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TALLER PARENTALIDAD

Leer la historia de Laura y responder - justificar todas las respuestas. (Entregar en hoja de examen)
1. ¿Que entendemos por parentalidad?
2. ¿Que son las funciones centradas en el desarrollo de los padres? y ¿Cuáles no se cumplen en
el caso? Justificar respuesta
3. ¿Que son las funciones centradas en el desarrollo de los hijos? y ¿Cuáles no se cumplen en
el caso? Justificar respuesta
4. ¿Cuáles son las necesidades que ustedes identifican en el caso? y ¿Cómo suplirlas?
5. ¿Cuáles son las capacidades y habilidades parentales que ustedes reforzarían como
trabajadores y trabajadoras sociales en el caso de Laura?
6. Se evidencia en el caso incompetencias parentales que influyen en el bienestar de la familia.
¿Cuáles son las incompetencias detectadas en el caso?
7. ¿Consideran que la comunidad es una esfera fundamental para el análisis del caso?

YO TAMBIÉN FUI MALTRATADA (Testimonio de Laura, 29 años).


PARTE 1.
Mi madre y sus infinitas justificaciones: “Él a ti nunca te ha pegado”.
Es verdad que a mí en muy pocas ocasiones mi padre me dio un cachete en el culo o un bofetón.
Quizás por eso, para ella hayan sido insignificantes o incluso no las recuerde. Y son acciones que
dadas esporádicamente están normalizadas por la sociedad. Todo eso le sirve para convencerse de
que a mí no puede considerárseme maltratada.
Pero afirmo una vez más que yo también fui víctima de la violencia de género. Y fui maltratada por
mi padre. Un maltrato psicológico, sobre todo, durante mi infancia y adolescencia.
Quiero decir que los niños/as que hemos convivido y conviven con la violencia de género en su
familia, sufrimos esa violencia por partida doble.
En primer lugar, sufrimos por el dolor de ver y sentir el daño que se le hace a la persona más
importante y que más queremos en ese momento de nuestra vida. Con quien tenemos el vínculo
afectivo más fuerte e imprescindible. Y además, nos enfrentamos a una batalla emocional brutalpor
querer también a la persona que maltrata a nuestra madre. O al menos, eso nos enseñan que debemos
hacer: quererle a pesar y por encima de todo. Por ser nuestro padre y otro referente principal en nuestra
vida infantil.
Por otra parte, un maltratador no es un buen padre. Dado que una persona así también acostumbra a
someter y maltratar a sus hijos/as de distintas formas.
Durante mi infancia, como en el caso de otros niños/as, el maltrato se producía en estos ámbitos:
– Cuidados y necesidades básicas: Él estaba en mi primer lugar respecto a las atenciones y
necesidades. Mi madre debía dar preferencia a su cuidado, antes que nada.
Una vez, con cuatro o cinco años, me puse enferma una noche. Tenía un fuerte dolor de barriga y no
se me calmaba con nada. Mi madre, decidió llevarme a urgencias. Tuvo que llevarme ella sola en
taxi. Mi padre se enfadó. Le despertaron mis llantos, mi madre tuvo que cuidarme y encima quería
llevarme al médico cuando él no lo consideraba para tanto, incluso era una molestia. No fue capaz
de levantarse y coger el coche.
Al llegar al hospital y después de realizarme pruebas, los médicos decidieron hospitalizarme para
continuar evaluando lo que me pasaba. Mi madre llamó a mi padre para informarle y a continuación
él le ordenó que volviera a casa, dado que él no podía estar solo, la necesitaba, y yo ya me quedaría
al cuidado de las enfermeras.
Continué ingresada al menos durante una semana. No recuerdo ni una noche en que alguien se
quedara a dormir conmigo. Y las visitas por parte de mis padres solo eran por la tarde, después de
que mi madre saliera de trabajar y hasta la hora de ir a preparar la cena en casa.
– Afecto: Mi padre nunca ha sido cariñoso conmigo, los besos y los abrazos eran por costumbre
para saludarle o cuando él quería. Si estaba jugando y a él se le antojaba una muestra de cariño, debía
dejar lo que estaba haciendo y dárselo. Si me mostraba molesta por la interrupción, me reprochaba
que no le quería lo suficiente.
– Emociones: Muchas veces no me permitía mostrarme contenta, reír o jugar delante de él. Sobre
todo, si no estaba de buen humor o estaba viendo la tele o hablando con alguien. Y se enfadaba
conmigo si lloraba cuando me reñía por algo o porque presenciaba alguna discusión entre ellos. Me
amenazaba con castigarme si no dejaba de llorar.
– Educación: Su manera de enseñarme a hacer las cosas bien era a través del miedo. Solo existía
una forma de hacer las cosas: a su manera y cuando él lo decía. Y si no era así, amenazaba con
castigarme encerrada en mi habitación a oscuras sin jugar, con quitarse el cinturón para pegarme o
con darme un cachete. Lo primero nunca llegó a ponerlo en práctica, pero lo utilizaba para
atemorizarme, ya que alguna vez sí lo había probado con mi madre y yo lo había visto. Todo eso me
producía mucha angustiaba.
Siempre que mi madre y yo íbamos de camino a casa después del colegio o de comprar… Antes de
llegar, ya me invadían los miedos y le preguntaba a mi madre: “Mama, ¿hoy vendrá el papa enfadado
de trabajar?”. Mi madre me respondía que no lo sabía. Y yo entonces le decía: “Bueno, nos vamos
a portar muy bien para que no se enfade, ¿vale?”. Pensaba que, si intentábamos hacer todo bien
antes de que entrara por la puerta, no habría problemas ni se producirían los gritos ni los golpes.
– Autoestima: Desde pequeña, mi padre siempre ha manifestado que las personas eran más
importantes por ser adultas y entre éstas, el hombre siempre tenía más valor por el hecho de serlo.
Los niños y niñas teníamos obligaciones que cumplir, pero ningún derecho. Debíamos obedecer y
punto.
Por mí misma no adquiría ningún valor, me enseñaba que lo que tenía y podía hacer era gracias a él,
porque él me lo enseñaba o me lo permitía. Pero siempre podía haber cosas más importantes.
Cuando íbamos a algún sitio en coche y me mareaba, algo que era frecuente, debía por encima de
todo intentar no manchar el coche si vomitaba. Siempre debía llevar una bolsa de plástico y alguna
toalla por si acaso y estar bien atenta para, si llegaba el momento de tener que utilizarlas, hacerlo
bien. Me reñía de antemano para que no ocurriera y se enfadaba cuando se producía la situación,
pues era culpa mía marearme de esa manera.
PARTE 2.
Hoy publicamos la segunda parte del testimonio de Laura, a la que agradecemos enormemente el
esfuerzo por contar episodios de su vida que son dolorosos. Ella ha querido sistematizar en estos dos
últimos testimonios la repercusión que el maltrato de sus padres ha tenido en distintos aspectos de su
vida como niña y adulta.
En el caso de hoy se centra en el sentimiento de culpa, la hipervigilancia y el aprendizaje de la
mentira y la manipulación, con el relato de una anécdota bastante significativa.
Nosotras queremos añadir también algo que consideramos muy importante: para los niños
maltratados es difícil, con frecuencia imposible, conseguir la reparación, porque crecen y el
maltrato se sigue manteniendo, aunque sea en la distancia y de manera indirecta. Paralelamente, los
padres maltratadores se apoyan en personas cercanas y en el tópico sobre la importancia de la familia
para culpabilizar al miembro que quiere salir del maltrato, que continuamente tendrá que responder a
preguntas del tipo
“¿Por qué eres tan orgullosa?”
“¿No ves que al fin y al cabo son tus padres?”
“¿Es que no te das cuenta de que son mayores?”
“A todo el mundo nos ha pasado algo alguna vez, yo también discutía con mis padres”
La revictimización es permanente, incluso a veces la hacen las mismas personas que en el pasado
sabían que había maltrato y cerraban los ojos para no meterse en problemas.
YO TAMBIÉN FUI MALTRATADA (Laura, 29 años)
“Si no le dejo y aguanto tanto, lo hago por ti”
Esa frase me la ha repetido muchas veces mi madre. No sé si realmente se la creía, pero en sí
escondía el miedo y la incapacidad de dejar a su marido y de esa forma justificarse y excusarse a sí
misma y ante los demás. De lo que no era consciente es de la manera que influye en una hija
escucharla y asimilarla, del sentimiento de culpa que transmite ante la situación que están viviendo…
Mi madre me quería mucho. Recuerdo algunos de nuestros momentos de juego y que podíamos
pasar juntas a solas, era divertido. Había una gran complicidad entre nosotras cuando era niña. Ahora
creo que en parte a la fuerza, por el secreto que guardábamos las dos sobre la situación en casa con
mi padre. Casi era como custodiar un gran tesoro que solo nos debía pertenecer a nosotras.
La verdad es que una de las primeras cosas que creo que me enseñó fue a responsabilizarme junto
a ella, de todas las maneras posibles, del bienestar de mi padre, para evitar que se enfadara.
Ella siempre justificaba sus reacciones violentas con que estuviera enfermo o que habíamos hecho
algo mal, y por tanto, era culpa nuestra que se molestara y se pusiera agresivo.
Además, mi padre lo afirmaba continuamente:
“Es que no puede ser que llegue a casa y no esté hecha la cena aun. ¡En qué os
habréis entretenido!”
“Este juguete ya no debe estar aquí, me molesta”
“Cerrad las puertas, que no puedo escuchar bien la tele con vuestras risas y me estáis
poniendo nervioso”
Todo debía hacerse como quería papá para evitar conflictos. Adelantarse incluso a lo que pensábamos
que él podía querer en algún momento y hacerlo antes de que lo pidiera para contentarle. Era una
sensación de alerta y angustia constante.
Y en toda esta situación mi madre, aunque de manera inconsciente, me sometía por lo tanto a ese
maltrato también. Al que estaba padeciendo ella, al que me sometía mi padre y al suyo propio, sin
quererlo. Porque en todo el proceso de mujer maltratada no estaba capacitada para ser una buena
madre. No bastaba con que cerrara una puerta para que yo no viera cómo su marido la pegaba.
Mi madre me enseñó a crecer con miedo, muchas inseguridades, culpabilidad… a ser cómplice
de sus mentiras, de la manipulación, del silencio y a sentir la responsabilidad de que mi padre
y ella misma fueran felices. Al menos en apariencia o simplemente que sintieran que se lo ponía
más fácil.
En alguna ocasión, siendo ya adolescente, cuando le decía que no podía seguir sufriendo por esa
situación y si no le denunciaba ella, lo haría yo, me dijo: “Ni se te ocurra. Si haces eso, yo diré que
todo lo que dices es mentira”.
Otro día, mi abuela no paraba de decir que me había limpiado la mejilla con la mano después de
darme un beso. Fueron minutos de reproches y regañinas hacía mí. Yo estaba molesta y contestaba
que no era cierto. Al irnos, mi madre estaba tan enfadada que, mientras gritaba que parara ya de
contestar, me dio un fuerte manotazo en la mano y me hizo daño en el meñique. Me puse a llorar del
dolor y la rabia. Bajando por el ascensor se arrepintió y me pidió perdón, se justificaba con que
aquella situación y lo que mi abuela decía la habían puesto nerviosa. Que por favor dejara de llorar
pues volvíamos a casa y mi padre no debía enterarse de lo ocurrido porque probablemente se
enfadaría con las dos.
Al llegar, me metí en mi habitación. Me sentía triste y me seguía doliendo el dedo porque empezaba
a inflamarse. Y así continuó dos o tres días más, apenas podía moverlo, pero mi madre no quiso
llevarme al médico por no dar explicaciones, sobre todo a mi padre. Pero al final, viendo que incluso
con el paso de los días seguía igual, no le quedó más remedio que idear un plan.
Una mañana, habíamos quedado en que pasaría el día con una amiga y su abuelo, mientras mi
madre trabajaba. Aprovechando esa ocasión, me pidió que cuando fuera con ellos a pasear, fingiera
una caída sin que se dieran cuenta y que entonces dijera que me había hecho mucho daño en ese
dedo. Me lo explicó varias veces para confirmar que me quedaba claro. No debía quejarme del dolor
antes de tiempo y en algún momento que estuvieran distraídos debía tirarme al suelo como si hubiera
tropezado, esperar que me vieran e insistir en que me había hecho mucho daño en el dedo.
Todo fue como planeamos, era como actuar en una obra de teatro y creía que lo había hecho bien
aunque me sentía un poco ridícula. Cuando vino mi madre a buscarme le explicamos todo y me llevó
al médico de urgencias. El diagnóstico del doctor fue de una fisura o esguince, pero que no parecía
reciente. El golpe lo había recibido justo en otra lesión anterior, que ya había empezado a curar
“mal” y por eso me dolía tanto. Dijo que ya no había mucha solución, más que esperar con paciencia
a que terminara de hacer su proceso y bajara la inflamación, intentando no moverlo demasiado. Ahí,
acabó la función.
Tendría siete u ocho años. Hoy, veinticuatro años después, sigo recordando aquella anécdota, entre
otras cosas, porque el meñique me quedó ligeramente desviado.
Creo que lo peor es que me obligó a quererlos y respetarlos por encima y a pesar de todo. Con
el tiempo, eso es lo que más me ha reprochado mi madre hasta el día de hoy. Que no haya sido capaz
de querer a mi padre como lo hace ella, el hecho de que no quiera tener relación con él ni esforzarme
lo suficiente para que eso sea posible.
Aunque a veces ha valorado que yo sacara fuerzas para luchar por conseguir ser yo misma, vivir mi
propia vida y ser feliz, al mismo tiempo me lo ha reprochado.
Me juzga y me tacha de no ser buena hija por dejarla sola en aquella casa, por alejarme cada vez
más de toda esa situación y de la vida que ellos han decidido vivir. Incluso me ha culpado de que no
seamos una familia unida. Y el castigo ha sido apoyar aún más a su marido y alejarse de mí. Aún
espera que sea yo la que vuelva pidiendo perdón.
Pero igual que yo he aceptado que ella decida seguir viviendo su vida al lado de su marido y que
siga queriéndole, ella debería entender y aceptar que yo ya no soy como ella y quiero una vida
mejor para mí. No puedo seguir sacrificando mi vida por ella. Aunque tenga que tomar decisiones
que también me duelen.
Porque,
TENGO DERECHO A NO QUERER A MI PADRE, A NO QUERERLOS A LOS DOS, A VIVIR
MI PROPIA VIDA COMO QUIERA, A RECHAZAR EN MI VIDA TODO AQUELLO QUE NO
ME HAGA BIEN. Y SOBRETODO, TENGO DERECHO A SER FELIZ.”

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