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EL SUICIDA

(cuento)

Enrique Anderson Imbert (Argentina, 1910-2000)

Al pie de la Biblia abierta –donde estaba señalado en rojo el versículo que lo explicaría todo–
alineó las cartas: a su mujer, al juez, a los amigos. Después bebió el veneno y se acostó.

Nada. A la hora se levantó y miró el frasco. Sí, era el veneno.

¡Estaba tan seguro! Recargó la dosis y bebió otro vaso. Se acostó de nuevo. Otra hora. No
moría. Entonces disparó su revólver contra la sien. ¿Qué broma era ésa? Alguien -¿pero quién,
cuándo?- alguien le había cambiado el veneno por agua, las balas por cartuchos de fogueo.
Disparó contra la sien las otras cuatro balas. Inútil. Cerró la Biblia, recogió las cartas y salió del
cuarto en momentos en que el dueño del hotel, mucamos y curiosos acudían alarmados por el
estruendo de los cinco estampidos.

Al llegar a su casa se encontró con su mujer envenenada y con sus cinco hijos en el suelo, cada
uno con un balazo en la sien.

Tomó el cuchillo de la cocina, se desnudó el vientre y se fue dando cuchilladas. La hoja se


hundía en las carnes blandas y luego salía limpia como del agua. Las carnes recobraban su
lisitud como el agua después que le pescan el pez.

Se derramó nafta en la ropa y los fósforos se apagaban chirriando.

Corrió hacia el balcón y antes de tirarse pudo ver en la calle el tendal de hombres y mujeres
desangrándose por los vientres acuchillados, entre las llamas de la ciudad incendiada.
REVOLUCIÓN
Slawomir Mrozek (Polonia, 1930)
(cuento)

En mi habitación la cama estaba aquí, el armario allá y en medio la mesa.

Hasta que esto me aburrió. Puse entonces la cama allá y el armario aquí.

Durante un tiempo me sentí animado por la novedad. Pero el aburrimiento acabó por volver.

Llegué a la conclusión de que el origen del aburrimiento era la mesa, o mejor dicho, su situación
central e inmutable.

Trasladé la mesa allá y la cama en medio. El resultado fue inconformista.

La novedad volvió a animarme, y mientras duró me conformé con la incomodidad


inconformista que había causado. Pues sucedió que no podía dormir con la cara vuelta a la
pared, lo que siempre había sido mi posición preferida.

Pero al cabo de cierto tiempo la novedad dejó de ser tal y no quedo más que la incomodidad.
Así que puse la cama aquí y el armario en medio.

Esta vez el cambio fue radical. Ya que un armario en medio de una habitación es más que
inconformista. Es vanguardista.

Pero al cabo de cierto tiempo… Ah, si no fuera por ese «cierto tiempo». Para ser breve, el
armario en medio también dejó de parecerme algo nuevo y extraordinario.

Era necesario llevar a cabo una ruptura, tomar una decisión terminante. Si dentro de unos
límites determinados no es posible ningún cambio verdadero, entonces hay que traspasar dichos
límites. Cuando el inconformismo no es suficiente, cuando la  vanguardia es ineficaz, hay que
hacer una revolución.

Decidí dormir en el armario. Cualquiera que haya intentado dormir en un armario, de pie, sabrá
que semejante incomodidad no permite dormir en absoluto, por no hablar de la hinchazón de
pies y de los dolores de columna.

Sí, esa era la decisión correcta. Un éxito, una victoria total. Ya que esta vez «cierto tiempo»
también se mostró impotente. Al cabo de cierto tiempo, pues, no sólo no llegué a
acostumbrarme al cambio—es decir, el cambio seguía siendo un cambio—, sino que, al
contrario, cada vez era más consciente de ese cambio, pues el dolor aumentaba a medida que
pasaba el tiempo.

De modo que todo habría ido perfectamente a no ser por mi capacidad de resistencia física, que
resultó tener sus límites. Una noche no aguanté más. Salí del armario y me metí en la cama.

Dormí tres días y tres noches de un tirón. Después puse el armario junto a la pared y la mesa en
medio, porque el armario en medio me molestaba.

Ahora la cama está de nuevo aquí, el armario allá y la mesa en medio. Y cuando me consume el
aburrimiento, recuerdo los tiempos en que fui revolucionario.
EL GIGANTE EGOÍSTA

Oscar Wilde (Irlanda, 1854-1900)

Cada tarde, a la salida de la escuela, los niños se iban a jugar al jardín del Gigante. Era un jardín
amplio y hermoso, con arbustos de flores y cubierto de césped verde y suave. Por aquí y por
allá, entre la hierba, se abrían flores luminosas como estrellas, y había doce albaricoqueros que
durante la Primavera se cubrían con delicadas flores color rosa y nácar, y al llegar el Otoño se
cargaban de ricos frutos aterciopelados. Los pájaros se demoraban en el ramaje de los árboles, y
cantaban con tanta dulzura que los niños dejaban de jugar para escuchar sus trinos.

-¡Qué felices somos aquí! -se decían unos a otros. Pero un día el Gigante regresó. Había ido de
visita donde su amigo el Ogro de Cornish, y se había quedado con él durante los últimos siete
años. Durante ese tiempo ya se habían dicho todo lo que se tenían que decir, pues su
conversación era limitada, y el Gigante sintió el deseo de volver a su mansión. Al llegar, lo
primero que vio fue a los niños jugando en el jardín.
-¿Qué hacen aquí? -surgió con su voz retumbante.
Los niños escaparon corriendo en desbandada.
-Este jardín es mío. Es mi jardín propio -dijo el Gigante-; todo el mundo debe entender eso y no
dejaré que nadie se meta a jugar aquí.
Y, de inmediato, alzó una pared muy alta, y en la puerta puso un cartel que decía:
ENTRADA ESTRICTAMENTE PROHIBIDA BAJO LAS PENAS CONSIGUIENTES
Era un Gigante egoísta…
Los pobres niños se quedaron sin tener dónde jugar. Hicieron la prueba de ir a jugar en la
carretera, pero estaba llena de polvo, estaba plagada de pedruscos, y no les gustó. A menudo
rondaban alrededor del muro que ocultaba el jardín del Gigante y recordaban nostálgicamente lo
que había detrás.
-¡Qué dichosos éramos allí! -se decían unos a otros.
Cuando la Primavera volvió, toda la comarca se pobló de pájaros y flores. Sin embargo, en el
jardín del Gigante Egoísta permanecía el Invierno todavía. Como no había niños, los pájaros no
cantaban, y los árboles se olvidaron de florecer. Sólo una vez una lindísima flor se asomó entre
la hierba, pero apenas vio el cartel, se sintió tan triste por los niños que volvió a meterse bajo
tierra y volvió a quedarse dormida.
Los únicos que ahí se sentían a gusto eran la Nieve y la Escarcha.
-La Primavera se olvidó de este jardín -se dijeron-, así que nos quedaremos aquí todo el resto
del año.
La Nieve cubrió la tierra con su gran manto blanco y la Escarcha cubrió de plata los árboles. Y
en seguida invitaron a su triste amigo el Viento del Norte para que pasara con ellos el resto de la
temporada. Y llegó el Viento del Norte. Venía envuelto en pieles y anduvo rugiendo por el
jardín durante todo el día, desganchando las plantas y derribando las chimeneas.
-¡Qué lugar más agradable! -dijo-. Tenemos que decirle al Granizo que venga a estar con
nosotros también.
Y vino el Granizo también. Todos los días se pasaba tres horas tamborileando en los tejados de
la mansión, hasta que rompió la mayor parte de las tejas. Después se ponía a dar vueltas
alrededor, corriendo lo más rápido que podía. Se vestía de gris y su aliento era como el hielo.
-No entiendo por qué la Primavera se demora tanto en llegar aquí -decía el Gigante Egoísta
cuando se asomaba a la ventana y veía su jardín cubierto de gris y blanco-, espero que pronto
cambie el tiempo.
Pero la Primavera no llegó nunca, ni tampoco el Verano. El Otoño dio frutos dorados en todos
los jardines, pero al jardín del Gigante no le dio ninguno.
-Es un gigante demasiado egoísta -decían los frutales.
De esta manera, el jardín del Gigante quedó para siempre sumido en el Invierno, y el Viento del
Norte y el Granizo y la Escarcha y la Nieve bailoteaban lúgubremente entre los árboles.
Una mañana, el Gigante estaba en la cama todavía cuando oyó que una música muy hermosa
llegaba desde afuera. Sonaba tan dulce en sus oídos, que pensó que tenía que ser el rey de los
elfos que pasaba por allí. En realidad, era sólo un jilguerito que estaba cantando frente a su
ventana, pero hacía tanto tiempo que el Gigante no escuchaba cantar ni un pájaro en su jardín,
que le pareció escuchar la música más bella del mundo. Entonces el Granizo detuvo su danza, y
el Viento del Norte dejó de rugir y un perfume delicioso penetró por entre las persianas abiertas.
-¡Qué bueno! Parece que al fin llegó la Primavera -dijo el Gigante, y saltó de la cama para
correr a la ventana.
¿Y qué es lo que vio?
Ante sus ojos había un espectáculo maravilloso. A través de una brecha del muro habían entrado
los niños, y se habían trepado a los árboles. En cada árbol había un niño, y los árboles estaban
tan felices de tenerlos nuevamente con ellos, que se habían cubierto de flores y balanceaban
suavemente sus ramas sobre sus cabecitas infantiles. Los pájaros revoloteaban cantando
alrededor de ellos, y los pequeños reían. Era realmente un espectáculo muy bello. Sólo en un
rincón el Invierno reinaba. Era el rincón más apartado del jardín y en él se encontraba un niñito.
Pero era tan pequeñín que no lograba alcanzar a las ramas del árbol, y el niño daba vueltas
alrededor del viejo tronco llorando amargamente. El pobre árbol estaba todavía completamente
cubierto de escarcha y nieve, y el Viento del Norte soplaba y rugía sobre él, sacudiéndole las
ramas que parecían a punto de quebrarse.
-¡Sube a mí, niñito! -decía el árbol, inclinando sus ramas todo lo que podía. Pero el niño era
demasiado pequeño.
El Gigante sintió que el corazón se le derretía.
-¡Cuán egoísta he sido! -exclamó-. Ahora sé por qué la Primavera no quería venir hasta aquí.
Subiré a ese pobre niñito al árbol y después voy a botar el muro. Desde hoy mi jardín será para
siempre un lugar de juegos para los niños.
Estaba de veras arrepentido por lo que había hecho.
Bajó entonces la escalera, abrió cautelosamente la puerta de la casa, y entró en el jardín. Pero en
cuanto lo vieron los niños se aterrorizaron, salieron a escape y el jardín quedó en Invierno otra
vez. Sólo aquel pequeñín del rincón más alejado no escapó, porque tenía los ojos tan llenos de
lágrimas que no vio venir al Gigante. Entonces el Gigante se le acercó por detrás, lo tomó
gentilmente entre sus manos, y lo subió al árbol. Y el árbol floreció de repente, y los pájaros
vinieron a cantar en sus ramas, y el niño abrazó el cuello del Gigante y lo besó. Y los otros
niños, cuando vieron que el Gigante ya no era malo, volvieron corriendo alegremente. Con ellos
la Primavera regresó al jardín.
-Desde ahora el jardín será para ustedes, hijos míos -dijo el Gigante, y tomando un hacha
enorme, echó abajo el muro.
Al mediodía, cuando la gente se dirigía al mercado, todos pudieron ver al Gigante jugando con
los niños en el jardín más hermoso que habían visto jamás.
Estuvieron allí jugando todo el día, y al llegar la noche los niños fueron a despedirse del
Gigante.
-Pero, ¿dónde está el más pequeñito? -preguntó el Gigante-, ¿ese niño que subí al árbol del
rincón?
El Gigante lo quería más que a los otros, porque el pequeño le había dado un beso.
-No lo sabemos -respondieron los niños-, se marchó solito.
-Díganle que vuelva mañana -dijo el Gigante.
Pero los niños contestaron que no sabían dónde vivía y que nunca lo habían visto antes. Y el
Gigante se quedó muy triste.
Todas las tardes al salir de la escuela los niños iban a jugar con el Gigante. Pero al más chiquito,
a ese que el Gigante más quería, no lo volvieron a ver nunca más. El Gigante era muy bueno
con todos los niños pero echaba de menos a su primer amiguito y muy a menudo se acordaba de
él.
-¡Cómo me gustaría volverlo a ver! -repetía.
Fueron pasando los años, y el Gigante se puso viejo y sus fuerzas se debilitaron. Ya no podía
jugar; pero, sentado en un enorme sillón, miraba jugar a los niños y admiraba su jardín.
-Tengo muchas flores hermosas -se decía-, pero los niños son las flores más hermosas de todas.
Una mañana de Invierno, miró por la ventana mientras se vestía. Ya no odiaba el Invierno pues
sabía que el Invierno era simplemente la Primavera dormida, y que las flores estaban
descansando.
Sin embargo, de pronto se restregó los ojos, maravillado, y miró, miró…
Era realmente maravilloso lo que estaba viendo. En el rincón más lejano del jardín había un
árbol cubierto por completo de flores blancas. Todas sus ramas eran doradas, y de ellas
colgaban frutos de plata. Debajo del árbol estaba parado el pequeñito a quien tanto había echado
de menos.
Lleno de alegría el Gigante bajó corriendo las escaleras y entró en el jardín. Pero cuando llegó
junto al niño su rostro enrojeció de ira, y dijo:
-¿Quién se ha atrevido a hacerte daño?
Porque en la palma de las manos del niño había huellas de clavos, y también había huellas de
clavos en sus pies.
-¿Pero, quién se atrevió a herirte? -gritó el Gigante-. Dímelo, para tomar la espada y matarlo.
-¡No! -respondió el niño-. Estas son las heridas del Amor.
-¿Quién eres tú, mi pequeño niñito? -preguntó el Gigante, y un extraño temor lo invadió, y cayó
de rodillas ante el pequeño.
Entonces el niño sonrió al Gigante, y le dijo:
-Una vez tú me dejaste jugar en tu jardín; hoy jugarás conmigo en el jardín mío, que es el
Paraíso.
Y cuando los niños llegaron esa tarde encontraron al Gigante muerto debajo del árbol. Parecía
dormir, y estaba entero cubierto de flores blancas.
EL ESPEJO CHINO

Cuento anónimo

Un campesino chino se fue a la ciudad para vender la cosecha de arroz y su mujer le pidió que
no se olvidase de traerle un peine.

Después de vender su arroz en la ciudad, el campesino se reunió con unos compañeros, y


bebieron y lo celebraron largamente. Después, un poco confuso, en el momento de regresar, se
acordó de que su mujer le había pedido algo, pero ¿qué era? No lo podía recordar. Entonces
compró en una tienda para mujeres lo primero que le llamó la atención: un espejo. Y regresó al
pueblo.

Entregó el regalo a su mujer y se marchó a trabajar sus campos. La mujer se miró en el espejo y
comenzó a llorar desconsoladamente. La madre le preguntó la razón de aquellas lágrimas.

La mujer le dio el espejo y le dijo:

-Mi marido ha traído a otra mujer, joven y hermosa.

La madre cogió el espejo, lo miró y le dijo a su hija:

-No tienes de qué preocuparte, es una vieja.


EL OTRO YO
Mario Benedetti (Uruguay, 1920-2009)
(Cuento)

Se trataba de un muchacho corriente: en los pantalones se le formaban rodilleras, leía


historietas, hacía ruido cuando comía, se metía los dedos a la nariz, roncaba en la siesta, se
llamaba Armando Corriente en todo menos en una cosa: tenía Otro Yo.
El Otro Yo usaba cierta poesía en la mirada, se enamoraba de las actrices, mentía
cautelosamente , se emocionaba en los atardeceres. Al muchacho le preocupaba mucho su Otro
Yo y le hacía sentirse incómodo frente a sus amigos. Por otra parte el Otro Yo era melancólico,
y debido a ello, Armando no podía ser tan vulgar como era su deseo.
Una tarde Armando llegó cansado del trabajo, se quitó los zapatos, movió lentamente los dedos
de los pies y encendió la radio. En la radio estaba Mozart, pero el muchacho se durmió. Cuando
despertó el Otro Yo lloraba con desconsuelo. En el primer momento, el muchacho no supo que
hacer, pero después se rehizo e insultó concienzudamente al Otro Yo. Este no dijo nada, pero a
la mañana siguiente se había suicidado.

Al principio la muerte del Otro Yo fue un rudo golpe para el pobre Armando, pero enseguida
pensó que ahora sí podría ser enteramente vulgar. Ese pensamiento lo reconfortó.

Sólo llevaba cinco días de luto, cuando salió la calle con el propósito de lucir su nueva y
completa vulgaridad. Desde lejos vio que se acercaban sus amigos. Eso le lleno de felicidad e
inmediatamente estalló en risotadas . Sin embargo, cuando pasaron junto a él, ellos no notaron
su presencia. Para peor de males, el muchacho alcanzó a escuchar que comentaban: “Pobre
Armando. Y pensar que parecía tan fuerte y saludable”.
El muchacho no tuvo más remedio que dejar de reír y, al mismo tiempo, sintió a la altura del
esternón un ahogo que se parecía bastante a la nostalgia. Pero no pudo sentir auténtica
melancolía, porque toda la melancolía se la había llevado el Otro Yo.


LA MONTAÑA

Cuento de Enrique Anderson Imbert

El niño empezó a trepar por el corpachón de su padre, que estaba amodorrado en la butaca, en
medio de la gran siesta, en medio del gran patio. Al sentirlo, el padre, sin abrir los ojos y
sotorriéndose, se puso todo duro para ofrecer al juego del hijo una solidez de montaña. Y el niño
lo fue escalando: se apoyaba en las estribaciones de las piernas, en el talud del pecho, en los
brazos, en los hombros, inmóviles como rocas. Cuando llegó a la cima nevada de la cabeza, el
niño no vio a nadie.
-¡Papá, papá! -llamó a punto de llorar.
Un viento frío soplaba allá en lo alto, y el niño, hundido en la nieve, quería caminar y no podía.
-¡Papá, papá!
El niño se echó a llorar, solo sobre el desolado pico de la montaña.
HABLABA Y HABLABA…

(cuento breve)
Max Aub (París –España, 1903-1972)

Hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba. Y venga hablar. Yo


soy una mujer de mi casa. Pero aquella criada gorda no hacía más que hablar, y hablar, y hablar.
Estuviera yo donde estuviera, venía y empezaba a hablar. Hablaba de todo y de cualquier cosa,
lo mismo le daba. ¿Despedirla por eso? Hubiera tenido que pagarle sus tres meses. Además
hubiese sido muy capaz de echarme mal de ojo. Hasta en el baño: que si esto, que si aquello,
que si lo de más allá. Le metí la toalla en la boca para que se callara. No murió de eso, sino de
no hablar: se le reventaron las palabras por dentro.
GÉNESIS, 2
(cuento)
Marco Denevi

Imaginad que un día estalla una guerra atómica. Los hombres y las ciudades desaparecen. Toda
la tierra es como un vasto desierto calcinado. Pero imaginad también que en cierta región
sobreviva un niño, hijo de un jerarca de la civilización recién extinguida. El niño se alimenta de
raíces y duerme en una caverna. Durante mucho tiempo, aturdido por el horror de la catástrofe,
sólo sabe llorar y clamar por su padre. Después sus recuerdos se oscurecen, se disgregan, se
vuelven arbitrarios y cambiantes como un sueño. Su terror se transforma en un vago miedo. A
ratos recuerda, con indecible nostalgia, el mundo ordenado y abrigado donde su padre le sonreía
o lo amonestaba, o ascendía  (en una nave espacial) envuelto en fuego y en estrépito hasta
perderse entre las nubes. Entonces, loco de soledad, cae de rodillas e improvisa una oración, un
cántico de lamento. Entretanto la tierra reverdece: de nuevo brota la vegetación, las plantas se
cubren de flores, los árboles se cargan de frutos. El niño, convertido en un muchacho, comienza
a explorar la comarca. Un día ve un ave. Otro día ve un lobo. Otro día, inesperadamente, se
halla frente a una joven de su edad que, lo mismo que él, ha sobrevivido a los estragos de la
guerra nuclear. Se miran, se toman de la mano: ya están a salvo de la soledad. Balbucean sus
respectivos idiomas, con cuyos restos forman un nuevo idioma. Se llaman, a sí mismos, Hombre
y Mujer. Tienen hijos. Varios miles de años más tarde una religión se habrá propagado entre los
descendientes de ese Hombre y de esa Mujer, con el padre del Hombre como Dios y el recuerdo
de la civilización anterior a la guerra como un Paraíso perdido.
LA TRISTEZA

(cuento)

Rosario Barros Peña (España, 1935)

El profe me ha dado una nota para mi madre. La he leído. Dice que necesita hablar con ella
porque yo estoy mal. Se la he puesto en la mesilla, debajo del tazón lleno de leche que le dejé
por la mañana. He metido en el microondas la tortilla congelada que compré en el supermercado
y me he comido la mitad. La otra mitad la puse en un plato en la mesilla, al lado del tazón de
leche. Mi madre sigue igual, con los ojos rojos que miran sin ver y el pelo, que ya no brilla,
desparramado sobre la almohada. Huele a sudor la habitación, pero cuando abrí la persiana ella
me gritó. Dice que si no se ve el sol es como si no corriesen los días, pero eso no es cierto. Yo
sé que los días corren porque la lavadora está llena de ropa sucia y en el lavavajillas no cabe
nada más, pero sobre todo lo sé por la tristeza que está encima de los muebles. La tristeza es un
polvo blanco que lo llena todo. Al principio es divertida. Se puede escribir sobre ella, “tonto el
que lo lea”, pero, al día siguiente, las palabras no se ven porque hay más tristeza sobre ellas. El
profesor dice que estoy mal porque en clase me distraigo y es que no puedo dejar de pensar que
un día ese polvo blanco cubrirá del todo a mi madre y lo hará conmigo. Y cuando mi padre
vuelva, la tristeza habrá borrado el “te quiero” que le escribo cada noche sobre la mesa del
comedor.
“FIESTA DE DISFRACES”
Woody Allen

Les voy a contar una historia que les parecerá increíble. Una vez cacé un alce. Me fui de cacería
a los bosques de Nueva York y cacé un alce.

Así que lo aseguré sobre el parachoques de mi automóvil y emprendí el regreso a casa por la
carretera oeste. Pero lo que yo no sabía era que la bala no le había penetrado en la cabeza; sólo
le había rozado el cráneo y lo había dejado inconsciente.

Justo cuando estaba cruzando el túnel el alce se despertó. Así que estaba conduciendo con un
alce vivo en el parachoques, y el alce hizo señal de girar. Y en el estado de New York hay una
ley que prohíbe llevar un alce vivo en el parachoques los martes, jueves y sábados. Me entró un
miedo tremendo…

De pronto recordé que unos amigos celebraban una fiesta de disfraces. Iré allí, me dije. Llevaré
el alce y me desprenderé de él en la fiesta. Ya no sería responsabilidad mía. Así que me dirigí a
la casa de la fiesta y llamé a la puerta. El alce estaba tranquilo a mi lado. Cuando el anfitrión
abrió lo saludé: “Hola, ya conoces a los Solomon”. Entramos. El alce se incorporó a la fiesta. Le
fue muy bien. Ligó y todo. Otro tipo se pasó hora y media tratando de venderle un seguro.

Dieron las doce de la noche y empezaron a repartir los premios a los mejores disfraces. El
primer premio fue para los Berkowitz, un matrimonio disfrazado de alce. El alce quedó
segundo. ¡Eso le sentó fatal! El alce y los Berkowitz cruzaron sus astas en la sala de estar y
quedaron todos inconscientes. Yo me dije: Ésta es la mía. Me llevé al alce, lo até sobre el
parachoques y salí rápidamente hacia el bosque. Pero… me había llevado a los Berkowitz. Así
que estaba conduciendo con una pareja de judíos en el parachoques. Y en el estado de Nueva
York hay una ley que los martes, los jueves y muy especialmente los sábados…

A la mañana siguiente, los Berkowitz despertaron en medio del bosque disfrazados de alce. Al
señor Berkowitz lo cazaron, lo disecaron y lo colocaron como trofeo en el Jockey club de Nueva
York. Pero les salió el tiro por la culata, porque es un club en donde no se admiten judíos.

Regreso solo a casa. Son las dos de la madrugada y la oscuridad es total. En la mitad del
vestíbulo de mi edificio me encuentro con un hombre de Neanderthal. Con el arco superciliar y
los nudillos velludos. Creo que aprendió a andar erguido aquella misma mañana. Había acudido
a mi domicilio en busca del secreto del fuego. Un morador de los árboles a las dos de la mañana
en mi vestíbulo.

Me quité el reloj y lo hice pendular ante sus ojos: los objetos brillantes los apaciguan. Se lo
comió. Se me acercó y comenzó un zapateado sobre mi tráquea. Rápidamente, recurrí a un viejo
truco de los indios navajos que consiste en suplicar y chillar.
EL PAN AJENO

Varlam Tíjonovich Shalámov (Rusia, 1907-1982)

Aquel era un pan ajeno, el pan de mi compañero. Éste confiaba sólo en mí. Al compañero lo
pasaron a trabajar al turno de día y el pan se quedó conmigo en un pequeño cofre ruso de
madera. Ahora ya no se hacen cofres así, en cambio en los años veinte las muchachas presumían
con ellos, con aquellos maletines deportivos, de piel de “cocodrilo” artificial. En el cofre
guardaba el pan, una ración de pan. Si sacudía la caja, el pan se removía en el interior. El
baulillo se encontraba bajo mi cabeza. No pude dormir mucho. El hombre hambriento duerme
mal. Pero yo no dormía justamente porque tenía el pan en mi cabeza, un pan ajeno, el pan de mi
compañero.

Me senté sobre la litera… Tuve la impresión de que todos me miraban, que todos sabían lo que
me proponía hacer. Pero el encargado de Día se afanaba junto a la ventana poniendo un parche
sobre algo. Otro hombre, de cuyo apellido no me acordaba y que trabajaba como yo en el turno
de noche, en aquel momento se acostaba en una litera que no era la suya, en el centro del
barracón, con los pies dirigidos hacia la cálida estufa de hierro. Aquel calor no llegaba hasta mí.
El hombre se acostaba de espaldas, cara arriba. Me acerqué a él, tenía los ojos cerrados. Miré
hacia las literas superiores; allí en un rincón del barracón, alguien dormía o permanecía
acostado cubierto por un montón de harapos. Me acosté de nuevo en mi lugar con la firme
decisión de dormirme.

Conté hasta mil y me levanté de nuevo. Abrí el baúl y extraje el pan. Era una ración, una barra
de trescientos gramos, fría como un pedazo de madera. Me lo acerqué en secreto a la nariz y mi
olfato percibió casi imperceptible olor a pan. Di vuelta a la caja y dejé caer sobre mi palma unas
cuantas migas. Lamí la mano con la lengua, y la boca se me llenó al instante de saliva, las migas
se fundieron. Dejé de dudar. Pellizqué tres trocitos de pan, pequeños como la uña del meñique,
coloqué el pan en el baúl y me acosté. Deshacía y chupaba aquellas migas de pan.
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TÉCNICA PARA REDACTAR UN CUENTO ( Los conectores) 

En esta tabla encontrarás una ayuda para relatar tu propio cuento. No olvides que como
todas las historias  tienen un  principio, desarrollo y un final.  Puedes  ver la entrada de
los textos narrativos y la entrada de estructura de los cuentos .

Frases para empezar Frases para utilizar en el Frase para indicar el


conflicto / problema desenlace o el final.

Hace varios años vivía… De repente......... Finalmente.............


Había una vez una... De pronto....... Al fin.............
En un lugar muy Inesperadamente... Así fue como........
lejano...............
Bruscamente...... .......... Y colorín
En un país lejano... colorado, este cuento se
Al poco tiempo la cosas
ha acabado.
En tiempos antiguos..... cambiaron..
...... Zapatitos roto o,
Vivía una Sin darse cuenta...
cuénteme usted otro.
vez...............................
.................. Y comieron
perdices y perdices.

Esperamos que este cuadro sobre los conectores  te sirva  para escribir  tu propio cuento. En el
margen encontrarás un cuadro para ponerte en contacto con nosotros  y  te resolveremos
cualquier duda lo antes posible.

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