salud, el lugar en el que hemos nacido…
La madre de Grace, que era su versión más vintage, se puso en pie.
Llevaba un modelo de falda corta y jersey blanco, se conservaba muy bien
para superar los cincuenta años.
—Os dejamos un rato a solas, llevamos casi seis meses sin vernos y
tenemos que hablar cosas de chicas.
En cuanto las dos mujeres desaparecieron, el hombre se inclinó hacia
delante, aproximándose al joven y le dijo sonriente.
—Creo que ha pasado la noche en la comisaría.
—Sí, señor —comentó algo nervioso.
—Acusado de un asesinato múltiple en Harvard.
—La policía ha dejado que me marchase sin cargos.
—Ya lo veo. No tenían pruebas contra usted.
Entonces dejó sobre la mesa una carpeta y se giró para encender un puro.
—Será mejor que le eche un vistazo.
Atila miró el interior. El padre de Grace había pedido que elaboraran un
minucioso informe sobre su vida.
—Ha mentido a mi hija en casi todo. Es un bastardo, pobre y mentiroso.
Puede que encandile a las jóvenes con esa cara bonita, pero en cuanto le vi
supe el tipo de hombre que es. Piensa que la vida le ha tratado mal, pero tiene
dos carreras y un futuro prometedor. No me importa de qué lugar proviene,
pero sí que mienta a mi hija.
—Lo entiendo, señor.
—Lo peor no es eso. He pedido a mi investigador que busque asesinatos
sin resolver en los lugares en los que ha vivido. ¡Joder, hasta en Roma
murieron chicas y algunos curas mientras vivía en la ciudad!
—Pura casualidad —contestó algo nervioso.
—Las casualidades no existen. Será mejor que tome esa puerta y
desaparezca para siempre de nuestras vidas.
Atila se quedó petrificado, no sabía qué pensar ni cómo reaccionar. Al
final miró a ambos lados, estaban completamente a solas.

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—¿Sabe lo que más me gusta de su hija? Lo jodidamente zorra que es. He
hecho cosas con ella que ruborizarían a una prostituta de Roma.
El hombre tosió y se giró hacia el joven.
—¡Maldito hijo de puta!
Estaba a punto de llamar a alguno de sus criados, cuando Atila se
abalanzó sobre él, le metió una gran aceituna con hueso por la boca y se la
hizo tragar. El hombre comenzó a asfixiarse. No tardó mucho en ponerse
morado, después se desplomó al suelo sin vida.
Atila comenzó a pedir ayuda a gritos, simuló que intentaba reanimar al
hombre, aunque en realidad le apretó la garganta para asegurarse de que
estaba muerto. Cuando las mujeres y los criados llegaron, ya había dejado de
respirar.

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ENCERRADA
Condado de Fremont, cerca de Florence, Colorado

El silencio a veces toma la forma de una neblina espesa y fría que hace que te
cueste respirar e incluso pensar. Las últimas palabras de Atila surtieron ese
efecto en mí. Se quedaron colgadas en el aire y lograron cortarme el aliento,
hasta que comenzó a hablar de nuevo.
—No quiero rodear de más enigmas mis palabras. La policía me atrapó
hace dos años. Había logrado escaparme de ellos en varias ocasiones, pero
esta última se aseguraron de que no volviera a salir con vida de una prisión
federal. Fueron seis meses muy productivos. Los pasé escondido en la zona
del Parque Nacional de las Montañas Rocosas, al oeste de Denver.
Nunca me ha gustado el Medio Oeste, pero maté a dos autoestopistas en
un viaje que tenía que hacer desde mi casa en Utah, por un asunto laboral. Al
final fueron estos palurdos los que lograron meterme entre rejas y terminar un
juicio contra mí.
—Sí, pero eso no explica nada. Ya sé que fue la policía de Colorado quien
le detuvo y condenó.
Mi explicación pareció molestarlo.
—Soy consciente de ello, querida, pero lo que nadie sabe es que en mis
manos encadenadas está el control de la vida de cuatro almas.
—No le entiendo.
—Antes de que me atrapasen secuestré a cuatro adolescentes. Fue en
lugares diferentes de las Rocosas, pero no muy distantes entre sí.
—Pero eso es imposible. Lleva años detenido.
El hombre parecía disfrutar con mi asombro, casi tanto como con la
historia que le había contado antes.
—No están bajo mi custodia. Cuando le cuente cómo he conseguido que
esas chicas sigan encerradas y bajo mi control no se lo va a creer. Se trata de
un plan sencillo a la par que brillante.
—Me tiene en ascuas.
—No le facilitaré el lugar exacto. Sería absurdo para que se gane una
medalla y la fama tiene que trabajar un poco su mente. Creo que es una mujer
extremadamente inteligente. ¿Me equivoco?

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—Fui la mejor de mi promoción, pero no sé si eso es suficiente para
usted.
—Me bastará. Esas cuatro chicas están en cuatro casas. Las personas que
las retienen son sus cuatro madres.
Aquellas palabras me dejaron tan sorprendida que pensé que no le había
entendido con claridad.
—Sí, como lo oye. Secuestré a las cuatro chicas, en aquel entonces tenían
catorce años, en la actualidad deben rondar los diecisiete. Les obligué a
encerrar en sus sótanos a las hijas de las otras bajo la amenaza de que si las
liberaban sin mi consentimiento alguien terminaría con su hija. De esta forma,
cada madre vigila a la hija de la otra.
No podía creer lo que me estaba contando, jamás había escuchado nada
tan macabro en toda mi vida.
—No sabe lo que es capaz de hacer una madre para salvar la vida de su
hija.
—¿Cómo puedo encontrarlas y liberarlas? ¿Qué quiere a cambio?
El hombre parecía disfrutar con todo aquello. Se apoyó de nuevo en el
respaldo de su silla.
—Ya se lo he dicho, busque en las grabaciones de estos días y encontrará
la respuesta. Pero debe darse prisa, esas mujeres tienen la orden de matar a las
chicas en cuanto sepan que he muerto, de lo contrario alguien matará a sus
hijas. Lo que no saben las pobres es que ellas mismas serán las ejecutoras de
las hijas de las demás.
Salí de la sala con tal desazón que apenas me fijé en los pasillos y las mil
puertas que tenía que atravesar. Después llegué frente al aparcamiento y me
quedé paralizada bajo la lluvia, mientras me calaba hasta los huesos sin
apenas sentir nada. Aquel hombre había puesto una terrible carga sobre mí,
hasta el punto de que casi había olvidado la verdadera razón por la que estaba
allí.
Stuart salió del coche, me cubrió con su gabardina y me llevó hasta el
interior.
—¿Te encuentras bien? —me preguntó asustado.
No sabía si contarle lo ocurrido o guardarlo para mí. Al final pensé que
sería mejor explicarle lo sucedido. Necesitaba ayuda para encontrar a esas
chicas. Apenas nos quedaban tres días para dar con su paradero antes de que
fuera demasiado tarde.
Mientras el coche se alejaba de la penitenciaría, mi mente no dejaba de
dar mil vueltas a todas las conversaciones. ¿Dónde estarían las malditas

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pistas? Me preguntaba.
—¿Ya te contó su secreto?
Asentí con la cabeza, antes de que llegáramos al motel le había contado
todo y aquella misma noche comenzamos a revisar las grabaciones.

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LA CASA
Salt Lake City, Utah

La mejor manera de desaparecer a veces es simplemente integrarse en una


nueva comunidad. Tras la muerte del padre de Grace, Atila se fue a vivir a
Salt Lake City, la capital mormona del país. Allí cambió de identidad y
comenzó una nueva vida, integrado en el templo principal de la ciudad y
dedicado a psiquiatría forense y la conservación del patrimonio cultural
mormón.
Atila tomó cuatro medidas de precaución durante aquellos largos veinte
años: no volvería a matar a nadie en el mismo estado en el que residía, no
asesinaría a dos personas en el mismo lugar ni el mismo mes, se desharía de
los cadáveres y formaría una familia para pasar desapercibido.
A los dos años de estar en la ciudad conoció a Patty Jefferson, una famosa
odontóloga, descendiente de los miembros fundadores de la ciudad. Se
convirtió al mormonismo y adoptó una vida austera, vulgar y corriente. En
privado continuaba siendo un sibarita, amante del arte, el buen vino y el sexo
salvaje, pero en público actuaba como el más puritano de los adeptos de
Mormón. Aunque nunca tuvieron hijos.
Una mañana de septiembre, mientras se dirigía a su trabajo, Atila se cruzó
con uno de sus viejos amigos, Edward Reade.
—¿Has visto esto? —le preguntó mientras le enseñaba el periódico.
Apenas le prestó atención, le echó una ojeada y se dispuso a seguir
caminando.
—Han matado a dos chicas en Colorado, pero al parecer se sospecha que
el asesino es el causante de al menos diez desapariciones en Nevada, Arizona
y otros estados cercanos.
—Aquí no ha aparecido ningún cuerpo —le contestó algo molesto.
—Ya lo sé, pero según la policía el asesino es de Utah, te imaginas. Desde
que llegó toda esa escoria extranjera y las razas se mezclan Utah ya no es lo
que era.
—Será mejor que no vociferes eso, hasta los obispos hablan ahora de
igualdad y respeto a todo el mundo —le contestó Atila.

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—¿Tolerancia? Estamos aumentando nuestro índice de homicidios,
violaciones y robos. Dentro de poco, esto será peor que Detroit. La gente
comenzará a irse, es un desastre.
Atila dejó a su amigo y se dirigió al trabajo en el hospital. Había sabido
envejecer con elegancia y parecía un respetuoso hombre de mediana edad,
religioso y conservador. Saludó a la persona de recepción, pero se puso
nervioso al ver la cara de su secretaria.
—¿Qué pasa Betty? ¿Está todo bien?
—Hay unos federales en su despacho —dijo mientras señalaba la puerta
acristalada en la que se encontraba su nombre con letras doradas.
Entró en el despacho con total normalidad, pensó que seguramente se
trataba de un malentendido, pero por si acaso tenía preparadas varias
coartadas.
—Señor Montgomery o deberíamos decir Atila Collins.
El rostro del hombre permaneció impasible, casi mostrando algo de
sorpresa.
—No les entiendo, mi nombre…
—Su verdadero nombre es Atila Collins —dijo un agente negro, mientras
el otro se acercaba por detrás.
—Debe tratarse de una confusión, yo…
—Fue sospechoso de varios crímenes en Massachusetts, también en otros
estados, pero en este momento se le acusa del asesinato de dos mujeres
jóvenes, en Colorado, cerca de la ciudad de Denver.
—Eso es absurdo.
—Las cámaras de seguridad de una gasolinera los grabaron. Encontramos
el registro de su coche, contrastamos la información y vimos que sus datos
eran falsos. Logramos identificarlo por las huellas. La justicia de
Massachusetts lleva dos décadas buscándole.
—Me confunden con otra persona —se quejó con poco convencimiento el
hombre.
—Eso se lo explicará al juez, dentro de dos días le llevaremos a Colorado
y será juzgado en Denver.
Mientras salía esposado de su despacho estaba casi convencido de que le
soltarían antes de terminar el día. Conocía a todos los jueces y al fiscal
general de la ciudad. Nadie creería ni una sola palabra de aquella descabellada
historia. Como mucho podría enfrentarse a algún cargo de apropiación
indebida de personalidad.

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Le llevaron hasta el coche, la gente de la calle le miraba al pasar. En
contra de lo que imaginaba, se emocionó al captar de nuevo el interés de la
gente. Llevaba casi veinte años enterrado en su anodina vida, eso era peor que
la silla eléctrica o la cadena perpetua. No quería pasar los años que le
quedaban disimulando delante de todos esos palurdos beatos mormones.
El coche puso la sirena cuando arrancó del hospital, mientras Atila miraba
por la ventanilla y sonreía mientras pensaba que ahora podría demostrar al
mundo el tipo de hombre que era.
Lo que aún no sabía era que la sociedad no estaba preparada para su
mensaje, sería como predicar en el desierto. En un mundo de débiles y
pusilánimes, infectados por las caducas ideas humanistas, fieles herederas de
los principios cristianos, Atila no representaba más que a un loco peligroso.
Con un poco de suerte, dentro de algunas décadas, conceptos como el bien y
el mal, lo correcto e incorrecto habrían desaparecido por completo y un nuevo
reinado presidiría el mundo. Eso era al menos lo que deseaba en su fuero
interno. Una nueva civilización en la que los más fuertes dominarían a los
más débiles y el ser humano podría manifestar su verdadera naturaleza.

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TERCERA PARTE

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TERROR
Condado de Fremont, cerca de Florence, Colorado

Stuart y yo nos pasamos la noche escuchando las cintas sin lograr descubrir
ninguna pista sobre el paradero de las cuatro chicas encerradas. Me sentía
muy cansada, pero al mismo tiempo era consciente de que apenas nos
quedaba tiempo. Dudaba entre informar a las autoridades o intentar entre mi
profesor y yo liberar a las prisioneras. Stuart lo tenía más claro.
—Es imposible que lo logremos. Aunque demos con las pistas,
descubramos las casas y lleguemos hasta ellas, ya sabes que las mujeres
tienen la orden de matar a su huésped para asegurarse la salvación de sus
hijas.
—Podemos pedir a la policía que nos informe de las desapariciones de
menores de edad en los últimos dos años en la zona —le dije, intentando
encontrar una salida a aquella situación. No deseaba y no quería que Atila
recibiera un indulto y viviera. Aunque eso no podía explicárselo a mi
profesor.
—¿Cómo puedes anteponer tu exclusiva a la vida de esas pobres niñas?
—me contestó mi profesor sorprendido por mi actitud.
—Hagamos una cosa, continuaré con las entrevistas, intentaré, sacarle
más información y tú, mientras tanto seguirás escuchando las cintas. Si el día
antes de expirar el plazo no hemos dado con ellas, hablaremos con la policía.
—Está bien —contestó Stuart sin demasiadas esperanzas de descubrir las
claves ocultas en mis conversaciones con Atila.
Me preparé para ir a la cárcel, intenté disimular mis enormes ojeras con
algo de maquillaje y tomé una ración extra de café bien cargado.
A la llegada a la penitenciaría me esperaba el director y el psiquiatra del
centro. Con el primero solo me había comunicado por medio del correo
electrónico.
—Señorita Berry, encantado de conocerla. Estamos contentos de que
nuestra institución pueda colaborar en la investigación de un tema tan
interesante, pero tenemos algo importante de lo que hablar con usted.
Me llevaron hasta el despacho del director. Me sentía como una colegiala
a la que estaban a punto de echar una reprimenda.

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—Por favor, siéntese —me dijo el director muy serio.
—No les molestaré mucho más, el domingo es la ejecución y estamos a
viernes.
—No es de eso de lo que queremos hablar con usted —dijo el psiquiatra.
—Entonces, ¿de qué quieren charlar? —le pregunté confusa.
—Hemos hecho algo ilegal, aunque era por el bien de este centro y su
seguridad. Hemos grabado las conversaciones entre usted y el recluso.
Margaret comenzó a temblar como una hoja: había confesado hacía unas
horas un crimen.
—Muchas de las cosas que he dicho eran para sacar información al reo,
espero que no piensen…
—No podemos utilizar esa información. Era ilegal grabarles, pero no
somos ajenos a las últimas declaraciones. El señor Miller escuchó esta
mañana las cintas, el preso habla de cuatro chicas inocentes.
—Justo quería informarles sobre ese asunto —les mentí.
—Lo entiendo, pero imagino que deberíamos comenzar los trámites para
frenar la ejecución e intentar llegar a un acuerdo con el preso. Esas pobres
chicas no pueden morir —dijo el director.
—Puede que todo sea una treta —comentó el psiquiatra—. El señor
Collins es un tipo extremadamente astuto. Imaginemos que sabía que le
estábamos grabando. ¿No podría haber mentido para salvarse de la inyección
letal?
—Es posible, pero no podemos arriesgarnos. Señora Berry, le pedimos
que ponga en conocimiento de la policía y el FBI lo que le contó Atila, es la
única forma de que el proceso comience a gestionarse.
Me quedé callada, estaba evaluando todas las opciones.
—Si advertimos a Atila, puede que logre enviar de alguna forma la orden
para que las chicas mueran. Mi profesor y yo estamos investigando donde
pueden estar encerradas. Según el reo, me dio algunas pistas en las
entrevistas.
—También hemos escuchado eso —dijo el psiquiatra.
Los dos hombres se miraron, después el director tomó un papel escrito y
le dijo:
—Aquí está la solicitud, fírmela, no la tramitaremos hasta que no nos
quede más remedio. Le aseguro que nosotros queremos que ese hombre pague
por sus crímenes, pero está en juego la vida de cuatro personas inocentes.
—No voy a firmar nada por ahora —les contesté tomando el papel—. Les
pido cuarenta y ocho horas, si no logro averiguar nada, hablaré con la policía

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y el FBI.
El director frunció el ceño, no parecía que le gustara mucho mi actitud.
—No juegue con nosotros señorita, tenemos la cinta en la que se inculpa
de un crimen y no dudaremos en usarla: si no podemos dársela a la policía, se
la entregaremos a la prensa.
No me gustó la amenaza y mucho menos aquel tono agresivo.
—Perfecto, ahora necesito ver a Atila. Les pido dos cosas.
—Usted dirá —dijo el director.
—No pueden seguir grabando y quiero que las entrevistas se celebren
aquí. Para asegurarme de que no incumple su palabra.
El director miró al psiquiatra como si esperara su aprobación.
—Es peligroso, aquí hay muchos elementos que Atila puede utilizar para
atacarla. Le prometemos que no grabaremos nada más.
—No es suficiente —les contesté—. Me marcho.
—Está bien, accederemos a sus peticiones.
Esperé en la sala hasta que trajeron a Atila. Al pasar al despacho no dejó
de mostrar su sorpresa. El guarda se quedó al otro lado de la única puerta que
daba a la habitación y yo intenté simular normalidad.
—Buenos días, ¿a qué se debe este cambio? El despacho del director es
mucho mejor que esa sala del psiquiátrico.
—Al parecer están arreglando la de interrogatorios.
Atila no parecía muy convencido, pero agradecía salir de su rutina.
—Imagino que se ha pasado la noche intentando descubrir una pista.
Pensé que era como yo, pero veo que le preocupa demasiado la gente, aunque
la verdad es que creo que no le interesan esas chicas.
—Claro que estoy angustiada por ellas —le contesté.
—No, no lo está. Después de contarle todo ayer y observar su reacción,
creía que en el fondo lo único que le importaba era hacer un libro y ganar el
reconocimiento de todo el mundo, pero ahora pienso que hay algo detrás, una
razón más personal.
—No le entiendo —contesté, temerosa de que descubriera mis verdaderas
intenciones.
—Sabe perfectamente de lo que estoy hablando, pero seguiremos jugando.
—Ya sé dónde están las pistas sobre el paradero de las chicas.
—¿En serio? Es más lista de lo que imaginaba.
—La poesía sobre Afrodita, la diosa del amor:
Pero acude acá, si alguna vez en otro tiempo,
al escuchar de lejos de mi voz la llamada,
la has atendido y, dejando la áurea morada

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paterna, viniste,

—Puede, ¿por qué piensa que la clave está en la poesía?


—Al principio no me di cuenta, pero el verso habla de un padre que viene
de lejos. Intenté asociarlo con las Montañas Rocosas, donde fue capturado.
Allí apenas hay pueblos o ciudades, pero vi que hay una localidad llamada
Estes Park. Allí se encuentra el hotel que inspiró a Stephen King para escribir
El resplandor. La historia de una familia que pasa un invierno cuidando un
gran hotel, pero el padre se vuelve loco y está a punto de asesinar a su familia.
Las cuatro casas en las que están encerradas las chicas están en ese pueblo.
No creo que sea muy difícil dar con cuatro familias que sufrieron la
desaparición de una de sus hijas en los últimos tres años.

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EL MAESTRO
Denver, Colorado

Atila estaba profundamente decepcionado. A pesar de contratar al mejor


abogado de Utah y tener el apoyo de la comunidad mormona, los jueces de
Salt Lake City le enviaron a Colorado, donde su poder e influencia eran nulas.
Le transportaron en una furgoneta blindada y después de ocho horas llegaron
a Denver. Estaba algo mareado por el traqueteo, una parte del viaje pasaba
por las Montañas Rocosas y a pesar de las mejoras de la carretera, esta se
encontraba llena de curvas.
A la llegada a la comisaría central de Denver le recibió el jefe de policía
en persona.
—Señor Collins, ha tenido una vida rocambolesca, ha escapado varias
veces de la justicia burlándose del sistema, pero en Colorado no podrá montar
su circo mediático ni pedir privilegios. Ni todo su dinero, ni la presión de la
confundida gente de Utah lograrán que no le encerremos en el calabozo más
profundo hasta que se celebre el juicio y después le concedamos una
habitación de honor en nuestra cárcel de máxima seguridad.
—Muy amable por su parte —le contestó risueño Atila que, a pesar de lo
azaroso de encontrarse de nuevo entre rejas, agradecía ser el centro de
atención de todo el país.
El juez Monroy que llevaba su caso en Denver no tardó mucho en
convocar la vista preliminar. Parecía ansioso por meterlo entre rejas y
convertirse en el magistrado que había atrapado al asesino en serie más
importante de la historia de los Estados Unidos. La prensa hablaba de, al
menos, treinta asesinatos, la mayoría cometidos en su país, aunque la policía
de Italia pedía su extradición para juzgarle por varios crímenes durante su
etapa de estudiante en Roma.
Cada día las portadas de medio mundo se llenaban de detalles de todos los
casos. Uno de sus entretenimientos era leer las mentiras y las medias verdades
de la prensa. Al final todo el mundo conocería sus hazañas y proezas.
El primer día del juicio fue muy tranquilo. El juez Monroy odiaba a la
prensa casi tanto como al propio Atila.

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—Señor Atila Collins, se le acusa de la muerte y desaparición de dos
jóvenes en el estado de Colorado. Los crímenes se cometieron hace dos
meses. Creo que está informado de los cargos —comentó el juez.
—Sí, señoría.
—El fiscal puede comenzar las alegaciones.
Un hombre delgado, vestido con un traje anticuado que le quedaba
enorme se puso en pie y señaló a Atila.
—Atila Collins parece un vendedor de aspiradoras ambulante. Lleva trajes
caros hechos a medida.
—En eso no nos parecemos —bromeó el acusado y toda la sala se echó a
reír.
—Esto no es espectáculo, estamos juzgando la desgraciada muerte de dos
jóvenes, les pido un poco de respeto o desalojaré la sala —dijo el juez dando
un golpe con su maza en la mesa. Se hizo un silencio absoluto y el fiscal
continuó con su presentación del caso.
—Como decía, no se dejen engañar, en ocasiones el mal viste con trajes
elegantes y muestra modales sofisticados. Atila Collins no es un respetable
forense, tampoco un fiel miembro de la comunidad mormona ni un abnegado
esposo. Atila Collins es un asesino despiadado que lleva matando a sangre
fría durante cuarenta años y hasta ahora ha logrado salir indemne de todos sus
crímenes. Intentará cautivarlos con su inteligencia y sofisticación, pero Atila
Collins es un hombre sin alma, el peor espécimen de la raza humana. No está
loco, su mente funciona con normalidad según todos los estudios
psiquiátricos, pero es incapaz de sentir empatía por nadie. Únicamente se ama
a sí mismo.
El fiscal se sentó en su silla y se puso en pie el abogado. Era un hombre
de pelo blanco, aspecto respetable y modales exquisitos.
—Atila Collins es una víctima de un país injusto. Él creía en el sueño
americano, vino de la nada, estudió, se esforzó y logró prosperar. Es doctor en
Psiquiatría e Historia del Arte. Lleva más de veinte años ejerciendo su
profesión en Salt Lake City, donde es un pilar de la sociedad y un modelo
para muchos jóvenes. Es cierto que para escapar de un sistema injusto cambió
de identidad. Le acusaban de asesinato en Massachusetts, aunque nunca
reunieron pruebas suficientes en su contra. Atila creyó que no podría luchar
contra una justicia que se basa muchas veces en indicios y, que dependiendo
del dinero que tengas, es capaz de marcar la diferencia entre la vida y la
muerte. El único delito de Atila Collins es haber falseado su identidad,
aunque lleva varias décadas demostrando que es un buen hombre. Gracias.

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Atila dio una palmada en el hombro a su abogado cuando se sentó.
—Excelente —le dijo al oído.
—Sí, pero esto no te salvará de la cárcel. Esas imágenes son irrefutables.
—Simplemente llevé a las chicas durante unos kilómetros. Estaban
haciendo autostop. Eso no es un crimen. ¿Verdad? —comentó Atila.
—Sus cuerpos aparecieron descuartizados y creo que encontraron restos
biológicos.
—Imposible. Bueno, estuve con ellas, no lo niego, puede que me arañaran
sin querer y debajo de sus uñas encontraran algo.
Atila recordaba perfectamente lo sucedido. Era verano, había viajado al
Este por un asunto de trabajo: un curso de formación que impartía en otro
estado. Las chicas se encontraban en una estación de servicio pidiendo a los
camioneros que las llevaran hasta Utah.
Él se ofreció a hacerlo. Fue un maldito impulso, nunca cometía esos
errores, pero estaba pasando una crisis personal grave. Se acercaba a los
cincuenta y cada vez se veía más viejo y decrépito. Necesitaba demostrarse a
sí mismo que era aún joven y atractivo.
Las llevó por la autopista hasta las Montañas Rocosas, les comentó que
tenía que desviarse un poco. Hacía mucho calor, paró junto a un lago y las
chicas se metieron con ropa interior en el agua. Se rieron en su cara al verle
excitado, no pudo resistirlo, les dio su merecido.
—Entonces, ¿no crees que salga de esta? —preguntó preocupado a su
abogado.
—Lo máximo que puedo conseguir es que no te condenen a muerte —le
contestó.
Tras un par de declaraciones, el juez ordenó que parasen para comer. El
abogado estaba recogiendo las cosas cuando Atila le pidió un favor.
—Necesito que le digas al alguacil, que me deje hacer una llamada a mi
mujer.
El hombre se acercó al guardia, un tipo alto con un espeso bigote negro, el
agente parecía más interesado en tontear con una de las secretarias del
juzgado que en hacerle caso al abogado.
—Mi cliente necesita hablar por teléfono.
—Está bien —se quejó. Después le llevó a la sala contigua.
—No cierre la puerta —le advirtió el hombre.
Atila se sentó en la mesa y tomó el teléfono, pero en lugar de marcar miró
por la ventana. No estaba demasiado alto, abajo había un jardín que podía
amortiguar la caída. Tal vez era su última oportunidad de escapar. Tras su

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huida de Massachusetts había tenido que huir de un coche de policía que le
detuvo en una carretera secundaria y más tarde de una cárcel en Nebraska.
No se lo pensó dos veces, dejó el teléfono cuidadosamente sobre la mesa.
Después abrió la ventana con cuidado, midió la distancia y sin pensarlo dos
veces saltó, intentando no romperse las rodillas. Sintió un fuerte dolor en el
costado, pero se puso en pie y corrió hacia el oeste. Conocía un poco Denver,
tenía que llegar a la estación de autobuses antes de que saltara la alarma
federal e internarse en la zona de las Montañas Rocosas.
Llegó a la estación veinte minutos más tarde. Logró robar la cartera a un
pasajero despistado y compró un billete de ida para Estes Park. Una vez allí
ya encontraría la forma de desaparecer de nuevo.

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DESASOSIEGO
Condado de Fremont, cerca de Florence, Colorado

Estes Park estaba a unas tres horas del motel. Al salir busqué en mi teléfono
el recorrido más corto. Antes de salir del aparcamiento de la penitenciaría
había pedido a Stuart que investigase casos de desapariciones por la zona.
Tenía una lista de siete casas, pero no estaba seguro si los datos se
encontraban actualizados. Cuando llegué al motel, mi profesor ya lo tenía
todo preparado.
—¿Cómo descubriste el sitio? —me preguntó Stuart cuando salieron a la
autopista.
—Una mezcla de suerte y deducción lógica. La poesía era la única
información que se salía de lo normal.
Recordé que un párrafo hablaba del padre Zeus y de Afrodita. Pensé en la
zona de las Montañas Rocosas y alguna historia que tuviera de protagonistas a
un padre y una hija, entonces me vino a la mente el libro de Stephen King, El
resplandor, aunque recuerdo aún mejor la película.
—Podríamos pedir a la policía o el FBI que nos echen una mano.
—¡No! —contesté algo alterada.
—¿Por qué?
—Ese tipo quiere librarse de la condena a muerte. Pararían la ejecución
hasta que se encontrase a las chicas, ya quedan poco más de dos días.
—Aunque retrasen la ejecución, no creo que lo hagan por mucho tiempo.
—No quiero correr ese riesgo —le contesté.
—¿Por qué te importa tanto? Parece que se tratara de un asunto personal.
Le miré algo más calmada, no podía contarle nada, pero tampoco quería
que siguiera presionando sobre el tema.
—Prometo que te contaré todo el domingo, cuando ese maldito tipo esté
muerto.
Stuart pareció quedarse satisfecho y apenas habló el resto del trayecto.
Tres horas más tarde estábamos en la pequeña ciudad en medio de las
montañas. Era un sitio tranquilo, rodeado de un espectacular paisaje. Un lugar
ideal para esquiar en invierno o dar largas caminatas en verano.

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—Parece mentira que Atila Collins haya contaminado también este lugar.
Cuatro familias llevan viviendo un verdadero infierno varios años —dijo mi
profesor.
—Puede que hoy terminemos con ese sufrimiento —le comenté mientras
bajábamos del coche. Stuart me había guiado hasta la primera dirección.
La casa era grande, de aspecto señorial y se situaba a las afueras del
pueblo. Se asentaba sobre una majestuosa colina y a su espalda se encontraba
el bosque. Un lugar idílico para vivir. Llamamos a la puerta y esperamos,
pero no obtuvimos respuesta.
Miré por los cristales de las ventanas, la casa estaba en orden, pero daba la
impresión de que no vivía nadie hacía meses.
—¿Entramos? —le pregunté a mi profesor.
—Es un allanamiento de morada —contestó algo nervioso.
—Una chica lleva años secuestrada, imagino que el juez sabrá ser
comprensivo.
—Puede que esta no sea la casa que buscamos.
—Esa es una posibilidad, pero tenemos que arriesgarnos —le contesté.
Después tomé una gran piedra del jardín y la arrojé contra el cristal. La
ventana se hizo añicos, entramos intentando no cortarnos y recorrimos la
planta baja.
—Parece deshabitada. Esta no es una de las casas.
—Deja que echemos un vistazo.
Subimos a la primera planta. Abrimos varios cuartos y finalmente nos
dirigimos a la habitación principal que se encontraba al final del pasillo. Abrí
la puerta y vi algo horroroso. Un cuerpo momificado descansaba en una
cama.
Stuart dio un respingo.
—Llamemos a la policía.
—No, espera —le contesté mientras me acercaba al cadáver y comenzaba
a examinarlo.
—Lleva meses muerta —le comenté.
—¿Piensas que se trata de una de las madres?
—No lo sé —dije mientras volvía al pasillo—. Tenemos que ver el
sótano. Bajamos de nuevo y buscamos alguna entrada. Al final la
encontramos en un lateral, al lado de la cocina. Estaba cerrada con llave,
buscamos entre el amasijo que colgaba detrás de la puerta principal,
probamos varias hasta que una abrió por fin. Encendimos la luz y
comenzamos a bajar las escaleras. Las paredes eran de piedra. Olía a

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humedad y polvo. Llegamos hasta la gran sala llena de herramientas, trastos
viejos y una gran caldera.
—No se ve nada sospechoso —dijo Stuart.
Detrás de la secadora había una puerta, empujamos el aparato. Nos costó
mover la puerta de hierro, estaba algo oxidada. Vimos un interruptor y lo
accionamos. En una cama cochambrosa yacía el cuerpo totalmente
descompuesto de una chica.

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UN AMIGO
Estes Park, Colorado

Sabía que su foto saldría en todos los noticiarios y periódicos del país. Tenía
la esperanza de que, en un lugar tan apartado, pasara desapercibido, pero no
quiso arriesgarse demasiado. Encontró trabajo en un aserradero. El dueño no
le pidió su documentación, le ofreció un sueldo bajo y poder dormir en la
parte de atrás del edificio. Un par de meses más tarde, con el pelo largo, una
espesa barba y ropa de leñador, su aspecto era totalmente distinto.
Atila comenzó a frecuentar la ciudad, la vida en el aserradero era muy
monótona y comenzaba a sentirse inquieto. Los domingos comenzó a visitar
una pequeña iglesia en el centro del pueblo. Después de las reuniones comían
todos juntos en un salón. Tras asistir varios domingos una mujer se le acercó.
—Buenos días, soy Katy Kundera, una de las diaconisas. ¿Por qué no se
queda hoy a comer con nosotros? —le preguntó la mujer con una sonrisa.
—No quiero molestar —dijo él excusándose, pero otras dos mujeres se
acercaron para convencerle.
La mayor parte de la congregación la componían mujeres. Varias de ellas
estaban divorciadas y otras viudas, el resto eran personas mayores y los hijos
pequeños y mayores de las mujeres.
Atila se sentó en una mesa. Todos se presentaron, pero le llamó la
atención una mujer llamada Lea. Tenía poco más de cuarenta años, ojos
azules, pelo pelirrojo y la tez muy blanca, casi transparente.
—¿Cómo se llama? —preguntó Lea mientras le servía algo de comida en
el plato de plástico.
—Jeremy Goodwing —mintió el hombre.
—¿Por qué viene a la iglesia? ¿Es usted cristiano? —dijo Lea.
—No seas descortés —le dijo Katty.
—Es simple curiosidad. La ciudad no es muy grande y los residentes nos
conocemos al menos de vista. Hasta hace unas semanas no le había visto por
aquí.
—Llevo poco en el pueblo, trabajo en el aserradero.
Lea le miró las manos pequeñas y finas.
—No tiene manos de obrero —le dijo sonriente.

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—¡Lea!, me parece increíble que trates así a una visita.
—Tiene razón, antes me ganaba la vida de otra forma. He vendido casi de
todo, pero estaba cansado de una vida ambulante y desarraigada, por eso me
he instalado aquí.
—Esto, con perdón, es el culo del mundo —dijo Lea.
—¿Por qué vives aquí? ¿No te gustaba Atlanta?
—Vine aquí por mi difunto Sam, pero tras su muerte no tuve fuerzas pare
regresar a Atlanta. Vivimos en un lugar hermoso, pero hace un frío terrible,
una humedad que te destroza los huesos y no se puede encontrar nada que
hacer.
Katty puso los ojos en blanco.
—Tengo una empresa de aventuras, mis amigas son algo…
—Indiscretas —dijo Sally, terminando la frase. Era la más guapa de las
mujeres, pero parecía la más tímida.
Después de esa comida Atila se convirtió en asiduo de la iglesia. Reparaba
las goteras, arreglaba los bancos, ayudaba a limpiar las vidrieras. Apenas
tenía ganas de matar, se sentía parte de una comunidad. Aquel grupo no se
parecía a la iglesia mormona a la que asistía ni a la católica de su infancia.
Eran una verdadera comunidad, donde todos se amaban y ayudaban. Se sentía
seducido por aquel ambiente hasta que comenzaron a cambiar las cosas.
Sentía que todo ese amor y alegría asfixiaban al hombre en el que se había
convertido. Si los hubiera conocido cuarenta años antes, todo habría sido
distinto, pero ahora sentía que ya no había redención posible.
Un domingo antes de la reunión, mientras arreglaba uno de los baños se le
acercó el pastor Steve.
—Hola, ¿cómo va eso? La reunión comienza en veinte minutos.
—Casi he terminado —comentó.
—Muchas gracias por toda tu ayuda.
—Es un placer, además no hay mucho en lo que entretenerse. Al menos
les devuelvo un poco de lo mucho que han hecho por mí.
—La gente está encantada contigo, en especial las mujeres sin marido. Es
normal, están un poco solas, es uno de los males de este siglo.
—¿La soledad?
—Sí. ¿Tú has estado casado? —preguntó el pastor.
—Sí, pero hace tiempo. Nos separamos, incompatibilidad de caracteres.
Nunca he tenido mucha suerte con las mujeres, no me duran mucho.
—Entiendo. A veces desprendes un halo de tristeza, como si llevaras una
tremenda carga.

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—El pasado es a veces capaz de aplastarte.
—Es cierto, todos tenemos uno, pero quiero que sepas que, por muy triste
y malo que sea tu pasado, Dios te ama y está dispuesto a perdonarte.
—Hay cosas que no tienen perdón.
—Todo tiene perdón —dijo el pastor.
—Antes hay que sentirse arrepentido. ¿Verdad?
—Sí, el arrepentimiento es el primer paso —dijo algo serio.
—En mi cerebro hay algún cable flojo, nunca siente deseos de
arrepentirme de nada de lo que he hecho. Si no lo hubiera hecho, tal vez mi
vida sería distinta, pero no puede cambiar nada de lo anterior.
—El arrepentimiento nace del corazón, no de la mente. Tampoco consiste
en cambiar el pasado, es más bien como un borrón y cuenta nueva.
—Ojalá fuera tan fácil —comentó Atila.
—Es exactamente así de fácil. Te lo aseguro.
Atila se levantó y probó el grifo, funcionaba a la perfección.
—Somos como ese grifo, estaba estropeado hasta que alguien lo arregló.
Tú solo no puedes arreglarte, pero hay alguien en los cielos que ya pagó el
arreglo.
—Lo pensaré —contestó Atila. Se lavó las manos y subieron a la reunión.
Sentía un fuerte dolor en el pecho; esa era la única chispa de arrepentimiento
que había sentido en toda su vida. Pero antes de que la reunión comenzara, ya
se había apagado todo atisbo de redención.

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EN EL BOSQUE
Estes Park, Colorado

—La mujer debió morir hace meses y la pobre chica, al encontrarse encerrada
en el sótano, falleció de inanición —le dije a Stuart.
—Es una muerte horrible —comentó él mientras salían de la casa.
—Quedan otras tres chicas que rescatar, esperemos que ellas corran mejor
suerte. Tenemos cinco direcciones y poco más de tres horas; hay que regresar
al motel esta noche, mañana debo aparecer como siempre en la entrevista. No
creo que el domingo me dejen entrar.
—La ejecución es a primera hora, imagino que a las ocho ya estará
muerto —dijo Stuart.
Salieron de la casa por la puerta principal y buscaron la siguiente
dirección. Era una casa justo en el otro extremo del pueblo. Los padres habían
denunciado la desaparición de su hija Clarisa Montes, eran de origen
venezolano.
Una media hora más tarde estábamos llamando a la puerta de la casa. Esta
era mucho más modesta que la anterior y se encontraba en la parte baja.
Un hombre abrió a los pocos minutos, parecía como si se terminara de
despertar.
—Disculpe, mi nombre es Margaret Berry y mi acompañante es el
profesor Weitzman. Estamos entrevistando brevemente a los padres de los
niños y jóvenes desaparecidos en la zona en los últimos años.
—Mi hija apareció a los pocos días. Gracias a Dios se encuentra bien.
Hace un par de años hubo una oleada de desapariciones, mi hija fue
secuestrada por un hombre, la llevó en un coche al bosque, pero logró
escapar. Nunca encontraron al culpable.
—¿Sabe sin las otras cuatro chicas de esta lista continúan desaparecidas?
—le pregunté enseñándole los nombres y direcciones.
—Todas siguen desaparecidas menos Marcela Perrotti, al parecer se
quedó embarazada y se escapó con su novio.
—Nos ha sido de gran ayuda. Muchas gracias.
Salimos de la casa a toda prisa y nos dirigimos a las tres direcciones que
nos faltaban. La primera estaba a menos de diez minutos.

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Aparcamos el coche cerca de la entrada. La casa era completamente de
madera, elegante y de color blanco. El jardín se encontraba algo descuidado,
pero el resto de la casa era casi de cuento de hadas.
Llamamos a la puerta y nos salió a recibir una mujer muy guapa de unos
cincuenta años. Sus ojos verdes y brillantes eran expresivos, pero parecía
deprimida y algo desarreglada.
—No quiero hablar de ese tema, mi hija desapareció, sufrimos mucho
todos, pero ahora es mejor olvidarlo y seguir con nuestras vidas —comentó la
mujer algo nerviosa.
—Sabe que desaparecieron otras chicas —le comenté.
—Algo he oído.
—Todas ellas de la zona. Sospechamos que nunca dejaron la ciudad, que
están encerradas en casas cercanas.
—Eso es una locura —dijo la mujer con una expresión de temor, que nos
hizo pensar que una de las chicas se encontraba en la casa.
Únicamente teníamos dos opciones: una era entrar por la fuerza y buscar a
la chica, y la otra era avisar a la policía, esperar que consiguieran una orden
judicial y rezar para que no se la hubieran llevado a otro lugar durante el
trámite.
—Señora, ¿podemos entrar?
La mujer cerró un poco más la puerta.
—No, tengo que hacer algunas compras.
—Necesito beber algo, llevamos todo el día recorriendo la ciudad —
comentó Stuart.
—Pasen —dijo al fin. Nos llevó a la cocina y nos dio de beber.
—¿Puedo usar su baño? —le supliqué.
—Está al fondo del pasillo, pero dese prisa, tengo que salir.
Me dirigí al pasillo, busqué la puerta del sótano y la abrí con cuidado,
encendí la luz y bajé las escaleras. Era mucho más pequeño que el de la otra
casa, miré por todas partes, pero no vi ni rastro de la chica. Me quedé algo
aturdida, estaba casi segura de que la chica estaría allí.
Salimos a la calle y nos dirigimos al coche.
—No había nadie en el sótano —le dije a Stuart.
La mujer abrió la puerta de su garaje y sacó un Toyota todoterreno. Pasó
por delante de nosotros sin prestarnos atención.
—Síguela —dijo Stuart en cuanto nos dejó atrás.
Pisé el acelerador y la perseguimos a cierta distancia. Tras una hora de
viaje, la mujer se detuvo en una cabaña en medio del bosque. Aparcamos a

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unos trescientos metros y continuamos a pie. La cabaña era de troncos de
madera, se encontraba muy cercana a un lago y tenía contraventanas para que
no pudiera verse lo que había en el interior.
Nos acercamos a la puerta y giré el pomo. Pensé que estaría cerrada, pero
para nuestra sorpresa, la mujer no había tomado esa precaución.
Nada más entrar vimos un salón casi en penumbra y unas escaleras.
Subimos con el mayor sigilo posible, aunque la madera chirriaba a cada paso.
Arriba había un pasillo que daba a tres puertas cerradas. Miramos en la
primera, había un cuarto de baño, tampoco tuvimos suerte con la segunda.
Al abrir la tercera puerta, nos encontramos a la mujer que nos apuntaba
con un rifle. En la cama, una chica muy pálida y amordazada estaba atada a la
cama por las muñecas y los tobillos.
—¿Por qué no se meten en sus jodidos asuntos? Ahora tendré que
matarlos a los dos —nos dijo sin dejar de apuntarnos.

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LA CABAÑA
Estes Park, Colorado

Atila pensó el plan más cruel y descabellado de todos los que se le habían
pasado por la cabeza en los últimos años. Seleccionó cuatro familias que no
se conocían entre sí, pero que había estudiado con cuidado. Las familias
tenían situaciones similares, madres solas, viudas o separadas, con una única
hija y sin otras relaciones familiares. Debían ser débiles y sumisas, de esa
manera, en lugar de matar para satisfacer sus más bajos instintos, ellas se
convertirían en las carceleras de las hijas de las otras. Si una de ellas hablaba
o liberaba a la chica prisionera, su propia hija moriría a manos de la otra
madre.
El hombre tenía que actuar con rapidez, para que las cuatro madres
tuvieran que aceptar sus condiciones. En menos de una semana puso en
marcha su retorcido plan. Después de un mes, vivió en cada una de las casas
una semana, de la misma forma que lo hacían los polígamos mormones que
había conocido en Utah. Durante ese tiempo, la madre y la chica encerrada en
la casa debían cumplir hasta el más mínimo de sus caprichos.
Atila dejó el aserradero, compró unos papeles falsos y cambió de
identidad. Nunca salía de las casas con las mujeres; ellas tenían prohibido
relacionarse con otras personas, invitar a nadie a casa y tener teléfono.
Durante casi un año el plan funcionó.
Una de las órdenes que tenía dadas a las mujeres era que, en caso de tener
que irse, si se portaban bien durante un tiempo les diría dónde se encontraban
sus hijas, pero antes deberían terminar con la vida de su prisionera. Al
desconocer unas las existencias de las otras no eran conscientes de que Atila
las estaba convirtiendo en sus cómplices y que, al mismo tiempo, ellas serían
las asesinas de las hijas de las otras mujeres.
Una mañana Atila se dirigió al centro de la ciudad para sacar dinero del
banco, se cruzó con un hombre, llamado Ricky, que le conocía de su etapa en
Utah. El tipo se quedó sorprendido al verlo. Sabía que tenía una orden de
busca y captura. Al que facilitara alguna pista sobre su paradero le
correspondería una cuantiosa recompensa. Ricky fue a la comisaría y advirtió
que el fugado de la justicia se encontraba en el banco.

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A los pocos minutos le detuvieron, le esposaron y le llevaron a una celda,
mientras terminaban de identificarle. A los dos días ya le habían enviado a
Denver y a los cuatro meses estaba encerrado en una prisión de máxima
seguridad pendiente de que se ejecutase contra él una condena a muerte.
Atila apeló tres veces, lo que alargó el proceso dos años y medio. Nunca
contó al juez, la policía o su abogado lo que había hecho en las Montañas
Rocosas. No tenía claro si utilizaría sus últimas rehenes para pedir el cambio
de su condena a muerte por una cadena perpetua, o simplemente disfrutaría de
sus cuatro últimos y magistrales crímenes sin mover un solo dedo.
Al conocer a Margaret Berry y comenzar las entrevistas poco antes de la
ejecución de la sentencia, pensó que sería una buena idea jugar con ella.
Utilizarla para un juego macabro que le facilitaría un gran placer. A medida
que la psiquiatra encontrara a las chicas, las madres las asesinarían, ella lo
escribiría en su futuro libro y él conseguiría un final para su historia digno del
asesino en serie más mortífero del país, pero había algo que no había
calculado y que estaba a punto de descubrir.
La noche en la que le confesó lo que había hecho y las pistas que le había
facilitado durante sus conversaciones, se dio cuenta de que ella ocultaba algo.
Al día siguiente intentó averiguarlo, pero no lo logró. Se habían reunido en el
despacho del director, lo que le hizo sospechar que ese maldito hijo de puta
del psiquiatra había grabado sus conversaciones.
Atila sabía que Margaret estaba intentando salvar a las chicas, pero si era
cierto que habían grabado las conversaciones, acusarían a la mujer de
asesinato, ella no escribiría su libro y nadie conocería su última hazaña.
El hombre llamó por el interfono al carcelero y esperó a que se acercara.
—Tengo que hablar con mi psiquiatra.
—¿Justo ahora? ¿Sabes qué hora es?
—Sí, claro que sé qué maldita hora es. No tengo otra cosa en la que
pensar todo el día.
Una hora más tarde, Atila se encontraba frente al psiquiatra en su
despacho.
—Me has hecho venir en plena noche de viernes. Hace un tiempo de mil
diablos, espero que sea para algo importante. Se te conceden estos privilegios,
porque están a punto de ejecutarte.
—Ya no te molestaré mucho más, maldito capullo —le dijo Atila.
El hombre se cruzó de brazos y esperó a que el preso comenzara a hablar.
—Me había resignado a morir, pero ahora mismo tengo dudas.

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—Creo que eso no depende de ti, el Estado te proporcionará en un par de
días un viaje al otro mundo con todos los gastos pagados.
—He pensado que sería mejor que te fueras tú primero.
El hombre le miró sorprendido, le dejaba sin palabras que aquel tipo
siguiera siendo tan arrogante a tan pocas horas de su muerte.
—Eso no será posible, a no ser que me dé un ataque al corazón o algo así.
—No te preocupes, yo puedo ayudarte —le dijo mientras se lanzaba sobre
él y le estrangulaba con las esposas.
El pobre diablo no resistió mucho, enseguida se derrumbó en el suelo
muerto. Atila buscó un clip y logró quitarse las esposas. Se cambió de ropa y
la suya se la puso al psiquiatra. Tomó el abrigo y el sombrero del hombre,
después tocó el interfono. Había vendado el rostro del psiquiatra, tras
golpearlo hasta que se desfiguró por completo.
—Por favor, necesito que envíen a un enfermero a mi despacho, el
prisionero se ha agredido y está inconsciente.
Aprovechó la confusión para salir del despacho, su tarjeta le dio acceso a
todas las puertas y por fin llegó al aparcamiento.
Mientras salía con el coche del psiquiatra del complejo, se le dibujó una
sonrisa en los labios. Tenía que hacer una visita antes de salir a buscar a
Margarte Berry.

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SOSPECHA
Estes Park, Colorado

—¡No dispare! Deje que le expliquemos —comentó Stuart.


—Hace un rato me llamó y me advirtió que intentarían engañarme.
—Eso es imposible, el hombre que le hizo esto se encuentra en una cárcel
de máxima seguridad —le expliqué.
—He hablado con él, no lo hacía desde hacía años, me ha advertido contra
ustedes. Su nombre es Margaret Berry. ¿Verdad?
Me quedé sin palabras. ¿Cómo había accedido a un teléfono desde la
cárcel? Era posible que hubiera comprado a un funcionario.
—No, él está libre y matará a mi hija si no termino con vosotros y acabo
con la chica.
—Tranquila, llamaremos a la policía. Tenemos la lista de las otras casas.
Liberaremos a todas, pero no dispare —le dijo Stuart.
La mujer disparó y le alcanzó en el pecho, me lancé sobre ella y
forcejeamos. Era mucho más fuerte de lo que parecía. Se puso sobre mí y
comenzó a girar el rifle, que estaba a pocos centímetros de mi cara.
—Por favor, no hagas esto —le supliqué. Después logré darle un rodillazo
en su entrepierna, la empujé a un lado y giré el rifle que se disparó.
La cabeza de la mujer explotó como una sandía. La sangre se esparció por
todas partes. Me quedé parada unos momentos, aparté la vista y me dirigí
hacia Stuart. Tenía la mano sobre el pecho, la sangre manaba entre sus dedos,
mientras comenzaba a ponerse pálido.
—Salva a las otras chicas —me dijo en apenas un susurro.
Le intenté incorporar y taponar la herida, pero era demasiado tarde. Lloré
un rato antes de reaccionar. Tenía miedo de que Atila hubiera logrado
escapar, debía liberar a la chica e ir a por las otras dos.
Tomé mi teléfono y llamé a la penitenciaría.
—Hola, Soy Margaret Berry, mañana tengo una entrevista con el preso
Atila Collins, ¿se encuentra todo en orden? ¿Hay algún problema con la
visita?
—El preso está en la enfermería, ha intentado agredirse en la cara.
—¡Dios mío!

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—Pero seguramente mañana esté mucho mejor. Los mayores daños están
en la lengua, no puede hablar, le han puesto varios calmantes para que se
tranquilice. Al parecer se volvió como loco en el despacho del doctor Miller.
Esto sucedió hace casi tres horas, pero todo está bajo control. Si hay algún
problema para la visita la avisarán.
—Muchas gracias —acerté a decir.
Colgué el teléfono algo más tranquila.
Me acerqué a la cama y liberé a la chica. Estaba muy delgada y débil, pero
la ayudé a ir hasta la puerta, acerqué el coche y la monté.
—Muy pronto iremos a un hospital. ¿Cómo es tu nombre?
—Me llamo Sara, mi madre es Katty Sullivan.
Apreté el acelerador y salí a toda prisa para la siguiente dirección. Ya era
de noche y el bosque parecía interminable, mientras en mi cabeza una idea no
dejaba de dar vueltas. ¿Cómo iba a explicar a la policía todo lo que había
sucedido?

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COMISARIO
Estes Park, Colorado

La visita al director de la prisión había sido muy rápida. Atila había llamado a
la puerta, le había abierto el hombre, al contemplarle en la entrada de su casa
se había quedado paralizado por el pánico. El asesino le había empujado,
cayéndose al suelo. No se había logrado levantar de nuevo. Con una figura de
hierro que se encontraba sobre la repisa de la entrada, le había machacado el
cráneo. Después había tomado las llaves del coche, y había llamado con el
móvil del muerto a las cuatro mujeres. Una de ellas no había contestado, y
otra le advirtió que un hombre y una mujer les había preguntado por su hija.
El coche circulaba a toda velocidad por la autopista. En ningún momento
había excedido demasiado del límite de velocidad. Lo último que necesitaba
era un policía de tráfico que le parara en el camino.
Mientras se dirigía de nuevo a las Montañas Rocosas no podía dejar de
pensar en Margaret. Era tan extraña y enigmática que no estaba seguro de si
había logrado seducirla o ella había jugado con su mente. Hacía años que no
conocía a nadie tan interesante. El mundo era demasiado aburrido y
predecible, por eso una mujer como ella le retaba a superarse. Asesinarla sería
un verdadero honor, no tenía una pieza de caza tan importante desde hacía
años.
Al tomar el desvío al pueblo bajó las ventanillas y aminoró la velocidad.
Era una noche fría y desapacible de diciembre. El cielo estaba blanquecino a
pesar de la noche, y en pocos minutos comenzaría a nevar.
Visitó primero la casa en la que nadie le había contestado. Como suponía
la mujer estaba muerta, era una de sus preferidas, la más dócil y complaciente
de sus víctimas.
Después llamó a las otras dos para que se reunieran con él en Stanley
Hotel. Había cerrado aquella temporada para una reforma en profundidad y
no se le había ocurrido mejor escenario para su gran final que el mismo hotel
en el que se había inspirado Stephen King para escribir El resplandor.
Pasó por la segunda casa. Llevaba una pistola y un rifle que había tomado
de la primera, y obligó a la mujer y a la niña a seguirle. Las ató y las metió en
la parte trasera del coche, después repitió la operación con la segunda mujer.

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Llamó a la tercera, pero no le respondió. Temía que no hubiera podido
terminar con Margaret y su amigo.
Buscó el móvil del director y vio en agregados el teléfono de la chica.
—Margaret, no sé si conoce mi voz por teléfono.
La chica se quedó paralizada por el miedo al oír la voz de Atila. Era
imposible que le llamara con aquel móvil. Acababan de informarle de que
estaba en la enfermería de la prisión.
—¿Dónde se encuentra? —le preguntó angustiada.
—Muy cerca de usted, imagino que tiene a una de mis chicas. Yo tengo a
las otras dos, si las quiere con vida será mejor que se acerque lo antes posible
al Hotel Stanley. Entre por la puerta trasera, el edificio está en rehabilitación.
Diríjase a la habitación 418. ¿Lo ha entendido?
—Sí.
—No llame a la policía o todas morirán. No se preocupe, tendrá su
exclusiva. Se hará rica y famosa.
El hombre colgó el teléfono y Margaret se dirigió al hotel que destacaba
sobre una colina al norte de la ciudad, a pesar de la oscuridad, su madera
blanca y reluciente brillaba en la noche. Antes de bajar del coche, Margaret le
dijo a la chica:
—Te dejo mi teléfono. Si ves que no regreso en media hora, llama a la
policía. ¿Lo has entendido?
La chica hizo un gesto con la cabeza, parecía encontrarse muy débil.
Margaret bajó del coche. Llevaba el rifle en la mano, no se fiaba nada de
Atila. Era capaz de asesinar a todas y después escapar de nuevo. Sabía que se
comportaba como un animal salvaje, siempre imprevisible.
Entró en el hotel, los pasillos y el recibidor estaban a oscuras, únicamente
las luces de emergencia iluminaban un poco el interior. Buscó en el panel de
la entrada la distribución del hotel y se dirigió a la habitación que le había
indicado el hombre. El ascensor no funcionaba, subió por las escaleras,
atravesó el largo pasillo y tuvo un escalofrío al recordar la película El
resplandor. Aquel edificio parecía repleto de fantasmas, aunque lo que le
daba miedo de verdad era el monstruo que la acechaba en la habitación 418.

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MINUTOS
Estes Park, Colorado

Lo primero que me extrañó fue que, más que miedo, lo que realmente sentía
era excitación. Tenía la sensación de encontrarme dentro de una película de
terror en la que era la protagonista. Quería pensar que era la heroína, pero a
ratos me sentía como la verdadera antagonista de la historia.
La habitación estaba casi al fondo del pasillo. Por lo que recordaba del
libro era muy espaciosa, una de las mejores del hotel. El edificio había sido
fundado por Freelan Oscar Stanley. El famoso millonario y fotógrafo buscaba
un lugar sano para mejorar de su tuberculosis, se enamoró de la zona y
decidió construir un hotel en 1909. Desde entonces habían circulado todo tipo
de rumores y leyendas sobre el lugar.
Llamé a la puerta y escuché la voz fuerte y clara de Atila. Al abrir pude
ver que estaba sentado en una de las camas, a su espalda las cuatro mujeres
atadas, dos en cada cama.
—Estaba impaciente, me alegro de verla fuera de la prisión. Aquí me
siento, ¿cómo lo expresaría?, más libre.
Lo cierto es que al verle fuera de una celda, con un arma en la mano y
mirándome con sus ojos expresivos, sentí un escalofrío.
—Esta noche han pasado cosas terribles. Hace unos días me comentó que
estaba cansado de este juego, que deseaba desaparecer de este mundo.
—Las cosas han cambiado.
—¿En qué sentido?
—No deseaba que me conmutaran la pena de muerte por otra de cadena
perpetua. Ya vio el lugar en el que me tenían y los animales de los que estaba
rodeado. Necesito ver, oler y tocar cosas bellas, es lo único que me une a este
mundo. El ser humano es estúpidamente débil, con todas esas ideas de
compasión, misericordia y justicia. Hemos dejado que nuestra parte animal
casi se extinguiera, pero poco a poco está comenzando a reivindicar de nuevo
su lugar en nuestras vidas. Ahora soy una excepción, casi una excentricidad,
pero pronto habrá muchos más como yo, créame.
Sabía que en parte tenía razón, a medida que las ideas universales de
justicia, bondad, amor y verdad eran sustituidas por el relativismo, los

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grandes logros humanos, los derechos del hombre se deshacían como un
azucarillo en una taza de té.
—El día que la gente como usted gobierne, se terminará el mundo.
—Está equivocada, la gente fuerte será más feliz, pero los débiles también
sabrán cuál es su lugar y qué les corresponde de la porción de este mundo.
Pero eso no me importa ahora, lo que realmente me intriga es lo que le motivó
a buscarme y entrevistarme.
—Ya se lo dije —comenté sin soltar el arma ni quitar el dedo del gatillo.
—Me mintió, lo hizo casi todo el rato, pero por alguna estúpida razón la
creí, tal vez necesitaba creer a alguien. Este sitio es muy curioso, fue este el
único lugar del mundo en el que me planteé en serio cambiar. Tomar el
camino del bien. No ese trillado y vulgar por el que camina la mayoría de la
humanidad, me refiero al estrecho, al de la verdadera bondad.
—El camino estrecho que lleva a la vida eterna.
—Sí, ese camino. Aquí encontré gente sincera de verdad, bondadosa y
con fe. No a esos religiosos hipócritas que hay por todas partes. Capaces de
rezar ya acto seguido firmar el despido de mil trabajadores o violar a un niño,
ya me entiende.
—¿Por qué no lo hizo?
—Pereza, temor, qué se yo. El mal es muy adictivo, una vez que
comienzas a practicarlo es muy difícil deshacerte de él. Por un lado te
aprisiona y te atenaza, sabes que te limita y controla, pero por otro… te causa
un placer indescriptible.
Intentaba pensar cómo acabar con él, pero sabía que antes de que pudiera
levantar mi arma estaría muerta. Algo que no entraba en mis planes por el
momento.
—¿Me va a contar su secreto señorita Margaret Berry?
—No es capaz de adivinarlo.
—Tengo una idea. Creo que asesiné a su padre hace tiempo, tal vez en mi
etapa de Boston y que ha venido para vengarse de mí. Lo siento, pero no creo
que me acuerde de él, ni siquiera de su nombre.
—Sí, le conocía, en eso se equivoca —le contesté.
—Lo lamento, he perdido la cuenta de todos mis crímenes, soy un asesino
demasiado prolífico.
—De él tiene que acordarse —le dije mientras un viento fuerte sacudía las
ventanas. La tormenta de nieve acababa de llegar.

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ADIOS
Estes Park, Colorado

Cara a cara, ya nada los separaba ni impedía que pudieran aclarar las cosas. El
asesino más peligroso de América, sin nada que perder, convencido de que la
maldad era el único camino hacia la inmortalidad. Una joven ambiciosa que
buscaba venganza, que por fin iba a ser reconocida por todos y escapar de la
miseria y el anonimato. Las víctimas que tenían al lado, las cuatro mujeres,
apenas les preocupaban en ese momento. Eran peones que sacrificar en una
partida de ajedrez mucho más importante.
—¿Maté a su padre?
—Sí, lo hizo —le contestó Margaret.
—¿Cuándo? ¿Cómo fue? Imagino que usted sí conoce hasta el mínimo
detalle. Si me refresca la memoria, seguramente podré decirle cómo fueron
sus últimos instantes. En la mayoría de los seres humanos suele ser patéticos.
La mayoría suplica, lloriquea, se mea encima o algo peor. Nada épico ni
glorioso, se lo aseguro.
Margaret dejó el arma en el suelo y se aproximó, aquel gesto le chocó a
Atila, pero lo cierto era que Margaret no dejaba de sorprenderlo.
—Hace años descubrí quién era mi verdadero padre. Mi madre se había
inventado una historia, pero curiosamente, sí dijo su verdadero nombre en el
registro civil de Vineland en New Jersey.
—¿En Vineland? Creo que se equivocas, yo no maté a nadie allí, era
demasiado joven e inexperto para hacer algo así.
—Sí lo hizo, claro que lo hizo.
—Se equivoca de hombre, le repito que nunca maté a nadie en New
Jersey.
Margaret se acercó un poco más.
—¿No lo ve?
—¿El qué? —preguntó confuso.
—Mire mi rostro.
Atila se la quedó mirando unos instantes hasta que se dio cuenta. Por eso
desde el principio le había atraído, era el vivo retrato.
—No es posible.

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—Sí lo es, padre o prefieres que le llame papá.
—No tengo hijos, nunca…
—Mi madre se quedó embarazada y decidió no abortar, pero nunca le dijo
a nadie la verdad, fue su secreto.
El hombre bajó los brazos. Tenía sensaciones encontradas. Sentía algo
que no había experimentado nunca o hacía tanto tiempo que ni siquiera se
acordaba.
—Eres mi hija, por eso viniste. Querías conocerme antes de que me
mataran, el hombre dejó el arma sobre la cama y la tomó por las manos.
—He tardado mucho en descubrir quién eras. Necesitaba a un padre,
alguien que me protegiese, que me hiciera sentir segura y que me amase.
Muchas de las cosas que te he contado eran verdad. Mi padrastro abusó de mí,
después el infierno del orfanato, los abusos en el piso tutelado. He pasado un
largo infierno hasta llegar aquí.
—¡Dios mío! —exclamó el hombre.
—Tu vida tan poco fue fácil, pero al menos podías haber intentado no
caer en los mismos errores que tus padres, es muy fácil culpar al mundo de tu
desgracia. Dios te dotó de inteligencia, tenacidad y valor, pero era más
sencillo vivir lamentándose, quejándose por las cartas que te había dado la
vida.
El hombre la abrazó, por primera vez en su vida no se sentía solo en el
mundo. Su mente y su corazón se encontraban de nuevo después de tanto
tiempo. El odio parecía diluirse en medio de aquel inesperado
descubrimiento.
—Hija, lo siento —dijo Atila abrazando a la chica.
—¿Qué sientes? —le preguntó fría, con los brazos caídos.
—Todo el sufrimiento que te he causado. Si pudiera volver atrás.
—Ninguno de los dos puede volver atrás, en eso consiste la vida, nunca
hay segundas oportunidades.
—Pero ahora estamos juntos, nos hemos reencontrado. Marchémonos de
aquí y comencemos de cero, tal vez aprendamos algún día a amarnos —dijo
Atila.
Entonces sintió un fuerte dolor en el costado, puso la mano
instintivamente y se le tiñó de rojo.
—Ya te dije que vine para vengarme.
Atila abrió mucho los ojos, se sentía confuso, ella le clavó de nuevo el
puñal.
—¿Por qué?

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—Somos iguales, papá. Gracias a tus decisiones, a tus equivocaciones,
somos iguales —comentó mientras seguía apuñalándolo. El hombre comenzó
a tambalearse.
—No —dijo antes que la sangre le brotara por la garganta.
—Ahora podré descansar, todo será más fácil. Al menos me has dado con
tu muerte lo que nunca me diste con tu vida.
Las sirenas de policía se escucharon en mitad de la noche. Sus luces,
como luciérnagas, iluminaron la fachada del hotel. Cuando llegaron a la
habitación ella ya había soltado el cuchillo. La policía liberó a las mujeres y
las sacó de allí, cubiertas con mantas, intentando abrigar su miedo y que
recuperasen un poco de paz. La última en salir fue Margaret, sus ojos
brillaron bajo las luces rojas y azuladas y el frescor logró despejar su mente y
devolverla a la realidad.

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EPÍLOGO

Librería en Manhattan, Nueva York

Margaret firmaba los ejemplares a un ritmo frenético. Después de veinte


ediciones y estar durante tres meses en la lista de los más vendidos del New
York Times, la desconocida psiquiatra se había convertido en toda una
celebridad. Después de la tercera presentación del día y un mes de gira, la
joven agradeció llegar a la habitación de su hotel. Se quitó la ropa y se dio
una larga ducha. Después salió desnuda y se tumbó sobre la inmensa cama.
Puso la televisión, en la mayoría de los canales de noticias hablaban de su
libro. En él había contado casi toda la verdad. Se había reservado algunos
detalles escabrosos y naturalmente había cambiado el final. Todos la tenían
como la heroína que había salvado de la muerte a cinco mujeres indefensas.
Tomó el teléfono y comenzó a revisar las fotografías. Durante su
investigación había hecho fotos de casi todo, las había enviado a un disco
duro remoto y después las había borrado de la memoria. Sabía que era
arriesgado, pero necesitaba recordar, era lo único que le producía verdadero
placer. Se recostó en la cama y pensó en el rostro de su padre antes de morir,
aquella estupefacción, el miedo en la mirada. ¿Acaso los mejores cazadores
no son los que son capaces de matar a los depredadores más feroces? La única
diferencia entre su padre y ella era que, mientras a Margaret todo el mundo la
consideraba una heroína, él era el mayor villano del país. Atila mismo lo
había dicho la primera vez que se vieron cara a cara. A veces el crimen es
únicamente cuestión de perspectiva.

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MARIO ESCOBAR GOLDEROS (Madrid, 23 de Junio de 1971), es un
novelista, ensayista y conferenciante. Licenciado en Historia y Diplomado en
Estudios Avanzados en la especialidad de Historia Moderna, ha escrito
numerosos artículos y libros sobre la Inquisición, la Reforma Protestante y las
sectas religiosas. Publicó su primer libro Historia de una Obsesión en el año
2000. Es director de la revista Historia para el Debate Digital, colaborando
como columnista en distintas publicaciones. Apasionado por la historia y sus
enigmas ha estudiado en profundidad la Historia de la Iglesia, los distintos
grupos sectarios que han luchado en su seno, el descubrimiento y
colonización de América; especializándose en la vida de personajes
heterodoxos españoles y americanos. Su primera obra, Conspiración Maine
(2006), fue un éxito. Le siguieron El mesías Ario (2007), El secreto de los
Assassini (2008) y la Profecía de Aztlán (2009). Todas ellas parte de la saga
protagonizada por Hércules Guzmán Fox, George Lincoln y Alicia
Mantorella. Sol rojo sobre Hiroshima (2009) y El País de las lágrimas (2010)
son sus obras más intimistas. También ha publicado ensayos como Martín
Luther King (2006) e Historia de la Masonería en Estados Unidos (2009).
Sus libros han sido traducidos a cuatro idiomas, en formato audiolibro y los
derechos de varias de sus novelas se han vendido para una próxima
adaptación al cine.

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