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la fuerza de la esperanza.
CEP - 218 - 2000
ISBN: 978-612-4260-53-7
Código de barras: 9786124260537
1a. edición impresa: junio 2000
1a. edición, 1a reimpresión: marzo 2019
1a. edición digital: marzo 2019
Marzo 2019
Índice
I
I. C
1. Una cuestión de conceptos y método
2. El problema del lenguaje
3. El lenguaje del Apocalipsis
4. El trasfondo judío del Apocalipsis de Juan
5. Las coordenadas históricas del Apocalipsis
6. El culto imperial
7. El emperador Domiciano
8. El cristianismo y Roma
9. ¿Por qué se escribió el Apocalipsis?
10. ¿Visiones?
11. ¿Qué tipo de escrito es el Apocalipsis?
12. La composición del Apocalipsis
II. L
III. T
1. Los cánticos, espejo de la teología del Apocalipsis
2. «Hizo de nosotros vencedores»: las bienaventuranzas, síntesis del mensaje del
Apocalipsis
3. La liturgia en el Apocalipsis como liturgia de la historia
4. Los cristianos, reyes y sacerdotes
5. Profeta, testigo y mártir
6. El cordero y el dragón. El Apocalipsis ¿una teología política?
7. ¿Edad de oro de la Pax romana?
8. Desde el reverso de la historia
9. ¿Violencia, venganza, justicia?
10. La utopía de la vida
INTRODUCCIÓN
La palabra griega apocalipsis, con la que Juan abre su obra, significa desvelar,
revelar, poner lo oculto al descubierto. Eso es lo que el Apoc. pretendía ser. Pero, a lo
largo de la historia, y hoy más que nunca, muchos parecen hacer lo contrario con el
Apoc.: ocultar, velar, encubrir su contenido. Lo presentan como una obra enigmática
y misteriosa. Es verdad que la explicación de una tal interpretación se encuentra en
los símbolos e imágenes que caracterizan el lenguaje del Apoc., los cuales, al ser
leídos desde nuestro horizonte cultural, y con nuestros prejuicios (entre otros,
solemos comenzar pensando que el Apoc. debe tratar sobre «cosas terribles y
misteriosas»), les damos un sentido muy diferente, si no contrario, al que tuvieron
originalmente. Si no nos esforzamos por entenderlo en sus propios términos,
entrando en su mundo conceptual y su situación existencial, corremos el riesgo de
entenderlo mal, como de hecho a menudo sucede. Lo que se debe hacer, como con
toda obra literaria, de la antigüedad o de nuestro tiempo (con mayor razón si es de la
antigüedad), es entrar en su mundo, su mentalidad, entender su simbología, su
lenguaje, comprenderla en sus términos y según sus conceptos y categorías. Sólo así
podrermos saber lo que dice y no lo que nosotros creemos que dice.
Pero el texto es también un espejo en el cual se puede ver reflejado (al menos
algo de) el mundo del lector. Por eso nuestra preocupación es igualmente por el
presente. Como el texto nace en un contexto determinado, así también la lectura del
texto se hace también encarnada en el presente del lector. Nuestro comentario quiere
tener necesariamente una dimensión pastoral porque lo leemos como palabra de Dios
hoy. Pretende ser un puente entre la ciencia bíblica y la mayoría de los fieles, para los
cuales el Apocalipsis puede y debe ser una palabra llena de sentido y de esperanza,
aunque para ellos sea tarea imposible o inútil el acceso a la ciencia bíblica
especializada. Queremos sobre todo tener en cuenta la presencia de las sectas en
nuestra realidad, con las que nuestro pueblo tiene que convivir y a las que ofrecemos
una lectura alternativa. Una lectura más científica y fundamentada, preocupada por el
compromiso cristiano en la historia y no una lectura fundamentalista y obsesionada
por el miedo o la angustia ante el fin del mundo.
Dividimos el trabajo en tres partes que pueden leerse por separado. La primera
parte presenta la información necesaria para una mejor ambientacion histórica y
comprensión más fundamentada del Apoc. La segunda hace una lectura continua del
libro señalando los principales bloques o unidades. Esto es especialmente importante
en el caso del Apoc.: la obra se debe tomar como un todo, una unidad, evitando
desmembrarla o atomizarla, picando versículos sueltos. Que esto es así se observa
tanto al inicio comoal final del libro. Empieza indicando que se trata de «la
revelación... la profecía...» en el singular (1,1-3). Concluye con la advertencia de que
no se añada ni se quite absolutamente nada de la obra (22,18s). La tercera parte
presenta temas o enfoques de lectura que vienen a completar la lectura continua de la
obra. Invitamos a nuestros lectores a formar parte de ese grupo de «bienaventurados»
de los que leen y los que escuchan la palabra de esta profecía que alienta la esperanza
y refuerza la fidelidad de los creyentes.
PRIMERA PARTE
Es casi banal mencionar que la idea que se tiene de la naturaleza del Apocalipsis
y, en consecuencia, las interpretaciones de pasajes concretos, varían notablemente,
tanto dentro como fuera del cristianismo. Es muy diferente entre los adventistas, los
testigos de Jehová, los evangélicos y los católicos, por mencionar los más notorios,
además de las múltiples sectas y las corrientes esotéricas. ¿A qué se debe eso?
1. Presupuestos
¿Es posible que una obra sea tantas y tan discrepantes cosas a la vez?
Evidentemente, no. Pero, ¿hay criterios para discernir y llegar a saber qué es
realmente el Apoc. y cómo se lo debe entender? Para responder a esas preguntas hay
que estar conscientes de que nos estamos refiriendo a algo diferente de opiniones
meramente subjetivas del tipo «yo creo», «me parece» o «para mí es...». Nos
situamos en un plano más objetivo, apoyados en información y datos comprobables
desde la obra misma y el mundo en el que vio la luz del día, Asia Menor de fines del
primer siglo d.C., que nos ocuparán en otros capítulos. Aunque sorprenda, debido a
esta manera de enfocar y proceder, tanto católicos como protestantes europeos (y sus
ramas inmediatas, «mainline churches») y ortodoxos, tienen todos la misma manera
básica de entender el Apoc.. En cambio, una de las características que separan,
incluso oponen, a las «sectas» -la mayoría de ellas teniendo al Apoc. como obra
fundamentalasí como a las corrientes esotéricas, es la discrepancia, a menudo
irreconciliable, entre ellas en torno a su apreciación de este «libro». Eso se debe a
que no recurren a otros criterios de juicio que no sean el parecer personal del líder
del grupo, el cual no se sustenta en información extrabíblica y el estudio crítico de la
obra, sino en su opinión o convicción totalmente subjetiva, a menudo barajando
textos bíblicos como si se tratara de un juego de naipes, guiada primordialmente por
la imaginación y las pasiones, en lugar de la razón y la información imparcial1. Para
darle un sello de autoridad incuestionable a esa opinión suya, a menudo se la
presenta como «revelaciones celestiales» tenidas por el líder calificado como
«profeta».
Ahora bien, no existe tal cosa como una interpretación totalmente objetiva.
Siempre entran en juego elementos subjetivos, intereses, enfoques y visiones (de la
vida, religión, política, sociedad), temores y deseos, prejuicios doctrinarios y
dogmáticos.
2. Conceptos
La pregunta por la naturaleza del Apoc. está estrechamente ligada a la idea que se
tenga de la Biblia como tal. Aquel que piensa que Dios es en sentido estricto el autor
del texto bíblico -excepto por el trabajo secretarial humanotendrá una manera de
enfocar e interpretar los textos bíblicos muy diferente de quien la considera como
«palabra de Dios en palabras humanas». En el fondo, está en juego el concepto que
se tiene de «inspiración bíblica» y de la Biblia como «palabra de Dios»3. Si nos
detenemos en este tema, más propio de una introducción general a la Biblia, es
porque muchos de los lectores del Apoc. parten de conceptos equivocados.
La manera como se entienda la Biblia como conjunto, y por tanto cada texto en
particular, depende, entre otros factores, de la receptividad que se extienda a
información tanto interna como externa de la Biblia.
La información interna que hay que tener presente incluye los motivos de su
escritura, la variedad de estilos en la Biblia, la posible relación con otros textos
(intertextualidad), las incongruencias e incoherencias, los errores históricos y
científicos, detalles que permiten reflexionar sobre el origen de los textos (uso de
fuentes, referencias a personas y eventos concretos). También incluye menciones
expresas del destinatario y del propósito de la obra, los géneros literarios en que se
escribieron, etc. Si estos datos son tomados seriamente en cuenta, no se podrá
afirmar alegremente que la Biblia es producto de un «dictado de Dios», en cuyo
proceso los «autores humanos» fueron solamente secretarios.
En otras palabras, para algunas personas, los textos bíblicos están no sólo libres
de «contaminación ambiental» (cultural e histórica), sino que son palabras válidas
para siempre y aplicables en cualquier momento y lugar. Para otras personas, los
textos surgieron de las convergencias de circunstancias pasadas. En términos del
Apocalipsis, eso significa que, mientras para algunos es una obra escrita en un
momento concreto y con un mensaje dirigido a sus lectores inmediatos, para otros se
trata de una obra pensada en nuestro mundo actual, mil novecientos años más tarde,
prueba de lo cual sería el «cumplimiento de las profecías» allí expuestas. Se trata de
armonizar nuestra fe en que ese texto es palabra de Dios hoy para nosotros y, al
mismo tiempo, reconocer que es palabra encarnada en un momento histórico
determinado, en una cultura, en un texto, con los condicionamientos que eso supone.
3. Métodos
Las dos últimas, en particular, encierran cada una parte de la verdad sobre el
Apoc.; ninguna sola cubre la realidad de la naturaleza y del propósito de la obra.
Toca la historia del momento del autor (cf. cap. 2-3, p.ej.), pero también concierne el
compromiso cristiano en ese momento (cf. bienaventuranzas).
Ahora bien, para estudiar el Apoc. hay que proceder como se haría con cualquier
otro texto, especialmente si proviene de la antigüedad y otra cultura. Lo primero que
se debe determinar es su género literario, pues allí está encerrado su propósito. Para
ello se compara con otras obras con las mismas características literarias y temáticas
(en este caso, p. ej. con Daniel y ciertos apócrifos). Esto da una primera
aproximación global a la naturaleza de la obra. La preocupación por el género
literario permite también determinar la procedencia del material usado para la
composición de la obra (p. ej. himnos tomados de la liturgia), y las probables fuentes
de inspiración (en este caso incluyen profetas como Ezequiel, Zacarías y Joel en
particular). Una mirada crítica a la composición literaria permite determinar algo
sobre la redacción: según el estilo, las rupturas, incongruencias, repeticiones, se
sabrá si fue una redacción simple o por etapas y por varias manos (crítica
redaccional).
1 El lector interesado podrá encontrar una discusión más detallada sobre el proceso y
los factores que intervienen en toda interpretación, en E. Arens,¿Conoces la
Biblia?, Lima (CPC) 1995, cap.2, y L. Alonso Schökel, Apuntes de hermenéutica,
Madrid 1994; más profundo es E. Coreth, Cuestiones fundamentales de
hermenéutica, Barcelona 1972.
3 Vea al respecto, E. Arens, La Biblia sin mitos, Lima 1989 (2da. ed.), y la
bibliografía allí dada; idem, ¿Conoces la Biblia?, Lima 1995, cap. I y II.
1. Aproximación al lenguaje
Por otro lado, es un hecho que las personas más sencillas, que muchos califican
de «ingenuas», y las que viven en el campo o en pueblos aislados del mundo
«moderno», son capaces de valorar el lenguaje no-literal, el mundo narrativo e
imaginativo, de símbolos y mitos, en su mayoría tomados de la naturaleza. Igual se
puede decir de los niños, que fácilmente asumen el sentido profundo de personajes
ficticios, inclusive se identifican con ellos. Ahora bien, quien toma conciencia de que
inclusive en este mundo «moderno» nos comunicamos y nos situamos por medio de
una trama de símbolos, metáforas y mitos, estará más abierto a comprender que en la
Biblia también se encuentran un lenguaje y un horizonte conceptual-simbólico
correspondientes.
Aunque no nos demos cuenta, hoy, igual que antaño, usamos y nos rodeamos de
símbolos (luces, emblemas, gestos, banderas, etc.) y también tenemos mitos (sobre
edades de la vida, el machismo, la economía, la sicología freudiana, muchas de las
explicaciones de fenómenos físicos, como el gran agujero negro del universo o el
«big bang»), y con frecuencia recurrimos a metáforas. La literatura y el cine nos
venden mitos y a menudo emplean un lenguaje de analogías -claramente en la
ciencia-ficciónque nos acercan al Apoc. Igualmente libros y películas sobre historia
antigua nos comunican mucho de simbólico, por no mencionar el arte1.
Todos recordamos el juego del niño que cabalga sobre una escoba. Pero el mismo
niño se sorprendería si la escoba que le hace de caballo relinchara un día; eso no
entra dentro de sus expectativas. Pero no importa, porque la fantasía sustituye con
creces lo que falta a la lógica. Todos sabemos lo que es ver una película de dibujos
animados, por ejemplo la película de Walt Disney «Fantasía», en la que el «mensaje»
nos entra por los oídos y por los ojos. Es una verdadera visualización de la música,
una sinfonía de colores y de imágenes. Algo así es el Apoc. Vemos los dibujos con
naturalidad, los aceptamos y los entendemos sin dificultad porque hemos dejado de
lado el prejuicio de la racionalidad lógica. Todos sabemos que las flores no hablan ni
los animales bailan, pero en la película sí lo hacen. ¿Por qué no podría Juan usar ese
tipo de lenguaje para expresar sus sentimientos y así comunicar su mensaje?
2. Realidad y lenguaje
La expresión primera y más obvia del lenguaje es la literal, donde lo que se dice
tiene una correspondencia de uno a uno con la realidad a la que se refiere
directamente, que es el sentido primero que se encuentra en el diccionario. Es el
sentido denotativo unívoco. Presenta y describe el objeto directamente. Cuando digo
casa, manzana, estrella, etc, sabemos de qué se trata. Verde es uno de los colores del
arcoiris, no algo inmaduro; perro es un mamífero de cuatro patas, no un
sinvergüenza. Esto no necesita mayor explicación, pues lo conocemos de sobra; es el
sentido primero e inmediato.
3. El lenguaje no-literal6
Hay varios tipos de lenguaje figurado o, más claramente, hay varias maneras de
expresar algo de un modo no-literal debido a la realidad sobre la cual se quiere
hablar: símbolos, signos, señales, metáforas, alegorías, mitos7. Veámoslos
detenidamente, empezando por el más amplio, el símbolo.
Desde el punto de vista del simbolizante, los símbolos pueden ser naturales o
convencionales. Son naturales aquéllos de la misma naturaleza, p. ej. toro, que
connota fuerza bruta, empuje; negro, que connota muerte, lugubrez, todo lo contrario
de vida, luz. Símbolos convencionales son aquellos establecidos por los hombres de
una determinada cultura, por tanto comprensibles en esa cultura: para nosotros
amarillo simboliza cobardía y blanco pureza, hablamos de «ponerse colorado»,
«estar verde». En el Apoc. los colores y los números son de este orden (se
encuentran también en otros libros bíblicos: son de ese mundo cultural).
Para comprender una metáfora se debe conocer un mínimo de los elementos que
se asocian. En la expresión «David es un león», debo conocer quién era David y qué
es un león. El primer elemento apunta a una realidad histórica, y mediante la relación
con el león algo de David se quiere destacar. Si sé que David fue un hombre fuerte y
majestuoso, y sé que el león tiene esos rasgos también, he comprendido la metáfora,
que se basa en una analogía, pues se trata de su semejanza: la fuerza. Lo que se
quiere decir con esa metáfora es que David es «como» un león en cuanto a la fuerza.
«León» actúa como símbolo (de fuerza). El objeto es hablar de David. Se recurre a la
metáfora porque permite comprender en pocas palabras todo aquello que evoca al
adjudicarle a David los rasgos del león. Por eso, excepto en obras imaginarias, las
metáforas se refieren a realidades de nuestro mundo, cuyo significado se destaca
precisamente mediante el símbolo usado para formar la metáfora. Lo mismo sucede
cuando a Jesucristo se le representa en el Apoc. como cordero degollado; se refiere al
cordero pascual relacionado a la liberación de la esclavitud de Egipto, por tanto
evoca liberación (cf. 5,9; 15,3); al decir que es cordero «degollado», añade la idea de
muerte violenta, ejecución -recordemos que Juan Bautista presentó a Jesús con la
metáfora «el cordero de Dios (que quita el pecado del mundo)».
Símbolos y metáforas siempre apuntan a otra cosa; no están por sí y para sí. No
son simplemente señales: la señal apunta a una cosa (como las señales de tránsito).
Símbolos y metáforas, en cambio, son evocativos, evocan diferentes posibles
sentidos; no son unívocos sino polisémicos. Es el caso de los colores, p. ej. negro
evoca oscuridad, muerte, pesimismo, noche, etc. Por eso, no debe pensarse que se
pueden interpretar exclusivamente por medio de simples equivalencias, como si
fueran unívocos.
Mientras que el símbolo es sincrónico, en el mito hay una distancia entre el que
lo narra y aquello a lo que remite, generalmente un indeterminado distante pasado.
Pero, partiendo de la realidad que experimenta y conoce el hombre, busca darle una
explicación a su origen (Génesis) o su destino (Apoc.). Por eso, no hay causas
impersonales, sino que siempre se debe a alguien, particularmente alguna divinidad -
la creación se debe a Dios; el caos se debe a Satanás y las persecuciones a «la
bestia». Esa explicación propuesta es fruto de una intuición o de una creencia, no de
una demostración científica. El mito no corresponde a la mentalidad lógica, sino más
bien a la poética, por eso no siempre es coherente con lo que conocemos hoy de
nuestro mundo o por medio de la argumentación.
Es así que podemos entender que el Apoc. incluya aspectos míticos (provenientes
de mitos), y a su vez constituya en sí mismo un grandioso mito liberador12. De ese
modo sustenta el autor su objetivo de generar esperanza y de ofrecer una visión de un
mundo alternativo al que conoce el autor y en el cual espera y quiere que esperen.
Sin embargo, su centro no es un mito sino la resurrección de Jesucristo, eje de la
historia, principio de la nueva era, del eón final. Por eso no se habla en el Apoc. de
una segunda venida de Cristo (parusía), pero sí de una venida de Dios, y es que para
Juan (ya en el evangelio) Cristo está en la historia. Por ser una proyección hacia el
futuro más que ser una explicación del pasado, el Apoc. es más correctamente una
grandiosa utopía.
1 «El nombre de la rosa», de Umberto Eco, por ejemplo, no es una crónica del
pasado ni un despliegue de erudición por parte del autor, sino una interpretación
simbólica con narraciones del pasado. El mundo de la fantasía y del simbolismo
nos envuelve y lo vivimos con naturalidad.
2 No faltó quien pensó que el Apoc. fue originalmente escrito en hebreo y luego
traducido al griego (R.B. Scott, The original language of the Apocalypse, Toronto
1928). Sobre su particular griego, vea esp. G. Mussies, The Morphology of Koine
Greek as Used in the Apocalypse of St. John, Leiden 1971; y S. Thompson, The
Apocalypse and Semitic Syntax, Cambridge 1985.
4 Quizás los hebreos creyeron que Dios «hizo al hombre de la tierra» y lo moldeó,
pero esa creencia, que es precientífica, si bien originalmente fue literal para ellos,
no lo es para nosotros. Por eso decimos que nosotros debemos entenderlo en
sentido no-literal (y corresponde a los «errores» en la Biblia, mejor, a la
ignorancia del hombre primitivo) y que el lenguaje, a pesar de las ideas del autor,
es de hecho no-literal.
5 Vea especialmente G.B. Caird, The Language and Imagery of the Bible, Londres
1980; K. Kertelge (ed.), Metaphorik und Mythos im Neuen Testament, Friburgo-
Viena 1990, esp. cap. VII y VIII. Además, el Diccionario de imágenes y símbolos
de la Biblia, por M. Lurker, Córdoba 1994, con amplia bibliografía.
Por otra parte, ya sabemos que el lenguaje literal no es el único que el ser
humano tiene. Más bien predomina en todos nosotros el lenguaje connotativo, es
decir el lenguaje por el cual se designan cosas materiales y reales pero detrás de las
cuales se esconde otro mundo (la mayoría de las veces, subjetivo) al que nos
referimos con nuestro lenguaje. Un ejemplo de lo que venimos diciendo sobre el uso
no literal del lenguaje lo tenemos en las expresiones idiomáticas o de doble sentido.
Por eso podemos decir de alguien que se salvó «por un pelo», «no tiene un pelo de
tonto» y por eso no le podemos «tomar el pelo» o que «no tiene pelos en la lengua».
Pelo y lengua son cosas concretas y reales pero a las que no me estoy refiriendo
cuando uso esas expresiones. En la misma línea va el «hacerse un nudo en la
garganta», «poner las cartas sobre la mesa», «levantarse con el pie izquierdo», estar
«con la mosca tras la oreja» o «se le pasea el alma». No tiene ningún sentido en esos
casos hablar de lenguaje literal aunque se nombren cosas muy reales. Igual pasa con
el Apoc. y el mismo autor nos orienta frecuentemente en esta dirección, como
veremos.
1,20: «las siete estrellas son los ángeles de las siete iglesias, y los siete
candelabros son las siete iglesias», de 1,12.16;
7,13s: aquellos vestidos de blanco «son los que vienen de la gran tribulación...»;
Además del ángel intérprete, tenemos explicaciones hechas por Juan mismo, por
ejemplo en
4,5: «siete antorchas ardiendo... que son los siete espíritus de Dios»;
5,6: «siete cuernos y siete ojos que son los siete espíritus de Dios»; (véase también
5,8; 12,9; 19,8; 20,2).
A esto habría que añadir ciertas escenas, como las del cap. 12, que retan toda
imaginación: brincan en el tiempo (del presente al pasado y viceversa) y en el
espacio (entre el cielo y la tierra).
c) En caso de tratarse de lenguaje literal hay que explicar el frecuente uso del
comparativo «como», «semejante a», que claramente da a entender que se trata de
lenguaje figurado, por ejemplo,
- «cabellos blancos como blanca lana, como nieve; y sus ojos como llama de
fuego... y su voz como estruendo de muchas aguas» (1,14s).2
d) También habría que explicar los términos y expresiones usados que, sin
ninguna duda, no se refieren a realidades de nuestro mundo, y no pueden entenderse
en un sentido literal, por ejemplo
- «lavaron sus vestidos y los blanquearon en la sangre del cordero» (¡con sangre
no se blanquean vestidos! 7,14);
- el vino del furor y la copa de la ira de Dios (14,10; 15,7; 16,2.19; 19,15);
Con todo lo dicho hay que hacer una seria advertencia: no debemos asumir
gratuitamente que unas veces el lenguaje es literal y otras veces es figurado dentro
de una misma escena, a menos que sea absolutamente evidente o el autor
proporcione algún criterio para poder distinguirlos. Es lo que sucede, por ejemplo
cuando se trata de los 144,000 salvados en Apoc. 7,4ss: ¿es cifra figurada, como la
entiende la mayoría, o es literal como la entienden los Testigos de Jehová y sus
afines? Pero los 144,000 mencionados son «de las tribus de Israel». ¿Es esta
clasificación literal o figurada? Si es literal, entonces todos los cristianos, al igual
que los Testigos de Jehová, que no pertenezcan a una de las doce tribus mencionadas
quedan excluidos. ¿Por qué los 144,000 lo serían literalmente y la aclaración de que
son «de las tribus de Israel» lo sería figuradamente? ¿por qué no pensar que ambos
son figurados?, o finalmente, ¿por qué no se refieren ambos a realidades unívocas,
literales? Para determinar en qué sentido se debe entender, hay que tener criterios,
como los que estamos discutiendo. No es serio ni responsable jugar
caprichosamente con dos barajas, una literal y otra figurada, según conveniencia o
prejuicios gratuitos.
Por cierto, hay algunas partes en el Apoc., aunque son pocas, donde es evidente
que el lenguaje es literal. Se trata de las escasas partes biográficas acerca de Juan
(1,3.9), aunque allí las encontramos también entremezcladas con imágenes. También
es literal la existencia de las siete comunidades de Asia Menor nombradas en los cap.
2 y 3, y probablemente los defectos y virtudes por los que son juzgadas, incluidos
detalles como la ejecución de Antipas (2,13) y la presencia de nicolaitas (2,6.15).
a) Símbolos numéricos
Nosotros utilizamos expresiones como «mil gracias» o «se publicó a los cuatro
vientos», para no hablar de «las botas de las siete leguas», «blancanieves y los siete
enanitos» o la mala suerte asociada al número trece. En otras palabras, el simbolismo
numérico es universal, y era ya frecuente en la antigüedad en la que se sitúa el Apoc..
El número siete se lleva la palma, con 54 veces, hasta el punto que Juan parece
estructurar su obra en torno a este número: siete cartas, siete sellos, siete trompetas....
Significa plenitud, totalidad, perfección. En la misma dirección apuntan el cuatro, la
totalidad de la extensión de la tierra, los cuatro puntos cardinales, o el número tres,
tres veces santo. El número doce también es importante en el Apoc.; simboliza
perfección, pero también representa a Israel, el pueblo de las doce tribus, o a la
Iglesia, en los doce apóstoles (nueva Israel). Entre otros cabe destacar también la
cifra tres y medio (días o años: 11,9.11; 12,14). En todos estos casos el sentido
trasciende siempre el nivel matemático. Es decir, se da un paso de la cantidad a la
calidad.
b) Símbolos cromáticos
Una persona puede ver las cosas «color de rosa» o lo puede ver «todo negro»;
otra puede estar esperando a su «príncipe azul» para casarse «de blanco». Ser «rojo»
o «ponerse morado» son también expresiones frecuentes. Para el fin de año la
propaganda nos convence de la buena suerte asociada al uso de una prenda íntima de
un cierto color que se debe usar en la noche vieja. En todas estas expresiones el color
no es cuestión de gusto o de estética sino de sentido. Los colores expresan
comportamientos o actitudes humanas, y nuestro hablar diario o la poesía dan buen
uso a los colores para expresar algo más que una sensación visual. Un buen ejemplo,
tomado de la literatura española, nos lo ofrece el soneto anónimo del siglo XVII en
el que en los once primeros versos aparecen diecisiete colores diferentes.5
En el Apoc. el color blanco del caballo (19,11), o del vestido (6,11; 7,13), o del
trono (20,11), está asociado con la trascendencia y la victoria. Es el color de los
vencedores (3,5). Asociado al blanco se encuentra también todo un mundo de luz y
de luminosidad; es el mundo de la vida. El negro, por el contrario, se asocia con la
muerte (6,5.12). El color del segundo caballo y del dragón es rojo (6,4; 12,3),
asociado a la crueldad sanguinaria y la violencia sangrienta. El color púrpura o
escarlata (17,3) denota lujo y ostentación. En todos los casos nos movemos más allá
de la pura sensación visual y entramos en el mundo de la afectividad y de la
emoción.
d) Símbolos cósmicos
e) Símbolos cultuales
El autor del Apoc. presenta escenas litúrgicas en los cielos, todas las cuales
tienen relación directa con la tierra, siendo las más explícitas las del ángel que lanza
el incensario sobre la tierra (8,5), y la de los ángeles que salen del templo con las
copas de la ira de Dios para derramarlas sobre la tierra (15,5s). En 14,1 presenta una
liturgia que se ha desplazado del cielo a la tierra, pero no entra en el templo. La
liturgia del Apoc. «es una liturgia de la historia».6 Juan no es un apasionado por un
rito litúrgico preciso, sino un hombre preocupado por la salvación de los hombres
que participan ya de la novedad escatológica de Cristo resucitado. El compromiso
cristiano por hacer efectiva en la historia la salvación de Dios es visto en clave
litúrgica como indicándonos que es la mejor manera de darle culto.
f) Símbolos antropológicos
Son los símbolos mas frecuentes, aunque tal vez los más diluidos. Abarcan todo
lo que se refiere al hombre y sus relaciones. Por ejemplo, la relación esposo-esposa y
lo que implica de amor, de bodas, de parto, de vida, tan central en los capítulos
finales del Apoc.. Están también los trabajos del hombre, la cosecha, vendimia,
pastoreo, compra y venta, la guerra y la victoria, el reinado. Tiene una sensibilidad al
grito de las víctimas (6,10), hacia los asesinados (18,24), es decir, a la sangra
derramada.
Juega un papel importante el cuerpo humano, la cabeza, la frente, las manos, los
pies, el pecho, los cabellos o la voz, la misma postura de estar de pie o sentado. La
forma de vestir, el cinturón dorado, la túnica blanca o la corona, el vestido blanco
blanqueado en sangre, o el vestido de la novia, son todos detalles importantes que
pueden estar cargados de sentido en la vida humana.
Por medio de esta amplia gama de símbolos en el Apoc., que va de los números a
los colores, pasando por los animales y los hombres, Juan está ofreciendo una
particular forma de mirar la realidad. Los símbolos son lenguaje que habla de una
«realidad real» que Juan conocía y quería desvelar, pues es una realidad de sentido
profundo, que sólo mediante símbolos se puede dar a conocer. Todos los símbolos
usados, unidos de manera que con ellos se constituye una grandiosa narración
dramática, refieren a la historia de los hombres en la que se realiza el proyecto de
Dios, y en la que se viven tiempos difíciles a los que hay que resistir con fidelidad
hasta el final.
Por lo expuesto hasta aquí, debe quedar claro que el lenguaje predominante, y
característico del Apoc., que comparte con otras obras del mismo género literario, es
el no literal o figurado. No hay libro del NT que contenga tantas imágenes, símbolos
y metáforas juntas como el Apoc.. Algunas de las visiones simplemente son
imposibles de imaginar coherentemente. Por ejemplo, trate el lector de dibujar la
visión en 1,13-16 o la de 4,3 que describe a Dios, o la del ángel en 10,1ss. Y es que,
una cosa es la que el texto dice (literalmente) y otra la que quiere decir (sentido).
Algo más: los símbolos usados en el lenguaje figurado vienen del mundo del
autor y su auditorio, su cultura y momento histórico, como bien sabemos que sucede
también hoy -piense en el léxico en política o el argot de los jóvenes. Los cuentos
pintan a los personajes según el mundo del cuentista, así los viste y hace hablar.
Diferentes son los de los hermanos Grimm de los de Hans Christian Andersen, de los
de Walt Disney y de los relatos de mitología andina.
El título del poema, «España, aparta de mí este cáliz», es una frase de resonancia
bíblica, no una cita literal, que recuerda las palabras de Cristo en su agonía en el
huerto de los Olivos cuando pide: «Padre, aparta de mí este cáliz» (Mc 14,36). Pero
Vallejo no está hablando de la agonía de Cristo, ni tan sólo de la guerra de España,
sino de su solidaridad con la agonía que vive el pueblo español en la guerra civil. La
frase de Cristo asumida por nuestro poeta invita a distinguir en esta agonía planos
que se superponen: la agonía de España, la del mundo (del voluntario Pedro Rojas
dirá que «muere de universo» y que tiene «un cuerpo para el alma del mundo»), la
del poeta y, podríamos añadir, la de Cristo. Esto no lo dice explícitamente Vallejo,
pero lo puede intuir el cristiano que lee esta frase y que encuentra en su fe
fundamento para pensarlo así. Al final, la solidaridad de Vallejo es solidaridad con
todas las víctimas de todas las guerras del mundo. Algo parecido hará Juan cuando
en 18,24 presente a Dios pidiendo cuantas por «todos los asesinados de la tierra».7
Notemos el fuerte parecido con el lenguaje del Apocalipsis. No sólo por el uso
del número siete (siete bandejas) o la alusión al oro, como Juan al describir la nueva
Jerusalén (cf. 21,18), sino al decir algo totalmente ilógico como lo es que «el oro
mismo será entonces de oro». Es una bella manera de decir que «no todo lo que brilla
es oro» y por eso no podemos fiarnos unos de otros. En el mundo futuro las cosas
serán lo que son, el oro será oro, y los hombres podrán fiarse unos de otros. La
tajante declaración «sólo la muerte morirá» nos recuerda el triunfo definitivo de la
vida de Apoc. 20,13s y 21,4. Ambos autores tienen en común el lenguaje simbólico y
la contraposición de imágenes para expresar un mensaje lleno de emoción, de pasión
y de esperanza, como cuando Juan habla del Cordero-león (5,5s), del muerto que
vive (1,18), o de los que blanquean sus vestidos en sangre (7,14). Vallejo, como
Juan, es maestro en el arte de romper la lógica y contraponer símbolos. Por eso
nuestro poeta puede hablar del hombre capaz de «amar a traición a su enemigo», del
«liberador ceñido de grilletes», de la «víctima en columna de vencedores» y de la
«pompa laureada de finísimos andrajos». Y no pensemos en visiones objetivas o
intentemos identificar cada símbolo, metáfora o expresión con un significado exacto,
porque lo empobrecemos o lo matamos.
Haciéndose eco del mundo futuro de armonía y de paz soñado por el profeta
Isaías (cap. 11: el lobo y el cordero), el poeta nos dice en dicho poema que «la
hormiga traerá pedacitos de pan al elefante encadenado a su brutal delicadeza». La
hormiga y el elefante, un animal grande y otro insignificante que puede ser aplastado
en cualquier momento, estarán unidos en armonía por un pedazo de pan compartido.
Es que ese pedazo de pan, nos dice Vallejo en otro lugar, se hace en «el horno del
corazón».8 Bella expresión de la convivencia y de la paz entre los hombres, muy
semejante a la que Juan presenta en el Apoc. (3,20).
En síntesis, el símbolo y la poesía son la mejor manera de hablar de los sentidos
profundos de la realidad, de reconstruir el mundo de los sueños y anhelos, de
comunicar las vivencias, temores y esperanzas. Y de todo esto tenemos en el Apoc..
El lenguaje del Apoc. es ante todo lenguaje de la imagen, del símbolo y, por tanto, no
se le puede pedir la lógica de la racionalidad con ideas claras y distintas. Es la lógica
de la imagen que revela aspectos particulares de la verdad. Tomar el lenguaje poético
imaginativo como descriptivo de realidades es cometer un grave error porque es
lenguaje dirigido a la emoción y a la imaginación, no al entendimiento para describir
realistamente auténticas visiones o acontecimientos. Sólo si tomamos este lenguaje
por su capacidad evocativa estaremos capacitados para entender los símbolos y las
imágenes que presenta, vale decir, su mensaje.9 Hay que tener alma de poeta para
entrar en este libro. Es esta una perspectiva importante para su comprensión.
En cuanto obra literaria, si queremos sintonizar con la intención del autor del
Apoc., debemos leerla e interpretarla orientados por los principios de la retórica.
Esto significa que debemos preguntarnos por la relación del autor con su auditorio y
la manera en que ha utilizado el lenguaje para obtener el efecto deseado.
Si así fue escrito el Apoc., así debe leerse. Contrario a la tendencia más común,
no se debe leer con una clave de equivalencias en la mano (si bien, conocerlas es
indudablemente una gran ayuda), sino dejar que las imágenes, símbolos y metáforas
evoquen y conmuevan, pues no se trata de conceptos sino de vivencias y
compromisos; el Apoc. no es una obra intelectual sino emocional.
En síntesis, como decía Alonso Schökel, «hay que leer con fantasía lo que ha
sido escrito con fantasía», como lo son muchas figuras del Apoc..12
Colores:
Números:
Otros:
5 El soneto dice así: «en lo blanco castísima pureza;/ amores significa lo morado;/
crueza o sujeción es lo encarnado;/ negro oscuro es dolor, claro tristeza./
Naranjado se entiende que es firmeza,/ rojo claro es vergüenza, y colorado/
alegría; y si oscuro es lo leonado,/ congoja; claro es señoril alteza./ Es lo pardo
trabajo; azul es celo;/ turquesa es soberbia, y lo amarillo/ es desesperación; verde,
esperanza./ Y desta suerte, aquel que niega el cielo/ licencia en su dolor para
decirlo/ lo muestra si habla por semejanza». El dato se lo debo a mi amigo
Marcelo Blázquez, capellán de cárceles en el estado de Nueva York, quien debió
escribir un ensayo sobre «The symbolism of colors» debido a la prohibición
oficial de ciertos colores en las cárceles. El color puede tener connotaciones
ideológicas.
10 Cf. especialmente A. Yarbro Collins, Crisis and Catharsis, Filadelfia 1984, cap.5,
y M. Díaz Mateos, «La fuerza de la Palabra», en Páginas 145, junio 1997, Lima,
CEP, pp. 59-70.
12 Apuntes, 81.
4
Apocalipsis de Juan
La apocalíptica es, pues, un tipo o género de literatura propio del mundo judío.
Sus raíces más profundas se encuentran en los libros de los profetas, más
concretamente en los textos que ofrecían respuestas a la dolorosa y desconcertante
experiencia de la invasión babilónica del reino de Judá a fines del siglo VII a.C.
Dicha invasión desemboca en la destrucción de sus ciudades, de Jerusalén y del
templo, y en la deportación de una gran parte de su población, con lo que quedaron
derruidos los pilares de su identidad nacional fundada en su relación especial con su
Dios. Todo sugería que Dios los había abandonado.
A partir de esa crisis se plantearon inquisitivamente preguntas mil y se ofrecieron
otras tantas respuestas. Las que se centraban en el destino de Israel y su futuro
formularon esperanzas y expectativas que se irían reforzando con el tiempo. Tales
convicciones las expresaron en lenguaje poético, que eventualmente caracterizará a
la apocalíptica2. Se trata básicamente de la manifestación de la soberanía de Dios
sobre la tierra, acompañada de fenómenos cósmicos, y de su juicio y castigo de las
naciones impías, y la instauración de una tierra nueva para sus fieles. Ese género
literario, aún incipiente en ese tiempo, fue tomando forma propia, hasta madurar en
lo que conocemos como apocalíptica propiamente dicha. Por esto es importante
detenerse para considerar esa matriz, que también lo es del apocalipsis escrito por
Juan, a saber, la literatura judía que incluye el AT y los apócrifos judíos3.
1. La Biblia judía
Cualquier persona que esté familiarizada con el AT, particularmente con los
profetas, sentirá un fuerte sabor semítico4 al leer el Apoc. y se topará con una gran
cantidad de frases e imágenes tomadas del AT. Eso se debe al hecho de que más de la
mitad de los versículos del Apoc. (404) contienen una alusión a algún pasaje del
AT5. No hay escrito del NT que tenga tantas alusiones, ecos, frases e imágenes
tomadas del AT como el Apoc. Algunos estudiosos han pensado inclusive que era
una obra judía inspirada en el AT, que luego fue adoptada y adaptada en el
cristianismo6. Ese hecho sugiere, al menos, que el autor estuvo profundamente
familiarizado con el AT e inclusive con otros escritos judíos, pues hay claras
alusiones a «apócrifos judíos»7.
Contadas veces empleó Juan en el Apoc. textos o frases extensas del AT; lo que
encontramos es un cúmulo de frases cortas. Pero, al encerrarlas en un nuevo
contexto, las hizo suyas. Con mayor frecuencia echó mano de reminiscencias y
alusiones, particularmente de imágenes que se encuentran en el AT. Lo que Juan
realmente hizo fue usar el lenguaje del AT (lo cual le da un sabor bíblico)
combinándolo con libertad, de manera que producía una nueva imagen. Por ejemplo,
para componer 1,12-16 tomó elementos de Ex 25, Zac 4, Dan 7 y Dan l0. La bestia
en l3,2 está esbozada con rasgos tomados de las cuatro bestias de Dan 7. La imagen
de los dos testigos en Apoc. 11 está inspirada en Zac 4, combinado con imágenes
tradicionales de Moisés y Elías, para desembocar en una identificación con Jesús
(11,8).
Los libros del AT de los que más frecuentemente se ha alimentado Juan para la
composición del Apoc. fueron Éxodo, Salmos, Isaías, Ezequiel y Daniel9. También
se inspiró en otros apocalipsis ya existentes, inclusive en mitología griega y oriental,
como veremos, además de usar conceptos y expresiones cristianos. No hay que
olvidar que el Apoc. fue escrito en un mundo helenístico y para cristianos viviendo
en ese mundo, en Asia Menor. Veamos todo esto con mayor detenimiento, pues es
importante para comprender y apreciar el Apoc.
Apoc. 1,7 AT
Vean que viene con las nubes Dan 7,13: ...en las nubes del
cielo venía...
Y lo verán todos, incluso Zac 12,10b: En cuanto a aquel
a los que lo traspasaron quien traspasaron,
Y por él se lamentarán harán lamentación por él...
Zac 12,12: Y se lamentará el país
todas las tribus de la tierra. cada familia aparte...
Conclusión
Todo esto significa que Juan utilizó el AT para su redacción del Apoc., es decir,
utilizó material que le precedía y sirvió para su propia obra. Por lo tanto, las
descripciones, imágenes, símbolos y metáforas provenientes del AT no deben
entenderse como reportajes de visiones, sino como elementos de composiciones
literarias. Son los colores con los cuales ha pintado sus cuadros apocalípticos.
De todo lo dicho anteriormente se deduce que Juan era buen conocedor del AT e
hizo buen uso de él. Pero su trabajo no se redujo a un simple copiar sin orden y sin
sentido. Su obra es una obra pensada y original que consiste en hacer una lectura
cristiana de los textos del AT. Por eso el centro de su obra no está en el AT sino en la
figura de Cristo y en su misterio pascual, en el que toda la Escritura tiene su
cumplimiento.
2. Los apócrifos
Además de inspirarse y apoyarse en escritos del AT, Juan también tuvo presentes
otros escritos que ahora son parte de los llamados apócrifos, desconocidos para la
mayoría, pero no por eso menos importantes para nosotros por cuanto, como
representantes de la corriente apocalíptica, nos ayudan a situar y comprender mejor
la obra de Juan. Entre éstos conocemos el 1er. y 2do. libros de Henoc, 2do. libro de
Esdras, 2do. libro de Baruc, los apocalipsis de Sofonías, de Abraham, de Moisés y de
Elías, la asunción de Moisés, además de otros que contienen extensas secciones
apocalípticas, entre las que destacan los Testamentos de los Doce Patriarcas y de Job,
el libro de Jubileos, y los Oráculos Sibilinos, por mencionar solamente aquellos
cercanos al tiempo de Juan.
Uno de los apócrifos más populares fue 1 Henoc, que es una colección de
apocalipsis, que datan entre el siglo II a.C. y I d.C.
Veamos algunos pasajes que nos recuerdan el vocabulario y los temas del
Apocalipsis12.
1 Hen 9,4: Los ángeles exclaman: «Tú eres Señor de señores, Dios de dioses,
Rey de reyes.» El mismo título, si bien en orden inverso, se encuentra en Apoc.
17,14 y 19,16.
1 Hen 22,5: «Y vi los espíritus de los hijos de los hombres que habían muerto,
cuyas voces llegaban hasta el cielo quejándose...»
47,2: Llegará el día en que «unirán sus voces los santos que moran en lo alto de
los cielos y ... bendecirán el nombre del Señor de los espíritus por la sangre de los
justos que fue derramada... para que se les haga justicia y no haya de ser eterna su
impaciencia».
Son dos textos notoriamente semejantes a Apoc. 6,9s: «las almas de los
degollados por causa de la palabra... clamaron con gran voz diciendo: «¿Hasta
cuándo, oh Señor, santo y veraz, estarás sin juzgar y sin vengar nuestra sangre de los
que moran sobre la tierra?»
Otros textos que se pueden consultar y comparar son: 1 Hen 14,18-23 es una
descripción del trono de Dios que, en ciertos rasgos, se asemeja a descripciones que
leemos en Apoc. 1 y 4; 1 Hen 22,9-11 nos recuerda los juicios y destinos en Apoc.
20 con sus enigmáticas menciones de la primera resurrección y la segunda muerte. 1
Hen 63,2-4 es un cántico que nos recuerda particularmente Apoc. 15,3s. Los
elementos que se alaban y los calificativos mencionados (señor de reyes, de gloria,
de sabiduría, poderoso, glorioso, justo) los encontramos todos en diversos himnos en
el Apoc.
Tenemos que destacar también que la idea de un «día del Señor» en que se
llevaría a cabo el juicio divino, marcado por la destrucción, era tradicional en el
profetismo y se encuentra también en la apocalíptica. Isa 13 menciona ese día del
Señor en relación con Babilonia. Sin embargo, mientras que para los profetas sería
un día de juicio para Israel, para los apocaliptistas sería de carácter cósmico y
universal.
Eso no significa que la razón de ser del Apoc. fue la de constituir una obra
literaria para el deleite artístico de sus lectores. Como veremos en otro apartado, lo
cierto es que respondía a una coyuntura sentida como hostil al cristianismo, y la
finalidad de Juan al escribir esta obra era animar a los cristianos a permanecer fieles
a su fe a pesar de las adversidades incluida la muerte.
3. Paralelismos cristianos
17,1ss 21,9s
Y vino uno de los siete ángeles Y vino uno de los siete ángeles
que tenían las siete copas, que tenían las siete copas...
y habló conmigo diciendo: y habló conmigo diciendo:
Ven, te mostraré el juicio Ven, te mostraré
contra la gran prostituta, a la desposada,
la que está sentada... la esposa del cordero.
Y me llevó en espíritu Y me llevó en espíritu
a un lugar desértico. a un monte grande...
La mujer es «Babilonia la La esposa es «Jerusalén
grande, la madre de... que bajaba
de la tierra». (v.5) del cielo de parte de Dios». (v.2)
- Lo mismo se puede decir del encuentro con el ángel en 19,9-10, que está
descrito prácticamente con las mismas palabras que en 22,6.8-9. A estos habría que
añadir el hecho de que tenemos tres series de calamidades: la de los sellos (c.6), la de
las siete trompetas (c.8 y 9), y nuevamente una serie de siete copas de la ira (c. 16),
que demuestran que el Apoc. es una composición literaria poética, fruto de la
imaginación y de la fe del autor, y no un reportaje de algo visto realmente por él.
4. La mitología
La imagen de la mujer que está por dar a luz a un niño se halla fresca aún en
Qumrán, en 1QH 3,7-13, aludiendo a Isa 7,14. Recordemos que Juan hace remontar
el antagonismo mujer-dragón a Gén 3,15, donde además se le dice a la mujer que
dará a luz con dolores de parto. Su representación en Apoc. 12,1 con astros
celestiales puede ser natural para un ser «divino», pero en ese tiempo también era
conocido el mito de Artemisa, la gran diosa en Éfeso, cuyos símbolos eran las
estrellas y la media luna. Igualmente, la popular diosa Isis era aclamada como «sol
femenino», «señora de las estrellas/del sol». En Cyme (Asia Menor) se ha
encontrado una representación de Isis con el sol, la luna y las estrellas. En el cap. 12
Juan podría estar contraponiendo el símbolo de la mujer parodiando el culto de esas
divinidades.
Las guerras de los dioses y las persecuciones por parte del jefe de los demonios
corresponden a los múltiples mitos de duelos entre dioses, siendo el derrotado
ejecutado o en su defecto expulsado de los predios del dios vencedor. A menudo,
como consecuencia de su derrota, el vencido se desquita con los habitantes de la
tierra. Es el caso del combate entre Marduk y Tiamat, entre Baal y Mot, de Zeus
contra los Titanes, particularmente Tifón, y de Apolo contra Pitón.
«Uno de los coros de los arcángeles se desvió junto con la división que estaba
bajo su autoridad. Concibió la descabellada idea de poner su trono encima de las
nubes que están sobre la tierra y que sería igual a mí en poder. Y yo lo arrojé de las
alturas junto con sus ángeles» (29,4s; cf. Lc 10,18).
Como trasfondo, nos encontramos con una visión parecida en Isa 14, referida al
rey de Babilonia:
«¡Cómo has caído de los cielos, Lucero, hijo de la Aurora (= Lucifer)! ¡Has sido
abatido a tierra, dominador de naciones!... Tú que habías dicho en tu corazón: «Al
cielo voy a subir, por encima de las estrellas de Dios alzaré mi trono...» ¡Ya! Al sheol
has sido precipitado, a lo más hondo del pozo» (v.12-15).
La confrontación de Miguel con el dragón, cada uno con su ejército (Apoc. 12,7),
hace eco a Dan 10,13-21, donde Gabriel, ayudado por Miguel («de los primeros
príncipes»), es confrontado por los ángeles guardianes («príncipes») de Persia (cf.
Judas 1,9). Es notorio que Miguel es mencionado frecuentemente en los apócrifos
como el ángel protector de Israel (cf. Dan 12,1).
«En ese día (primigenio) fueron asignados (lit. separados uno de otro) los dos
monstruos, el femenino llamado Leviatán, para morar en el abismo del mar sobre
las fuentes de las aguas, y el masculino denominado Behemot, que ocupará con su
pecho el desierto inmenso...» (1 Henoc 60,7s).
En 2 Esdras leemos:
«Asignaste a Behemot como su territorio una parte de la tierra que fue secada el
tercer día (de la creación), un país de mil montes. A Leviatán le diste la séptima
parte, las aguas» (6,49; cf. también 2 Baruc 29,4).
Estos pasajes, contemporáneos del Apoc., nos recuerdan a Apoc. 13: «Vi salir del
mar una bestia... Vi subir de la tierra otra bestia...».
A pesar de las semejanzas del lenguaje y de los símbolos, debemos tener presente
que el recurso a la Biblia judía, a «apócrifos», y a mitos, por parte de Juan, era con
fines comunicativos: mediante las imágenes, cuadros y símbolos tomados de allí
expresaba su mensaje. Eran ni más ni menos que los colores con los que pintó sus
cuadros; los colores provienen del AT y otras fuentes, pero los cuadros han sido
pintados por Juan, y el mensaje es el que Juan, inspirado por Dios, quiso comunicar a
los cristianos en su mundo. Podríamos decir que los colores, las imágenes y los
símbolos han sido «bautizados» o cristianizados. Todos ellos sirven ahora para
proclamar que Cristo es Rey de reyes y Señor de la historia, y vencedor único de
todos los monstruos o fieras que amenazan la historia de los hombres.
1) Juan era un hombre familiarizado con la Biblia y de ahí tomó muchas de sus
imágenes en la composición de su Apocalipsis. Conocer la Biblia es, por lo tanto, un
camino obligado para entender correctamente el Apoc.
3 En su estudio The Apocalyptic Imagination, Nueva York, 1992 (2da. ed.), J.J.
Collins ofrece una magistral síntesis.
14 Entre la vasta literatura sobre el tema, vea el estudio clásico de G. von Rad, Der
Heilige Krieg im alten Israel, Zurich 1951, además P.D. Miller, The Divine
Warrior in Early Israel, Cambridge, Mass. 1973, y M.C. Lind, Yahweh is a
Warrior, Scottdale 1980; X. Picaza, El Señor de los Ejércitos. Historia y Teología
de la guerra, PPC, Madrid 1997, el capítulo IV «La guerra en el Apocalipsis».
15 Para detalles y discusión sobre éstos y otros mitos afines, vea A. Yarbro Collins,
The Combat Myth in the Book of Revelation, Missoula 1976, esp. 65-85; más
específicamente J. Day, God’s Conflict with the Dragon and the Sea, Cambridge
1985.
16 Isa 27,1; Sal 74,14; 104,26; Job 3,8; 40,25ss; también 2 Esdras 6,49.52; 2 Baruc
29,4; 1 Henoc 60,7; Apoc. Abrahán 10,10; 21,4. Es notorio que en la LXX se
tradujo Leviatán por Drakôn.
17 Cf. Isa 30,7; 51,9; Sal 87,4; 89,11; Job 9,13; 26,12.
1. Lugar de composición
No sabemos dónde exactamente fue escrito el Apoc., pero lo más probable es que
fuera en algún lugar de la costa Egea de Asia Menor, donde había una comunidad
cristiana, posiblemente cerca de Éfeso, que se encuentra a unos setenta Kms. de la
isla de Patmos.
En base a 1,9, es común afirmar que el Apoc. fue escrito en la isla de Patmos. Sin
embargo, una lectura atenta de ese pasaje revela que cuando Juan escribió ya no se
encontraba en Patmos: dice «me encontraba (egenómên, pasado) en la isla llamada
Patmos» cuando tuvo la «visión» que narró a continuación. «Me encontraba», pero
ahora no me encuentro. El autor parece destacar la diferencia entre el lugar en que se
tiene la visión y el lugar en que se escribe la misma. Por el hecho de ser destacado, el
lugar donde tuvo la «visión» es diferente del de la narración de la misma1. De todos
modos no es tan importante el lugar desde donde escribe, del cual solamente
podemos hacer suposiciones, pero preferimos, con muchos autores, separar la fecha
de la estadía en Patmos de la fecha de la escritura del Apoc.
2. Fecha de composición
Según Ireneo (+202), reportado por Eusebio de Cesarea, las visiones narradas en
el Apoc. habrían tenido lugar «no hace mucho tiempo», «hacia fines del reinado de
Domiciano» (81-96) (Adv. Haer. 5,30.3; H.E. 3,18.1). Victorino de Pettau (+304),
que escribió el comentario más antiguo al Apoc. que conocemos, lo sitúa también en
tiempo de Domiciano (Apoc. 17,10), al igual que san Jerónimo (De vir. ill. 9). Esta es
la opinión de la gran mayoría de estudiosos hoy, que contrasta con el siglo pasado,
cuando la opinión predominante era que había sido compuesto bajo Nerón2.
Veamos los indicios internos. Las cartas en Apoc. 2-3 son indicadoras de que fue
escrito cuando la misión de Pablo pertenecía al pasado. Por un lado, se observa que
se han agudizado las tensiones internas, típicas de la segunda o tercera generación:
enfriamiento de la fe (2,4; 3,15s), gnosticismo bien marcado (2,6.15). La segunda
carta está dirigida a la comunidad de Esmirna que, por lo que sabemos, todavía no
existía en tiempos de Pablo (cf. Polic. 11,3). A la comunidad de Laodicea se le
recrimina jactarse de sus riquezas (3,17), que le crean un espíritu de autosuficiencia,
es decir, viven prósperamente. Eso significa que Laodicea no sólo ya había sido
reconstruida después del devastador terremoto del año 61, sino que ya habían pasado
no pocos años hasta llegar a ser otra vez notoriamente rica.
De todos modos, el Apoc. fue escrito cuando los cristianos vivían en un clima de
hostilidades, de enfrentamientos, no de paz. Eso es evidente tanto por el empleo de
este género literario como por los contenidos del Apoc. ¿Cuándo se dieron esas
circunstancias (en Asia Menor, no en Roma)? Para responder, además de las
indicaciones hasta aquí dadas, tenemos que tener en mente aquellas que investiguen
el clima religioso desfavorable al cristianismo en Asia Menor, con sus secuelas
sociales y económicas, a las que alude el Apoc., y que nos ocupará más adelante.
1 No tomar esto en cuenta trae consigo afirmaciones como las de J.C. Wilson, «The
Problem of the Domitianic Date of Revelation», NTS 39(1993), 598, en el sentido
de que el Apoc. fue escrito antes del año 70 porque los prefacios de las dos
versiones siríacas antiguas y la de Teofilacio lo datan en el tiempo de Nerón.
Resulta que la datación que dan es de la deportación de Juan.
5 En cuanto a dónde empezar a contar los reyes, Tácito distingue entre los títulos
princeps e imperator, usados recién a partir de Augusto, del calificativo de
«dictador», con el que se reconocía a Julio César. Con la mayoría de estudiosos,
pensamos que en Asia se contaban a partir de Augusto y que no se computaban
los tres reyes de transición entre Nerón y Vespasiano (Galba, Oto y Vitelio), pues
reinaron cada uno sólo algunos meses. También es un hecho que Tito reinó
apenas dos años, pero su impacto era inolvidable para los judíos, pues fue él
quien destruyó Jerusalén el año 70. A él correspondería la mención en 17,10 de
que el séptimo «habrá de permanecer poco tiempo».
6 Vea especialmente J.J. Collins, The Apocalyptic Imagination. Nueva York 1992,
cap.7. También P.-M. Bogaert, «La ruine de Jérusalem et les apocalypses juives
après 70,» en Association Catholique Française pour l’Etude de la Bible,
Apocalypses et Théologie de l’Espérance, Paris 1977, cap. V; id., «Les
Apocalypses contemporaines de Baruch, d’Esdras et de Jean», en J. Lambrecht
(ed.), L’Apocalypse johannique et l’Apocalyptique dans le Nouveau Testament,
LovainaGembloux 1980, 47-68; U.B. Müller, Messias und Menschensohn in
jüdischen Apokalypsen und in der Offenbarung des Johannes, Gütersloh 1972.
7 El más reciente estudio sobre este asunto, de R.B. Moberly, art. cit., afirma que la
fecha de composición está dada por Apoc. 17, que arroja el año 69 como el de su
composición. Se basa en que ése fue el año de crisis romana, tras el suicidio de
Nerón, en que Galba, Oto y Vitelio se disputaron por turnos el trono, hasta que
apareció Vespasiano apoyado por el ejército. Sin embargo, para llegar a eso tiene
que hacer caso omiso de la leyenda del retorno de Nerón, que es la base para la
afirmación en 17,11 de que «la bestia (!) que era y no es, aunque es el octavo, es
también de los siete».
8 Recientemente, el agudo crítico que es M. Hengel afirmó que el Apoc. fue
empezado en tiempos de Nerón, y completado en tiempos de Domiciano: The
Johannine Question, Filadelfia 1989, 8l.
9 Una buena síntesis sobre la cuestión de la identidad del autor del Apoc. la ofrece
A. Yarbro Collins, Crisis and Catharsis: The Power of the Apocalypse, Filadelfia
1984, cap. 1.
10 «Por el testimonio de Jesús», dia tou Christou, puede entenderse como posesivo o
epexegético, acerca de Jesús o proveniente (propio) de Jesús; cf. 1,2. La
preposición dia puede entenderse como causal y como final, es decir como
indicativa de causa o de propósito, de aquí que se pueda entender la frase en el
sentido de que Juan estuvo en Patmos para predicar la palabra, y también en el
sentido de que fue desterrado allá por el mismo motivo. Por cierto, no tenemos
ningún indicio ni arqueológico ni literario de que Patmos fuera una isla para
prisioneros o para deportados.
11 Por un lado, desde temprano algunos consideraron el Apoc. como obra del apóstol
Juan (Justino mártir, Ireneo, Tertuliano, Orígenes). Por otro lado, una amplia y
temprana tradición afirmaba que Juan, hijo de Zebedeo, murió antes del año 70.
Al mismo tiempo, como vimos, se afirmaba que el Apoc. fue escrito en tiempos
de Domiciano, es decir a fines del primer siglo. Como en tantas tradiciones, ésta
se forma en base a impresiones, trasmisión ciega y acrítica de algo oído (muy
frecuente en la Historia Eclesiástica de Eusebio de Cesarea). Pensar que «Juan»
fuera el hijo de Zebedeo, aunque nada indica expresamente que lo fuera, se
entiende como resultado del deseo natural de saber que fuera obra de un apóstol
de Jesucristo. Lo mismo sucedió con los restantes escritos joánicos.
El culto imperial
Hemos visto que el Apoc. fue escrito a fines del primer siglo en Asia Menor.
Además de referencias explícitas, las consideraciones lingüísticas claramente indican
que fue escrito para los cristianos que vivían en ese tiempo. El autor del Apoc.
escribe su obra por algún motivo y conocer el contexto histórico nos ayuda a conocer
mejor el texto, su intención. En los capítulos siguientes queremos detenernos en la
pregunta por las condiciones que, en esas coordenadas históricas, podrían haber
motivado la composición del Apoc.
Para entender correctamente el culto imperial y las razones por las que podría
ocasionar problemas a los cristianos en particular, hay que comprender que, en ese
mundo, lo religioso y lo político eran dos lados de una misma moneda1. El culto era
parte integral y esencial del sistema imperial y autoritativo, que cohesionaba al todo
en torno a un eje, el emperador, quien a su vez era el centro del aparato religioso: por
él se ofrecían sacrificios (también en el templo de Jerusalén) y se consultaba a los
dioses. El culto imperial era sustancialmente un medio de expresar la lealtad política
-por eso la inclusión de autoridades políticas divinizadas, y en primer lugar de la
diosa Roma. En relación a la persona del emperador era más que simple homenaje, o
inclusive adulación. Era parte de la estructura social y del sistema político: el
emperador era la máxima figura en la sociedad, era la autoridad suprema, ninguna
más sobre la tierra que los dioses, por eso fácilmente equiparado a ellos. Si el
emperador era el vicario de los dioses, por el que venía la prosperidad y el bienestar,
la lealtad al emperador era una exigencia de gratitud cívica. El culto al emperador era
el reconocimiento público de esa posición y papel del emperador, y constituía una
expresión ciudadana de adhesión y sumisión a Roma como imperio2.
Puesto que los cristianos «no pueden servir a dos señores», rehusarían tener parte
en ese culto y rechazarían toda idea del emperador como divino. Las consecuencias
de tal actitud son conocidas de los siglos siguientes: persecuciones, incluidas
ejecuciones, por ser considerado un crimen de lesa-majestad. Pero, ¿era ése el caso a
fines del primer siglo? ¿Confrontaba esta realidad al cristianismo en tiempo de Juan?
Es lo que queremos exponer en éste y el siguiente capítulo, por ser de capital
importancia para comprender e interpretar rectamente el Apoc. Para informarnos
tenemos que investigar varios tipos de fuentes: literatura contemporánea, evidencias
epigráfica y numismática, y los restos arqueológicos5.
1. Un poco de historia
2. Roma y provincias
Hemos visto que los cultos estaban en función del poder. Si en tiempo de
Augusto a menudo eran expresiones de gratitud hacia él, a partir de Calígula el culto
imperial en Asia pasó a ser esencialmente una expresión de lealtad al emperador, es
decir, un acto político. Por eso se propuso erigir una estatua suya en el templo de
Jerusalén, corazón de ese pueblo reacio y rebelde al dominio romano. Sin embargo,
es notorio que dichos cultos no se perpetuaban -no dejaban de tener un aspecto de
adulación interesada. El culto a Augusto es de los pocos que duró hasta fines de ese
siglo en algunos lugares.
A decir de Price, el culto a autoridades era más de las clases populares y de los
oficiales que de las élites intelectuales, que a menudo las desaprobaban, alegando
que un viviente no podía ser dios10.
3. Éfeso
Hacia el año 90 d.C., en Éfeso, sede del procónsul romano y donde estaba el
famoso templo de Artemisa, una de las maravillas de ese mundo, se construyó un
gran templo en honor al emperador Domiciano, su gran benefactor. Fue construido
en estilo corintio frente al ágora superior de la ciudad, al pie del monte Koressos,
cerca del centro político y religioso de la ciudad, con una terraza de 50 x 100 m,
rodeado de columnas; el templo mismo medía 24 x 34 m.; detrás del altar de
sacrificios estaba una enorme estatua del emperador, de unos siete metros de altura -
de la cual se ha encontrado sólo la cabeza y parte del brazo izquierdoademás de la
estatua de la diosa Roma11. El sacerdote encargado de este templo tenía poder
absoluto allí; posiblemente era a él al que se refería Juan como «la bestia de la tierra»
en Apoc. 13.
Hasta entonces Éfeso había sido honrada como «cuidadora del culto a Artemisa»
(cf. Hch l9,35); ahora se le añadía el de cuidadora del culto imperial. Todo esto nos
da una idea de la importancia que revestía el culto imperial para los habitantes de
Éfeso, lugar donde probablemente se escribió el Apoc.
1 Siempre ha sido así. La asociación de los gobernantes con la divinidad parece ser
una constante en la historia que va desde el imperio de los romanos hasta el de los
incas, pasando por los imperios cristianos y por el imperio del sol en Japón,
donde el emperador, hasta la última guerra mundial, era considerado hijo de Dios.
2 Un aspecto del culto imperial era el comercial, como bien ha puesto en evidencia
J.N. Kraybill, Imperial Cult and Commerce, Sheffield 1996.
3 P. Prigent, «Au temps de l’Apocalypse. II, Le culte impérial au 1er siècle en Asie
Mineure», en RHPR 55(1975) 215-235; véanse también del mismo autor «Au
temps de l’Apocalypse. I, Domitien» en RHPR 54(1974) 455-483 y «Au temps de
l’Apocalypse. III, Pourquoi les persécutions?» en RHPR 55(1975) 34136.3.
4 Cfr P. Prigent, art. cit. III, y K. Wengst, Pax Romana and the Peace of Christ,
Londres 1987, especialmente su capítulo 7, que lleva por título «Sirviendo en la
tierra como vicarios de los dioses. El aspecto religioso de la Pax Romana». Véase
nuestro capítulo sobre el tema.
5 El estudio más detallado sobre este aspecto es el de S.R.F. Price, Rituals and
Power. The Roman Imperial Cult in Asia Minor. Cambridge 1984. Aunque viejo,
todavía es una mina de información K. Scott, The Imperial Cult under the
Flavians, Nueva York 1936 (=1975). Cf. también Reallexikon für Antike und
Christentum, vol.XIV, l047-l093, art. «Herrscherkult». Además, informativos son
D.E. Aune, «The social Matrix of the Apocalypse of John», en BibRes 26(1981),
16-32; Idem, «The Influence of Roman Imperial Court Ceremonial in the Book of
the Apocalypse of John», en BibRes 28(1983), 5-22; A.Y. Collins, «The political
perspective of the Revelation to John», en JBL 96 (1977), 241-256; Idem, «Roma
como símbolo del mal en el cristianismo primitivo», en Concilium 220 (1988),
417-427.
6 Op. cit., 58s. Price da una lista de templos y cultos descubiertos en Ionia y en Lidia
en las p. 254-260.
7 Ibid., 130.
8 Ibid., 70s.
10 Ibid., 114.
12 Cf. W. Elliger, op. cit., 95-100. Según S.R.F. Price, op. cit., 66s, los testimonios
encontrados indican que a fines del siglo I d.C., unas 35 ciudades en Asia tenían
guardianes de templos imperiales (neokoros), y algunas tenían más de un templo
imperial.
13 Para mayores detalles sobre la vida en Éfeso, además de las obras mencionadas,
vea D. KnibbeW. Alzinger, «Ephesus», en Temporini-Haase (eds), Aufstieg und
Niedergang der römischer Welt, vol. II.7, 748-830, y sobre la vida de los
cristianos allí, vea W. Thiessen, Christen in Ephesus, Tubinga 1995.
El emperador Domiciano
- Estacio, autor de Aquileida, en el año 96, y Silva, de mediados de los 90; muy
cercano a Domiciano.
- Marcial, satírico que escribió sus Epigramas durante las décadas del 80 al 100.
- Plinio el joven, que compuso su Panegírico el año 100, y publicó sus Cartas a
Roma de los años 102 a 109.
- Tácito, escribió Agrícola el año 98, y sus famosos Anales e Historias a inicios
del siglo II.
- Dión Casio, que escribió la Historia de Roma a inicios del siglo III.
Como ocurre con frecuencia, es importante tener en cuenta que entre los autores
de la época unos simpatizaban con Domiciano y otros no, sobre todo los de la élite
romana, porque el emperador no siempre se doblegaba a sus exigencias. Importantes
son Plinio el joven, acaudalado senador romano, y los historiadores romanos
Suetonio y Tácito, que pintan a Domiciano negativamente. Han sido éstos quienes,
además de Dión Casio, han proporcionado la caracterización que ha sido asumida
por la mayoría de historiadores y de estudiosos del Apoc. La opinión predominante
es que Domiciano fue un tirano cruel, despiadado, ambicioso, ególatra, amante de
grandeza, al punto de llegar a la locura. Pero, ¿era Domiciano realmente así? ¿Qué
dicen las fuentes de la época y cómo hay que entenderlas? La opinión común ha sido
recientemente cuestionada seria y detalladamente por Leonard Thompson, en un
extenso estudio sobre el tema1.
1. Testimonios
Thompson sugiere una y otra vez que Suetonio, Tácito y Plinio escribieron
negativamente de Domiciano durante el reinado de Trajano por despecho, por tanto
no serían fidedignos sus testimonios. Sin embargo, algo diferente nos dice el hecho
de que Trajano continuó la mayoría de las políticas de Domiciano y puso en puestos
importantes a personas que habían estado ligadas a su predecesor (cf. Plinio, Ep.
l0,58.60.65.66.72). Cierto, Trajano se apartó de otras políticas de Domiciano,
otorgando mayor libertad de expresión e imponiendo más respeto a la propiedad, lo
cual significa que esos principios habían estado reprimidos. Indudablemente, una
cosa es la política oficial de alguien y otra su carácter y su conducta personal.
Plinio tenía motivo para estar resentido contra Domiciano: algunos amigos suyos
fueron ejecutados por él y Plinio mismo empezó a temer por su vida (cf. Ep. 3,ll.3s;
4,24.4s; 7,27.l4; Paneg. 90,5; 95,3s). Tácito, por su parte, no tuvo problemas con
Domiciano, pero, según él, vivía en sumiso silencio; dice que sobrevivieron los que
supieron mantener la boca cerrada (Agric. 2-3). Lo cierto es que para Tácito, en
contraste con el tiempo de Domiciano, el de Trajano sabía a gloria, era una verdadera
«nueva era», era de libertad.
La epigrafía y las monedas, así como los estudios acerca de ese tiempo,
muestran, en cambio, a un Domiciano comprensivo y progresista, defensor incluso
del pobre de la codicia y los abusos de los ricos y poderosos. Más aún, tenemos
testimonios de esas mismas fuentes literarias en ese sentido. Tácito reconoció que
Domiciano hizo una buena tarea de gobierno el año 69 (Hist. 4,40-47). Con respecto
a su hermano Tito, es sabido que Domiciano promovió su culto, inclusive más que a
su padre3.
El Oráculo Sibilino XII, obra judía helenística del segundo siglo, ofrece una
apreciación de Domiciano en la que se le considera como bienhechor, y su reinado
como uno que «será amado por todos los mortales hasta el final de los tiempos»
(124-142). La misma apreciación se encuentra en inscripciones de gratitud en
Acmonia, Hama, Antioquía de Pisidia y otros lugares. Y si había efigies, incluso
altares y monumentos dedicados a él, era por gratitud. Sin embargo, encontramos
también una opinión contraria, expresada por el Orac. Sibil. V,40 que menciona a
Domiciano como un «hombre maldito».
Esos son, en sustancia, los testimonios literarios de la época. Sin embargo, como
suele suceder, lo que piensan las esferas intelectuales y literatas no corresponde al
sentir y la apreciación del pueblo, la plebs. Si sopesamos los datos y las opiniones
que nos son conocidos, lo más probable es que Domiciano no fuera ni mejor ni peor
que los que le precedieron y los que le sucedieron. Lo cierto es que proporcionó
estabilidad económica y política. El suyo fue un tiempo de auge y de paz, que no
pocos le agradecieron públicamente, al menos por algún tiempo. Aquí hay que traer a
colación el hecho de que los gobernantes a menudo cambian en su manera de
comportarse conforme se asientan y aferran al poder. Es así que, como no pocos
historiadores han afirmado, se podría hablar de dos etapas en la carrera de
Domiciano; la que cubriría sus últimos años se fue perfilando como tiránica,
producto de soberbia aplastante, quizás alimentada por el entorno. Es lo que se
deduce de la lectura atenta de Tácito y de Plinio. Esa fue también la historia de
Calígula, de Nerón, y de muchos reyes. Eso explicaría su triste final. Pero, ¿cuánto
de ese comportamiento se haría sentir en las provincias, en Asia Menor?
2. Domiciano y la religión
Ya sea por desprecio a Domiciano o por adulación a Trajano, Plinio contrastó los
títulos que se atribuían el uno y el otro. Según él, Domiciano se hacía llamar «deus»,
«dominus», «tyrannus», «despotes»; Trajano, en cambio, «parens», «civis», «pater»
(Paneg. 33,4; 52,6). Plinio contrastó junto con eso la conducta de ambos
emperadores, como arrogante tirano el uno y modesto humanista el otro (Paneg.
l0,4-6; ll,l-4). Sin embargo, Trajano fue tanto o más tiránico y caprichoso que
Domiciano.
Según Plinio, Domiciano se consideraba como un dios (Paneg 33,4), pero pedía
que «en ningún lugar se le debe adular como a un dios (deo)» (Paneg 2,3). Dión de
Prusa afirma que los griegos y bárbaros (los no romanos) llamaban a Domiciano
«maestro y dios», despotes te kai theós (Or. 45,1; cf. Dión Casio, 67,13.4). Estacio
afirmó de la gran estatua de Domiciano erigida hacia el año 90 que «la actual belleza
de dios (dei) hace que el trabajo sea dulce» (1,1.62). Todas estas afirmaciones
pueden entenderse como apreciaciones personales. Aunque no tenemos evidencia
objetiva alguna en inscripciones y en otros escritos no literarios de su tiempo de que
Domiciano se calificara o que exigiera que se le llame dios, o inclusive que él mismo
se divinizara o promoviera su divinización, de las 308 monedas greco-romanas de la
American Numismatic Society que tienen el título de «hijo de dios», 28
corresponden a Domiciano5. Por cierto, «hijo de Dios» era un tradicional calificativo
honorífico, conocido ya en Egipto. Los datos literarios y epigráficos que tenemos no
nos conducen a alguna conclusión evidente e incuestionable, excepto la duda.
Pero una era la historia en la capital y entre los allegados y otra en las provincias.
No es del todo imposible que esos títulos provengan del vulgo y algunos burócratas,
siempre proclives a la adulación interesada y oportunista. Que inclusive algunas
personas allegadas se inclinasen a considerar a Domiciano cercano a los dioses lo
sugiere la invocación de Quintiliano para que le ayuden «todos los dioses, en primer
lugar él (Domiciano) (deos ipsumque in primis)... pues no hay divinidad que se digne
mirar con tal favor sobre el conocimiento» (Inst. 4.5) -eso no significaba que
entendiera a Domiciano como dios, en sentido estricto, sino como muy cercano a
ellos. Eso ya se daba antes con otros emperadores; basta que pensemos en Calígula y
en Nerón.
Hay algo más que debemos tener presente: los literatos escribieron desde su
posición, que no era precisamente la del pueblo, al que despreciaban (como Tácito,
Suetonio y Juvenal). Es posible que el pueblo adulara al emperador con los títulos
mencionados, sin que eso significara que hayan sido títulos oficiales, menos aún
impuestos y requeridos por el emperador mismo. Esto lo ilustra el detalle guardado
por Estacio: cuando en cierta ocasión Domiciano fue aclamado como dominus, «esta
libertad en particular les prohibió César» (Silv. 1.6.8184).
2 Op. cit., 110-115. Ya antes D. Knibbe, «Ephesus», en Aufstieg und Niedergang der
römischer Welt, vol. II.7, 772-775, había expresado sus reservas acerca de las
opiniones comunes negativas sobre Domiciano.
3 Cf. también K. Scott, The Imperial Cult under the Flavians, Nueva York l936
(=l975), 62-65. Algunos arqueólogos son de la opinión de que la inmensa estatua
encontrada en el lugar del templo imperial en Éfeso habría sido de Tito, no de
Domiciano, como se ha venido repitiendo.
5 Cf. Tae Hun KIM, «The Anarthrous ‘Huios Theou’ in Mark 15,39 and the Roman
Imperial Cult», en Bib 79 (1998), 221-241.
El cristianismo y Roma
1. Testimonios literarios
Sabemos por Tácito, Suetonio, Plinio y otros que Domiciano hizo ejecutar a no
pocas personas por motivos diversos, algo que no lo diferenciaba en nada de otros
jerarcas de esa época. Pero no tenemos indicio alguno de que se ensañase con los
cristianos en particular. También según Eusebio, Heguesipo contó que en cierta
ocasión le fueron presentados a Domiciano unos nietos de Judas, hermano del Señor,
del linaje de David; al enterarse de que el reino de Cristo en realidad «no era de este
mundo» y de que se trataba de simples campesinos, los mandó liberar (H.E. 3,20).
Es notorio también que escritos del NT, tanto de esa época como posteriores, no
han hecho mención alguna de persecuciones y martirios, cosa que hubieran
ciertamente hecho, pues esos testimonios eran altamente atesorados en el
cristianismo. Basta que recordemos las múltiples advertencias al respecto en los
evangelios.
La Carta de Plinio
Dos décadas más tarde, en su famosa carta del año 112 al emperador Trajano,
Plinio presuponía que, antes de que él llegara como legado imperial a Bitinia (Asia
Menor), ya había un tipo de persecuciones, además de juicios y ejecuciones de
cristianos en tiempos anteriores a Trajano (98-117). Plinio mencionó que algunos
acusados confesaban que habían sido cristianos, pero que habían dejado de serlo
«hacía veinte años», lo cual nos sitúa en tiempos de Domiciano. También es de notar
que, para distinguir a un cristiano fiel de un apóstata, se recurría a la obligación de
rendir culto a los dioses y a la estatua del emperador, pues así se definiría frente a
Roma. Se trataba de aplicar la famosa lex iulia maiestatis, referente a las actitudes
frente a la autoridad romana y el castigo de la rebeldía. Este tema fue el objeto de la
consulta de Plinio en su famosa carta a Trajano:
«Nunca he estado presente en el examen de cristianos. En consecuencia, no conozco la
naturaleza del alcance de los castigos que generalmente les son aplicados, ni las causas para
empezar una investigación, y hasta qué punto debe forzarse... si se debe perdonar a los que se
retractan de sus creencias... y si lo punible es el hecho de llevar el nombre de cristiano, aun
siendo inocente de crímenes, o si los crímenes se asocian al nombre.
Por el momento, esta es la línea que he asumido con todas las personas que me son presentadas,
acusadas de ser cristianas: les he preguntado personalmente si son cristianos, y si lo admiten, les
repito la pregunta una segunda y tercera vez con la advertencia de que hay un castigo
esperándolos. Si persisten, ordeno que sean llevados para la ejecución.
Ahora que he empezado a tratar este problema, como suele suceder, las acusaciones se están
extendiendo y aumentando en variedad.
He decidido liberar a cualquiera que negaba que era o que había sido cristiano cuando repitió
conmigo una fórmula de invocación a los dioses e hizo ofrendas de vino e incienso a vuestra
estatua... y además había injuriado el nombre de Cristo. Entiendo que no se podría inducir a
hacer estas cosas a ningún genuino cristiano.
Algunos, cuyos nombres me fueron dados por algún informante... dijeron que habían cesado de
ser cristianos hacía dos o más años, y algunos inclusive hacía veinte años. Todos reverenciaron
vuestra estatua y las imágenes de los dioses del mismo modo que los demás, e injuriaron al
nombre de Cristo.
... Pueblos y distritos rurales están infectados por el contacto con este desgraciado culto...»
(10,96).
Respuesta de Trajano:
Para Plinio, el hecho de ser cristiano por sí mismo era motivo suficiente para ser
castigado, pues era equivalente al rechazo del culto imperial, aunque sin
preocupación política como tal. Su preocupación se circunscribía básicamente al
aspecto cultual, que incluía el hecho de que «los templos habían estado casi
totalmente abandonados durante mucho tiempo», supuestamente a causa de la
influencia de la religión cristiana. Para Trajano, en cambio, era más bien una
cuestión de dominación política. Por eso resaltó mucho más su participación en el
culto como prueba de la fidelitas a Roma. El rechazo equivalía a falta de lealtad a la
autoridad imperial; equivalía a lesa majestad o impietas, tácita rebeldía -que para el
cristiano contrastaba con su profesión de obediencia y sumisión más bien a Cristo, su
único y absoluto señor. No se debía perseguir por la fe como tal, pero se exigía
fidelidad y participación en el culto imperial (signo de la lealtad y reconocimiento de
la soberanía absoluta del emperador) y se debía renegar de Cristo. Si no se hacía,
«había un castigo», y si se probaba la acusación el cristiano debía ser castigado,
como se desprende de la citada correspondencia entre Plinio y Trajano.
En ese sentido, en relación con Nerón, Tácito escribió que los cristianos fueron
ejecutados porque constituían una «maléfica superstición» y eran «odiados por sus
abominaciones» (Anal. 15,44). Suetonio, por su parte, explicó esas ejecuciones como
castigo por sus prácticas «supersticiosas» (superstitio) y «mágicas» (malefica)
(Nerón 16,3). Se han dado otras explicaciones, pero muchas son retroproyecciones
de actitudes y apreciaciones tardías acerca de los cristianos, cuando la animosidad
adversa ya estaba creciendo. Ambos historiadores se referían a Roma, conocida por
sus excesos, no a las provincias romanas.
Es sabido también que, a fines del primer siglo, los cristianos no eran bien vistos
por la comunidad judía. Ese clima de antagonismo lo encontramos atestiguado en
cartas de san Pablo y en los evangelios según Mateo y según Juan, y en Hechos,
entre otros escritos del NT y en algunas de las expresiones de Apoc. 2-3 (sinagoga
falsa, de Satanás). Por eso se puede pensar que las hostilidades vendrían de judíos, a
quienes Juan acusa de decirse judíos «sin serlo de verdad» (2,9; 3,9), lo cual
indicaría que para él el verdadero judaísmo lo constituye el cristianismo. En la carta
a la iglesia en Esmirna se delata «la maledicencia que proviene de los que dicen ser
judíos y no lo son» (2,9). Todo eso refleja que los judíos se oponían abiertamente al
cristianismo.
¿Habría motivos para una animadversión hacia los cristianos por parte de los
demás conciudadanos? En tiempo de Plinio los cristianos ya eran claramente
reconocidos por los romanos como un grupo «diferente», a no confundir con los
judíos, y eso venía desde antes. Por múltiples testimonios sabemos que cada tanto
tiempo se levantaban olas de hostigamientos, inclusive sangrientos pogroms contra la
población judía por su estilo de vida7. Cabe preguntarse, pues, si ese también sería el
caso con respecto a los cristianos. Según Hch 16,21, en Filipos se acusa a los
cristianos ante la autoridad romana precisamente de estar «enseñando costumbres
que nosotros no podemos aceptar ni practicar, siendo como somos romanos». Como
conclusión, podemos decir que no sabemos de persecuciones de judíos ni de
cristianos en Asia Menor cuando Juan escribía el Apoc. Sin embargo, eso no
significa que no hubiese hostigamientos, marginaciones y otros maltratos, como
evidencian los testimonios de la época, especialmente la carta de Plinio.
En pocas palabras, la dificultad de ser cristiano en aquel mundo era que ello
exigía caminar en sentido contrario al de la cultura dominante, con una visión y
actitud crítica de las ideologías absolutizantes divinizadas en el Imperio romano.
Basta leer las cartas de san Pablo para convencerse. En términos modernos, el
cristianismo era un movimiento contracultural, por lo tanto objeto de desprecio, de
hostigamiento, e inclusive de «persecuciones».
1 Eusebio dice que Domitila fue exilada por «su testimonio de Cristo» (H.E. 3,18).
En la tradición, hay una confusión de nombres; al parecer había dos mujeres con
el mismo nombre. Cf. P. Prigent, «Au temps de l´Apocalypse: Domitien», en
Revue Hist. Phil. Relig. 54(1974), 470-474.
4 A la misma conclusión han llegado los estudios detallados de P. Prigent, art. cit., P.
Keresztes, «The Jews, the Christians, and Emperor Domitian», en Vigilae
Christianae 27(1973), 1-28, L.L. Thompson, The Book of Revelation: Apocalypse
and Empire, Oxford 1990, y A. Yarbro Collins, Crisis and Catharsis, Filadelfia
1984, entre otros.
6 Cf. Lc 21,12; Jn 15,21; Hch 5,41; Tácito, Anales 15,44; Plinio, Carta 10,96.
7 Vea al respecto los datos en E. Arens, Asia Menor en tiempos de Pablo, Lucas y
Juan, Córdoba 1995, 196-205, y en la bibliografía allí proporcionada.
8 Cf. W.A. Meeks, El mundo moral de los primeros cristianos, Bilbao 1992. Esos
dos puntos en particular fueron motivos de reiteradas aclaraciones en el
cristianismo naciente, como se observa en el NT.
9 Cf. S. Benko, «Pagan Criticism of Christianity During the First Two Centuries
A.D.», en Aufstieg und Niedergang der römischen Welt, vol. II.23/2, 1055-1115.
10 Desde tiempos del emperador Augusto, por decreto imperial los judíos estaban
exentos de la participación en celebraciones religiosas no-judías y del servicio
militar, a la vez que tenían autorización para llevar a cabo sus propias
celebraciones y reuniones. Cf. E. Arens, op. cit., 175-183.
Como lo hemos visto, no está tan claro que hubiera persecuciones de cristianos en
sentido estricto a fines del primer siglo. No extraña por eso que recientemente algunos
estudiosos hayan cuestionado el hecho de que la de Juan fuese una comunidad
perseguida1. Eso significa que Juan no habría escrito en reacción a persecuciones. ¿Qué
le motivó entonces a escribir el Apoc.?
1. Observaciones generales
Los estudiosos concuerdan en reconocer que los escritos del género apocalíptico se
originaron en situaciones de crisis. Estos escritos eran respuestas al desmoronamiento de
las seguridades en las que se había construido una sociedad. Con su particular
escatología, la apocalíptica presenta un universo alternativo con significados novedosos
para viejas realidades, ya que interpreta la historia en otra clave: es revelación
(apokálypsis) de una dimensión no evidente del mundo en el que vive. Por eso algunos
profetas respondían a la crisis de identidad del judaísmo a raíz del exilio babilónico (Isa
24-27; Ezeq 38-39; Joel; etc) en sendos apartados apocalípticos. Daniel, el libro más
apocalíptico del AT, fue compuesto en el marco de las persecuciones de Antíoco IV a
mediados del segundo siglo a.C. en Israel.
Como hemos insinuado, la «crisis» puede ser real o imaginaria. En última instancia es
una cuestión de percepción de una determinada realidad5. Toda percepción es personal,
subjetiva, y está guiada por prejuicios, intereses, expectativas, valores. Lo que uno
percibe y juzga como caos, otro puede percibirlo como renovación o un simple cambio de
estrategia. Aquello que uno juzga como un rechazo o destrucción de su mundo
ideológico, para otro puede ser un simple desacuerdo o inclusive puede sentirlo como un
avance constructivo. Para saber si la crisis que ocasionó el Apoc. es real o imaginaria es
necesario observar ambos lados: el de Juan y su comunidad y el del mundo en el que
vivían. Por un lado, se deben observar atentamente las referencias concretas del autor a la
supuesta situación crítica y, por otro lado, es necesario conocer el mundo en el cual vivía,
en Asia Menor. Sólo si aquello que el autor percibe como una «coyuntura en
descomposición» corresponde a lo que sabemos del mundo real en el cual vivía,
podremos saber de qué tipo de realidad se trataba, si supuesta o real. Es lo que a
continuación veremos, y que debemos cotejar con lo ya estudiado sobre las actitudes
frente al cristianismo en el mundo real de Juan, en la región de Éfeso.
2. El Apocalipsis habla
Observemos los pasajes más impactantes en el Apoc., que hablan por sí mismos:
1,17s «Yo soy el primero y el último y el que vive. Yo estuve muerto, pero he aquí que
estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del hades.»
2,10 «Mira, el diablo va a arrojar a algunos de ustedes a la cárcel para que sean
probados, y tendrán tribulación por diez días. Sé fiel hasta la muerte y te daré la corona
de la vida.»
6,9-11 «y vi al pie del altar las almas de los degollados por causa de la palabra de Dios
y del testimonio que mantuvieron. Y clamaron con gran voz diciendo: ¿Hasta cuándo,
oh Soberano, santo y veraz, estarás sin juzgar y sin vengar nuestra sangre de los que
moran sobre la tierra? Y se les dio a cada uno una túnica blanca, y se les dijo que
estuvieran tranquilos todavía un poco de tiempo, hasta que se completase el número de
sus consiervos y de sus hermanos, que iban a ser muertos como ellos.»
12,11.17 «Ellos lo han vencido (a Satanás) por la sangre del Cordero y por la palabra
del testimonio que dieron, pues no amaron sus vidas tanto que rehuyeran la muerte...
El dragón... se fue a hacer la guerra contra los demás de la descendencia de ella, los
que guardan los mandamientos de Dios y tienen el testimonio de Jesús.»
16,6 «Porque derramaron sangre de santos y de profetas, sangre les has dado a beber».
17,6 «Vi a la mujer ebria de la sangre de los santos y de la sangre de los testigos de
Jesús.»
3. Jesús es presentado como «el cordero degollado», es decir, ejecutado, que otorga la
salvación a los que «blanquearon sus vestidos en la sangre» del Cordero (7,14; cf. 1,5;
5,9; 12,11), a los que aunados a él asumieron los sufrimientos impuestos, hasta ofrendar
su vida. Esa imagen de Jesucristo nos sitúa en un clima de hostigamientos y
«persecuciones». El cristiano debe ser seguidor de Cristo en todo, inclusive en su
dimensión sacrificial: «seguían al Cordero...»; así serán asociados en una misma victoria
y un mismo reinado (6,9; 7,l4; ll,3; l2,l0ss; l7,6; l9,l3). La imagen del cordero degollado
evoca a la vez al cordero pascual y al servidor sufriente de Isaías 53.
El martirio de Jesucristo sirve de paradigma para los cristianos (1,5; 2,13; 11,3; 17,6).
Si Juan proponía como modelo esa situación extrema era porque correspondía a una
situación de adversidad alarmante.
5. En repetidas ocasiones, concretamente en 1,9; 6,9; 12,11; 12,17; 17,6; 19,10; 20,4
(cf. también 2,13; 11,7), se indica como causa de «persecuciones» el hecho de dar
testimonio (martyría) de Jesucristo. Eso está particularmente claro en la explicación dada
en 12,17: la causa de las persecuciones del dragón es que aquéllos de la descendencia de
la mujer que están sobre la tierra «guardan los mandamientos de Dios y tienen el
testimonio de Jesús».
Los pasajes citados, y una serie de otras alusiones, aun si están en lenguaje
metafórico, propio del Apoc., aluden claramente a un clima de violencia contra los
«seguidores del Cordero». Pero debemos tener presente que el lenguaje propio de la
apocalíptica es figurado, es decir, no debe tomarse en sentido estricto literal, a lo que
podemos añadir la natural tendencia oriental a la exageración.
De los textos destacados, queda claro que, al escribir su apocalipsis, Juan estaba
convencido de que su percepción y apreciación del desenvolvimiento del mundo en el
que vivían era de crisis real, y sus inquietudes y convicciones las quiso compartir con sus
lectores mediante su obra, anticipando el pronto juicio de Dios. Por eso les exhortaba
parabólicamente a que se mantengan firmes en su adhesión al Señor, a pesar de lo peor
que pueda suceder.
Importante para nuestra investigación es el hecho de que, en las cartas dirigidas a las
siete iglesias (Apoc. 2-3) nos encontramos aparentemente ante otro panorama10. No se
habla de violencia y ejecuciones (sólo la memoria de Antipas, en 2,13). Pero se exhorta a
la fidelidad y a vencer: «sé fiel hasta la muerte y te daré la corona de la vida» (2,10). Se
trata de un examen crítico de corte ético, donde se pasa revista a la conducta que deberían
observar como cristianos, sus virtudes y defectos frente a las expectativas de Juan. En
contraste con el resto del Apoc., en las cartas se habla como si el mundo no estuviese a
punto de tocar a su fin11.
Las cartas son una llamada de atención a la Iglesia, no al mundo, y una condena de
aquellos sectores del cristianismo que, de una u otra manera, se han hecho parte de ese
mundo deleznable, que han integrado concepciones incompatibles con el cristianismo
(vea las críticas y juicios). Por eso hay una reiterada llamada a cambiar de actitud o
inclusive a abandonar los elementos recusables de la sociedad pagana que han integrado
en su vida cristiana (sincretismos). El problema no era, en primer lugar, Roma y la
persecución, sino la actitud de los cristianos mismos frente al mundo grecorromano con
sus costumbres y atractivos, que el autor critica. Se los invita a redefinir la identidad y
mantener la fidelidad.
Las diferencias de las cartas con el resto del Apoc. exigen una explicación. Tal vez
fueron compuestas e incorporadas posteriormente al Apoc., razón por la que reflejan otra
realidad12. Para algunos comentaristas se debería a que en ellas Juan se concentró en la
vida de la Iglesia misma (ad intra). Sin embargo, en ellas también se critican las
influencias del entorno, en particular sus relaciones con los judíos. En las cartas a
Esmirna y a Filadelfia se indica que «los que dicen ser judíos» serán quienes les causen
tribulaciones (2,9s; 3,9s).
Sea lo que sea, de las cartas se puede deducir que la situación de violencia anti-
cristiana expuesta en el resto del Apoc. no correspondería a una situación real, sino
presentida y anticipada. Si fueron introducidas más tarde, con mayor razón habrían hecho
referencia a esa (supuesta) violencia homicida si realmente ocurrió, pero el único
ejecutado que se menciona es de tiempo atrás, Antipas, en Pérgamo. Y con mayor razón
aún se hubiera mencionado si se estaba dando en ese momento.
Varios estudiosos del Apoc. últimamente han expresado la opinión de que Juan en
realidad se oponía a cualquier compromiso o asociación con el mundo pagano -en
contraste con algunos judíos que sí habían asumido valores y costumbres paganos, razón
por la que se habla en las cartas de «falsos judíos» (2,9; 3,9), y se recurre a imágenes del
AT como Balaam y Jezabel.
La redacción del Apoc. tiene que haber estado relacionada con el sentimiento que un
grupo de cristianos tenía de ser hostigado por un sector significativo de la región donde
vivía. Esa realidad tenía para esos cristianos sabor a persecución. Esto se desprende tanto
del hecho de haber recurrido al género apocalíptico como del lenguaje mismo del Apoc.,
que acabamos de ver. Lo mínimo que se puede decir es que Juan y un sector del
cristianismo no vivían en un clima de absoluta paz y armonía con sus conciudadanos
grecorromanos. No es fácil determinar cuál era la extensión de esos antagonismos.
Como hemos expuesto en los capítulos anteriores, las claras referencias y las
alusiones a hostigamientos a los discípulos de Cristo que encontramos en el NT, no dejan
dudas de que los cristianos (al menos un grupo) entendían y sentían determinadas
actitudes como hostiles hacia ellos, a causa de su fe en Jesucristo. Dichos hostigamientos
están repetidas veces testimoniados en textos cristianos anteriores al Apoc.: «se
apoderarán de ustedes y los perseguirán; los entregarán a las sinagogas y los meterán en
las cárceles; los harán comparecer ante reyes y gobernadores por causa mía» (Lc 21,12;
también Mc 4,17; Mt 5,11.44; 10,23; 23,34; Lc 11,49; así como 1 Pdr 3,14s; 4,14ss).
Igual advertencia encontramos en el evangelio según Juan: «Si el mundo los odia -dice
Jesús-, sepan que antes que a ustedes me ha odiado a mí... si a mí me han perseguido,
también a ustedes los perseguirán» (15,18.20; 17,14).
Eso mismo encontramos en el Apoc., pero con mucho más énfasis y crudeza. Y si era
así, era porque algo de realidad había; había una causa real en la base. No era una
situación inventada o inclusive presentida como venidera, pero todavía no real. El clamor
por justicia divina (6,10s), incluido el subyacente deseo de venganza, sólo se comprende
si proviene de alguien que vive un clima de «persecuciones» reales o sentido como tal -
como el que encontramos en muchos Salmos. Si bien la crisis en cuestión podría ser
menos real de lo que aparenta, sería lo que A. Yarbro Collins llama una «perceived
crisis»,13 ya sea como producto de que las expectativas frente al mundo no se satisfacen,
o debido a determinadas actitudes asumidas que ocasionan un rechazo por parte de un
sector de la sociedad.
Los cristianos vivían en una sociedad que indiscutiblemente no les era favorable en
razón de su fe, especialmente para los que habían tomado en serio, con todas sus
consecuencias, incluidas las éticas, su compromiso de fidelidad absoluta a Dios y su
Mesías. Es el tenor de la presentación que hace Juan de sí mismo en Apoc. 1,9: «hermano
y compañero de ustedes en la tribulación... por causa de la palabra de Dios y del
testimonio de Jesús» (cf. 6,9; 12,17; 19,10; 20,4). En pocas palabras, el clamor por
justicia divina, que se observa y se siente a lo largo del Apoc., sólo se comprende si
proviene de quien vive un clima que para él es de hostilidad, real o sentida como tal.
Ya hemos visto que no sería nada extraño que algunos cristianos, inclusive
comunidades, viviesen tensiones o sufriesen hostigamientos, ocasionados precisamente
por lo que exige su fe cristiana en campos como el cultual y el moral15.
Tenemos algunos indicios concretos de esos hostigamientos, como las menciones
expresas en Apoc. 13,17 de la necesidad de tener «la marca de la bestia» para poder
comprar o vender: afecta la condición económica. El culto imperial exigido con
violencia, al menos en algunas partes del Imperio, tampoco sería una novedad y
ocasionaría reacciones adversas. El Apoc. corresponde, pues, a ese sentimiento de
impotencia frente a poderes que le son adversos, incluso hostiles.
En otras palabras, a fines del primer siglo ya se estaba fermentando un clima adverso
que se manifestaba en determinadas actitudes y hechos, que unas décadas más tarde
darían sus amargos frutos, empezando por el emperador Trajano16. Esto era previsible, y
Juan lo expresó como un hecho en el Apoc. Entretanto, las susceptibilidades y
desconfianzas mutuas entre cristianos y no-cristianos crecían conforme pasaba el tiempo.
¿Y por parte del cristianismo? En ningún momento Juan propone o siquiera sugiere
en su obra que los cristianos vivan a espaldas de la sociedad, menos que se refugien en un
mundo imaginario, que formen una micropólis o un gueto dentro de la ciudad (polis),
como lo constituían las comunidades judías. Se trataba de marcar las diferencias de
fidelidades y de enfoques de la vida, pero no de crear una especie de gueto cristiano. Para
expresarlo de una manera impactante, Juan recurrió al lenguaje de imágenes
contrapuestas con sabor dualista, que encontramos también con frecuencia en el cuarto
evangelio (que se sitúa frente al judaísmo)17. Se trata de un artificio retórico, cuyo
propósito es causar un impacto en el lector, de modo que reafirme sus opciones y
fidelidades18.
Había un sector en la población que, por principio, no era del todo favorable a la
expansión del cristianismo: el judaísmo. De hecho, para fines del primer siglo había
sectores del judaísmo -y antes algunos individuos como Saulo de Tarsoque se habían
ensañado con el cristianismo difamándolo y buscando su desaparición, para lo cual no
dudaron en buscar el apoyo de las autoridades romanas (cf. Mt 10,17; 23,34; Lc 12,11;
21,12; Jn 16,2; Hch 14,2; Apoc. 2,9)19. Un notable testigo de la hostilidad judía es
Hechos de los Apóstoles que, aunque se presenta como historia pasada, de hecho la
entreteje (si no retroproyecta) con la realidad vivida en el momento de su redacción20. Y
debemos tener presente que la comunidad de Teófilo, a quien Lucas envió sus obras, se
situaba en Asia Menor, probablemente no muy lejos de la comunidad joánica. En Hch
24,5 encontramos una apreciación del cristianismo en la persona de Pablo, por parte de
los judíos, que es significativa: «éste (Pablo) es un hombre pestífero y promotor de
tumultos entre todos los judíos...».
«Que no haya esperanza para los apóstatas y erradica (Tú) rápidamente el reino de la violencia en
nuestros días. Y que perezcan en un instante los nazarenos y los herejes; que sean borrados del libro de
la vida y no sean contados entre los justos».
Sin embargo, en el Apoc. el adversario por antonomasia, la bestia, que será destruido
por Dios, claramente es el imperio romano, con el emperador como su cabeza; no lo es el
judaísmo. Eso significa que la causa principal de las angustias y sufrimientos de los
cristianos en Asia Menor en tiempos de Domiciano es la actitud hostil de los seguidores
de la bestia, no del judaísmo. Los cristianos vieron en Domiciano la encarnación de «la
bestia», el tirano despiadado, que exige el culto máximo y se opone a «los santos» (cap.
13), cuyo fasto y libertinajes -conocidos desde antes como marca distintiva de la Roma
imperial, expuestos por los satíricos Marcial, Juvenal y Petronioson la más clara
expresión de la antítesis de los valores evangélicos. Y, como vimos, para Juan no había
lugar para componendas; la opción por Cristo ha de ser radical y sin acomodos.
La causa profunda para la escritura del Apoc. tiene, por lo tanto, dos aspectos
complementarios.
a) Por un lado, el problema del reconocimiento formal del Imperio y del emperador
como soberano absoluto. No era un problema del culto como tal, sino el culto romano
como expresión del reconocimiento de su soberanía y supremacía -lo cual trasluce una
posición política, además de religiosa. Aquello que los cristianos rechazaban del culto
imperial era lo que éste significaba: la pretensión de poder absoluto, sobre cosas y
personas, como un dios, que estaba asociado a dicho culto. En este culto, «lo que se
espera de los cristianos es que ofrezcan sacrificios a los dioses, que con eso se reinserten
en el sistema religioso que, a los ojos de sus contemporáneos y sobre todo del emperador,
necesariamente sostiene el orden político del cual el soberano es a la vez su encarnación»,
resume P. Prigent22. Pero por encarnar el poder supremo y exigir pleitesía, los cristianos
lo vieron como alguien que se erige en dios... No olvidemos que lo político y lo religioso
estaban inseparablemente entretejidos; lo uno tiene implicaciones sobre lo otro.
Por su parte, los judíos ofrecían desde tiempos de Augusto oraciones y sacrificios a
Yavé en el templo de Jerusalén en favor del emperador, pero no a él. Era una actitud
política, que para los judíos no constituía culto al emperador. Pero se rebelaron cuando
Calígula mandó que se erigiese una estatua suya en el templo de Jerusalén, como si fuera
un dios (Filón, De Legat., 261-333). Para los cristianos, en cambio, se trataba de un
problema más serio, pues con la muerte de Cristo todo sacrificio cultual carecía de valor
(Hebreos); lo más cercano era la celebración de la eucaristía. De aquí que, si bien no
tenían problema en orar por el emperador (cf. 1 Tim 2,1s), no podían admitir ofrecer
sacrificios ante su imagen, pues no es Dios23. En su carta a Trajano, Plinio revela saber
que los cristianos rehusaban rendir el culto propio del imperio, entre otros, al emperador.
La no aceptación de la soberanía absoluta del emperador, con su respectiva expresión
pública, iba frontalmente contra la lex iulia maiestatis, que concierne precisamente las
actitudes frente a la autoridad romana y estipula la ejecución de los contumaces. Y es
que, una vez más, esa soberanía, al absolutizarse y reclamar el dominio sobre todo,
incluidas las vidas, se arroga lo que, para el cristiano, es propio de Dios.
De lo dicho, vemos que el culto imperial no era un fin en sí mismo, sino una
expresión de lealtad al poder político. Esa era su verdadera razón de ser. Eso es evidente
en la correspondencia entre Plinio y Trajano y, como veremos luego ampliamente, se
percibe en el Apoc. mismo, concretamente en su énfasis en la soberanía de Dios, en la
centralidad del «trono», en la combinación de metáforas tomadas del culto y de la
política, y en los cánticos que se intercalan.
b) El otro aspecto del problema que ocasionó la composición del Apoc. tiene que ver
con la tentación del sincretismo, ya aludido, que es una manera de rendirle culto al
Imperio. Parte del «imperialismo» romano era el cultual, con valores y costumbres
incompatibles con el cristianismo. Los usos frecuentes de la imagen de la prostitución (y
su contraparte, la virginidad) apuntan al sincretismo, como habían hecho antes los
profetas para señalar el mismo fenómeno en Israel. Es así que Juan presenta a Roma
como «la gran prostituta», como «Babilonia, la madre de las prostitutas» (17,1ss). Es
decir, Juan estaba advirtiendo, al igual que los profetas de antaño, sobre la inaceptabilidad
de cualquier tipo o forma de participación en todo aquello que tiene connotaciones
religiosas paganas, que en ese tiempo no era poco, por ejemplo las cenas ceremoniales,
las asociaciones o collegia, los alimentos provenientes del culto (vea p. ej. 13,17; cap. 18;
y la advertencia en 2,14.20).
Los que rinden «culto» a ese mundo son los que «llevan la marca de la bestia», son
suyos y serán rechazados por Dios, pues sus nombres no están inscritos en «el libro de la
vida del Cordero»24. Ese «culto», sin embargo, no se limita al formal religioso, como
estamos viendo. Es así que en Apoc. 20,12-13 se indica que al final todos los hombres
serán juzgados «según sus obras», no sólo por lo cultual, y en 20,8 se ilustra con una lista
quienes irán al fuego de azufre, lista que es más que de idolatrías cultuales, la cual es
repetida en 22,l5: «Fuera quedarán los perros, los hechiceros, los fornicarios, los
homicidas, los idólatras y todo el que ama y practica la mentira». En 21,27 se advierte
que «no entrará en ella (la Jerusalén celestial) cosa impura, ni el que obra abominación o
falsedad, sino los inscritos en el libro de la vida del Cordero». Y, en 22,11, en tono
irónico se exhorta que «el injusto cometa injusticia todavía; el manchado, mánchese...».
En el cap. l8 son castigados los comerciantes y ricos, no sólo los adoradores de la imagen
imperial. Ya antes, en 9,21 Juan indica que, a pesar de la sexta plaga, «no se convirtieron
(los hombres) de sus asesinatos, ni de sus maleficios, ni de su fornicación, ni de sus
robos» (también en 16,8.11). En 14,8 se condena «el lujurioso desenfreno» al que indujo
Babilonia a las naciones, una referencia a su estilo de vida, cuyo epítome es Roma, centro
de bacanales, como lo criticaron los satíricos Marcial, Juvenal y otros. En 14,9.11 se hace
una distinción (de nuevo en 16,2; 19,20; 20,4): los que adoran la bestia y los que reciben
su marca (que en 13,16s permitía comercializar), es decir no sólo idolatría cultual, sino
idolatría a otro nivel, venerando el imperio con todas sus costumbres e instituciones.
Schüssler Fiorenza sugiere que, mediante su obra, Juan ofrecía una respuesta, entre
otras posibles, a una situación en que se tiene que vivir en un mundo pagano. La
tentación de asumir sus valores y costumbres es grande25. En todo el NT el Apoc. es la
única voz discordante en un coro que llama a tener un perfil bajo en el mundo pagano.
Pablo en Rom 13 llamaba a obedecer a las autoridades civiles, incluso a orar por ellas. Un
contemporáneo de Juan, el autor de 1 Pdr, escribiendo también en esa región, llamaba a
someterse a las instituciones humanas, sea el emperador o los gobernadores (2,13s.17).
Similar actitud encontramos en las cartas Pastorales (Timoteo-Tito).
Aunque no se tratara de un clima que recién surge en tiempo de Domiciano, con Juan
a la cabeza, los cristianos tomaron conciencia de ese clima conflictivo y del tipo de
sociedad en la que vivían, que no les era favorable, sino francamente hostil, precisamente
en ese momento. De aquí se entiende que Juan recurriese al género apocalíptico, y que su
obra se calificase como «profecía» (1,3; 22,7.10.18.19).
Hay un aspecto en todo esto que se debe tener presente: aun si Domiciano no estaba
personalmente presente en Asia Menor, donde se escribió el Apoc. y a la cual se refería,
era él, en última instancia, el responsable de las políticas, costumbres y actitudes que
estaban bajo la tutela directa del procónsul romano. A eso precisamente se refiere Apoc.
13: la bestia de la tierra «ejerce toda la autoridad de la primera bestia» (v.11ss). Aun si
decretos y políticas locales no emanaban directamente de Roma, éstos provenían del
gobernador romano o contaban con su aval. Debemos tener presente que Domiciano
nombró en los altos puestos administrativos en el Oriente a personas de confianza de la
región, una política que había empezado su padre, Vespasiano26.
En síntesis: no consta que hubiera persecuciones como tales contra los cristianos,
menos aún ejecuciones, en tiempos de Domiciano. Recién comienzan en tiempos de
Trajano, cuando ya el Apoc. había sido escrito. Sin embargo, el Apoc. es una obra escrita
en un clima que los cristianos sentían como hostil, de hostigamientos ocasionados
fundamentalmente por los seguidores de «la bestia», el imperio romano, cuya cabeza era
el emperador. Como otras obras del mismo género literario, el Apoc. asegura a los
cristianos que Dios los va a reivindicar y hará justicia, librándolos de sus
«perseguidores». «Rey de reyes» es el cordero, no el emperador, y a él sólo se debe rendir
culto; sólo él es «señor de señores», soberano de la historia, dueño de la vida.
Una nota final: es notorio que el Apoc. se concentra en los cristianos que viven
hostilidades, los marginados por la sociedad, incluidos los que «derramaron su sangre»;
habla sólo de ellos. No hay mención del resto de los cristianos, de aquellos que en otras
regiones vivían en paz. Esto se comprende por cuanto el autor escribió pensando sólo en
su comunidad, donde se tenía ese sentimiento de hostigamientos, de rechazo, y de
persecución. Esto se comprenderá mejor después del párrafo siguiente.
Para conocer el propósito o finalidad del autor de una obra hay varios caminos, pero
dos son los más claros y directos. El primero es observar el género literario empleado,
pues a él se recurre como vehículo de comunicación. Esto nos ocupará en otro parágrafo.
El segundo camino es estudiar la situación u ocasión a la cual responde; esto se realiza
por medio de la observación atenta del vocabulario y los temas sobresalientes, como
reflejo de una situación vital determinada. Este camino nos ha estado ocupando en este
capítulo.
Si una obra como el Apoc. fue ocasionada por un clima de hostigamientos, sentidos
como persecuciones, el propósito naturalmente estará relacionado con esa ocasión. Pero
dejemos más bien que la obra misma nos conduzca. Para ello, observemos algunos textos
en los cuales se dirige directamente al lector (a menudo interrumpiendo abruptamente la
forma narrativa):
1,3: «Bienaventurado el que lee y los que escuchan las palabras de la profecía y
guardan lo escrito en ella, pues el tiempo está cerca» (cf. 22,7).
2,7: «Quien tenga oídos, oiga... Al que venza le daré a comer del árbol de la vida que
está en el paraíso de Dios.» (La misma advertencia se reitera al final de todas las
cartas, sólo cambiando de imágenes).
13,9s: «Quien tenga oídos, oiga. Si alguno está destinado a cautividad, que vaya a
cautividad; si alguno está destinado a ser muerto a espada, a espada muera. Aquí están
la constancia y la fe de los santos».
16,15: «Bienaventurado el que está velando y guardando sus vestidos, para que no
tenga que andar desnudo y vean sus vergüenzas».
21,6-8: «Al que tenga sed le daré gratis de la fuente... El que venza heredará estas
cosas, y yo seré su Dios y él será mi hijo. Pero la parte de los cobardes, incrédulos,
culpables.... será en el lago que arde con fuego y azufre».
22,18s: «Yo declaro a todo el que escucha las palabras de la profecía de este libro: Si
alguno les añade algo, Dios le añadirá a él las plagas que están escritas en este libro...».
Por lo tanto, la función (retórica) del Apoc. no es informativa sino exhortativa: quiere
mover a su auditorio a no abandonar (apostasía) ni siquiera acomodar (sincretismos) el
compromiso de seguir al Cordero donde quiera que vaya llevándolos. Por eso predominan
los imperativos y los verbos en futuro: quiere determinar la conducta o actuación del
receptor. La preocupación de Juan es con los cristianos, no con la bestia.
En síntesis, el Apoc. es la respuesta cristiana a una visión del mundo rechazada por el
cristianismo joánico por ser antagónica a sus principios. Por tanto, ofrece una visión
alternativa, de un mundo alternativo -mundo nuevo, cielos y tierra nuevos. Para eso crea
mitos, o pasa a ser un gran mito que justifica el rechazo de ese mundo y explica su
agresividad. Es la cosmovisión de los marginados y hostigados, como lo es hoy de
muchos pobres frente a su opresor o explotador.
La gran ironía que presenta el Apoc. es que para el cristiano la muerte es la fuente de
la vida, y la impotencia lo es del poder. O al revés, lo que aparece como si fuera poder se
muestra como impotencia frente a Dios, y lo que aparece como señor de la vida en
realidad lo es de muerte. Esto nos recuerda a 1 Cor 1,18-25. La vida surge de la muerte
sacrificial; la libertad irrumpe con el seguimiento del Cordero. ¡Estamos ante una teología
de la liberación y de la esperanza!
1 Cf. W.H.C. Frend, Martyrdom and Persecution in the Early Church, Londres 1965, cap.
VII; P. Keresztes, «The Jews, the Christians, and Emperor Domitian», en Vigiliae
Christianae 27 (1973), 1-28; P. Prigent, «Au temps de l’Apocalypse. 1. Partie:
Domitien», en Revue d’histoire et de philosophie religieuse 54 (1974), 452483; A.
Yarbro Collins, Crisis and Catharsis, Filadelfia 1984, cap. 3 y 4; L.L. Thompson, The
Book of Revelation. Apocalypse and Empire, Oxford 1990.
7 Notar que 1,9; 6,9; y 20,4 se introducen con la causal griega dia: la causa de sus
sufrimientos es la fidelidad a la palabra de Dios... Eso está muy claro en la explicación
dada en 12,17.
10 La cifra siete denota totalidad. Siete iglesias (que no son por cierto todas las que había
en Asia Menor) representan a la Iglesia como totalidad. Esto lo confirma la reiteración
al final de cada carta: «Quien tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias
(plural)...» (2,7.11.17.29; 3,6.13.22). Desde el punto de vista literario, no son
realmente «cartas»; por su forma y su contenido son más cercanos a los edictos reales
-compare con la carta a Filemón, o Hch 15,23: las cartas empezaban por el nombre del
remitente seguido de aquel del destinatario, y un breve saludo.
Para un estudio pormenorizado vea especialmente C.J. Hemer, The Letters to the
Seven Churches in Asia in their Local Setting, Sheffield 1986, y F. Contreras, El Señor
de la Vida, Salamanca 1991, cap. II y III.
11 Excepción es 3,11: «Vengo en seguida» (pero vea 2,25: «hasta que yo venga»), que
notoriamente es la misma expresión que encontramos en 22,7.12.20. Esa expectativa
(o llamada retórica a la vigilancia) propia del inicio y del final del Apoc., corresponde,
en mi opinión, a la mano del que insertó las cartas en el Apoc.: es el mismo que
antepuso la introducción 1,4-8 y que añadió la conclusión a partir de 22,6.
12 Vea la discusión al respecto en el cap. 12. De ser posterior, el bloque de las cartas
pondría en evidencia que el mensaje del Apoc., tal como lo comprendió quien escribió
las cartas (más tarde), se refería a una situación de conflicto «ideológico», no de un
conflicto debido a violencia física. El rechazo del Imperio en cuanto encarnación de
los valores paganos entendidos como contrarios a Dios, intolerables a Juan, se expresa
en las imágenes de la bestia y Babilonia.
18 Cf. N. Petersen, The Gospel of John and the Sociology of Light, Valley Forge 1993,
cap. 4; más ampliamente T. Onuki, Gemeinde und Welt im Johannesevangelium,
Neukirchen 1984 y C.R. Koester, Symbolism in the Fourth Gospel, Minneapolis 1995,
con amplia bibliografía.
19 Vea al respecto D. Hare, The Theme of Jewish Persecution of Christians in the Gospel
According to St. Matthew, Cambridge 1967; C.K. Barrett, The Gospel of John and
Judaism, Londres 1975; P. Richardson D. Granskou (eds.), Anti-Judaism in Early
Christianity, Waterloo 1986; E. Lohse, Synagogue des Satanas und Gemeinde Gottes,
Münster 1992.
20 Cf. J.T. Sanders, The Jews in Luke-Acts, Filadelfia 1987; E. Arens, Serán mis testigos.
Historia, actores y trama de Hechos de Apóstoles, Lima (CEP) 1996.
21 21 Revelation. Vision of a Just World, Filadelfia 1991, 120. Apoc. 4,2.9; 5,1.7.13;
7,10.15; 19,4; 20,11; 21,5. ¡El sustantivo trono(s) ocurre nada menos que 39 veces en
el Apoc.!
23 S.R.F. Price, Rituals and Power: The Roman Imperial Cult in Asia Minor, Cambridge
1984, 220s.
26 Cf. E. Arens, Asia Menor en tiempos de Pablo, Lucas y Juan, Córdoba 1995, 63 68.
10
¿Visiones?
«Escribe las cosas que viste» (Apoc. 1,19) es la orden que se le da a Juan, y toda
su obra no es otra cosa que el resultado de poner por escrito su visión, que de
inmediato es calificada como «profecía» (1,3). Esto, como veremos, nos sitúa en la
justa perspectiva para entender las escenas de este libro en el que constantemente se
va a repetir «y vi...».
1. El problema
Sin embargo, hay suficientes motivos para cuestionar esos supuestos de carácter
literario o lingüístico, o si prestamos atención a una mínima lógica secuencial de la
obra misma y a la coherencia interna del texto. Creemos que todos estos motivos
deben ser tenidos en cuenta para un acercamiento correcto al texto del Apoc.
Uno de los problemas que solemos tener para entender el mundo de la Biblia es
que consideramos como real sólo lo que es objetivo y demostrable. El conocimiento
subjetivo es así relativizado, si no incluso tenido por «precientífico». De este modo
se ha llegado al divorcio de la vida humana con respecto al mundo exterior, se separa
objeto de sujeto, e incluso se le sume en una esquizofrenia: se pretende que sólo es
verdad lo objetivo, por tanto lo externo y medible, no obstante que, sin percatarse de
ello, se hace subjetivamente, pues el sujeto de todo es el hombre. ¿Acaso lo
imaginado y los sueños en general no expresan conocimientos y tienen su propia
verdad? ¿Acaso las intuiciones, que a menudo luego resultan ser correctas, no tienen
su propio realismo?
Al eliminar el aspecto subjetivo, tanto del autor como del lector, se reduce la
Biblia a una serie de doctrinas o de información sobre hechos. Por tanto, se apela al
intelecto, con la pretensión de ser objetivo, y se exige asentimiento intelectual. Pero
la Biblia se escribió para apelar en primer lugar a los sentimientos, sean de
solidaridad, de identidad, de conversión, de fidelidad o de compromiso, además de
aclarar conceptos (fundamentalmente debido a sus implicaciones éticas y no por
amor a los conceptos como tales). Si Marcos aclaró en su versión del evangelio la
importancia de la cruz era porque los cristianos no la aceptaban, y si Juan hablaba
acerca de quién es Jesucristo lo era para que se tenga fe en él (como lo afirmó en
20,30); para ambos evangelistas su propósito era conducir a un compromiso con
Jesucristo y su camino, no proporcionar doctrinas o información. No se busca
satisfacer la curiosidad sino comprometer al creyente. Lamentablemente muchas
veces se ve la Biblia como un conjunto de doctrinas y la fe misma se la entiende
sustancialmente como asentimiento intelectual, en lugar de relación interpersonal
con Dios o Jesucristo. En este modo de entender las cosas eliminamos las imágenes,
las visiones, los sueños, etc, tan propios de la Biblia y nos limitamos a preguntar por
los hechos crudos y las enseñanzas. Es un hecho que para muchos su relación con la
Biblia está dominada por dos intereses: el histórico y el doctrinal. Pero ¿qué pasa
entonces con la poesía, con las imágenes y con los sueños? ¿No dice nada ni revela
la visión del lobo y el cordero de Isaías, o el lenguaje simbólico poético de Oseas, o
la poesía de Jesús de Nazaret? El relato evangélico sobre el hijo pródigo no es una
historia real sino inventada, debida a la fantasía creadora de Jesús. No es tampoco
una fría afirmación de una verdad. Es un medio para revelar el corazón del
evangelio, y toca al corazón del oyente, que es donde Dios quiere llegar. A eso nos
llevan también las imágenes y visiones del Apoc.
¿De qué tipo de visiones se trata? Nuestro concepto de visiones está marcado por
el mundo científico, incluida la ciencia ficción (la visión física, sensible,
fotografiable), o por lo menos la extrasensorial. ¿Cómo calificamos obras como La
Divina Comedia, de Dante, donde hay «visiones» impresionantes del infierno? ¿Vio
realmente Dante el infierno o se lo imaginó y construyó las imágenes? Este es el
problema.
En este verso aparece clara la orden dada al autor: «Escribe lo que ves». Pero
creemos que para entenderla mejor necesitamos conocer qué sígnifica la otra
expresión que la acompaña: «pasé a estar en espíritu» (egenómên en pnéumati). La
expresión aparecerá también en 4,2; 17,3 y 21,10. Por lo pronto, está meridianamente
claro que, a juzgar por los términos empleados, se trataba del paso a una esfera
diferente: «entré/pasé a estar en una condición dominada por el espíritu (bajo su
poder o fuerza)». Juan lo repitió sin otras precisiones en 4,2: «al punto pasé a estar
en espíritu; y vi...». Notoriamente, en 17,3 y en 21,10 empleó otro verbo para
designar el mismo tipo de fenómeno, igualmente allí calificado como «en espíritu»:
«me llevó (apênegken) en espíritu a un desierto...». El verbo apophérein, que
significa literalmente transportar, trasladar, llevar de un sitio a otro, ha tomado el
lugar del verbo gínomai, en el sentido de pasar de un estado a otro (en 1,10 y 4,2).
Con esa connotación lo empleó en la cláusula anterior: «pasé a estar (egenómên en...)
en la isla llamada Patmos». Por lo tanto, se trata del paso de un «estado» o un
«lugar» a otro; es un traslado. Pero, ¿es un traslado físico?
Los posibles sentidos que el dativo (en griego «en») le puede dar al sustantivo
espíritu son: de instrumentalidad (por medio de), de un proceso o una cualidad, de
una especial relación (con el espíritu), de una actividad (durante, mientras), de la
particular esfera en la que se desarrolla una actividad. La expresión «en espíritu»
denota que no se trataba de una experiencia de orden físico o corporal; pasa de un
estado «normal», que se califica como existencia «en la carne», a otro estado no
normal, «en espíritu». Se trata por tanto de ser transportado, movido, impulsado por
una energía interior que me pone a otro nivel y de la cual no está totalmente ausente
el Espíritu del Señor. Es desde una experiencia de fe desde donde «se ve» mejor y no
desde la simple capacidad física de ver con los ojos. Es más mirada interior y de fe
que externa y sensible.
Nuestro texto de 1,10 empalma directamente con 4,1 en el que, una vez más, no
estamos ante una visión física sino ante una visión de fe, por la fuerza del espíritu.
Puesto que la visión se da en «algún lugar», se asume que la visión «desciende del
cielo» o el vidente es transportado a otro lugar. Esta perspectiva la sugieren los
empleos de la expresión «en espíritu» en 17,3 y 21,10 («fui transportado»), además
de la indicación en 4,1 de que Juan fue invitado a «subir» para ver lo que el Señor le
mostraría. Un recorrido rápido por el texto del Apoc., observando los principales
indicadores de cambios de escenario y los lugares donde se encontraba Juan, nos
ayudará a comprender mejor el tipo de visiones a las que se refería.
3. ¿En el cielo?
¿Dónde estaba el autor cuando escribió su obra?, ¿y las siete cartas?, ¿cómo hizo
para enviarlas? Veamos algunos textos que nos permitan deducir su posible
ubicación real o desplazamiento al momento de tener sus «visiones».
4,1s «Miré, y he aquí (que vi) una puerta abierta en el cielo, y la voz primera como
de trompeta me decía «Sube acá y te mostraré... Al punto pasé a estar en espíritu
(= 1,10), y vi un trono colocado en el cielo...»:
¿Desde dónde ve Juan el trono?, ¿dónde está él?, ¿en el cielo o la tierra?
17,1.3 «Vino uno de los siete ángeles... y habló conmigo diciendo: Ven, te
mostraré el juicio contra la gran meretriz... Y me llevó en espíritu (apênegken... en
pnéumati) a un desierto. Y vi una mujer...».
Justamente cuando esperaríamos que el verbo «me llevó/ trasladó» nos indicara
un cambio total de localización, especialmente una traslación a los cielos, nos
encontramos con que es en la tierra, a un desierto.
21,9s «Y vino uno de los siete ángeles... y habló conmigo, diciendo: Ven, te
mostraré a la desposada... Y me llevó en espíritu (apênegken me en pnéumati) a un
monte grande y elevado, y me mostró la ciudad santa, Jerusalén, que descendía
del cielo, de parte de Dios...».
Evidentemente, Juan está sobre la tierra.
Vea también 12,1.10; 14,1s.16; 15,1; 18,4; 20,1; 22,10, entre otros.
+ Juan indicó varias veces que recibió la orden de escribir. Tal como lo formuló
(«¡escribe!»), supone su cumplimiento inmediato (1,11.19; 14,13; 19,9; 21,5).
En una ocasión estuvo «a punto de escribir» pero fue interrumpido (10,4).
Ahora bien, escribir es un arte propio de este mundo físico; ¿habría acaso
llevado consigo a los cielos el material necesario, papiros, cálamo, tinta?
+ La visión inicial (1,11-20) tuvo lugar estando Juan en la tierra. A partir del cap.
4 las visiones aparentemente habrían tenido lugar en el cielo, pues es invitado a
«subir» con el ángel. Pero observemos que no se trataba de una traslación física
sino, como expresamente indicó, fue «en espíritu» -usando la misma expresión
que en 1,10. No se sabe exactamente hasta cuándo estuvo en esa «esfera». Lo
que sí se deduce de sus expresiones es que, al menos a partir del cap. 10, hasta
el fin, las visiones «bajan» donde Juan, es decir, tenían lugar sobre la tierra.
Explicarse esto lógica y coherentemente es uno de los rompecabezas para
quienes lo toman literalmente.
+ Uno de los problemas, insinuado en los textos antes cita dos, es que Juan
pudiese ver desde la tierra acontecimientos y efectos, tanto en el espacio como
notoriamente en el tiempo (!), que son simplemente imposibles de ver con ojos
normales y desde la tierra. Lo más cercano es lo que se pueda ver en una
película o en un trance, inclusive en un sueño, no limitado por los sentidos, es
decir, de modo extrasensorial.
2) No sólo la cantidad de escenas, sino las diferencias formales entre ellas, hasta
de géneros distintos, invitan a repensar si se trata de visiones reales. Así, en algunas
predominan las descripciones (p. ej. 1,10-18; 4,1-8) y en otras los diálogos (p. ej.
5,15); algunas son sobre todo explicaciones (p. ej. 17,3-18), y otras constituyen
exposiciones doctrinarias (p. ej. 7,9-17). Encontramos además escenas que tienen
como centro aclamaciones e himnos, que podemos catalogar como visiones
litúrgicas, donde el lector indirectamente es invitado a formar parte del coro. En esas
los himnos son afirmaciones confesionales -que pueden haber tenido su origen en
celebraciones litúrgicas de alguna comunidad.
Sabemos que los sueños, igual que el cine moderno y la «visión virtual» en la
cibernética, así como cierto arte («Guernica» de Picasso) y literatura
(«Metamorfosis» de Kafka) son interpretaciones subjetivas de hechos o realidades,
que se comunican mezclando elementos de la realidad. Excelentes ejemplos se
encuentran en la poesía de César Vallejo.
Por otro lado, en un minucioso estudio al cual ya aludimos, Klaus Koch puso de
relieve las diferencias más notorias entre las visiones de los profetas y aquellas de los
apocaliptistas. Estas son clarificadoras8.
1) Pocos de los escritos de los profetas incluyen visiones como tales, mientras que
los apocalipsis son impensables sin ellas.
2) Cuando se dan, los profetas aparecen como pasivos videntes, en cambio, en los
apocalipsis los videntes toman parte activa en las visiones.
3) Mientras que los profetas rara vez tratan con ángeles, siendo su fuente
directamente Dios, en los apocalipsis muy rara vez Dios se deja ver, siendo su
lugar tomado por los ángeles, incluso como fuente de las revelaciones.
Debemos tener presente que, para el semita (y Juan lo era), los sueños (y
visiones) eran básicamente del mismo orden que la realidad misma; para él los
sueños son realidades igual que las sensibles. El semita no distinguía entre una cosa
y su representación figurada. De aquí la importancia de las pitonisas y de los sueños
proféticos, que calificaban como visiones, es decir, como algo «visto». Ver en sueño
a un rey como vencedor era dar por hecho su victoria.
6. Conclusiones
¿Cómo podía Juan dar a entender al receptor que lo que escucha/lee son
revelaciones que han sido dadas desde «el más allá» por Dios, que provienen de Él?
Presentándolas como secretos desvelados que, por no poder darse en la tierra, se
descubren al «trasponer el velo» en «el cielo», «llevado en espíritu» (1,10; 4,2;
17,10), allí donde se ve lo que hay «detrás», lo que llamamos el sentido de la
historia.
Hay una segunda función que cumple el hecho de presentar su mensaje en forma
de visiones: la oferta de una visión utópica, alternativa al mundo que rechaza, como
hacen los poetas.
Por lo tanto, el Apoc. ofrece una visión de un mundo alternativo a aquel que
rechaza: cielos y tierra nuevos. Para eso crea mitos, o pasa a ser un grandioso mito,
que justifica el rechazo de ese mundo y explica su agresividad. Es la cosmovisión de
los marginados y hostigados, como lo sería hoy de los pobres frente a sus
explotadores.
En síntesis, en concordancia con Felipe Ramos, podemos afirmar que «la visión
es una técnica o recurso literario para ganar la atención. Añade autoridad al escrito,
ya que el autor se presenta como testigo ocular de lo que nos va a contar. Más
claramente, tales visiones nunca existieron; no responden a una realidad percibida
por los ojos de la cara; en ellas no ha habido percepción sensorial»13. Por este
«recurso literario», que presenta los contenidos como productos de visiones, la
impresión que el lector obtiene es que la veracidad y seriedad de esos contenidos
están en relación directa a la de Dios mismo, pues supuestamente han sido otorgadas
por Él al vidente. En otras palabras, la presentación del mensaje en forma de visiones
pone de relieve el origen de dicho mensaje -en Dios, no en Juan (se asocia con lo que
se conoce como «inspiración»)-, que por lo tanto exige aceptación como toda
revelación divina.
1 Aunque el Apoc. es una serie de escenas que constituyen una sola y única gran
visión, convengamos, como estamos ya acostumbrados, a hablar de visiones en
plural, como si fueran una serie de visiones independientes. De hecho, en el texto
se marcan rupturas: y vi, y me mostró.
3 En 1,9 Juan no dice que tuvo visiones en Patmos, sino que allí estuvo «por causa
de la palabra de Dios...». Si tuvo visiones allí y escribió después, entonces
desobedeció la orden de escribir inmediatamente que varias veces recibió
(1,11.19; 14,13; 19,9; 21,5).
5 Una exposición sintética pero minuciosa de los verbos y formas usados para
designar el acto de ver, lo ofrece E. Delebecque, «‘Je vis’ dans l’Apocalypse»,
Revue Thomiste 88(1988), 460-466.
7 El estudio más serio y detallado sobre visiones es el del Prof. Ernst Benz, producto
de tres décadas de investigaciones, tomando en cuenta los conocimientos
sicológicos y parasicológicos, y también la fe: Die Vision. Erfahrungsformen und
Bilderwelt, Stuttgart l969.
10 Por ejemplo, en Gén 15,1 leemos que «La palabra de Dios le vino a Abrahán en
una visión...»; «Visión que Isaías, hijo de Amós, vio tocante a Judá... Oigan
cielos, escucha, tierra, que habla Yavé...» (Isa 1,1ss; cf. Abd 1ss; Neh 1,1ss); «El
Señor le dijo (a Ananías) en una visión...» (Hch 9,10; cf. 16,9; 18,9; Mt 1,20;
2,19). Véase también Gén 46,2; Núm 12,6; 1 Sam 3,1.11-15; Sal 88,19; Jer 14,14;
38,21ss; Ezeq 12,27; 13,7; además de las visiones de ángeles (mensajeros de
Dios) en Lc 1,11ss.26ss; Hch 10,3; 18,9; 2 Cor 12,1.
11 Se puede consultar también Núm 12,6; Joel 3,1 [= Hch 2,17]; Job 33,15; Sir 34,3;
Dan 7,1; 2 Mac 15,11; esp. 4 Esdr 10,59; 12,35; 13,1.35; 14,8.
Un determinado género o tipo se distingue de otros por una serie de rasgos que lo
caracterizan -algunos de los cuales puede compartir con otro tipo, pero están en
diferente orden de predominio. Por ejemplo, la biografía y la novela son dos géneros
literarios diferentes. A pesar de que comparten una serie de características (forma
narrativa, predominio de una trama en torno a un personaje-héroe, etc.), tienen cada
uno rasgos distintivos que los diferencian. Por eso se distinguen. Eso mismo ocurre
con dos géneros cercanos como son la profecía y el apocalipsis, que sin embargo son
diferentes.
Como vemos, es importante conocer el género literario de una obra porque nos
sitúa en el mundo ideológico e histórico de su autor, y nos abre a sus preocupaciones
e intereses.
1. ¿Cómo concebía Juan su obra?
2. Aclaraciones semánticas
Antes de exponer los rasgos básicos que caracterizan el género apocalíptico, que
es aquél con el que más se asocia la obra de Juan, es necesario hacer algunas
aclaraciones semánticas debido a los usos y abusos de este campo semántico1.
El Apoc. comparte los mismos rasgos básicos que lo caracterizan con muchos
otros escritos, tanto bíblicos como extrabíblicos, de modo que se puede hablar
perfectamente de un género literario. Lo conocemos como género apocalíptico,
designado como tal a partir del s. II d.C., y en base al modelo del Apocalipsis de
Juan3. Entre tanto, se ha estudiado con sumo detenimiento, especialmente este siglo,
la vasta gama de escritos judíos y no-judíos desde la perspectiva literaria, de la cual
al menos una docena son apocalipsis judíos del período intertestamentario
(apócrifos), y casi dos docenas son apocalipsis cristianos4.
La única obra en la Biblia que pertenece netamente a este género, además del
Apoc. de Juan, es Daniel 7-12. Por cierto, hay grandes bloques en otras obras
bíblicas que, en mayor o menor grado, corresponden al género apocalíptico,
particularmente entre los escritos proféticos: Isa 24-27; Ezeq 38-39; Zac 1-8; Joel 3;
Marcos 13; 2 Tes 2; 1 Pedro.
Más concretamente:
Contenido característico:
- Anticipa un juicio final que incluye destrucción de los malvados y premios a los
fieles, generalmente por la inversión (reversal) de situaciones: los que sufrían
gozarán, y al revés.
- Una visión dualista: no hay más que blanco y negro, luz y tinieblas, buenos y
malos, que están contrapuestos, de aquí el clima de conflicto y violencia que
proyecta.
- El paso del mundo particular al cósmico: de lo que conoce y percibe en su
pequeño mundo pasa a generalizar, de modo que ya no se trata solamente de su
mundo, sino del cosmos. No sólo eso, sino que lo extiende a la dimensión
trascendente: se trata no sólo de este mundo, sino que se extiende hasta el
«cielo», haciendo que ambos sean parte de un grandioso todo en interacción.
¡Esto es típico del lenguaje mítico! Y la apocalíptica es un mito al revés: su
tema no es la protología sino la escatología.
5. Apocalíptica y profecía
Hemos visto que el Apoc. se presenta también como profecía, obra de un profeta.
Como los profetas, Juan implícitamente asegura hablar en nombre de Dios, al
comunicar lo que le hizo «ver» en relación a graves situaciones actuales para su
comunidad.
Mientras que en el profeta las referencias son siempre a hechos concretos, como
el destierro, injusticias o una invasión, en la apocalíptica el horizonte es más amplio,
al presentar la panorámica global de la historia de la salvación. La apocalíptica
interpreta en profundidad las dificultades de fondo del presente como parte del
combate escatológico entre las fuerzas del bien y las del mal (cf. Apoc. 12).
En tiempos de la crisis creada por el rey antijudío Antíoco Epifanes (165 a.C.) se
escribieron Daniel, Jubileos y el Testamento de Moisés. A raíz de la invasión romana
y la profanación del Templo el año 63 a.C., se escribieron los Salmos de Salomón y 1
Henoc 37-71. En relación con la guerra del 70 d.C. se escribieron 2 Esdras, 2-3
Baruc y el Apocalipsis de Abrahán. En todos éstos se obtiene el mismo mensaje, por
un lado de exhortación a la fidelidad a Dios ante las adversidades, y por otro la
garantía de su victoria final. El Apocalipsis de Juan se escribió en tiempos difíciles
para la Iglesia, primero bajo Nerón, y luego se amplió en tiempos de Domiciano.
Por 1,3 nos enteramos que el Apoc. fue escrito para ser leído en público, muy
probablemente en un contexto litúrgico: «Bienaventurado el que lee y los que
escuchan». Eso significa que el auditorio lo escuchaba, se formaba una impresión,
respondía con aclamaciones y cánticos. Las bienaventuranzas, por estar dirigidas al
lector, dan una clara visión de la finalidad del Apoc.12.
A estos claros indicios del propósito del Apoc. se suman las cartas a las siete
iglesias, en los cap. 2-3. Su finalidad no era simplemente informar al lector, sino
constituir verdaderos juicios que le interpelan, cuestionan, invitan a confrontar su
propia conducta con la allí desvelada. Una vez más, estamos ante textos que revelan
un propósito exhortativo, no informativo o artístico, expresado mediante el recurso a
un género literario conocido del profetismo.
Una lectura atenta del Apoc. desde la perspectiva de su escatología (tratado del
destino final) revela una tensión entre pasajes donde claramente se refleja la
expectativa de un final cercano y otros que presuponen que ese final no sería tan
cercano al tiempo de Juan. Basta que pensemos en el contraste entre los primeros y
últimos versículos (1,1.3; 22,6.7.10.12.20), con su seguridad de que el Señor viene
«ya», y el milenio que, según el cap. 20, pasaría antes del desenlace final.
En Apoc. 6,9ss los mártires claman: «¿hasta cuándo... estarás sin juzgar y sin
vengar nuestra sangre...?» La respuesta dada es que tienen que esperar todavía un
poco, hasta que se complete el número de los que serán ejecutados. Es decir, el
tiempo es un corto lapso antes del fin (3,11; 6,10s; 12,12; 16,15). La comunidad
exclama ¡Maran-ata (Señor, ven)! Todo esto, evidentemente, es reflejo de la propia
expectativa de Juan, o al menos su anhelo profundo; no es sólo un artificio literario.
En todo el Apoc. el eje del tiempo es siempre el mismo: queda un corto tiempo
aún y luego será el fin. No encontramos por eso una secuencia, propia de una
historia, sino una serie de escenas yuxtapuestas, de tal modo que el cuadro total tiene
su eje en lo escatológico. Juan lo hace tres veces, casi en forma cíclica (ver estructura
del Apoc.), terminando siempre en escenas de la corte divina y de un clima
paradisíaco. Podemos pues hablar de un apocalipsis compues to de pequeños
apocalipsis. Ese futuro anticipado en las visiones debe servir para urgir la seriedad
con la que se debe tomar el presente. La certeza de un juicio y reivindicación final
sirve el propósito de alentar a la fidelidad.
En síntesis, la escatología del Apoc. es de una tensión «ya pero todavía no».
Desde ese ángulo es una clara exhortación a la perseverancia vigilante en la fidelidad
al Cordero, a pesar de las adversidades que se puedan presentar. La gran
preocupación de Juan no es la fecha exacta de un acontecimiento futuro sino el
presente de la Iglesia. El mundo nuevo y definitivo ya ha comenzado con la
resurrección de Jesucristo. Toca a la comunidad cristiana mostrar ya desde ahora esa
esperanza y esa novedad que se manifiesta en su forma de vivir. Todos participan de
la misma vocación de testigos y de vencedores.
2 Sobre estas aclaraciones vea el número 14 de la revista Semeia, ed. J.J. Collins,
Apocalypse: The Morphology of a Genre, Atlanta 1979; K. Koch, The
Rediscovery of Apocalyptic, Londres 1972, esp. cap. III, y el resumen de D.S.
Russell, Divine Disclosure. An Introduction to Jewish Apocalyptic, Mineapolis
1992, 8-13.
3 M. Smith, «On the History of Apokalyptô and Apokalypsis», en D.Hellholm (ed.),
Apocalypticism in the Mediterranean World and the Near East, Tubinga 1983, 9-
20.
4 Vea los estudios reunidos en D. Hellholm, op. cit., y J.J. Collins, The Apocalyptic
Imagination, Nueva York 1984. Ambos con extensa bibliografía. Los textos
mismos, lamentablemente, no han sido traducidos al castellano. En inglés vea J.
Charlesworth (ed.), The Old Testament Pseudepigrapha, vol.1, Nueva York 1983,
y W. Schneemelcher (ed.), New Testament Apocrypha, vol.2, Louisville 1992.
5 No todas las obras que llevan como título «apocalipsis» son de ese género, p. ej. el
Apoc. de Moisés; otras que no llevan ese título sí lo son, p. ej. el Testamento de
Abrahán, o contienen bloques propios de ese género, p. ej. Dan 7-12.
8 Esto está particularmente claro en las siete «cartas». Sin embargo, ese bloque
probablemente ha sido introducido en la obra posteriormente. Juan usó
ocasionalmente también el discurso directo en forma de oráculos, dirigiéndose él
mismo al auditorio; declaró bienaventurados y exhaló ayes; exhortó a «salir» de
Babilonia (18,4); etc.
9 La misma conclusión se lee de pluma de R. Bauckham, The Theology of the Book
of Revelation, Cambridge 1993, 6: «it would be best to call John’s work a
prophetic apocalypse or apocalyptic prophecy».
10 Cf. Mt 7,15; 10,41; 13,57; 21,11.26; 23,37; 24,11; Hch 2,30; 13,1.6; 1 Cor 12,28;
14,37; Ef 3,5; 4,11.
Para comprender una obra es necesario conocer también su origen literario, es decir, las posibles fuentes
de las que se nutrió o en las que se inspiró su autor. Conocer la composición redaccional de una obra es
conocer parte de su historia -que no es otra que la del escritor y su mundo-, correspondiente a una evolución
en apreciaciones y circunstancias que ocasionan la composición y las posteriores alteraciones al texto. Es la
llamada Redaktionsgeschichte, conocida en la exégesis bíblica moderna como un aspecto del estudio
histórico-crítico de textos. Igual que en el caso de los evangelios, donde más se aplicó, la comprensión del
Apoc. no será la misma si se lo estudia como si fuese obra de un único autor o si se lo estudia como
resultado de varias redacciones en momentos diferentes.
La composición del Apoc. se ha estudiado también en el pasado, y como resultado de ello se han
ofrecido diferentes explicaciones. Sin embargo esto no siempre ha preocupado a los comentaristas del
Apoc. De hecho, la mayoría de las veces se asume que fue escrito como un todo por un único redactor. Por
otro lado, los estudios hechos sobre la composición redaccional del Apoc. muestran que estamos lejos de un
consenso al respecto. Por todo eso, debido a la importancia que reviste para la comprensión de la obra
misma, no está demás retomar el asunto con la esperanza de arrojar algunas luces adicionales al respecto1.
Rupturas en el texto
a) Al comienzo del libro hay tres introducciones, que se distinguen lingüística y estructuralmente:
La primera introducción ha sido compuesta por alguien que presentó a Juan como profeta. Tiene la
forma literaria de un prólogo, y centra la atención más en la obra como tal que en la persona de Juan. En las
otras dos introducciones habla Juan mismo, pero de modos diferentes. La primera de éstas tiene el estilo
formal y la estructura de los proemios típicos de cartas de la antigüedad. La siguiente, en cambio, es
informal y Juan se presenta nuevamente, pero ahora como «hermano y compañero» de sus lectores.
Volveremos más detenidamente sobre las otras dos más adelante.
La mayoría de los exegetas reconocen que la primera introducción (1,1-3) ha sido añadida más tarde.
b) Los estudiosos coinciden en reconocer que con 4,1 se inicia un nuevo bloque, independiente de lo
anterior, el cual consta de una serie de visiones: «Después de estas cosas (meta tauta) miré, y he aquí (que
vi) una puerta...». La composición de este bloque será discutida más abajo.
c) La mayoría también reconoce que con 22,6 hay otra ruptura. Esa parte final constituye una especie de
epílogo, que ha sido añadida posteriormente al texto que originalmente concluía en 22,5. También es
discutida la composición del cap. 21: ¿se trata de dos visiones de la Jerusalén celestial correspondientes a
dos momentos redaccionales distintos? Haremos un breve recorrido por el texto para descubrir posibles
anomalías en él.
El epílogo ha sido a todas luces añadido por la misma mano que introdujo el prólogo actual (1,1-3),
correspondiente al redactor final. Esto se deduce particularmente de la reiteración de ciertas expresiones,
inclusive lingüísticamente idénticas:
1,1a = 22,6b: Jesucristo/Dios envió al ángel «para mostrar a sus siervos lo que ha de suceder en breve».
La mención del envío del ángel, además, corresponde a 22,16a2.
1,3a = 22,7: «Bienaventurado» el que acoge «las palabras de la profecía» (tous logous tês prophêteias);
La yuxtaposición de sentencias y advertencias, a menudo sin relación evidente una con otra, hace
suponer que este «epílogo» se forjó en más de un momento: no es imposible que se le añadieran
afirmaciones conforme se hicieron copias, como la advertencia final en 22,18-19, después de que el Apoc.
ya había sido objeto de «mutilaciones».
Las sentencias de este epílogo tienen un denominador común: se trata de afianzar la autenticidad del
mensaje del Apoc. Lo más notorio es la fiebre parusíaca allí expresada: «ha de suceder en seguida» (v.6,
similar a 1,1), «vengo pronto» (v.7), «el tiempo está cerca» (v.10, que también se encuentra en 1,3), «vengo
en seguida» (v.12), «¡ven!» (v.17.20), «sí, vengo pronto» (1,20).
La introducción (1,4-20)
Con su forma de proemio epistolar, la segunda introducción, v.4-6, le daba a todo el Apoc. forma de
carta, antes de que se le antepusiera la actual primera introducción. El último versículo del Apoc., «La
gracia del Señor Jesús (sea) con todos» (22,21), cierra la forma de carta. Problemáticos son los v.7 y 8, pues
no tienen una relación clara con el contexto ni entre sí; dan la impresión de ser glosas yuxtapuestas.
En contraste con los versículos anteriores de esta introducción, el v.7 está construido en base a frases
reminiscentes de Dan 7,13 («viene con las nubes») y de Zac 12,10-14 (todos «lamentarán al que
traspasaron»). Hacen eco al epílogo del Apoc., con su aseveración del inminente juicio divino. Llamativa es
la reiteración del semítico «amén», precedida por el sinónimo griego «sí (nai)», que concluye la afirmación,
igual que en el v.6. El v.8 por su parte nos sorprende con la inesperada presentación de Dios, que además no
se conecta con nada4. Lingüísticamente parece un plagio del v.4; la expresión «el que es, el que era y el que
ha de venir» se encuentra idéntica y en el mismo orden solamente en 1,4 y 1,8. En 4,8 se encuentra la
misma expresión, pero siguiendo un orden cronológico (era-es-vendrá), de modo que enfatiza la eternidad
de Dios, no su identidad (como en 1,4.8): «el que era, el que es y el que ha de venir».
Si se pasa de la introducción en forma epistolar (v.4-6) directamente al v.9, que está en la primera
persona, entramos en la materia que llevó a escribir la «carta». La misma forma y secuencia se encuentra al
inicio de la carta de Pablo a los Gálatas (1,4ss, véalo y compare). Por tanto, si se glosan los v.7-8, que
probablemente han sido introducidos posteriormente, el bloque 1,9-20 pudo haber venido a continuación, de
modo que, junto con los v.4-6, habría constituido una unidad (v.4-6.9-20). Esta suposición tendrá que ser
reconsiderada a la luz de otras consideraciones que mencionaremos luego.
El v.20 ha sido probablemente compuesto con el fin de tender el puente literario hacia el bloque de las
cartas: «las siete estrellas son los siete ángeles de las siete iglesias...» a quienes se dirigirán las cartas -del
mismo modo que 4,1 es el puente tendido de las cartas al inicio del cuerpo del Apoc. El v.19 plantea otras
interrogantes, que veremos más adelante.
La presentación del v.9 abre la puerta a la visión-base, que presenta a Jesucristo majestuoso, cual juez
severo, «semejante a Hijo de hombre» (el juez daniélico), de cuya boca salía «una filuda espada de dos
filos» (v.16). Es una visión estrechamente relacionada con las siete cartas, que empiezan cada una con una
presentación de Jesucristo bajo uno de sus aspectos expuestos en la visión del cap. 1 (vea 2,1.8.12.etc), para
acto seguido emitir su juicio sobre la conducta de la comunidad en cuestión. Es una función muy puntual
que no se retoma en el resto del Apoc.: juzgar las iglesias.
Esta primera visión es independiente de aquéllas a partir de 4,2. De hecho, en el cap. 5 Jesucristo vuelve
a ser presentado, pero esta vez como Cordero, figura que domina a lo largo de los capítulos siguientes.
¿Pero por qué tenemos dos presentaciones de Jesucristo y, sobre todo, como figuras muy diferentes?
Probablemente porque la del cap. 1 no tenía nada que ver con el resto del Apoc. (a partir de 4,2), e.d. era
parte de un bloque diferente (junto con las cartas), que eventualmente fue antepuesto. Recordemos que 4,1,
una «retoma» (Wiederaufnahme), es un puente tendido por el redactor para dar la impresión de continuidad,
después de anteponer la visión primera: «Después de estas cosas (meta tauta; ¿cuáles?)... la voz aquella
primera, como de trompeta (¡remite a 1,10!)... lo que ha de suceder después de estas cosas (meta tauta;
¿cuáles? Cf. 1,19b)».
Es notorio que en 1,1; 4,1 y 22,6 se encuentra la expresión ha dei genésthai (lo que ha de suceder).
También se encuentra en 1,19 en forma naturalmente adaptada a la secuencia (ha méllei genésthai), la cual
sostengo que ha sido introducida para unificar los tres grandes bloques: la visión inaugural, las cartas y el
resto del Apoc. Eso sugiere que posiblemente el redactor final ha usado esa expresión a modo de
delimitador de las diferentes partes principales del Apoc.
Resumiendo lo dicho: es poco probable que el Apoc. empezara con tantas visiones de presentación de
Jesucristo. La más amplia y detallada es aquella del cap. 4-5, donde naturalmente el Cordero es presentado
como parte de la corte celestial de Dios. Es una presentación ampulosa (indicio de que era importante), que
se sitúa en el cielo. En cambio, la visión del cap. 1 es más breve y es de Jesucristo cual juez soberano (hijo
de hombre, v.11) en la tierra, no en el cielo, en medio de las iglesias (v.13.20). Su inclusión se comprende
mucho mejor si fue añadida más tarde, con una concepción más bien judicial; ese mismo Jesús actúa como
juez de las iglesias en cap. 2-3. Por lo tanto, no es imposible que el Apoc. hubiese empezado con 4,2, con la
invitación a Juan a «subir al cielo». Es notorio que Jesucristo no aparece sobre la tierra en el resto del
Apoc., hasta recién en el cap. 21, cuando, después del juicio final, la nueva Jerusalén «desciende del cielo».
Viendo la secuencia total, resulta llamativo que haya una visión sobre Jesucristo (cap. 1) antes de la
visión más general del trono en el cielo (cap. 4-5), donde Jesucristo volverá a ser presentado y será esa
imagen, la del Cordero, la que domine el resto de la obra. Si ahora tenemos dos presentaciones es porque
eventualmente se le antepuso aquella en el cap. 1.
De ser cierta nuestra sospecha de que la primera visión original del Apoc. era aquella de los cap. 4-5,
surge la pregunta por una posible introducción previa. Es difícil saber si la tenía. Las introducciones
actuales (cf. supra) no parecen haberlo sido -ni tienen por qué haberlo sido. En el estudio composicional de
textos, lo más difícil es saber si algo ha sido expurgado o ha sido eliminado. Recordemos que en esos
tiempos el Apoc. no era aún «Sagrada Escritura», intocable e inalterable, razón por la que más tarde se
introdujo la advertencia en 22,18s, al puro estilo de los conjuros de la antigüedad.
El sentido original de 1,19 es totalizante: «escribe las (cosas) que viste, las que son y las que han de ser
después de éstas».
«Las (cosas) que viste (ha eides, aoristo: pasado concluido)», acompañado de la conjunción consecutiva
oun, «entonces», naturalmente incluye la visión que acaba de tener (1,12-18), que había empezado con la
orden «lo que ves, ¡escríbelo!»5. Esta es ahora la visión fundamental para todo el Apoc., como hemos visto,
por lo que merece atención especial. La orden de escribir «las (cosas) que son (ha eisín)» se refería a las
situaciones actuales en las diversas iglesias de Asia. Eso será explicitado con la introducción de las siete
cartas, precisamente a esas iglesias. Notemos que cada una de ellas es introducida con la orden «¡escribe!» -
que corresponde a aquella de 1,19a.
La orden en el v.19 de escribir «las (cosas) que han de ser después de éstas» (ha méllei genésthai)
apunta evidentemente a un futuro aún no realizado, pero que Juan verá anticipadamente, por eso debe
escribirlas. Es una clara referencia al resto del Apoc., que nos lleva hasta el fin de los tiempos. Esa orden
amplía aquella simple del v.11, explicitando que debe incluir lo presente y lo futuro. Es notorio que en 4,1
se afirma expresamente que a partir de ese punto se tratará de «las (cosas) que tienen que ser» (ha dei
genésthai). Es decir, 4,1 fue redactado para afirmar la continuidad con 1,19, pues retoma la última parte de
esa orden que resaltaba dos momentos distintos: lo que está sucediendo (cap. 2-3) y lo que sucederá (4,2-
22,5). Esto sugiere que el v.19 fue compuesto cuando ya existía el cuerpo del Apoc. La cláusula «las cosas
que viste» sirve para justificar la escritura de la visión de 1,9ss.
Si todo eso es así, entonces la visión «inaugural», junto con los v.4-6, fue compuesta para
posteriormente servir de introducción a todo el Apoc., lo cual se podría apreciar si originalmente empezaba
directamente en 4,2 -o con alguna escueta introducción. Esa amplia introducción sirvió para añadir las siete
cartas, que incluyen «las cosas que son», que Juan ya había visto en alguna gira apostólica por las iglesias
de Asia.
Es común argumentar que 1,4-3,22 siempre ha constituido una unidad. El criterio esgrimido es el hecho
de que los títulos asignados a Cristo en cada una de las cartas corresponden a calificativos que encontramos
en la visión inaugural (1,12-18), y en 1,11 se da la lista en el mismo orden de las siete iglesias, ya
mencionadas como destinatarias del Apoc. en 1,4 («Juan a las siete iglesias en Asia»). En consecuencia, la
visión inaugural y las siete cartas siempre habrían formado una unidad.
Sin embargo, a menudo se omite la posibilidad de que los títulos usados en las cartas para designar a
Cristo hayan sido tomados posteriormente precisamente de la visión inaugural, con el fin de componer las
cartas y así darle cohesión al todo. De ser así, original habría sido la visión inaugural, seguida por las que
encontramos a partir de 4,2 («Después de estas cosas...»), y posteriormente se compusieron las cartas en el
mismo orden de las menciones en 1,11. La introducción 1,4-20 habría podido servir de presentación
anticipada de esas cartas. Como sea, las cartas no pueden ser anteriores, pues presentan a Jesús con rasgos
que encontramos en la visión inaugural. Constituyen, además, una unidad coherente estructural y
temáticamente.
Criterios estilísticos no nos ayudan mucho porque toda la obra muestra gran unidad de estilo,
probablemente debido a la pluma del redactor final -que sería el mismo que le antepuso el actual prólogo y
las advertencias finales. Sin embargo, es notorio que el lenguaje característico apocalíptico de metáforas y
símbolos, que prácticamente satura el cuerpo de la obra, en las cartas es mucho menos frecuente; en cambio,
es mucho más frecuente el lenguaje directo unívoco, más cercano al de los profetas que pasan juicio y
llaman a la conversión (cf. 2,4s.16.21s; 3,3.19).
En las cartas encontramos frases y temas enunciados en el cuerpo del Apoc., p. ej. «quien tenga oídos,
oiga» (2,7 = 13,9), «el árbol de la vida» (2,7 = 22,2), la segunda muerte (2,11 = 20,6.14), regirá «con vara
de hierro» (2,27 = 12,5; 19,15), vestidos de blanco (3,4s.18 = 4,4; 7,9.13.14), el «libro de la vida» (3,5 =
13,8; 17,8; 20,12.15; 21,27), la nueva Jerusalén que baja del cielo (3,12 = 21,2). Indudablemente el autor
estaba familiarizado con esas expresiones y temas, ya sea porque eran parte de su vocabulario o porque se
las prestó del cuerpo del Apoc.
Las cartas se dirigen directa y expresamente a las iglesias de Asia (no sólo a las siete: cifra simbólica,
además de la indicación al final de cada una de que el juicio vale para todas las iglesias: 2,7.11.17, etc.). El
resto del Apoc., en cambio, es genérico en los cuadros que presenta, sin dirigirse a ninguna comunidad en
particular -dato suplementado posteriormente en la segunda introducción: «Juan a las siete iglesias que
están en Asia» (1,4).
Desde el punto de vista de su contenido, en las cartas la mirada es ad intra, dentro de la Iglesia. El resto
del Apoc., en cambio, mira ad extra, hacia el resto del mundo en su relación con la Iglesia.
En las cartas se trata de juicios sobre la vivencia concreta de la fe cristiana, la fidelidad en puntos muy
concretos, entre otros el sincretismo. En el resto del Apoc., en cambio, no se tratan asuntos puntuales sino
más bien la fidelidad en sí misma. En notorio contraste con el resto del Apoc., en las cartas se habla como si
el mundo no estuviese a punto de tocar a su fin, como si no estuviese cerca el juicio final. Es el sentido de
las llamadas a la conversión. La sensación que dejan las cartas es que la Iglesia existiría mucho más tiempo,
y sin hostigamientos desde fuera. Son visiones escatológicas notablemente diferentes: de un largo futuro por
delante, en contraste con un fin próximo.
Las cartas son netamente moralizantes, no así el resto del Apoc., centrado en la escatología. Y, en todo
el Apoc., sólo en las cartas Jesucristo se dirige directamente a la Iglesia. Notorio es, además, que en las
cartas se revela un doloroso conflicto con el judaísmo, ausente en el resto del Apoc.7. Además, allí donde el
autor pudo haberse detenido a examinar las actitudes cristianas frente a persecuciones concretas, no se habla
de violencia ni de ejecuciones (sólo la memoria de Antipas, en 2,13).
Hay una importante consideración adicional que debe ser tomada con toda seriedad. Mientras que en
1,11 la orden divina es «lo que ves, escríbelo en un libro y envíalo a las siete iglesias...», en los cap. 2 y 3
tenemos siete mensajes individualizados (cartas o edictos), no un libro. Además, el libro debería contener la
visión inaugural, pero sorprendentemente el contenido de las cartas son juicios divinos a las iglesias.
En síntesis, probablemente las cartas constituyeron un bloque en sí mismo, compuesto teniendo como
trasfondo y sustento la visión inaugural, que ya estaba escrita, al igual que el cuerpo del Apoc., y que fue
introducido posteriormente con apoyo de 1,19-20 y 4,18. Se dirigían a una problemática diferente del resto
del Apoc.: la cuestión de la «pureza» de la fe cristiana, frente a las tentaciones del sincretismo y del
acomodo al entorno. Su preocupación es con la Iglesia misma, mirándose a sí misma cara a su fidelidad al
Señor (ad intra), y no con las actitudes que el mundo externo ha asumido frente a la Iglesia (ad extra).
Como sea, en la actualidad son parte integral del Apoc., y es así como las leemos.
Hay duplicaciones y repeticiones. Las más notorias son las que se siguen entre los cap. 7-9 y cap. 14-16:
7,2-8//14,1-5 (los 144,000), 7,9-17//15,2-5 (bienaventurados en el cielo), 8-9//16 (trompetas-copas). Hay
otras, pero más comprensibles, como p.ej. 13,1.3.8 y 17,3.8; 14,8 y 18,2; 12,9.12 y 20,3s; o las dos
descripciones de la nueva Jerusalén en el cap. 21 (21,1-5 y 21,9-22,5).
Hay interrupciones o interludios, p.ej. 7,1-17; 16,15; 19,1-10 y particularmente 10,1-11,13, que cortan la
fluidez de la secuencia.
Hay una serie de himnos de victoria anticipada, sin que se haya definido aún el triunfo final, juicio y
nuevo mundo9.
Hay progreso, pero a la vez circularidad, por ejemplo, entre los siete sellos y las siete trompetas (la
apertura del séptimo sello da origen a las siete trompetas).
Pero, a pesar de todo, hay uniformidad estilística10. Eso significa que una persona llevó a cabo una
redacción de todo, aun si tuvo ante sí fuentes diversas o uno o más apocalipsis previos. Este es un dato que
no se debe perder de vista.
Sin embargo, la uniformidad estilística, y aparentemente también lingüística, que incluye la repetición
de temas, imágenes y símbolos se puede explicar como producto de un redactor final, o del mismo autor
que retomó su obra y la amplió, o inclusive de gran semejanza en estilos de dos o más personas. Todas estas
explicaciones de hecho han sido detalladamente expuestas. Es decir, no es necesario postular como única
explicación posible que la uniformidad estilística y lingüística resulta de una composición original hecha
por una sola persona y de una sola sentada.
Explicaciones posibles
a) Una es que el Apoc. es el resultado de varias ediciones por parte de un mismo autor, que empezó con
un primer apocalipsis-núcleo. Es la explicación ofrecida por R.H. Charles, y más recientemente por H.
Kraft tras un minucioso estudio y comentario del Apoc.: dada la uniformidad lingüística y los desniveles
estructurales, el Apoc. es el resultado de varias etapas de revisión de un apocalipsis original (Grundschrift)
por el mismo redactor. El mismo redactor habría añadido más tarde las cartas y la visión inaugural11. P.
Prigent también postula dos ediciones del Apoc.; la segunda constaría de añadidos, particularmente las
cartas12.
b) Según otros, un redactor habría unido varias fuentes sin unificarlas secuencialmente. Generalmente se
piensa en la yuxtaposición de dos o más apocalipsis. Así, J.M. Ford piensa que el Apoc. consta de dos
apocalipsis judíos juntados y adaptados al cristianismo por un judeo-cristiano. El primero habría sido 4,1 a
11,19 y el segundo 12,1 a 19,2113. Ya antes, J. Weiss afirmaba que el Apoc. era el resultado de la
conjunción de dos apocalipsis preexistentes, uno de origen judío, otro cristiano, ambos adaptados.
c) Una variante de ambas explicaciones es la de M.-E. Boismard, que sostiene que el mismo autor
compuso dos apocalipsis, uno en el tiempo de Nerón y luego otro en el tiempo de Vespasiano o de
Domiciano. Al final se trataría de tres diferentes apocalipsis, todos compuestos por el mismo Juan -
separando las cartas como última etapa-, pero en distintos momentos14.
La opinión más común es que el Apoc. fue compuesto así como lo tenemos por intención expresa del
autor, debida cuenta de algunas glosas añadidas posteriormente.
Dos partes
La opinión de M.-E. Boismard, cercana a la de otros exegetas católicos franceses en particular (E.B.
Allo, J. Bonsirven, L. Cerfaux, J. Cambier, A. Feuillet), es que el Apoc. consta de dos grandes partes,
divididas en torno a 12,1. La primera parte estaría modelada en apocalipsis judíos y se inspira
particularmente en Daniel y Joel. La segunda parte se inspira más bien en Ezequiel. La primera parte mira al
fin del mundo profano, mientras que la segunda pone de relieve el futuro de la Iglesia bajo Roma.
Las visiones de la primera mitad son de sabor netamente judío. No extraña que algunos piensan que se
trataba de un apocalipsis judío adoptado por Juan. Su mensaje central es la liberación del pueblo oprimido,
con el Éxodo como trasfondo, que se canta en 11,15-18.
Las visiones de la segunda mitad se sitúan primordialmente sobre la tierra, centrándose en las figuras
del dragón y la bestia, puestos en acecho del Cordero. Su mensaje central es la certeza del juicio divino y la
reivindicación de los que permanecen fieles al Cordero -de aquí las exhortaciones directas e implícitas a la
fidelidad a todo precio. Su tema claro y predominante es la situación de la Iglesia frente al totalitarismo
romano.
Visto más atentamente, desde la perspectiva de su contenido y desarrollo, observamos que el cuerpo del
Apoc. consta de tres ciclos, cada uno con sus «calamidades» y su triunfo. Cada ciclo tiene su secuencia de
siete calamidades/castigos. El tercero empieza en 12,1. En los dos primeros no hay etapa intermedia
(milenio) antes del fin, y la concentración está en el fin como tal: destrucción del mundo físico y triunfo
definitivo. En el último ciclo la atención está centrada más bien en la relación entre la bestia y el Cordero y
sus seguidores, que culmina para los unos en castigo y en bodas con el Cordero para los otros.
La serie de dos primeros ciclos, que constituye la primera mitad del Apoc., termina con cánticos de
triunfo final: el reino ya
es del Señor y ya castigó y premió (11,15-18), que por lo general se entiende como proléptico,
anticipatorio.
El segundo ciclo en realidad es parte del primero, pues el séptimo sello está conformado por la visión de
las siete trompetas (cf. 8,1s). Por lo tanto se debería hablar de un total de dos ciclos en el Apoc.
Las repeticiones de visiones con básicamente el mismo contenido se dan también en otros apocalipsis (2
Baruc, 2 Esdras, Daniel, Orac. Sib.). Esto sucede en la primera mitad del Apoc., que es más marcadamente
apocalíptica que la segunda -que es más histórica.
Con A. Feuillet, H.B. Swete, J.M. Ford, A. Yarbro Collins, M.-E. Boismard y otros se puede pensar que
a partir de 12,1 se trata de una nueva parte, un nuevo enfoque y una nueva preocupación. Swete afirmó que,
si hubiésemos heredado el Apoc. concluido en 11,19, no sospecharíamos siquiera la existencia del cap. 12
en adelante, pues los cap. 4-11 son un apocalipsis completo15. Este termina con la resurrección y el juicio
en 11,15-18.
Observaciones exegéticas
Apoc. 10,1-11,14
La mención en 11,14 de que «el segundo ¡ay! ya pasó» indica que éste se extiende hasta 11,13. Sin
embargo, 10,1-11,13 nada tiene de tenebroso que represente un «ay», como los ayes que vienen con la
quinta y la sexta trompeta (calamidades). Tras el toque de la sexta trompeta, el segundo «ay» lo constituía
9,13-21. En otras palabras, 10,1-11,13 es una digresión que distrae de la secuencia de ayes, al punto de que
el redactor se vio precisado a introducir en 11,14 la indicación de que «el tercer ¡ay! viene en seguida», para
orientar nuevamente la atención a los ayes como tales.
El texto evidencia que su función es esencialmente anticipar las visiones que se darán a partir del cap.
12, pero como parte de la séptima trompeta, a cuyo toque «se completa el misterio de Dios» (v.7). El
recurso a la imagen del libro nos recuerda aquella del cap. 5, pero con dos diferencias que indican que «no
habrá más tiempo» (v.6): es un libro pequeño y está ya abierto18. En 11,7 se anticipa de una manera clara al
cap. 13: «la bestia del abismo subirá y hará la guerra y vencerá» a los enviados de Dios.
Sin embargo, en 10,1-11,13 hay una serie de tensiones. Por un lado, 10,6-7 anticipa expresamente y con
juramento «que no habrá más tiempo, sino que en los días de la voz del séptimo ángel, cuando vaya a tocar
su trompeta, se habrá consumado el misterio de Dios»19. Por otro lado, en 10,11 se le encarga a Juan
«profetizar de nuevo sobre pueblos y naciones y lenguas y reyes numerosos», lo que supone una demora.
Pero en 11,3 encontramos una tarea profética encargada a los dos testigos por 1,260 días, después de lo cual
surgiría la bestia que mata a los profetas (de lo cual nada leemos en la segunda parte del Apoc.): ¿es su tarea
profética diferente de la de Juan?
La visión del capítulo 10 no tiene ninguna relación evidente con la siguiente. La orden final dada a Juan
en 10,11, «tienes que profetizar de nuevo», remite a 12,1ss si las visiones son aquí consideradas como
profecías, en cuyo caso habría servido para anticiparlas. No extraña que Ph. Vielhauer, de acuerdo con W.
Bousset, considere 11,1-13 como una posible «hoja volandera de propaganda judía de la época del asedio de
Jerusalén»20. Según M.-E. Boismard, se trataría de «un texto aparte, que haría referencia a los dos
testigos»21.
Como se ve, la cuestión es saber si los cap. 10 y 11,1-13 originalmente estaban unidos y si eran parte
integral del Apoc. desde el inicio, y su función en la obra. Las opiniones varían.
A continuación, 11,15 indica que «el séptimo ángel tocó la trompeta», que inicia el último «ay», con el
que se cierra el ciclo. Aquí también discrepan las opiniones. Para unos el tercer «ay» sería el juicio a las
naciones cantado en el v.l8; 11,15-19 sería la representación del final de la historia22. Según otros, abarcaría
todas las visiones subsiguientes hasta el cap. 20, y 11,15-18 sería sólo un himno triunfante proléptico,
anticipatorio, no real aún23. Las opiniones dependen en gran medida de la idea que se tenga sobre el origen
y la función de 10,1-11,13.
La mención de fenómenos como «relámpagos y voces y truenos y terremoto y una gran granizada», en
el v.19, son típicos de teofanías, cuando viene el Señor rey y juez soberano; a menudo se asociaban al juicio
final. Así, en Apoc. 16,18 salen del trono de Dios «relámpagos, voces y truenos» y terremoto, que marcan
el fin tras la última copa de la ira de Dios (cf. también 4,5; 8,5). Ahora bien, 11,19a nos remite a la
instauración mesiánica del reino de Dios en Sión, que esperaban los judíos al final, cuando Dios se asiente
allí y juzgue a todos y congregue a su pueblo: el arca de la alianza en su santuario.
Si el final definitivo no se da todavía, pero ya está próximo, ¿por qué en los cap. 12-21 se demora tanto,
incluyendo más plagas previas, preparaciones y un milenio de por medio? El fin significa el reinado
definitivo de Dios y su Cristo, el juicio y el dominio universal, cantado en 11,15-1824. Con el Éxodo como
trasfondo, este himno triunfal recuerda aquel de Miriam en Ex 15, que canta la victoria de Dios y su pueblo
sobre el faraón. ¿No será que con esos himnos se daba originalmente por concluido el Apoc.?
Como sea, los himnos en 11,15-18 cantan la actuación triunfante y justa de Dios, que cierra el plan
divino -notar que lo cantan las muchedumbres en el cielo y los 24 ancianos, que son los que cantan a la
soberanía de Dios al inicio en 4,11 y 5,9.12s. De aquí que pueda hablarse de dos apocalipsis yuxtapuestos,
el segundo, posteriormente añadido, empezaría en 12,1 (¿o en 11,19?). El hecho es que, a partir de 12,1
empieza una nueva parte con una visión diferente, más históricamente precisa y con una fluidez que hasta
entonces no había25.
Ha sido observado repetidas veces que la conclusión visionaria del Apoc. consta en realidad de dos
visiones yuxtapuestas, pero no coherentes: 21,1-8, «el cielo nuevo y la tierra nueva», y 21,9-22,5, «la
Jerusalén celestial». ¿Han estado siempre ambas juntas o ha sido alguna añadida posteriormente?
He aquí un elenco de opiniones expresadas al respecto: M. Boismard piensa que las dos visiones
originalmente eran las conclusiones de dos textos diferentes, la primera (21,1ss) de tiempos de Nerón, la
otra de tiempos de Domiciano26. Para H. Kraft la conclusión original habría sido 19,1-10, luego se agregó
21,5-8 como nueva conclusión. Posteriormente se añadió la visión de la nueva Jerusalén (21,9-22,5) junto
con las cartas y una última conclusión, el complejo 22,6-2127. R. Gaechter, después de analizar los últimos
capítulos del Apoc., concluye que estamos ante dos visiones diferentes que han sido juntadas: 21,1-8 y
21,9-22,228. Por su parte, en su estudio dedicado a 21,1-22,5, R. Bergmeier concluye que el Apoc. debió
haber terminado en 22,529. Originalmente 19,11-21,4 habría formado un todo con 22,3-5; a ello se le
intercaló la visión de 21,9-22,2, y finalmente se interpoló 21,5-8.
Sin pretensiones de hacer eco a otros, no es difícil darse cuenta de que, efectivamente, la grandiosa
visión final deja la impresión de una yuxtaposición de dos visiones. El visionario es invitado dos veces a
contemplar «la ciudad santa, Jerusalén, que bajaba del cielo de parte de Dios»: v.2s y v.9s -el v.1 es una
síntesis redaccional de la visión anterior, que a la vez prepara para la siguiente, por ello sólo aquí se habla
de «un cielo nuevo y una tierra nueva». La primera visión de la Jerusalén celestial parece una síntesis de la
segunda. Veámoslo más detenidamente.
La primera visión (21,1ss) consta de «la morada de Dios con los hombres» y lo que implica vivir con Él.
La segunda (21,9ss), en cambio, se concentra en la ciudad misma y sus características descritas con
imágenes tomadas predominantemente del Antiguo Testamento -tan así que no faltó quien la considerara de
origen judío (Bergmeier). Sin embargo, el concepto central de la primera visión también es tradicional: la
alianza definitiva de Dios con su pueblo, «ellos serán su pueblo y Dios mismo estará con ellos» (v.3). A las
consideraciones adelantadas, debemos añadir otra que algunos exegetas han observado también: que 21,5-8
no formaba parte originalmente de la primera visión de Jerusalén.
Un indicio que apunta en este sentido es no sólo el cambio inesperado de temática, sino la gran
semejanza, inclusive lingüística, con la conclusión del Apoc. en 22,6ss, que ha sido añadida posteriormente,
como hemos visto:
- Lo expuesto son «palabras fidedignas y veraces» (lógoi pistói kai alêthinói): 21,5b//22,6.
- «Al que tenga sed... (le daré) gratis del agua de la vida»: 21,6b//22,17.
Si todo esto es así, tendríamos que concluir que es muy probable que originalmente el Apoc. terminaba
con una de las dos visiones de la Jerusalén celestial. Y, puesto que en 19,7.9 ya se había anticipado la visión
de «la boda del Cordero», podemos deducir que la original habría sido la primera visión, aquella que se
centra en esa «boda del Cordero». Ésta terminaba con la exclamación que hace eco a Isaías 43,18s: «Miren,
todo lo hago nuevo», que remite al inicio, «vi un cielo nuevo y una tierra nueva» (Isa 65,17; 66,22), e.d. la
primera visión la constituye 21,1-5a. Posteriormente se incluyó o se compuso ad hoc la segunda visión,
centrada más bien en las particularidades de esa nueva Jerusalén, que complementa la anterior, pero con un
tono definitivamente más alegre y optimista (v.4 todavía recordaba el clima de antagonismos). Las
semejanzas lingüísticas entre 21,5b-8 y 22,6-17 sugieren que esa segunda visión fue añadida tardíamente.
Observemos que la afirmación en el v.7, «El que venza heredará...» la compañía de Dios, se encuentra
igualmente en la carta a Esmirna (2,7: «Al que venza le daré... en el paraíso de Dios»).
De todo lo expuesto, podemos afirmar, en sintonía con muchos exegetas que, si bien el Apoc. es una
obra unitaria, un todo, no se escribió todo un solo día. Si hay un orden y secuencia, no es cronológico sino
temático30. En base a las observaciones que hemos considerado sobre la composición del Apoc., podemos
establecer la siguiente secuencia:
3. Eventualmente se añadieron las siete cartas, cap. 2-3, vía 1,19-20 y 4,1. Al no respirar violencia, sería
post-Domiciano.
4. En algún momento se antepuso la introducción 1,4-8 para darle forma de carta a todo el Apoc., que
posiblemente concluía con 22,21.
5. La última etapa significativa aportó el prólogo (1,1-3) y el epílogo (22,6-17). En ese momento
posiblemente se incluyó la segunda visión de la Jerusalén celestial, 21,9-22,5, precedida de 21,5b-8.
Posteriormente, algún copista introdujo la advertencia que leemos en 22,18-1931.
Si nos hemos detenido amplia y hasta demasiado detalladamente en la composición del Apoc. ha sido
para poner en evidencia su historia, que no sólo es literaria: es la historia del valor del mensaje del Apoc.
desde el inicio de ese proceso (razón por la que se fueron preservando sus partes) y de la capacidad de
actualización de la palabra de Dios. Sin embargo, consideramos importante resaltar, aunque sea brevemente,
que a lo largo del proceso de composición hubo una clara intención de hacer del Apoc. una unidad, un todo
con un mensaje -que fue adaptándose en las etapas de composición al momento histórico vivido.
Algunos indicios de esa intencionalidad unificadora, de que se comprenda el Apoc. como una unidad de
sentido, a pesar de las adiciones y adaptaciones, son los recursos a septenarios, la reiteración de
bienaventuranzas y la inclusión de cánticos y aclamaciones a lo largo de la obra, la repetición del esquema
condenación-salvación. La figura del Cordero es una constante, y los famosos 144,000 se mencionan en 7,4
y 14,1; la bestia ya es anticipadamente mencionada en 11,732. Dios es designado como «el que es y que era
(y que vendrá)» en 1,4.8; 4,8; 11,17 y 16,8, y como «el señor, Dios todopoderoso» nada menos que siete
veces a la largo del Apoc., y como el «alfa y omega» en 1,8 y 21,6. Los «siete espíritus» se mencionan en
1,4; 3,1; 4,5 y 5,6.
La gran visión inaugural, el trono de Dios, ha sido artísticamente unida con lo precedente por la frase
transitoria «Después de estas cosas miré, y he aquí que vi... Y la voz aquella primera como de trompeta... «
(4,1). El bloque de las cartas se anticipa a dicha visión por la promesa que aparece al final: «Al que venza lo
haré sentar conmigo en mi trono...» (3,21). El bloque que empieza en 10,1 comienza con la mención de
«otro ángel poderoso», que claramente remite al «ángel poderoso» en 5,2, lo que hace que el enigmático
«pequeño libro abierto» de 10,2 esté relacionado con el libro sellado con siete sellos tenido por dicho ángel
en 5,2. El hecho de que en el cap. 16 se trate de siete copas de ira, pudiendo variar la cantidad, no sólo
recuerda las series de siete calamidades en la primera parte del Apoc., sino inclusive los tipos de castigos se
asemejan (haciendo algunos eco al Éxodo), aunque esta vez son de mayor extensión e intensidad. Al final,
tanto en 21,8 como en 22,15 se mencionan similares tipos de pecadores que no participarán del reino.
En pocas palabras, desde el inicio, y a todo lo largo del proceso de composición del Apoc., hubo una
clara intención de hacer que éste fuera entendido como una unidad de sentido, una expresión única de la
interpretación profética de la historia -presentada expresamente en la introducción última, 1,1-3, como
«revelación (en singular) de Jesucristo... la profecía (en singular)...». De esta manera fue reconocido por las
iglesias y eventualmente canonizado.
1 El Apoc. no es, por cierto, la única obra de este género que habría tenido una más o menos larga historia
de su composición y retoques redaccionales. Los casos más conocidos y aceptados hoy son los libros de
Isaías, el evangelio según Juan y el Pentateuco. Este fenómeno composicional lo ha puesto en particular
evidencia la cantidad variada de recensiones del mismo escrito que existen, especialmente aquellas
halladas en Qumrán, además de los añadidos cristianos a obras judías (p. ej. en Test. de XII Patriarcas).
2 La indicación en 22,16 en boca de Jesús, «yo envié mi ángel para atestiguarles estas cosas ante las
iglesias...», que remite a 1,4 donde se mencionan «las iglesias», no necesariamente significa que el
bloque 1,4-20 sea contemporáneo con el epílogo. La mención del ángel enviado corresponde más bien a
1,1.
3 Mientras que el prólogo actual, 1,1-3, tiene una serie de reminiscencias y calcos que se encuentran en el
actual epílogo, el bloque 1,4-8 no las tiene -con la posible excepción de la expresión «el alfa y la omega»
en el v.8, que se encuentra en 22,13, pero también en 21,6. Por eso considero que solamente 1,1-3
proviene de la misma mano que escribió el epílogo, contrario a las opiniones de E. Schüssler Fiorenza,
The Book of Revelation. Justice and Judgment, Filadelfia 1985, 175 y passim, y A. Yarbro Collins, The
Combat Myth in the Book of Revelation, Missoula 1976, 5-8, que incluyen los v.4-8.
4 Igual opinión expresó R.H. Charles, The Revelation of St. John (ICC), Edimburgo 1920, vol.I, 17. Por su
parte, J. Roloff, Die Offenbarung des Johannes, Zürich 1987, 35, piensa que el v.8 quiere respaldar la
certeza de la afirmación del v.7 con la autoridad de Dios, cosa que sin embargo no es evidente en la
construcción gramatical.
5 Posiblemente, la reiteración de la orden de escribir en 1,19, ya dada en 1,11, no sea otra cosa que una
«retoma» (Wiederaufnahme), mecanismo literario usado con frecuencia por Juan para volver la atención
a lo esencial después de una digresión o inserción. No se debe soslayar la conjunción oun, como es
frecuente en exégesis de estos pasajes. Lo esencial era la orden de escribir lo que ve. De ser así, «lo que
ves (presente)» de 1,11 correspondería exactamente a «las cosas que son y las que han de ser después de
éstas» de 1,19: el total del Apoc., sin distinción alguna. Si en 1,19 se distinguió entre presente y futuro
fue probablemente debido a la inserción de las cartas, que consideraremos luego.
6 Es común hablar de siete «cartas» (término que no aparece en el Apoc.). Sin embargo, no son
estrictamente del género carta: la forma típica de cartas griegas empieza con los nombres del emisor y
del receptor seguido de un breve saludo; ejemplos son la carta a Filemón y Hch 15,23. Su forma y su
contenido las asemeja a edictos reales. Pero, como es costumbre calificarlos como cartas, haremos lo
mismo.
7 En 2,9s y 3,9 se menciona la «sinagoga de Satanás» y rehúsa reconocerlos como «judíos»: son hostiles a
los cristianos, habiendo ya expulsado a judeo- cristianos de las sinagogas. Sólo en Apoc. 11,8 se expresa
el mismo sentir: Jerusalén es representada con los nombres de Sodoma y Egipto, pero en un contexto
donde se habla de la crucifixión de Jesucristo. Como veremos, 11,8 pertenece a otro momento de
composición, que podría ser el mismo de aquel de las cartas.
8 Igual apreciación por M.E. Boismard, «Apocalípsis» en P. Grelot A. George (eds.), Introducción crítica al
Nuevo Testamento, II, Barcelona 1983, 143; H. Kraft, op. cit., 49s, que considera como posible que
ambos bloques hayan sido compuestos por el redactor final después de Trajano; H. Stierlin, La vérité sur
l’Apocalypse, Paris 1972, 170-183; y P. Prigent, L’Apocalypse de Saint Jean, 2d. Ginebra 1988, 371.
9 Éstos no se pueden despachar diciendo que son expresiones de la certeza de la victoria de Dios, que por
ello se da por obtenida. Los himnos de victoria están a continuación de una serie de escenas que todas se
presentan al receptor como venideras.
10 Esto ha quedado firmemente establecido y confirmado por los minuciosos estudios de G. Mussies, The
Morphology of Koine Greek as Used in the Apocalypse of John, Leiden 1971 y «The Greek of the Book
of Revelation», en J. Lambrecht (ed.), L’Apocalypse johannique et l’Apocalyptique dans le Nouveau
Testament, Lovaina 1980, 167-177; E.C. Dougherty, The Syntax in the Apocalypse (tesis), Washington
1990; S. Thompson, The Apocalypse and Semitic Syntax, Cambridge 1985. Una síntesis evaluativa la
ofrece S.E. Porter, «The Language of the Apocalypse in Recent Discussion», en NTS 35(1989), 582-603.
11 R.H. Charles, Revelation, passim, H. Kraft, Die Offenbarung des Johannes, Tubinga 1974, 11-15, 17 y
passim.
12 L’Apocalypse, 371ss.
13 The Revelation of John, Nueva York 1975. Ella asocia el origen del Apoc. con Juan Bautista.
14 Revue Biblique, 56 (1949), 507-541; 59 (1952), 178-181, y reiterado varias veces después (en el
fascículo de la Bible de Jérusalem, en su artículo en la Introducción a la Biblia, ed. Robert Feuillet, y en
el de la reciente Introducción crítica al Nuevo Testamento, ed. George Grelot).
15 The Apocalypse of St. John, Londres 1909, XL, destacado por A. Feuillet, L’Apocalypse. Etat de la
question. Paris 1963, 27. Igual opinión L. Cerfaux J. Cambier, L’Apocalypse de saint Jean lue aux
Chrétiens, Paris 1955, 99: califica 11,1519 como «Finale pathétique!». Inclusive R. Bauckham, The
Climax of Prophecy, Edimburgo 1993, 15, no obstante defender tenazmente la absoluta unidad
redaccional del Apoc. admite que con 12,1 tenemos «un abrupto nuevo inicio desprovisto de lazos con
todo lo que precede... no puede ser leído como una continuación del relato de la séptima trompeta».
17 «Revelation, Book of», en Anchor Bible Dictionary 5, Nueva York 1992, 698. J. Lambrecht, art. cit., 97,
tiene sus dudas sobre su origen.
18 A. Yarbro Collins, en art. cit., 698, afirma que la presentación de los dos rollos es uno de los elementos
unificadores del Apoc. En 10,1 se indica que Juan vio «otro (allon) ángel poderoso», lo cual remite al
primero en 5,2 a propósito de la presentación del rollo sellado con siete sellos. En 10,1 el «otro ángel
poderoso» se presenta a propósito del otro rollo, que le será dado a Juan. El paralelismo con la escena
del primer rollo es evidente: ha sido intencional por parte del autor.
19 Cabe preguntarse -y habría que estudiarlo con más detenimientosi 10,1-7 constituía originalmente un
interludio antes de la última trompeta, como el cap. 7 es un interludio antes del último sello, y
posteriormente, al no haberse dado el anunciado fin del mundo, se añadió 10,8-11 con el renovado
encargo a Juan de «profetizar de nuevo...». Eso podría explicarse si la segunda parte del Apoc. (12,1-
22,5) proviene de otro momento, p.ej. en tiempos de Domiciano, y fue añadida más tarde. De hecho,
10,8-11 tiene ciertas afinidades con 11,1-13, que algunos estudiosos reconocen como un añadido.
21 Introducción crítica al Nuevo Testamento, ed. A. George P. Grelot, vol.2, Barcelona 1983, 146.
22 H. Kraft, op. cit., 161; ya antes E.B. Allo, L’Apocalypse, Paris 1933, 167ss.
24 J. Lambrecht, art. cit., 102, admite que «el sonido de la séptima trompeta lleva la narración a las
proximidades del fin, e.d. del acabamiento final (final completion).»
25 Es notorio que solamente en 11,19 y 12,1.3 encontramos el pasivo de apariciones ôphthê, «se me dejó
ver/apareció», en lugar del más corriente eidon, «vi», que acentúa la iniciativa de Dios, marcando una
diferencia, si no también ruptura, con respecto a las visiones anteriores.
26 1. Cf. n.13. El agudo y cuidadoso crítico que es M. Hengel afirmó que el Apoc. fue empezado en
tiempos de Nerón y completado en tiempos de Domiciano: The Johannine Question, Filadelfia 1989, 81.
27 Offenbarung, 240ss.
30 Si el Apoc. presentara una secuencia -interrumpida con anticipaciones de lo que será el final
grandiosoentonces mal se comprende que después de dos ciclos de plagas, en la primera mitad, sin
ninguna referencia al desastre que éstas habrían dejado, alegremente Juan presente a la bestia y sus
secuaces como si no hubiese habido nada calamitoso antes, y como si recién empezasen los problemas.
31 H. Stierlin, La vérité, en su largo estudio literario concluye que el Apoc. consta de cinco bloques que han
sido combinados; el más antiguo dataría de tiempos de Nerón y el más reciente habría sido el bloque de
las cartas, incorporadas después de Domiciano. Una recensión de la tesis de F. Rousseau L’Apocalypse et
le milieu prophétique du Nouveau Testament, Montreal l97l, reporta que éste también sostiene que el
Apoc. pasó por cinco etapas de composición; los estratos más antiguos habrían sido de origen judío, los
restantes cristianos. Pero la configuración de cada una de esas etapas es presentada de manera diferente
por cada uno de los estudios, también con la presentada en este estudio, un claro indicio de que estamos
moviéndonos en un terreno altamente hipotético. Lo que sí se manifiesta es la convicción de que el
Apoc. no se compuso íntegramente de una sola sentada por una sola persona.
32 R. Bauckham, op. cit., 23-28, ha puesto de relieve la repetición casi literal de algunas expresiones en
diferentes partes del Apoc. Entre esas, las más notables, por cuanto se encuentran en por los menos dos
de las partes que fueron constituyendo el Apoc., se encuentran en 1,9 y 20,4 (por la palabra de Dios y el
testimonio de Jesús); 4,8 y 14,11 (no tendrán reposo ni de día ni de noche); 7,17 y 21,4 (Dios enjugará
toda lágrima de sus ojos); 1,14; 2,18 y 19,15 (sus ojos como llama de fuego); 1,16 y 19,15 (de su boca
salía una espada de dos filos); 3,12; 21,2 y 21,10 (Jerusalén que baja del cielo); 5,10; 7,9; 10,11; 11,9;
13,7; 14,6 y 17,15 (toda tribu, lengua, pueblo y nación).
SEGUNDA PARTE
Prólogo (1,1-8)
1 1Revelación de Jesucristo que Dios le dio para que mostrara a sus siervos lo que ha de suceder en breve, y él la manifestó a su siervo
Juan mediante el ángel que le envió, 2el cual [Juan] fue testigo de la palabra de Dios y del testimonio de Jesucristo: de todo cuanto vio.
3Bienaventurado el que lee y los que escuchan las palabras de la profecía y guardan lo escrito en ella, pues el tiempo está cerca.
4Juan, a las siete iglesias que están en Asia: Gracia y paz a ustedes de parte de aquel que es, que era y que ha de venir, y de parte
de los siete espíritus que están ante el trono, 5y de parte de Jesucristo, el testigo, el fidedigno, el primogénito de los muertos, y el
soberano de los reyes de la tierra. Al que nos ama y al que nos libró de nuestros pecados con su sangre, 6y de nosotros hizo un reino,
sacerdotes para Dios, su Padre, a él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén.
7Vean que viene con las nubes. Y lo verán todos, incluso los que lo traspasaron. Y por él se lamentarán todas las tribus de la tierra.
Sí. Amén.
8Yo soy el alfa y la omega, dice el Señor Dios, el que es, el que era y el que ha de venir, el todopoderoso.
Los ocho primeros versículos son una especie de introducción en la que se dan algunos datos importantes para la
comprensión del libro. Es un escrito dirigido por una persona conocida a un grupo de comunidades también conocidas a las que
se saluda con afecto. El v.4 nos recuerda el saludo epistolar de las cartas de Pablo y por él podría comenzar el Apoc. A este
saludo, sin embargo, se han antepuesto dos cosas importantes: el título del libro y la bienaventuranza a los que lo leen o
escuchan. Estos tres elementos, el título, la bienaventuranza y el saludo dan la tónica del Apoc. y de su contenido. Los tres
tienen por fin consolar, dar ánimo y esperanza.
El título (1,1-2)
«Revelación de Jesucristo». Estas primeras palabras del libro son su mejor síntesis teológica. La palabra griega apokálypsis
significa revelación (no revelaciones), porque se trata de una epifanía o manifestación de Dios y de su poder salvífico en la
historia y porque des-vela, descubre y desenmascara lo que pasa en ella. Por eso mismo, es una palabra de luz, de sentido y de
esperanza cuando la dificultad o la persecución oscurecen el horizonte. Se desvelan los designios de Dios y se ilumina la
atormentada historia de los hombres. Y es revelación «de Jesucristo». No estamos seguros si el autor quería poner de relieve el
hecho de que Jesús es el mesías, al yuxtaponerle desde el inicio el término «Cristo» (en griego se escriben separados), que
significa ungido, mesías. Como sea, está claro desde el inicio que es firme convicción cristiana que Jesús es el mesías, el
Cordero de Dios.
El genitivo «de Jesucristo» puede entenderse en sentido subjetivo (viene de Jesucristo y él es el instrumento) y así parece
sugerirlo el texto, pues dice «que Dios le encargó mostrar». La revelación viene de Dios y Jesucristo es el encargado de
revelarla. En efecto, el autor puso en claro que la iniciativa proviene de Dios, es «Dios quien dio» la revelación a Jesucristo. Esta
afirmación valida la autoridad del Apoc., pero se puede considerar también como genitivo objetivo: Jesucristo mismo es el
contenido de la revelación. En el NT la palabra apocalipsis es sinónimo de «parusía» o venida de Jesucristo (2 Tes 1,7; 1 Cor
1,7s). Jesucristo es el iniciador de la era escatológica y es, al mismo tiempo, el revelador y la revelación. Por eso es mejor no
hacerse problema con la distinción entre ambos aspectos. Aunque gramaticalmente el sentido es el primero, pues la revelación la
da Dios por medio de Jesucristo, teológicamente predomina el segundo: revelación de una persona y su actuación salvífica en la
historia. Por voluntad de Dios, Jesucristo es la gran revelación, la gran luz que ilumina y llena de vida nuestra historia. Ese es el
contenido de este Apocalipsis.
Por lo mismo, «lo que va a suceder en breve» (1,1) no es una predicción detallada de futuros y aterradores sucesos en la
historia de los hombres (como por desgracia a eso se le asocia, desconociendo el contenido fundamental del Apoc.), sino
revelación del único y decisivo acontecimiento que importa: la acción de Dios por medio de Jesucristo en la historia humana o la
victoria del Señor de la vida en una historia de muerte. La expresión «lo que va a suceder» (ha dei genésthai) recurre en puntos
que demarcan partes importantes del Apoc.: en 1,19; 4,1 y 22,6. Y «suceder en breve» no significa corto plazo de tiempo, sino
tiempo que nos concierne y nos afecta, nos apremia y nos urge a nosotros. Se trata del kairós, el tiempo oportuno, y no del
kronos, el calendario. De ese tiempo de Dios y de la Iglesia nos habla el Apoc. Es la certeza del cumplimiento del plan de Dios
en la historia y equivale a otras expresiones del libro como «el momento decisivo está cerca» (1,3) o el «vengo pronto» (3,11 y
22,7.12.20). Por eso el Apoc. termina con un ruego unánime de la Iglesia: Maran atah, «Ven, Señor Jesús» (22,20). El final está
ya presente.
Esta revelación ilumina e interpela la historia del creyente en la que él está llamado también a ser testigo. De esta manera, la
revelación que viene de Dios por medio de Jesucristo ha sido comunicada a Juan por medio del ángel para que él, a su vez, la
comparta con las iglesias de Asia Menor, a las que escribía. Juan es servidor y profeta de «todo lo que ha visto», que no es otra
cosa que «la palabra de Dios y el testimonio de Jesucristo» (1,2). La expresión reaparece, con pequeñas variaciones, en 1,9; 6,9;
12,17; 20,4. Jesús, llamado el «testigo fiel» (1,5) por su fidelidad hasta la muerte, es la mejor expresión de la palabra que Dios
ha pronunciado, en Él, sobre nuestro mundo.
El «testimonio de Jesús» es, en primer lugar, el testimonio que él dio de Dios, el verdadero Dios, aun a costa de su propia
vida. El contexto de la vida de Jesús y del libro del Apocalipsis presupone un juicio en que se juega la verdad o la mentira sobre
Dios. Mantenerse fiel a Dios es lo que Jesús hizo y lo que sus seguidores están llamados a hacer. Por eso también todo el Apoc.
es un magnífico «testimonio de Jesús», confesión sobre Jesús presentado como modelo de fidelidad. El cristiano está llamado a
asociarse a este testimonio por su fidelidad hasta la muerte (2,10), es decir, a la palabra pronunciada por Dios en Cristo. Él es, al
mismo tiempo, la palabra de Dios y el testigo fiable y fiel de esa palabra: palabra de vida, de victoria y de esperanza. Y eso es
«todo lo que ha visto» Juan (1,2).
El Apoc. se convierte así en una palabra llena de aliento y de esperanza, palabra de mártires y de profetas. El libro va a
hablar de esa palabra salvífica pronunciada por Dios sobre nuestra historia; una palabra proclamada y actuada en público por
Cristo con coherente fidelidad hasta jugarse la vida. También Juan y su comunidad se jugaban la vida por la fidelidad a la misma
palabra. Ese es el sentido del «testimonio» y de ahí la invitación a resistir y vencer en la prueba animados por el ejemplo del que
«ha vencido» (cf. 3,21).
La bienaventuranza (1,3)
La bienaventuranza a continuación afirma en ese lenguaje la vida con el Dios del Apoc. a los que «guardan lo escrito» en el
libro. Esta es la primera de las siete bienaventuranzas que se encuentran a lo largo del Apoc. Del principio (1,3) al fin (22,14) el
Apoc. está enmarcado por la bienaventuranza y no por la maldición, porque todo el libro es palabra para construir, exhortar y
animar (1 Cor 14,3). Las siete bienaventuranzas son una buena síntesis del mensaje del Apoc. (vea el capítulo al respecto). Leer
el Apoc. es fuente de optimismo y felicidad, por eso se afirma que es «dichoso el que lee y el que escucha», pues es palabra que
infunde esperanza, no miedo. Las bienaventuranzas dan el tono del Apoc., verdadera profecía que invita a la esperanza. La
expresión «el que lee y el que escucha» así como el «amén» del v. 7 dan a entender que el contexto del Apoc. es un ambiente
litúrgico, se proclama en comunidad algo que ella celebra en el culto y vive en la vida.
Como en el culto de la sinagoga se leían textos de la Ley y de los Profetas, también la reunión de la asamblea cristiana leía
los textos antiguos y los nuevos (1 Tes 5,27; Col 4,16), entre los cuales se incluía el Apoc. Es notorio que la primera (1,3) y la
penúltima bienaventuranza (22,7) califican todo el libro como «profecía». ¿Por qué es profecía? Ciertamente no porque se trata
de «predicciones» de acontecimientos futuros, sino porque el autor era consciente de empalmar con toda la corriente profética
del AT. Destacamos tres características de esta profecía:
1) Es palabra de aliento o de invitación a la conversión y fidelidad, al estilo de los profetas de Israel. Las cartas a las iglesias
son una buena muestra de ello.
2) Es palabra que entronca con la corriente profética porque no sólo lee los textos de los antiguos profetas (y el Apoc. está
lleno de ellos), sino que los lee a la luz de Cristo haciendo una lectura cristológica de ellos (Lc 24,27).
3) Como en los profetas, es proclamación del absoluto de Dios y de la soberanía de Jesucristo que desenmascara y denuncia
cualquier otra pretensión de absolutez en el mundo religioso, social o político. Por eso su fuerte incidencia en el presente e
incluso en aspectos estructurales, sociales, económicos y políticos. La denuncia profética del culto imperial nos ayudará a
comprender la riqueza de esta profecía. Se necesita audacia de profeta y de testigo, pues se trata de una confesión de fe y de una
lealtad que pueden exigir el don de la vida (Apoc. 1,5.9; 2,13; 3,10). Por eso Juan podrá afirmar que «el testimonio de Jesús es el
espíritu profético» (19,10); son inseparables.
El saludo (1,4-8)
Es el aspecto más desarrollado, mediante el cual presenta el Apoc. como carta, una gran carta a la Iglesia, que tendría su
conclusión en el saludo final de 22,21. Como en las cartas paulinas, se menciona al remitente y al destinatario con nombres
propios, y no con seudónimos, como era frecuente en la literatura apocalíptica. Se trata de personas bien conocidas y unidas:
«Juan a las siete iglesias que están en Asia» (provincia romana, parte de la actual Turquía). No encontramos mayor
especificación acerca de la identidad de Juan, uno de los nombres más comunes antaño, ni siquiera si fue apóstol de Jesucristo.
Pero el autor se detuvo sobre todo en aquel que está al origen de la obra, Dios, de quien viene toda la «gracia y la paz». Todo el
libro hay que leerlo como una misiva llena de la gracia y de la paz que Dios ofrece a la humanidad.
La gracia y la paz vienen «de parte de aquel que es, que era y que ha de venir, y de parte de los siete espíritus que están ante
su trono y de parte de Jesucristo», que recuerda la fórmula clásica en las cartas de Pablo que mencionan a la trinidad (2 Cor
13,13; 1 Pdr 1,2).
A Dios se le llama «el que es, que era y que ha de venir», designación que recurre en 1,8 y 4,8. La fórmula parece inspirarse
en Ex 3,14 sobre la revelación del nombre de Dios, y le llegó a Juan a través de la tradición judía reflejada en el Targum
palestino (Pseudo-Jonatán)1. El final de la frase rompe la lógica, pues esperaríamos «el que será», pues no tenemos el futuro del
verbo ser sino el participio presente del verbo venir, que expresa mejor lo que la esencia del nombre en Ex 3,14 significa: la
presencia activa y cercana de Dios como fuerza de liberación para su pueblo, no sólo en el pasado, sino también el día de su
manifestación definitiva («he de venir»), anticipado en la parte final del Apoc. Se trata del misterio de Dios, eterno y próximo,
trascendente y Señor de la historia. La fe en el Dios que «viene» a salvar a su pueblo es creencia del judaísmo, expresada
frecuentemente en los salmos y en los profetas (Isa 40,10; 66,15; Zac 14,5; Sal 96,13; 98,9; etc.). Los cristianos identifican esa
venida escatológica de Dios con la venida de Cristo, a quien se le identifica en el Apoc. como «el que viene» (22,7.12.17). Con
la expresión «el que viene» se indica el movimiento de todo el libro y de toda la historia. Jesucristo viene resucitado y vencedor
a instaurar el reino de Dios. Por eso, cuando en 11,15 se proclame que «el reinado sobre el mundo ha pasado a nuestro Señor y a
su Mesías», en ese momento a Dios se le designa como «el que eres y eras»; se suprime «el que ha de venir». Los himnos
proclamarán que se ha cumplido el designio escatológico de Dios en Jesucristo. Se da una identificación práctica entre Dios y
Cristo porque estamos ante un «teocentrismo cristológico», característico de todo el Apoc., como dijo acertadamente P. Prigent2.
Por eso el Apoc. acaba con la oración del Espíritu y de la Iglesia: «Ven, Señor Jesús». El título no habla principalmente de la
eternidad de Dios sino de su presencia activa en medio de los hombres, a donde definitivamente vendrá para encontrar su propio
futuro como Dios con nosotros (Apoc. 21,3).
La expresión «los siete espíritus» puede resultarnos extraña, pero dada la cercanía de Dios Padre y del Hijo en esta fórmula
es lógico presuponer la referencia al Espíritu Santo. Por eso pensaríamos en la fórmula trinitaria del saludo epistolar que viene
de parte de Dios, del Espíritu y de Cristo. La cifra siete es simbólica, denota totalidad, es decir, el espíritu de Dios, que es
plenitud de vida (espíritu connota vida). «Los siete espíritus» se mencionan también en 3,1; 4,5 y 5,6. En 4,5 se especifica que
son «siete lámparas» y en 5,6 «siete ojos» que están ante «el trono de Dios». Las imágenes son netamente metafóricas. El autor
parece haberse inspirado en Zac 4,1-14 para expresar su fe en el modo que Dios tiene de actuar para instaurar su reino en el
mundo, donde impera el poder de la bestia: «no cuentan fuerza ni riqueza, lo que cuenta es mi espíritu» (Zac 4,6). En realidad
son los siete espíritus (plenitud del Espíritu) de Dios y del Cordero mandados por toda la tierra (como en el texto de Zac) para
hacer efectiva su victoria en el mundo, el triunfo de la vida (espíritu) sobre la muerte.
La atención del saludo inicial se centra sobre todo en Cristo, Señor de la historia y de la comunidad, y los títulos que se le
dan en el v.5 hablan sobre todo de su relación con la comunidad. Los cuatro primeros, con artículo, ligados gramaticalmente a lo
que precede: «el testigo, el fiel, el primogénito de los muertos, el soberano de los reyes de la tierra». Los restantes rompen la
sintaxis; se relacionan con lo que sigue y expresan su obra salvadora: «a Él la gloria y el poder...» (v.6).
Es notorio que el primer título que se le da a Jesucristo es el ser testigo (martus, en griego). Toda su vida fue un testimonio
de la palabra de Dios y todo el Apoc. es también testimonio de Jesucristo. Juan ha querido presentar desde el comienzo el
modelo a toda la Iglesia, llamada a ser testigo, con la misma coherencia, fidelidad y verdad de Cristo. Él es para los hombres el
testigo de Dios por excelencia; «el fiel y el leal» se le llamará en 19,11. Es también el primogénito de los muertos, es decir,
resucitado y Señor de la vida. Esta expresión se refiere al hecho de su resurrección; es el primero en nacer de la muerte. Por la
fidelidad hasta la muerte es también el primer testigo de la fidelidad absoluta a Dios y es el modelo para los demás testigos: él
supera la aparente oposición entre nacer y morir: nace muriendo. Si él es el primero entre muchos, detrás de él viene el resto, al
que Jesucristo mismo propone la fidelidad martirial de testigos: «al que venza lo sentaré conmigo en mi trono, como yo también
vencí y me senté con mi Padre en su trono» (3,21).
El título de «primogénito» y el de «soberano de los reyes de la tierra» parecen estar inspirados en el salmo mesiánico 89,
v.28. «Soberano de los reyes de la tierra» es sobre todo título contestatario y desafiante por su fuerte contenido político en medio
de una sociedad que confiesa la soberanía absoluta del César. En medio del imperio romano, en que las comunidades cristianas
se resistían a rendir pleitesía al emperador, el título era un reto, pues afirmaba que también el César está sometido al único
soberano de los reyes de la tierra. Afirmando la victoria de Cristo se asegura también la victoria del cristiano y se explica la
repetida invitación a vencer que encontramos dirigida a las iglesias en Asia (cf. 2,7.11.17.26; 3,5.12.21).
A continuación viene una doxología: «al que nos ama, nos rescató de nuestros pecados, hizo de nosotros un reino... a él la
gloria y el poder por los siglos de los siglos» (v.5b-6). La mención de «el poder (to kratos)» es frecuente en el Apoc.; en el
contexto de la obra tiene una clara connotación polémica política, pues contrasta con el supuesto poder del César. La doxología
está dirigida «al que nos ama», en presente (cf. 3,9), con un amor siempre presente en el que el autor mismo se incluye. Ese
amor une el pasado con el presente y engloba toda la obra de la redención. De ese amor brota la liberación, «nos rescató de
nuestros pecados». Pero se trata de una liberación que no es sólo interior o espiritualista. Tiene repercusiones en la historia y en
la política, como veremos3. La expresión «nos rescató con su sangre» (repetida casi literalmente en 5,9), no sólo remite al
misterio pascual sino al acontecimiento fundante del pueblo de Dios, el éxodo. La redención es presentada como éxodo
escatológico, tema fundamental en el Apoc. La sangre de Jesús recuerda la sangre del cordero pascual que protegió y liberó a los
judíos en Egipto. Pero se trata ahora de un nuevo Cordero, de un nuevo pueblo y de un nuevo éxodo.
En este contexto de éxodo se dice que Jesucristo «hizo de nosotros linaje real y sacerdotes», con lo que se describe su acción
en favor nuestro. La frase está tomada de Ex 19,6. En este momento se interrumpe la construcción gramatical normal y se junta
un sustantivo abstracto, reinado (basileian), con uno concreto en plural, sacerdotes (hiereis). Se podría traducir por «hizo de
nosotros reino y sacerdotes». «Reino» y «sacerdotes», dos palabras muy conocidas pero que a base de repetirlas pueden no
significar nada y se prestan a malentendidos, sobre todo cuando proyectamos en el texto nuestra comprensión de ellas. Las
palabras expresan al mismo tiempo el nuevo estatus del cristiano por la acción de Cristo: su dignidad y su responsabilidad, el
don y la misión. No debemos perder de vista el punto de inspiración de la frase, la liberación del éxodo, y por eso podríamos
traducirla mejor, sin violentar el sentido del texto, por «triunfadores y servidores». Nos hizo «reino», es decir, participamos ya
de su triunfo y somos triunfadores con él, y nos hizo «sacerdotes», es decir, estamos al servicio del Rey y del Reino, somos
servidores de la vida y de la resurrección, pues en eso consiste su reino4.
Se está insinuando ya, por contraste, un tema fundamental del Apoc.: la crítica al imperio como reino de esclavitud y de
muerte. Jesucristo los ha liberado y sacado de ese reino; por eso, en medio del imperio se sienten extraños y desprotegidos,
confrontados con la alternativa de asimilarse al reino de este mundo o ir a contracorriente. Su tarea, sin embargo, está en servir a
Dios en medio del mundo, siendo sacerdotes, es decir, servidores de la obra de Dios en favor del mundo. Por eso hemos
traducido la frase en términos menos familiares, pero más inteligibles, diciendo que nos «hizo triunfadores y servidores». Pero el
servicio sacerdotal de los cristianos, del cual aquí se habla, no consiste en un «ministerio» cultual que se refugia en al ámbito de
lo litúrgico. Consiste más bien en ser servidores de la vida, celebrantes de la vida, teniendo como trasfondo otro «culto», el del
imperio, que es un servicio de opresión, de injusticia y de muerte. El cristiano está llamado a ser continuador de la obra de Dios
en Cristo, una obra «para su Dios y Padre» que es también nuestro Padre5.
El «amén» al final de la doxología (v.7) revela la presencia de la comunidad reunida en el culto para celebrar el triunfo de la
vida en Jesucristo, muerto y resucitado, el «que nos ama y nos libró con su sangre», y para comprometerse a vivir eso que
celebra.
«Todos verán» esa venida del crucificado, constituido señor de la historia, dijo el autor en una combinación de textos de Dan
7,13; Zac 12,10 y Sal 71,17. Juan hizo aquí gala de verdadero profeta, leyendo la Escritura a la luz de Cristo. En esa relectura,
iluminada por la pascua, proclamó que el crucificado (traspasado) es el triunfador reconocido por «todas las razas de la tierra»
(v.7). En esta última frase R. Bauckham ha visto una resonancia del Salmo 71,17, salmo mesiánico, en la que se insinúa un tema
fundamental del Apoc.: la universalidad de la salvación ofrecida a la humanidad, compuesta de «todas las razas de la tierra» o,
como dijera Juan repetidas veces de una manera más clara aún, «de toda raza, lengua, pueblo y nación» (5,9)6.
El v.8 es una ampliación del v.4 y es Dios mismo quien habla, no el vidente. Siendo «el alfa y la omega» (la primera y la
última letra del abecedario), es también quien se reserva la última palabra sobre la historia y sobre los poderes que en ella
actúan. El «todopoderoso» (pantokrátor), soberano de todo, está viniendo, juzgando, salvando. El título se aplica en el Apoc.
nueve veces a Dios y denota su poder absoluto, no como una omnipotencia en abstracto o conceptual, sino eficaz: Él es el
Creador y señor sobre el universo -que pondrán en evidencia las calamidades. Él es el señor supremo y absoluto sobre todo. Una
vez más, pero esta vez en boca de Dios mismo, se afirma su identidad como «el que es, que era y que ha de venir», precisamente
porque Él es el liberador de su pueblo, como lo fuera en tiempos de Moisés, y lo pondrá en evidencia porque es el pantokrátor,
el creador y señor universal y eterno, en contraste con los que pretenden usurpar esa soberanía, pero en realidad son limitados y
transitorios.
En medio de un mundo que adora al emperador como su único salvador y dios, el libro del Apocalipsis, ya desde el prólogo,
es una palabra profética, valiente y esperanzadora sobre la actuación liberadora de Dios en la venida de Cristo, que ama a su
comunidad y la salva de cualquier otro señorío en la tierra. La tiene bajo su control y la defiende con su poder. El poder terreno
es pasajero; la victoria definitiva es de Jesucristo. Por eso el Apoc. será una verdadera «revelación de Jesucristo» y una
invitación a «vencer».
Después del saludo inicial comienza el Apocalipsis propiamente dicho. Todo el libro es una palabra a la Iglesia sobre lo que
Juan ha visto y debe escribir (cf. 22,16). Es una palabra digna de fe y verdadera, pues viene de parte de Cristo, fiel y verdadero
(1,5; 3,7), que es quien le mandó ponerla por escrito (1,11). Esta palabra va a tener dos partes: la primera dirigida a la Iglesia en
forma de carta, pidiendo una fidelidad valiente (1,9-3,22), y la segunda en forma de visión alentando a la misma fidelidad,
porque en la visión se anticipa la victoria de Cristo (4,1-22,5). En la primera parte se considera más la Iglesia hacia dentro,
mientras en la segunda se la sitúa en su confrontación con el mundo.
Como profeta que era, y al estilo de los profetas, el autor puso al comienzo de su profecía lo que podríamos llamar la
experiencia de su vocación. No con la orden de hablar sino de escribir, y no es Dios quien le habla sino el mismo Cristo. Con
justa razón podemos decir que toda la visión y todo el libro van a ser «revelación de Jesucristo». La palabra de esta primera parte
aparece en forma de siete cartas a las siete iglesias y están precedidas por una visión impresionante del Resucitado, vencedor de
la muerte que vive y da vida por los siglos. Palabra alentadora a una Iglesia que experimentaba la persecución y la muerte.
Distinguimos, por tanto, dos partes en esta sección: la visión inaugural (1,9-20) y las cartas a las iglesias (2,1-3,22). Estas cartas
constituyen un todo con la visión inaugural y son parte integral de toda la obra.
Esta visión no es sólo la primera en el Apoc. sino la clave de todo él. Tiene tres momentos bien marcados: la presentación
del vidente (v.9-10), la presentación de Jesucristo (v.11-16) y la orden de escribir lo que ve (v.17-20). Veamos cada uno.
Es poca la información que se nos da sobre la identidad del vidente. Parece ser un cristiano bien conocido de la comunidad,
pero se duda de si este Juan era uno de los Doce, pues no parece incluirse entre ellos cuando presentó los fundamentos de la
nueva Jerusalén en 21,14. Lo más importante de su identidad es su cualidad de profeta, de testigo y de confesor de la fe, y su
cercanía de hermano que comparte7 con su comunidad la misma experiencia, la misma vocación y el mismo destino. Es alguien
solidario y cercano, pues comparte con su comunidad «la tribulación (thlipsei), el reino (basileia) y la constancia (hupomoné) en
Jesús», para proclamar «la palabra de Dios y el testimonio de Jesús» (v.9). La expresión «en Jesús» indica la raíz profunda de
todo lo que comparte. Las tribulaciones, el reino, es decir el triunfo, y la constancia (perseverancia tenaz o resistencia) son
expresiones de la comunión con Jesús. Él es la fuerza que crea comunión y solidaridad entre los creyentes; en Él se sostiene la
perseverancia, pues su triunfo sobre la muerte es el sustento de la esperanza escatológica cristiana. Si hay una fuerza exterior que
destierra y separa, hay una fuerza más profunda que acerca en comunión de resistencia: Jesucristo, con quien se comparte la
tribulación, el reino y la constancia.
La mención de la estadía en la isla de Patmos servía de testimonio de la solidaridad de Juan con su comunidad: como ellos,
él también sufrió tribulaciones, hasta el destierro «por causa de la palabra de Dios y el testimonio de Jesús» -expresión que
recurre en 6,9 y 20,4, donde se menciona como causa del martirio, y en 1,2 donde se presentó como contenido del Apoc. Juan ya
no se encontraba en Patmos cuando escribió: «estuve...» (pasado).
Debemos detenernos en dos detalles importantes sobre la experiencia tenida por Juan. El primero es que la visión sucedió
«en espíritu» (en pnéumati), expresión que reaparece en 4,2, como queriendo hablar de la misma experiencia, y de modo similar
en 17,3 y 21,10 (éstas las hemos analizado en capítulo aparte). No se refería simplemente a un «caer en éxtasis», como Pablo
(Hch 22,17) o Pedro (Hch 11,5). Se trata de la fuerza del Espíritu de Dios que hace profetas y por eso las cuatro expresiones
están al comienzo de cuatro visiones proféticas en momentos importantes del Apoc. Espíritu y profecía van juntos y es necesario
afirmarlo, ya que al final de cada una de las siete cartas dirá: «el que tenga oídos, oiga qué dice el Espíritu a las iglesias».
El otro detalle de información es que sucedió en «el día del Señor». No es en primer lugar información cronológica sino
teológica y profética. El día del Señor es el primer día de la semana, el comienzo del mundo nuevo inaugurado por la
resurrección de Jesús (Jn 20,1; Mc 16,9; Didajé 14,1). En él se celebra el triunfo de Cristo y se le proclama «Señor de señores».
«El día del Señor» evoca el momento en que la comunidad se reunía en asamblea litúrgica, convocada por el Señor triunfante de
la muerte, momento apto para intensificar la comunión con Él y sus designios. Por otro lado, en el lenguaje típico profético, la
expresión «el día del Señor» denota el momento de la gran manifestación de Dios como señor y juez de la historia, tema central
del Apoc.
Presentación de Jesucristo (1,11-16)
Lo primero que ocurre, antes de ver, es escuchar. Juan oyó «una voz como de trompeta», nos dice. El lenguaje humano es
siempre inadecuado y limitado para expresar el misterio. Los símbolos y las imágenes son para significar, no para representar
visualmente. La trompeta sugiere en la tradición bíblica la teofanía (Ex 19,16), la manifestación de Dios; sin embargo, lo que vio
Juan era una figura humana, pero con atributos que no son humanos. La visión de uno «semejante a Hijo de hombre» (v.13) hace
pensar en textos como Daniel 7 y 10, especialmente Dan 7,13, donde se resalta el aspecto humano de esta figura en
contraposición al aspecto feroz y animal de las bestias que aparecen en el mismo capítulo de Daniel. Pero al mismo tiempo,
completando la visión con otras alusiones a textos del AT, Juan presentó al personaje con atuendo propio de realeza y con rasgos
soberanos. Su vestimenta es como la que usaban tanto reyes como sacerdotes: «túnica talar y ceñidor dorado» (v.13). Su
apariencia evoca la sabiduría y la penetración de su juicio: «sus cabellos eran blancos como blanca lana y sus ojos como llama
de fuego» (v.14). De hecho, es juez universal: «de su boca salía una espada filuda de doble filo»; es soberano absoluto, «su
semblante era como el sol cuando brilla en su esplendor» (v.16). Fiel a su estilo, Juan presentaba rasgos concretos (túnica talar,
cabellos blancos, ojos como de fuego, pies de bronce, espada filuda) donde nosotros utilizamos nombres abstractos (soberanía,
poder, sabiduría, pasión, agudeza, juicio). Todos esos rasgos no tienen importancia por separado, como en la pintura y la poesía,
sino por la impresión que proyectan como conjunto, expresada en la reacción de Juan: «cuando lo vi, caí como muerto a sus
pies» (v.17). Indiscutiblemente es un cuadro impactante, desconcertante, pero soberano.
Dos de los rasgos del personaje en esta visión sobresalen. En primer lugar, «sus pies parecían bronce incandescente» (v.15),
que es una clara alusión a la visión de Dan 10,6 y al sueño de Nabucodonosor interpretado en Dan 2,33-34, con el cual, sin
embargo, contrasta: la estatua que en Dan 2 representaba al imperio tenía los pies de barro. El personaje que vieron Daniel y
Juan tiene los pies de bronce, símbolo de la estabilidad y de la resistencia. En cambio, el imperio (de Nabucodonosor o el que
sea) tiene los pies de barro. El reino de Cristo, el Hijo del hombre, tiene estabilidad eterna; los otros son efímeros.
En segundo lugar, el dato más importante de la visión es que el Hijo de hombre, Jesucristo, se halla «en medio de los
candelabros» (v.13), que son las iglesias a las cuales se dirigirán las cartas (v.20). En su «mano derecha tiene siete estrellas», que
expresamente se aclara que «son los ángeles de las siete iglesias» (v.20). Esos «ángeles», profetas encargados de las iglesias,
están seguros en las manos del Señor, como lo estaba Juan. Candelabros y estrellas son imágenes de luz, tal vez sugeridas por
Zac 4,2.4, pero adaptadas por Juan para referirse a la comunidad cristiana, que debe brillar por las buenas obras y por la
vigilancia, que serán tema de las cartas. Si en Zac es un candelabro con siete brazos, en Apoc. son siete candelabros: cada iglesia
local es plenamente Iglesia. La presencia de Jesucristo en medio de los candelabros y las estrellas en su mano resaltan el poder
protector del Señor de la vida sobre esta débil y atemorizada comunidad y sobre el mismo Juan (por eso pone su mano derecha
sobre él y le reasegura como persona de confianza, v.17). Este Dios en medio de su pueblo recuerda la promesa de Lev 26,12 y
anticipa ya la visión final del libro (21,3). ¿Por qué temer? La confianza se refuerza con la sección siguiente.
La reacción del vidente ante la presencia de Jesucristo es la misma que tuvo Daniel en 10,8; cae a sus pies como muerto.
Curiosamente, el que ha sido capaz de resistir sin doblar la rodilla ante el emperador, cae ahora a los pies de Cristo como
muerto, reconociendo la soberanía y la divinidad del único Señor de la historia. Y la misma mano que sostiene a la Iglesia (tiene
en ella las siete estrellas) se ha posado ahora sobre Juan, devolviéndole la confianza. Tres cosas se le dicen: «No temas...Yo
soy... Escribe». La palabra y el gesto de agarrar con la mano derecha refuerzan la convicción que el vidente experimenta y quiere
comunicar a la Iglesia: Cristo resucitado no abandona a los suyos. Pero del lado de Dios expresa su confianza en Juan, su
profeta, que recibe de Dios el encargo de comunicar lo que ha visto: él es absolutamente fidedigno, por tanto así lo es el Apoc.
«Yo soy» se hace eco de la presencia protectora de Dios tanto en el Antiguo como en el Nuevo testamento. Los títulos de
Cristo en esta visión refuerzan la confianza del vidente: «el primero y el último y el que vive, estuve muerto pero he aquí que
vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del abismo». Inspirándose, tal vez, en Isa 44,6 y 48,12, el título
«primero y último», originariamente aplicado a Dios, ha sido transferido a Cristo, como en Apoc. 2,8 y 22,13. «El que vive» es
también título de Dios en el AT (Sal 42,3; Jos 3,10), pero ahora ha sido aplicado a Cristo, dueño de la vida, quien es,
paradójicamente, uno que estuvo muerto, es decir, alguien muy enraizado en nuestra historia y sus conflictos. La liturgia de la
pascua explicita esta fe de la Iglesia cuando dice: «dux vitae, mortuus, regnat vivus» (el Señor de la vida, muerto, reina para
siempre). Esta visión inaugural es, una vez más, síntesis del libro como revelación de Jesucristo, vencedor de la muerte y
generador de vida. La Iglesia puede enfrentar audazmente el testimonio hasta la muerte porque está en manos del Señor de la
vida.
La orden de escribir es sobre «lo que has visto: lo que está sucediendo y lo que va a suceder después» (v.19). Con frecuencia
se afirma que aquí tenemos enumeradas las dos partes del Apocalipsis: «lo que está sucediendo» sería la primera parte del libro
(cap. 1-3) y «lo que va a suceder después», la segunda (4-22); la primera parte se referiría al presente y la segunda a lo venidero.
Sin embargo, la diferenciación de tiempos no siempre es lógica en el Apoc. Lo que Juan ha visto, con visión de profeta, abarca
el pasado, el presente y el futuro, y todo es visto a la luz de Cristo. No son las visiones (que son construcción literaria inspirada
en el AT) ni acontecimientos del futuro a plazo fijo, sino el hilo conductor de todo el libro, que no es otra cosa que el triunfo del
Señor de la vida y de la vida misma en la historia atormentada de los hombres. Por ello la visión no se reduce al capítulo primero
o al mensaje dirigido en las cartas. Parte importante de esa visión es el pasado, la Escritura, que tiene un nuevo sentido por la
plenitud que es Cristo, y también el futuro de la historia, que está iluminada por la presencia del Resucitado.
2 1Al ángel de la iglesia de Éfeso escribe: «Esto dice el que sujeta las siete estrellas en su diestra, el que se pasea en medio de los siete
candelabros dorados: 2Conozco tus obras y tu trabajo y tu constancia y que no puedes tolerar a los malos y que pusiste a prueba a los
que se dicen apóstoles y no lo son, y los hallaste mentirosos; 3y tienes constancia y fuiste agobiado por mi nombre sin desfallecer. 4Pero
tengo contra ti que has dejado tu amor primero. 5Recuerda, pues, de dónde has caído y conviértete y practica las obras de antes. Si no,
vendré a ti y removeré tu candelabro de su lugar si no te conviertes. 6Con todo, tienes esto [a tu favor]: que aborreces las obras de los
nicolaítas, que yo también aborrezco. 7Quien tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias. Al que venza le daré a comer del
árbol de la vida que está en el paraíso de Dios».
8Y al ángel de la iglesia de Esmirna escribe: «Esto dice el primero y el último, el que estuvo muerto y revivió: 9Conozco tu tribulación
y pobreza, -sin embargo eres ricoy la maledicencia que proviene de los que dicen ser judíos y no lo son, sino sinagoga de Satanás. 10No
temas por lo que vas a padecer. Mira, el diablo va a arrojar a algunos de ustedes a la cárcel para que sean probados, y tendrán
tribulación por diez días. Sé fiel hasta la muerte y te daré la corona de la vida. 11Quien tenga oídos, oiga lo que dice el Espíritu a las
iglesias. El que venza no sufrirá daño de la muerte segunda».
12Y al ángel de la iglesia de Pérgamo escribe: «Esto dice el que tiene la filuda espada de dos filos: 13Conozco dónde moras: allí
donde está el trono de Satanás. Mantienes firme mi nombre y no negaste tu fe en mí, ni en los días de Antipas, mi testigo, mi fiel, que fue
muerto entre ustedes, ahí donde mora Satanás. 14Pero tengo algo contra ti: que tienes ahí a los que mantienen la doctrina de Balaam, el
que enseñó a Balac a poner tropiezo ante los hijos de Israel, a comer de lo inmolado a los ídolos y a fornicar. 15Asimismo, tú también
tienes a quienes mantienen de igual modo la doctrina de los nicolaítas. 16Así que, conviértete. Si no, voy a venir en seguida y lucharé con
ellos con la espada de mi boca. 17Quien tenga oídos, oiga lo que dice el Espíritu a las iglesias. Al que venza le daré el maná escondido y
le daré una piedrecita blanca, y sobre esta piedrecita habrá un nombre nuevo escrito, que nadie conoce sino el que lo recibe».
18Y al ángel de la iglesia de Tiatira escribe: «Esto dice el hijo de Dios, el que tiene los ojos como llama de fuego y los pies
semejantes a bronce brillante: 19Conozco tus obras: tu amor y tu fidelidad y tu servicio y tu constancia, y tus obras últimas, más
numerosas que las primeras. 20Pero tengo contra ti que toleras a la mujer Jezabel, la cual se dice a sí misma profetisa, y enseña y
seduce a mis siervos a fornicar y a comer de lo inmolado a los ídolos. 21Le he dado tiempo para convertirse, y no quiere convertirse de su
fornicación. 22Mira, la voy a arrojar en un lecho y a los que adulteran con ella [los arrojaré] en gran tribulación, a menos que se conviertan
de las obras de ella. 23Y a los hijos de ella los mataré sin remisión, y conocerán todas las iglesias que yo soy quien escudriña riñones y
corazones. Y les daré a cada uno según sus obras. 24Y a ustedes, los que quedan en Tiatira, cuantos no siguen esa doctrina, los que no
han conocido las profundidades de Satanás, como ellos las llaman, les digo: No echo sobre ustedes otra carga; 25sino la que tienen,
manténganla hasta que yo venga. 26Y al que venza y al que guarde mis obras hasta el final, le daré potestad sobre las naciones; 27las
regirá con cetro de hierro, como se trituran los objetos de barro. 28Yo le daré la estrella de la mañana, que a mi vez he recibido de mi
Padre. 29Quien tenga oídos, oiga lo que dice el Espíritu a las iglesias».
3 1Y al ángel de la iglesia de Sardes escribe: «Esto dice el que tiene los siete espíritus de Dios y las siete estrellas: Conozco tus obras:
que tienes un nombre de viviente, pero estás muerto. 2Estate alerta y reanima el resto, que está a punto de morir, pues delante de mi
Dios no he encontrado completas tus obras. 3Recuerda, pues, cómo has recibido y has escuchado, y guárdalo y conviértete, porque si no
estás alerta, vendré como ladrón, y sin que sepas a qué hora vendré sobre ti. 4Pero tienes en Sardes unas pocas personas que no han
manchado sus vestiduras y andarán conmigo [vestidos] de blanco, porque son dignos. 5El que venza será así vestido con vestiduras
blancas y no borraré jamás su nombre del libro de la vida, y proclamaré su nombre ante mi Padre y ante sus ángeles. 6El que tenga
oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias».
7Y al ángel de la iglesia de Filadelfia escribe: «Esto dice el santo, el verdadero, el que tiene la llave de David, el que abre sin que
nadie pueda cerrar y cierra sin que nadie pueda abrir: 8Conozco tus obras; mira que he dejado ante ti una puerta abierta que nadie puede
cerrar, porque tienes poca fuerza y has guardado mi palabra y no has negado mi nombre. 9Mira, voy a darte algunos de la sinagoga de
Satanás, que dicen ser judíos y no lo son, sino que mienten. Mira, los voy a obligar a que vengan y se postren a tus pies y sepan que te
amo. 10Porque has guardado la palabra de mi constancia, también yo te guardaré en la hora de la prueba que va a venir sobre todo el
mundo para probar a los que habitan sobre la tierra. 11Vengo en seguida. Mantén lo que tienes, para que nadie te quite la corona. 12Al
que venza lo haré columna en el santuario de mi Dios, y no saldrá ya fuera jamás; sobre él escribiré el nombre de mi Dios y el nombre de
la ciudad de mi Dios, de la nueva Jerusalén, la que baja del cielo, de junto a mi Dios, y mi nombre nuevo. 13El que tenga oídos, oiga lo
que el Espíritu dice a las iglesias».
14Yal ángel de la iglesia de Laodicea escribe: «Esto dice el Amén, el testigo fiel y veraz, el principio de la creación de Dios:
15Conozco tus obras: que no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! 16Por eso, porque eres tibio y no eres ni frío ni caliente,
estoy para vomitarte de mi boca. 17Porque dices ‘Soy rico y me he enriquecido y de nada tengo necesidad’, y no sabes que eres tú el
desdichado y miserable y pobre y ciego y desnudo, 18te aconsejo que compres de mi oro acrisolado por el fuego para enriquecerte, y
vestiduras blancas para vestirte y para que no quede descubierta la vergüenza de tu desnudez, y colirio para ungir tus ojos para que
veas. 19Yo, a cuantos amo, reprendo y castigo. ¡Ánimo, pues, y conviértete! 20Mira que estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y
abre la puerta, entraré donde él y cenaré con él, y él conmigo. 21Al que venza lo haré sentar conmigo en mi trono, como yo también vencí
y me senté con mi Padre en su trono. 22El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias».
El bloque de las siete cartas no está aislado, sino que constituye parte integral de un todo unitario, el libro del Apocalipsis.
Son siete, número que denota plenitud y totalidad, como si las siete constituyeran una sola carta a toda la Iglesia8. Esto es
evidente por la advertencia al final de cada una de ellas (2,7.11; etc.). Respetando esa unidad, en lugar de comentarlas una a una
daremos una visión de conjunto.
La visión inicial desemboca en 1,19 en una orden: «escribe esto que has visto, lo que está sucediendo y lo que va a suceder
después». Es una orden que se repite al inicio de cada una de las siete cartas9. La presentación de Cristo en la carta a la iglesia de
Éfeso es con rasgos de la visión inicial: «esto dice el que tiene cogidas en su diestra las siete estrellas y camina en medio de los
siete candelabros de oro» (1,13.16). Lo mismo se observa en las restantes cartas. En otras palabras, los títulos con los que Cristo
se presenta empalman con la visión inaugural. De igual manera, los premios ofrecidos a las iglesias nos remiten principalmente
al final del Apoc. con la mención del «árbol de la vida» (2,7 y 22,2), la «nueva Jerusalén» (3,12 y 21,2), la «segunda muerte»
(2,11 y 20,6.14), «el libro de la vida» (3,5 y 21,27), «la estrella de la mañana» (2,28 y 22,16), «el nombre escrito» (3,12 y 22,4).
Redaccionalmente las cartas están perfectamente integradas en el Apoc. y tanto éste como las cartas conforman el testimonio del
ángel «enviado a las iglesias» (22,16). Las cartas sintetizan y anticipan el desarrollo posterior.
Las siete cartas son como un muestrario del rostro único de la Iglesia, una especie de gran carta del Señor resucitado a su
comunidad. En realidad, vistas como conjunto desde la perspectiva de su contenido, más que cartas, lo que tenemos es un
discurso profético que el Espíritu y Jesús, a través de su enviado Juan, dirigen a la comunidad. Al final de cada carta dirigida a
una iglesia particular, se invita a escuchar «lo que dice el Espíritu a las iglesias». La iglesia entera está comprometida en cada
una de las cartas. Esta gran carta (la unidad de las siete) precede al resto del Apoc. porque el interés no está cifrado en la
predicción de acontecimientos sino en la actitud de la comunidad frente a la venida de su Señor, que es el único acontecimiento a
discernir entre todos los acontecimientos. La Iglesia necesita «colirio para recobrar la vista» (3,18) y prepararse al encuentro con
el Señor. El verbo «venir» aparece en 2,5.16.25; 3,3.11.20.
Podríamos adelantar aquí la frase de 19,10: «el testimonio de Jesús es el Espíritu de profecía». El Espíritu está invitando a
toda la Iglesia a ser profética manteniendo el testimonio de Jesús. Es decir, proclamar con la verdad de la vida la verdad de la fe.
No basta decirse o llamarse, hay que serlo: se dicen apóstoles, pero no lo son (2,2), se dicen judíos, pero no lo son (2,9), se dice
profetisa, pero es seductora (2,20), se siente pobre, pero es rica (2,9), tiene nombre de viviente, pero está muerta (3,1), dice que
es rica, pero es miserable, pobre, ciega y desnuda (3,17). El problema de fondo es el de la verdad-fidelidad. Porque es quien
escruta el corazón y la mente (2,23), Cristo conoce perfectamente la verdad que la Iglesia trata de disimular o camuflar. No son
tiempos para la indecisión (ni frío ni caliente 3,15) sino para la fidelidad hasta la muerte (2,10).
La conversión que el Espíritu a través de este profeta está pidiendo es conversión a la fidelidad del primer amor (2,4). La
actitud fundamental que se exige ante la hora de la prueba (3,10) se resume muy bien en las frases: «permanece fiel hasta la
muerte y te daré la corona de la vida» (2,10) y «al que venza le haré sentar conmigo en mi trono, como yo también vencí y me
senté con mi Padre en su trono» (3,21). Toda la exhortación es, por tanto, una invitación a vencer, siendo fiel a Dios hasta las
últimas consecuencias, como Antipas (2,13) o como el mismo Cristo. Las cartas son parte de esta profecía que es el Apoc. y por
eso alientan a su comunidad, que vive en medio del conflicto denunciado.
El clima que se refleja en las cartas no es ciertamente el mismo que en el resto del Apoc., pero en ambas partes del libro se
trata de la fidelidad difícil, aunque por razones diferentes. Se trata siempre de vencer resistiendo a las fuerzas que actúan desde
fuera y desde dentro. Desde fuera los cristianos eran vistos como «sospechosos» en tiempos de los Flavios (Vespasiano, Tito y
Domiciano) por resistirse a rendir culto al emperador -culto que floreció de modo particular en Asia Menor. Pérgamo clamaba
ser el centro de este culto con su templo al «divino Augusto y a la diosa Roma». Los cristianos, por esta negación, perdían
derechos políticos y económicos como ciudadanos del imperio. La situación de desventaja en el imperio desmiente la confesión
central de su fe, de que Cristo ha vencido o que Dios es el Señor. Algo de esa enemistad contra los cristianos se refleja en
algunas de las cartas.
Es sobre todo desde dentro donde se siente el peligro denunciado en las cartas; peligro desde dentro, pero por las presiones
de fuera. Un grupo de cristianos de tendencia gnóstica10 justificaba su laxismo moral como forma de ceder a las presiones del
ambiente. Eso explica que tengamos en las cartas un lenguaje profético, apasionado, como de quien «tiene fuego en los ojos»
(2,18) y llama ardientemente a la conversión a su iglesia. Los que tienen vocación de vencedores y de testigos no deben pactar
con el mundo y deben estar dispuestos a arriesgarlo todo, hasta la vida. Aparece aquí la fuerza y la debilidad de una iglesia
tentada por las soluciones fáciles, en las que por miedo o conveniencia se cede en la fidelidad. En tiempos de persecución o
asedio, la fidelidad y la resistencia definen la identidad del testigo.
Es más fácil percibir la fuerza de la exhortación en las cartas que la identificación de los enemigos a los que se alude con
frases duras. Nos interesa sobre todo la identificación de tres que son mencionados: los nicolaítas (2,6.15), los seguidores de la
doctrina de Balaam (2,14), y los de Jezabel, la profetisa (2,20).
«Nicolaítas» podría ser una referencia a los seguidores de un tal Nicolás, personaje del cual no conocemos nada. Pero,
Nicolás en griego (nikolaios) significa lo mismo que Balaam en hebreo (bl`m), «vencedor del pueblo» (engañar). Según Núm
31,16, Balaam fue quien, por medio de las mujeres madianitas, engañó a los israelitas para que fueran infieles al Señor. Jezabel,
por su parte, fue la reina pagana, esposa del rey Acab de Israel, que promovió la defección del culto a Yavé auspiciando un
sincretismo religioso que el profeta Elías censuraba. Por lo tanto, ¿se trata de tres grupos diferentes o del mismo grupo? ¿No
estará el autor utilizando nombres simbólicos de personas para designar lo que hacen y no lo que son? De ser así, se trataría del
grupo de cristianos que incitan a pactar con el mundo, es decir, a un acomodo pragmático o un sincretismo, porque en su óptica
no vale la pena arriesgar la vida por la fe. Pero según el Apoc., la fidelidad al Señor no es negociable ni permite pactar con el
laxismo o el sincretismo que rodea a la comunidad. De ellos se espera una definición clara y mantener lozano el primer amor
con todas las consecuencias. Por eso podemos decir que la exigencia para la Iglesia en las cartas y en el resto del Apoc. es
fundamentalmente la misma.
El centro de las cartas, como el centro de la visión, es Cristo mismo. Hay una verdadera aglomeración de títulos cristológicos
porque Cristo es el protagonista principal que habla e interpela a cada una de las iglesias diciendo «conozco tus obras». Las
obras revelan la vida misma y es la praxis la que demuestra la verdad de la fe. Se trata de coherencia entre lo que se confiesa y lo
que se vive. Cristo tiene «ojos como llama de fuego» (2,18) e increpa a la Iglesia con palabras cortantes como «espada de doble
filo» (2,12). La Iglesia debe discernir sus obras para que Cristo pueda llamarlas «mis obras» (2,26). Ellas son el vestido de boda
de la novia (19,8) y por ellas será juzgada (22,12).
Breve comentario sobre cada una de las comunidades y síntesis del mensaje
Todas las ciudades mencionadas, excepto Filadelfia, eran importantes. La secuencia es lógica, siguiendo las grandes
avenidas que las interconectaban (vea un mapa). La secuencia constituye un circuito en forma de un gran triángulo de uno de los
grandes caminos romanos de la época, que recorría la región centro-occidental de la provincia de Asia, que pasaba por todas esas
ciudades11.
La comunidad de Éfeso es exhortada a «renacer al primer amor», a la conducta primera y salir vencedora. Éfeso, importante
ciudad portuaria y política y gran centro comercial, era famosa por el grandioso templo de Artemisa (Hch 19,21s). El año 29 a.C.
el emperador Augusto autorizó a los efesios a dedicar un templo a Julio César. La ciudad se enorgullecía de tener seis templos
dedicados al culto del emperador, lo que la hacía acreedora por tres veces del título de neokoros (guardián del templo)12 por el
culto del emperador. La comunidad tenía su mérito, pero había comenzado a transigir por la influencia de los predicadores
falsos.
La comunidad de Esmirna es animada a la «fidelidad (a Jesucristo) hasta la muerte para ganar la corona de la vida», a pesar
de que van a tener que padecer tribulaciones (2,10). La fidelidad de Esmirna al emperador Tiberio le mereció que el senado la
eligiera a la hora de decidir dónde construir un nuevo templo en honor del emperador. Por el martirio de Policarpo sabemos que
residía allí una numerosa colonia judía. La expresión «sinagoga de Satanás» (v.9) probablemente se refiere a dicha comunidad,
que ocasionaba tribulaciones diversas a los cristianos, pues esos «dicen ser judíos, pero no lo son», pues se muestran como
adversarios de Dios y su mesías. Así como detrás del imperio actúa Satanás, así también el autor veía a Satanás detrás de todos
los que hostigan a los cristianos. Jesucristo, muerto, vive para siempre y la comunidad debe estar dispuesta a morir (físicamente)
para obtener la vida, sin temer la segunda muerte (cf. 20,6.14; 21,8), es decir, los tormentos eternos.
A la iglesia en Pérgamo le dice Cristo: mantén mi nombre, como Antipas, mi leal testigo (2,13). Con templos dedicados a
Júpiter y a Asclepio, el dios de la medicina, el año 29 Augusto le concedió el permiso de construir un templo dedicado a él y a la
diosa Roma. Pérgamo era conocida por su devoción al culto del emperador. Por esta razón, probablemente, el autor la
consideraba una ciudad especialmente satánica, donde está el «trono» de Satanás, símbolo importante en el libro, como signo de
poder y de autoridad; en ella se decide sobre la vida o la muerte de los cristianos (v. 13). Algunos de la comunidad han caído
seducidos por «la doctrina de Balaam», el sincretismo de los que se acomodan al ambiente pagano. En cambio, el perseverante y
fiel pertenece ya al mundo nuevo y está marcado por la novedad de Cristo (cf. 3,12).
A la comunidad de Tiatira se le advierte que «toda la Iglesia conocerá que yo soy quien escudriña los corazones» (2,23). Por
el testimonio de Plinio el Viejo sabemos que era ciudad de segunda categoría, subordinada a Pérgamo. La presencia de Jezabel
denuncia un falso profetismo que «enseña y seduce» invitando a la idolatría y la prostitución, entendidas en sentido profético
simbólico, no moral. El autor afirmó que los cristianos engañados no conocen las profundidades de Dios sino las de Satanás,
desenmascarando así sus pretensiones (v.24). Sólo deben mantener lo que tienen: el amor, la fe, la dedicación y la constancia y
una conducta mejor que la del principio (v. 19).
A la iglesia en Sardes se le recrimina ser cual «cadáveres de una vida que nunca fue» (C. Vallejo). El año 17 d.C. fue
sacudida por un fuerte terremoto y Tiberio le dio diez millones de sestercios para la reconstrucción. La reconstrucción incluyó
un templo a Tiberio y desde entonces entró en competición con Esmirna sobre el culto al emperador. En contraste con la carta a
Esmirna, tenemos aquí el juicio más severo de todas las cartas, porque la fe sin obras está muerta (Sant 2,17). No pocos
cristianos habían recaído en los desenfrenos propios del paganismo; han «manchado sus vestiduras» (3,4). Es tiempo de
vigilancia para consolidar los restos antes que mueran, porque el Señor no quiere borrarla del libro de la vida.
A la iglesia en Filadelfia Cristo le dice con amor: «te guardaré en la hora de la prueba que va a venir» (3,10). No
encontramos reproche alguno en esta carta sino elogios y la declaración de Cristo: «yo te amo» (v.9). Es una iglesia agraciada
por Dios, a la cual Dios «ha dejado una puerta abierta que nadie puede cerrar» (v.8), por la que entran inclusive judíos adversos
(v.9).
A la comunidad de Laodicea se le enrostra que «no eres ni frío ni caliente» (3,15). Son numerosos los testimonios sobre su
actividad comercial, especialmente en el campo de la lana y el teñido de los tejidos. Era también conocida por sus remedios para
los oídos y los ojos. Laodicea era una ciudad que podía expresar su propia complacencia diciendo: «soy rica y no tengo
necesidad de nada». Pero el Espíritu le aclara: «Dices ‘soy rico’ y eres miserable y pobre y ciego y desnudo» (3,17). La
comunidad es acusada de haberse dejado seducir por las tentaciones del bienestar del ambiente, de riquezas y opulencia (v.17).
Aunque no podamos estar seguros de todas las referencias a la situación histórica en Laodicea, queda clara la denuncia de la
vida de la comunidad. Se trata de una comunidad a la que le falta definición y coherencia porque predominan las medias tintas,
en abierto contraste con los títulos de Cristo: «el amén, el testigo fiel y leal» (v.14) que no admite ambigüedades ni concesiones.
Cristo, testigo fiel y vencedor, modelo de testigos, invita a la Iglesia a vencer. Lo pide alguien que fue degollado por su
fidelidad, pero venció y está sentado en el trono de Dios (v.21).
Con el capítulo cuatro comienza la segunda gran parte de este libro, tocante a «las cosas que han de suceder después» (4,1 y
1,19) y que irán desplegándose lentamente.
Notemos lo ya dicho, que la visión puede ser complexiva y se hace de una vez, pero la descripción literaria de la visión debe
hacerse por partes sucesivas. A la Iglesia le es más fácil la fidelidad a Dios si se sitúa en la perspectiva del reinado de Dios y de
Cristo. Y ese es el aspecto de esta grandiosa visión del trono13. El trono es el símbolo de la victoria y de la soberanía
definitivamente asegurada. Desde ese trono se va a escuchar el clamor de las víctimas de la tierra y se va a juzgar la historia.
Todo esto es lo que incluye esta visión cuyos detalles se irán presentando progresivamente:
4 1Después de estas cosas miré, y he aquí [que vi] una puerta abierta en el cielo. Y la voz aquella primera, como de trompeta, que oí
hablando conmigo, decía: «Sube acá y te mostraré lo que ha de suceder después de estas cosas». 2Al punto fui [arrebatado] en espíritu.
Y he aquí [que] un trono estaba colocado en el cielo, y sobre el trono [estaba] uno sentado. 3El que estaba sentado era de aspecto
semejante a una piedra de jaspe y sardónice. Y un arcoiris rodeaba al trono, de aspecto semejante a una esmeralda. 4Y alrededor del
trono había veinticuatro tronos, y sobre los tronos, veinticuatro ancianos sentados, vestidos de vestiduras blancas y con coronas doradas
sobre sus cabezas. 5Y del trono salen relámpagos y voces y truenos. Y siete antorchas de fuego están ardiendo delante del trono, que
son los siete espíritus de Dios, 6y delante del trono hay como un mar transparente, semejante a cristal. Y en medio del trono y alrededor
del trono, cuatro seres vivientes, llenos de ojos por delante y por detrás. 7El primer ser viviente [es] semejante a un león; el segundo ser
viviente [es] semejante a un toro; el tercer ser viviente tiene el rostro como de hombre; y el cuarto ser viviente [es] semejante a un águila
en vuelo. 8Y los cuatro seres vivientes tienen cada uno seis alas, y alrededor y por dentro están llenos de ojos, y no tienen descanso ni
de día ni de noche, diciendo:
«Santo, santo, santo, Señor, Dios, todopoderoso, el que era y el que es y el que ha de venir».
9Y siempre que los seres vivientes den gloria y honor y acción de gracias al que está sentado en el trono, al que vive por los siglos
de los siglos, 10caerán los veinticuatro ancianos ante el que está sentado en el trono y adorarán al que vive por los siglos de los siglos, y
arrojarán sus coronas ante el trono diciendo:
11«Digno eres, Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria y el honor y el poder, porque tú creaste todas las cosas y por tu voluntad
eran y fueron creadas».
5 1Y vi a la derecha del que estaba sentado en el trono un libro escrito por dentro y por fuera, sellado con siete sellos. 2Y vi a un ángel
poderoso que pregonaba con gran voz: «¿Quién es digno de abrir el libro y de soltar sus sellos?» 3Y nadie, en el cielo ni en la tierra ni
debajo de la tierra, podía abrir el libro ni examinarlo. 4Y yo lloraba mucho, porque nadie fue hallado digno de abrir el libro y de examinarlo.
5Y uno de los ancianos me dice: «Deja de llorar, que ha vencido el león de la tribu de Judá, la raíz de David, para abrir el libro y sus siete
sellos».
6 Y vi en medio del trono y de los cuatro seres vivientes, y en medio de los ancianos, a un cordero en pie, como degollado, que
tenía siete cuernos y siete ojos, que son los siete espíritus de Dios enviados por toda la tierra. 7Y vino y lo tomó de la derecha del que
estaba sentado en el trono. 8Y cuando tomó el libro, los cuatro seres vivientes y los veinticuatro ancianos cayeron ante el Cordero,
teniendo cada uno una cítara y copas doradas llenas de incienso, que son las oraciones de los santos. 9Y cantan un cántico nuevo
diciendo:
«Digno eres de tomar el libro y de abrir sus sellos, porque fuiste degollado y compraste para Dios con tu sangre [a hombres] de toda
tribu y lengua y pueblo y nación. 10Y los hiciste para nuestro Dios un reino y sacerdotes, y reinarán sobre la tierra».
11Y miré, y oí la voz de muchos ángeles alrededor del trono y de los seres vivientes y de los ancianos. Y era su número miríadas de
miríadas y miles de miles, 12que decían con gran voz:
«Digno es el Cordero que fue degollado de recibir el poder y riqueza y sabiduría y fortaleza y honor y gloria y alabanza».
13Y todos los seres creados que están en el cielo y sobre la tierra y debajo de la tierra y sobre el mar, y todo cuanto en éstos hay, oí que
decían:
«Al que está sentado en el trono y al Cordero, la alabanza y el honor y la gloria y la fuerza por los siglos de los siglos».
14Y los cuatro seres vivientes decían: «Amén»; y los ancianos se postraron y adoraron.
La visión de «una puerta abierta en el cielo» es evidentemente simbólica, porque el cielo no tiene puertas. La imagen de la
puerta, como símbolo, la encontramos ya ofrecida a la iglesia de Filadelfia de parte del que tiene la «llave» (3,8). Hablar de
puerta o llave es hablar de una salida, de una esperanza. Lo que vio Juan era un rayo de luz que ilumina la atormentada historia
de los hombres, cuando todas las puertas parecen cerrarse. Por esa puerta se entra ante el trono y ante el consejo de Dios.
Juan fue invitado: «Sube aquí y te mostraré lo que va a suceder después» (4,1), pero no subió para ver el cielo sino para ver
la tierra desde la perspectiva de Aquel que está sentado sobre el trono. El cielo, ámbito de Dios, no es ajeno a la tierra, ámbito de
los hombres y de su historia. Por eso «ser arrebatado por el Espíritu» es convertirse en profeta y entrar en otras categorías
diferentes de las nuestras, donde el tiempo o el espacio se miran de manera diferente. La profecía está siempre ligada a la tierra y
al cielo: al cielo porque es testimonio de la soberanía absoluta de Dios, a la tierra porque en ella su soberanía salvadora está
cuestionada y su pueblo no experimenta la salvación. Por eso veremos que todo el resto de este libro profético no es sino la
única visión y la respuesta a un clamor que sube de la tierra y con el que Juan se sentía solidario. Los ancianos y los vivientes
«tienen en sus manos copas de oro llenas de perfumes que son las oraciones de los santos» (5,8) y, muy cerca del altar, «las vidas
de los degollados por causa de la palabra y del testimonio que mantenían» (6,9) representan el grito de la sangre que pide justicia
(6,10). La visión es más de una corte que de un templo y tiene como trasfondo la corte y el culto al emperador, señor de la tierra
y de la historia14. Esta información es importante para situar en su contexto la clave «litúrgica» de nuestro autor.
La visión de estos capítulos es un verdadero mosaico de temas y de símbolos no siempre fáciles de explicar. Pero de ellos
emergen cuatro importantes elementos:
- el Cordero, y
- la aclamación universal.
Lo primero que vio Juan no fue un altar o un templo sino un trono. Es el símbolo más impresionante de la visión (más que el
rostro de la persona) y un tema fundamental en el Apoc. La imagen del trono empalma con la tradición profética y
apocalíptica15. Este trono destacará frente a otros tronos en el cielo o en la tierra. Pero Juan, combinando elementos tomados de
Isa 6,1s; Ez 1,26s y Dan 7,9, presentó una visión en la que el conjunto es más importante que la identificación de los detalles. En
efecto, el vidente no se fija en el rostro de la persona que está sentada en el trono sino en el esplendor de cuanto la rodea. Los
otros elementos de la visión son decorativos, para resaltar la indescriptible majestad del que está sentado en el trono,
representada particularmente por las piedras preciosas: «el que estaba sentado era de aspecto semejante a una piedra de jaspe y
sardónice...» (v.3). «El que está sentado en el trono» no es otro que Dios; es una designación usada intencionalmente por Juan
con fuerza de título y que repetirá siete veces en el Apoc16. Esta expresión resalta la soberanía absoluta de Dios sobre el tiempo
y sobre el espacio, soberanía que está reforzada por otros títulos: «Señor Dios, todopoderoso, el que era, que es, y que ha de
venir» (v.8). Está sentado en el trono como Señor de la vida («vive por los siglos de los siglos»: v.9.10) y de la historia y juez de
las naciones. De entre todo lo que está en torno al trono, destacan los 24 ancianos y los cuatro seres vivientes.
En los 24 ancianos se da una superposición de símbolos que ha originado las explicaciones más variadas. Se trata de seres
humanos glorificados, es por eso que están sobre tronos con vestidos blancos y coronas (v.4). Son ancianos, vocablo que
tradicionalmente designa a los sabios; reunidos constituían el consejo de la ciudad y la instancia judicial. En el Apoc. el número
doce y sus múltiplos tienen que ver con el pueblo elegido, por lo cual los 24 ancianos podrían representar a la comunidad de
fieles a Dios constituida por el Israel histórico (doce tribus) y por el nuevo Israel, la Iglesia (doce apóstoles). Por otro lado,
puesto que doce también significaba perfección, la cifra 24 puede significar la Israel (doce) perfecta (doce), o sea la Iglesia,
comunidad de sabios, es decir, de los que reconocen la soberanía absoluta de Dios17 -razón por la que arrojarán sus coronas a los
pies de Dios (v.10). En todo caso, se trata de una comunidad de vencedores (tienen vestido blanco, corona, trono), pero viven en
solidaridad con la Iglesia militante sobre la tierra, pues tienen las oraciones de los santos en sus manos (5,8). Estos «liturgos son
también reyes y sacerdotes», afirma P. Prigent18. Como sea, participan en la soberanía de Dios y su capacidad de juzgar (cf.
20,5; Lc 22,30).
Los cuatro seres vivientes, semejantes a león, a toro, a hombre y a águila (v.7), forman también parte de esta corte. Sus
descripciones están tomadas de la visión del carro de la gloria de Dios en Ezequiel 1, quien más adelante los identifica como
querubines (Ez 10,20). La tradición cristiana, a partir de san Ireneo, los ha identificado con los cuatro evangelistas, pero sin
fundamento alguno en el texto19. Estos cuatro seres «tienen seis alas», es decir, son omnipresentes, y están «llenos de ojos», vale
decir, todo lo ven, son omniscientes (v.6). Su número, cuatro, denota los cuatro ángulos de la tierra (cf. 7,1). En otras palabras,
los cuatro seres vivientes representan la presencia de Dios en la creación. Desde la creación éstos cantan el trisagio, como los
serafines en Isa 6,3, «Santo, santo, santo....», es decir, aclaman la soberanía de Dios. Es lo que luego se proclama: «digno eres,
Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria... porque tú creaste todas las cosas...» (v.11). En síntesis, lo que tenemos es una
composición artística de Juan con el fin de resaltar mediante imágenes bíblicas la omnipresencia de Dios en la creación.
Más importante que la identificación de todos estos personajes es la función que cumplen. Los ancianos (el consejo o
senado) tienen una connotación política, no sólo cultual. El contexto habla de tronos y vamos a asistir a una entronización o
toma de poder, acto político por excelencia. Los ancianos reconocen la soberanía absoluta de Dios y «arrojan sus coronas delante
del trono» (v.10), reconociéndolo como el único digno de recibir «gloria y honor». Muchos estudiosos han visto en la expresión
«digno eres» (v.11) resonancias políticas, pues se trata del lenguaje aplicado a los soberanos de la tierra. De igual manera, el
título «Señor y Dios nuestro» podría ser una alusión al emperador Domiciano, que se hacía llamar así, según Suetonio (Dom.
13,2). Su adjudicación a Dios es una negación de la pretendida divinidad del emperador. La soberanía absoluta le pertenece sólo
a Dios: sólo Él es el creador, y sólo ante Él arrojan sus coronas los 24 ancianos, gesto tradicional de los reyes vasallos ante el
emperador. La afirmación de Dios como creador (v.11), dogma fundamental en el judaísmo, resume la razón primordial por la
cual se afirma y reafirma a lo largo del Apoc. la absoluta y universal soberanía de Dios.
Este cuadro resulta ser, pues, una afirmación polémica y política, puesto que relativiza la dignidad y el poder de todo trono,
de toda pretendida soberanía sobre la tierra. Este será un tema central en el Apoc. Soberano absoluto sobre todo es solamente
Dios. Desde esta realidad se puede ver (juzgar) la historia humana y sus múltiples tronos y las divinizaciones de las personas que
en ellos se sientan. Eso aclaman «sin descanso ni de día ni de noche» los cuatro seres vivientes, y en ellos toda la creación20.
Notemos finalmente que el que está sentado en el trono no vive aislado en su «olimpo» de felicidad. Como veremos, ahí
están también el Cordero degollado, las víctimas y, además, «delante del trono arden siete lámparas, que son los siete espíritus
de Dios» (v.5; cf. Zac 4,2s.10), que era la forma de hablar de Juan sobre la actuación de Dios en la tierra para hacer efectiva su
soberanía y la victoria del Cordero. El contenido central de este capítulo no es, por tanto, ofrecer el modelo de la liturgia
celestial, sino presentar, en fidelidad a la tradición profética con la que Juan empalmaba, el consejo divino en el que se decide el
destino de la historia humana. De eso habla la sección siguiente.
El autor no hizo ningún esfuerzo por visualizar el rostro del que «está sentado en el trono». Su mirada se fijó en «la derecha
del que está sentado en el trono, (allí) un libro escrito por dentro y por fuera, sellado con siete sellos» (5,1). El libro simboliza el
registro y control de lo allí incluido. El hecho de estar sellado evoca los decretos supremos, por tanto el libro contiene la
voluntad divina. Recordemos que las visiones de Juan no eran para ser imaginadas sino interpretadas. La presente escena se
inspiró en el texto de Ez 2,9-10. Eso quiere decir que muchas preguntas sobre el libro sobran: ¿de qué libro se trata?, ¿es un
rollo, un códice, un documento legal?, ¿qué hay escrito en él?, ¿se lee antes de abrirlo o se lee sólo después de quitar los sellos?,
¿son los siete sellos el contenido del libro? No olvidemos que estamos en el mundo de los símbolos, que tienen su propia lógica,
que es la de sugerir más que decir. No son representaciones literales, sino literarias. Un libro sellado no se puede leer, es secreto,
pero al mismo tiempo tiene un sello, una garantía. El libro es también una forma de hablar del control de lo que sucede (cf. libro
de la vida en 3,5). Por tratarse de un escrito, significa que está fijado, firme, y es posible conocerlo (contrario a estar oculto,
invisible, no-escrito). En libros se informa, se da a conocer. Como veremos, su contenido incluye las causas y los propósitos de
determinadas realidades.
Los comentaristas se dividen en dos categorías a la hora de descubrir cuál es el contenido del libro sellado. Unos dicen que
es el AT (es la opinión más antigua), sellado e ininteligible hasta que Cristo rompa los sellos y lo clarifique. No cabe duda de
que hay mucho de eso en el Apoc., pues todo él es una lectura cristológica del AT. En esto Juan empalmó con la tradición
cristiana que lee la Escritura a la luz de Cristo, aunque lo hace de una manera más totalizante. Pero creemos más adecuada la
otra opinión, según la cual en el libro sellado se habla del designio de Dios en la historia de los hombres; un designio nada fácil
de entender ni de escrutar, porque se trata de una historia llena de contradicciones. ¿Dónde está la soberanía de Dios y su poder
de salvación entre tanta violencia y muerte? Y en esto Juan era heredero de la tradición apocalíptica que él cristianizó, porque
dirá que la clave y la respuesta es Cristo, el Cordero degollado.
Por eso creemos que «abrir los sellos» y «leer el libro» significa tener acceso al misterio de la historia y saber leer en ella la
última palabra que el Dios de la salvación tiene sobre el mundo. Esa palabra es Cristo, cordero degollado y victorioso, que
quiere hacer efectiva y visible su victoria a través de sus testigos, vencedores como él. El contenido del libro sellado es la luz
que inunda la historia desde la resurrección hasta la parusía. No todo está predeterminado en esa historia, aunque sí controlado,
porque todo está escrito en ese libro, con validez absoluta e inmutable determinación, sin que se pueda quitar o añadir nada
(22,18s). Pero el énfasis no está en lo que dice el libro sino en la clave para leerlo, que es el Cordero. Él es el contenido del libro
y la clave para leer nuestra historia. Cristo es clave para entender no sólo el pasado (el AT) sino el presente y el futuro, frente al
cual surgen las preguntas y las protestas consideradas en el Apoc.
Por eso el llanto del vidente expresa la situación de la humanidad, incapaz de descifrar su propia historia y angustiada ante
un horizonte cerrado y sin esperanza. El destino de la historia está en manos de Dios y la clave de su comprensión está en manos
del Cordero y su propia historia.
La presentación dramática de los v.2-4 tiene por finalidad resaltar el papel del Cordero: él es el único en el universo que es
«digno de abrir el libro y de soltar sus sellos». Y esa dignidad única tiene su sustento tanto en su relación única con aquel
sentado en el trono como en el don soteriológico de su vida, como se proclamará en el cántico más adelante: «porque fuiste
degollado y rescataste para Dios con tu sangre a hombres de toda raza...» (v.9s).
Uno de los ancianos, y no un ángel, es quien consuela al vidente. Son los ancianos los que llevan la oración a Dios y son
ellos los que traen la respuesta de parte de Dios. Son parte de este pueblo de vencedores que ya han participado de la victoria y
saben de lo que hablan. Su mensaje es elocuente, porque antes de hablar de Cristo exponen lo que ha hecho: «No llores, ha
vencido» (v.5), proclamando de este modo un tema fundamental en el Apoc. Recordemos el final de la carta a la iglesia de
Laodicea (3,21), en que se asocia la victoria de los cristianos a la de Cristo.
¿Quién es este vencedor? Es «el león de Judá, la raíz de David... un cordero». Las imágenes se multiplican y se superponen.
Pero recordemos, una vez más, que las imágenes no son para visualizarlas sino para entenderlas en el contexto del AT y de la
literatura apocalíptica. De no ser así, no entenderemos la contradicción aparente entre león, cordero y pastor, como será llamado
más adelante (7,17).
La respuesta de una manera más directa sería: el mesías anunciado, que es Cristo, es ese vencedor. Juan prefería las
imágenes, por la evocación y la riqueza de sentidos teológicos que éstas encierran. Con la superposición de títulos tomados del
AT el autor identificó a Cristo con el Rey Mesías que ha venido, ha cumplido las Escrituras y «ha vencido». El título «león de
Judá» está tomado de Gén 49,9, y «raíz de David» de Isa 11,10, dos pasajes clásicos de la expectación mesiánica judía, por
ejemplo, en Qumrán21. Con ellos se expresaba la esperanza de un mesías guerrero y conquistador de las naciones, y el texto de
Isa 11,10s habla de la reunificación de Israel de entre las naciones. Y todo esto ha llegado a su cumplimiento en el mesías que
los cristianos confiesan, Jesucristo.
La imagen del león como poder destructor es frecuente en el AT22. Pero paradójicamente el león es el cordero. Y, con este
contraste de imágenes, Juan aportó su originalidad para hablar del mesianismo de Jesús, no con el poder o con la fuerza de la
guerra, sino con la entrega de su vida. Juan veía a Cristo como plenitud del AT, pero lo veía sobre todo como Cordero, haciendo
de este símbolo uno de los principales, si no el principal de todo el Apoc. ¿Qué implica esta designación de Cristo como
Cordero?
Es verdad que lo que espontáneamente se nos ocurre, por ser más conocido, es la asociación con el cordero pascual o con Isa
53. Cristo sería el siervo y el cordero, quien con su sangre nos ha rescatado. El tema del éxodo, del rescate y de la sangre no
están ciertamente ausentes de este capítulo y Juan podía pensar en todo eso a la vez. Pero creemos que lo que más se subraya es
que «ha vencido»: está de pie y tiene «siete cuernos y siete ojos, que son los siete espíritus de Dios enviados a la tierra entera»
(5,6; cf. 1,4), es decir, la plenitud del poder (cuernos) y del conocimiento (ojos) sobre «toda la tierra». Juan, en fidelidad a la
tradición apocalíptica de su tiempo, estaría asociando el Cordero y la realeza y, de este modo, adelanta el contenido del libro,
que no sería otra cosa sino la implantación del Reino haciendo efectiva su victoria23.
En Apoc. 17,12-14, los cuernos son reyes y se le da al Cordero el título de «Señor de señores y Rey de reyes». Por eso el
Cordero está de pie, signo de victoria, aunque ha sido degollado. La muerte es ya victoria; la Pascua es el momento en que Dios
ha puesto en evidencia el triunfo de la vida sobre la muerte. La palabra traducida por «degollado» (esphagmenon) se traduce a
veces por «sacrificado», pero su sacrificio no es cultual sino profano, en un gesto de solidaridad con todos los sacrificados en la
historia de los hombres. Por eso su presencia ilumina nuestra historia de violencia y de muerte. Tenemos aquí la paradoja
escandalosa del evangelio proclamado en la muerte y resurrección de Jesús. Se trata de una victoria desde abajo, desde las
víctimas y la solidaridad con ellas, pues Él mismo es una de ellas.
Siendo el mesías anunciado realizador del designio de Dios, el Cordero puede tomar el libro de la mano derecha del que está
sentado en el trono (v.7), que es la mano del poder y la autoridad (cf. 1,16; 2,1). La solemnidad de esta toma de posesión está
resaltada por un gesto: los seres vivientes y los ancianos caen ante su presencia y cantan porque la historia de la salvación ha
llegado a su momento de plenitud y de claridad. El Cordero, por haber sido degollado, tiene el derecho y el poder de abrir los
secretos de la historia y de reivindicar a todas las víctimas que ha habido en ella. El Cordero toma el rollo, vale decir, toma en
sus manos el poder y el destino de los pueblos. Pero lo que el vidente describió no es tanto una liturgia cuanto una ceremonia de
entronización y toma de poder, reconocido por los cuatro vivientes, los 24 ancianos y los millares de ángeles y también por toda
la creación. Una multitud inmensa de «toda raza y lengua y pueblo y nación» se une en el cántico nuevo de la liberación que
canta la actuación del Cordero en la historia24.
Los ancianos tienen en sus manos «copas doradas llenas de incienso», imagen que sugiere un clima cultual. Pero Juan aclaró
enseguida que ese incienso son «las oraciones de los santos» (v.8), expresando de esta forma una convicción que desarrollará
más tarde: que la oración de los hombres y el clamor de los pobres llega hasta el cielo.
Los ancianos, y a ellos se unirá toda la creación, cantan «un cántico nuevo» (v.9s), que más tarde se identifica como cántico
de Moisés y cántico del Cordero (15,3). La expresión «cántico nuevo» está llena de resonancias del AT, especialmente los
salmos en los que se celebra la intervención de Dios y la realeza de Dios. El salmo 98 es especialmente significativo: «Canten al
Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas; el Señor da a conocer su victoria, revela a las naciones su justicia» (cf.
también Sal 33,3; 40,4; 96,1; 144,9; 149,1). Pero tal vez era la invitación de Isa 42,10 la que Juan tenía en mente. Como sea, es
una invitación a cantar por lo nuevo que el Señor está ya realizando en la historia, que es un nuevo éxodo (Isa 42,9; 43,18s).
Podemos decir que cántico nuevo, éxodo y realeza de Dios van juntos. Por eso, aunque no se cite literalmente el cántico de
Moisés del Éxodo, lo central es que «el Señor reina por siempre» (Ex 15,18). Y reina a través del Cordero, porque en él se
reconoce la presencia de la novedad que Dios ofrece a los hombres. El tema de lo «nuevo» es explicitado al final del Apoc., si
bien todo el libro, y sobre todo los himnos, es celebración de la presencia de la novedad que salva y da vida en esta historia de
muerte.
La liberación obrada por el Cordero hace triunfadores a los cristianos, pero no triunfalistas. El recuerdo de la sangre y del
Cordero degollado nos remite a la cruz en la que Jesús, víctima de los poderosos de la tierra, realiza el designio liberador del
Padre. La iglesia de triunfadores será tal si es capaz también ella de asumir el mismo camino.
La corte celestial canta la solidaridad del Cordero con las víctimas de la historia y su entronización junto al trono de Dios,
porque eso lo hace «digno de tomar el libro y de abrir sus sellos: porque fuiste degollado y rescataste...» (v.9). Indudablemente,
el Éxodo está en el trasfondo como imagen profética que apunta hacia Cristo. Este cántico es «nuevo», pues aclama
confesionalmente la redención por Cristo y su universalidad: «adquiriste para Dios hombres de toda raza y lengua y pueblo y
nación». Estas cuatro categorías antropológicas aparecen juntas siete veces en todo el Apoc.25. Con ellas Juan sugería la
universalidad de la liberación obrada por Cristo, en abierto contraste con la liberación del éxodo de Egipto. Allí Israel fue
elegido de entre todos los pueblos de la tierra para ser propiedad de Dios (Ex 19,5). Aquí se dice que el pueblo de Dios lo
constituye «toda raza y lengua y pueblo y nación». En claro paralelo con el Cordero, en 13,7 se dirá que a la Bestia también se le
dio poder «sobre toda raza y pueblo y lengua y nación». De este modo la fórmula adelanta desde ahora el conflicto central del
Apoc.: la cuestión del poder y del señorío sobre el mundo26.
Citando una vez más Ex 19,5-6, la obra de la liberación se concreta en que «los hiciste para nuestro Dios un reino y
sacerdotes, y reinarán sobre la tierra» (v.10). No es lo sacerdotal lo que el autor destacaba sino lo real, es decir, el triunfo, porque
constituirán «un reino» y «reinarán sobre la tierra». La originalidad consiste en asociar sacerdocio y realeza, vale decir, culto e
historia. El cántico nuevo expresa una dimensión de lo que somos, la celebración y la proclamación litúrgica, pero sobre todo
anuncia la tarea que consiste en vivir lo que somos por gracia. Es la vida misma de rescatados y de vencedores la que proclama
la obra del Cordero. Por eso creemos que Juan no pensaba en recintos sagrados con ceremonias especiales, sino en la historia
donde los salvados extienden la victoria del Cordero. El servicio a los hombres haciendo triunfar la vida y el reino de Cristo,
¡ese es su servicio sacerdotal! Al final, sin templo y sin sacerdocio, «reinarán por los siglos» (22,5)27.
Por eso no le falta razón a E. Schüssler Fiorenza en reclamar para esta liberación, inspirada sin duda alguna en el Éxodo, no
sólo la dimensión espiritual sino también la social, la económica y la política.28 Si el trono es el símbolo central del Apoc., el
problema de fondo es de justicia y de poder, y los títulos dados a Cristo en la aclamación en 5,12 tienen connotación religiosa y
política en un contexto en que los emperadores eran aclamados como dioses. Cualquier oyente contemporáneo de Juan que
escuchara la frase «digno es el Cordero de recibir el poder y riqueza y sabiduría y fuerza y honor y gloria y alabanza» (5,12)
pensaría que se estaba desafiando a la figura más venerada del mundo romano, el emperador. Son atributos que exigen devoción
y lealtad. Y llegamos al colmo de la provocación si a eso se añade que el así venerado ha sido una persona crucificada por la
autoridad romana, bajo Poncio Pilato. ¿Será que el César tiene un competidor? El autor está insinuando el drama central del
libro, que la comunidad liberada celebra en su culto y vive en su vida. Desde ahora podría adelantarse el cántico de 11,15: «el
reinado sobre el mundo ha venido a ser de nuestro Señor y de su mesías». Cristo es el mesías por ser león de Judá y raíz de
David.
El capítulo concluye con una aclamación universal, a modo de síntesis, a Dios y al Cordero, quien no sólo ha recibido el
libro sellado sino «la alabanza, el honor, la gloria y el poder» que corresponden sólo a Dios (v.13).
Al encomendarle el libro al Cordero, el autor estaba indicando que el sentido y el curso de la historia están en relación
directa con el Cordero, es decir, con la fidelidad a su camino, y no al camino imperial... cuyo recorrido estará bajo la
determinación de Dios. La escena del cap. 5 representa la búsqueda por el sentido de la historia, historia que el cristiano sabe
que está bajo el control de Dios. Y la Iglesia que sufre hostilidades y persecuciones puede saberse solidarizada por todos
aquellos que en los cielos cantan ya al Cordero, presentándole «las oraciones de los santos» sobre la tierra.
6 1Y vi cuando el Cordero abrió uno de los siete sellos, y oí a uno de los cuatro seres vivientes que decía como con voz de trueno: «Ven.»
2Y miré, y he aquí [que apareció] un caballo blanco, y el que lo montaba llevaba un arco, y le fue dada una corona y salió vencedor y para
vencer.
3Y cuando abrió el segundo sello oí al segundo ser viviente que decía: «Ven.» 4Y salió otro caballo, rojo, y al que lo montaba se le
dio el poder de quitar la paz de la tierra y de hacer que se degollaran unos a otros, y se le dio una gran espada.
5Ycuando abrió el tercer sello oí al tercer ser viviente que decía: «Ven.» Y miré, y he aquí [que apareció] un caballo negro, y el que
lo montaba tenía una balanza en la mano. 6Y oí como una voz en medio de los cuatro seres vivientes que decía: «Una medida de trigo
por un denario, y tres medidas de cebada por un denario, pero el aceite y el vino no los dañes.»
7Y cuando abrió el cuarto sello oí la voz del cuarto ser viviente que decía: «Ven.» 8Y miré, y he aquí [que apareció] un caballo bayo,
y el que montaba sobre él tenía por nombre la Peste, y le acompañaba el Hades. Les fue dada potestad sobre la cuarta parte de la tierra
para matar con espada y con hambre y con peste y con fieras de la tierra.
9Y cuando abrió el quinto sello vi al pie del altar las almas de los degollados por causa de la palabra de Dios y del testimonio que
mantuvieron. 10Y clamaron con gran voz, diciendo: «¿Hasta cuándo, oh Soberano, santo y veraz, estarás sin juzgar y sin vengar nuestra
sangre de los que moran sobre la tierra?» 11Y se les dio a cada uno una túnica blanca, y se les dijo que estuvieran tranquilos todavía un
poco de tiempo, hasta que se completase [el número de] sus consiervos y [de] sus hermanos, que iban a ser muertos como ellos.
12Y vi cuando abrió el sexto sello: sobrevino un gran terremoto, y el sol se volvió negro como un tejido de crin y la luna, toda ella se
volvió como de sangre, 13y los astros del cielo cayeron sobre la tierra, como una higuera sacudida por fuerte viento deja caer sus brevas.
14Y el cielo fue retirado como un rollo que se enrolla, y todo monte e isla fueron removidos de su lugar. 15Y los reyes de la tierra y los
magnates y los jefes militares y los ricos y los poderosos, y todo esclavo y libre, se ocultaron en las cavernas y en las rocas de los
montes. 16Y dicen a los montes y a las rocas: «Caigan sobre nosotros y ocúltennos de la presencia del que está sentado sobre el trono y
de la ira del Cordero.» 17Porque llegó el gran día de su ira y ¿quién puede mantenerse en pie?
7 1Después de esto vi a cuatro ángeles de pie sobre los cuatro ángulos de la tierra, que retenían los cuatro vientos de la tierra para que
no soplara viento alguno sobre la tierra, ni sobre el mar, ni sobre ningún árbol. 2Y vi a otro ángel que subía de la parte del oriente y que
tenía el sello de Dios vivo. Y gritó con gran voz a los cuatro ángeles a quienes fue dado poder para dañar a la tierra y al mar, 3diciendo:
«No dañen ni a la tierra, ni al mar, ni a los árboles, hasta que hayamos sellado en sus frentes a los siervos de nuestro Dios.» 4Y oí el
número de los sellados: ciento cuarenta y cuatro mil sellados de todas las tribus de los hijos de Israel. 5De la tribu de Judá, doce mil
sellados; de la tribu de Rubén, doce mil; de la tribu de Gad, doce mil; 6de la tribu de Aser, doce mil; de la tribu de Neftalí, doce mil; de la
tribu de Manasés, doce mil; 7de la tribu de Simeón, doce mil; de la tribu de Leví, doce mil; de la tribu de Isacar, doce mil; 8de la tribu de
Zabulón, doce mil; de la tribu de José, doce mil; de la tribu de Benjamín, doce mil sellados. 9Después de esto miré, y he aquí [que
apareció] una muchedumbre inmensa que nadie podía contar, de toda nación y tribus y pueblos y lenguas, que estaban de pie ante el
trono y ante el Cordero, vestidos de túnicas blancas, y con palmas en las manos, 10y gritan con gran voz, diciendo:
«La salvación se debe a nuestro Dios, al que está sentado en el trono, y al Cordero.»
11Ytodos los ángeles estaban de pie alrededor del trono y de los ancianos y de los cuatro seres vivientes, y se postraron ante el
trono y adoraron a Dios 12diciendo:
«Amén. La alabanza y la gloria y la sabiduría y la acción de gracias y el honor y el poder y la fortaleza a nuestro Dios por los siglos
de los siglos. Amén.»
13Yuno de los ancianos respondió diciéndome: «Estos que están vestidos de túnicas blancas, ¿quiénes son y de dónde vinieron?»
14Yo le dije: «Señor mío, tú lo sabes.» Y me dijo: «Estos son los que vienen de la gran tribulación y lavaron sus vestidos y los
blanquearon en la sangre del Cordero. 15Por eso están ante el trono de Dios, y le dan culto día y noche en su santuario, y el que está
sentado en el trono extenderá su tienda sobre ellos. 16No tendrán ya más hambre ni tendrán ya más sed, ni caerá sobre ellos el sol ni
ardor alguno, 17porque el Cordero que está en medio del trono los apacentará y los guiará a fuentes de aguas de vida; y enjugará Dios
toda lágrima de sus ojos.»
El Cordero y su capacidad de abrir los sellos (5,5.9) es el punto de enlace entre lo que precede y lo que viene a continuación,
la apertura de los siete sellos. En ella el único agente es el Cordero, aunque se nota también la presencia de los cuatro seres
vivientes de la visión inaugural. El libro sellado no contiene sólo información, sino que incluye su ejecución. Es por eso que no
lo podía abrir nadie más que Jesucristo, el ejecutor del plan de Dios para la historia. Para Juan, la apertura de los sellos era parte
de la visión, es decir, el desarrollo del libro está comprendido en esta visión inaugural.
Al llegar a este punto, la apertura de los sellos del libro, los estudiosos a menudo parecen olvidarse que estamos ante un
símbolo (el libro sellado) y no ante una realidad física. Ya antes ha aparecido el libro de la vida (3,5), pero lo importante no es si
hay o no hay libro. La realidad es que no hay tal libro, como tampoco hay árbol de la vida (2,7; 21,2.14); hay vida
definitivamente asegurada. Por tanto, no hay por qué preguntar de qué libro se trata y qué hay dentro, si el contenido del libro es
lo que viene después de la apertura de los sellos o si éstos forman también el contenido del libro. Sería tan fuera de lugar como
preguntar qué color tiene el pelo del león de Judá que acaba de ver el autor. Para ilustrarnos, recordemos el poema de César
Vallejo «España, aparta de mí este cáliz». No debemos preguntarnos de qué cáliz se trata y que hay dentro, porque simplemente
no es literal, sino figurado. En el poema, como en el Apoc., puede haber niveles de significación: la guerra española, la guerra en
general, el mal en el mundo, y la esperanza y la solidaridad del poeta. Eso mismo tenemos en el Apoc. Leer el libro o abrir los
sellos es como «leer los signos de los tiempos» o «leer las cartas», donde no hay nada que leer porque no es un texto literalmente
escrito. Sin embargo, mediante ese lenguaje simbólico se expresa la capacidad profética de ver y descifrar el misterio de la
historia humana a la luz del misterio de Dios. Se trata de ver en profundidad, porque se ve desde Dios -y desde las víctimas,
como veremos. En las fuerzas destructoras de la historia veía Juan, como buen profeta, los signos del juicio de Dios, un juicio
que tendrá una doble faceta: la condena del mal y de los malvados y la salvación de su pueblo.
La historia está en sus manos. Él la controla y la salva. A la luz de estas aclaraciones podremos entender mejor el septenario
de los sellos y estaremos también preparados para la sugerencia de R. Bauckham, de que el libro de estos capítulos puede ser el
mismo libro del cap. 10 «cuando llegue a su término el designio secreto de Dios, como lo anunció a sus siervos los profetas»
(10,7)29. Efectivamente, podría ser el mismo libro (el mismo designio), pero visto desde diferentes ángulos.
Son siete sellos y forman una unidad entre sí. Pero, más conocidos son los cuatro jinetes del Apoc., correspondientes a los
cuatro primeros sellos, porque la historia los ha hecho famosos por su alta capacidad evocadora, deshaciendo así la unidad del
septenario e ignorando la centralidad del quinto sello, que es la clave de la escena y de todo el libro, pues en ella se lanza un
poderoso clamor por la justicia que Dios escucha.30 La respuesta a este clamor será la actuación de Dios en el resto del libro. Si
en los caps. 4 y 5 estábamos ante el trono de Dios en el cielo, con la apertura de los sellos entramos en la historia de los
hombres. Podemos adelantar que, aunque los sellos se abren uno detrás de otro, no se refieren a acontecimientos (desgracias y
catástrofes) que van a suceder uno tras otro. Es la realidad vista de diferentes ángulos, pero todos tiene algo en común, porque se
trata de obras hechas por los hombres que implican responsabilidad humana.
La unidad de los cuatro jinetes está dada por ser una fuerte crítica sociopolítica a la ideología de la Pax Romana. Está
sintetizada en el v.8b en base a Ezeq 14,21. Como afirma Schüssler Fiorenza, «los cuatro primeros sellos no presentan una
secuencia de acontecimientos sino que revelan y subrayan la verdadera naturaleza del poder y del gobierno romanos»31. El mal
que se siente en la historia tiene un triunfo aparente, pero es Dios quien lo controla y lo juzga. Esto, dicho en términos genéricos
y abstractos, lo dice Juan mediante imágenes y símbolos. ¿Qué hay detrás de ellos? No olvidemos que el autor no veía caballos -
que son símbolossino la historia real de los hombres en visión profética.
La escena de los cuatro caballos ha sido construida hábil y libremente por Juan sobre el trasfondo de textos de Ezequiel
(5,12; 14,21), de Zacarías (1,8-10; 6,1-7) y de referencias a la historia de su tiempo. Son convocados por los cuatro vivientes que
rodean el trono de Dios y enviados a toda la tierra (6,1). Las posibles referencias y los detalles no son todos claros para nosotros.
El profeta vidente entronca aquí con los profetas del AT (de los que toma la imagen), lo que aparentemente podrían ser fuerzas
desbocadas, pero que están al servicio del juicio de Dios y bajo su control. Recordemos que Juan no escribe historia o reportajes
sino una profecía que juzga desde el trono de Dios la historia en el Imperio romano.
Tras la apertura de cada uno de los cuatro primeros sellos, uno de los cuatro «seres vivientes» le dice a Juan: «¡ven!», para
acto seguido ver un caballo de un color simbólico determinado y alguien montado sobre él, a quien se le entrega algo en
particular, que es un atributo de su misión. En el mundo simbólico de estas visiones es inútil preguntarse de dónde vienen o
hacia dónde precisamente van esos jinetes.
Los cuatro cuadros son representaciones figuradas de calamidades asociadas con el fin de los tiempos: guerras, hambruna,
pestes.
El primer jinete es claramente un vencedor, por el color blanco del caballo, por la corona que lleva y porque «marcha
victorioso para vencer». Muchos autores se han visto tentados de identificar este caballo y jinete con el que aparece en 19,11,
que es ciertamente Cristo. Pero resulta un poco extraño romper la unidad de los sellos al mezclar a Cristo con los otros sellos,
que son de juicio, y al imaginar que el mismo que abre los sellos es el que aparece cabalgando en este primer sello. No basta el
color blanco para la identificación, porque a la Bestia se le da también poder para vencer (11,7; 13,7). ¿No estará el autor
insinuando un paralelo (lo hará varias veces en el libro) con el verdadero vencedor y juez de la historia que aparecerá en el cap.
19? Hasta ese momento final puede ser que haya otros vencedores, pero la victoria definitiva es de Cristo32.
Las características de este jinete son sobre todo militares. Los arcos y las flechas son instrumentos de la justicia de Dios
(Hab 3,8s; Dt 32,41s) y esto parece ser este jinete que sale «para vencer». Tal vez Juan estaba pensando en el imperio de los
partos (cf. 9,13s; 16,12) como amenaza para el imperio romano (eran famosos por sus caballos blancos y fueron siempre una
preocupación para Roma),33 o simplemente en el talante arrollador de las conquistas del imperio. En efecto, este jinete con
rasgos muy concretos podría representar lo que nosotros designamos con un término abstracto: el imperialismo, al que se
asocian sucesivamente los otros jinetes. Representaría entonces el triunfo aparente de las fuerzas del mal en la historia, salvajes
y desbocadas. Bastaría recordar la crítica que el historiador Tácito pone en boca de Calgacus de Bretaña contra Agrícola: son
«devastadores del mundo porque despojar, desollar y robar, a estas cosas las llaman imperio; lo convierten todo en desolación y
lo llaman paz» (Vit. Agric. 30,3s).
El segundo jinete, por todos los símbolos que le acompañan, significa claramente la guerra y la violencia en la historia: «se
le dio poder de quitar la paz a la tierra y hacer que los hombres se degüellen unos a otros» (6,4), realidad que no ha perdido nada
de su actualidad ni de su crueldad con el paso del tiempo. El color rojo del caballo está a tono con el contexto. Según Isa 27,1;
34,3-8, Dios castigará a las naciones con su «espada grande». No podemos acallar el hecho de que la imagen de este jinete evoca
el negocio escandaloso y asesino del armamentismo: hace que los hombres se degüellen. Por eso decimos que Juan no anuncia
acontecimientos futuros sino realidades siempre presentes en el mundo34. En la realidad es frecuente la asociación entre el
primero y el segundo jinete. Las fuerzas del mal actúan en connivencia.
Sobre el tercer jinete están de acuerdo los comentaristas en que representa el hambre, pero el hambre producida, planificada.
Por eso el jinete lleva una balanza como objeto que sirve para medir y controlar. Con razón se le ha llamado a este sello
«símbolo de la injusticia social»35. ¿Se inspiraba Juan en Joel 1,10-12, en que se dice que «hasta el gozo de los hombres se ha
secado» por la desolación y el hambre? No es imposible. El color negro denota fatalidad. En medio de los cuatro seres vivientes
se alza una voz (¿de admiración, de protesta?) diciendo el precio del trigo y de la cebada, elementos básicos de la alimentación
del pueblo. Un denario era el jornal por todo un día de trabajo. Lo que se puede comprar apenas basta para un solo hombre ese
día; son precios ocho veces mayores que los fijados por el Senado romano y dieciséis veces más altos que el precio del trigo en
Sicilia36. La orden de no dañar el aceite y el vino (v.6), productos muy cotizados, según algunos comentaristas alude a un
decreto de Domiciano el año 92 para las provincias de Asia Menor, ordenando arrancar «por lo menos la mitad de los viñedos»
en esa provincia, para reemplazarlos por cultivos de trigo y cebada, decreto que luego revocó para evitar levantamientos de los
agricultores. Pero más allá de las referencias históricas tenemos la realidad siempre actual y escandalosa del hambre producida
por el uso de los alimentos y el control de sus precios como arma política. De ello habla elocuentemente, en nuestros días, el
capítulo titulado «La planificación de la escasez», en el libro de S. George, Cómo muere la otra mitad del mundo37.
En lugar de identificar al cuarto jinete con algún emblema, es reconocido por su nombre, «la muerte (o peste)». Lo
acompaña un personaje simbólico: «el hades», residencia de los muertos. Su color bayo, verde amarillento, simboliza la muerte
(color de cadáver, característico de la peste). Este es una especie de recapitulación de los anteriores y la consecuencia de ellos
(notar el paso al plural en v.8b: «les fue dada potestad...»). El autor parece haberse inspirado en Ez 5,16-17 ó 14,21, donde se
mencionan también el hambre, la peste, la espada y las fieras salvajes: el reino de la muerte. Es digno de notarse el contraste
entre el primer jinete «nacido para vencer» (v2) y el cuarto con el nombre emblemático de «Muerte» (v.8). Tal vez se indica el
modo propio de vencer matando («se le dio poder para matar» del v.8).
El quinto sello (6,9-11)
Una de las señales de la cercanía del fin de los tiempos es la persecución y los sufrimientos de los elegidos. De esto habla el
quinto sello. Si bien los cuatro jinetes forman una unidad, el quinto sello está íntimamente ligado a ellos, porque en él se
presenta a las víctimas del mundo de la violencia desencadenada por los cuatro jinetes. A este sello podríamos darle el título «el
clamor de las víctimas». Si bien no representa una escena aislada, es uno de los momentos centrales en el Apoc. y una de las
claves para entenderlo 38 .
El clamor es una oración, la única oración de petición en el Apoc., y cumple la función de los himnos en otras escenas, es
decir, dar la explicación de lo que está pasando. Es un clamor en forma de desafío a Dios: «oh soberano, santo y veraz, ¿hasta
cuándo postergarás el juicio de los habitantes de la tierra y la venganza de nuestra sangre?» (v.10). Es una exclamación chocante,
dura, incluso poco cristiana, pero no es venganza sino justicia lo que se pide cara a los «habitantes de la tierra». Nos recuerda
invariablemente «la sangre de Abel que clama al cielo» (Gén 4,10). La expresión «habitantes de la tierra», que ya apareció en
3,10, designa a los enemigos del pueblo de Dios; es una frase típicamente apocalíptica que aparece frecuentemente en este
libro39.
Juan ve con vida «las almas» de los que habían sido degollados, como el Cordero, y las ve junto al altar de Dios. Es decir,
están en lugar privilegiado junto a Dios, porque son objeto especial de su preocupación. Juan va a usar más adelante la palabra
altar (thusiasterion) para significar que los momentos descritos posteriormente son la respuesta al desafío que esta oración de las
víctimas lanza a Dios (8,3-5; 9,13; 14,18; 16,7). No cabe duda de que se trata, en primer lugar, de los cristianos que han
arriesgado su vida por la fidelidad al evangelio (v.9). Pero su oración «¿hasta cuándo, Señor?», que hace eco a algunos salmos40,
y la referencia al «ser degollados», como el Cordero, nos permite alargar el sentido para incluir entre ellos a todas las víctimas
de la historia (cf. 18,24), cuya sangre lanza un desafío a la soberanía de Dios y su capacidad de salvar. La angustiosa
interpelación, con sabor a interjección, «¿hasta cuándo...?”, no tiene otra función que poner de relieve, por un lado, lo dramático
de la situación y, por otro lado, que es Dios quien soberanamente fija el día del juicio -verdad que reaparece una y otra vez en el
Apoc.
El Apoc. es la respuesta a la pregunta de los degollados: «¿hasta cuándo?», y será una especie de escenificación de la frase
en Ezequiel: «Aquí estoy contra ti para hacer justicia en ti» (Ez 5,8). Pero se da también una respuesta inmediata en la escena
que comentamos: un vestido blanco como garantía de la victoria, y una palabra de espera confiada hasta que se cumpla el
designio de Dios sobre los hombres, hasta que se complete el número de los muertos. Se trata de un «tiempo breve», tiempo de
la fidelidad martirial como Jesús y a Jesús el testigo fiel. Más allá de la aparente paz del imperio, garantizada para todos los
ciudadanos, están otras fuerzas que Dios maneja y que desestabilizan el imperio juzgándolo. Las plagas, no siempre fáciles de
interpretar, son vistas por la tradición apocalíptica como señales precursoras del fin y del juicio de Dios. El Apoc. será una
clarificación progresiva de este juicio.
La historia continúa y el clamor de las víctimas también. Entre las conclusiones de la tercera conferencia general del
episcopado latinoamericano en Puebla (1979) encontramos el siguiente texto, que parece hacer eco del grito de las víctimas en
este quinto sello: «desde el seno de los diversos países del continente está subiendo hasta el cielo un clamor cada vez más
tumultuoso e impresionante. Es el grito de un pueblo que sufre y que demanda justicia, libertad, respeto a los derechos
fundamentales del hombre y de los pueblos. La conferencia de Medellín apuntaba ya, hace poco más de diez años, la
comprobación de este hecho: «Un sordo clamor brota de millones de hombres, pidiendo a sus pastores una liberación que no les
llega de ninguna parte».
Al conmemorarse el cincuentenario del final de la segunda guerra mundial, el Papa dijo en su mensaje que «la Iglesia
escucha el clamor de las víctimas. Son muchas las voces que se levantan en el cincuentenario del final de la Segunda Guerra
Mundial, tratando de superar la división entre vencedores y vencidos. Por su parte, la Iglesia se pone a la escucha del grito de
todas las víctimas. Es un grito que ayuda a comprender mejor el escándalo de aquel conflicto que duró seis años. Es un grito que
invita a reflexionar sobre lo que eso ha significado para toda la humanidad. Es un grito que constituye una denuncia de las
ideologías que nos llevaron a esa atroz catástrofe. Como cristianos nos sentimos particularmente golpeados al considerar que la
monstruosidad de aquella guerra se manifestó en un continente que se gloriaba de un especial florecimiento de cultura y
civilización; en el continente que ha permanecido más tiempo bajo la irradiación del evangelio y de la iglesia»41.
El clamor pudo haber parecido sordo en ese entonces, decían los obispos de Latinoamérica, pero hoy es “claro, creciente,
impetuoso y, en ocasiones, amenazante”. El desarrollo del Apoc. demostrará que Dios no es sordo a ese clamor y pondrá de
manifiesto, frente al poder de sembrar muerte del imperio, el poder de escuchar el clamor y dar la vida que tiene el Cordero. El
autor invita a sus oyentes a una ética de la confianza y de la resistencia.
El sexto sello revela la primera reacción de Dios al clamor de las víctimas: la indignación de Dios y del Cordero ante el
atropello de la vida: «Ha llegado el gran día de su ira» (v.17). Para ilustrarlo, Juan recurre a metáforas y, en una descripción
impresionante y sobrecogedora, representa la reacción del universo ante el gran día de la ira del Cordero. Dios se siente
indignado y furioso por el clamor que llega a sus oídos. El gran terremoto, el sol que se oscurece, la luna que se tiñe de sangre,
los astros que caen, los cielos o los montes que huyen (v.13s) son imágenes comunes en la literatura apocalíptica y sirven para
anunciar la teofanía o venida de Dios como guerrero o como juez. Según la concepción semita del mundo, las tres luminarias
(sol, luna y estrellas) son las que gobiernan el orden del cosmos; las partes más firmes de la tierra, los montes e islas, son
extensiones de los pilares que sostienen la tierra firme, que estaba rodeada de agua. Todos esos seísmos pintan un cuadro de
remoción de la creación, propio del día del juicio al mundo42. Es el clásico tema de los profetas calificado como «el día de
Yavé», día de juicio, del cual nadie puede huir (v.17, cf. Joel 2,11). Probablemente nuestro autor se inspiró en textos como Joel
2,10; 3,4; Isa 30,3; 34,4; Os 10,8.
Porque Dios viene indignado y como juez, se tambalea sobre todo la seguridad de los poderosos, los responsables de las
víctimas. Juan enumera siete grupos de personas (v.15, como en 19,17), en los que pretende incluir la sociedad entera, desde los
reyes hasta los esclavos. Pero la ira estará dirigida principalmente contra los que arruinan y destruyen la tierra (11,18). La
traducción literal de la palabra orgués por la «ira (o cólera) de Dios» puede, a veces, chocar nuestra sensibilidad, ante la imagen
de un Dios violento. Pero la realidad es muchas veces más cruel y ante ella la sensibilidad humana no puede reaccionar sino con
indignación43. El Cordero, animal pacífico, aparece con una ira irresistible, porque cuando la injusticia se hace intolerable la
indignación es un imperativo (8,5; 11,18; 14,10; 16,19; 19,15).
De este modo, el sexto sello es el inicio de la respuesta de Dios al grito del quinto sello, ante tanta vida frustrada y tanta
sangre derramada en la historia (11,18; 16,5s; 18,24; 20,4ss). La ira expresa la indignación de Dios ante el mal y su voluntad de
intervenir para recobrar la vida de los suyos, como intervino para reivindicar la vida del Cordero.
Entre el sexto sello y la apertura del séptimo se intercala un compás de espera como respuesta a la pregunta de la humanidad:
«¿quién podrá resistir el día de la ira?» (6,17). Hasta ahora parecía no haber escapatoria del juicio divino para los vivientes de
este mundo. Puesto que esto no es así, antes de romper el último sello Juan presenta ampliamente, con reflejos de la visión del
trono de Dios, una doble visión reaseguradora para la Iglesia, una situada en la tierra y la otra en la corte celestial. Recordemos
que en todas estas presentaciones visuales no se trata de una secuencia lógica, sino de una grandiosa visión en diferentes paneles.
Está a punto de desencadenarse el gran día de la ira de Dios y del Cordero, pero son los servidores de Dios, los ángeles
encargados de proteger la tierra, los que proponen este compás de espera para marcar a los elegidos de Dios. El Apoc. conoce el
ángel del fuego (14,18) y el ángel de las aguas (16,5). Aquí serían los ángeles de los vientos, como una forma de expresar el
señorío de Dios sobre la naturaleza (Sal 104,4). El contexto es de universalidad: cuatro ángeles para los cuatro vientos de los
cuatro ángulos de la tierra (7,1), es decir, de todas las direcciones, porque de todas las regiones de la tierra van a ser los sellados.
Al dar ahora el número de los elegidos, los que pueden resistir seguros porque están marcados con el sello del Dios vivo, se
empalma con 6,11, que hablaba de «completar» el número de los testigos y de los mártires. Uno de los ángeles trae el sello del
Dios vivo y los marcados son sellados para la vida. Con la imagen del sello el autor probablemente estaba aludiendo a Ez 9,4-7,
con un contexto similar, en que el profeta debe sellar en la frente a los que desaprueban la injusticia de la ciudad condenada para
no ser puestos a muerte por Dios44. El sello es imagen de salvación porque, por él, los hombres son propiedad de Dios y están
bajo su protección (cf. 3,12; 9,4). La suerte de los marcados está ya asegurada para siempre. Más adelante se dirá que la marca
es el nombre mismo del Cordero y de Dios (14,1).
El número de sellados, 144.000, resultante de multiplicar 12 x 12 x 1.000, es número simbólico. La cifra doce designa a
Israel en sus doce tribus (7,4ss), y también denota perfección (cf. 4,4); la cifra mil denota gran cantidad. Por tanto, es expresión
de la totalidad y de la universalidad de la salvación: la gran multitud (1.000) que constituye la Israel (12) perfecta (12)45. Si bien
expresa la plenitud del nuevo Israel, está abierto a las naciones, pues son los «rescatados de la tierra» (14,3) de «toda raza,
pueblo y nación» (5,9).
Esa universalidad de los elegidos está confirmada por lo que Juan ve a continuación: «una muchedumbre inmensa que nadie
podía contar, de toda nación y tribus y pueblos y lenguas» (v.9) que proclama con voz poderosa la salvación (v.10; cf. 12,10).
Una verdadera comunidad sin fronteras de «los que vienen de la gran tribulación» (v.14), pero han salido airosos de ella, han
triunfado al mantenerse fieles al camino del Cordero, por eso llevan «vestiduras blancas y palmas en las manos» y están «de pie
delante del trono» (v.9). El ángel explica que éstos son los que «han blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero», es
decir, son vencedores y su victoria es la participación en la victoria del Cordero degollado, razón por la que le dan culto al que
«está sentado en el trono» (v.14s). Entre la tribulación y la persecución se va tejiendo el vestido de la novia (19,7). La
«tribulación» (thlipsis) no se reduce a persecuciones; es un término asociado al final de los tiempos, que iría acompañado de
todo tipo de hostigación, opresión, sea política, religiosa o socio-económica. Le ha sido impuesta por el poder opresor, el
Imperio, que los hizo sufrir, «blanquear sus vestidos...».
Ahora bien, el acento no está en el juicio divino, sino en la victoria de Dios, que es el otro lado de una única medalla. El
acento está en el triunfo de la justicia y de la salvación que está sólo en Dios. Por eso este díptico concluye con cánticos
triunfales. En efecto, recordándonos los cánticos de alabanza a Dios y al Cordero en el cap. 5, esta vez hallamos cánticos
primero en boca de la muchedumbre de triunfantes (v.10) y luego en boca del resto de la corte celestial (v.12). Ésta ya fue
presentada en la gran visión del trono. Aquí, como en 5,12 (referido al Cordero), proclaman siete atributos de Dios. Estos
cánticos reafirman solemnemente la soberanía de Dios y garantizan la victoria a los que la reconocen en sus vidas siguiendo al
Cordero hasta la muerte.
En efecto, la celebración del triunfo es una liturgia y una proclamación de que «la salvación (la victoria) pertenece a nuestro
Dios que está sentado en el trono y al Cordero» (v.10). La misma expresión, que la salvación pertenece a Dios, la encontramos
en 12,10 y en 19,1 y allí se dan las razones de tal afirmación: porque Satanás ha sido derribado, los mártires han vencido y la
prostituta ha sido condenada. La salvación es ya una realidad. Pero a partir del v.15, donde Juan da una descripción de esa
salvación, súbitamente puso los verbos en futuro porque, en cierto modo, estaba adelantando los acontecimientos que describiría
más tarde. Lo hizo sobre todo al hablar del Dios que ha puesto su tienda entre los suyos (v.15). Se anticipaba ya la visión final de
la nueva Jerusalén, con la única diferencia de que en ella ya no habrá templo (21,22).
El pueblo de Dios está en marcha y es guiado y pastoreado por el Cordero (Isa 49,10; Sal 23). Los últimos versos de este
capítulo son una resonancia clara de Isa 49,10 y 25,8, leídos a la luz de Cristo: «no tendrán ya más hambre... porque el
Cordero... los apacentará y los guiará a fuentes de agua de vida» (v.16s).
En síntesis, este capítulo responde a la pregunta final del capítulo anterior: ¿quien podrá subsistir? El cristiano, sellado y
protegido, puede enfrentar sereno la prueba porque el Señor camina delante de su Iglesia guiándola a la fuente de la vida, que
está junto a Dios y al Cordero. El mismo Señor, como Cordero degollado, le ha mostrado el camino del testimonio fiel hasta las
últimas consecuencias.
Por todo ello, por un lado, no hay razón para que los que sufren injustamente hostigamientos y persecuciones por seguir el
camino del Cordero caigan en desesperanzas. Los que le son fieles hasta el final gozarán de «fuentes de aguas de vida», y Dios
«les enjugará toda lágrima» (v.17). Por otro lado, la comunidad debe recordar que no hay salvación fuera de «el que está sentado
en el trono y el Cordero» (10).
8 1Y cuando abrió el séptimo sello hubo un silencio en el cielo como de media hora. 2Y vi a los siete ángeles que están de pie ante Dios.
Y les fueron dadas siete trompetas.
3Y vino otro ángel y se puso en pie, junto al altar, con un incensario dorado. Y se le dio gran cantidad de incienso para que lo
ofreciese con las oraciones de todos los santos, sobre el altar de oro que está delante del trono. 4Y el humo del incienso con las
oraciones de los santos subió de la mano del ángel en presencia de Dios. 5Y tomó el ángel el incensario y lo llenó con fuego del altar y lo
arrojó sobre la tierra. Y hubo truenos y voces y relámpagos y terremoto. 6Y los siete ángeles que tenían las siete trompetas se prepararon
para tocarlas.
7Y tocó el primero la trompeta. Y hubo granizada y fuego mezclados con sangre, y fueron arrojados sobre la tierra. Y quedó
abrasada la tercera parte de la tierra, y abrasada la tercera parte de los árboles, y abrasada toda hierba verde.
8Y el segundo ángel tocó la trompeta. Y algo así como una gran montaña ardiendo en llamas fue arrojado al mar. Y la tercera parte
del mar se convirtió en sangre, 9y murió la tercera parte de los seres creados que viven en el mar, y la tercera parte de las naves fue
destruida.
10Y el tercer ángel tocó la trompeta. Y cayó del cielo una gran estrella ardiendo como una antorcha, y cayó sobre la tercera parte de
los ríos y sobre las fuentes de las aguas. 11Y el nombre de la estrella es el de «Ajenjo». Y la tercera parte de las aguas se convirtió en
ajenjo, y muchos hombres murieron por las aguas, porque se habían vuelto amargas.
12Y el cuarto ángel tocó la trompeta. Y fue golpeada la tercera parte del sol y la tercera parte de la luna y la tercera parte de las
estrellas, de modo que se oscureció la tercera parte de ellos, y el día no brilló en su tercera parte, y otro tanto la noche.
13Y miré, y oí a un águila que volaba en lo más alto del cielo decir con gran voz: «¡Ay, ay, ay de los que habitan sobre la tierra, por
causa de los restantes toques de trompeta, de los tres ángeles que están para tocarla!»
9 1Y el quinto ángel tocó la trompeta. Y vi una estrella que había caído del cielo a la tierra, y le había sido dada la llave del pozo del
abismo. 2Y abrió el pozo del abismo, y subió del pozo una humareda como la humareda de un gran horno, y se oscureció el sol y el aire
por el humo del pozo. 3Y del humo salieron langostas sobre la tierra, y les fue dada potestad como la potestad que tienen los escorpiones
de la tierra. 4Y se les dijo que no dañasen la hierba de la tierra ni verdura alguna ni árbol alguno, sino sólo a los hombres que no tienen el
sello de Dios sobre sus frentes. 5Y les fue dado [poder], no para que los matasen, sino para que los atormentasen por cinco meses. Y su
tormento era como tormento de escorpión cuando pica al hombre. 6Y en aquellos días buscarán los hombres la muerte y no la
encontrarán; y desearán morir y la muerte huirá de ellos.
7Y la apariencia de las langostas era como de caballos preparados para la guerra, y tenían sobre sus cabezas como coronas que
parecían de oro, y sus rostros eran como rostros humanos, 8y tenían cabellos como cabellos de mujer, y sus dientes eran como de león,
9y llevaban corazas como corazas de hierro, y el ruido de sus alas era como ruido de carros de muchos caballos que corren a la guerra,
10y tienen colas semejantes a escorpiones y aguijones, y en sus colas está su poder de dañar a los hombres por cinco meses. 11Tienen
sobre sí por rey al ángel del abismo. Su nombre en hebreo es Abaddón, y en griego tiene el nombre Apollíon. 12El primer ¡ay! ya pasó.
Todavía vienen dos ¡ayes! después de esto.
13Y el sexto ángel tocó la trompeta. Y oí una voz que salía de las cuatro esquinas del altar de oro que está delante de Dios, 14que
decía al sexto ángel que tenía la trompeta: «Suelta a los cuatro ángeles que están atados junto al gran río Eufrates.» 15Y fueron soltados
los cuatro ángeles que estaban preparados para aquella hora y día y mes y año, para que mataran a la tercera parte de la humanidad.
16Y el número de las tropas de caballería era de dos miríadas de miríadas. Yo oí su número. 17Y así vi los caballos en la visión, y a los
que montaban en ellos, los cuales tenían corazas [de color] de fuego y de jacinto y de azufre; y las cabezas de los caballos eran como
cabezas de león, y de sus bocas sale fuego y humo y azufre. 18Por estas tres plagas murió la tercera parte de la humanidad, por el fuego
y el humo y el azufre que salía de sus bocas. 19Pues el poder de los caballos está en su boca y en sus colas, porque sus colas son
semejantes a serpientes, tienen cabezas y con ellas dañan. 20El resto de la humanidad, los que no fueron exterminados por estas plagas,
no se arrepintieron de las obras de sus manos, de modo que no dejaron de adorar a los demonios y a los ídolos de oro y de plata y de
bronce y de piedra y de madera, que no pueden ver ni oír ni andar. 21Y no se arrepintieron de sus asesinatos, ni de sus maleficios, ni de
su fornicación, ni de sus robos.
10 1Y vi otro ángel poderoso bajando del cielo envuelto en una nube, y [tenía] sobre su cabeza el arcoiris y su rostro era como el sol y
sus piernas como columnas de fuego. 2Y tenía en la mano un librito abierto. Y puso el pie derecho sobre el mar y el izquierdo sobre la
tierra; 3y gritó con gran voz, como ruge el león. Cuando gritó, dieron siete truenos su propio estampido. 4Y cuando hablaron los siete
truenos, iba yo a escribir, y oí una voz del cielo que decía: «Sella las cosas que hablaron los siete truenos y no las escribas.» 5Y el ángel
que yo había visto de pie sobre el mar y sobre la tierra, levantó al cielo su mano derecha. 6Y juró por el que vive por los siglos de los
siglos, el que creó el cielo y lo que en él hay, y la tierra y lo que en ella hay, y el mar y lo que en él hay, que no habrá más tiempo, 7sino
que en los días de la voz del séptimo ángel, cuando vaya a tocar su trompeta, se habrá completado (llegado a su término) el misterio
(designio secreto) de Dios, como anunció a sus siervos, los profetas.
8Y la voz que había oído del cielo hablaba de nuevo conmigo, y decía: «Anda, toma el librito que tiene abierto en la mano el ángel
que está de pie sobre el mar y sobre la tierra.» 9Y me fui al ángel, diciéndole que me diera el librito. Y me dice: «Toma y devóralo;
amargará tu vientre, pero en tu boca será dulce como miel.» 10Y tomé el librito de la mano del ángel y lo devoré, y era en mi boca dulce
como la miel, pero cuando lo hube comido, se me amargó el vientre. 11Y me dicen: «Tienes que profetizar de nuevo sobre pueblos y
naciones y lenguas y reyes numerosos.»
El séptimo sello se abre a un nuevo septenario: las siete trompetas, a las que precede una escena de transición que es clave
para la comprensión de lo que sigue. Al incluir las trompetas dentro del séptimo sello (8,1s), Juan invita a no ver una sucesión de
acontecimientos sino un único acontecimiento que es el objeto de la única visión: la victoria de Dios en Cristo y el juicio sobre
la historia de los hombres para salvarla. Al prologar la serie de las trompetas con la escena litúrgica que la precede (v.3-5),
quería subrayar la íntima relación entre lo que sucede en la historia y lo que sucede en el cielo: comienza la respuesta divina a la
oración de las víctimas.
La escena comienza con una constatación: «un silencio de media hora en el cielo» acompaña la apertura de este último sello.
El silencio en el AT preanuncia la manifestación de Dios (Hab 2,20; Zac 2,17; Sof 1,7). El texto de Sof 1,7 podría ser
significativo, pues dice: «¡Silencio en presencia del Señor!, que se acerca el día del Señor». Pero notemos que el silencio de esta
escena es en el cielo, no en la tierra. ¿Qué significa este silencio del cielo? Para comprenderlo habrá que relacionarlo con la
liturgia que sigue y con las tradiciones judías. El trasfondo del silencio resaltará la escena litúrgica que sigue, en la que el ángel
quema incienso ante el altar. Como en 5,8, el incienso es símbolo de las oraciones que suben hasta Dios (Sal 141,2), las
oraciones, las súplicas de todos los santos que suben ante el trono de Dios. El mensaje de la historia es que «el cielo debe callar
para que las oraciones de los santos puedan ser escuchadas, y el juicio final sucede como respuesta a ellas»46. El contenido de
esa oración no es sino el anhelo por la instauración del reinado definitivo y universal de Dios, como explicitará el himno de
11,15. Hay una íntima relación entre silencio, incienso, oración y trompetas.
Por eso, la escena que se describe es más profética que litúrgica, pues Juan parece inspirarse en Ez 10,2-6, escena de juicio,
en que otro ángel coge brasas de fuego del carro de la gloria de Dios y las arroja contra la ciudad. El contraste es manifiesto
entre el gesto litúrgico de ofrecer incienso presentando las oraciones a Dios en medio de un silencio impresionante y
amenazador, y el gesto poco litúrgico del ángel arrojando sobre la tierra el incensario y el fuego del altar y reforzado por los
truenos y el terremoto. La imagen empalma con la de 6,10-11, pero expresa con más fuerza la indignación divina por lo que
sucede en la tierra. Las trompetas son la respuesta a las oraciones de los santos y expresión de la ira divina, reforzada por
«truenos, estampidos y relámpagos y un terremoto» (8,5). «Dios ¿no hará justicia a sus elegidos si ellos le gritan día y noche?»
(Lc 18,7). Se desencadena la tormenta a través de las trompetas.
Es importante también recordar el significado de la trompeta en la tradición judía y en la liturgia (shofar)47. La trompeta era
instrumento militar que convoca o proclama, pero era también instrumento litúrgico para proclamar la realeza de Dios (Sal
47,6); evoca las teofanías (Ex 19,16-19) y reúne al pueblo para las solemnidades (Jl 2,15). Filón de Alejandría llamaba a la fiesta
del año nuevo la «fiesta de las trompetas», en el curso de la cual se rezaba la siguiente bendición: «Dios nuestro y Dios de
nuestros padres, haz sonar la trompeta de nuestra liberación». Fiesta, juicio y salvación están asociados a las trompetas. Dos
textos en particular son elocuentes: Lev 25,9-10, que ordena proclamar al son de trompeta el año santo de la liberación, y Jos
6,4s, en que siete toques de trompetas anuncian la guerra y la caída de Jericó. Es necesario evocar este trasfondo para entender el
septenario de trompetas.
Por eso decimos que las siete trompetas forman una unidad y todas ellas apuntan a la séptima, cuando se acabe el plazo y se
consume el designio de Dios (10,7). Un designio de salvación, en que el Mesías asume el poder y empieza a reinar sobre el
mundo (11,15-17), y de juicio «para destruir a los que destruyen la tierra» (11,18). El juicio a Babilonia es la mejor expresión de
esto. El resto del Apoc. describe este único acontecimiento a pesar de la multitud de escenas que Juan va a presentar.
Un ángel, tocando la primera trompeta, señala el comienzo del juicio de Dios. Las siete forman una unidad, pero el autor
coloca una división (v.13) entre las cuatro primeras y las tres últimas, como observamos también con los siete sellos. Las cuatro
primeras tienen como trasfondo las plagas de Egipto, expresión de la justicia de Dios contra el imperio opresor, el de Egipto o el
de turno (Ex 9,24; 10,21). El contexto claro es el del éxodo, juicio y liberación. Las plagas de las cuatro primeras trompetas,
como los cuatro primeros sellos, afectan al ambiente en que vive el hombre (la tierra, el mar, los ríos, los astros), pero en dos de
ellas se menciona la sangre, aunque no se diga que se daña a los hombres.
La primera plaga recuerda la séptima de Egipto, que Juan parece citar parcialmente (Ex 9,24); la segunda y la tercera
trompeta evocan la primera plaga de Egipto (Ex 7,20s)48, y la cuarta trompeta trae a la mente la novena plaga de Egipto (Ex
10,21s). Juan aludirá a las plagas de Egipto también en el cap. 16.
En contraste con la serie de los cuatro primeros sellos, donde el castigo afecta a «la cuarta parte de la tierra» (6,8), la
proporción del castigo ha aumentado a «la tercera parte de la tierra (del mar, de los ríos, de la luna)», pero en estas plagas se
salva todavía más de lo que se pierde. Posiblemente Juan se inspiró en Ez 5,1ss o Zac 13,8s, donde la mencionada destrucción es
de «terceras partes». Puesto que no es total la destrucción, todavía no es el fin mismo, con lo que se encierra una implícita
invitación a la conversión, como antaño al Faraón. En efecto, los hombres no son tocados y en 9,20.21 se da claramente a
entender que esa era la finalidad de las plagas, invitar a la conversión, aunque, como en Egipto, también aquí el corazón de los
hombres se endurece y no se convierte. Por eso las cuatro trompetas desembocan en la visión anticipatoria de los tres «ay»
(8,13) anunciados por un águila.
Esta «águila que vuela en lo más alto del cielo» es un problema para los comentadores. Anteriormente, en 4,7 se indicó que
«el cuarto ser viviente es semejante a un águila en vuelo», por lo que se trataría de un mensajero de Dios situado en el zenit,
desde donde domina la creación (cf. 19,17). En efecto, en 14,6 la misma descripción se da para un ángel -debemos recordar que
estamos tratando con lenguaje simbólico. Éste anuncia calamidades a los habitantes de la tierra, asociadas al toque de las tres
trompetas restantes: «ay, ay, ay...». La expresión «¡ay!» denota desgracia, maldición. El triple «ay» corresponde a las tres
visiones siguientes y anticipa su sentido. Así lo explicita al final de la quinta trompeta (9,12) y de la sexta (11,14), integrando en
ella los caps. 10 y 11.
La quinta trompeta coincide con el primer «ay» (9,12) y el autor le dedica más atención que a las anteriores. Se dice
explícitamente a las langostas de esta visión que no dañen a la hierba o a los árboles sino a los hombres que no tienen el sello de
Dios (v.4). La humanidad está dividida en dos grandes bloques, los sellados por Dios y «los que habitan sobre la tierra», término
que designa a los impíos (cf. 3,10; 11,10; 13,12.14; 17,2.8). En 8,10 Juan vio caer una estrella, aquí ve una estrella caída, pero
curiosamente parece animada y personificada, porque se le da la llave del pozo del abismo. Esa imagen evoca un ángel
tenebroso, responsable de las calamidades en el mundo; es un símbolo con el que se expresa una realidad teológica, no un
acontecimiento o una realidad física. Detrás de las calamidades el autor ve a Satanás, pero sobre todo el juicio de Dios, porque
Satanás es ángel caído (cf. 12,9).
Del «pozo del abismo» salen las langostas, símbolo de la invasión extranjera y del poder político-militar para la tradición
profética en la que el autor se inspira, particularmente Joel 1-249. Puesto que «el abismo» es una clara antítesis de los cielos, el
lugar de Satanás (cf. v.11; 11,17; 17,8; 20,1s), es evidente que Juan estaba diciendo que el origen de las langostas invasoras y
destructoras está en los dominios de Satanás, llamado «exterminador» (v.11). Al hablar de langostas se evoca también el
contexto del éxodo, como en las trompetas precedentes, particularmente la octava plaga (Ex 10,4s). Las langostas no son para
ser imaginadas, pues tienen corona de oro y rostro humano (v.7) y están aparejadas para la guerra, con coraza de hierro sobre el
pecho (v.9) y sin compasión alguna ante la violencia. El lenguaje es netamente metafórico, no literal: no estamos ante un
reportaje de lo que realmente Juan vio y hubiera sido posible fotografiar. En esta elocuente visión, que es más bien un grandioso
cuadro al estilo de Joel, conformado por imágenes y símbolos evocadores, podemos ver claramente el tipo de realidad y de
lenguaje del que se trata. Y ésta es una visión (lo que Juan dice haber visto), igual que todas las demás del Apoc.
En la descripción de las langostas predomina su carácter guerrero-militar. Siembran desolación y muerte, pues son como un
ejército aparejado para la guerra (v.7.9). La desesperación de los hombres los lleva a buscar inútilmente la manera de escapar
con la muerte. Las langostas están a las órdenes de un rey cuyo nombre lo dice todo: «en hebreo Abaddón, y en griego
Apollíon», que significa exterminador (v.11)50. Su misión es atormentar, no matar, a «los que no tienen el sello de Dios sobre sus
frentes» (v.4s).
Con el toque de la sexta trompeta se desata el segundo «ay» (v.12), que incluirá catástrofes aún más temibles que las
anteriores, pues provocarán la muerte de «la tercera parte de la humanidad» (v.15.18).
El autor nos sugiere entroncar el toque de esta trompeta con la escena litúrgica descrita en 8,1-5 donde se hablaba del altar
del incienso, porque una vez más se nos sugiere que las trompetas son parte de la respuesta de Dios a las oraciones de los santos.
De ese altar, donde habían sido depositadas las oraciones, sale la voz anónima que da la orden51. En contraste con 7,1-3, en que
se retenía a los ángeles para no dañar la tierra ni a los elegidos, se da ahora la orden de soltar a estos cuatro ángeles «para
matar... la tercera parte de la humanidad» (v.15). ¿Es que están atados? Aunque no conozcamos su identidad, sabemos que son
ángeles, es decir, mensajeros e instrumentos de Dios en el juicio. Pero es Dios quien controla y señala los límites, tanto del
tiempo («la hora, el día, el mes y el año», v.15), como de las personas («la tercera parte»).
El Eufrates, donde están los cuatro ángeles (v.15), no sólo es nombre geográfico de un río, es sobre todo indicación de una
frontera y de una amenaza de invasión (vea Isa 7,20; 8,7s). Es el río que atraviesa Babilonia. Aparecerá de nuevo en la sexta
copa (16,12), donde se dice expresamente que se «deja preparado el camino a los reyes que vienen del Oriente» para la gran
batalla final (16,14). El imperio mira con horror al Oriente, más allá del Eufrates, donde están los amenazadores partos que
causaron más de un problema a Roma. Juan los trasciende y los ve como signos del fin; subraya el peligro y la amenaza diciendo
el número de los jinetes: «doscientos millones» (v.16). Pero tampoco aquí se trata de figuras reales sino simbólicas, en las que
predomina el fuego, el humo, el azufre, el veneno y la muerte. Es aviso premonitorio que invita a la conversión, a reconocer la
soberanía absoluta de Dios con el consecuente abandono de la idolatría y sus secuelas. Sin embargo, dos veces se constata que, a
pesar de todos los avisos, que incluyen las plagas precedentes, los hombres no se arrepintieron «de las obras de sus manos, de
modo que no dejaron de adorar a los demonios y a los ídolos de oro...» (9,20), es decir, de la idolatría; «no se arrepintieron de
sus crímenes, de sus maleficios, de su fornicación, ni de sus rapiñas» (9,21), es decir, de la idolatría del poder. Esto será tema en
el cap. 13.
No podemos leer estas escenas sin pensar en nuestro mundo. Plagas hoy también provienen de nuestra soberbia: la
destrucción de la ecología, la contaminación ambiental, enfermedades nunca antes vistas, xenofobias asesinas, etc. ¿Qué no se
hace o destruye por dinero, el dios mamón? Se destruye masivamente por ahorrar dinero o enriquecerse más; se fabrican armas
cada vez más sofisticadas y «se fabrican» guerras para mover la industria más onerosa de todas. El sistema económico
«neoliberal» esclaviza y anula la persona en aras del sistema... Mucho se viene escribiendo al respecto, por lo que nos basta con
invitar a la reflexión, llegados a este punto del Apoc.52.
En este momento esperaríamos el cumplimiento del segundo «ay», que no llega hasta el 11,14, justamente antes del toque de
la séptima trompeta. Al igual que entre el sexto y séptimo sello, aquí también se detiene la secuencia de los acontecimientos para
hablar de algo que es central en todo el libro: la tarea profética de la Iglesia y el contexto en que ésta se desenvuelve. Es que los
caps. 10 y 11 son una ampliación de la sexta trompeta, un interludio o compás de espera, si así lo queremos llamar, a condición
de no considerarlos como extraños o marginales. Es más bien un momento de reflexión y de pausa para tomar conciencia de lo
que se acerca y de la misión que incumbe al testigo. En el intervalo entre el sexto y séptimo sello, Juan situaba una visión que
concernía a la comunidad cristiana. Ahora también estos dos capítulos tienen que ver con la misión de la Iglesia en el mundo. La
unidad de las dos escenas que ahora se describen la da el tema aquí desarrollado del testimonio profético: el de Juan, el de los
dos testigos y el de toda la Iglesia.
La bajada del «ángel poderoso», lleno de majestad y de luz, nos dice que algo importante está por suceder. Descrito por
medio de comparaciones con fenómenos astrales (nube, arcoiris, sol, fuego), y de dimensiones cósmicas, contrasta con la estrella
caída de la visión anterior (9,1ss). De no ser porque jura por Dios, pensaríamos que es una descripción poética de Dios53. La
presencia de este ángel recuerda la escena en 5,2, cuando otro ángel poderoso preguntaba quién podría abrir el libro. Hay un
claro paralelo entre ambas escenas. Como en Dan 12,7, este ángel con un librito abierto en la mano advierte severamente, con
juramento, que «se acaba el tiempo» y llega a su término el designio secreto de Dios, como lo anunció a sus siervos, los profetas
(10,7). No hay duda, estamos en el tiempo final, tiempo de la profecía. Y de ser profeta se trata ahora, de hacer resonar la voz
profética como el rugido de un león (v.3; Am 1,2). Los «siete truenos» que hablan, cuyo discurso Juan no debe transcribir (v.4),
representan la voz divina en toda su profundidad y amplitud, pues el vidente tendrá que asimilar el mensaje (librito abierto) y
profetizar, pero en sus palabras54.
El ángel «tenía en la mano un librito abierto»55. Éste le es dado a Juan, no al Cordero, y está ya abierto (v.8). El énfasis en
este momento no está en lo que dice el libro, sino en lo que el vidente debe hacer. Como el profeta Ezequiel, en quien la visión
se inspira (Ez 2,8-3,3), Juan deberá «comer el librito», hacerlo suyo, aunque le amargue las entrañas (v.9-11). La acción
profética de comer el libro expresa admirablemente la investidura profética por la que se asimila la palabra y las consecuencias
que la proclamación de esa palabra puede traer al profeta56. La escena siguiente lo pondrá en evidencia. Su contenido es
sustancialmente la visión del cap. 11. No se dice quién habla al profeta (una voz anónima que viene del cielo, v.4.8), pero se deja
muy claro a quién debe él hablar. Hay que profetizar de nuevo «sobre muchos pueblos y naciones y lenguas y reyes» (v.11).
Como ya hemos visto, la expresión «pueblos, naciones, lenguas y reyes» es una fórmula repetida en el Apoc. En ella se
expresa el universalismo de la salvación y el universalismo también de la misión de la Iglesia. En la opinión de R. Bauckham,
aquí está el centro del mensaje profético del Apoc.: «la razón por la que la iglesia ha sido reunida de entre las naciones (5,9; 7,9)
se verá ahora que es para que proclame su testimonio a todas las naciones»57. La mención de «reyes numerosos» en este
momento (v.11) marca el contexto de la nueva profecía: la confrontación del poder político, tema fundamental en capítulos
siguientes. El ser profeta es peligroso para el imperio y para el profeta, porque la verdad incomoda y desestabiliza.
La escena del librito abierto subraya la misión profética del vidente ante el mundo («contra muchos pueblos y naciones y
lenguas y reyes»). El cap. 11 clarificará la presencia de la profecía en el plano de la salvación y la íntima relación que hay entre
ser testigo y ser profeta. Este capítulo tiene dos momentos, desiguales por su longitud, pero unidos entre sí por una información
temporal dada de manera diferente58: la acción simbólica de Juan (11,1-2) y la presencia de los dos testigos (11,3-14). Es una
síntesis anticipatoria de las visiones que serán ampliamente desarrolladas en el resto del Apoc. No es fácil descubrir la fuente en
la que esta escena se inspira59.
No viene al caso la sugerencia de que Juan se refería a una profecía sobre la destrucción del templo y de Jerusalén (v.2), que
ya se había cumplido en el año 70. El templo y la ciudad están aquí por las personas, y la acción de medir, que evoca Ez 40-43 y
Zac 2,5-9, denota separación de algo, aquí lo es para ser objeto de protección por pertenecer a Dios. En efecto, el templo es
símbolo de la comunidad de Dios (figura que reaparecerá en el cap. 21), por eso el exterior no se medirá. Se mide «a los que en
él adoran» a Dios: igual que los 144.000 sellados, éstos son protegidos por Dios60. Esa es una manera de hablar de la doble
realidad de la comunidad creyente. Por un lado, una comunidad protegida, cerca de Dios y sirviéndole en su templo y, por otro,
una comunidad expuesta al furor de las naciones, que «pisotearán la ciudad santa», ante las que debe dar firme testimonio y de
ese modo profetizar. «Es la Iglesia de dos rostros: gloriosa, asegurada y triunfante, si se la mira a la luz del plan de Dios y de su
cumplimiento; y humillada, comprometida en una lucha desigual y dolorosa, para los que sólo ven la condición de su existencia
presente. Se trata de la misma Iglesia; y esta dualidad que la crucifica es parte necesaria y constitutiva de su ser»61.
La escena de los dos testigos o profetas en 11,3-14 evidencia las consecuencias de esta misión para el mundo y para el
profeta62. Su descripción en el v.6 es simbólica: evoca a Elías («tienen poder de cerrar el cielo para que no caiga lluvia»; 2 Re
1,10; Lc 4,25) y a Moisés (referencias a las plagas). Así como ambos aparecen juntos conversando con el mesías Jesús en la
transfiguración (Mc 9,4ss), así aquí «están puestos ante el Señor de la tierra» (v.4). Juan los yuxtapuso como símbolos porque la
profecía cristiana es la plenitud de la profecía del AT -Moisés era fundamentalmente profeta (vea Dt 18,18s)y el profeta suele
padecer persecuciones por su papel de portavoz de Dios en una sociedad adversa -como lo vivió particularmente el profeta Elías.
En el v.4 son calificados como «los dos olivos, los dos candelabros» que están ante el Señor. Son figuras sinonímicas. En
1,13.20 candelabros simbolizan la iglesia. En Zac 4, los dos restauradores del Templo después del exilio (Josué y Zorobabel) son
representados como «los dos olivos», el sacerdotal y el real, binomio ya conocido (Apoc. 1,6; 5,10; 20,6); ambos son
consagrados por unción con aceite de olivos. En resumen, estos dos representan a la Iglesia en su papel profético como fiel
testigo de Dios y su Cristo -recordemos que tradicionalmente para ser válido un testimonio tiene que venir de dos testigos (Dt
19,15s; Jn 5,31-38).
¿En qué consiste ser profeta? Más adelante se dirá en una frase densa que «el testimonio de Jesús es el espíritu de profecía»
(19,10). Ser testigo auténtico de Jesús es actuar como profeta de aquél a quien se orientan todas las profecías del AT, quien
realiza lo que allí se anunciaba: el día del Señor como instauración del reinado de Dios y el juicio a sus enemigos. Ser profeta es
desenmascarar la pretensión de absolutez de cualquier otro rey o reino que no reconozca la soberanía de Dios y de su Cristo. Ser
profeta es dejarse llevar por el Espíritu de Jesús, que nos hace «testigos fieles» como Él, aunque haya que sellar esa profecía con
el martirio. Por eso la profecía es una llamada a la conversión para la salvación, pero a la vez incomoda al gran imperio, como
ya Jesús mismo, y es «un tormento para los habitantes de la tierra» (v.10), porque los confronta con sus idolatrías. Desde esta
perspectiva hay que entender este capítulo, que es una escenificación del auténtico testimonio de Jesucristo, que no es otro que la
profecía que debe caracterizar a la Iglesia al serle fiel a Jesucristo, y no una biografía de personajes concretos.
La «ciudad» en la que se desarrolla la actividad profética también lleva un nombre simbólico y tiene rasgos de Sodoma, de
Egipto, de Roma y de Jerusalén (v.8). Eso significa que es la ciudad donde reina la corrupción (como en Sodoma)63, la injusticia
y la opresión (como en Egipto), ciudad que mata a los profetas que la incomodan, como mató al gran profeta de Jerusalén64.
Precisamente, al recurrir a una superposición de símbolos, Juan hablaba de una ciudad abierta; sus habitantes son «habitantes de
la tierra... de toda lengua y nación» (v.9).
Al decir que es la ciudad «donde su Señor fue crucificado» (v.8), Juan afirmaba la solidaridad de Jesús con sus testigos y con
todos los crucificados en cualquier ciudad del mundo y de la historia. Por eso a Babilonia se le pedirá cuenta de la sangre de
todos los asesinados de la tierra (18,24). Por eso, quizás, el rasgo más característico de esta escena no es que se superponen
símbolos y referencias a los profetas del Antiguo Testamento, sino sobre todo las referencias a Cristo para mostrar que sus
siervos corren la misma suerte que él.
A pesar de hablar de «la gran ciudad», todo el pasaje tiene la marca de universalidad, pues se trata de «los habitantes de la
tierra, de los pueblos y razas y lenguas y naciones» (v.9). Se está cumpliendo la orden dada poco antes: «tienes que profetizar
nuevamente contra muchos pueblos y naciones y lenguas y reyes» (10,11). Como consecuencia de ello, se expone a ser
«crucificado» de nuevo, como antes Jesucristo.
Preanunciando lo que se viene encima en este corto tiempo, aparece la «bestia que sube del abismo» (v.7), cuya actividad
hostil se describirá sobre todo en los caps. 13 y 17: «les hará la guerra, los vencerá y los matará». Es curioso que se subraye más
el tema de la muerte de los profetas que el de su profecía. Pero, como bien dice P. Prigent, «su derrota y su muerte no son signos
del abandono de Dios. Son las marcas necesarias del tiempo de la profecía»65. Como conocemos de la historia misma, no por
último de nuestra inmediata realidad, los profetas del Señor han sufrido las persecuciones sistemáticas de «la gran ciudad», han
sido deshonrados, denigrados, difamados, sin permitir que «sus cuerpos sean colocados en un sepulcro» (v.9), que antaño era la
mayor deshonra y borraba la memoria de la persona. Ni qué decir que «los moradores de la tierra», los impíos, se alegran y
festejan hoy como antaño de la eliminación de esos «dos profetas porque los atormentaron». Testimonios elocuentes de eso
tenemos en nuestro continente, particularmente en El Salvador. Sin embargo, la muerte y los que matan no tienen la última
palabra, sino el espíritu de vida que Dios envía sobre los testigos para asociarlos al triunfo de su Señor, los «pone de pie» (v.11),
como los cadáveres de la visión de Ezequiel 37 (del cual cita el v.10). El «gran terremoto» que sigue, con la destrucción de «la
décima parte de la ciudad» y la muerte de «siete mil personas»66, pretende ser un aviso a las naciones para que se conviertan y
den gloria a Dios, razón por la que es una catástrofe parcial (v.13), y a la vez una invitación a la comunidad profética a la
fidelidad confiada, aun ante las persecuciones, inclusive la muerte. Como los dos testigos, también los que «dan gloria al Dios
del cielo» están protegidos y después de muertos se pondrán de pie y subirán al cielo a la vista de sus enemigos, reivindicados
por su Señor (v.1112).
En 10,7 se decía claramente: «se ha terminado el plazo; cuando el séptimo ángel toque su trompeta llegará a su término el
designio secreto de Dios, como anunció a sus siervos los profetas». Y se advirtió que «el tercer ‘ay’ viene en seguida» (v.14). En
otras palabras, la Iglesia de profetas y de testigos está ya avisada sobre el plazo y sobre su misión. Suena ahora la última
trompeta, pero Juan no habla de su contenido, a no ser que lo constituya el gran himno que nos hace escuchar celebrando la
victoria de Dios (v.17s).
El himno va precedido por una proclamación hecha por voces anónimas en el cielo (¿tal vez las voces de los cuatro
vivientes?): Satanás, príncipe de este mundo, ha sido derrotado (Jn 14,30; 12,31) y el reino del mundo ha pasado a ser reino de
Dios y de su Mesías. Si el autor se inspiró en Dan 7,13s, la realidad sobrepasa a la profecía y Cristo se convierte en Rey de reyes
y Señor de señores (17,14; 19,16). Por eso los veinticuatro ancianos se postran y entonan esta acción de gracias: «Te damos
gracias, Señor, Dios todopoderoso, porque has asumido tu gran poder y has comenzado a reinar» (v.17). Notemos el predominio
de verbos en pasado y que a Dios no se le designa ya como «el que viene», como escuchamos en el primer cántico en la sala del
trono (4,8), sino como «el que es y el que era», porque «ha recobrado su gran poder y ha comenzado a reinar». Su «gran poder»
lo hace rey y juez del universo, para recompensar a sus siervos y destruir a los que destruyen la tierra (v.18). Está ya
concentradoaquí el mensaje de lo restante del Apoc.: la ira de las naciones, por un lado, y la ira de Dios contra los que
«destruyen la tierra» y recompensa de sus fieles, por otro lado.
Estos cánticos nos recuerdan aquéllos en la gran sala del trono al inicio, en el cap. 5, como si constituyeran con ésos un gran
arco englobante. Con la proclamación solemne de la victoria de Dios y su Mesías, y el cántico que se desencadena por parte de
todos los presentes en el trono divino, se cierra una primera grandiosa parte del Apoc.
En efecto, con este cántico triunfal podría darse por concluido el Apoc., pues se da por asentada la victoria final y definitiva
de Dios, el «todopoderoso, el que es y el que era» (cf. 4,8)67. Ha comenzado a reinar. El último «ay» se sintetiza en pocas líneas
(tan sucintamente como en 19,20-21 y 20,10): es el momento de la ira de Dios, del juicio de los muertos y la destrucción de los
destructores de la tierra (v.18). Tal era la certeza del triunfo de Dios sobre «las naciones» que podía afirmarse como un hecho
consumado, razón por la que emplea verbos en el tiempo pasado.
Pero, después de indicado lo que se oyó, que es un anticipo, se pasa a la visión: el santuario de Dios abierto, no cerrado, y en
él el arca de la alianza68. Son los signos de la fidelidad de Dios a su propósito de ser un Dios de protección y encuentro, que
quiere estar en medio de los suyos. La presencia de Dios está implicada, como era tradicional en la literatura hebrea, en la
conjunción de relámpagos, voces, truenos, terremoto y granizada (v.19; cf. 8,5; 16,18). Se abre el cielo, se ilumina el horizonte,
llega la esperanza. El autor establece un vínculo entre esta teofanía y la del éxodo, pero también entre la séptima trompeta y las
siete copas. En visión semejante se añadirá en 15,5 que se ve la tienda del testimonio donde se guardaba el arca de la alianza.
12 1Y apareció una gran señal en el cielo: una mujer vestida del sol y la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su
cabeza; 2y está encinta y grita por los dolores del parto y por las angustias del alumbramiento. 3Y apareció otra señal en el cielo: y he
aquí [que apareció] un gran dragón de un rojo encendido, que tenía siete cabezas y diez cuernos, y sobre sus cabezas, siete diademas;
4y su cola barre la tercera parte de las estrellas del cielo y las arrojó a la tierra. Y el dragón se detuvo ante la mujer que estaba a punto de
alumbrar, para devorar a su hijo cuando lo diese a luz. 5Y dio a luz un hijo varón, el que ha de regir a todas las naciones con cetro de
hierro. Pero su hijo fue arrebatado hasta Dios y hasta su trono. 6Y la mujer huyó al desierto, donde tiene un lugar preparado de parte de
Dios, para ser allí alimentada por mil doscientos sesenta días.
7Y hubo una batalla en el cielo: Miguel y sus ángeles [se levantaron] a luchar contra el dragón. Y el dragón presentó batalla y
[también] sus ángeles, 8pero no prevaleció ni hubo ya lugar para ellos en el cielo. 9Y fue arrojado el gran dragón, la antigua serpiente, el
que es llamado Diablo y Satanás, el que seduce al universo entero; fue arrojado a la tierra, y sus ángeles fueron arrojados con él. 10Y oí
una gran voz en el cielo que decía:
«Ahora [ya] llegó la salvación y el poder y el reino de nuestro Dios, y la potestad de su Mesías, porque ha sido arrojado el acusador
de nuestros hermanos, el que los acusaba ante nuestro Dios día y noche. 11Y ellos lo han vencido por la sangre del Cordero, y por la
palabra del testimonio que dieron, pues no amaron sus vidas hasta la muerte. 12Por esto, alégrense cielos, y los que moran en ellos. ¡Ay
de la tierra y del mar! Porque ha bajado a ustedes el diablo, poseído de gran furor, sabiendo que le queda poco tiempo».
13Cuando el dragón se vio arrojado a la tierra, persiguió a la mujer que había dado a luz al varón. 14Y a la mujer le fueron dadas las
dos alas de la gran águila para que volara al desierto, a su lugar, donde es alimentada por un tiempo y dos tiempos y medio tiempo, lejos
de la presencia de la serpiente. 15Y la serpiente arrojó de su boca, detrás de la mujer, agua como un río, para hacer que el río la
arrastrara. 16Pero la tierra ayudó a la mujer. Y la tierra abrió su boca y se tragó el río que el dragón había arrojado de su boca. 17Y el
dragón se enfureció contra la mujer y se fue a hacer la guerra contra los demás de la descendencia de ella, los que guardan los
mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús. 18Y se situó sobre la arena del mar.
13 1Y vi subir del mar una bestia que tenía diez cuernos y siete cabezas, y sobre sus cuernos, diez diademas, y sobre sus cabezas,
nombres blasfemos. 2Y la bestia que vi era semejante a una pantera, y sus patas eran como de oso, y su boca como boca de león. Y el
dragón le dio su poder y su trono y gran autoridad. 3Una de sus cabezas [estaba] como herida de muerte, pero su herida mortal se había
curado. Y la tierra entera, fascinada, seguía detrás de la bestia. 4Y adoraron al dragón porque había dado autoridad a la bestia; y
adoraron a la bestia diciendo: «¿Quién como la bestia y quién puede hacer la guerra contra ella?» 5Y se le dio una boca que profería
palabras orgullosas y blasfemas, y se le dio autoridad para actuar durante cuarenta y dos meses. 6Y abrió su boca en blasfemias contra
Dios, blasfemando de su nombre y de su morada [y] los que moran en el cielo. 7Y se le permitió hacer la guerra contra los santos y
vencerlos. Y se le dio autoridad sobre toda tribu y pueblo y lengua y nación. 8Y la adorarán todos los habitantes de la tierra, aquellos cuyo
nombre no está escrito desde la fijación del mundo en el libro de la vida del Cordero degollado. 9Quien tenga oídos, oiga. 10Si alguno
está [destinado] a cautividad, a cautividad vaya; si alguno está [destinado] a ser muerto a espada, a espada muera. Aquí están la
constancia y la fidelidad de los santos.
11Y vi subir de la tierra otra bestia que tenía dos cuernos semejantes a los de un cordero y hablaba como dragón. 12Y ejerce toda la
autoridad de la primera bestia en presencia de ella, y hace que la tierra y sus habitantes adoren a la primera bestia, aquella cuya herida
mortal fue curada. 13Y obra grandes prodigios, hasta hacer bajar fuego del cielo a la tierra en presencia de los hombres; 14y seduce a los
que habitan sobre la tierra con los prodigios que le fue dado obrar en presencia de la bestia, diciendo a los que habitan sobre la tierra que
hicieran una imagen en honor de la bestia, la que tiene la herida de la espada y revivió. 15Y se le concedió infundir espíritu en la imagen
de la bestia para que incluso hablara la imagen de la bestia e hiciera que fuesen muertos cuantos no adoraran la imagen de la bestia. 16Y
hace que a todos, los pequeños y los grandes, los ricos y los pobres, los libres y los esclavos, se les ponga una marca en su mano
derecha o en su frente, 17y que nadie pueda comprar ni vender, sino el que tenga la marca, el nombre de la bestia o la cifra de su
nombre.
18¡Aquí está la sabiduría! El que tenga inteligencia calcule la cifra de la bestia, pues es cifra de un hombre, y su cifra es seiscientos
sesenta y seis.
14 1Y vi, y he aquí [que apareció] el Cordero parado sobre el monte Sión, y con él ciento cuarenta y cuatro mil que tenían su nombre y el
nombre de su Padre escrito en sus frentes. 2Y oí una voz del cielo como voz de muchas aguas y como voz de gran trueno, y la voz que
oí [era] como de citaristas que tocan sus cítaras. 3Y cantan un cántico nuevo ante el trono y ante los cuatro seres vivientes y los
ancianos, y nadie podía aprender el cántico sino aquellos ciento cuarenta y cuatro mil, los rescatados de la tierra. 4Estos son los que no
se contaminaron con mujeres, pues son vírgenes; éstos [son] los que siguen al Cordero adondequiera que va. Estos fueron rescatados
de entre los hombres como primicias para Dios y para el Cordero, 5y en su boca no se halló mentira. Son intachables.
6Y vi a otro ángel, que volaba por lo más alto del cielo, que tenía un evangelio eterno para anunciarlo a los habitantes de la tierra, a
toda nación y tribu y lengua y pueblo, 7que decía con gran voz:
«Teman a Dios y denle gloria, porque ha llegado la hora de su juicio, y adoren al que hizo el cielo y la tierra y el mar y los
manantiales de aguas».
8Y otro ángel, el segundo, siguió, diciendo:
«Cayó, cayó Babilonia la grande, la que dio a beber del vino de su apasionada lujuria a todas las naciones».
9Y otro ángel, el tercero, los siguió, diciendo con gran voz:
«Si alguno adora la bestia y su imagen y recibe su marca en su frente o en su mano, 10él también beberá del vino del furor de Dios,
vino puro, concentrado, en la copa de su ira. Y será atormentado con fuego y azufre en presencia de los ángeles santos y en presencia
del Cordero. 11Y el humo de su tormento sube por los siglos de los siglos. Y no tienen reposo ni de día ni de noche los que adoran la
bestia y su imagen, y los que reciben la marca de su nombre».
12¡Aquí está la constancia de los santos, los que guardan los mandamientos de Dios y la fe de Jesús! 13Y oí una voz del cielo que
decía: «Escribe: ‘Bienaventurados los muertos que desde ahora mueren en el Señor.’ Sí, dice el Espíritu, que descansen de sus fatigas,
pues sus obras los siguen».
14Y vi, y he aquí [que apareció] una nube blanca, y sobre la nube sentado uno semejante a hijo de hombre, que tenía sobre la
cabeza una corona dorada y en la mano una hoz afilada. 15Y salió otro ángel del santuario gritando con gran voz al que estaba sentado
sobre la nube: «Mete tu hoz y siega, pues ha llegado la hora de segar, porque se secó la mies de la tierra». 16Y el que estaba sentado
sobre la nube metió la hoz sobre la tierra, y la tierra quedó segada.
17Y salió otro ángel del santuario que está en el cielo, teniendo también él una podadera afilada.
18Y salió del altar otro ángel, que tenía potestad sobre el fuego, y gritó con gran voz al que tenía la podadera afilada, diciendo:
«Mete tu podadera afilada y vendimia los racimos de la viña de la tierra, porque sus uvas están en sazón». 19Y el ángel metió su
podadera sobre la tierra, y vendimió la viña de la tierra, y echó las uvas en el gran lagar de la ira de Dios. 20Y fue pisado el lagar fuera de
la ciudad, y del lagar salió sangre hasta alcanzar los frenos de los caballos en una distancia de mil seiscientos estadios.
La séptima trompeta, en cierto modo, es ya el final, pues los hechos se presentan como sucedidos y Dios ha comenzado a
reinar. Sin embargo, el comienzo del cap. 12 sugiere una cierta unidad y continuidad con lo precedente por la aparición de una
fórmula nueva para introducir la visión. El anuncio en 11,19 hace las veces de puente. Juan no dice «y vi», sino «fue vista» (se
dejó ver, ophthê) en 11,19 y en 12,1.3. Las alusiones cronológicas de «mil dos cientos sesenta días» (11,3; 12,6) relacionan
también los caps. 11 y 12.
Ahora se comienza a explicitar lo que se anunció en 11,7, cuando apareció la Bestia por primera vez y se dijo que «hará la
guerra y derrotará» a la iglesia profética. Lo nuevo que marca el progreso del drama es que ahora se explicita el origen histórico
y la naturaleza de la persecución última de los cristianos: el imperio romano, y el mismo Satanás que está detrás de ese imperio
se ensaña contra el cristianismo por rehusar doblegarse ante él. Ciertamente hace falta mucha audacia y clarividencia de profeta
para hablar de esta manera. Junto con Dios y el Mesías, el protagonista principal de esta sección va a ser el dragón, y su agente
histórico, el imperio. Pero el aire que predomina es de gozo, porque es la hora de la victoria (12,10), porque se trata de un
dragón vencido (12,9.10.13).
Empalmando con 10,7, donde se anunciaba el final del plazo y la consumación del misterio de Dios, revelado a los profetas
de Israel y proclamado por los profetas cristianos, la sección presente quiere ser una explicitación del «evangelio eterno» como
buena noticia para «los habitantes de la tierra» (14,6). Este evangelio eterno tiene dos ejes: es proclamación del reinado de Dios
y del Cordero, como lo expresan los cánticos intercalados (12,10 y 15,3-4), y es también proclamación de la hora de su juicio
(14,7), de su ira (15,1-7) para destruir a los «que destruyen la tierra» (11,18), como anunciaba programáticamente la séptima
trompeta. En medio de esos dos ejes, la comunidad, perseguida aún por poco tiempo (12,12.17; 13,7.10), puede unirse y cantar
desde ahora, como primicia de la humanidad (14,4), el canto nuevo de los rescatados de la tierra (14,3), el canto de los
vencedores (15,2ss).
Como dato curioso encontramos en esta sección que el cielo con la tierra se entrelazan, cosa que no sucedía antes. La mujer
es vista en el cielo, pero huye al desierto; el dragón, que puede barrer las estrellas con su cola, es precipitado a la tierra, y Cristo
nace en la tierra, pero es arrebatado hasta Dios. Es en el cielo donde se canta la victoria, pero es en la tierra donde se la
experimenta en la fidelidad de los testigos. El presente de tensión y de conflicto se ilumina por la victoria de Cristo y de los
cristianos. Por eso se afirmará que «ellos lo vencieron por la sangre del Cordero» (12,11).
La escena comienza en 11,19, cuando encontramos por primera vez la palabra «apareció», porque la continuidad con lo
anterior es manifiesta. Como en el capítulo 11, también aquí se trata del tiempo de la profecía y del testimonio, tiempo de la
prueba y de la fidelidad; un tiempo corto de «mil doscientos sesenta días» (11,3; 12,6; 13,5). Este capítulo y el siguiente
desvelan en una grandiosa visión el origen de las hostilidades que vive la comunidad por parte del Imperio y de las
persecuciones de las que está siendo objeto.
Juan presenta tres momentos de una misma visión: la mujer y el dragón (12,1-6), la batalla en el cielo (12,7-12) y, de nuevo,
la mujer y el dragón (12,13-17). Esta visión del cap. 12 da razón de la guerra contra «los que guardan los mandamientos de Dios
y mantienen el testimonio de Jesús» (v.17) y anima a la perseverancia por la seguridad de la victoria. La clave está en la escena
central, en la batalla que no se describe, pero de la que se dice lo fundamental: que las huestes del dragón «no pudieron resistir,
no hubo ya lugar para ellos en el cielo, y fue arrojado el gran dragón a la tierra...» (v.8s). Esta expresión se repite cuatro veces,
reafirmando su derrota en el cielo -anticipo de su derrota en la tierra. Por eso el anuncio de la victoria en el desafío implícito al
nombre de Miguel (en hebreo significa «¿quién como Dios?»)69, y en la proclamación del cántico que anticipa que «ha llegado
la salvación y el poder y el reinado de nuestro Dios y la potestad de su Mesías» (v.10). Una vez más el cántico interpreta lo que
está pasando, que no es otra cosa sino la victoria de Dios, de Cristo y de los que son de Cristo: «ha sido arrojado el acusador de
nuestros hermanos... ellos lo han vencido por la sangre del Cordero» (v.10-12). Es tal la certeza de la victoria final que el cántico
la proclama como si ya fuera un hecho. Notemos que el himno de 11,15ss y el de 12,10ss tienen la misma temática y el mismo
tono de certeza triunfal. Sin embargo, entre tanto la Iglesia aún enfrenta a un enemigo vencido y la vida cristiana es prueba, pero
es sobre todo victoria. Es precisamente la rabia del enemigo ante la derrota la que desencadena la persecución contra el pueblo
de Dios, representado en la mujer y en su descendencia.
La visión de la mujer y del dragón ha despertado la imaginación de los comentaristas para descubrir las fuentes en las que el
autor se ha inspirado. Las figuras de la serpiente y de la mujer y las doce estrellas y el nacimiento del hijo de la mujer son temas
que encuentran paralelos en la literatura extrabíblica y que fácilmente se asocian con mitos y costumbres paganas. La imagen de
la mujer que está por dar a luz a un niño se halla fresca aún en Qumrán, en 1QH 3,7-13, aludiendo a Isa 9,16 -vea también el
«Apocalipsis de Adán». Recordemos que Juan hace remontar el antagonismo mujer-dragón a Gén 3,15, donde además se le dice
a la mujer que dará a luz con dolores de parto. Por otro lado, se sabe que la serpiente era símbolo importante del culto de
Esculapio y, al decir de algún autor, la ciudad de Pérgamo vivía «obsesionada con el símbolo de la serpiente»70, porque estaba
asociada a los cultos de Esculapio, de Dionisio y de Zeus. El dragón amenazando a la mujer y al niño que nace ha sugerido a
algunos el parentesco con el mito del nacimiento de Apolo. Su madre Leto huye del dragón Pitón, pero éste es muerto por el
hijo, Apolo71.
No se excluye la posibilidad de alusiones a esos mitos locales que los lectores podrían conocer y que, con tales alusiones,
Juan pueda estar condenando los cultos idólatras paganos. En Cyme (Asia Menor) se ha encontrado una representación de Isis
con el sol, la luna y las estrellas. Juan podría estar contraponiendo en el cap. 12 a modo de parodia a otra mujer. Pero la fuente de
inspiración de Juan es primaria y fundamentalmente el AT y es desde ahí de donde los símbolos adquieren toda su profundidad.
Ya hemos aludido a la mujer como símbolo del pueblo de Dios, pero ¿cómo llegamos a descubrir en el «signo magnífico» de la
mujer el signo de la comunidad, de la Iglesia? En el campo católico hay como una instintiva tendencia a identificar a la mujer
con María, empobreciendo la riqueza del signo. A pesar de las variadas propuestas de interpretación, creemos, con la mayoría de
los autores, que Juan se inspira en el AT para la elaboración de esta escena, pero leído cristológicamente. Si tenemos presente
que el v.17 habla de «los demás de su descendencia», los otros hijos de la mujer, está claro que se refiere a los cristianos. Ya en
Gén 3,15, parte integral del trasfondo de este capítulo, Dios sentenció a la serpiente: «pondré enemistad entre ti y la mujer, y
entre tu descendencia y la suya». Todo esto quiere decir que hablar de mujer significa personificar a un pueblo, como es
frecuente en el AT, como también en la expresión «su descendencia». Notemos, además, que desde el inicio se advierte que se
trata de «una señal (sêmeion) en el cielo» (v.1.3), es decir, apunta a una realidad que no es la señal misma.
El mito de la expulsión de los ángeles malos del cielo como explicación del origen del diablo era conocido en el judaísmo
(cf. 1 Henoc 6-19; 2 Henoc 29,4s; 31,3s; Jubileos 5)72. El relato de la batalla entre el dragón y Miguel, con sus respectivas
huestes (v.712), tiene su origen en la mitología judía. Juan probablemente se ha inspirado en Dan 10,13-20, que presenta el
enfrentamiento entre Miguel, el ángel guardián de Israel, y el «príncipe del reino de Persia». La adaptación de este mito
explicaba que la victoria de Cristo sobre Satanás ya se dio en el cielo, como se canta (v.10-12), pero que éste todavía sigue
activo en la tierra.
Nuestro autor combina con maestría símbolos y textos bíblicos para elaborar su propia obra. La imagen mujer-pueblo es
frecuente en AT73. Particularmente sugerente es el texto de Isa 66,5-9, en que se asocian la mujer que está encinta, los dolores de
parto y el hijo que nace para hablar de la nueva Jerusalén. «Coronada de doce estrellas» puede ser una alusión a las doce tribus
de Israel (Gen 37,9ss), que en lectura cristiana se traslada a la Iglesia, la verdadera Israel (fundada en los doce apóstoles). La
imagen continúa en el NT cuando se habla de Jerusalén como «nuestra madre» (Gál 4,26). El hijo al que da a luz esta mujer es el
Mesías, pero el nacimiento del que se habla no es el de Belén sino el de la mañana de Pascua: no bien nace es «arrebatado y
llevado a Dios y a su trono» (v.5). Ese nacimiento es al mismo tiempo su victoria. En la comunidad cristiana, que tiene sus raíces
en el Israel según la carne (Rom 1,3), nace el Mesías rey y la tarea de esa comunidad es hacer nacer al Mesías, hacer real su
triunfo y la vida nueva que él ha inaugurado.
Por otro lado, el dragón es también una imagen mítica tradicional del AT para hablar del poder que se opone a Dios. Pero en
los profetas, sobre todo, el lenguaje mítico se historiza y pasa a significar el poder del faraón y de su imperio, el poder político
histórico, enemigo del pueblo de Dios74. Lo curioso es que los profetas hablan del dragón de Egipto haciendo una relectura del
éxodo para significar el nuevo éxodo de la comunidad del dominio del nuevo imperio dominante, en particular de Babilonia. Eso
mismo es lo que hace ahora Juan, porque no se trata de Egipto sino de Roma, y no del éxodo de Moisés sino del éxodo de la
Pascua del Mesías y de su pueblo. Esa referencia al éxodo se encuentra en el cántico, en las alas de águila que se le dan para
huir, que simbolizan la rapidez de la ayuda divina (Ex 19,4), en la huida de la mujer al desierto, donde además es alimentada
(por Dios, v.14), y en la clara alusión al paso por el mar («la tierra se tragó al río», v.16). Los símbolos apuntan a lo mismo: el
éxodo definitivo (la victoria) de Cristo y de su pueblo.
Al ser identificado el dragón como «la serpiente antigua que seduce al universo entero» (v.9) y asociado a la mujer, se logra
un doble efecto. Por un lado, se alude a la enemistad primordial entre la mujer y la serpiente de Gén 3,15. Su descripción en el
v.3 evoca aquella de la cuarta bestia en Dan 7,7.20.24, donde representaba al imperio griego; las siete cabezas con diademas
simbolizan la plenitud (siete) del poder, imperio universal, y los diez cuernos recuerdan Dan 7,7 (cuernos simbolizan a reyes: cf.
17,12; Dan 7,7s.20s). Se trata del conflicto definitivo entre el bien y el mal, que se universaliza para abarcar, junto con la
enemistad primera del paraíso, todos los conflictos en la historia, detrás de los cuales ve el autor a Satanás como el gran
instigador de todos ellos. Por otro lado, al identificar la serpiente como «diablo y Satanás»75 (v.9) se hace una nueva lectura del
mito y una radicalización, pues se dice que detrás de todo imperio opresor está el diablo. Se va a la raíz del mal. Toda la furia de
Satanás está detrás del imperio que arremete contra los cristianos (v.11.17). Pero ellos enfrentan confiados el combate, pues se
trata de la furia de uno que tiene ya poco tiempo, pocas oportunidades (v.12).
En el momento histórico en que Juan escribe, la mujer representa el pueblo del Mesías, pues es constante esta fusión en el
Apoc. entre Israel y la Iglesia. Está vestida de gloria porque ya es triunfadora, y está preñada de vida, pero vida amenazada. Se
trata del conflicto definitivo entre la vida y la muerte, entre la mujer y el dragón, entre la Iglesia y el imperio. Los dolores de
parto son los dolores de las víctimas que, por la muerte, nacen a la vida (v.11; observe el empleo del presente verbal, que denota
duración). La mujer huye al desierto (v.14, contrapuesto a la ciudad, al sistema), lugar tradicional de refugiados y perseguidos,
pero también de combates decisivos entre el bien y el mal, donde el fiel cuenta definitivamente con la protección de Dios.
Por esta fusión mujer-Israel-Iglesia se ha pasado, en la interpretación católica, a ver en la mujer a María, la madre de Cristo.
Esta interpretación no está en primer plano en el Apoc. Históricamente nunca hubo una persecución de la madre de Jesús. Pero
si seguimos la simbología del cuarto evangelio en que María es «la mujer» (Jn 2,4; 19,26), prototipo de la comunidad de fe, la
interpretación no resulta tan extraña, aunque no esté en primer plano y sea fruto de una lectura más bien tipológica del texto76.
El nacimiento del niño es su victoria, pues inmediatamente «fue arrebatado y llevado a Dios y a su trono» (v.5). Como
vimos, este nacimiento no es el de Belén sino el de Pascua; los dolores de parto son los de «la pasión» previa a la Pascua (cf. Jn
16,21s)77. Esta concepción de la resurrección como nacimiento está reforzada por el uso que el NT hace del Salmo 2 aquí citado.
El niño está destinado «a regir a todas las naciones con cetro de hierro» (v.5; Sal 2,9). El contraste es manifiesto: el hijo «es
arrebatado y llevado a Dios y a su trono», aludiendo al triunfo pascual de Jesús, mientras el dragón es «arrojado a la tierra»
(v.9.10.13), desfogando su rabia contra la mujer y «el resto de su descendencia» (v.17). La descendencia de la mujer, es decir la
Iglesia, está llamada a afrontar victoriosamente la hostilidad del seductor del universo.
«Ellos lo han vencido por la sangre del Cordero y por el testimonio que dieron, pues no amaron sus vidas hasta la muerte»
(v.11). La Iglesia nace con la victoria del Testigo y de los testigos. Extraña forma de vencer, tan extraña como el «blanquear los
vestidos con sangre» del Cordero (7,14). Pero verdad esperanzadora y tonificante, porque la misión de la Iglesia no es vivir
obsesionada por Satanás sino por la fidelidad en proclamar con palabras y obras que la vida está ya presente en nuestro mundo
de muerte.
De esta forma puede unirse en la tierra a la liturgia del cielo que proclama: «ha llegado la salvación y el poderío y el reinado
de nuestro Dios, y la potestad de su Mesías» (v.10).
En síntesis, la mujer es personificación simbólica del pueblo elegido, que desde la venida de Jesucristo dio inicio a los
tiempos mesiánicos y por eso se halla en éxodo, sufriendo los embates del seductor del mundo, porque «guardan los
mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús» (v.17), mientras soporta los «dolores de parto» que anuncian el don
de la vida (21,3s).
Satanás no está solo ni es directamente visible; tiene sus aliados en la tierra, a donde ha sido precipitado. Con el cap. 13
entran en acción dos nuevos personajes, aliados del dragón, el primero de los cuales ya ha sido presentado en 11,7 como «la
bestia que sube del abismo». Si el cap. 12 celebra la victoria de Dios y del Cordero y la caída definitiva de Satanás, el capítulo
que comienza hablará de la guerra desesperada del mismo contra la descendencia de la mujer (12,17), a través de sus
instrumentos, «la bestia que sube del mar» (13,1) y «la bestia que sube de la tierra» (v.11)78. Detrás de ellos se esconde una
realidad histórica bien conocida para el autor y sus oyentes: el imperio romano y su pretensión de endiosamiento («¿quién como
la bestia?», v.4).
Queda, por tanto, descartada cualquier interpretación que identifique a las bestias con figuras que no sean del tiempo del
autor. La tentación ha sido demasiado fuerte a lo largo de la historia y por eso se han hecho identificaciones absurdas: el
anticristo (no sabemos quién pueda ser este personaje), el islamismo, el protestantismo, los judíos, el Papa y la Iglesia católica,
el nazismo y Hitler, China y la Unión Soviética, etc. Por otro lado, la tentación de ser como Dios acecha al ser humano desde los
orígenes y la asociación de Dios con el poder ha llevado a la sacralización de imperios, llámense asirio (Isa 36,20; 10,11-13) o
babilónico (Isa 14,14), o incaico o japonés, o «sagrado imperio» en el cristianismo católico, con la consiguiente violencia que
han generado en la historia79.
La prudencia de Juan le hace hablar en clave, pero, por la descripción que hace de la primera bestia, estaríamos tentados de
pensar que es una creación e instrumento del dragón. Su descripción la asemeja a la del dragón, cabezas y cuernos mencionados
en orden inverso, como si fueran su reflejo. Tiene todo el poder del dragón porque éste «le dio su poder, su trono y su gran
autoridad» (v.2), por eso tiene siete cabezas y diez cuernos con diez diademas, como tiene el dragón -excepto que las diademas
están sobre los cuernos, en lugar de las cabezas. Está comprometida en la misma guerra contra los discípulos de Cristo ((12,17;
13,7). Por eso este capítulo y lo que en él se describe es continuación lógica del anterior.
El poder de la bestia seduce a todo el mundo hasta el punto de adorarla a ella y al dragón (v.4). A esa realidad se le da un
título simbólico: es una «bestia», resaltando la inhumanidad de lo que este símbolo evoca. Estamos ante una clara referencia a
Daniel 7, donde se habla de cuatro bestias que salen del mar y representan cuatro imperios, enemigos de Dios y del hombre. La
visión de Daniel es un juicio a esos imperios, porque siembran brutalidad y violencia en la historia. Pero, mientras Daniel habla
de cuatro bestias, Juan concentra en una sola sus características: parece una pantera con patas de oso y boca de león (v.2)80. Se
trata de un superimperio (diez diademas), una concentración absoluta de poder hasta el endiosamiento, exigiendo que le rindan
homenaje todos los habitantes de la tierra (v.8). La asociación en el cap. 17 entre la mujer y la bestia sobre la que aquélla se
sienta (con siete cabezas y diez cuernos) lleva a la identificación de la bestia con el imperio romano. Allí se aclara que los
cuernos simbolizan «diez reyes» (17,12). Al estar los cuernos sobre la bestia, son súbditos suyos, como lo había sido Herodes:
por eso las diademas están sobre los cuernos, no sobre las cabezas de la bestia. La cifra diez significa una gran cantidad, como
mil significa una enorme cantidad. Las cabezas, a decir de 17,9, representan «siete reyes» o emperadores romanos, y llevan
«nombres blasfemos» (13,1): se proclaman divinos, con títulos que sólo Dios posee. Todo el pasaje en el cap. 13, como luego en
el 17, tiene por lo tanto una fuerte connotación política: trata de desenmascarar la absurda y blasfema pretensión del imperio. Se
trata de la política del imperio romano elevada a la categoría de religión por el culto al emperador y la exigencia de venerar su
imagen.
La descripción de la bestia, así como sus atributos, no alude al imperio romano en cuanto institución política como tal, sino
como Estado totalitario, cuya cabeza, el emperador, se erigió en dios y exige ser adorado81. Por eso es descrita como un animal
grotescamente monstruoso.
En un paralelismo antitético, Juan presenta esta escena como una burda parodia del trono del Cordero. Algunos hablan de la
trinidad satánica constituida por el dragón y las dos bestias, y no les falta razón. Como el Cordero es instrumento de Dios, la
bestia lo es de Satanás, el dragón. Cristo ha sido confesado como digno de recibir el honor y el poder (exousía) (5,12; 12,19) y
en este capítulo cuatro veces se dice que la bestia ha recibido el poder del dragón (v.2.5.7.12). Aquí se dice que el poder de la
bestia es sobre «toda raza y pueblo y lengua y nación» (v.7), como se ha dicho anteriormente del Cordero. El problema de fondo
es, pues, de poder. Por eso, frente al desafío implícito en el nombre del vencedor, Miguel, nombre que significa «¿quién como
Dios?», hallamos la blasfemia de todo el mundo engañado que exclama «¿quién como la bestia?» (v.4).
En el colmo de la parodia se dice que una de las cabezas de la bestia «está como herida de muerte, pero su herida mortal se
había curado» (v.3.12), usando el autor la misma expresión con la que presentó al Cordero en 5,6, «como degollado» (hôs
esphagmenos). En otras palabras, la bestia es el antitipo y opositor del Cordero (cf. 17,14). El tema aparecerá de nuevo en 17,8.
La referencia a esa cabeza es bastante puntual. El texto parece aludir a una leyenda muy difundida en el siglo primero, sobre
todo en Asia Menor, que hablaba de Nerón (54-68 d.C.) «redux» (retornado).
Después de la muerte de Nerón circuló la leyenda de que este emperador no había muerto (estaba «como herido de muerte»)
sino que había huido a Partia, donde se hizo muy apreciado, y retornaría a reclamar su trono82. Una variante en círculos
apocalípticos afirmaba que Nerón murió pero volvería del mundo de los muertos para retomar su trono. Este emperador, primer
perseguidor de cristianos, a quienes declaró enemigos del Estado, y notoriamente sanguinario y arrogante, encarna, mejor que
nadie, la hostilidad del imperio. Por tanto, todo parece indicar que Juan estaba pensando en el dominio de la bestia (imperio)
bajo el reinado de aquella cabeza «como herida de muerte», pero curada, el Nerón «redivivus», probable alusión a Domiciano
(8196 d.C.). Esta identificación recurre veladamente tanto en 13,18 (666) como en 17,9s, cuando volveremos a retomar el
asunto83.
Observemos en el v.3 que quien está «como herida de muerte» es una de las cabezas de la bestia, es decir, un emperador,
pero quien se recupera en realidad es la bestia misma, el imperio. Probablemente alude a la profunda crisis política que se desató
tras la muerte de Nerón, que casi ocasiona «la muerte» del imperio como poder «sobre toda tribu, pueblo, lengua y nación» (v.7),
pero su recuperación se dio con la toma del poder por parte de Vespasiano, uno de cuyos hijos fue Domiciano. Era el emperador
quien representaba el poder del imperio: es su cabeza visible.
La percepción profética de Juan desenmascara la soberbia idolátrica del poder que siembra violencia e inhumanidad. Dos son
las acusaciones que se le hacen y la primera es consecuencia de la segunda. La primera y raíz de todo es la soberbia idólatra de
creerse dios al decir de manera desafiante: «¿quién como la bestia?» (v.4). Notemos que la expresión «¿quién como tú, Señor?»
expresa una convicción profunda de Israel que la Iglesia hace suya84. La consecuencia de esa soberbia es exigir una sumisión
religiosa, de adoración, a los habitantes de la tierra y declarar la guerra a los que no se someten. La clarividente audacia del
profeta afirma que el poder imperial y el orden que lo sostiene (la pax romana) son religión, pero de inspiración satánica.
Ante esta situación, Juan hizo dos observaciones para los creyentes. La primera, que Cristo es el Señor de la vida y la
asegura definitivamente para sus fieles; están inscritos en el libro de la vida que es el libro del Cordero (v.8). La segunda, que los
tiempos difíciles exigen aguante y fidelidad de los cristianos: «Si alguno está destinado a cautividad, que vaya a cautividad; si
alguno está destinado a ser muerto a espada, muera a espada» (v.10). La palabra aguante (perseverancia, resistencia) traduce el
término griego hupomonê, que Juan usa siete veces en este libro. Junto con la fidelidad (pistis) expresa las exigencias de los que
tienen que proclamar la palabra y dar testimonio. Por eso, como se dice al final de cada una de las siete cartas, «quien tenga
oídos, oiga» (v.9). Estamos también aquí ante una invitación a perseverar y a vencer.
La visión se completa con una segunda bestia «que viene de la tierra» -en contraste con la primera, que viene de los
abismos85. Es un dragón disfrazado de cordero (v.11). Tal vez la mejor clave de interpretación la ofrece el mismo Juan cuando la
identifica como «el falso profeta» (16,13), sobre el cual se advertía en el cristianismo (Mt 7,15; 24,24; 2 Tes 2,9s). ¿Por qué este
nombre? Porque Juan veía en la actividad de esta bestia una actividad «religiosa» en abierta oposición a la actividad de los
profetas y mártires cristianos; se trata de un sistema más que de una persona86. Por eso no interesa lo que esta bestia es sino lo
que hace (el verbo hacer aparece ocho veces en estos pocos versículos). Lo que hace es con todo el poder de la primera bestia,
porque está totalmente a su servicio (v.12), así como el Cordero está al servicio del proyecto de Dios. La segunda bestia está
totalmente al servicio de la primera, y ésta, a su vez, al servicio de Satanás. Si la primera bestia representa el poder político y
económico del imperio, la segunda representa el poder religioso e ideológico, algo así como una «teología oficial» del Estado.
Es su portavoz.
¿A dónde se orienta su actividad? A «engañar a los habitantes de la tierra» (v.14) para que todos la veneren, resultando así un
excelente «ministerio de la propaganda» en apoyo de la pretensión del culto imperial. Es así la «historia oficial» justificada e
impuesta como única verdad, resultando una excelente arma política propia de todos los imperios totalitarios. No sólo su
apariencia es engañosa (se asemeja a un cordero, v.11), sino que «obra grandes prodigios, hasta hacer bajar fuego del cielo»
(v.13, en clara alusión a Elías).
Como una clarificación moderna de lo que puede ser un imperialismo ideológico encontramos el nazismo y sus funestas
consecuencias en la historia de la humanidad, donde no sólo tenían los campos de exterminio sino un formidable Ministerio de
Propaganda que usaba desde el cine y las olimpiadas hasta el camuflaje de los campos de concentración con el lema «el trabajo
hace libres». Se llegaba incluso a pensar que «Dios está con nosotros»87. Por eso el Papa, al recordar los 50 años del final de la
guerra, pudo denunciar la «máquina propagandística que más allá de las armas convencionales o las armas químicas, biológicas
y nucleares, recurrió a otro mortal instrumento bélico: la propaganda. Antes de golpear al adversario con los medios de la
destrucción física, se trató de aniquilarlo moralmente con el desprestigio, las falsas acusaciones y dirigiendo la opinión pública
hacia la más irracional intolerancia. Es típico de todo régimen totalitario armar una colosal máquina propagandística para
justificar sus propios errores e incitar a la intolerancia ideológica y a la violencia racista contra todos los que no merecen -así se
diceser considerados parte integrante de la comunidad»88.
El texto es apropiado porque expone con coraje la actualidad de esta arma política para cualquier imperio. Juan, ya antaño,
advirtió el servicio que el falso profeta rendía al imperio, que era convencer a la humanidad para que haga dos cosas: una
imagen de la primera bestia ante la que todos deben postrarse bajo pena de muerte si se niegan a hacerlo (v.14.15), y una marca
para distinguir a los seguidores de la bestia de los que no lo son (v.16). Inspirado en Dan 3,1-18, el hacer una estatua alude a la
pretensión humana de colocarse en lugar de Dios, propia de imperios absolutistas y divinizados. Se trata de colocar la imagen, el
alter ego de la bestia, en el centro de la vida y de la historia de los hombres, lugar que sólo le corresponde a Dios89. La parodia
continúa: como el Cordero marca a los suyos protegiéndolos (7,3; 9,4; 14,1) así esta bestia marca también a los suyos, «a todos,
pequeños y grandes, ricos y pobres, libres y esclavos» (v.16). Esta marca y esta veneración de la imagen, tema importante que
enlaza el resto del Apoc. (14,9.11; 16,2; 19,20;; 20,4), se hace «con el nombre de la bestia o la cifra de su nombre» (v.16s). La
antítesis es clara con los que «llevan en la frente el nombre del Cordero y el nombre de su Padre» (14,1). Es una marca visible,
por tanto objeto de fácil control y eventual discriminación.
Juan ha utilizado la palabra cháragma para hablar del sello; pero ya antes el ángel de Dios había sellado a los suyos (7,2ss).
Y allí el autor utilizó otra palabra griega para sello, sphragís. El contraste es claro: los hombres están divididos entre los que son
propiedad de Dios o propiedad de la bestia. Se trata, por tanto, de una marca religiosa, signo de pertenencia y de protección. Da
un cierto carácter sagrado y una gran seguridad a la persona que lleva la marca. Los hombres se ponen bajo la bestia buscando
en ella su protección.
La palabra griega cháragma designaba el sello del emperador. En un mundo en el que el culto imperial era ante todo el «lado
religioso de la política dominadora»90, rechazar su adoración era excluirse de la ciudadanía del imperio y de sus privilegios,
incluso económicos. Por eso la situación era incómoda para el cristianismo: o entra en el juego y disfruta de todas las ventajas
que eso comporta, o resulta un extraño a esa sociedad y excluido por ella, pues no tiene el carnet del partido (la marca del
nombre de la bestia) (v.17)91. «La adoración del dios emperador inspira y justifica no sólo las prácticas propiamente cultuales,
sino también la acción política y el poder como de naturaleza divina, y hasta las actividades sociales y económicas, a través de
las corporaciones profesionales»92. Para comprar o vender, especialmente a escala significativa, se empleaban monedas que
llevaban acuñada la efigie del emperador. Son tiempos difíciles para los creyentes y exigen la fidelidad perseverante para
mantener el testimonio (v.10; 12,17).
Al final de esa visión, Juan da una clave para la identificación de la bestia al mencionar su «cifra», el famoso 666 (v.18). Es
un número que sugiere un nombre de una persona, pues se trata del «número de su nombre», que es «número de hombre», por lo
tanto identificable en la historia del momento. Esa identificación, clara para los oyentes, pero ya no para nosotros, ha dejado la
puerta abierta a la fantasía de algunos comentaristas para imaginar o elucubrar sobre todo tipo de identificaciones. Por eso
mismo Juan advirtió clara y expresamente, igual que en 17,9, que «aquí se requiere inteligencia (nous)» para descifrar el
mensaje, pues no se trata de una simple adivinanza.
Juan indicó que se trata de una cifra (arithmós), la cual hay que calcular matemáticamente (psêphisatô). Una identidad dada
por medio de una cifra numérica se debe a que letras equivalen a números (a=1, b=2, c=3, etc.). Para llegar a esa cifra Juan
recurrió a la gematría, método corriente en la antigüedad que consistía en descifrar un nombre escondido en un número o
viceversa. Ahora bien, en hebreo y en griego las letras tienen un valor numérico (como los números romanos) y, por eso, todo
nombre es un número. En un muro de las ruinas de Pompeya se halla la siguiente inscripción: «amo a aquella cuyo nombre es
545». Júpiter era conocido como 717. Para el caso presente, la mayoría de los estudiosos se inclinan a descifrar el número en
letras hebreas. Asumiendo que la referencia es a un gobernante («un hombre»), y que es contemporáneo o anterior al tiempo de
Juan (a fines del primer siglo),93 se obtiene NRWN QSR (léase Nerón Qaisar) = Nerón César (N=50, R=200, W=6, Q=100,
S=60), pero en lengua hebrea.94 Por eso Juan advertía que «aquí se requiere inteligencia». Si tenemos presente la ya mencionada
leyenda sobre Nerón «redux» o «redivivus», la cifra podía referirse veladamente a Domiciano en cuanto retorno del espíritu de
Nerón. La descripción dada en 13,4-8 y la renovada referencia críptica a este personaje en 17,9-11 corresponden perfectamente a
ese emperador.
Conociendo la preferencia de Juan por el uso simbólico de los nombres, cabe sospechar que detrás del 666 tenemos algo más
que una simple referencia en clave a un personaje de la historia. Es decir, el mismo número, aparte de referirse a una persona
concreta, puede tener algún valor simbólico en sí. Tal vez para Juan el simbolismo mismo del número era más importante que la
identificación de la persona. En los Oráculos Sibilinos 1,325-330 se habla de Jesús como el 888 (la suma de las letras griegas
Iêsous). El número ocho tenía un carácter escatológico, como el octavo día de la creación, que es el de la plenitud final (cf. 2
Henoc 33,1s; Or. Sib. 1,280s; Barn. 15,9). Por otro lado, puesto que el número siete significa totalidad, al tener la bestia el
número 666 ¿estaría Juan al mismo tiempo denunciando su pretensión de querer ser como Dios? ¿Se trata, por tanto, de un poder
limitado que no llega al 777?95.
Resistencia, fidelidad, sabiduría, es la consigna del momento (v.10.18). Los cristianos, con su aguante, van a contracorriente
y proclaman quién es el dueño del mundo, sabiendo que están inscritos en el libro de la vida, aunque no se los registre como
ciudadanos del imperio. De todos modos algunos se hacen la pregunta: ¿vale la pena resistir a tan alto precio sabiendo que a la
bestia «se le permitió hacer la guerra contra los santos y vencerlos» (v.7)? Las visiones que siguen son la respuesta a esta
pregunta y animan la perseverancia de la comunidad.
El dragón y las dos bestias representan las fuerzas opositoras a la soberanía de Dios en la historia de los hombres. Sabemos
ya que a la bestia «se le dio poder de hacer la guerra y de vencer» a los santos (11,7; 13,7). Este es el contexto en que se juega la
soberanía del poder de Dios y la fidelidad de los creyentes. ¿Pero es ese su destino? A eso se responde ahora con una palabra de
aliento y esperanza a la comunidad perseguida (14,12s), presentando ante ella a los vencedores y el juicio de Dios sobre sus
enemigos.
El cap. 14 se abre con la escena sobre «el monte Sión»96, en que aparecen los que han resistido, los 144.000 fieles: el
Cordero y sus seguidores como «primicias de la humanidad para Dios y para el Cordero» (v.4). Esos 144.000 marcados
constituyen la nueva Israel, como en 7,4-8. Es la forma profética de ver la presencia cristiana en medio del imperio romano. Los
de Cristo, los que no llevan el nombre ni la marca de la bestia, llevan escrito en la frente «el nombre del Cordero y el nombre de
su Padre» (v.1) y cantan el «cántico nuevo» de los vencedores. Esta presentación nos recuerda sucintamente la escena del trono
en el cap. 5, donde también se habla de «un cántico nuevo» (v.9) en presencia del Cordero con los cuatro seres vivientes y los
ancianos.
Ese cántico es definido más adelante como «cántico de Moisés» y «cántico del Cordero» (15,3). Aunque no se citen sus
palabras, el contexto habla del éxodo, de la liberación, de la victoria y, por lo tanto, de la realeza de Dios y de su Cristo.
Posiblemente se deba asociar este cántico con la imagen del ángel que aparece luego llevando «un evangelio eterno» que se
anuncia a todos los habitantes de la tierra (v.6). La proclamación del juiciosalvación ante todos los pueblos podría ser el
«evangelio eterno»; ciertamente, es el contenido de las visiones que vienen a continuación.
¿Quienes son los que acompañan al Cordero? Juan los presentó con tres afirmaciones, la primera de las cuales se presta a
confusión si no descubrimos el lenguaje profético del texto, pero las tres se clarifican mutuamente. La primera dice: «estos son
los que no se mancharon con mujeres; son vírgenes» (v.4). Es una imagen altamente sugerente y de profundas raíces en el
profetismo hebreo. Juan no hablaba de varones célibes o de ascetas, sino de cristianos fieles, indistintamente hombres y mujeres,
que no han cedido a la seducción del imperio, presentado enseguida como una prostituta (v.8; 17,1). No se han prostituido
entrando en el juego de la mentira del imperio; no han cedido a la idolatría de la bestia y de su poder. En ésos «no se halló
mentira» en su boca. Prostitución, mentira, idolatría, son todos sinónimos en el vocabulario profético. «Son intachables» (v.5).
Por eso siguen a Cristo en la fidelidad, «adondequiera que va», en la inmolación y en la victoria. Se trata del mundo nuevo de
los elegidos, atrincherados en la fidelidad y en la paciencia (v.12), pero participando ya de la victoria. Están con el Cordero
«parado», victorioso, sobre el monte Sión, lugar del triunfo definitivo de la vida (cf. Sal 2; Isa 24,23; 25,7-10; Joel 3,5). Su
presencia es ya anuncio del «evangelio eterno» (v.6) que es, al mismo tiempo, salvación para los elegidos y anuncio de «la hora
del juicio» (v.7).
Después de haber explicado el origen y la causa de las persecuciones de los fieles como resultado de la actividad del dragón
por medio de sus agentes (caps. 12-13), Juan presentó el triunfo de los fieles, reunidos con el Cordero en Sión, como renovada
invitación a la comunidad a no desanimarse ante las hostilidades. A continuación anticipa el día del juicio mediante una serie de
cuadros futuristas, que incluyen la caída de Babilonia (caps. 16-18) y la aniquilación de la bestia y sus seguidores (19,11-2015).
Después de eso aparecerá la Jerusalén celestial como conclusión de la historia.
El juicio de Dios viene a desmentir el aparente triunfo de la bestia. Tres ángeles se encargan de anunciarlo, presentando cada
uno aspectos diferentes, pero complementarios. El mensaje es buena noticia, «evangelio eterno» anunciado desde «lo más alto
del cielo» para todos los habitantes de la tierra (v.6), a condición de que reconozcan la soberanía del Dios que salva. Parte de esa
buena noticia, anunciada esta vez por el segundo ángel, es la caída de Babilonia la grande (v.8), que es el nombre simbólico de
Roma (16,19; 17,5; 18,2.10.21; 1 Pdr 5,13). El pecado que se le echa en cara es haber «emborrachado a las naciones con el vino
de su apasionada prostitución (lit. el vino de la ira de su lujuria)». Estas imágenes se inspiran en el AT. A través de esa frase
ambigua, Juan podía estar sugiriendo varias cosas: se trataría de la borrachera del poder y de la idolatría, así como de la
violencia que ejercía contra sus súbditos, pero también de la clara contraposición entre el vino de «la ira» fornicaria de Babilonia
y el vino de la ira justiciera de Dios (v.8.10).
Finalmente, el tercer ángel, empalmando con el primero, que hablaba de «la hora del juicio», retoma el tema de los marcados
por la bestia sobre los que recae la ira de Dios; lo que en el primer anuncio era una exhortación a reconocer la soberanía absoluta
de Dios («teman a Dios, denle gloria... adórenlo...», v.7), ahora es una advertencia: «si alguno adora la bestia...» (v.9s). El
castigo de Dios será sin misericordia, «vino puro, concentrado» de «la copa de su ira» (expresión que anticipa las visiones del
cap. 16; cf. Isa 51,17.22; Jer 25,15). La advertencia tiene en mente no sólo a los paganos, sino también a aquellos cristianos
dispuestos a un compromiso o acomodo con las exigencias idolátricas de la bestia. Por eso concluye la advertencia, como antes
en 13,10: «Aquí está la constancia de los santos, los que guardan los mandamientos de Dios y la fidelidad a Jesús» (v.12). Una
«voz del cielo» confirma sintéticamente este mensaje como buena noticia y como bienaventuranza para los cristianos que se
mantienen fieles hasta su último suspiro: «bienaventurados desde ahora los que mueren en el Señor» (v.13).
Aunque en este momento no encontremos una sección septenaria, Juan se encargó de sugerir los lazos entre las visiones que
ahora presenta y los caps. 17 y 18. Por ejemplo, la proclamación del ángel, «cayó Babilonia» (v.8), se repite en 18,2, y la
expresión «Babilonia la grande» se repite en 16,19; 17,5; y 18,2. Por eso los capítulos siguientes se ocuparán de mostrar el juicio
en su doble vertiente de salvación y de condena, pero tenemos ahora un anticipo en la doble escena de 14,14-20, bajo la doble
imagen de la siega y la vendimia -que serán ampliadas más adelante, en 19,11-21 y 20,7-15.
Las dos escenas de cosecha se inspiran en Joel 4,12s: «Vengan las naciones al valle de Josafat, que allí me sentaré a juzgar a
los pueblos vecinos. Mano a la hoz, la mies está madura; vengan y pisen, el lagar está repleto, las cubas rebosan porque abunda
su maldad». El que juzga es «uno como Hijo de hombre» (v.14; vea Dan 7,13s), sentado y coronado, es decir, Jesucristo mismo,
que según la tradición se espera que venga como juez supremo. El aspecto de salvación está representado en la imagen de la
siega y correspondería a la visión de los 144.000; el aspecto de condena, en la de la vendimia y se refiere a los seguidores de la
bestia. En efecto, la siega (v.15s, cosecha de cereales) es una clásica imagen para el juicio divino que recoge a los justos,
separados de los impíos (cf. Mc 4,29; 13,26s; Mt 3,12; 13,24-30.36-43; Isa 17,5; 18,4s; etc.)97. La metáfora del lagar en
particular se refiere claramente a la aplicación de «la ira de Dios», por ello el proceso se lleva a cabo «fuera de la ciudad», donde
están los tres ángeles, el santuario, es decir se lleva a cabo fuera del lugar de la residencia de Dios. Y la sangre corrió en un radio
de «unos mil seiscientos estadios» (v.20). Esta cifra tiene relación con el número cuatro (4 x 4 x 100), número de la
universalidad geográfica, de los cuatro puntos cardinales. Es una manera simbólica de decir que el juicio adquiere proporciones
cósmicas y universales.
Los ejecutores del juicio salen del templo y del altar (v.15.17.18) para indicar, una vez más, que el juicio de Dios es la
respuesta al clamor de los santos (6,10; 8,3-5). Más adelante se dirá que Cristo es quien «pisa el lagar del vino de la furiosa ira
de Dios» (19,15).
Valga acotar aquí que, en escenas como éstas, las imágenes sangrientas del juicio divino provienen de un mundo
acostumbrado a tales visiones y que, además, no son literales sino figuras poéticas. Es el mismo lenguaje que encontramos ya en
los profetas y era común en la apocalíptica. Igual que en el caso del lenguaje de los profetas, el propósito aquí es advertir a los
que se sientan tentados de ceder a las seducciones de la bestia, y por otro lado reafirmar que Dios será severo juez con quienes
adoran a la bestia.
15 1Y vi otra señal grande y admirable en el cielo: siete ángeles que tenían siete plagas, las últimas, porque con ellas se consumará la ira
de Dios. 2Y vi como un mar transparente, mezclado de fuego, y a los vencedores de la bestia y de su imagen y de la cifra de su nombre,
de pie sobre el mar transparente, con cítaras de Dios. 3Y cantan el cántico de Moisés, el siervo de Dios, y el cántico del Cordero,
diciendo:
«Grandes y admirables [son] tus obras, Señor, Dios, todopoderoso; justos y verdaderos tus caminos, rey de las naciones. 4¿Quién
no temerá, Señor, y no glorificará tu nombre? Porque tú solo [eres] santo, porque todas las naciones vendrán y se postrarán ante ti,
porque tus actos de justicia han quedado manifiestos».
5Y después de esto miré, y se abrió en el cielo el santuario del tabernáculo del testimonio, 6y salieron del santuario los siete ángeles
que tenían las siete plagas, vestidos de lino puro resplandeciente, y ceñidos alrededor del pecho con ceñidores dorados. 7Y uno de los
cuatro seres vivientes dio a los siete ángeles siete copas doradas llenas de la ira del Dios que vive por los siglos de los siglos. 8Y el
santuario se llenó de humo [procedente] de la gloria de Dios y de su poder, y nadie podía entrar en el santuario hasta que se consumaran
las siete plagas de los siete ángeles.
Juan ve «en el cielo otra gran señal» (15,1) en continuidad con las de 12,1 y 12,3, visión clave que resume lo anterior y
anticipa lo que va a venir. La señal se identifica con los siete ángeles que tienen siete plagas con las que «se agota la ira de
Dios». Serán las últimas advertencias a no dejarse arrastrar por la idolatría. De las plagas se hablará a partir de 15,5.
Así como antes de la visión de las siete trompetas se introdujo una escena litúrgica en el cielo (8,1-5), ahora también le
impresiona a Juan ver, antes de que los ángeles derramen las siete copas, a «los vencedores de la bestia, de su imagen y de la
cifra de su nombre», en pie, sobre el mar de cristal, que evoca el mar de Moisés, y cantando el cántico nuevo de la liberación
(v.2s). Es el cántico de Moisés y el cántico del Cordero, es decir, el cántico a Dios como liberador de todos los oprimidos de la
historia. Es un cántico triunfal, mosaico de textos y alusiones bíblicas. En efecto, «sus justas sentencias se han promulgado»
(v.4). Este juicio ya se había anunciado en 11,18 y se da por hecho en el cap. 14. Pero ahora se trata de una intervención
salvífica, al estilo del éxodo, para hacer salir a su pueblo de la ciudad donde reina la opresión. Así como Moisés y los hebreos
cantaron las grandezas de Dios tras su liberación de la esclavitud egipcia y de la persecución del Faraón, ahora cantan su triunfo
«los vencedores de la bestia», seguidores del nuevo Moisés, el Cordero, alabando a Dios por su soberanía y su justicia. Por eso
«todas las naciones» reconocerán su poder y vendrán a postrarse ante Dios, único «rey de las naciones» (v.3), no ante el
emperador. En cierto modo, el cántico celebra el designio de Dios (10,7), cantado en 11,15; 12,10 y 14,4, que responde al clamor
de las víctimas de 6,10. El cántico del Dios justo es el cántico del Dios liberador.
Con el v.5 llegamos al culmen de la visión que comenzó con 15,1.2: «se abre en el cielo el santuario de la tienda del
testmonio». La visión hace referencia a aquella presentada en 11,19, con la que hace de inclusión. El vestido de los ángeles y la
gloria de Dios y de su poder resaltan la majestad de este rey-juez, además de evocar la sala del trono, donde están los cuatro
seres vivientes (v.7; 4,6). Por otro lado, los ángeles ejecutores de las plagas salen del santuario celeste (v.6), junto al altar de
donde sale el clamor de los ajusticiados (6,9s), para dejar claro que esta actuación es también respuesta divina al clamor que
sube de la tierra por toda la sangre derramada. Ese «santuario» no es otro que la residencia de Dios, el señor y juez supremo, que
reaparece en la Jerusalén celestial (21,22).
16 1Y oí una gran voz procedente del santuario que decía a los siete ángeles: «Vayan y derramen sobre la tierra las siete copas de la ira
de Dios».
2Y fue el primero y derramó su copa sobre la tierra, y sobrevino una úlcera maligna y perniciosa a los hombres que tenían la marca
de la bestia y que adoraban su imagen.
3Y el segundo derramó su copa sobre el mar, y éste se convirtió en sangre como de muerto, y todo ser vivo que había en el mar
murió.
4Y el tercero derramó su copa sobre los ríos y sobre las fuentes de las aguas, y se convirtieron en sangre. 5Y oí al ángel de las
aguas que decía: «Justo eres, el que es y el que era, el santo, por haber hecho así justicia. 6Porque derramaron sangre de santos y de
profetas, sangre les has dado a beber. Bien se lo merecen». 7Y oí al altar que decía: «Así es, Señor, Dios, todopoderoso; verdaderos y
justos son tus juicios».
8Y el cuarto derramó su copa sobre el sol, y le fue concedido abrasar a los hombres con fuego. 9Y fueron abrasados los hombres
con fuego intenso, y blasfemaron del nombre de Dios, el que tiene potestad sobre estas plagas, pero no se arrepintieron para darle gloria.
10Y el quinto derramó su copa sobre el trono de la bestia, y su reino se oscureció y las gentes se mordían las lenguas de dolor. 11Y
blasfemaron del Dios del cielo a causa de sus dolores y de sus úlceras, pero no se arrepintieron de sus obras.
12Y el sexto derramó su copa sobre el gran río Eufrates, y su agua se secó, de modo que el camino de los reyes que vienen de
Oriente quedó libre. 13Y vi salir de la boca del dragón y de la boca de la bestia y de la boca del falso profeta tres espíritus inmundos,
como sapos: 14son espíritus demoníacos que obran señales y van a los reyes del mundo entero para congregarlos para la batalla del
gran día del Dios todopoderoso. 15»Miren que vengo como ladrón. Bienaventurado el que está velando y guardando sus vestidos, para
que no tenga que andar desnudo y vean sus vergüenzas». 16Y los congregó en el lugar que en hebreo se llama Harmaguedón.
17Y el séptimo derramó su copa al aire, y salió del santuario una gran voz que procedía del trono diciendo: «¡Hecho está!» 18Y hubo
relámpagos y voces y truenos, y sobrevino un gran terremoto, cual no hubo desde que existe el hombre sobre la tierra; así de grande fue
el terremoto. 19Y la gran ciudad se partió en tres, y se derrumbaron las ciudades de los gentiles. Y Dios se acordó de Babilonia la grande,
para darle a beber la copa del vino de su terrible ira. 20Y huyeron todas las islas, y los montes desaparecieron; 21y una enorme granizada,
como de talentos, cae del cielo sobre los hombres. Y los hombres blasfemaron de Dios por la plaga de la granizada, porque la plaga es
realmente grande.
Esta serie de plagas no sólo empalma con las siete trompetas, sino que algunas se asemejan notablemente y nos remiten,
como ellas, al trasfondo liberador del éxodo y, por lo mismo, al aspecto de buena noticia que tienen estas copas para los fieles de
Dios.
Estas plagas recuerdan las de Egipto, mediante las cuales Dios realizó su juicio sobre el poder opresor de su pueblo. La
primera plaga es reminiscencia de la sexta en Egipto (Ex 9,9s); la segunda y tercera evocan la primera plaga en Egipto (Ex
7,17s), así como la primera y segunda trompeta (8,8ss); la quinta rememora la novena plaga (Ex 10,21ss); la sexta copa, así
como la sexta trompeta (9,13ss), recuerda la segunda plaga (Ex 8,2ss); y la séptima copa recuerda la octava plaga en Egipto (Ex
9,22s). Por otro lado, su número (siete) recuerda la solemne advertencia de Moisés a los israelitas respecto a los castigos que
caerían sobre los empedernidos en el pecado, que resisten a convertirse a Dios (v.9.11; Lev 26,18-28). Las cuatro primeras
afectan a todos los impíos, y las tres últimas al Imperio: su trono, su seguridad y sus ciudades.
Una voz anónima desde el santuario (¿puede ser la de Dios mismo?, cf. Isa 66,6) da la orden a los siete ángeles para que
derramen en la tierra las copas de la ira de Dios. Los cuatro primeros, como en la serie de las trompetas, derraman sus copas
sucesivamente sobre la tierra, el mar, los ríos y los astros, no ya para perjudicar un tercio (cf. 8,7-12) sino la totalidad de los
impíos. En estas nuevas plagas, calcadas sobre las de Egipto, se resalta más el efecto sobre los hombres que sobre la naturaleza.
Por eso el tercer ángel, el «de las aguas»98, proclama el verdadero sentido de lo que está sucediendo: «así has hecho justicia»
(v.5s). No se trata de un dios vengativo y violento, sino de un dios justo que, como en Egipto, hace justicia solemne (Ex 6,6; 7,5)
contra «los que derramaron sangre de santos y de profetas» (v.6). Por eso no es de extrañar la repetición de la palabra «sangre»
en las plagas segunda y tercera, ya que la sentencia es para todos «los que derramaron sangre». No es cuestión de venganza sino
de injusticia que clama al cielo. Hay un nexo innegable entre las escenas de 6,10 y la presente. Por eso mismo, también, al final
de la cuarta y quinta copa se comenta que «no se arrepintieron» de sus maldades, sino que maldecían a Dios (v.9.11.21).
La intervención del quinto ángel da en el blanco principal: el trono de la bestia. Su reino y su autoridad se tambalean porque,
al derramarse la sexta copa (v.12), como al toque da la sexta trompeta (8,14), queda el camino abierto a la invasión que viene de
más allá del Eufrates, donde habitan los partos, amenaza del imperio. Al dragón, a la bestia y al falso profeta (nuevo nombre
para la segunda bestia) los anima el mismo espíritu demoníaco y hacen un esfuerzo final y desesperado, pero inútil (v.13s).
Convocan a todos los reyes para «la batalla del gran día de Dios, soberano de todo» (v.14) en un lugar llamado en hebreo
Harmaguedón, pero al final se rebelarán contra el imperio poniendo sitio a la capital (17,15-17; 19,19). Dado el furor de la
arremetida de los adversarios de Dios, los cristianos deben estar vigilantes en esta hora de tinieblas. Es la advertencia del v.15
que, según algunos, rompe la secuencia lógica de los acontecimientos: «Miren que vengo como ladrón. Bienaventurado el que
está velando...».
El nombre del lugar donde se congregan los adversarios de Dios para la batalla final, Harmaguedón (v.16), es transcripción
griega de «monte (har) Meguido», que se encuentra al pie del monte Carmelo y domina el vasto valle de Esdrelón. Es un lugar
que recuerda la derrota de los reyes cananeos (Ju 5,19) y la trágica muerte del recordado rey Josías a manos de los invasores
egipcios (2 Re 23,29s). Meguido pasó a ser símbolo de desastres militares en momentos decisivos, y aquí también Juan lo
menciona por su carácter simbólico, como tantos otros nombres.
Con la séptima copa, inspirada libremente en la séptima plaga de Egipto, llegamos al final del último septenario y del juicio
que éste expresa. Juan ha puesto en relación esta séptima copa con la séptima trompeta (vea 11,19) al mencionar en
ambas«relámpagos, estampidos, y truenos y un terremoto...y granizos» (v.18), símbolos de la teofanía. Cuando se derrama la
séptima copa, una voz potente que sale del trono, es decir, Dios mismo, da el veredicto confirmando lo dicho en 14,8: «¡está
hecho!» (v.17; cf. 21,6). La suerte está echada y Babilonia, nombre simbólico del imperio romano, tendrá que beber la copa del
furor de Dios (16,19). Se agotó la paciencia de Dios (el tiempo para la conversión), y llegó la hora de su justicia. La fuerza y la
poesía de las imágenes resaltan la reacción de la naturaleza ante la presencia de Dios mismo, que hace beber a la gran Babilonia
la copa de su indignación: «todas las islas huyeron y los montes desaparecieron» (v.20; cf. 6,14). La gran ciudad que se hace
pedazos (v.19) no puede ser otra que la que se describe en el capítulo 18, donde la expresión se repite constantemente
(18,10.16.18.19.21). Es así que esta última copa es la introducción a los caps. 17-18, en los que se presenta el juicio y la justicia
de Dios contra la gran ciudad. Notemos que Juan no habló de castigo sino de juicio y justicia (v.7). El cristiano debe esperar con
actitud vigilante la llegada de la justicia de Dios que es salvación para su pueblo. Así como Dios liberó a su pueblo de Egipto
tras las plagas, así lo volverá a hacer.
El cap. 17 comienza con las palabras de «uno de los siete ángeles que tenían las siete copas... y me llevó en espíritu a un
desierto», porque lo que se describe a continuación es ampliación de la séptima copa. Pero notamos también casi las mismas
palabras en 21,9: «uno de los siete ángeles que tenían las siete copas llenas de las siete plagas... y me llevó en espíritu a una
montaña». Demasiadas coincidencias como para no ser intencionales. Juan expresó de esta forma que lo que describía en estos
capítulos finales es el juicio de Dios, simbolizado en las siete copas. Así lo explicita el ángel: «voy a mostrarte la sentencia
(krima) de la gran prostituta» (v.1). Pero al mismo tiempo nos invita a poner en paralelo las escenas de los caps. 17 y 21, que
comienzan con la alusión al mismo ángel de las siete copas y presentan a dos mujeres de signo contrario (la meretriz y la esposa
del Cordero), que simbolizan dos ciudades (Babilonia y Jerusalén). Se trata, por tanto, de la justicia de Dios en su doble vertiente
de juicio y salvación.
La «mujer» es el símbolo profético que da unidad a toda la narración (cf. Jer 51,9.13.45; Isa 23,17; Ez 22). La mujer, la
ciudad, el pueblo, puede ser prostituta o esposa. Los caps. 17-18, que constituyen una unidad, hablarán de la mujer prostituta
(Babilonia-Roma), y el capítulo 21 presentará a la mujer esposa (nueva Jerusalén), que evoca aquella del cap. 12. «Juan usa la
imagen de la mujer para simbolizar la presente realidad criminal del poder imperial, así como la realidad revitalizadora del
renovado mundo de Dios»99. El texto intermedio de 19,11-20,15 narra la victoria final del Cordero sobre la bestia, sobre el
dragón y sobre la misma muerte. De tal forma que podríamos considerar como un final grandioso con tres cuadros:
- El juicio (17,1-19,10)
- La victoria (19,11-20,15)
- La salvación (21,1-22,5)
El juicio de Dios a Babilonia tiene dos partes: el juicio, bajo la figura de la mujer (cap. 17), y la caída de la gran ciudad (cap.
18). La atención no se centra en la destrucción de los adversarios de Dios, sino en el triunfo y la soberanía absoluta del «Señor y
de señores y Rey de reyes» (17,14; 19,16). Veámoslos detenidamente, pues éstos, como los caps. 12 y 13, son los que más han
alimentado las imaginaciones y especulaciones sobre el Apoc.
17 1Y vino uno de los siete ángeles que tenían las siete copas, y habló conmigo diciendo: «Ven, te mostraré el juicio contra la gran
meretriz, la que está sentada sobre muchas aguas, 2con quien fornicaron los reyes de la tierra y con el vino de su fornicación se
embriagaron los habitantes de la tierra». 3Y me llevó en espíritu a un desierto. Y vi a una mujer sentada sobre una bestia roja, llena de
nombres blasfemos, que tenía siete cabezas y diez cuernos. 4Y la mujer estaba vestida de púrpura y escarlata, adornada de oro y
piedras preciosas y perlas; tenía en su mano una copa dorada llena de abominaciones y de las impurezas de su fornicación. 5Y sobre su
frente había un nombre escrito, un misterio: Babilonia la grande, la madre de las meretrices y de las abominaciones de la tierra. 6Y vi a la
mujer ebria de la sangre de los santos y de la sangre de los testigos de Jesús. Y quedé grandemente asombrado al verla. 7Y me dijo el
ángel: «¿Por qué te asombraste? Yo te diré el misterio de la mujer y de la bestia que la lleva, que tiene las siete cabezas y los diez
cuernos. 8La bestia que viste, era y no es, y está para subir del abismo y va a la perdición. Y los habitantes de la tierra, aquellos cuyo
nombre no está escrito en el libro de la vida desde la fundación del mundo, quedarán atónitos cuando vean la bestia, pues era y no es, y
aparecerá. 9Aquí [se necesita] la mente que tiene sabiduría. Las siete cabezas son siete colinas, sobre las que está sentada la mujer; y
son siete reyes: 10cinco cayeron, uno está y el otro no vino todavía, y cuando venga, deberá permanecer poco tiempo. 11Y la bestia que
era y no es, [aunque] es [el] octavo, es también de los siete, y va a la perdición. 12Y los diez cuernos que viste son diez reyes que todavía
no han recibido su reino, pero con la bestia reciben potestad como reyes por una hora. 13Estos tienen un plan común y entregan su poder
y autoridad a la bestia. 14Estos lucharán contra el Cordero, y el Cordero los vencerá porque es Señor de señores y Rey de reyes, y
también los llamados con él y elegidos y fieles».
15Y me dice: «Las aguas que viste, donde está sentada la meretriz, son pueblos y multitudes y naciones y lenguas. 16Y los diez
cuernos que viste y la bestia odiarán a la meretriz y la dejarán despojada y desnuda, y comerán sus carnes y la abrasarán con fuego.
17Pues Dios ha puesto en sus corazones que ejecuten su plan y que se pongan de acuerdo y que entreguen su reino a la bestia hasta
que se cumplan las palabras de Dios. 18Y la mujer que viste es la gran ciudad, la que tiene imperio sobre los reyes de la tierra».
El simbolismo de la mujer le da pie a Juan para juntar otros símbolos como el de la bestia y el de la ciudad. La mujer,
identificada como «la gran prostituta», tiene un nombre simbólico: «Babilonia la grande» y es también «la gran ciudad,
emperatriz de los reyes de la tierra» (v.18), asentada sobre «siete colinas», pero también sobre «pueblos y masas, naciones y
lenguas» (v.9.15). Esta mujer es la antítesis de aquella del cap. 12 -cuya vestidura y adornos también son descritos. Al decir que
la mujer «está sentada sobre una bestia con siete cabezas y diez cuernos» (v.3), se hace clara referencia a la bestia del cap. 13. Se
trata, una vez más, de Roma, capital del imperio, centro del poder político y económico que seduce y atrapa a todos. Y el
símbolo le da pie para jugar con distintos niveles de significación: la ciudad, el imperio y el emperador. La «ciudad» es la mejor
expresión de lo que es el imperio en el aspecto de lujo, ostentación y riqueza, pero es también el centro del poder, de las
decisiones y de la administración. Por eso podemos recoger la observación de R. Mounce, quien dice que, aunque el autor habla
de una realidad histórica concreta, estamos ante un símbolo «atemporal» en el que se expresa el conflicto fundamental en la
historia de la humanidad, pues el imperio representa un sistema mundial de dominación basado en la seducción del tener y del
poder100.
De la mujer se dicen varias cosas. «Tenía en su mano una copa dorada llena de abominaciones y de las impurezas de su
fornicación» (v.4), es decir, de las idolatrías a las que sedujo a «los moradores de la tierra» (v.2). La mención de la copa evoca
Jer 51,7: «Babilonia era en la mano del Señor una copa dorada que emborrachaba a toda la tierra, y de su vino bebían las
naciones y se perturbaban». La mujer es «Babilonia la grande, madre de las prostitutas y de las abominaciones de la tierra»
(v.5)101. En la tradición profética, el término «prostitución» se aplica a varias ciudades: a Jerusalén (Isa 1,21), a Nínive (Nah
3,4) y a Tiro (Isa 23,17). De Nínive se denuncia que «vendía pueblos con sus fornicaciones», y de Tiro que «volverá a su tráfico,
fornicando con todos los reinos de la superficie del orbe...». Estos textos nos orientan para captar el sentido de la prostitución
como infidelidad y corrupción, pero sobre todo como poder económico que seduce y atrapa a las personas y a las instituciones
para entrar en el juego con tal de ganar prosperidad y seguridad material. Lo que Juan tenía en mente, ciertamente, no era la
perversión sexual como tal, sino la corrupción generalizada y la absolutización del poder que se hace idolatría (no simplemente
la idolatría religiosa como tal, pues se trata de naciones que de por sí eran paganas). Para confirmar esta denuncia del poder
económico, del lujo y de la riqueza de esta prostituta, se dice que «está vestida de púrpura y escarlata, enjoyada con oro, piedras
preciosas y perlas» (v.4). Lujo, ostentación y soberbia es lo que el autor ve detrás de los adornos de la mujer-ciudad.
La mujer (ciudad) está también cubierta de «títulos blasfemos» (v.3), dice Juan aludiendo a la idolatría del poder o la
sacralización del sistema y de las personas que lo representan. Notemos que los títulos blasfemos ya no están sobre la cabeza de
la bestia, sino sobre el cuerpo, es decir, sobre toda ella: ella misma (imperio) es blasfemia, enemiga de Dios. Recordemos que
Roma estaba personificada no sólo en el emperador, sino también en la diosa Roma (los templos imperiales incluían una efigie
de la diosa Roma), es decir, se endiosó a la ciudad/imperio. De aquí que sea «madre de prostitución», pues todos los que
comercian con ella se hacen cómplices de su culto. Lo que hace Roma divina es su gran poder político y económico102.
Frontinus la califica como «regina et domina orbis»103. Por eso el culto al emperador es la mejor expresión de los títulos que
lleva la mujer y de esa «prostitución» de todo el imperio. La mujer (ciudad) está sentada sobre la bestia (imperio). Como vemos,
el texto es una fuerte denuncia profética de una política que se ha hecho religión incuestionable, sagrada e intocable, y el que se
atreve a cuestionarla es reo de muerte. Por eso se dice también que la mujer «está borracha de la sangre de los santos y de la
sangre de los testigos de Jesús» (v.6); «en ella se encontró sangre de profetas y de santos y de todos los asesinados de la tierra»
(18,24). El lujo y la seguridad del Estado se fundamentan sobre el crimen y el derramamiento de sangre, pero esas «son las
exigencias idolátricas del sistema económico»104. El bienestar del imperio tiene un alto costo, porque exige víctimas. La
borrachera y la prostitución son imágenes fuertes para hablar del pecado de todo imperialismo, insensible (desde el poder o el
placer) al dolor de las víctimas y embriagado de poder hasta sentirse dueño de los hombres. Todo se sacrifica ante ese culto,
incluso las vidas de las personas (18,13).
Por eso la clarividencia y la valentía del profeta son admirables para ver el misterio detrás del nombre (v.5). En su visión del
mundo desde Dios, se atreve a desenmascarar la verdad «oficial» del imperio. Lo que oficialmente se llama riqueza, lujo o
prestigio y poder, para Juan era prostitución, injusticia, rebelión e idolatría que desafían al cielo. Son presencia y poder satánicos
que se oponen al reino de Dios. Él podía hacer suyas las palabras que Tácito puso en boca de Agrícola: «siembran desolación y
lo llaman paz»105.
Por más que pongamos en juego nuestra «inteligencia», como Juan sugiere (v. 9), «el misterio de la mujer» (v.7) que él
intenta explicar, si bien queda claro en su conjunto, sigue como misterio en sus detalles. Pero no es necesario recurrir, como
hacen algunos estudiosos, a explicar el texto por las contradicciones que encontramos en él: las cabezas de la bestia son siete
colinas o siete reyes (v.9), la mujer está sentada sobre aguas que son multitudes (v.1.15), sobre la bestia (v.3) o sobre siete
colinas (v.9). El mismo simbolismo parece fluctuar entre el imperio, el emperador o la ciudad. Dada la naturaleza del lenguaje en
el Apoc., para entender el texto no es buen camino el de la racionalidad y la lógica estrechas, sino el de la apertura a la
polivalencia del símbolo y al arte y la libertad con que Juan superpone símbolos diferentes para presentar su denuncia profética
de la idolatría del poder del imperio. Es esto lo que parece insinuar el mismo ángel que explica «el misterio de la mujer y de la
bestia, que tiene siete cabezas y diez cuernos» (v.7), porque las cabezas representan reyes y los cuernos, poder.
Los versículos difíciles por su oscuridad se encuentran en 17,8-18, a pesar de que el ángel va explicando los símbolos: la
bestia (v.8), las cabezas (v.9), los cuernos (v.12), el océano (v.15) y la mujer (v.18). Es clara la identidad de la mujer-ciudad
asentada sobre siete colinas: Roma que, al mismo tiempo es «la que tiene dominio sobre los reyes de la tierra» (v.18). Por eso
puede decir también que «está sentada sobre pueblos, multitudes, naciones y lenguas» (v.15). La imagen de estar sentada sobre
las aguas la toma de Jer 51,13, y posiblemente alude a los ríos y canales que corren por Roma, pero le da un nuevo significado
para hablar de los pueblos sujetos al dominio de Roma. Ellos pueden ser su propia ruina (v.16).
La mujer está sentada sobre la bestia de siete cabezas y diez cuernos (v.3). Y Juan explica la relación entre la mujer y las
cabezas y los cuernos, que son reyes. Todos juntos son un símbolo del imperio con la capital y sus cabezas. Pero en honor a la
verdad debemos decir que éstos son unos de los versos más difíciles de explicar y que han dado estímulo a las opiniones más
variadas. En el v.8 se indica al vidente que «la bestia que viste era y no es y está por subir del abismo y va a la perdición». Con
la triple idea de «era, no es y volverá (del abismo!)» se subraya la pretensión de la bestia de ser como Dios, que «es, era y va a
venir» (1,4.8; 4,8), pero al mismo tiempo se está aludiendo a la leyenda de «Nerón redivivo», la bestia con una herida de muerte
de la que sobrevivió (13,3.14), que volvería a reclamar su trono. Pero su regreso es su ruina (17,8.10.11). Nerón resulta un buen
símbolo del imperio, de su arbitrariedad y de su violencia. Pero Juan no estaba hablando de Nerón, sino de su reencarnación en
otro emperador. ¿Podemos saber de quién se trata?
El texto prosigue: las siete cabezas «son siete reyes: cinco cayeron, uno está y el otro no ha llegado todavía y cuando llegue
durará poco tiempo. La bestia que era y no es, aunque es el octavo, es también uno de los siete y va a la perdición» (v.9-11). La
bestia representa las fuerzas demoníacas que la mueven y se encarna en los emperadores sucesivos. El imperio, o la bestia, o la
capital (mujer) y lo que estos símbolos representan, tiene sus días contados y «va a la perdición» (v.8).
El problema está en la identificación de los emperadores aludidos y cómo llegamos a esa identificación. Para maravilla de
todos, dice el ángel al vidente, la bestia que era y no es «va a venir» y es el octavo rey y uno de los siete (v.11). Como ya
dijimos, en la paradoja de la bestia que fue y no es, pero que va a venir, se alude, una vez más, a la creencia popular del retorno
de Nerón. El personaje en cuestión es el mismo que el 666 del cap.
13. Allá, igual que aquí, Juan advierte que para saber a quién se refiere con su lenguaje simbólico «se requiere sabiduría». Al
calificarlo como «un misterio» (v.7), se está advirtiendo que nos encontramos con una manera críptica de expresarse, cuyo
lenguaje no será literal sino figurado. Con la expresión «cinco cayeron y uno está» se daría a entender que Juan escribió durante
el reinado del sexto emperador. Pero faltan aún dos por venir. El último es el octavo que, al mismo tiempo, es uno de los siete.
Esto es posible porque el octavo es la «reencarnación» de uno de los anteriores, es decir de Nerón, que sería Domiciano,
contemporáneo del autor del Apoc. No puede ser Nerón mismo porque Juan sabía que históricamente Nerón había muerto por
«herida de muerte» (13,3) y es uno de los siete «aunque hace el número ocho». En el orden de los emperadores romanos
(cabezas de la bestia), si empezamos por Julio César, Nerón fue el sexto; si empezamos por Augusto, como hacían algunos, sería
el quinto. El séptimo, que «deberá permanecer poco tiempo», calza perfectamente con Tito, que reinó apenas dos años, a quien
sucedió su hermano Domiciano. Sin embargo, no necesariamente se refería a Tito. La duración del reinado del séptimo puede ser
lo importante, es decir, que éste reinará «poco tiempo», el fin está cerca (cf. 6,11). De hecho, una dificultad adicional en la
secuencia de emperadores a contabilizar es saber si habría que incluir los del interreino, los tres que se sucedieron rápidamente
en un año, tras la muerte de Nerón (Galba, Oto, Vitelio). Juan no estaba interesado en listas de emperadores, sino en el valor
simbólico que podían tener determinadas combinaciones, en este caso en torno a la cifra siete, cifra de totalidad.
Algunos estudiosos, desconocedores del valor de los símbolos y de las técnicas de los escritores apocalípticos, se preguntan:
¿cómo puede tratarse de un contemporáneo de Juan si él mismo dice que la bestia «va a venir»? Creemos que su forma de
expresarse es una ficción literaria, mediante la cual se narran acontecimientos del presente como pasados o futuros. Así, por
ejemplo, el libro de Daniel se escribió como si su autor viviese en tiempos de Nabucodonosor, cuando realmente vivía varios
siglos más tarde, en tiempos de los Macabeos. Otro caso notable es el libro de Henoc. A Juan no le preocupaba la rigurosa
exactitud histórica (por ejemplo, quién es y cuándo reaparece Nerón redivivo) sino el valor del símbolo que lo invade todo.
De todos modos, si pensamos que Juan se movía en el terreno teológico más que histórico, la derrota definitiva de Satanás ha
tenido lugar en el misterio pascual y, por lo tanto, la lista de emperadores, siervos de Satanás, debe comenzar desde ese
momento, es decir, desde Augusto o Tiberio y seguir con Calígula, Claudio, Nerón, Vespasiano, Tito y Domiciano. Si colocamos
a Calígula al comienzo de la lista, Domiciano es el sexto; si la iniciamos con Augusto -Julio César era «dictador», no rey-, será
el octavo, pero es también uno de los siete por ser Nerón redivivo. Este último es, según la opinión de la mayoría de exegetas, el
emperador al cual se refería Juan, que no es otro que el 666.
A modo de paréntesis, es necesario aclarar que Juan se ha explayado dos veces sobre la presencia destructora de la bestia en
los caps. 13 y 17, y en ambos se ha detenido en su identidad, la cual ha dado de forma críptica. No se trata de una duplicación.
La figura de la bestia con sus cabezas en su presentación en el cap. 13 resalta su poderío y su actuación hostil hacia «los santos»,
su exitosa oposición a Dios. En el cap. 17 se trata de su destrucción, por ello va precedido por las siete copas de la ira de Dios y
seguido por la destrucción de la gran ciudad, Babilonia, y la batalla final y definitoria contra Dios (17,14).
A continuación, el v.12, igual que Dan 7,24, habla de diez reyes que todavía no han llegado y de los cuales no debemos
individualizar nombres en la historia. Diez denota gran cantidad y puede significar muchos o todos los reyes de la tierra (16,14;
19,19). No importa quiénes son sino qué hacen106. No tienen personalidad propia porque «tienen un mismo propósito:
servilismo incondicional a la bestia (v.13), y su reinado de iniquidad será breve, de «una hora». Pero como telón de fondo se
reafirma que Cristo es el vencedor y «Señor de señores y Rey de reyes» (v.14). Este Rey no está solo (14,1), pues con él están
«los llamados, los elegidos, los fieles» (v.14). Los cristianos en su relación con el imperio participan del misterio de la pascua de
Jesús, misterio de lucha y resistencia, pero, sobre todo, misterio de victoria.
El ángel intérprete introduce a continuación el anunciado juicio a «la gran prostituta», aclarando que las aguas sobre las que
está sentada representan el vasto imperio romano (v.15). Inspirándose en los oráculos de Dios contra Jerusalén en Ezequiel
16,35ss y 23,25ss, el ángel anuncia el final de la prostituta (Roma): la bestia y sus cuernos, es decir, el emperador y sus reyes
súbditos, sorprendentemente, se volverán contra ella, «la dejarán despojada y desnuda, y comerán sus carnes y las abrasarán con
fuego» (v.16). Desde el AT era conocido que Dios puede usar como sus instrumentos incluso a las naciones paganas, como
advirtieron con frecuencia los profetas. Dios usó a los babilonios bajo Nabucodonosor y luego a los persas para castigar a su
pueblo rebelde. Para aclarar precisamente esta convicción, en el v.17 se explicita que «Dios ha puesto en sus corazones (de la
bestia y los reyes) que ejecuten el plan divino...». Ernesto Sábato, en su «testamento», publicado bajo el título Antes del fin,
coincide con lo que ya antaño Juan había anticipado cuando observa que «en el interior de los Tiempos Modernos,
fervorosamente alabados, se estaba gestando un monstruo de tres cabezas: el racionalismo, el materialismo y el individualismo.
Y esa criatura que con orgullo hemos ayudado a engendrar, ha comenzado a devorarse a sí misma»107. Estamos en un proceso
de grotesca deshumanización de la humanidad; el hombre ha sido cosificado.
18 1Después de esto vi a otro ángel que bajaba del cielo y que tenía gran potestad, y por su gloria quedó iluminada la tierra. 2Y gritó con
voz potente, diciendo: «¡Cayó, cayó Babilonia la grande! y se ha convertido en morada de demonios y en guarida de toda clase de
espíritus inmundos y en guarida de toda suerte de aves impuras y aborrecibles, 3porque del vino de su lujurioso desenfreno han bebido
todas las naciones y con ella fornicaron los reyes de la tierra, y los mercaderes de la tierra se enriquecieron con el poder de su
opulencia».
4Y oí otra voz [que salía] del cielo diciendo: «Salgan, pueblo mío, de ella para que no se hagan cómplices de sus pecados y para
que no tengan parte en sus plagas, 5porque sus pecados se han amontonado hasta el cielo, y Dios se ha acordado de sus iniquidades.
6Devuélvanle según lo que ella dio, y denle el doble según sus obras. Mezclen para ella el doble en la copa en que ella mezcló. 7Cuanto
se glorificó y se dio a la opulencia, otro tanto denle de tormento y llanto, porque dice en su corazón: ‘Estoy sentada como reina, y no soy
viuda, y llanto jamás veré.’ 8Por eso en un solo día vendrán sus plagas: peste y llanto y hambre, y será abrasada por el fuego, porque
poderoso es el Señor, Dios, que la ha juzgado».
9Y llorarán y plañirán por ella los reyes de la tierra, los que con ella fornicaron y se entregaron al lujo, cuando vean la humareda de
su incendio, 10de pie, a lo lejos, por el temor de su tormento, diciendo: «¡Ay, ay de la gran ciudad, de Babilonia, de la ciudad poderosa!
Porque en una hora ha venido su juicio». 11Y los mercaderes de la tierra lloran y se lamentan por ella, porque ya nadie compra su
cargamento, 12cargamento de oro y de plata y de piedras preciosas y de perlas y de lino y de púrpura y de seda y de escarlata, y toda
clase de madera aromática y todo género de objetos de marfil, y todo género de objetos de madera preciosa y de bronce y de hierro y de
mármol, 13y canela y plantas aromáticas y perfumes y mirra e incienso, y vino y aceite y flor de harina y trigo, y ganado mayor y ovejas y
caballos, y carros y esclavos y personas. 14Y tus frutos, tan apetecidos por ti, se fueron lejos de ti, y todo lo precioso y espléndido se
perdió para ti, y ya nunca jamás lo encontrarán. 15Los mercaderes de estas cosas, los que se enriquecieron con ella, se detendrán a lo
lejos por miedo a su tormento, llorando y lamentándose, 16diciendo: «¡Ay, ay de la gran ciudad, la que se vestía de lino (fino) y púrpura y
escarlata, y se adornaba con oro y piedras preciosas y perlas! 17Porque en una hora quedó devastada tanta riqueza». Y todos los pilotos
y todos los que se dedican al cabotaje y las tripulaciones y cuantos trabajan en el mar, se detuvieron a lo lejos 18y clamaron,
contemplando la humareda de su incendio, diciendo: «¿Qué [ciudad] es semejante a la gran ciudad?» 19Y echaron polvo sobre sus
cabezas y gritaban llorando y lamentándose, diciendo: «¡Ay, ay de la gran ciudad, de cuya opulencia se enriquecieron cuantos tenían las
naves en el mar! Porque en una hora quedó devastada». 20Regocíjate por ella, cielo, y también los santos y los apóstoles y los profetas,
porque Dios ejecutó la sentencia que reclamaban contra ella.
21Y un ángel poderoso levantó una piedra, como una gran rueda de molino, y la arrojó al mar diciendo: «Con este ímpetu será
arrojada Babilonia, la gran ciudad, y no será hallada nunca jamás. 22Y no se escuchará más en ti voz de citaristas y de cantores ni de
tocadores de flauta y de trompeta. Y no se encontrará más en ti artesano de arte alguna. Y no se escuchará más en ti el son de la rueda
de molino. 23Y no brillará más en ti luz de lámpara. Y no se escuchará más en ti voz de esposo y de esposa. Porque tus mercaderes eran
los magnates de la tierra; porque con tus maleficios se extraviaron todas las naciones. 24Y en ella se encontró sangre de profetas y de
santos, y de todos cuantos fueron asesinados en la tierra».
Estamos ante el mismo juicio, pues la gran ciudad es Babilonia-Roma. Si en el cap. 17 Juan se inspiraba más en Jeremías 51,
ahora lo hace tomando frases e imágenes especialmente de Ezequiel 26-28, que es una elegía por la caída de Tiro. Bien
podríamos decir que, si antes Roma se llamaba Babilonia, ahora se llama Tiro (Juan no lo dice explícitamente), una ciudad que
no representaba el poder político sino el económico. Pues, como Babilonia fue la gran opresora por su poder político y militar,
Tiro lo fue como la más grande potencia económica de la época. También Roma podía hacer suyas las palabras que Ezequiel
dirige a Tiro: «Princesa de los puertos, mercado de innumerables pueblos costeros... con tu opulento comercio enriquecías a
reyes de la tierra» (27,2.33). Por eso podemos decir que el juicio a Roma es por el poder político endiosado y por el poder
económico corrompido y prostituido. Ese poder tiene, como veremos, un alto costo social.
Este capítulo consta de cuatro partes: predicción de la caída de Babilonia (v.1-3), invitación a huir de ella (v.4-8),
lamentaciones de los aliados y beneficiarios de «la gran ciudad» por su destrucción (v.9-20), y representación profético-poética
de la destrucción de Babilonia (v.21-24). Notoriamente, no se describe la destrucción como tal, pero sí se celebra (19,1-10). Se
concentra en la ciudad, Roma, capital del imperio, la «madre de las prostitutas y de las abominaciones de la tierra» (17,5).
El juicio al imperialismo opresor queda patente en la caída de Babilonia narrada en este capítulo. Lo inicia un ángel «que
tenía gran potestad», proclama con voz potente la noticia: «Cayó, cayó Babilonia la grande, sus pecados se han amontonado
hasta el cielo» (v.1.5; Isa 21,9; Jer 51,9)108. Al final del capítulo, otro ánescenifica la ruina de la ciudad, arrojando al fondo del
mar una piedra del tamaño de una rueda de molino (v.21). En el medio de esas dos escenas, tres veces suena la lamentación «Ay,
ay de la gran ciudad» en boca de los reyes, de los comerciantes y de los navegantes (v.10.16.19), es decir, todos los cómplices
del lujo, del comercio y de la explotación, que «se hicieron ricos por su opulencia» (v.15.19). Más que lamentarse por el fin de
Roma, es por la pérdida de sus propios beneficios que se lamentan. Reyes, comerciantes y navegantes tienen el valor de símbolo
de los «tres grupos de personas que representan el poder, la riqueza y las comunicaciones imperiales»109. En el v.23 se dice que
los comerciantes eran los poderosos de la tierra. Poder y riqueza están aliados, como suele ser de hecho, como vemos claramente
en la actualidad, el poder económico determina las políticas nacionales y también familiares110.
El pecado de Roma es la ostentación, el lujo, la soberbia, los precios elevados que seducían a todos los grandes de la tierra y
a todas las naciones (18,7.14.16.19.23). Pero Juan prefería una imagen profética, más vigorosa, para desenmascarar la verdadera
identidad de la ciudad y la fuerte seducción que el poder económico ejerce sobre todos los hombres de la tierra. A manera de
síntesis, el v.3 dice: «porque del vino de su lujurioso desenfreno han bebido todas las naciones, los reyes de la tierra fornicaron
con ella y los comerciantes se hicieron ricos con el poder de su opulencia» (cf. Isa 23,15ss; Jer 51,7). En este versículo se recoge
la denuncia hecha anteriormente en 14,8 y 17,2. Prostituirse y darse al lujo desenfrenado parecen sinónimos (18,9). Con las
fuertes imágenes de la prostitución y de la borrachera Juan ha estigmatizado toda la actividad económica del imperio, orientada
sólo hacia el lucro, la ostentación lujosa y la idolatría del tener111.
Ninguna ciudad como Roma había llegado a ser tan rica, poderosa y fastuosa, gracias a su imperio y poderío militar y
económico. La fuerza económica la tenía de los recursos provenientes de otros lugares fuera de Roma misma en forma de
tributos (metales, dinero, alimentos, hasta esclavos y quienes buscaban un futuro), pero la riqueza se concentraba en un pequeño
porcentaje de oligarcas, la mayoría de los cuales vivían en Roma -mientras los pobres eran multitudes. En Roma se vivían
bacanales y orgías, se abusaba de la vida de los otros, la vida «no valía nada». Roma era el centro de desenfrenos descritos por
moralistas de la época como Juvenal, Marcial y luego Petronio en su famoso Satiricón.
Denunciando antaño la actividad económica de Tiro, el profeta Ezequiel presentaba una lista de cuarenta productos que se
importaban y negociaban en esa ciudad (Ez 27,12-24). El sistema económico, presentado desde la perspectiva comercial, no es
otro que el del consumismo vivido y propuesto por Roma. Plinio el viejo estimaba en 10 millones de sestercios anuales el
comercio del lejano Oriente con Roma112. En los v.12-13 Juan enumeró 28 productos que se importaban a la ciudad de Roma
como expresión de su poder económico. Son muchos los testimonios de la época que podrían confirmar las afirmaciones de
Juan. Se podía decir que Roma era una vitrina del mercado mundial, como lo atestigua Elio Arístides, en el siglo II, en su Elogio
de Roma. Llega a decir este autor que lo que en Roma no se encuentra es que probablemente no existe113. Y un famoso texto
judío del Talmud afirma que de las diez medidas de riquezas repartidas en el mundo, Roma se ha llevado nueve114.
En el listado se observa qué tiene primacía: oro y plata, y qué es despreciable, hombres, es decir, el criterio es netamente
económico. De hecho, en la lista de productos del mercado de Roma llaman poderosamente la atención los dos últimos,
mencionados casi como de pasada, y que traducidos literalmente sonarían así: «(mercancía) de cuerpos y de almas (vidas)
humanas» (v.13). «Cuerpos» es una expresión corriente para hablar de esclavos, lo mismo que «vidas humanas» (personas),
expresión esta última que calca Ez 27,13. Los esclavos (calculados en 60 millones según R. Mounce115) representaban la mano
de obra barata en la producción de riqueza, en la satisfacción de caprichos, en los juegos del circo o en el mercado de la
prostitución. Esta mercancía de alguna manera sintetiza todas las anteriores, porque desenmascara la inhumanidad y el costo
social de un sistema que trata al ser humano precisamente como eso, como fría mercancía.
Este es un pecado que clama al cielo (v.5) y que exige justicia (v.20). El juicio a Babilonia es la expresión de esa justicia que
Dios hace porque en esa ciudad no sólo se ha encontrado riqueza y bienestar, sino sobre todo «en ella se encontró sangre de los
santos y de los profetas y de todos los asesinados en la tierra» (v.24). Sin duda, Juan tenía en mente la sangre derramada de los
cristianos, a la que hemos aludido ya en varios textos (6,10; 16,6; 17,6; 19,2). Pero si se inspiraba, como parece, en Ezequiel 22
y 24, donde se denuncia a la ciudad sanguinaria. Podemos afirmar que la sangre de Babilonia incluye la de los cristianos, la del
Cordero y también la sangre de todas las víctimas inocentes del sistema insensible e inhumano que negocia con la vida de los
hombres116. Se trata de todos los asesinados por la idolatría del poder o del dinero o de «la seguridad nacional».
Los cristianos no pueden ser ciudadanos de esta «ciudad». Por eso la exhortación: «Pueblo mío, salgan de ella para que no se
hagan cómplices de sus pecados» (v.4). Viven en el mundo como extraños y marginados por no tener la marca ni el nombre de la
bestia (13,17), pero situados en solidaridad con las víctimas y con los vencedores. Por cierto, no es una invitación a literalmente
abandonar Roma u otra ciudad, sino a no hacerse cómplices de sus pecados, a rechazar sus idolatrías para no tener parte en «sus
plagas» (v.8, lo que remite al cap. 16). Se condenan expresamente no sólo su fasto e iniquidades, sino también su frivolidad y
arrogancia (v.7; cf. Isa 47,7s). Condenándola a ella, «Dios ha reivindicado vuestra causa», se les dice (v.20), la que reclamaban
en 6,10 («¿Hasta cuándo, Señor...?»).
Recordando la profecía de Jer 51,63s acerca del fin de Babilonia, un ángel arroja una enorme piedra al mar y proféticamente
declara: «Con este ímpetu será arrojada Babilonia, la gran ciudad, y nunca más aparecerá» (v.21). Para subrayar la radicalidad de
la destrucción de Roma se destaca la ausencia de vida en ella mediante imágenes proféticas (cf. Ez 26,13; Jer 25,10 e Isa 24,8s):
«Ya no... ya no... ya no...» (v.22s).
Este cuadro pone una vez más de relieve la soberanía y la justicia de Dios. Para el cristiano hoy, igual que antaño para la
comunidad de Juan, que vivía en un contexto de adversidades y persecuciones, expuesta a perder inclusive la vida, el cap. 18
presenta claro motivo para confiar en la justicia divina y en el camino de seguimiento del Cordero. La tentación de servir a otras
divinidades, de vivir en función de la acumulación de riquezas y del culto al placer, de servir a los dioses materialismo y
hedonismo son los mismos hoy que en tiempos de Juan.
19 1Después de estas cosas oí como una gran voz de numerosa multitud en el cielo, diciendo:
«¡Aleluya! La salvación y la gloria y el poder son de nuestro Dios, 2porque verdaderos y justos son sus juicios, pues juzgó a la gran
meretriz, la que corrompía la tierra con su fornicación, y vengó en ella la sangre de sus siervos».
3Y [por] segunda vez dijeron: «¡Aleluya! ¡su humareda sube por los siglos de los siglos!» 4Y los veinticuatro ancianos y los cuatro
seres vivientes se postraron y adoraron a Dios, que estaba sentado en el trono, diciendo: «¡Amén! ¡Aleluya!».
5Y salió del trono una voz diciendo: «Alaben a nuestro Dios todos sus siervos y los que le temen, [los] pequeños y [los] grandes».
6Y oí como voz de numerosa multitud y como voz de muchas aguas y como voz de poderosos truenos, diciendo:
«¡Aleluya! Porque ha comenzado a reinar el Señor (nuestro) Dios, el todopoderoso. 7Alegrémonos y regocijémonos y démosle gloria,
porque ha llegado la boda del Cordero, y su esposa se ha preparado, 8y le ha sido dado vestirse de lino resplandeciente, puro».
El lino es las obras justas de los santos.
9Y me dice: «Escribe: Bienaventurados los invitados al banquete de la boda del Cordero». Y me dice: «Estas son las palabras
verdaderas de Dios». 10Y caí a sus pies para adorarlo. Y me dice: «No hagas eso. Consiervo tuyo soy y de tus hermanos, que tienen el
testimonio de Jesús. A Dios adora». Pues el testimonio de Jesús es el espíritu de profecía.
En 19,1 se cambia de escenario, se pasa al cielo. Es la conclusión lógica del juicio precedente. Esta escena, que abunda en
expresiones triunfales, se asemeja particularmente por sus cánticos a aquellas de los caps. 5, 7, 11 y 14, inclusive en la
fraseología. Aunque suene paradójico, aquí se celebra la victoria de los vencidos, incluido el Cordero, que también fue vencido,
pero es vencedor, muerto y viviente para siempre.
En este capítulo se va a invitar a prepararse para la boda del Cordero, es decir, la fiesta de su solidaridad, por la que comparte
la victoria con los suyos. La expresión hebrea «aleluya» (lit. «alaben a Ya[vé]»), cuatro veces repetida (v.1.3.4.6), es una
invitación a «alabar a Dios» ampliando la antífona en 18,20. La victoria es cantada por la corte celestial (v.1-4) y por la iglesia
triunfante (v.5-8). El primer cántico (v.1s) mira hacia atrás, al juicio a Babilonia, mientras que el segundo gran cántico (v.6-8),
también en boca de una «numerosa multitud», canta por anticipado el reinado definitivo de Dios.
El primer «aleluya» sintetiza retrospectivamente el juicio a Babilonia. En él, Dios no sólo hace honor a su nombre con
«sentencias legítimas y justas», sino que hace justicia a sus siervos pidiendo cuenta de su sangre (v.2). Tanto la multitud como
«los cuatro seres vivientes» aprueban gozosos el juicio divino (v.3s). Corrupción, idolatría y sangre derramada son los pecados
de Babilonia, y la justicia no puede hacerse esperar mucho más tiempo, Dios no permitirá la impunidad.
En el juicio a Babilonia se hace verdad que «ha empezado a reinar el Señor, nuestro Dios, soberano de todo» (v.6). Este
último cántico apunta hacia adelante invitando a hacer fiesta, porque «ha empezado a reinar» y «han llegado las bodas del
Cordero» (v.6.7). Reino y boda son símbolos asociados en la tradición sinóptica (Mt 22,1-14; Mc 2,19s). La imagen de la boda
simboliza la alianza, la unión íntima de Dios y su pueblo. Ahora no sólo se proclama el juicio a Babilonia sino sobre todo la
salvación, el reino y las bodas, tres símbolos para expresar la victoria de Cristo. Se trata del triunfo del Mesías, al que está
asociado su pueblo, su esposa, la misma del cap. 12 que el dragón quiso destruir, y a la que «se le ha dado un vestido de lino
puro, resplandeciente» (v.8), que contrasta con la vestimenta de la prostituta, como contrastan la santidad y la idolatría. Esto será
desarrollado en los capítulos siguientes.
En 19,9 una voz anónima que, a juzgar por la escena paralela de 22,8 es de un ángel, anuncia la cuarta bienaventuranza:
«dichosos los invitados al banquete de las bodas del Cordero». Pareciera que Juan quería relacionar ese momento con la sexta
bienaventuranza, en que se repite casi la misma expresión («estas son verídicas palabras de Dios») y se prohíbe al vidente
«adorar» al ángel que le habla (v.10)117. La razón de esta prohibición estaría en la intención de Juan de resaltar la autoridad de
su revelación, que viene de Dios directamente y es trasmitida por los ángeles y por los profetas. En este sentido están ambos, los
ángeles y los profetas, al mismo nivel y todos son siervos del único soberano. Ellos con su servicio y su fidelidad refuerzan la
invitación profética de todo el libro: adorar sólo a Dios (14,7.9; 15,4; 16,2; 19,4.10).
En ese contexto se comprende la declaración del ángel: «el testimonio de Jesús es el espíritu de profecía» (v.10). El Apoc. es
testimonio de Jesús; es profecía porque ayuda a discernir entre idolatría y adoración del verdadero Dios, adoración que se
traduce en la aceptación del reinado de Dios que Jesús predicaba, no como culto religioso en sí. Adorar a Dios es la exigencia de
la fidelidad; creerse como Dios es el pecado de Babilonia que Dios condena. Pero en todo esto no perdamos de vista el tono
festivo de la escena: no sólo hay una serie de «aleluyas», sino que se trata de un banquete de bodas, imagen que nos es familiar
por parábolas de Jesús. Por cierto, aquí se trata de las bodas «del Cordero y su esposa», es decir, de todos los santos, los que han
seguido fieles hasta el final el camino del Cordero, «adondequiera que vaya» (14,4).
Juan celebraba la certeza del fin de un imperio económico y su sistema explotador. Pero, sea cual sea el imperio que se
considere, la caída de Babilonia-Roma ilustra una de las verdades de la historia de la humanidad: todos los imperios son frágiles,
a pesar de sus pretensiones de grandeza.
20 1Y vi a un ángel bajando del cielo, teniendo la llave del abismo y una gran cadena en su mano, 2y se apoderó del dragón, la serpiente
antigua que es [el] diablo y Satanás, y lo ató por mil años, 3y lo arrojó al abismo, y [lo] cerró y selló encima de él, para que no extraviase
más a las naciones, hasta que se cumplieran los mil años. Después de esto debe ser soltado por un poco de tiempo.
4Y vi tronos y [a los que] se sentaron en ellos, y se les dio [poder] de juzgar, y [vi] las almas de los que habían sido decapitados por
causa del testimonio de Jesús y de la palabra de Dios, y a cuantos no habían adorado la bestia ni su imagen, ni habían recibido la marca
en su frente ni en su mano. Y revivieron y reinaron con Cristo por mil años. 5Los demás muertos no revivieron hasta que se hubieron
cumplido los mil años. Esta es la primera resurrección. 6Bienaventurado y santo el que tiene parte en la primera resurrección: sobre éstos
no tiene potestad la segunda muerte, sino que serán sacerdotes de Dios y de Cristo, y reinarán con él por [los] mil años.
7Y cuando se cumplan los mil años, será soltado Satanás de su cárcel, 8y saldrá para seducir a los pueblos que están en los cuatro
ángulos de la tierra, a Gog y a Magog, para congregarlos para la guerra, cuyo número es como la arena del mar. 9Y avanzaron por la
superficie de la tierra y cercaron el campamento del pueblo santo y la ciudad amada; y bajó fuego del cielo y los devoró. 10Y el diablo que
los había seducido fue arrojado al lago de fuego y azufre, donde [están] también la bestia y el falso profeta, y serán atormentados día y
noche por los siglos de los siglos.
11Y vi un gran trono blanco y al que estaba sentado en él; de su presencia huyeron la tierra y el cielo, y no se encontró lugar para
ellos. 12Y vi a los muertos, los grandes y los pequeños, de pie delante del trono, y los libros fueron abiertos. Y fue abierto otro libro, que
es el de la vida. Y los muertos fueron juzgados de lo que estaba escrito en los libros, según sus obras. 13Y el mar dio los muertos que en
él estaban; y la muerte y el Hades dieron los muertos que en ellos estaban, y fueron juzgados cada uno según sus obras. 14Y la muerte y
el Hades fueron precipitados en el lago de fuego. Esta es la segunda muerte: el lago de fuego. 15Y si alguno no se hallaba inscrito en el
libro de la vida, era precipitado en el lago de fuego.
Podemos considerar esta sección como una ampliación de lo que se dijo en 11,18: «ha llegado el momento de juzgar a los
muertos y de recompensar a tus siervos... y de destruir a los que destruyen la tierra». Ese momento se ha venido anunciando
como el día de la gran batalla (16,13; 17,13 y 19,11-21), que nunca se describe porque no es un día concreto del calendario, pero
se va realizando en la fidelidad perseverante de los testigos. El tema del juicio continúa en esta sección (19,11; 20,4.12.13) y el
aspecto predominante es, sin duda, la victoria del Cordero, su capacidad de vencer el mal en su raíz, eliminando las causas. Por
eso distinguimos los cuatro apartados siguientes:
El comienzo es solemne y el trasfondo es el AT, porque Cristo es el Mesías anunciado, el cumplimiento y plenitud de la
profecía. «El cielo se abre» (v.11), expresión, como en 4,1, de que algo importante se revela. O, mejor dicho, alguien. En efecto,
en Jesucristo Dios mismo viene sobre la tierra para juzgar y salvar (cf. Lc 3,21; Jn 1,51). La descripción está hecha sobre el
trasfondo de las entradas triunfales en la ciudad de los emperadores romanos, lleno de honores y de títulos. Es así que aparece un
caballo blanco y sobre él cabalga el «fiel y veraz», Jesucristo, vencedor, juez y salvador (v.11; cf. Isa 63,1). Él juzga y combate
según justicia y por la justicia. Le siguen ejércitos montados sobre caballos blancos que comparten su victoria, por eso están
«vestidos de lino blanco puro» (v.14; vea v.8).
El que monta el caballo lleva tres nombres: el fiel y veraz (v.11), la palabra de Dios (v.13), y el Rey de reyes y Señor de
señores (v.16), todos calificativos que se refieren a Jesucristo. Se llama el «fiel y veraz» por la garantía absoluta de fiabilidad
que ofrece; cumple las promesas salvíficas de Dios al poner de manifiesto su justicia (1,5; 3,14), y nadie escapará a su juicio,
pues «sus ojos son llama de fuego» que todo lo penetra (v.12; cf. 1,14). Esos epítetos son los mismos que Juan aplica a la palabra
de Dios expuesta en el Apoc. (22,6) y es a Jesús mismo a quien se llama «palabra de Dios» en 19,13118. Esta designación nos
puede parecer extraña por la connotación intelectual y teórica que puede sugerirnos. Sin embargo, la asociación de palabra de
Dios con el jinete de rasgos bélicos le puede haber sido sugerida a Juan por el texto de Sab 18,15s, donde se compara a la
palabra con un guerrero. Como sea, la palabra viviente de Dios es Cristo (Jn 1); él es el cumplimiento de la palabra de salvación
y de juicio que Dios pronunció contra el imperio opresor en favor de su pueblo. Este jinete es el Mesías, el campeón de la
justicia, y su misión es juzgar y hacer justicia (v.11).
Pero su victoria pasa por la cruz. Lleva una capa teñida de sangre de los impíos (eco de Isa 63,1s), pues ha pisado el lagar de
la ira y de la indignación de Dios (v.15, que recuerda 14,18ss), pero ha vencido y, por eso, lleva «muchas diademas» en la
cabeza y un título en la capa y en el muslo que sólo le corresponde a él: «Rey de reyes y Señor de señores» (v.16; 17,14).
Soberanía absoluta que destrona a los poderosos. Visto desde el divino César, sería algo así como un título blasfemo, desafiante
y provocador. El rey vencedor no está solo. Le acompañan sus seguidores, «los llamados, los elegidos, los fieles» (17,14). El
triple triunfo se narra a continuación casi con frases idénticas (v.20; 20,10.14). Debemos cuidarnos de no ver en la narración
acontecimientos sucesivos en el tiempo, sino aspectos de un mismo acontecimiento: la victoria de Cristo.
La victoria sobre la bestia y sus seguidores había sido anticipada en la visión de la sexta copa (16,13ss). La bestia y los reyes
de la tierra con sus tropas están reunidos «para hacer la guerra contra el jinete del caballo y su ejército» (v.19), pero nunca se
describe la batalla. Pareciera que el jinete avanza solo y desarmado, aniquilando a sus enemigos con el poder de la palabra y de
la verdad que salen de su boca (v.21). En efecto, Juan presenta la confrontación de la bestia con Cristo, y la destrucción de ésta
de tal manera que se manifiesta la impotencia de la bestia frente al Mesías, pues ni siquiera puede pelear: la palabra de Dios
misma la aniquila antes de que pueda levantar el brazo y pelear, tan impotente es la bestia.
Por dos veces dice Juan «vi entonces» (v.17.19). La primera visión habla del «gran banquete de Dios», inspirado en Ez
39,1720 (profecías contra Gog); banquete grotesco, antítesis del banquete de bodas del Cordero, al que son invitadas todas las
aves del cielo. Es un banquete de despojos y de derrota. En el v.18 la lista de víctimas incluye toda categoría, no sólo las altas
esferas: incluye reyes y esclavos, pequeños y pobres. Eso significa que no es cuestión de posición social, sino de posición frente
a Cristo. Aun los pobres y esclavos son juzgados teniendo en cuenta su posición frente a Cristo; ser pobre o pequeño no santifica
automáticamente.
La segunda visión parece empalmar con el anuncio en 16,14.16 y 17,12-14. Se concentra en la condena de los responsables
de los extravíos de los hombres (la bestia y el falso profeta), que son «arrojados en el lago de azufre ardiendo» (v.20), como se
advirtió en 14,10 que ocurriría. Con ellos están también «los reyes de la tierra», que recuerdan el salmo 2, salmo mesiánico que
habla de la victoria del rey Mesías contra los reyes de la tierra que se confabulan contra él119. El que le hace frente a la bestia es
Cristo, no Dios -que le hace frente al dragón, manteniendo los niveles de confrontaciones.
Este es uno de los textos más discutidos y complicados del Apoc., cuyo centro de interés sería lo que se ha conocido en la
historia como el «milenarismo». Muchos grupos se apoyan en una interpretación literal de esta visión para cimentar sus dogmas
apocalípticos acerca del fin del mundo. Antes de entrar en la discusión sobre el milenio (mil años de paz), queremos dejar
sentado lo que es más claro y fundamental del texto y viene dado por las tres visiones que lo enmarcan: el diablo atado (v. 1-2),
la visión de los tronos (v.4) y la visión de otro trono desde el que se condena a la muerte (v.11). Primero nos fijaremos en las dos
primeras visiones, pero dejamos claro que forman una unidad con la tercera para expresar la misma verdad: el juicio y la
victoria.
En dos visiones (v.1.4) se constata la victoria sobre el diablo, que también es arrojado definitivamente al lago de fuego
(v.10), como lo han sido ya la bestia y el falso profeta, instrumentos del diablo (19,20). Los símbolos de las dos visiones son
elocuentes por sí mismos. En la primera, como reverso de 9,1-11, un ángel lleva una llave y una cadena grande en la mano. El
mensaje es claro: el dragón es atado y encerrado. Como en 12,9, se le califica con cuatro nombres: dragón, serpiente primordial,
diablo, Satanás (v.2). Ya no puede extraviar a las naciones. Su acción tiene los días contados («poco tiempo», v.3; 12,12),
mientras su derrota es «por los siglos de los siglos» (v.10; cf. 12,9s). Esta es una gran certeza para el creyente: el mal y el
responsable del mal, Satanás, están definitivamente vencidos y controlados por Dios y por Cristo; con esa confianza puede vivir
en la historia haciendo triunfar la vida120. La razón para el encarcelamiento del dragón, en lugar de su destrucción, está dada en
la visión siguiente, además de lo dicho en el v.3.
Debemos tener presente que en el cercano Oriente se conocían mitos que hablaban del encarcelamiento del monstruo
adversario de Dios, antes de ser liberado para luego entablar un combate definitorio que culminaría con el castigo eterno o su
aniquilamiento (vea ya Isa 24,21s; 1 Henoc 10,4ss; 18,12ss; Mc 5,3).
La segunda visión se inspira en Daniel 7,9s, escena de juicio en que al «Hijo de hombre» le dan poder real y dominio y
capacidad de juzgar, lo mismo que a los santos (Dan 7,14.22). Resulta especialmente significativo, por el paralelo de la escena,
lo que se dice sobre el enemigo del pueblo de Dios: «dejarán en su poder a los santos durante un año y otro año y otro año y
medio. Pero, cuando se siente el tribunal para juzgar, le quitará (Dios) el poder y será destruido y aniquilado totalmente. El poder
real y el dominio sobre todos los reinos bajo el cielo serán entregados al reino de los santos del Altísimo» (Dan 7,25-27). El
cumplimiento de este anuncio profético se realiza en Cristo y en la Iglesia, según Juan. Por eso presenta en esta escena los tronos
y los encargados de dar sentencia como respuesta a las exigencias de justicia de 6,9-12. Desde el reverso de la historia, desde las
víctimas («los decapitados por dar testimonio de Jesús y de la palabra de Dios», v.4) se hace el juicio al poder satánico y opresor.
La situación se invierte y los acusados y excluidos son ahora los jueces junto con el Cordero (cf. 1 Cor.6,2; Mt 19,28). Los que
no se doblegaron ante el culto al emperador o a su imagen vuelven a la vida y se sientan en tronos para juzgar (cf. Dan 7,22.27).
Ellos serán «sacerdotes y reyes por mil años» para Dios (v.6). Juicio, reino y sacerdocio, expresiones de la victoria, van juntos,
pero el interés de toda la escena recae sobre la derrota definitiva de Satanás «por los siglos de los siglos» (v.10) y la victoria de
los santos que reinan con Cristo.
Pero, además de pasar a ser honrados con el papel de jueces de sus verdugos, los que fueron fieles a Dios hasta las últimas
consecuencias son premiados con la primera resurrección, es decir, las víctimas de la bestia fueron rehabilitadas, «revivieron y
reinaron con Cristo por mil años» antes del juicio final al resto de la humanidad (v.4s). Su rehabilitación no se hace esperar. Por
lo mismo son declarados bienaventurados, pues participan ya de las dos grandes funciones del Mesías, la sacerdotal y la real
(v.6; cf. 5,10).
Se plantea un problema serio en relación al milenio de paz previo al juicio final: si el Apoc. supuestamente prevé el fin
pronto, afirmaciones que están remarcadas al inicio y al final en particular, ¿cómo entonces entender que se intercale un período
de espera de mil años? ¿Es que el autor consideraba que esos mil años ya habían empezado hacía tiempo, y ahora estamos en el
tiempo en que el dragón ha sido soltado, y por tanto está en su etapa de violencia final? Hemos visto en el cap. l2 que el dragón,
arrojado del cielo a la tierra, persigue a la mujer y «le queda poco tiempo», por eso arrecia su violencia. Ahora bien, ¿cómo
conjugar eso con un período de intermedio de mil años en que se «aguanta» ese «poco tiempo que le queda»? Eso, una vez más,
apunta al hecho de que no es una descripción programada cronológica, sino cuadros, metáforas, y que las cifras no son
cronológicas sino simbólicas.
El contraste de los números es significativo: «por los siglos de los siglos», «mil años», «poco tiempo». Lo definitivo es la
derrota de Satanás, aunque también se diga que mil años está atado Satanás y mil años reinan con Cristo los fieles. ¿Cuál es el
valor simbólico de esta expresión? Estos «mil años» han concentrado excesivamente la atención de los comentaristas,
descuidando el contenido de las dos visiones que los enmarcan y los iluminan. La interpretación de los «mil años» se ha movido
entre los que ven en ellos un período futuro de la historia o una época presente121. La primera interpretación es literal,
historicista y contraria al espíritu del Apoc., porque ignora que «mil años» es número simbólico, no matemático ni cronológico,
como lo son «un corto tiempo» (20,3), «cuarenta y dos meses» o «mil doscientos sesenta días» (11,3; 12,5). Por eso nos parece
más verosímil la otra interpretación, que ve en los «mil años» una designación simbólica del tiempo presente inaugurado por la
resurrección de Jesús. Resta, sin embargo, explicar por qué esa designación y qué valor simbólico-teológico tiene.
En el Apoc., el tiempo presente, visto desde la bestia, es de «cuarenta y dos meses» o «mil doscientos sesenta días» (11,3;
12,5). Tiempo «breve» (v.3), tiempo de la fidelidad y de la perseverancia. Visto desde Cristo y su victoria, es de «mil años». Ya
el contraste es manifiesto. Pero si queremos entender el valor del símbolo habrá que tener en cuenta no sólo las referencias de
este texto a Ez 37-39 o Dan 7, sino también las elucubraciones judías sobre la configuración de la historia en siete días a imagen
de la creación, pero de mil años cada uno, recordando que después de seis días Dios descansó (paz) en el séptimo (vea 2 Henoc
32 o la expresión de Sal 90,4: «mil años son como un día en tu presencia»; 2 Pdr 3,8). Por otro lado, era creencia común entre
los judíos que el tiempo del paraíso había durado mil años y que el mesías restauraría el paraíso. Por lo tanto, la expresión «mil
años» no es una afirmación cronológica, sino una designación simbólica del presente inaugurado por Cristo, que equivale a decir
«un largo período (como las miríadas en 5,11)122. Es una forma de presentar a Cristo como triunfador y restaurador del paraíso.
Esta referencia al paraíso se encuentra también en la mención de la «serpiente primordial» (v.2) y del árbol de la vida asegurado
al vencedor (22,2; 2,7).
Por todo eso, una vez más, la presencia del milenio en este capítulo no es cronológica, sino teológica y funcional. Es la
manera que tuvo Juan de subrayar la victoria de los mártires en contraste con la suerte de la bestia, del falso profeta y del dragón.
Mientras a éstos los arroja al lago de fuego, que es la segunda muerte, la definitiva (v.10.14), los mártires viven ya la
resurrección primera y única, y por eso se dice de ellos que «vivieron y reinaron con Cristo» (v.4.6)123. La única resurrección
que importa es la presencia definitiva de la vida en Cristo. Los hombres son posesión de Dios porque han sido rescatados (14,3)
por Cristo, Señor de la vida.
En el mismo orden simbólico se entienden las otras afirmaciones que aparecen en este capítulo: «la primera resurrección»
(no se dice nada de la segunda resurrección, v.5) y «la segunda muerte» (no se dice nada de la primera muerte, 2,11; 20,6.14;
21,8). La segunda muerte es identificada en 21,8 con el lago de fuego y azufre, donde son arrojados la bestia y el falso profeta,
es decir, con la condena eterna y definitiva. Coincidirá también con la segunda resurrección (no mencionada como tal) de «los
demás muertos» (v.5) con miras al juicio final. Por lo tanto, la primera muerte es la muerte física de los mártires que «no habían
adorado a la bestia ni a su imagen» (v.4) y a la que el cristiano no teme, porque vive ya la primera resurrección, participación de
la resurrección de Cristo.
Como se había anticipado en el v.3, al final de los mil años de encadenamiento «será soltado Satanás de su cárcel (¿por
Dios?)» con el fin de captar a todo el mundo para su dominio. Para ello no puede tolerar la competencia del reino de Dios, razón
por la que congrega «a Gog y a Magog» a fin de hacer la guerra a Dios (v.8). Esta visión está inspirada en Ezequiel 38-39, el
gran oráculo contra Gog, rey de Magog, que reuniría un vasto ejército para atacar al final de los tiempos al pueblo de Dios, pero
sería derrotado por él. Siguiendo la tradición judía, interpretó ambos nombres como correspondientes a un inmenso pueblo
enemigo de Dios. Juan dice que su magnitud es «como la arena del mar» (v.8), expresión conocida de la promesa de Dios a
Abrahán con respecto a su futuro pueblo (Gén 22,17; 32,12; Hebr 11,12). Por eso aquí se trata de representar un último asalto
contra «los santos y la ciudad amada» (v.9), el pueblo de Dios. Si bien Juan no dice expresamente quién aniquiló a Satanás, el
empleo de la forma verbal pasiva (fue arrojado), de manera típica judía, se refiere a Dios, evitando de esa manera usar su
nombre.
Así como Ezequiel profetizó que Dios haría caer un fuego destructor sobre Gog y sus aliados (38,22; 39,6), Juan dice que
«bajó fuego del cielo y los devoró» (v.9) al dragón y sus aliados. Y, de la misma manera que Juan no describió la derrota de la
bestia y sus secuaces, aquí tampoco lo hizo con respecto a la batalla final contra el dragón y sus aliados. Su destino es el mismo
de la bestia y el falso profeta, «el lago de fuego y azufre» (v.10; 19,20).
El cuadro es netamente mitológico. Gog y Magog son símbolos que representan la totalidad de los pueblos paganos
intencionados en derrotar a Dios, pero que son definitivamente destruidos más bien por Él. Su carácter mítico con un fin
teológico se confirma en la observación de que resulta desconcertante su presencia después de que en 19,17-21 fueran destruidos
la bestia y todas las naciones adversas a Dios, y que nada se dice del destino de Gog y Magog y sus huestes, tan sólo de Satanás
(v.10). Satanás y sus seguidores no se dan por vencidos. El mito de los orígenes de la actuación destructora del dragón, en el cap.
12, ha llegado a su último capítulo con su eliminación de la faz de la tierra, de modo que Dios puede ahora poner su trono aquí.
Es lo que constituirá la visión de la Jerusalén celestial, el mundo nuevo.
Juan ve los acontecimientos a la luz de la pascua de Cristo, el acontecimiento escatológico definitivo que ha quebrantado
para siempre el poder de Satanás y de la muerte (v.10). Por la fe en Cristo, los creyentes «han pasado de la muerte a la vida» (1
Jn 3,13) y reinan con Cristo (v.4.6). Por su victoria participan también en el juicio del mundo y son sacerdotes para Dios
celebrando, desde ahora, el triunfo de la vida.
Una anotación final: la visión del milenio es única en todo el NT. En ningún otro texto del NT se menciona un milenio de
paz mesiánica ni una resurrección de mártires. Más bien, la tradición cristiana es unánime en su esperanza confiada en la
segunda venida de Cristo, inseparable del juicio final -sin un período intermedio. No olvidemos que el Apoc. está escrito en un
género literario que recurre a imágenes, símbolos y metáforas para inspirar a sus lectores cristianos confianza en la justicia
divina, y no para hacer afirmaciones que deban tomarse al pie de la letra.
La mención del trono, inspirada también en Daniel 7, empalma con los tronos de 20,4 y recuerda la visión de los caps. 4 y 5.
No se dice el nombre del juez. Se dice simplemente que «está sentado en el trono», como se ha designado frecuentemente a Dios
en el Apoc.124, y desde ese puesto ejerce su realeza y da la sentencia definitiva. Sobrecogidos por su majestad, el cielo y la tierra
huyen de su presencia (cf. 16,20), como dejando espacio para la nueva creación125. La visión no menciona a nadie, excepto a los
muertos que serán juzgados. Cristo es juez de los vivos (14,14.18s; 17,14; 19,11ss; 20,7ss) y ya ejerció su papel de juez en la
victoria sobre la bestia y sus secuaces. Dios es juez de los muertos: es su turno. Es el juicio final universal a la humanidad, por
eso está sentado sobre «un gran trono blanco» (v.11), tierra y cielo desaparecen, y se abre «el libro de la vida», donde están
consignadas «sus obras» cual libro de contabilidad (v.12)126. Nada se le olvida a Dios.
Es el juicio a la muerte y al Hades (lugar donde van los muertos), haciendo justicia a todos los muertos de la historia, incluso
los desconocidos, pues todos viven para Dios. Ha llegado el reino de la vida en el que la muerte, cual enemiga, es «aniquilada
para siempre» (v.14; 21,4; Isa 25,8; 1 Cor 15,26.55). El juicio afecta a los que no están inscritos «en el libro de la vida» (v.15; cf.
3,5; 13,8; 17,8; Dan 12,1), por eso no participan de «la vida» sino que sufren «la segunda muerte», es decir, son precipitados en
el lago de fuego. El mundo viejo (tierra, cielo, mar) desaparece (v.11; 21,1) para dejar paso al mundo nuevo, obra de Dios que
está ya presente «por la aparición en la tierra de nuestro salvador, Jesucristo; él ha irradiado vida e inmortalidad por medio del
evangelio» (2 Tim 1,10).
Con esta sección llegamos al final del Apoc. En ella se narra la salvación como la victoria de Dios y del Cordero que ya se
había anunciado en varias ocasiones127. La imagen de la mujeresposa sirve de enlace con lo anterior. Se trata ahora del banquete
de bodas del Cordero. La mujer del cap. 12 contrastaba con la prostituta del cap. 17. Ahora también, la Jerusalén-esposa del
presente capítulo representa el reverso de la prostituta-Babilonia del cap. 17. Ambas mujeres, las de los caps. 12 y 21, son signo
de la vida que nace y se asegura definitivamente. Uno de los siete ángeles explicaba el misterio de la mujer (17,7) y ahora
también «uno de los siete ángeles que tenían las siete copas llenas de las siete plagas» (v.9) presenta a la esposa del Cordero. En
ambos casos el vidente es arrebatado por el Espíritu (17,3; 21,10) y se menciona el libro de la vida (17,8; 21,27). La bestia que
lleva a la mujer «sale del abismo y va a la perdición» (17,8), la esposa baja del cielo a la tierra para reinar eternamente (22,5).
La continuidad y el contraste son patentes. Lo que Juan vio de distintas maneras es el triunfo definitivo de la vida que brota
de Dios y del Cordero. La visión concentra y superpone símbolos e imágenes tomados del Antiguo Testamento, tratando de
reconstruir la utopía de Dios para toda la humanidad. Por eso la nueva Jerusalén concentra tres aspectos importantes de la
esperanza del AT: es paraíso donde abunda la vida, es ciudad donde todos se sienten en casa y es templo porque Dios está en
ella. Es la restauración del paraíso o de la ciudad o del templo (tres realidades perdidas para un judío) como expresión de una
utopía humana, pero que ahora coincide con el sueño de Dios.
La visión está constituida por tres grandes escenas que representan tres aspectos de la misma realidad, unificados por los
temas de la novedad y de la vida. Las podemos titular: todo nuevo (21,1-8), la ciudad nueva (21,9-27) y el paraíso nuevo (22,1-
5).
21 1Y vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra pasaron, y el mar no existe ya. 2Y vi la ciudad santa,
[la] nueva Jerusalén, que bajaba del cielo de parte de Dios, preparada como esposa adornada para su esposo. 3Y oí una gran voz [que
procedía] del trono, diciendo: «He aquí la morada de Dios con los hombres, y morará con ellos, y ellos serán sus pueblos, y Dios mismo
con ellos estará. 4Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y la muerte ya no existirá, ni llanto ni lamentos ni dolores existirán ya, porque las
cosas primeras [ya] pasaron». 5Y dijo el que estaba sentado en el trono: «Miren, todo lo hago nuevo.» Y dice: «Escribe, porque las
palabras fidedignas y verdaderas son éstas». 6Y me dijo: «¡Hecho está! Yo soy el alfa y la omega, el principio y el fin. Al que tenga sed, le
daré yo gratis de la fuente del agua de la vida. 7El que venza heredará estas cosas, y yo seré su Dios y él será mi hijo. 8Pero la parte de
los cobardes e incrédulos y culpables de abominación, y homicidas y fornicarios y hechiceros e idólatras, y de todos los embusteros, será
en el lago que arde con fuego y azufre, que es la segunda muerte».
9Y vino uno de los siete ángeles que tenían las siete copas llenas de las siete plagas finales, y habló conmigo diciendo: «Ven, te
mostraré a la desposada, la esposa del Cordero». 10Y me llevó en espíritu a un monte grande y elevado, y me mostró la ciudad santa,
Jerusalén, que bajaba del cielo de parte de Dios, 11teniendo la gloria de Dios. Su resplandor era semejante a piedra preciosísima, como
piedra de jaspe que brilla como cristal. 12Tenía una muralla grande y elevada, que tenía doce puertas, y sobre las puertas doce ángeles,
y nombres escritos encima, que son los de las doce tribus de los hijos de Israel. 13Al oriente, tres puertas; al norte, tres puertas; al sur,
tres puertas; y al occidente, tres puertas. 14Y la muralla de la ciudad tenía doce bases, y sobre ellas doce nombres, los de los doce
apóstoles del Cordero.
15Y el que hablaba conmigo usaba como medida una caña dorada para medir la ciudad y sus puertas y su muralla. 16Y la ciudad
está asentada [en forma] cuadrangular, y su longitud es tanta como su anchura. Y midió la ciudad con la caña: [tenía] doce mil estadios.
Su longitud y su anchura y su altura son iguales. 17Y midió la muralla: [tenía] ciento cuarenta y cuatro codos, según la medida de hombre,
que es de ángel. 18Y el material de su muralla es jaspe, y la ciudad es oro puro, semejante a cristal puro. 19Las bases de la muralla de la
ciudad están adornadas con toda clase de piedras preciosas. La primera base es jaspe; la segunda, zafiro; la tercera, calcedonia; la
cuarta, esmeralda; 20la quinta, sardónice; la sexta, cornalina; la séptima, crisólito; la octava, berilo; la novena, topacio; la décima, ágata;
la undécima, jacinto; la duodécima, amatista. 21Y las doce puertas [eran] doce perlas; cada una de las puertas era de una sola perla. Y la
plaza de la ciudad [era de] oro puro, como vidrio transparente. 22Y no vi santuario en ella, porque su santuario es el Señor, Dios,
todopoderoso, y el Cordero. 23Y la ciudad no necesita del sol ni de la luna para que la iluminen, porque la gloria de Dios la iluminó y su
lámpara es el Cordero. 24Y caminarán las naciones a su luz, y los reyes de la tierra llevan a ella su gloria. 25Y sus puertas jamás se
cerrarán de día porque nunca habrá allí noche, 26y llevarán a ella la gloria y la honra de las naciones. 27Y no entrará en ella cosa impura,
ni el que obra abominación o falsedad, sino los inscritos en el libro de la vida del Cordero.
22 1Y me mostró un río de agua de vida, reluciente como cristal, saliendo del trono de Dios y del Cordero. 2En medio de la plaza y a un
lado y a otro del río [hay] un árbol de vida dando doce frutos; cada mes [da] su fruto. Y las hojas del árbol [sirven] para curar a las
naciones. 3Y ya no habrá condenación alguna. Y estará en ella el trono de Dios y del Cordero, y sus siervos le darán culto, 4y verán su
rostro y [llevarán] el nombre de él en la frente. 5Y ya no habrá noche, y no necesitan luz de lámpara ni luz de sol, porque el Señor Dios
los alumbrará, y reinarán por los siglos de los siglos.
Hasta ahora la atención había estado centrada en el juicio contra los adversarios de Dios y su Mesías. Queda considerar el
destino de los que permanecieron fieles al Cordero a pesar de todas las adversidades. El viejo mundo ya pasó. Ahora se abre
paso el nuevo mundo, ansiado por el pueblo de Dios desde tiempos del exilio babilónico.
Juan podía haber hecho suyas las palabras de san Pablo: en Cristo, lo viejo ha pasado y aparece la novedad (2 Cor 5,17). Un
cielo nuevo, una tierra nueva, una Jerusalén nueva; en definitiva «todo nuevo» (v.5) es la afirmación gozosa de haber logrado la
utopía (v.6). Sin duda alguna, Juan se inspiró en los caps. 65 y 66 del libro de Isaías, donde, años atrás, otro profeta ofreció una
utopía similar al pueblo de Dios: «miren que voy a crear un cielo nuevo y una tierra nueva; voy a trasformar a Jerusalén en
alegría y a su población en gozo» (Isa 65,17; 66,22). Lo que en el pasado era profecía ahora es un hecho. Y no es Juan quien lo
asegura, pues él es solamente un testigo de otro más autorizado que él: del «Alfa y Omega, el Principio y el Fin» (v.6). La
expresión «principio y fin» nos remite a Isa 44,6, pero se aplica a Dios (1,8) y a Cristo (22,13), subrayando la unidad del Padre y
del Hijo como creadores de un mundo nuevo.
Cielo y tierra nuevos no significan ni aquí ni en Isaías una creación nueva, ex nihilo, desde la nada. Antaño no se tenía
noción de creación como la entendemos nosotros, por eso Juan habla de hacer algo: «todo lo hago nuevo», dice Dios (v.5). Lo
que «hace» es poner orden, el cual consiste en dominar las fuerzas del caos. El nuevo mundo esperado por Isaías sería un mundo
donde reine el orden, aquel establecido en la Torá -que es la finalidad de la Ley: orden. El asunto no es, pues, de carácter
cosmológico, sino teológico: se trata de visualizar la realización de la salvación prometida al pueblo de Dios.
Sorprende la sobriedad de Juan, que no habla de cataclismos ni da una descripción realista de fenómenos naturales para
expresar el cambio a la novedad. Como antes presentó a la prostituta como capital del mundo, ahora ve a la esposa, la nueva
Jerusalén, como capital del mundo nuevo. No es la Jerusalén histórica sino la escatológica, en cuanto expresión del designio de
Dios para la humanidad. Habla de Jerusalén, y no de otra ciudad, porque se trata de la continuidad de la historia salvífica, del
pueblo de Dios. La idea remonta ya a Jeremías 30,1-31,22; Ezequiel 16; 36-37; 40-48; Zacarías 14; y especialmente el Déutero y
Trito Isaías (esp. 60-62; 65). Podía hacer suyas las palabras del Salmo 87: «¡qué pregón tan glorioso para ti, ciudad de Dios!
Contaré a Egipto y a Babilonia entre mis fieles. El Señor escribirá en el registro de los pueblos: ‘éste ha nacido allí’» (v.3.4.6).
La tradición cristiana es consciente de esta nueva pertenencia a una nueva madre, una nueva ciudad, una nueva ciudadanía. «La
Jerusalén de arriba es libre y ésa es nuestra madre» (Gál 4,26; cf. Fil 3,20). Se trata de vivir la novedad de la salvación ya desde
ahora.
Primero tenemos un mundo nuevo, luego una ciudad celestial que se sitúa en ese mundo, Jerusalén nueva, en contraposición
a aquella ciudad sobre las siete colinas del cap. l7, BabiloniaRoma, que ha sido destruida. Así como Babilonia, la prostituta, está
montada sobre la bestia, así Jerusalén, la santa, es la novia del Cordero. Es notorio que se trata de un descenso del cielo a la
tierra. La nueva Jerusalén baja del cielo a la tierra, no al revés. Es decir, el centro es la tierra, pero nueva, no simplemente
remozada.
Juan no especifica si la Jerusalén nueva bajaba del cielo nuevo ni dónde se establece. En realidad no interesa, pues en la
visión se funden cielo y tierra en una sola realidad, y «Jerusalén» es, una vez más, tan sólo un símbolo, como lo confirma el
hecho de ser comparada con una «esposa ataviada para su esposo» (v.2), imagen que ya encontramos en 19,7s. No se trata, por
lo tanto, de una ciudad real como tal. Esa «ciudad santa» baja «de parte de Dios» porque es un don divino: la comunión de los
santos con su Dios. En Gál 4,26 y Hebr 12,22 se denomina a la comunidad de creyentes «la Jerusalén de arriba». La voz del
trono le aclara a Juan que esa Jerusalén no representa otra cosa que «la morada de Dios con los hombres» en la tierra (v.3; cf.
Lev 26,11s y Jn 1,14: el Verbo puso su morada entre nosotros). Es una manera pictórica de afirmar una profunda verdad de
índole escatológica.
Ahora bien, si descubrimos las alusiones a textos del AT que inspiraban a Juan, podremos comprender mejor el alcance de
sus afirmaciones, en las que expresa la esperanza de Israel cumplida en Cristo, pero en su sentido más universal. En la expresión
«morada de Dios entre los hombres» se encuentran referencias a los textos de alianza de Ex 37,23.27s y Zac 2,14s; 8,8, en los
que Dios mismo presenta al nuevo Israel compuesto de todas las naciones. Este es el mundo nuevo que Dios prepara: los
hombres y mujeres de todos los pueblos, consolados y reunidos por la presencia del Dios que salva. En efecto, es notorio que en
el v.3 se afirma en términos de alianza que, por un lado, Dios morará con los hombres y, por otro lado, «ellos serán sus pueblos»,
en plural: la salvación no es exclusiva de Israel, sino de «toda nación, tribu, lengua y pueblo» (7,9; 14,6; 19,5-8).
La Jerusalén que Juan presentaba es de puertas abiertas a todas las naciones (v.24). La nueva ciudadanía consiste en una
nueva forma de vivir y de relacionarse los hombres entre sí y con Dios y la novedad está explicada por la voz que el vidente oye:
«esta es la morada de Dios con los hombres, y habitará con ellos y ellos serán sus pueblos; Dios mismo estará con ellos. Él
enjugará las lágrimas de sus ojos, ya no habrá muerte, ni llanto ni lamentos ni dolores, pues lo de antes ya pasó» (v.3s). Los
temas de la morada de Dios entre los hombres y de enjugar las lágrimas habían aparecido ya en 7,15-17, pero todo el párrafo es
una concentración de textos y de temas del AT128. En la descripción de la novedad tenemos, en primer lugar, una presentación
negativa: no habrá muerte ni lamentos, y el mar (símbolo de lo movedizo e inestable) ya no existe. Pero la razón de todo esto se
da en las afirmaciones positivas: en la ternura solidaria del Dios-con-nosotros que desciende a estar con su pueblo para enjugar
sus lágrimas y convertirlo en un pueblo de hijos. Y asegura que esto será una realidad, «porque estas son palabras fidedignas y
verdaderas» (v.5; 22,6). Sorprende que frente a la aspiración de la humanidad de ser como Dios o de ganárselo para estar con Él,
Juan hablase de un dios que viene a estar con los hombres, cumpliendo así su alianza. Esta hermosa utopía nos recuerda también
aquella presentada por César Vallejo en «España, aparta de mí este cáliz», cuando convoca a los «voluntarios de la vida» a
matar la muerte y, entonces, ya sin luto, sin muerte y sin distancias, «serán dados los besos que no pudisteis dar; sólo la muerte
morirá».
Recordando el premio al final de las siete cartas y la escena en 7,16, se dice que al sediento y al vencedor Dios le ofrece
beber «de la fuente del agua de la vida», que es Él mismo (cf. Isa 55,1; Jer 2,13; Sal 36,10). El tema del agua apunta hacia lo que
viene a continuación y la invitación a beber se explicitará en 22,17. «El sediento» y «el vencedor» es también «el heredero» y el
«hijo», todas designaciones del ser cristiano y del ser humano. Dios está con ellos para saciar su sed y darles la victoria, porque
quiere ser Dios para una comunidad de hijos (v.7). Una vez más descubrimos la preocupación de Juan por la universalidad al
aplicar a todos los hombres un texto que originalmente se refería a Salomón (2 Sam 7,14).
En medio de tanta belleza sorprende la lista de pecados que excluyen de la Jerusalén del cielo, algunos de los cuales se
repiten en 22,15. Son ocho comportamientos de los cuales el séptimo y el octavo representan como la síntesis y la conclusión: la
idolatría y la mentira (vea 21,17). Como se explica en 22,15, los mentirosos son los que «aman y obran la mentira». El contexto
vital de estos catálogos de vicios parece ser la exhortación bautismal en la que se recuerda al creyente que, por el bautismo, entra
en el mundo nuevo de la resurrección y que, por tanto, debe caminar «en novedad de vida» (Rom 6,4)129. La lista recuerda a los
creyentes las exigencias de su identidad cristiana. La lealtad a Cristo le lleva al rechazo de la idolatría contagiosa que el Apoc.
ha tratado de desenmascarar como falsa y mentirosa, fruto del padre de la mentira, que engaña a los habitantes de la tierra. La
victoria se consigue en la lucha contra la mentira y la idolatría, ya que la adoración del único Dios es incompatible con cualquier
tipo de idolatría, ya sea ésta política, social, económica o religiosa. Los profetas son los encargados de desenmascararla. Ser
cristiano es ser profeta y eso exige definición y lealtad al único soberano de la tierra.
No debe sorprendernos que Juan hubiese vuelto a introducir el tema del destino de los renegados y de los impíos, que es el
mismo que el del dragón y sus seguidores, es decir, «el lago que arde con fuego y azufre» (v.8), a pesar de que su destino ya
había sido sellado en el juicio final. Esto va de la mano con el hecho de que las voces celestiales hablen en términos del futuro.
Juan estaba escribiendo para cristianos que tenían que vivir su fe en circunstancias no sólo adversas, sino abiertamente hostiles,
incluso homicidas, en razón de su seguimiento del Cordero. El interés de Juan era animarlos y darles motivos de confianza en la
justicia divina. «El que ríe último, ríe mejor» diríamos hoy. Por eso mismo, tanto aquí (v.5) como en 19,9 y 22,6 se asegura
solemnemente que «estas palabras son fidedignas y verdaderas».
En esta segunda parte tenemos la presentación de la ciudad nueva que es la esposa. Al repetir casi a la letra en 21,9-10 las
frases de 17,1.3, Juan subrayaba la contraposición entre Babilonia y Jerusalén, al decir que en esta visión, como la anterior de
Babilonia, es guiado por uno de los ángeles de las siete plagas y que todo sucede «en espíritu», es decir, por la percepción y
sensibilidad profética que el Espíritu da a sus siervos130. En efecto, esta nueva visión se presenta como un impresionante
contraste con «la gran ciudad», Babilonia, así como la esposa contrasta con la meretriz en la visión precedente.
Guiado por un ángel, el vidente describe la belleza de la esposa-ciudad «radiante con la gloria de Dios» (v.11). Pero no
olvidemos que, donde nosotros utilizaríamos lenguaje abstracto, Juan prefería el lenguaje concreto de los símbolos que debemos
entender. Por eso no podemos visualizar la descripción que hizo de la ciudad131. Por igual razón no se trata de la reconstrucción
de la Jerusalén histórica, sino de un símbolo que la trasciende, símbolo de la convivencia entre los hombres, expresando de este
modo que la salvación no es sólo individual y personal, sino sobre todo social y comunitaria.
Como trasfondo de esta descripción de la ciudad nueva, tenemos una artística combinación de textos como Isa 60,1s; 65,17s
y especialmente Ez 40-48, libremente manejados. También Ezequiel describe la reconstrucción de la ciudad y su templo con el
nombre nuevo y significativo «el Señor está allí» (Ez 48,35). Como en Ezequiel e Isaías, la gloria de Dios es su presencia. Eso
es lo principal y decisivo de esa ciudad «radiante con la gloria de Dios» (v.10.23). Es la presencia (gloria, shekináh) de Dios la
que hace brillar a la Iglesia y la renueva totalmente (2 Cor 3,18), razón por la que Juan la describe llena de luz (21,11.23s; 22,5),
de dimensiones absolutamente perfectas (21,12-17), hecha de los materiales más preciosos (21,18-21) y con rasgos paradisíacos
(22,1ss).
Las mediciones realizadas (v.15s) evocan idénticas escenas en Ezequiel 40-42 y 47. Resulta difícil imaginar una ciudad
como un cubo perfecto, con longitud, anchura y altura de más de dos mil kilómetros (v.16; cf. Ezeq 48,15ss)). Las cifras doce
mil y ciento cuarenticuatro inevitablemente traen a la mente aquella de los 144.000, es decir, son cifras simbólicas. En la
antigüedad, el cuadrado representaba la perfección, y el cubo la máxima perfección. Se trata de símbolos o imágenes que evocan
algo que no se ve: la belleza, la gratuidad, la estabilidad perfecta y la plenitud de luz y de vida por la presencia de Dios. Por eso
Juan no temía contradecirse al afirmar que la ciudad es toda de oro puro (porque en el viejo mundo no todo lo que brilla es oro)
y que al mismo tiempo tiene toda clase de piedras preciosas (v.18-20). En ese mundo nuevo ya nadie se peleará por el oro, que
estará puesto al servicio de la convivencia humana.
El símbolo de la ciudad, con doce puertas y doce cimientos (v.12.14), habla del enraizamiento con Israel y de la nueva forma
de relación con Dios y entre los hombres. Las puertas están distribuidas de la misma manera que en Ezeq 48,31-35, tres en cada
uno de los puntos cardinales, símbolo del universalismo, por ello siempre abiertas (v.25s). La cifra doce es simbólica de Israel
con sus doce tribus, que hay que asociar con las doce bases de la muralla de la ciudad (v.14.19s), que son «los doce apóstoles del
Cordero», y las doce puertas, que son «las doce tribus de los hijos de Israel» (v.12.21). La cifra mil ya nos es familiar como
simbólica de una gran cantidad.
Como en Isa 60,3.5.11, la ciudad brilla para orientar y atraer: «caminarán las naciones a su luz y sus puertas jamás se
cerrarán de día, porque nunca habrá allí noche» (v.24s). Se trata de una ciudad de puertas abiertas, sin excluidos ni marginados,
todos con carta de ciudadanía en ella132. Iglesia, sacramento de la luz de Dios que la inunda y la transforma (v.23). Iglesia, luz
que orienta el camino y abre las puertas para que entren todos, acogedora de todo caminante y buscador. Cuando la Iglesia se
abre, acoge e integra, cumple su misión de pueblo elegido, de ser sacerdotes y reyes, superando prejuicios y barreras para servir
a la integración de la humanidad como familia de Dios.
Juan queda sorprendido por lo que no ve en esa ciudad y extrañaría a cualquier visitante, incluidos nosotros: «Templo no vi
en ella» (v.22). Extraño e inconcebible, ¡una ciudad sin templo! ¿Es una ciudad profana? No, es una ciudad que ha superado el
esquema sagrado-profano (personas sagradas, lugar sagrado, tiempos sagrados). Todo en ella es sagrado y consagrado por la
presencia de Dios, de la que ya se habló en 21,3. En la Jerusalén histórica, incluida la actual, el templo es el lugar central que
más impresiona a todos los que la visitan. Pero era un templo que no acercaba a Dios, porque dividía y excluía a los sacerdotes
de los laicos y a los mismos sacerdotes entre sí, pues sólo el sumo sacerdote podía entrar a la presencia de Dios una vez al año.
En esta ciudad no hay templo, porque Dios mismo ha venido a estar con su pueblo y toda ella es templo, es decir, presencia de
Dios, y en ella todos son reyes y sacerdotes. Ni templo, ni sol, ni luna, pero toda ella es luz por la gloria de Dios que la ilumina
(cf. Isa 60,19).
Como la ciudad de la que habla el libro de Isaías (60,3.57.11), también ésta es una ciudad con una misión: iluminar con su
presencia la marcha y la búsqueda de la humanidad (v.24), cumpliendo así la esperanza de las naciones que peregrinan hacia
Jerusalén, hacia Dios (cf. Isa 60,3; 2,2.3). Acuden a Jerusalén llevando el esplendor y la riqueza, como lo hacían antes con
Babilonia (18,1117), pero ya no son expresión de idolatría sino de reconocimiento del Señor. Ciudad de luz en la que reina un
día eterno y no necesita de sol o luna, porque Dios y el Cordero son su luz perpetua. No hay noche, símbolo de la muerte, de la
oscuridad y de la inseguridad. Solo hay luz y vida que brotan eternamente de Dios, simbolizadas en el libro de la vida del
Cordero (21,27) y en el árbol de la vida (22,2). Por paradójico que pueda parecer, el trono de Dios, que en el capítulo cuarto se
encontraba en el cielo, ahora se encuentra en esta ciudad, entre los hombres (22,1.3).
En síntesis, el nuevo mundo es antítesis del antiguo (cf. 2 Pdr 3,13): el caos fue derrotado y ya no tiene lugar (mares, abismo,
muerte); ya no habrá noche ni tinieblas sino que todo será perenne luz (Jn 1,4s; 9,4s). Será el triunfo de la vida sobre la muerte (l
Cor 15,26); es el fin del dolor y el llanto, producidos por las opresiones y persecuciones. Sus causantes ya fueron arrojados al
lago de fuego. Ese mundo fue destruido. Eso da lugar a «un mundo nuevo», un mundo donde «Dios es todo en todos» (1 Cor
15,28).
El mismo ángel de 21,9 presenta al vidente esta tercera parte que evoca el nuevo paraíso. El trasfondo es Gén 2,10-14, en
que se habla del río que regaba el paraíso y después se dividía en cuatro brazos, pero sobre todo Ezeq 47,1-12, en que se
presenta el río que sale del templo y llega hasta el mar Muerto, llenándolo todo de vida133. Pero, mientras en Ezequiel se habla
de toda clase de árboles que crecen junto al torrente de agua, Juan se concentró en lo esencial: «un río de agua de vida» y «un
árbol de vida» (v.1.2). En esta ciudad no hay templo, pero sí está «el trono de Dios y del Cordero», que ha tomado su lugar
(21,22), de donde sale un «río de agua de vida», reluciente, es decir, las bendiciones vitales de Dios (21,6). Con el río y con el
árbol de vida se asegura la vida del paraíso. En el libro del Génesis un ángel impedía al hombre el acceso al árbol de la vida.
Aquí es al revés, el agua fluye hacia las naciones para inundarlas de vida, y el árbol ofrece su abundante cosecha (doce veces al
año) para la salud y la vida de las naciones.
Contrario a la condenación que sufrieron Adán y Eva por haber comido del fruto, en este paraíso «ya no habrá condenación
para nadie» (v.3), ya no habrá fruto prohibido. En otras palabras, no se trata de volver al paraíso y repetir la historia de la caída.
El tentador ha sido vencido definitivamente, por eso ya no habrá maldición, sólo bendición y vida. Dios mismo y el Cordero
están en el centro y son la fuente de la vida y hacen derivar hacia las naciones «como un río, la paz» (Isa 66,12) y la abundancia,
ofrecidas gratuitamente (21,6; Isa 55,1s). La gran aspiración de los buscadores de Dios será cumplida porque «verán su
rostro»134. En convivencia pacífica y en plenitud de vida, los hombres, ya desde ahora, «reinarán por los siglos de los siglos»
(v.5).
Una observación adicional a modo de síntesis. En 21,3 la voz celestial afirma que en la Jerusalén nueva «está la morada de
Dios con los hombres», y en 22,3 que en ella «estará el trono de Dios y del Cordero». La residencia de Dios, entonces, no estaría
en el cielo sino en la Jerusalén que «bajó del cielo». Evidentemente, no es una descripción a ser tomada literalmente, sino
metafórica, para afirmar que cielos y tierra se funden en una sola realidad, que es aquella donde Dios está en toda su soberanía.
Por eso mismo no debe extrañarnos que tanto la luz como el paraíso se limitan a la ciudad, la Jerusalén nueva soñada por los
profetas, allí donde todo converge (el mundo nuevo) y el Dios de la alianza está con su pueblo «por los siglos de los siglos».
4. EPÍLOGO (22,6-21)
6Y me dijo: «Estas son las palabras fidedignas y verdaderas. [Y] el Señor, Dios de los espíritus de los profetas, envió su ángel para
mostrar a sus siervos lo que ha de suceder en seguida. 7Y miren que vengo pronto. Bienaventurado el que guarda las palabras de la profecía
de este libro».
8Y yo, Juan, [soy] el que oía y veía estas cosas. Y cuando vi y oí, caí para adorar a los pies del ángel que me enseñaba estas cosas.
9Y me dice: «No hagas eso; consiervo tuyo soy y de tus hermanos los profetas, y de los que guardan las palabras de este libro; a Dios
adora».
10Y me dice: «No selles las palabras de la profecía de este libro, pues el tiempo está cerca. 11El injusto, cometa injusticia todavía; y el
manchado, mánchese todavía; y el justo, obre justicia todavía; y el santo, santifíquese todavía. 12Miren: vengo en seguida y traigo el salario
conmigo para dar a cada uno según sea su obra. 13Yo soy el alfa y la omega, el primero y el último, el principio y el fin. 14Bienaventurados los
que lavan sus túnicas para tener potestad sobre el árbol de la vida y puedan entrar por las puertas a la ciudad. 15Fuera [quedarán] los perros
y los hechiceros y los fornicarios y los homicidas y los idólatras, y todos los que aman y practican la mentira».
16Yo, Jesús, envié mi ángel para atestiguarles estas cosas ante las iglesias. Yo soy la raíz y el linaje de David, el lucero brillante de la
mañana.
17Y el Espíritu y la esposa dicen: «Ven». Y el que oiga, diga: «Ven». Y el que tenga sed, venga. El que quiera, tome gratis del agua de
la vida. 18Yo declaro a todo el que escucha las palabras de la profecía de este libro: Si alguno les añade [algo], Dios le añadirá a él las
plagas que están escritas en este libro. 19Y si alguno quita [algo] de las palabras del libro de esta profecía, Dios le quitará su parte del árbol
de la vida y de la ciudad santa, que están escritos en este libro.
20Dice el que atestigua estas cosas: «Sí, vengo pronto». Amén, «Ven, Señor Jesús».
En 22,5 han terminado las visiones (o la visión) y comienza una secuencia de exhortaciones finales. Son un verdadero
rompecabezas. Los mensajes e interlocutores brincan desordenadamente. En los v.7, 10 y 18 no se sabe con certeza quién es el
que habla. Esto es probablemente el resultado de una serie de añadiduras posteriores, pues sustancialmente son advertencias para
el lector.
Este epílogo, especialmente los v.6-8, está en estrecha relación con la introducción del libro (1,1-3). Encontramos las mismas
referencias al libro como palabra profética, al ángel, a la bienaventuranza, a las cosas «que tienen que suceder», a Dios como
fuente de la revelación y, sobre todo, al tema central del Apoc.: la venida de Jesús (v.7.10.12.17.20). Por eso se resalta
principalmente la finalidad del escrito. Todo el libro es palabra profética que viene de Dios y que la Iglesia debe hacer vida.
Notemos la insistencia en repetir las cosas. Cuatro veces aparece la expresión «palabras de la profecía de este libro»
(v.7.10.18.19), tres veces la referencia a lo escrito «en este libro» (v.9.18.19) y una frase genérica que califica a todo el libro
«estas palabras son fidedignas y verídicas» (v.6). Estamos al final del libro que contiene una palabra profética para la Iglesia. El
contenido de esa palabra profética afecta la vida del cristiano porque es la invitación que Cristo hace a los creyentes «a tener el
coraje, como él, de vivir, ya desde ahora, como vencedores»135. La razón fundamental para ello es «lo que ha de suceder en
breve» (v.6), que no es otra cosa que su venida (v.7.12.20). De eso ha tratado todo el libro. Cristo viene como Señor, lo cual
implica su capacidad de juzgar y de salvar, como ya hemos visto. Pero el juicio aparece de nuevo en esta conclusión en la
mención de actitudes y comportamientos que niegan la fe (v.15.18.19) y en la mención de «lavar las vestiduras», del «árbol de la
vida» y de «entrar por las puertas de la ciudad» (v.14.19). Se trata de una palabra profética que alienta, que consuela, que
compromete a todo un pueblo de profetas y de testigos.
Cristo mismo es quien lanza esta interpelación a la Iglesia; no lo ha hecho en todo el libro a no ser en las cartas dirigidas a
las iglesias (v.16). Jesucristo recibe en esta sección varios títulos. «El alfa y la omega, el primero y el último, el principio y el
fin» (v.13) lo igualan con Dios; «la raíz y el linaje de David, el lucero brillante de la mañana» (v.16) lo identifican como el
Mesías en quien se cumplen las promesas y que inaugura un día eterno de luz y de vida.
Por eso la exhortación: dichosos los que mantienen la fidelidad y son capaces de percibir los clamores de la humanidad por
el parto de la vida nueva (Rom 8,19-24). Es el clamor universal por la venida del Señor: el de Juan, el de la iglesia, el del
Espíritu y el de todos los sedientos. «El que tenga sed que se acerque y tome gratuitamente agua de vida» (v.17). El Señor viene,
y con él los soñadores, los luchadores, los vencedores, para instaurar una ciudad llena de luz y de vida. ¡Bella utopía hacia la que
camina nuestra historia inhumana, oscura y desconcertante!
1 «Yo soy el que fue y que seré» (Ex 3,14); o «yo soy el que es y que fue y soy el que seré» (Dt 32,39), citado por R. Bauckham,
The Theology of the Book of Revelation, Cambridge 1993, 28s.
3 Cf. E.Schüssler Fiorenza, «Redemption as Liberation: Ap 1,5s and 5,9s», CBQ 36 (1974), 220-232, y la crítica que hace al
respecto A. Feuillet, «Les chrétiens prêtres et rois d’après l’Apocalypse», Rev.Theol. 75(1975), 40-66.
4 Para la asociación entre «sacerdotes» y «servidores» vea Is 61,6 donde se dice: «ustedes se llamarán ‘sacerdotes del Señor’,
dirán de ustedes ‘ministros de nuestro Dios’».
6 The Climax of Prophecy, Edimburgo 1993, 326s. Bauckham dedica todo el cap. 9 al tema: «The Conversion of the Nations».
Las otras ocurrencias de la expresión, aunque no exactamente iguales, son 5,9; 7,9; 10,11; 11,9; 13,7; 14,6; 17,15.
7 El texto griego dice adelfós, sunkoinonós, hermano que comparte o «comulga con», y tiene fuertes connotaciones martiriales
en el libro: 6,11; 12,10.
8 En Asia Menor había otras comunidades cristianas, además de las siete destacadas, en Galacia, Magnesia, Trales y Colosas.
9 No son estrictamente hablando cartas, pues no tienen la estructura típica de una carta (cf. las del NT), sino más bien misivas o
mensajes al estilo de los profetas, como de hecho la forma y el contenido revelan («Así dice....»), además de explicitarse
reiteradamente que quien habla es el Espíritu (2,7.11.17; etc.).
10 Filosofía de cariz religioso que sostenía que la salvación del hombre radica exclusiva, si no primordialmente, en conocerse a
sí mismo (gnosis) y los mecanismos para salvarse, tanto doctrinas como ritos. Eso hacía irrelevante la fe en la persona de
Jesucristo. Es una visión que no ha dejado de asediar al cristianismo.
11 El estudio más minucioso sobre dichas ciudades es el de Colin J. Hemer, The Letters to the Seven Churches of Asia in their
Local Setting, Sheffield 1986.
12 S.R.F. Price, Rituals and Power. The Roman Imperial Cult in Asia Minor, Londres 1983, 254-256.
13 El premio ofrecido al vencedor en la carta a Laodicea nos introduce directamente en el tema del Apoc., a tal punto que
podríamos considerar los caps. 4 y 5 como una grandiosa ampliación de 3,21: «al que salga vencedor lo sentaré conmigo en
mi trono, como yo también vencí y me senté con mi Padre en su trono».
14 Cf. D.E. Aune, «The Influence of Roman Imperial Court Ceremonial on the Apocalypse of John», BR 28(1983), 5-26, y su
comentario, Revelation, Dallas 1997, 310, afirma que la aplicación de títulos a Dios y a Cristo representa una reflexión que se
opone al culto al emperador. Igualmente, E.P. Janzens, «The Jesus of the Apocalypse Wears Imperial Cloths», en SBL.SP
1994, 637-661.
15 Cfr. 1 Re 22,19-23; Is 6,1; Ez 1,26; 1 Enoc 14; 60,1-6; Apoc. de Abrahán 15-18.
17 En la concepción del AT, representada claramente por la literatura sapiencial, sabio es el que teme a Dios y se somete a Él,
por tanto, que le adora sólo a Él; que no pone su confianza en hombres ni se guía por ídolos. Necio es, en cambio, el que se
erige a sí mismo en dios.
18 L’Apocalisse, 167.
19 Mateo sería el hombre, Marcos el águila, Lucas el toro y Juan el león (Adv. Haer 3,11.8). San Agustín, en su De consensu
evangelistarum, 1,6 propone otra identificación. Frecuente es su identificación con las constelaciones del Zodíaco.
20 En relación a los cánticos (4,8.11 y demás), vea el estudio más amplio y contextual de éstos en el capítulo que expresamente
les hemos dedicado.
24 No creemos que sea fundamental, como hace D. Aune, distinguir en este momento entre entronización e investidura. Es
verdad que no se ve al Cordero acceder al trono, porque está ya sentado en el trono, pero los cantos reconocen no sólo su
capacidad de abrir los sellos sino su absoluta soberanía junto a Dios, compartiendo el trono, es decir, el poder y la realeza
(Revelation, 336).
27 Cf. U. Vanni, «La promozione del regno come responsabilità sacerdotale dei Cristiani secondo l’Apocalisse e la Prima
Lettera di Pietro», en Greg 68(1987) 9-56 (= L’Apocalisse, Bolonia 1988, 349-368).
28 «Redemption as Liberation, Ap 1,5s and 5,9s» en CBQ 36(1974), 220-232, y su libro Apocalipsis, visión de un mundo justo,
Navarra 1997, 92-93. Véase también A. Feuillet, «Les chrétiens prêtres et rois d’après l’Apocalypse» en RTh 75(1975), 40-
66 que critica la opinión de Schüssler Fiorenza.
29 The Climax, 243-257. Bauckham basa sus conclusiones en el minucioso estudio de F.D. Mazzaferri, The Genre of the Book of
Revelation Form Source-Critical Perspective, Berlín y Nueva York 1989.
30 Véase el sugerente artículo de J.P. Heil, «The Fifth Seal (Rev 6,9-11) as a Key to the Book of Revelation», en Bib 74 (1993)
220-243.
34 En los momentos en que escribo estas líneas, Europa está asustada ante la locura de una guerra en los Balcanes (mayo 1999).
Dan mucho que pensar el descomunal gasto del armamentismo por un lado y la imparable ola de hambre en el mundo; hay
dinero para la guerra, pero no para la alimentación. Cf. la Declaración de Justicia y Paz.
35 Cf. U. Vanni, «Il terzo sigillo dell’Apocalisse (Ap 6,5-6): simbolo della ingiustizia sociale?», en Greg 59(1978) 691-719 (=
L’Apocalisse, 193-213).
36 Una fuente de información especialmente valiosa es el testimonio de Cicerón en su acusación contra Verres (In Verrem
III,81.84); cf. C. Bedriñán, La dimensión sociopolítica, 147.
37 Ed. Siglo XXI. Se puede ver también el libro de S. Brunel, Seguirán muriendo de hambre, Mensajero 1998.
38 Cf. J.P. Heil, art. cit.; A. Feuillet, «Les martyrs de l’humanité et l’Agneau égorgé. Une interprétation nouvelle de la prière des
égorgés en Ap 6,9-11", en NRT 99 (1977), 189-207.
39 Cf. Apoc. 3,10; 6,10; 8,13; 11,10; 13,8.12.14; 17,2.8. Se trata de todos los alineados con la Bestia, no con el Cordero.
40 Cf. Sal 6,4; 13,2; 74,10; 79,5;; 89,47; 90,13; 94,3; Mal 3,2; Dan 8,13; Zac 1,12. Vea también Sir 35,11-24; Lc 18,7s. La
exigencia de justicia por parte de Dios, en la que se manifieste como veraz, nos recuerda el libro de Job en particular.
41 Juan Pablo II, “Mensaje por los cincuenta años del final de la guerra”, 8 de mayo de 1995.
42 Un cuadro similar se encuentra en la obra apocalíptica conocida como la Asunción de Moisés, 10,3-10.
43 Vea la crítica que hace E. Schüssler Fiorenza en su comentario, Revelación, visión de un mundo justo, a este modo de
entender nuestra sensibilidad un tanto hipócrita, sobre todo cuando resulta insensible ante la injusticia: «Los exegetas, que
generalmente no padecen una opresión insoportable ni se ven atormentados por la aparente permisividad de la injusticia de
parte de Dios, tienden a definir este grito en favor de la justicia como no cristiano y contrario al espíritu del evangelio. Sin
embargo, sólo podremos evaluar en términos teológicos esta pregunta central del Apocalipsis si somos capaces de
comprender la angustia que provoca este grito en favor de la justicia y la venganza divina que restituyan tantas vidas perdidas
y tanta sangre inútilmente derramada» (p. 95).
44 La imagen del sello es altamente evocadora. En Gén 4,15 protege a Caín. En ocasión de la última plaga en Egipto, el ángel
exterminador «brinca» (pesaj) las casas con las puertas selladas con la sangre del cordero (Ex 12,13). En la antigüedad se
sellaban esclavos y soldados como señal de pertenencia. Vea Jn 6,27; 2 Cor 1,22; Ef 1,13; 4,30.
45 En el cristianismo era corriente pensar en términos de la nueva Israel, cuyos pilares eran los doce apóstoles (cf. Mt 19,28;
Stgo 1,1; Apoc. 21,12).
46 R. Bauckham, The Climax, 71; vea todo el párrafo, p.70-83: «Silence in Heaven (8,1)». El autor prueba su afirmación con
abundantes textos de la tradición judía en la que Juan se inspira. La duración del silencio «como de media hora» es, como lo
demás, simbólica: de corta duración.
47 Cf. E. Cothenet, «Le symbolisme du culte dans l’Apocalypse», en su obra Exégèse et liturgie, Paris 1988, 294ss, esp. 298.
48 La «gran montaña (o masa) ardiendo en llamas», que sigue al toque de la segunda trompeta (v.8), recuerda la descripción de
Babilonia en términos similares en Jer 51,24ss. Quizás evoque la erupción de algún volcán, como el Vesuvio, que el año 79
destruyó la bahía de Nápoles. No queda excluido que, para la presentación de la tercera plaga, Juan se inspirase en Jer 9,14,
donde Dios anunció a su pueblo idólatra: «les daré a comer ajenjo (planta amarga y venenosa) y a beber agua envenenada».
49 La inspiración en Joel es evidente por cuanto se ha prestado inclusive la fraseología: el v.7 corresponde a Jl 2,4; el v.8 a Jl 1,6
y el v.9 a Jl 2,5.
50 «Abbadón, el exterminador» es el nombre de una obra de E. Sábato y ha sugerido el título de la película de L. Buñuel «El
ángel exterminador» y tal vez la serie de películas que llevan por título «El exterminador». Pero son todas creaciones
humanas, aunque puedan tener mucho de satánico. Apollíon hace eco a Apolo, dios asociado a emperadores.
51 Las «cuatro esquinas del altar» solían tener cuernos que sobresalen, símbolos del poder divino.
52 Un estudio serio y bien informado en esa línea, tomando como hilo conductor el Apocalipsis, es el de Dale Aukerman,
Reckoning with Apocalypse. Terminal Politics and Christian Hope, Nueva York 1993.
53 La descripción de este ángel se asemeja a la de Jesucristo en la primera visión en 1,13-15, donde también se describen su
vestimenta, cabeza y pies, su voz es potente, y tiene en su mano siete estrellas. Una descripción similar encontramos en 12,1,
la mujer del cielo: el ángel está «envuelto» en una nube (la mujer, del sol), sobre la cabeza tiene un arcoiris (ella, doce
estrellas), sus piernas son como columnas de fuego (ella tiene bajo sus pies la luna), y luego ambos gritan. No son distintas
figuras para una misma representación, pues son personajes diferentes, pero sí nos revelan esas semejanzas la libertad en el
uso de imágenes evocadoras por parte del autor.
54 Con cierta frecuencia se simbolizaba la voz divina con el trueno: 2 Sam 22,14; Isa 29,6; 30,30s; Jer 25,30; Am 1,2; Jl 4,16;
Job 37,2-5; Sal 18,13. En Sal 29,3-9 se compara precisamente con siete truenos.
55 «Librito» traduce el diminutivo biblaridion, que, a su vez, es diminutivo de biblarion. Los estudiosos se preguntan si hay
diferencia entre las dos palabras, cuál es el contenido de ese «librito», y si es el mismo libro que el Cordero tiene en su mano.
Sin olvidar que se trata de un símbolo que puede evocar varias cosas a la vez, el contexto sugiere que el contenido tiene que
ver con el designio de Dios y con el papel profético. Eso es lo que hay que asimilar y proclamar en este momento.
56 Dulzura y amargura en la vida del profeta van juntas: Ez 2,10; 3,14; Jer 15,16-18; 20,8-9.
57 R. Bauckham, The Climax, 265. Véase, más ampliamente, todo el extenso estudio de Bauckham dedicado al tema de «la
conversión de las naciones» en el Apoc., en el que se analiza la fórmula «pueblos, naciones, lenguas y reinos» (p. 326-337).
58 La precisión cronológica de cuarenta y dos meses (11,2), mil doscientos sesenta días (11,3 y 12,6) o un año, y dos años y
medio año (12,14) significan lo mismo: el tiempo de la prueba y de la profecía. Provienen de Dan 7,25; 8,13s y 12,7, donde
se refería a los tres años y medio que el Templo estuvo profanado por Antíoco (Apoc. 10,5 se inspiró también en Dan 12,7).
59 Se sugieren Dan 8,11-14; Zac 2,1-5; 12.3 y Ez 40, o tal vez refleja una tradición sinóptico-apocalíptica que habla de
«Jerusalén pisoteada por los paganos hasta que la época de los paganos llegue a su término» (Lc 21,24).
60 Juan probablemente resalta de esta manera simbólica lo que en el judaísmo se conocía como «el pequeño resto de Israel»
(Isaías), que la tradición cristiana se aplicó a sí misma. Por otro lado, los cristianos son llamados «templo de Dios»: 1 Cor
3,16ss; Ef 2,19ss (vea también Mc 14,58; 15,29.38; 2 Cor. 6,16; 1 Pdr 2,5; Hebreos). La escena de Apoc. 11,1ss
inevitablemente trae a mente la nueva Jerusalén, en el cap. 21. En 20,9 la Iglesia es simbolizada como «ciudad santa», contra
la cual arremeten Satanás y sus huestes.
62 Juan entendía el comportamiento como testigo, como profético, de allí que identifique ambos, profeta y testigo (vea v.6 y 7;
v.3 y 10).
63 El uso simbólico de Sodoma se puede ver en Isa 1,10 o Jer 23,14 hablando al pueblo de Jerusalén. Egipto no es nombre de
ciudad.
64 Una aplicación simbólica del nombre que puede tener una ciudad la dio el Papa cuando, hablando en el campo de
concentración de Brzezinka, junto a Auschwitz, lo llamó «Gólgota del mundo contemporáneo» («Mensaje por los 50 años del
final de la guerra», n.5, del 8 de mayo de 1995). La asociación entre la crucifixión de Jesús y la de hombres en general
(hablamos en símbolo) es elocuente.
65 L’Apocalisse, 321.
66 Las cifras son simbólicas. Tres y medio, mitad de siete, es tiempo de ultrajes e impiedades, como lo fue la imposición impía
de Antíoco IV durante tres y medio años (Dan 12,7). Siete mil viene de siete (totalidad) por mil (gran cantidad), es decir,
muchas personas de toda clase.
67 Sobre todo esto vea el capítulo sobre la composición del Apoc. (= E. Arens, «La composición del Apocalipsis», en Revista
Bíblica 60 (1998), 13-30).
68 Según una extendida tradición judía, el arca de la alianza, que habría sido escondida por el profeta Jeremías, reaparecería al
final de los tiempos (vea 2 Mac 2,4ss).
69 En Dan 10,13.21; 12,1, Miguel aparece como el ángel defensor de los fieles de Yavé, y así también se le considera en la
literatura de Qumrán y en otros escritos apocalípticos.
70 E.M. Blaiklock, Cities in the New Testament, Londres 1965, 105. Se puede ver también C.J. Hemer, The Letters to the Seven
Churches of Asia in their Local Setting, Sheffield 1986.
71 Para detalles y discusión sobre estos y otros mitos afines, vea nuestro estudio monográfico, «El trasfondo judío del
Apocalipsis», y más detenidamente A. Yarbro Collins, The Combat Myth in the Book of Revelation, Missoula 1976, y J. Day,
God’s Conflict with the Dragon and the Sea, Cambridge 1985. Para una visión panorámica reciente, vea P. Farkas, La
«donna» di Apocalisse 12. Storia, bilancio, nuove prospettive, Roma 1997; X. Pikaza, «Apocalipsis XII: el nacimiento
pascual del Salvador», en Salmanticensis 23(1976), 217-256; G.R. Beasley-Murray, The Book of Revelation, Londres 1974,
191-197, para los paralelos extrabíblicos.
72 Vea más detalladamente H. Haag, El diablo. Su existencia como problema. Barcelona 1978.
73 Isa 26,16-17; 50,1; Jer 2,2; Ez 16; Os 2,21; Miq 4,10; también Gál 4,22-27.Pueblos eran representados por figuras femeninas
en la antigüedad, incluyendo diosas, de las cuales Roma y Atena son famosas.
75 Diablo y Satanás son nombres prácticamente sinónimos para la misma figura. Diablo es en lengua griega, que literalmente
significa acusador o difamador. Satanás es en hebreo y significa adversario, una especie de divinidad del mal. Se trata de
personificaciones de poderes adversos externos al hombre, a no confundir con demonio, que denota las fuerzas destructoras
internas en el hombre (siempre en plural), que se expulsan por exorcismo.
76 Lecturas tipológicas son frecuentes en la tradición cristiana, como, por ejemplo, cuando en la liturgia leemos textos de los
libros de Judit o de Ester, que no tienen nada que ver con María, pero la liturgia hace una lectura mariológica de ellos. Si bien
legítima, no es una lectura válida en relación al mensaje del autor inspirado para sus receptores inmediatos, para quienes
escribía. Vea al respecto nuestras observaciones en El escándalo de la Palabra, Lima 1997, cap. IV.
77 Notemos que no hay referencia alguna a su vida terrena y, especialmente, a su muerte salvadora. Esto se comprende si Juan
no se estaba refiriendo al nacimiento humano de Jesús y si el «hijo varón» representa a la comunidad de santos que ya están
gloriosamente en el cielo (donde se sitúa la visión), cuyo primogénito es Cristo.
78 El dragón se sitúa sobre el mar: el mar es el lugar de donde proviene el mal, por eso al final «el mar ya no existe» (21,1). En
la mitología, el mar siempre denota el caos, con dragones. También en Dan 7,2s se mencionan bestias que «salen del mar».
Vea las referencias mitológicas a dragones en Sal 74,13; 88,10; Isa 27,1; 51,9; Ez 29,3; 32,3; Odas de Sal. 22,5; el mito del
dragón Bel en Daniel 14. Conocidos en la mitología judía son los dragones Leviatán y Rahab, uno del mar y otro de la tierra;
vea p. ej. Job 40-41.
79 Para toda esta sección se puede consultar ahora la tesis de Javier López, La figura de la bestia, entre historia y profecía (Ap
13,1-18), Roma 1998. Vea también A. Yarbro Collins, op. cit., que incluye paralelos de la mitología, así como una discusión
sobre la figura de Nerón.
80 Juan se ha inspirado particularmente aquí en Daniel 7. Estas son las alusiones más claras: v.1 a Dan 7,2s.7; v.2 a 7,3-6; v.4 a
7,6.12; v.5 a 7,8.25; v.6 a 7,25; v.7 a 7,21. Vea más detalladamente G.K. Beale, The Use of Daniel in Jewish Apocalyptic
Literature and in the Revelation of St John, Nueva York 1984, especialmente p. 229-244.
81 Vea al respecto, además de lo ya dicho, P.J.J. Botha, «God, emperor worship and society», en Neotestamentica 22(1988), 87-
102, y más ampliamente S.R.F. Price, Rituals and Power. The Roman Imperial cult in Asia Minor, Cambridge 1984.
82 Tácito, Historia 2,1.8; Suetonio, Nerón, 51; 57,2; Oráculo sibilino iv,119122.137ss; v,143-147.364-367; Dión Crisóstomo,
Orat. 21,10; Dión Casio, 63,9.3; 66.19.3. Vea al respecto, ampliamente, R. Bauckham, The Climax, 423-445.
83 La bestia no puede ser Nerón, al menos en su reinado (54-68), porque se refiere a él como «que estuvo herido de muerte pero
sanó», es decir, tiene que ser alguien posterior a la sublevación que le costó la vida, a partir de la cual se tejió la leyenda de
su huida. Es por lo mismo que en 17,11 se dirá que la bestia «es uno de los siete, aunque es el octavo», como veremos.
85 En la mitología judía, Leviatán era el monstruo del mar (Isa 27,1; Sal 74,13s; Job 40,25), y Behemot era el monstruo de la
tierra (Job 40,15ss; 1 Henoc 60,7s; 4 Esdras 6,49ss).
86 Una buena idea de lo que es este «sistema» personificado nos la da George Orwell en su novela «1984», donde la
omnipresencia de carteles del Hermano Mayor sigue con la vista a las personas. El arte de camuflar las cosas aparece en los
eslóganes como «El Hermano Mayor te está vigilando», «la guerra es paz, la libertad es esclavitud, la ignorancia es fuerza» o
el nombre y las funciones asignadas a los ministerios: el Ministerio de la Verdad (oficial, por supuesto), el Ministerio de la
Paz, que se encarga de la guerra, el Ministerio del Amor, que mantiene la ley y el orden, y el Ministerio de la Abundancia,
para regular la economía (escasez).
87 Ese era el lema en las hebillas de los soldados nazis. El camuflaje de la verdad lo sugiere la película de R. Benigni «La vida
es bella».
88 Juan Pablo II, Mensaje por los 50 años del final de la guerra, nº10, subrayado en el original.
89 Cf. J. López, La figura de la bestia, 224. Para iluminar esa fidelidad «fanática» que Juan propone como opuesta a la
adoración de la imagen, se puede recordar la resistencia de ciertos grupos religiosos incluso a hacerse fotografías o cuadros
de sí mismos o de las personas queridas, porque son expresión de idolatría.
90 Cf. P. Prigent, «Au temps de l’Apocalypse. II, Le culte impérial au 1er siècle en Asie Mineure», en RHPR 55(1975), 215-235,
y el capítulo que hemos dedicado al tema.
91 Un buen ejemplo de esta situación de desventaja, incluso económica, de los cristianos como ciudadanos del imperio podría
ser la situación en Europa de los así llamados «extracomunitarios», que no tienen el pasaporte ni se benefician de las ventajas
económicas de pertenecer a la comunidad europea y que muchas veces no son bien deseados ni acogidos. Vea más
directamente Julio de Santa Ana, La práctica económica como religión, San José (Costa Rica) 1991.
93 La identificación del «nombre de un hombre», o sea una persona concreta, no una institución o un imperio como tal en sí
mismo, que sin embargo sea calificada como «la bestia» (cuya cifra es 666), imagen que se refería fundamentalmente al
imperio -pero que tiene siete cabezas, que son sus gobernantes (un imperio)-, es comprensible por cuanto una nación es
representada por su gobernante y viceversa. La plasticidad de las imágenes es uno de los rasgos de la apocalíptica. De hecho,
en 17,9, la misma imagen de las siete cabezas es expresamente referida como símbolo de las siete colinas (Roma) y también
de los siete reyes que gobiernan Roma. Por otro lado, es notorio que la palabra griega therion, bestia, en letras hebreas suma
también 666.
94 Vea al respecto R. Bauckham, The Climax, 384-407. El hebreo se escribe sin vocales. Algunos manuscritos han puesto, en
lugar de 666, la cifra 616, correspondiendo así a la escritura latina de Nerón, que es sin la «n» final, letra que en el alfabeto
griego equivale a 50. El hecho de que Juan pudiese esconder el nombre de la bestia en el idioma hebreo, tampoco sorprende,
por cuanto en varias ocasiones ha usado nombres en ese idioma: Abaddón (9,12), Harmaguedón (16,16), y amén, maranata.
Juan recurrió a este criptograma probablemente por prudencia, para evitar que su libro pudiese ser utilizado por paganos
como prueba irrefutable de su oposición al emperador.
95 La identificación del Papa con el 666 se basa ya sea en malabares interpretativos en torno a algún elemento descriptivo de la
bestia (testigos de Jehová) o a su supuesto título en latín «Vicarius filii Dei» (adventistas y afines). Sin embargo, esto adolece
de varios errores: 1) Apoc. 13,18 habla «la cifra de un hombre», no de un título; 2) en caso de tratarse de un Papa, no dice
cuál de ellos sería; 3) el título usado tradicionalmente por el Papa ha sido «Vicario de Cristo» (no «del hijo de Dios»); y 4)
«iu», en vicarius, en latín equivale a 4 («u» en latín es idéntico a «v»), no a 1 + 5, con lo cual no suma 666. Con la misma
lógica podríamos decir que la gran profetisa de los adventistas, Ellen Gould White, es el 666, pues eso es lo que suman las
letras de su nombre en equivalentes latinos (w = doble v). Finalmente, identificar el 666 con el «anticristo» es incorrecto, por
cuanto este calificativo no ocurre en el Apoc., sino en 1 Jn 2,18; 4,3 y 2 Jn 7, donde se refiere a falsos profetas dentro de la
comunidad, no a una «bestia», que no es parte de la comunidad.
96 El monte Sión en la tradición profética y apocalíptica es la ciudad de Dios, el lugar donde Él o el mesías reunirá a los
salvados y desde donde juzgará a las naciones para inaugurar allí su reino. Posteriormente, en el cap. 21, se presentará a la
Jerusalén celestial (Sión y Jerusalén -de la que es partea menudo eran intercambiados).
97 Por cierto, la siega era una metáfora también para el juicio condenatorio (Isa 17,5; Jer 51,33; Os 6,11). Es lo que sugiere el
texto de Joel 4,12. Notemos que, en contraste con la cosecha de la vid, la imagen de la siega no indica qué se hace con lo
cosechado, si se guarda en graneros o previamente se pasa por la criba para separar el grano de la paja.
98 Es la tercera vez que aparece un ángel asociado a un fenómeno natural. Recuérdense los ángeles de los vientos (7,1) y el
ángel del fuego (14,18).
100 The Book of Revelation, Grand Rapids 1977, 307. Como ejemplo de esa universalización de lo concreto, propia del símbolo,
recordemos una vez más el ejemplo de C. Vallejo en «España, aparta de mí este cáliz», en el que la guerra española es más
que la guerra concreta.
101 La predilección por el nombre «Babilonia» para referirse a Roma (vea 1 Pdr 5,13) se debe al hecho de que antaño había sido
la gran ciudad pagana que invadió militar y culturalmente a Judá, geográficamente rodeada de ríos y canales, famosa por su
pompa y fasto producto de su imperio económico. Su memoria quedó indeleblemente presente. Nada de extraño que para los
cristianos Roma fuese vista como una nueva Babilonia, como Domiciano fue visto como un nuevo Nerón que, a su vez,
recordaba a Antíoco IV, aguerridos enemigos de Dios.
102 Cf P. Richard, Apocalipsis. Reconstrucción de la Esperanza, San José de Costa Rica 1994, 159ss.
106 Es pensable que Juan tuviese en mente una alianza de reyes «del Oriente», de Partia, en sintonía con la leyenda del retorno
de Nerón precisamente desde allí. Ese es quizás el sueño punitivo de Juan expresado en la sexta copa de la ira de Dios: «el
gran río Eufrates se secó, de modo que el camino de los reyes que vienen de Oriente quedó libre» (16,12).
108 Valga esta nota para alertarnos que estamos ante una composición literaria. Aunque se presenta como una visión (v.1), el
contenido del capítulo es un amplio oráculo al estilo de los profetas (v.2: «gritó una voz potente...»). Está compuesto este
capítulo como un grandioso mosaico de frases y alusiones tomadas de Isaías, Jeremías y Ezequiel. Se observa un frecuente
cambio de tiempos verbales: los v.1-3 nos sitúan en el pasado, el v.4 pasa abruptamente al futuro y el v.11 retrotrae al
presente. Mientras que en el v.2, como ya antes, se anuncia que Babilonia «ya cayó», en el v.8 se advierte que «en un solo día
vendrán (futuro) sus plagas».
110 Una conmovedora meditación a partir de Apoc. 18 sobre la realidad humana que se vive en África por el tiránico imperio de
la economía la ofrece el misionero Zanotelli, Leggere l’Impero, Molfetta 1996.
111 Para la relación entre fornicación y economía se puede ver I. Provan, «Foul Spirits, Fornication and Finance: Revelation 18
from Old Testament Perspective», en JSNT 64(1996), 81-100.
114 Citado por C. Bedriñán, o.c. 254. Sobre la opulencia denunciada por Juan, con sus raíces y secuelas, vea en particular el
amplio capítulo dedicado a él por Bedriñán, cap. V, y por R. Bauckham, The Climax, cap. 10: «The Economic Critique of
Rome in Revelation 18».
115 O.c., 330. Según Flavio Josefo, con la conquista de Jerusalén, 67.000 judíos fueron hechos esclavos (Guerra Judía 6.420).
116 Mt 23,35 habla también de «toda la sangre derramada sobre toda la tierra». Cf. C. Bedriñán, o.c., 276; A. Yarbro Collins,
«Revelation 18: Taunt-Song or Dirge?», en J. Lambrecht (ed.) L’Apocalypse johannique et l’Apocalyptique dans le Nouveau
Testament, Gembloux 1980, 199; G.K. Beale, o.c., 924.
117 Tal vez las dos escenas, de 19,9-10 y 22,6-9, son escenas paralelas que concluyen la presentación del destino de las dos
ciudades, de Babilonia y de la nueva Jerusalén. Las dos contienen una bienaventuranza y una orden de no adorar al ángel.
118 En el v.12 dice llevar un nombre «que nadie conoce», y sin embargo Juan parece conocerlo («palabra de Dios»):
¿contradicción? No, pues ese nombre, «palabra de Dios», no dice otra cosa sino que Él es quien da a conocer a Dios al
mundo, quien hace que se cumpla la voluntad de Dios. De eso se trata: Jesús es quien ejecuta la voluntad de Dios.
119 Ese salmo ha sido citado en 19,15; 2,16; 12,5, y la expresión «reyes de la tierra» ha aparecido en 1,5, 6,15, 16,14, 17,2, 18,3.
120 Pero, ¿no revela nuestra historia una excesiva obsesión de los creyentes por la presencia del diablo y no tanto por el
compromiso por el bien y por la vida? Se vive notoriamente bajo el signo del miedo y no de la confianza.
121 Vea J. Webb Mealy, After the Thousand Years, Sheffield 1992.
122 «Por tanto, afirmar que el reino mesiánico dura mil años significa, en lenguaje simbólico, que restaura las condiciones de la
vida paradisíaca que se habían perdido con la caída», asegura P. Prigent, L’Apocalisse, 605. Se puede ver Isa 65,17s, donde se
habla del paraíso recuperado y se usan números simbólicos para hablar de la vida en plenitud (v.20.22).
123 En el v.4 se habla en pasado (reinaron), mientras en el v.6 se habla en futuro (reinarán). Es un cambio constante en el autor,
que mira el tiempo desde Dios (v.8.9).
125 Aunque desaparecen el cielo y la tierra, el mar queda todavía para entregar los muertos. No es contradicción y falta de
lógica, sino lógica del símbolo del mar como lugar amenazador y caótico que también debe desaparecer (20,13; 21,1).
126 La mención específica en el v.13 del mar como lugar de muertos corresponde a la creencia de que los que morían en el mar,
por no haber sido enterrados, no tenían acceso al lugar de los muertos, el Hades, al cual se ingresa por la tierra, pues se
pensaba que se encuentra debajo de ella.
127 Cf. 7,10; 10,7; 11,15.16; 12,10. Una detallada presentación de conjunto del capítulo final del Apoc. se encuentra ahora en el
libro de F. Contreras, La nueva Jerusalén, esperanza de la Iglesia, Salamanca 1998.
128 Los textos en que Juan se inspira son Is 65,16-19; 25,8 y Lev 26,11.
129 Otros textos donde aparece una lista de vicios contrarios a la vida cristiana son Rom 1,28-31; 1 Cor 6,9-11; Gál 5,19-23 y
Col 3,5-8.
130 En esta nueva descripción de Jerusalén se encuentra una serie de duplicaciones con respecto a la anterior: a) el intercambio
entre la imagen de esposa y ciudad: 21,2/21,9s; b) la morada del Señor con los suyos: 21,3/21,22s; c) la afirmación de la
veracidad de las palabras: 21,5/22,6; d) la autodefinición de Dios como alfa y omega: 21,6/22,13; e) Dios como fuente de
agua de vida: 21,6/22,17; f) la exclusión de los paganos e indignos: 21,8/22,15. Reiteraciones y repeticiones de visiones son
comunes en la apocalíptica, como ya hemos visto antes con respecto a las series de plagas y los cánticos triunfales.
131 Un ejemplo de la imposibilidad de visualizar algo sin incurrir en contradicciones es caer en la cuenta de que en un mundo
donde el cielo y la tierra han desaparecido (21,1) no es posible encontrar una alta montaña para ver (21,10).
132 En el momento de escribir estas líneas sobre la ciudadanía universal de la nueva Jerusalén, los periódicos y la televisión nos
presentan diariamente las largas filas de prófugos de la guerra del Kosovo. Una información de un periódico de estos días
habla de 23 millones de inocentes obligados a huir de sus casas en nuestro mundo que se apresta a inaugurar un nuevo
milenio («Il Corriere della sera», 3 de abril de 1999). La información la toma de «ONU, International Institute for Strategical
Studies, Human Rights Watch». La utopia de la Europa unida y de la humanidad unida queda muy lejos.
133 La idea del agua brotando de Jerusalén como signo de la presencia vitalizadora de Dios se encuentra también en otros textos
del AT: Joel 4,18; Zac 14,8; Sal 56,5. Véase también Jn 7,37s.
134 Ver el rostro de Dios es el gran deseo del hombre religioso del AT: Sal 17,15; 27,8-9; 31,17; 42,3; 89,16; 147,7.8.
TEMAS TEOLÓGICOS
1
del Apocalipsis
El libro del Apoc. está lleno de aclamaciones y es la obra del NT que más
cánticos incluye: más de una docena. Los himnos que encontramos en este libro son
composiciones literarias con contenidos altamente significativos, y el espíritu o tono
invita a los oyentes a unir sus voces a las de los que los entonan en la obra. Todos
están enmarcados en un contexto de sabor litúrgico y juegan un papel muy
importante en su contexto. Son un comentario poético a la narración y ayudan a
comprender e interpretar la trama del Apoc. Por eso, en este capítulo vamos a centrar
nuestra atención en ellos, pero observando más sus contenidos que sus formas
literarias o su origen1.
1. Caracterización general
en el cap. 4 hay 2,
en el cap. 5 hay 3,
en el cap. 7 hay 2,
en el cap. 11 hay 2,
en el cap. 12 hay 1,
en el cap. 15 hay 1, y
en el cap. 19 hay 2.
El peso en este breve primer cántico recae en la afirmación de que Dios es «el
que ha de venir» -y pronto-, una verdad reiterada en el Apoc. en todos sus niveles.
Esa venida es de carácter escatológico, que pasa por el juicio a las naciones. Por eso
está sentado en el trono -presto a juzgar. La proclamación de Dios como «santo»,
igual que en Isaías, es la razón fundamental por la cual Dios actuará de justo juez,
como se cantará a lo largo del Apoc. (cf. 6,10; 15,4; 16,5). Su pueblo ha de ser
«santo como yo soy santo» (Lev 11,44; 19,2; 20,26; cf. 1 Pdr 1,16). Por esa razón los
fieles son frecuentemente llamados «santos». De hecho, las visiones de estos
capítulos (inspiradas en Daniel 7) proporcionan el ambiente que orienta la atención
sobre el papel judicial de Dios, en razón de su intrínseca soberanía, resaltada en ese
primer cántico y complementada en el siguiente.
El segundo cántico aparece como una antífona que responde al primero.
Temáticamente es un complemento del anterior. Es un himno de alabanza a Dios
porque Él es el creador de todo lo que existe, lo cual lo distingue de cualquier otro
«soberano»:
«Digno eres, Señor y Dios nuestro,
de recibir la gloria y el honor y el poder,
porque tú creaste todas las cosas
y por tu voluntad eran y fueron creadas» (4,11).
Por ser creador de todo es Señor y Dios, y por lo mismo eventualmente juzgará al
mundo, y es por eso que él, y no otro, es digno de recibir «la gloria y el honor y el
poder». Estos dos cánticos constituyen el reconocimiento de la majestad y la
soberanía de Dios, que ellos afirman y proclaman, ya que, en la mentalidad semítica,
esas cualidades son reales sólo en la medida en que sean admitidas por otro.
b) La escena paralela del cap. 5 que presenta al Cordero incluye también dos
cánticos de alabanza. En el primero el Cordero es alabado por los mismos que
cantaron las alabanzas a Dios, los más cercanos al trono: los cuatro seres vivientes y
los veinticuatro ancianos. Ellos lo reconocen como al único «digno» de tomar la
historia en sus manos (el rollo), porque él se insertó en ella, lo que le valió ser
«degollado», y así constituyó un reino para nuestro Dios. La escena está llena de
alusiones al éxodo, por eso es «un cántico nuevo» que canta la accion liberadora de
Jesucristo:
«Digno eres de tomar el rollo y de abrir sus sellos,
porque fuiste degollado y rescataste para Dios con tu sangre
(a hombres) de toda tribu y lengua y pueblo y nación.
Y los hiciste para nuestro Dios un reino y sacerdotes,
y reinarán sobre la tierra» (5,9s).
Son siete prerrogativas, con matiz de absolutez y de totalidad, tres de las cuales
se han aplicado a Dios en 4,11: gloria, honor y poder. Este canto recapitula lo
aclamado en los dos anteriores.
La introducción «digno eres... (axios ei)», que caracteriza a éste y los anteriores
cánticos, se reservaba en el mundo helénico para personas encumbradas,
particularmente para los benefactores (cf. Lc 7,4), por lo que cabe preguntarse si
Juan la usó en un sentido polémico frente a las autoridades políticas: Dios y el
Cordero son los únicos «dignos» de tales alabanzas y honores (cf. 5,4)6.
La escena de estos dos capítulos concluye con una doxología en boca de «todos
los seres creados», que es una buena síntesis de lo expresado en estas visiones: la
soberanía absoluta es de Dios y del Cordero («...por los siglos de los siglos»).
Este último cántico encierra una tácita invitación a los lectores a unir sus voces a
la de «todos los seres creados» (v.13a). De aquí que la asamblea de la corte celestial
replique «amén». Es un «amén» que abarca todo lo cantado a Dios y su Cordero en
estos capítulos, pero es una proclamación de fe desafiante y provocadora.
Este cántico triunfal afirma una verdad reiterada ya en el AT: Dios, el que está
«sentado en el trono» (cf. cántico anterior), es el único salvador de su pueblo. Lo
novedoso es la inclusión del Cordero, con lo que la confesión se hace cristiana. Eso
se debe a que la salvación se da por mediación de aquel que recibió el rollo, el
mesías, el Cordero. Este cántico explicita lo que hast ahora era un supuesto en el
Apoc., a saber, que la salvación se debe a Dios y al Cordero, no a iniciativas
humanas.
A ese cántico triunfal responden asintiendo con el gesto y la palabra los que
conforman la corte celestial: «se postran, adoran y aclaman» a Dios:
«Amén.
La bendición y la gloria y la sabiduría y la acción de gracias
y el honor y el poder y la fortaleza a nuestro Dios
por los siglos de los siglos. Amén» (7,12).
En tan breves frases esta aclamación triunfal sintetiza una convicción profunda
de la fe cristiana, de carácter escatológico, que ya era tema en la predicación de
Jesús: la soberanía absoluta y universal, tanto en el espacio («del mundo», donde
viven los hombres) como en el tiempo («por los siglos»), es de Dios. Al igual que en
7,10 con respecto al Cordero, la mención del mesías ha sido introducida (observe que
se mantiene el singular: «Él reinará...») a modo de complemento para subrayar una
convicción explícitamente cristiana, el mesianismo de Jesucristo8. Ese reinado
contrasta con el poder temporal romano. En esta breve aclamación está resumido el
tema del Apoc. Lo notorio es que la presenta como un hecho: mira del presente («ha
venido a ser») hacia el futuro («reinará»)9.
La comunidad creyente, invitada naturalmente a unir sus voces a las de los coros
mencionados en el Apoc., al hacer suyos estos cánticos reafirma la certeza del triunfo
de Dios sobre «las naciones» y el juicio sobre el mundo que implica la recompensa
de los que le son fieles y el castigo a «los que destruyen la tierra». Con ese tono
triunfal podría terminar el Apoc.
Este cántico, entonado en el cielo pero con la mirada extendida hacia la tierra,
consta de dos partes. La primera parte es un cántico de victoria para los que están en
el cielo; la segunda es un breve lamento por los que todavía están en la tierra,
víctimas de la persecución desatada por el dragón. La primera parte incluye dos
paneles: la inauguración del reinado definitivo de Dios y su mesías, la victoria de los
fieles seguidores del Cordero en el cielo. Lo nuevo del canto es que implica a la
iglesia en el mismo conflicto del Cordero y en el mismo testimonio hasta derramar la
sangre. La salvación y el testimonio fiel son ya un hecho del pasado, pero deben ser
aún asimilados por la comunidad. Por eso el lamento, en la segunda parte, es para el
lector una advertencia, acompañada de un consuelo: la victoria sobre el diablo se
obtiene sólo por la fidelidad en el seguimiento del Cordero, sin límites (v.11), aunque
al diablo «le queda poco tiempo».
Al igual que en anteriores cánticos a Dios, encontramos la inclusión del mesías
como merecedor de alabanza, en este caso por su «potestad» (exousía): él es el
agente de la liberación.
Como Juan indica, este cántico puede ser considerado a la vez como «el cántico
de Moisés» y «el cántico del Cordero» (v.3a), dos calificativos interpretativos que
comparan la obra de Cristo con la de Moisés en el éxodo: obra de liberación.
Resaltan también la realeza de Dios como «rey de las naciones» (Cfr Ex 15,18).
En resumen, el cántico de 15,3s afirma una «buena noticia» para los cristianos:
así como Dios liberó a Israel del faraón, así liberará a sus fieles de «la bestia», pues
al final impone su justicia. Como en Ex 15, esta es la aclamación más sentida de la
soberanía liberadora de Dios. El carácter escatológico de este himno es evidente:
«todas las naciones vendrán y se postrarán ante Él» -tema tradicional en el judaísmo
con respecto al reinado de Yavé en Sión.
g) El cap. 19 incluye una secuencia final de cánticos triunfales que nos recuerdan
a los del cap. 4. Nos volvemos a encontrar con los veinticuatro ancianos y los cuatro
seres vivientes (v.4), además de la multitud en el cielo. Podemos distinguir dos partes
muy marcadas en el canto: una mira al pasado y empalma con lo anterior (19,1-3),
identificando contra quién se ha hecho justicia, la otra mira al futuro (19,6-8), a la
perspectiva de la fiesta y de la boda. En medio de esas dos partes, la voz del cielo
invita a todos, grandes y pequeños, a alabar a Dios (19,5).
Las voces son de aquellos que esperaban la venganza divina: «vengó la sangre de
sus siervos» porque «verdaderos y justos son sus juicios» (cf. 16,6d; 6,10). Es
llamativo que este cántico no se encuentra después de la derrota de la bestia y sus
secuaces. Pero eso obedece al hecho de que, más que personajes concretos, son las
grandes instituciones, «la gran meretriz», Babilonia (Roma), «la que corrompía la
tierra», como expresamente dice el cántico. La destrucción de Babilonia es
preámbulo de la aniquilación de la bestia y sus allegados; la comunidad la da por
segura, como en otros textos (prolépticos) del Apoc.
Como respuesta a la invitación de «una voz que salió del trono diciendo «Alaben
a nuestro Dios todos sus siervos y los que le temen», una «numerosa multitud», que
ahora incluye al resto de los fieles, exultante aclama:
«¡Aleluya!
Porque ha comenzado a reinar el Señor nuestro Dios,
el todopoderoso.
Alegrémonos y regocijémonos y démosle gloria,
porque ha llegado la boda del Cordero,
y su esposa se ha preparado,
y le ha sido dado vestirse de lino resplandeciente, puro» (19,6-8).
Por ser los cánticos finales, éstos tienen una importancia particular en relación al
Apoc. como totalidad. Desde el vocabulario mismo, y la cantidad de veces que a lo
largo de este capítulo se exclama ¡aleluya! (v.1,2,4,6), es evidente que son cánticos
de exuberante alegría, como corresponde a un triunfo definitivo. Así como los
cánticos de los cap. 4 y 5 introducían a Dios, con su mesías, como soberano y justo
juez, por lo que ambos eran alabados, en los cánticos finales Dios es alabado por la
realización de su justicia y por «la boda del Cordero» con sus siervos. Triunfa el
Dios fiel a su alianza con la humanidad.
Como hemos visto, los cantos del Apoc. se encuentran ubicados en lugares
«estratégicos», resaltando momentos importantes en la trama y explicitando el
sentido del contexto en el cual están situados. Por eso no son superfluos o simples
cantos que pueden ser eliminados.
En todos los capítulos del Apoc. donde hallamos dos o más cánticos hemos
observado que estos siempre están entrelazados, a menudo el segundo es una
antífona que hace eco o amplía el anterior, pero siempre a modo de respuesta
complementaria. Además, todos los cánticos están entretejidos con las narraciones;
en algunos casos éstas tienen la función de ambientar los cánticos, que son el
elemento más importante, como es obvio en el cap. 7, y también en 5,8-14 y 19,1-8.
De una u otra forma, los cánticos son medios de expresión solemne del
significado escatológico de los acontecimientos expuestos en el Apoc., destacando
cada uno, expresa o tácitamente, facetas diferentes. Son parte integral, en otro
lenguaje, del mensaje que Juan quería compartir con su comunidad.
Por ello, no extraña que, si bien los cánticos tienen una función hermenéutica,
interpretativa, no es siempre ésa la única ni la primordial. En efecto, la función de
varios cánticos parece ser más bien evangélica, por cuanto contienen una «buena
noticia» para los creyentes a quienes Juan se dirige: Dios es Señor y se manifestará
como tal, juzgando a todos sus enemigos -como en el judaísmo se espera de Yavéy
afirmando su trono para siempre, donde estarán el Cordero y «su esposa», la
comunidad de creyentes (5,9s; 11,15; 12,10ss; 15,3ss; 19,6ss). Esta «buena noticia»
es altamente significativa para una comunidad que vive en un clima de
hostigamientos, inclusive persecuciones, por razón de su fe en Jesucristo. Su mensaje
se puede expresar con un conocido refrán: «el que ríe último, ríe mejor».
Los himnos tienen una función hermenéutica innegable, pero también una
función no menos importante de proclamación y de celebración para afianzar la
certeza de la victoria y para alentar la perseverancia. Por eso todos los cánticos
tienen un sabor triunfal y alegre. Es una alegría obvia, hasta verbalmente explicitada,
debida a la salvación obtenida o asegurada, es decir, es de carácter soteriológico.
Todos por eso están en boca de quienes se encuentran en el cielo, sean ángeles,
multitudes salvadas, ancianos -en 5,13 se incluye al resto de la creación. Todos son
respuesta a alguna acción de Dios o de Cristo. Es natural el recurso a cánticos, pues
la mejor manera de expresar alegría triunfal es el género hímnico. Ya desde antiguo
se recurría a ese género para cantar la salvación; basta que recordemos los salmos.
Un cántico con notables ecos en el Apoc. es el de David según 1 Crónicas 29:
Todos los cánticos, excepto los del cap. 5, se centran en Dios, son teológicos. Eso
corresponde a la soberanía de aquel que es único «Señor de señores, Rey de reyes».
Pero se debe observar que el mesías-Cordero es inseparable de Dios: es su mesías
(11,15; 12,10; cf. 7,10; 19,6ss).
1 Un detallado estudio del probable origen de los cánticos, así como de su contexto
litúrgico, es el de J.J. O’Rourke, «The Hymns of the Apocalypse», en Catholic
Biblical Quarterly 30 (1968), 399-409. Según él, son de origen litúrgico, ya
existían como tales cuando Juan escribió el Apoc., y en partes adaptó los
siguientes: 1,4.5.8b; 4,8b; 7,12.15-17; 11,15.17s; 19,5.6b-8. Véase también
J.M.Ford «The Christological Function of the Hymns in the Apocalypse of John»
en Andrew University Seminar Studies 36 (1998) 207-229.
2 Apoc. 1,6 («...a él [Jesucristo] la gloria y el poder por los siglos de los siglos.
Amén»), aunque tiene la forma de una breve aclamación, incluso terminando con
«amén», es una especie de apéndice en forma litúrgica, pero parte integral de la
narrativa, razón por la que lo he excluido.
8 La soberanía de Yavé como rey ya era afirmada en Ex 15,18; 1 Sam 12,12; Sal
145,11ss; Isa 24,23; 33,22; Miq 4,7; Sof 3,15; Zac 14,16s. La esperanza
manifiesta en el Apoc. sobre la soberanía de Dios al final de los tiempos
corresponde a la escatología veterotestamentaria.
10 Aquí, como en otros sitios del Apoc., se recurre a términos hebreos de particular
significado. Aleluya es una expresión típica en cánticos litúrgicos, que
literalmente significa «alaben a Yavé» (halleluyah). «Ya» es apócope del nombre
de Dios, Yahwéh.
2
las bienaventuranzas,
Presentación
1) 1,3: «Dichoso el que lee y los que escuchan las palabras de la profecía y hacen
caso de lo escrito en ella, porque el tiempo está cerca».
5) 20,6: «Dichoso y santo aquel que tiene parte en la primera resurrección. Sobre
ellos no tiene poder la segunda muerte, sino que serán sacerdotes de Dios y de
Cristo, y reinarán con él los mil años».
6) 22,7: «Miren que voy a llegar enseguida. Dichoso el que guarda las palabras
de la profecía contenida en este libro».
7) 22,14: «Dichosos los que lavan sus túnicas para tener derecho al árbol de la
vida y poder entrar por las puertas a la ciudad».
Explicación
El tema de los vestidos, como expresión del comportamiento cristiano, nos lleva
a la siguiente bienaventuranza (19,9). Es el don de Cristo resucitado a su esposa, a la
que «le han regalado un vestido de lino puro, resplandeciente. El lino representa las
buenas obras de los santos» (19,8). El contexto es el juicio a Babilonia, pero desde la
perspectiva de los vencedores a los que se les invita a unirse a la multitud del cielo
en la celebración de la victoria: «Ha empezado a reinar el Señor, nuestro Dios, el
todopoderoso. Alegrémonos y regocijémonos y démosle a Él la gloria porque ha
llegado la boda del Cordero» (19,7). En este contexto, el ángel manda escribir al
vidente diciéndole: «dichosos los invitados a la boda del Cordero» (19,9).
Se trata, una vez más, del presente de la vida cristiana, inaugurada por la
resurrección de Cristo de la que participa el cristiano. Por eso él vive, ya desde
ahora, como resucitado, testigo de la vida definitiva, sobre la cual no tiene poder «la
segunda muerte», la que resulta de la condenación eterna lejos del Señor de la vida,
pues excluye de la Jerusalén celestial. El inicio de la vida cristiana es el inicio de la
resurrección primera y única, que dura para siempre. Esa vida nueva es definida
como participación en el sacerdocio y en el reinado de Cristo. A los cristianos se les
llama santos en este contexto, porque hace referencia a Ex 19,5 y se señala que han
sido consagrados por el Señor para la doble tarea del sacerdocio y del reino. Es un
sacerdocio al servicio del reino que implica una vida dedicada a hacer triunfar ese
reino. Por eso ese sacerdocio y reino no se pueden disociar del ser testigos de Jesús y
de la palabra de Dios y no ceder ante la seducción de la bestia y su propaganda
(20,4). Ellos participan del reino, viven la salvación y juzgan al mundo.
Por eso, al final del libro, el Señor de la Iglesia advierte a su comunidad que hay
dos modos de vivir de cara a su venida: el de los creyentes y el de los demás. Estos
últimos son enumerados, como lo había hecho antes en 21,8, cuando advertía que «el
que salga vencedor heredará todo esto». Se trata de vencer la seducción perenne que
representa la bestia y su mundo, tipificado ahora como el mundo de «los perros, los
hechiceros, los lujuriosos, los asesinos, los idólatras y los que aman y obran la
mentira» (v.15). Todos se concentran en la idolatría, que se basa en un mundo de
mentira y produce violencia y muerte. Los cristianos no son de ese mundo, pero
viven rodeados por él y en conflicto con él.
La liturgia en el Apocalipsis
El texto da ciertamente pie a pensar así. El libro comienza con una especie de
diálogo litúrgico que presupone la presencia de una asamblea que escucha la lectura.
“Bienaventurado el que lee y los que escuchan esta profecía” (1,3). Se trataría de un
escrito enviado a las iglesias para ser leído en las reuniones dominicales (Ap 1,10). A
la misma conclusión se llega analizando el final del libro, donde, aparte de la
presencia de los oyentes, se concluye con una aclamación corriente en las asambleas
cristianas: “Maranatha” (Ven, Señor Jesús) (Ap 22,20; 1 Cor 16,22 y Didaje X,6)3.
En el saludo inicial se alaba a Cristo porque ha hecho de los creyentes “sacerdotes
para su Dios” (Ap 1,6) y al final del libro se dice de los que entran en la nueva
Jerusalén que “darán culto a Dios” (Ap 22,3). La visión sucede “en el día del Señor”
(Ap 1,10), es decir, en nuestro domingo.
Por otro lado, la asociación de la liturgia de la tierra con la del cielo, tan
importante en el Apocalipsis según estos autores5, se inspiraría también en la
práctica judía atestiguada por libros como El Testamento de los XII patriarcas, El
libro de los jubileos y los Himnos de la comunidad de Qumrán.
2. Por hermoso y sugerente que todo esto pueda parecer, los ancianos del capítulo
5 no están en un templo, sino en tronos y ante el trono de Dios. Por eso no todos los
autores ven con claridad esa clave litúrgica ni que el Apocalipsis refleje la liturgia de
las comunidades joánicas. La sospecha nos asalta ante afirmaciones tan tajantes.
Estamos a finales del siglo primero. ¿No estaremos proyectando sobre ese momento
histórico nuestra propia experiencia de lo que es una liturgia suntuosa y magnífica,
llena de incienso y de cantos polifónicos, un remanso de paz y trasunto del cielo en
medio de nuestra vida agitada y profana? ¿Y no estará también detrás de todo esto la
concepción de la liturgia como una actividad cerrada para la cual la Iglesia se aísla
del mundo y de la historia y se asocia a lo que sucede en el cielo? ¿No es muchas
veces el culto una actividad al margen de la vida y de los problemas humanos? ¿Es
esto lo que se refleja en el Apocalipsis, un remanso de paz en medio de un mundo
convulsionado?
3. Los elementos litúrgicos del Apocalipsis son innegables. Aparecen las palabras
sacerdote, altar, incienso, templo, etc. y un sinnúmero de aclamaciones que parecen
cantos de la liturgia. Pero tenemos la sospecha de que también aquí estamos ante un
fenómeno frecuente que no es exclusivo del Apocalipsis, sino de todo el Nuevo
Testamento: la innegable “clave litúrgica” de muchos textos, pero usados para
expresar realidades nuevas y diferentes.
En los escritos de san Pablo, por ejemplo, nos encontramos con palabras como
templo o incienso que no designan realidades materiales, sino la vida misma y la
persona del cristiano (Fil 4,18; 1 Cor 3,16). Una obra de caridad, como el visitar a un
preso, o la colecta en favor de los pobres son designadas como liturgia (Fil 3,30 y
2Cor 9,12). El ejemplo más claro de lo que venimos diciendo es la carta a los
Hebreos, el único escrito que llama a Cristo sacerdote, y toda ella está escrita en
clave cultual y litúrgica, pero resulta un escrito fuertemente anticultual, al presentar
la existencia terrena de Cristo y su muerte como su culto auténtico, aunque todo eso
suceda fuera de la ciudad y no en un lugar sagrado. Por eso creemos conveniente
hacer las precisiones siguientes.
Los cristianos en esta época no tienen templos ni son religión lícita y, por lo
tanto, no pueden tener templos ni celebrar liturgias grandiosas y solemnes. Viven
más bien como excluidos, marginados y perseguidos. Una visita a las catacumbas
nos daría una idea más exacta de lo que era su liturgia en un lugar estrecho,
escondido y con la vida amenazada. La fe misma está amenazada por la seducción de
una vida más cómoda como ciudadano del imperio, en el que se puede gozar de
todos los privilegios anexos a esa ciudadanía. La liturgia en una catacumba o en una
casa de familia no se presta para la majestad fastuosa que presupone el Apocalipsis.
La liturgia del Apocalipsis o, lo que sería más propio, la “clave litúrgica” innegable
que en ese libro existe, hay que entenderla en la línea del Nuevo Testamento, según
el cual la vida misma es liturgia y culto, por ser una existencia trasformada y
entregada (Rom 12,1-2). Con el lenguaje litúrgico, por ser lenguaje simbólico, no se
designa la liturgia misma, sino la forma de vivir en el mundo propia de la fe
cristiana.
Desde esta nueva perspectiva, que es la unión entre historia amenazada y culto,
se comprende mejor la visión inaugural en la que los candelabros no son objetos de
culto, sino comunidad en el mundo con vocación de ser estrella, luz para el mundo,
denunciando la mentira que mata y proclamando la presencia del Resucitado como
fuente de fortaleza y de vida.
A través de la “clave” litúrgica de este libro, el autor está hablando a las iglesias
a las que escribe y no tanto a nosotros, con nuestra ideas sobre la liturgia. No se trata
de una liturgia desencarnada y atemporal, confinada a ritos cerrados, sino de una
manera de vivir en el tiempo y en el espacio de las comunidades de Asia Menor a
finales del siglo primero. Podemos llamarla liturgia profética. ¿En qué consiste?
Todo el libro es una llamada al cristiano para dar un testimonio de fidelidad
encarnado en el presente difícil de la comunidad7. Para ello hace dos cosas, presenta
una liturgia “celeste” (es su forma de proclamar la soberanía y el señorío de Dios en
la historia) y en esa liturgia se proclama y se anticipa el triunfo de Dios y de su reino.
El culto anticipa ya el mundo nuevo que vivimos y esperamos y que Cristo ha
inaugurado. Por eso el carácter liturgico del libro y lo que ese culto significa se
expresa muy bien en los himnos del Apocalipsis8. Esos himnos son cantados por las
multitudes del cielo y de la tierra, y el tema central de todos ellos es la victoria y el
reino de Dios y de su Cristo, porque “el reinado sobre el mundo ha pasado a nuestro
Señor y a su mesías y reinará por los siglos de los siglos” (Ap 11,15). Es la certeza
de una realidad ya realizada la que mantiene en la fidelidad y en la oración a la
comunidad creyente. Por eso el libro, que es profecía y proclamación, puede terminar
con estas palabras: “Ven, Señor Jesús” (Ap 22,20). La liturgia del Ap. es celebración
que alienta la esperanza en las condiciones difíciles del presente. Esta liturgia no nos
aísla del mundo y su sufrimiento. Nos hace sentir, como Dios, el clamor de las
víctimas de la historia y solidarizarnos con ellas, manteniendo la fe y la esperanza
porque celebramos una de las víctimas (el Cordero) que ha triunfado. La liturgia
refuerza nuestro testimonio porque es profecía que anuncia y realiza. Se trata de una
liturgia abierta al Reino y a la historia, no cerrada en ritos o templos.
7. Pero hay otro aspecto muy importante en este libro y desde el que podemos
profundizar esto que venimos diciendo sobre esta liturgia profética. Para ello nos
fijamos en una palabra que predomina en todo el libro. A pesar de su “clave”
litúrgica, el centro de este libro no es un altar, sino un trono. La palabra “trono”
aparece 44 veces frente a 8 veces la palabra “altar”. Al menos estadísticamente
sabemos lo que predomina en el Apocalipsis. El centro no está en un altar, sino en un
trono, y la liturgia se entiende mejor desde el trono, y el sacerdocio desde el reino.
En este libro, en el que, al parecer, tanto se resalta la liturgia celeste, al describir la
nueva Jerusalén nos encontramos con la afirmación sorprendente de que en la nueva
ciudad no hay templo (Ap 21,22). Por eso, por más que algunos comentaristas nos
hablen en los capítulos 4-5 del “culto celestial”9, más que un templo o una liturgia lo
que el autor parece describir es la corte y la entronización de un personaje como rey:
el Cordero, a quien se proclama “soberano de los reyes de la tierra” (1,5) y “Rey de
reyes y Señor de señores” (19,16). Se trata de un acto político más que litúrgico,
porque el drama de fondo de todo el libro es un asunto de poder más que de culto10.
Los himnos son más proclamación que aclamación. Esta última puede quedar
encerrada en un público de adeptos, la proclamación en público tiene siempre algo
de desafiante, pues puede haber otros que también reclamen ese título. ¿Existe una
competencia de poderes en el mundo?
8. Por eso creemos que estas proclamaciones y celebraciones del libro del
Apocalipsis no reflejan exactamente la liturgia de las comunidades cristianas, aunque
puede haber en ellas elementos tomados de la tradición judía o cristiana. El autor nos
remite sobre todo a otra “liturgia” que los oyentes conocen y experimentan: el culto
al emperador, especialmente arraigado en Asia Menor. Según Suetonio, Domiciano
se hizo llamar “dominus ac deus”11 y en Priene se le dedica una estatua con esta
inscripción en el pedestal: “dios invencible, fundador de la ciudad”12. Se trataba de
un dogma indiscutible, porque el César es el señor y el salvador del mundo y ante él
se postran “todos los habitantes de la tierra” (Ap 13,8.12). Es un dogma que tenía
también su propia liturgia y sus propios “teólogos”13, los hombres que hacían la
proclamación oficial en el culto y los encargados de mantener la mística. El culto al
emperador no era otra cosa sino “el lado religioso de una política dominadora”. Al
que se negaba a entrar en esa liturgia se le descalificaba como ciudadano (Ap 13,15),
porque en el imperio romano se unía inseparablemente “lo político y lo sagrado, lo
administrativo y lo religioso”14.
9. Para Juan, postrarse ante la bestia o su imagen (símbolo del imperio) era
prostituirse, venderse, ser infiel. El cristiano está llamado a vencer esta tentación y su
victoria no es como la del imperio, sino como la del Cordero degollado. Debe
blanquear su vestido con sangre (Ap 7,14 y 22,14). El trasfondo de los himnos en el
Apocalipsis no son solamente los coros angélicos, sino los teólogos oficiales del
culto al emperador en un ambiente en que religión y política iban juntas. El
emperador era gobernante, salvador y dios al mismo tiempo. En el capítulo 4 del
Apocalipsis se nos dice que los veinticuatro ancianos se postran y arrojan sus
coronas ante el trono aclamando a Dios. La escena recuerda el gesto de Tiridates, rey
de los partos, ante la estatua de Nerón, expresando su sumisión al emperador15. La
comunidad cristiana conoce ese culto y se atreve a desafiarlo. Sus aclamaciones son
un reto a los coros oficiales del imperio que exaltan al emperador, por eso en sus
aclamaciones el cristiano se juega la vida. Se trata realmente de una liturgia
“política”, contestataria y peligrosa al celebrar la victoria de la Víctima y de las
víctimas del imperio (Ap 18,24).
La liturgia del Apocalipsis no nos presenta una visión de lo que los ángeles hacen
en el cielo. Es más bien una forma de presentar y de entender la vida de la Iglesia en
el mundo, en el que únicamente damos culto al “Señor de señores”. Es difícil ir
contra la corriente y mantenerse fiel, excluido y desinstalado en el mundo, porque
somos ciudadanos de otro mundo y de otra ciudad en la que no hay templo de
ninguna clase, pero todos estamos llamados a ser tan sagrados como los templos, ya
que Dios mismo está con nosotros.
10. A la luz de todo esto es como debemos entender la afirmación, tres veces
repetida en el Apocalipsis, de que los cristianos han sido hechos “sacerdotes” (Ap
1,5; 5,10 y 20,6) y no a partir de un preconcepto de lo que significa ser sacerdote16.
Por otro lado, con todo esto no estamos excluyendo la validez del culto cristiano, que
ciertamente existía en esas comunidades, pero la clave litúrgica de este libro no es
una descripción de las liturgias cristianas, sino una visión de lo que es la vida y el
culto del cristiano en el mundo. Son símbolos necesarios que aceptamos y
necesitamos para expresar nuestra fe, pero que debemos enmarcar dentro de la
concepción cristiana del culto, concepción revolucionaria y nueva porque asume la
existencia y la historia de los hombres.
En síntesis, podemos decir que esta clave liturgica del Apocalipsis, que llamamos
“liturgia profética”, implica cuatro aspectos importantes e inseparables:
c) Con esta certeza, celebrada en el culto, el cristiano puede sentirse fuerte para
denunciar la ideología reinante del César como señor, salvador e incluso dios. La
proclamación cultual del señorío de Cristo tiene el matiz de desafío y contestación a
la soberanía de cualquier otro señor.
11 Vita XXX,4.
15 Tácito, Anales 15,29.2: “se acordó que Tiridates depondría su insignia real ante
una imagen del César y no la volvería a tomar si no era de manos de Nerón (...) en
medio, un tribunal con una silla curul y sobre la silla una imagen del emperador.
Tiridates avanzó hacia ella y, después de hacer los sacrificios de costumbre, se
quitó la corona de la cabeza y la colocó a los pies de la imagen, siendo grande la
emoción en los ánimos de todos, emoción que crecía al tener aún ante los ojos la
destrucción y el asedio de los ejércitos romanos. Pero ahora se había invertido la
situación. ¿Se prestaría Tiridates a ser contemplado por sus gentes poco menos
que como un prisionero?”.
17 HEIL, J.P., “The Fifth Seal (Rev 6,9-11) as a Key to the Book of Revelation”, Bib
74 (1993) 220-243.
4
Ante ese silencio mayoritario de los escritos del Nuevo Testamento, llama la
atención que un solo texto (la carta a los Hebreos) se atreva a hablar del sacerdocio
de Cristo. Esta carta está llena de ese vocabulario ritual, cultual y sacerdotal, pero,
paradójicamente, es uno de los textos más anticultuales que existen. Utiliza el
vocabulario para significar una realidad nueva: el sacerdocio de uno que, según la
mentalidad de la época (Cfr. Heb 7,13), no era sacerdote sino laico. El sacerdocio de
Jesús es el único sacerdocio válido y su función sagrada no fue otra cosa que su
existencia en el mundo vivida en fidelidad filial a Dios y en solidaridad fraterna con
los hombres. Vocabulario antiguo para realidad nueva.
En todo el Nuevo Testamento hay dos escritos más que nos hablen de los
cristianos como sacerdotes: la primera carta de Pedro (1Pedro 2,4-10) y el libro del
Apocalipsis. En este último libro aparece la designación tres veces. Frente al silencio
del resto de los escritos del Nuevo Testamento, la triple afirmación sobre el
sacerdocio de los cristianos marca la importancia de este tema para nuestro autor.
Estos son los textos:
1,5: “Al que hizo de nosotros reino, sacerdotes para su Dios y Padre”.
5,10: “Hiciste de ellos reino y sacerdotes para nuestro Dios y reinarán sobre la tierra”.
20,6: “Serán sacerdotes de Dios y de Cristo y reinarán con él mil años”.
Volviendo al texto del Apocalipsis, notemos que el autor, para extrañeza nuestra,
no habla de “reyes y sacerdotes”, que podría sugerir dos grupos diferentes de
personas, ni de “reino de sacerdotes”, como privilegiando a una clase sobre el resto
del pueblo, ni de “reino y sacerdocio”, que serían dos nombres abstractos. Sus
expresiones son estas: “reino, sacerdotes” (1,6), “reino y sacerdotes y reinarán”
(5,10) y “sacerdotes... y reinarán” (20,6). Expresiones todas en las que se da una
predominancia clara del reino y de la acción de reinar sobre el sacerdocio.
Comencemos por tanto por este tema del reino.
Como ya dijimos, son tres los textos referentes al sacerdocio de los cristianos,
pero del que no se nos ofrece ninguna especificación. Por eso será necesario tener
muy en cuenta el contexto en que las afirmaciones aparecen; el contexto del libro del
Éxodo, que ya vimos, y el contexto dentro del libro del Apocalipsis, pues de ahí
podremos deducir el sentido del sacerdocio. ¿Qué significa, entonces, esta función
sacerdotal?
En los tres textos en los que el autor nos habla de la vocación sacerdotal de los
cristianos encontramos la referencia a Cristo y a la acción por la que establece su
reino, del que participan los creyentes. El sacerdocio se entiende desde el reino. Ap
1,5-6 forma parte del saludo inicial y es una aclamación a Cristo por su obra en favor
de nosotros: “nos ama y con su sangre nos rescató de nuestros pecados y nos hizo
reino...”. La referencia a la sangre nos recuerda el contexto liberador de Egipto y la
victoria conseguida con el don de su vida. Todo eso por amor y para dejarnos libres,
desatarnos y permitirnos formar parte de su reino y compartir su victoria, que
hacemos nuestra por la fidelidad y la perseverancia. En este contexto se dice también
que “nos hizo sacerdotes”. Por la referencia al Éxodo, la liberación y la mediación se
imponen como explicación de ese sacerdocio. Podríamos traducir de una manera más
libre, pero inteligible, que el cristiano es hecho “vencedor y servidor”. Lo que aquí se
le confiere al cristiano no es la capacidad de realizar una ceremonia litúrgica, sino la
obligación de vivir a la altura de la vocación de vencedor (es ya reino) y de servidor
(sacerdote) de la liberación y de la vida conseguida por su rey resucitado. La tarea es
sagrada, sacerdotal y, mediante ella, todo la historia se trasforma en ofrenda. La
realeza da sentido al sacerdocio y por éste se realiza el reino.
El texto de 5,9-10 es, tal vez, más explícito. Forma parte de la aclamación
litúrgica de los cuatro vivientes y los venticuatro ancianos en honor del Cordero
vencedor que tiene en su mano el destino de la historia (el libro con siete sellos). Por
la referencia al Éxodo y a la muerte de Cristo, el contexto pascual es evidente. En esa
liturgia, los personajes mencionados no están solos, pues llevan en sus manos las
copas de oro con las oraciones de los santos (5,8). Es decir, también los santos se
unen a este canto nuevo de liberación, pues son ellos principalmente los beneficiados
con la acción liberadora del Cordero. Son ellos los comprados a precio de sangre y
que “están reinando sobre la tierra”7. Una vez más, el hecho central es la novedad
que irrumpe en el mundo por la muerte y resurrección de Cristo. El canto nuevo,
canto de liberación, celebra esa novedad ganada por Cristo, aunque la situación
histórica parezca negarlo. Los cristianos, al ser comprados, han cambiado de
propietario y de señor. Con una mirada realista hay que reconocer que los efectos de
esa compra todavía no son plenos. Y aquí entra en juego la tarea de los cristianos.
Ellos deben “estar reinando”, es decir, haciendo efectiva la victoria de Cristo, quien,
por su resurrección, ha impreso un dinamismo trasformador y liberador en la historia
de los hombres. Han sido hechos sacerdotes, pero no se les asigna un templo o una
ceremonia litúrgica. Son, más bien, servidores de esta obra de Dios que consiste en
trasformar la historia como Dios la ha proyectado: historia de liberación, de
salvación y de vida, y no de opresión y de muerte. Su servicio sacerdotal consiste en
hacer que el reino del mundo pase a ser reino de Dios y de Cristo (11,15). Haciendo
triunfar el reino realizan su sacerdocio.
Como hemos visto, los tres textos mencionan el sacerdocio en relación con el
reino, porque el sacerdocio de los cristianos es servicio al reino. Se trata de hacer
efectiva y visible la victoria de Cristo sobre todos sus enemigos en este mundo, que
parece estar sometido a otro rey y a otro reino. Entre los pueblos, la comunidad
cristiana es servidora, sacerdotal, porque hace crecer el reino en el que reconoce la
única soberanía de Dios y de Cristo. Su servicio consiste en oponerse al anti-reino, a
Babilonia, y en posibilitar el nacimiento de la humanidad nueva de la que se hablará
en el capítulo sobre la nueva Jerusalén. Ese servicio a la vida y al reino se hace en
medio del conflicto con el anti-reino y por eso la victoria de los cristianos es siempre
como la de Cristo, es decir, pasa por la cruz. También ellos deben blanquear sus
vestiduras con sangre. Ser sacerdotes del reino es ser mártires en potencia9. Pero
notemos que, mientras el tema del reino atraviesa todo el libro, no sucede lo mismo
con el del sacerdocio. De los cristianos se dice que reinarán por los siglos (22,5),
pero no que serán sacerdotes por los siglos. La función sacerdotal está limitada al
tiempo de la historia y está subordinada al reino. Mediante el servicio sacerdotal se
hace madurar y triunfar el reino. El servicio sacerdotal de la mediación, el ser
sacramento y fermento del reino, no tiene más razón de ser cuando Dios mismo se
haga presente entre los hombres para la comunión plena de vida de la nueva
Jerusalén. Por eso, en la nueva ciudad no habrá templo ni servicio sacerdotal, porque
lo que con ello se significaba es ahora realidad plena. Sólo queda la participación
plena en el reino10.
1 Para este tema se puede consultar P.J. ALONSO MERINO, El canto nuevo en el
Apocalipsis, Roma 1990; E. BEST, “Spiritual sacrifices: General Priesthood in
the NT”, Interpr 14 (1960) 273-299; A. FEUILLET, “Les chrétiens prêtres et rois
d’après l’Apocalypse. Contribution à l’étude de la conception chrétienne du
sacerdoce”, ReThm 75 (1975) 60-66; E.SCHÜSSLER FIORENZA, “Redemption
as Liberation in Ap 1,5f and 5,9f”, CBQ 36(1974) 220-232; A.VANHOYE, “Los
cristianos reyes y sacerdotes” en su obra Sacerdotes antiguos sacerdote nuevo,
Sígueme; U. VANNI, “Sacerdozio e Regno nell’Apocalisse. Una prospettiva
teologico-bíblica”, RivLiturg 69 (1982) 337-350 y “La promozione del Regno
come responsabilità sacerdotale dei Cristiani secondo l’Apocalisse e la prima
lettera di Pietro”, Greg 68(1987) 9-36.
3 Cfr D. MUÑOZ LEON, “Un reino de sacerdotes y una nación santa. Ex 19,6”,
EstBib 37 (1978) 149-212.
6 Véase U. VANNI, “Regno ‘non da questo mondo’ ma ‘regno del mondo’. Il regno
di Cristo dal quarto Vangelo all’Apocalisse” en su obra L’Apocalisse, EDB
Bologna 1991, pp. 279-304.
7 Muchos manuscritos tienen el presente en vez del futuro del verbo reinar. De todos
modos, estas variantes muestran la tensión dinámica entre presente y futuro del
reino. Ya está presente pero aún debe actuarse hasta la plenitud.
8 Es uno de los textos más difíciles y para el que se han ofrecido múltiples
explicaciones que ahora no detallamos. Nos quedaremos con lo más sustancial.
1. Introducción
Estas tres palabras (profeta, testigo y martir) quedan reducidas, en el libro del
Apocalipsis, a dos campos semánticos solamente: el representado por la constelación
testigo, testificar, testimonio y el representado por profeta, profetizar, profecía. No
existe referencia con una palabra distinta a lo que hoy conocemos como mártir o
martirio. El problema consiste, entonces, en saber si el martirio está presente en el
Apocalipsis, pero sobre todo en descubrir la íntima relación que, según nuestro autor,
existe entre profecía y testimonio, así como la riqueza teológica que estos términos
encierran1.
Pero la riqueza más original de Juan es, sin duda, la tercera constatación: la
asociación entre profecía y testimonio, mediante la cual se evita que el testimonio
sea sólo martirio, es decir, dar la vida. Haciendo que el martirio sea principalmente
testimonio y profecía se evita reducirlo a un solo acto, el morir, para convertirlo ante
todo en una forma de vivir relacionada con Cristo, con la comunidad y con la
historia. Lo que al autor le interesa inculcar no es una manera de morir, sino de vivir
en medio de un mundo hostil, que exige la fidelidad suprema. El martirio será
siempre la consecuencia de una manera de vivir y la muerte misma será
proclamación y testimonio de lo que se vive. Por eso la muerte no es derrota, sino
victoria. No olvidemos que el Apocalipsis conoce dos campos semánticos solamente,
el del testimonio y el de la profecía, no el del martirio. Si este último está presente en
el libro es siempre incluido en los otros dos, por eso la importancia de clarificar los
dos primeros. ¿Qué se entiende por testimonio y por profecía? La mejor síntesis de lo
que queremos decir la encontramos en la frase lapidaria de 19,10: “el testimonio de
Jesús es el espíritu de profecía”5, en que parece darse un intercambio de significados.
2. Testimonio y profecía
En efecto, en 1,2 aparece una frase programática que es como la síntesis de todo
el libro: Juan “ha dado testimonio de la palabra de Dios y del testimonio de Jesús, de
todo lo que ha visto”. Estamos en el prólogo del Apocalipsis, que es definido como
una profecía (v.3) cuyo contenido es todo lo que ha visto Juan y Dios le ha
manifestado. Esa profecía se concentra en el doble aspecto de “la palabra de Dios”
(Dios es el sujeto que pronuncia dicha palabra) y en el “testimonio de Jesús” (Cristo
es el sujeto que ha pronunciado dicho testimonio y dicha palabra). El libro es
revelación de Jesucristo, revelación mediada por Cristo en la que Dios ha
pronunciado su palabra sobre la historia de los hombres. “Todo cuando Dios ha
querido decir y ha dicho, la Revelación divina, ha sido ‘testimoniado’, es decir,
manifestado definitivamente por Jesús: él es la verdad declarada por Dios”8. El
testimonio de Jesús culminó en su muerte, a la que el mismo prólogo del Apocalipsis
hace referencia al hablar de Cristo como “primogénito de los muertos” y como quien
“con su sangre nos rescató” (1,5).
El testimonio de Jesús es, por eso, una afirmación sintética de toda la obra de
Jesús, quien “desde la gloria de la cruz ilumina toda la historia humana y permite a
sus siervos discernir en los acontecimientos la voluntad salvífica de Dios y afrontar
las pruebas y sufrimientos con paciencia y fidelidad. En este sentido, unido a
‘palabra de Dios’, forma una expresión plerofórica de la revelación cristiana y
constituye la identidad de los discípulos de Jesús”9. Los cristianos son constituidos
en testigos del testimoniorevelación de Jesús. Aunque su testimonio desemboque en
la persecución o la muerte (Juan está en Patmos por proclamar la palabra y dar
testimonio de Jesús), eso es sólo la consecuencia. Su misión no consiste en morir,
sino en vivir de acuerdo con esa palabra y ese testimonio. Como de los israelitas,
también de los cristianos pueden decir Dios y Cristo: “ustedes son mis testigos” (Is
43,10). Son los cristianos quienes, acogiendo el testimonio de Jesús y ajustando sus
vidas a dicho testimonio, se convierten ellos mismos en testigos y palabra para el
mundo. Son testigos y profetas del designio salvador de Dios sobre la historia de los
hombres. “La Iglesia toda es una comunidad profética; la profecía para la Iglesia
consiste en dar testimonio”10, proclamando en el mundo la soberanía de Cristo,
vencedor y salvador. Ese es un tema fundamental en el libro del Apocalipsis. Pero,
¿cómo es posible tal testimonio valiente y decidido por parte de los cristianos? Por el
Espíritu, que es la fuente de la profecía.
La mención imprevista en este capítulo de “la bestia que sube del abismo”, de “la
ciudad” con nombre simbólico, de “los habitantes de la tierra”, así como la mención
del tiempo de la profecía, que es el tiempo de la prueba (mil doscientos sesenta días),
le permiten al autor relacionar esta escena y esta profecía con las escenas
subsiguientes y, sobre todo, con la actividad del falso profeta (13,12-17; 16,13-14).
Se trata, por un lado, de la fuerza de la verdad de Dios, manifestada en el señorío de
Cristo que la Iglesia profética proclama, y, por otro lado, de la mentira de la idolatría
de la bestia y del sistema montado sobre esa idolatría, que engaña a los habitantes de
la tierra. Para la Iglesia, hacer triunfar la verdad por la proclamación profética es
desenmascarar la mentira para que pueda triunfar el reino de Dios y del Mesías que
salva.
Por la fuerza del Espíritu, a quien hay que escuchar y seguir, la profecía es
Apocalipsis, revelación de Jesucristo como centro de la historia. Es el Espíritu el que
“inspira a los profetas y suscita en ellos la percepción pneumática de la vida y de la
historia y el testimonio sobre Jesús. Juan nos dice en resumen: sólo “en espíritu” se
puede mirar la historia desde la perspectiva de Dios y con sus ojos, sólo “en espíritu”
se puede entender a dónde conduce la hostilidad contra Dios, por una parte, y por
otra la fidelidad a él y al testimonio de su Cristo”21. Por el Espíritu, la historia de los
hombres se clarifica a la luz de Jesús, quien se hace presente entre nosotros por la
fuerza de su Espíritu y de sus testigos.
“El martirio es una gracia de Dios que no creo merecer. Pero si Dios acepta el
sacrificio de mi vida, que mi sangre sea semilla de libertad y la señal de que la
esperanza será pronto una realidad. Mi muerte, si es aceptada por Dios, sea por la
liberación de mi pueblo y como un testimonio de esperanza en el futuro. Puede usted
decir, si llegan a matarme, que perdono y bendigo a quienes lo hagan”22. Con su
muerte, cumplió en él la palabra de Jesús: “En el mundo tendrán dificultades, pero
¡ánimo!, yo he vencido al mundo” (Jn 16,33).
El cordero y el dragón.
En las últimas décadas hemos tomado conciencia del influjo que han tenido
factores de índole socio-económica, además de aquellos de índole política, en
relación con la situación vital de los textos bíblicos. Es decir, la dimensión religiosa
no ha sido el único factor determinante en la composición de los textos bíblicos. En
la antigüedad, esas dimensiones estaban entramadas y todas estaban, en mayor o
menor grado, comprometidas. Es sabido que el género apocalíptico tiene un Sitz im
Leben sustancialmente político: floreció en contexto de adversidades,
hostigamientos, y algunos escritos resultan de una situación de persecuciones
violentas, como el libro de Daniel, situación descrita en 1 Macabeos. Es igualmente
sabido que el celotismo, conocido por sus actividades violentas contra sus
«adversarios», está estrechamente relacionado con la ideología apocalíptica en torno
a los siglos primero a.C. y d.C. Ésa fue una de las razones por las que, aparte de
Daniel, los escritos apocalípticos fueron excluidos del canon hebreo de Sagradas
Escrituras.
Por otro lado, es un hecho que ningún texto (que no sea ciencias exactas) es
ideológicamente neutral. La absoluta imparcialidad simplemente no existe en las
humanidades. Quien escribe siempre lo hace desde una perspectiva y con
preconceptos ideológicos, los cuales, consciente o inconscientemente, propugna y
defiende. Esto se impregna en el texto. Es tarea del estudioso de textos de la
antigüedad tratar de detectarlos para comprender su origen, particularmente en
cuanto al mundo personal y circunstancial del autor y su finalidad.
I. Observaciones literarias
1. Un lenguaje revelador
El título Señor, kyrios, es empleado para Dios 16 veces, y para Jesucristo 4 veces.
Este título merece especial atención por ser de carácter político; se aplicaba
regularmente para las autoridades, entre otras el emperador. A la usanza oriental,
kyrios denotaba autoridad y soberanía terrenas. Para los cristianos, el único kyrios, en
el sentido de soberano, es Dios y su Cristo. En el Oriente no se usaba en el ámbito
cultual. Que esto es así lo confirman los empleos de kyrios en el Apocalipsis en
expresa contraposición a otras pretendidas soberanías en este mundo. Junto con la
designación de Cristo como Cordero (29 veces), kyrios es el título más frecuente en
el Apocalipsis. Dios también es llamado soberano, despotes (6,10), así como
todopoderoso, pantokrátor (9 veces), título éste igualmente revelador e importante
en el contexto temático del Apoc. En el Apocalipsis, pantokrátor designa la
soberanía de Dios sobre todas las cosas; no denota la abstracción «todopoderoso»
como tal. Por eso es adorado por toda la creación y en los cielos, y debe serlo
también sobre la tierra.
Por cierto, hay frecuentes menciones de victoria (l5 veces; en el resto del Nuevo
Testamento se halla sólo 10 veces), en contraste con derrota del ejército. Los colores
blanco (=victoria) y rojo (=sangre) provienen de ese ámbito.
2. Contraposiciones
- Aquellos marcados con el sello del Cordero (3,5.12; 7,3; 20,4; 21,27; 22,4) y los
que llevan la marca de la bestia (9,4; 13,8.17; 4,9ss; 16,2; 20,15).
- Por un lado está Babilonia y por otro la nueva Jerusalén, que representa la
oposición entre el reino (o reinado) de Satanás y el de Dios.
- La contraposición entre el abismo (9,l.ll; 20,1ss) y el cielo, los dos polos de los
cuales salen hacia la tierra lo demoníaco y destructivo, y lo justiciero y
salvífico, respectivamente. Dios se asienta en el cielo; el dragón «sube del mar»
(13,1).
Por cierto, hay un cielo y tierra antiguo y uno nuevo (cap. 21), que corresponden
al clásico eón presente eón futuro en la teología rabínica. En síntesis, en el
Apocalipsis encontramos importantes antítesis que, en forma simbólica, expresan la
contraposición entre el reino (o reinado) de Dios y el reino de Satanás, que en este
mundo están en pugna. Es decir, en sustancia es una cuestión de poder y soberanía.
Ahora bien, dentro del contexto del Apocalipsis, ese campo semántico revela que
se trata de un culto celestial, no de un culto religioso terreno, que es llevado a cabo
por los que aclaman la soberanía de Dios y del Cordero. El lenguaje es netamente
simbólico, expresa naturalmente sumisión ante el pantokrátor y juez, soberano del
mundo y Señor de la historia. Ese culto, dado actualmente por todo el mundo
celestial, todavía no se da en la tierra.La esperanza de que pronto se le rinda ese culto
en la tierra es una de las maneras de Juan de expresar la certeza de que algún día
Dios será efectivamente soberano absoluto en la tierra, como lo es en el cielo,
soberanía que se reconoce en el culto (cf. 5,13s). Esto lo expresan claramente
muchos de los cánticos y aclamaciones en el Apocalipsis. Como vemos, el lenguaje
cultual es otro de los recursos de Juan para resaltar la dimensión política que está en
juego. De hecho, es un recurso muy sutil, pero a la vez elocuente. El culto es la
expresión externa de reconocimiento del poderío, si no de la supremacía de quien es
venerado; el culto lo exalta. Por eso en el Apocalipsis no se trata de idolatría
religiosa como tal, sino de la contraposición de ese «culto» que expresa el
seguimiento del Cordero y el culto imperial -del Imperio a través de la persona del
emperador-, el cual es reducido a una especie de parodia (cf. 13,11-17). No en vano
encontramos en el Apocalipsis frecuentes referencias cultuales en sentido netamente
figurado, sin por tanto tratarse del culto formal religioso.
Teniendo en cuenta todo esto, nada tiene de extraño que esté presente en el
Apocalipsis la dimensión política, y que por ello Juan utilice imágenes del ámbito
político. Los que no rinden culto a la bestia quedan excluidos: «nadie puede comprar
ni vender, excepto el que tenga la marca: el nombre de la bestia o la cifra de su
nombre» (13,17), es decir, que le pertenezca. La «marca» es símbolo de pertenencia
a alguien; la llevaban los esclavos al igual que el ganado. Rendir culto al emperador
es reconocer que es señor absoluto, soberano del mundo, y eso es una incuestionable
actitud política. Con la misma lógica, para Juan el único señor, absoluto soberano del
mundo, es Dios.
Por otro lado, calificar a Roma como Babilonia es recurrir a una imagen de corte
netamente político (y militar). Babilonia fue la gran potencia que, en su afán
imperialista, con sus ejércitos atacó y subyugó al pueblo de Dios poniéndolo a su
servicio; destruyó además el templo de Yavé e hizo esclavos a muchos para ponerlos
a su servicio. Así es Roma (cf. Apocalipsis 17,18). La descripción de Babilonia en
Apocalipsis 17-18 no resalta tanto la oposición a Dios como el hecho de endiosarse y
esclavizar, explotar y oprimir a las personas en esta tierra, incluidos los cristianos.
Por eso la bestia fue descrita en 13,2 combinando metáforas usadas en Daniel 7,3-8
para los poderes que dominaron a Israel: es «semejante a una pantera, y sus patas
como de oso, y su boca como boca de león».
R. Bauckham nos recuerda que, como Babilonia dominó en su tiempo al mundo
en cuanto potencia política y militar, Tiro lo dominó en cuanto potencia económica,
razón por la cual los profetas mayores incluyen oráculos contra ella. Más aún, el
símbolo «prostituta» fue usado para Tiro por Isaías (23,15-18), pero nunca para
Babilonia, por cuanto se unió a otras naciones para aprovecharse de ellas. Aunque
nunca la mencionó por nombre, Apocalipsis 18 ha sido compuesto por Juan
utilizando mayormente elementos de los oráculos contra Tiro en Isaías 23 y Ezequiel
26-28. La lista de riquezas en Apocalipsis 18,12-13 proviene de aquella en Ezequiel
27,12-24 en relación con Tiro. Roma es, pues, una potencia militar, lo que le permite
ser la gran potencia económica, por eso Juan la califica como Babilonia.
Así como en el libro del Éxodo se revela Dios ante el faraón como soberano a
través de las plagas, y ante los hebreos se revela como liberador sacándolos de
Egipto, así también en el Apocalipsis Dios se presenta como soberano y liberador. En
efecto, aquí Dios se manifiesta como soberano sobre la tierra a través de varias
secuencias de plagas, algunas que recuerdan aquellas de Egipto, y se revela como
venidero liberador de su pueblo, de todos aquellos que siguen al Cordero, cual
Moisés que los conduce a través del desierto (vea 12,14ss) hacia la tierra de
promisión (cap. 21). Roma es identificada como Egipto en 11,8. Más adelante, en la
visión del cap. 15, se evoca expresamente el éxodo: siete ángeles que tienen las
«siete plagas» (v. 1) que se exponen en el cap. 16, un «mar transparente», y los
vencedores de la bestia (el faraón/rey romano), es decir, los liberados que, después
de cruzar el mar, «cantan el cántico de Moisés, siervo de Dios, (que es) el cántico del
Cordero...» (v. 3; cf. Ex 15).
La respuesta que Juan espera a la situación que viven está modelada en el mundo
político: que Dios intervenga y haga justicia por las maldades, castigando a los
responsables y, en consecuencia, que haga prevalecer de una vez por todas su
soberanía absoluta, restaurando la armonía primigenia. Esa soberanía de Dios sobre
la tierra, así como la liberación de su pueblo fiel de la opresión romana, no se puede
dar sin la previa eliminación de los poderes que se interponen. En efecto, así
concluye el Apocalipsis. En los cap. 20-21, tras el juicio universal, los fieles tendrán
parte en la nueva Jerusalén que «desciende del cielo», que es el dominio total de
Dios y el Cordero, un mundo libre de opresión y hostilidades, un mundo paradisíaco
(pintado en 22,1-5 con colores que rememoran Gen 2).
3. El Cordero degollado
Por todo eso se puede afirmar que la cristología joánica en el Apocalipsis, como
en gran medida su teología, está «politizada»: el Cordero es soberano y triunfante
sobre los poderes políticos del mundo. El verdadero poder sobre la tierra ahora,
encarnado en el emperador, está amparado por Satanás, y a éste se le opone el poder
del Cordero (lo que nos recuerda la oposición entre el reino de Dios predicado por
Jesús y el reino de Satanás, evidente en el primer exorcismo en Mc 1,23-27 y
paralelos. Él es el «Señor de señores, Rey de reyes»: 17,14). Él es quien reivindica a
su pueblo (19,1121); es su redentor (liberador). Él es quien asegura a sus fieles, su
«esposa», la participación eterna en la nueva Jerusalén.
Conclusiones
El carácter político del Apocalipsis ha sido inconscientemente aprovechado toda
vez que ha sido utilizado para respaldar diferentes posiciones frente al mundo. Para
unos ha servido para justificar su aislamiento del mundo, la no cooperación con los
poderes políticos, concentrándose en la dimensión escatológica: se refugian en el
consuelo del cielo venidero convencidos de que Dios pronto vendrá a juzgarnos. Esto
a menudo resulta en una actitud de pasividad e indolencia frente al desenvolvimiento
del mundo secular y sus instituciones.
Ahora bien, en ningún momento el Apocalipsis avala una reclusión del cristiano
en una piedad individualista: la dimensión es netamente comunitaria. Es la
comunidad de los santos. Inclusive en las cartas, cap. 2-3, la perspectiva es
comunitaria, no de moral individualista. Concierne la conducta cara al mundo; critica
los sincretismos y la falta de compromiso consecuente con Jesucristo.
El cristiano rehúsa aceptar que los criterios impuestos por los poderosos de este
mundo son la referencia última para la vida. Apunta a un mundo donde nadie sufrirá
dolor, llanto, muerte y donde Dios y su Cordero son su lámpara, pues se acabó la
oscuridad (cap. 21). Pero, lamentablemente, a menudo se ha concentrado tanto la
atención en «el más allá» y en la salvación a título personal que el Apocalipsis se
entendió como justificación para la fuga mundi. En lugar de comprender que la
Jerusalén celestial desciende a esta tierra, se pensaba (y aún muchos piensan) que los
justos ascenderán a los cielos. En lugar de observar que, a decir de Juan, la
«salvación» se inicia en esta tierra y es inseparable de ella, se insistía en que se da
recién después de la muerte, allá en el cielo; es sólo del «alma». Se pensaba (y
muchos aún piensan) que el Apocalipsis es la afirmación del fin del mundo, cuando
en realidad se trata del fin de esta particular forma del mundo (cf. 1 Cor 7,31).
El Apocalipsis es, pues, una obra «combativa», con lenguaje dualista e imágenes
poco reconfortantes para quienes viven a espaldas de Dios. La crítica a la sociedad
que vive en función del poder(oso) en este mundo es evidente desde el inicio. Su
dualismo plantea la necesidad de opciones claras, sin componendas ni acomodos. Es
lenguaje producto de un rechazo de determinadas estructuras. En efecto, el
Apocalipsis es una abierta denuncia de la falsedad de la ideología de los poderosos
de este mundo, mediante la cual buscan legitimar su posición y justificar su
imperialismo. Para quienes viven en función del poder egoísta y arrogante,
sometiendo a pueblos enteros a sus caprichos, el mensaje del Apocalipsis es una
amenaza: asegura el juicio divino, que conlleva el fin de los poderes efímeros de este
mundo (especialmente los cap. 17-18). Para las víctimas del imperialismo de turno,
en cambio, el Apocalipsis es una obra de esperanza y aliento que les asegura el
triunfo del Señor de la historia, Dios y su Cordero, así como su reivindicación de las
injusticias humanas (especialmente los cap. 7 y 14). Para los tiranos, el Apocalipsis
es una incómoda sentencia de condenación; para los marginados y los explotados es
una reconfortante afirmación de una real justicia. Para unos anuncia destrucción,
para otros reivindicación; para unos el «lago de azufre», para otros la «nueva
Jerusalén». El fundamento es la afirmación de que Dios es el pantokrátor, el Rey de
reyes y Señor de señores, y el Cordero es «el soberano de los reyes de la tierra»
(1,5), el que siempre será. Notemos que en el Apocalipsis el juicio divino es
universal; no es una visión individualista sino cósmica la de Juan. No es
exclusivamente religiosa, sino que incluye la dimensión sociopolítica. La visión
inicial en el cap. 4 es de un Dios soberano universal, cósmico, como lo es la visión
de Jesucristo en el cap. 1. Al Cordero le es encomendado nada menos que el rollo
representativo de la historia universal.
En el cap. 21, los cielos y tierra nuevos, las bodas del Cordero, la Jerusalén
celestial, no se refieren a realidades supraterrenas, sino que son metáforas que
remiten a un mundo renovado, este mundo en una situación paradisíaca como la
inicial, pero viviendo una alianza definitiva en la cual Dios lo es todo. La Jerusalén
nueva desciende de los cielos. ¡No es el cielo en contraste con la tierra! Cielos y
tierra se funden constituyendo una sola realidad, en la cual Dios es el centro.
* Este capítulo fue publicado por la revista Páginas, No. 158 (pp. 6-14) y n. 159 (pp.
24-36), Lima, CEP, 1999.
7
El 30 de enero del año 9 a.C. se construyó en Roma, bajo Augusto, el altar de la Paz, quedando ésta elevada al rango de
diosa. De esta forma se concretaba una creencia común de la época: los dioses bendicen a este pueblo con la paz y con ella
comienza una cultura nueva en la historia de los hombres: la de la edad de oro, que sustituye a la edad de hierro, como lo
expresan los poetas Virgilio y Ovidio1.
«Edad de oro» y «Pax romana» son expresiones de la literatura de la época que sintetizan los logros del imperio en el primer
siglo de nuestra era. Según Virgilio, con el reino de Augusto llegan los tiempos finales predichos por la sibila Cumea y el cielo
depara un nuevo vástago que renovará totalmente la historia2. Con él se iniciará la «edad de oro», se nos dice en la Eneida3. Y
fue tan fuerte la capacidad de persuasión de la ideología de la «Pax romana» que hasta los mismos cristianos, sobre todo a partir
de Constantino, se vieron impresionados por las palabras de Virgilio y leyeron la Egloga IV como una especie de profecía sobre
el nacimiento de Jesús, quien nació durante la Pax romana.
Fue el español Séneca, preceptor de Nerón, el primero en usar la expresión «Pax romana» para sintetizar todos los bienes que
llegan al mundo por este orden internacional instituido por Roma4. Pero el defensor más desinhibido de la Paz romana es, sin
duda, Elio Arístides, quien, nacido en Asia Menor, visitó Roma el año 143 y pronunció su célebre Elogio de Roma, donde
proclama: «se ha establecido en toda la tierra una libre comunidad bajo la dirección de un único y óptimo responsable garante
del orden mundial. Mientras las demás ciudades tienen sus límites y territorios concretos, esta vuestra ciudad tiene por confín y
por territorio el entero mundo habitado»5. Gracias a ese «orden» mundial, hasta la misma palabra «guerra» es relegada al mundo
de los mitos, porque ya la gente ni siquiera cree que haya habido guerras6.
Ante tanta paz, seguridad y prosperidad, la pregunta casi brota espontánea: ¿no será que Dios estaba con el imperio romano?
La idea puede resultarnos hoy extraña, pero el judío Flavio Josefo, que describe la guerra de Roma contra Judea, asegura que es
Dios «quien hizo venir a los romanos» a conquistar Jerusalén. Pareciera, según Josefo, que el dios que distribuye el poder se ha
detenido en Italia. Por lo tanto, la guerra contra ellos es, en cierta manera, guerra contra Dios7. ¿Son los romanos y su paz un
regalo de Dios a la humanidad? Plinio el viejo parece pensar así8. Virgilio, haciéndose portavoz de sus contemporáneos, no duda
en afirmar que «un dios nos ha traído» tanta prosperidad9. Por eso no nos extrañamos de la información ofrecida por un
calendario, encontrado en Priene (Asia Menor), donde se da cuenta de la decisión tomada por esa provincia de declarar el día del
nacimiento del emperador como el día del «nacimiento de dios», que es, al mismo tiempo, el comienzo para el mundo de una
buena noticia10. El emperador, artífice de la paz y de la prosperidad, es el instrumento «providencial» por el que los dioses se
acercan y salvan a los hombres. Por eso el culto al emperador es la consecuencia de todo esto, el símbolo unificador de toda la
política romana. Pedir por la salud del emperador era pedir por el bienestar del imperio, y no participar en el culto era signo de
ciudadano malo y desagradecido11. Protegiendo al emperador y al imperio, los dioses aseguraban el bienestar del mundo. La paz
y la prosperidad ofrecidas al mundo por la presencia del imperio romano, representado en su cabeza por el emperador, era una
verdad indiscutible que se imponía a la vista de todos.
Así es, en efecto. Para los que visitan Roma o conocen algo de la historia son evidentes los signos de poder y prosperidad del
imperio romano. No le falta razón a Elio Arístides para celebrar la grandeza de la civilización romana y el conjunto de bienes
que el mundo puede disfrutar gracias a la Pax romana. Pero debemos notar, como ya el mismo Elio Arístides lo insinúa, que se
trata de una paz y un bienestar selectivos, porque dice: «nadie que pueda ostentar poder o merecer confianza se ve preterido...».
¿Quién juzga la confianza merecida? Se trata de una paz que no es ofrecida libremente sino impuesta. Es una paz ganada con
una victoria porque había que doblegar a los rebeldes y perdonar a los sumisos12. Por eso Tácito, reflejando algunas opiniones
de su tiempo, dice escuetamente que se trataba de una paz «manchada con sangre»13. Y nosotros, apoyados en esta declaración
del historiador Tácito, podemos adelantar que no todo lo que brillaba era oro y que la ideología de la «Pax romana» era
demasiado bella para ser verdad.
En este contexto se sitúa el Apocalipsis como libro único, incluso dentro de la literatura apocalíptica, ya que constituye uno
de los ataques más feroces a la ideología reinante de la Pax romana. Con un lenguaje dramático e intransigente, el autor
demuestra la incompatibilidad radical entre la fe cristiana y el imperio romano. Es un escrito que llama, por eso, a la definición,
a la resistencia y a la fidelidad martirial de los cristianos. Y el imperio les declara la guerra porque con una gran lucidez
profética desenmascaran la perversión radical del sistema reinante. Por eso la muerte de los testigos es también crítica política14.
El Apocalipsis, como toda la literatura apocalíptica, está enraizado en un contexto político y socioeconómico de opresión15.
Florece en tiempos de persecución y hostigamiento del pueblo de Dios, como en el libro de Daniel, y expresa la resistencia de
los oprimidos. La situación político-social clama al cielo y constituye también un problema religioso porque es un desafío a la
soberanía de Dios. Por eso las víctimas lanzan un grito al cielo pidiendo la intervención de Dios: «Tú, el soberano, el santo y
fiel, ¿para cuándo dejas el juicio de los habitantes de la tierra y la venganza de nuestra sangre?» (Ap 6,10)16. El Apocalipsis
asume ese desafío y lo radicaliza, como ya dijimos, porque desenmascara en su realidad profunda al enemigo.
Sería un error reducir el conflicto del Apocalipsis con el imperio romano sólo al tema de las persecuciones a los cristianos o
incluso al tema del culto al emperador, como si ésos fueran sus únicos males. La originalidad y la valentía de Juan consiste en
presentar una profunda crítica profética al sistema del poder romano en su totalidad, incluidas su política y su economía. P.
Prigent observa acertadamente que más que las liturgias del culto al emperador o la misma persecución, era sobre todo la
concepción del mundo lo que los creyentes cuestionaban. Ellos representan la mirada perspicaz, crítica y profética frente a la
civilización imperante y única que representaba la Pax romana. La persecución viene después, porque se los mira con
desconfianza y son considerados ciudadanos sospechosos de su lealtad al bien de la sociedad y del imperio. Para los creyentes, el
culto al emperador representaba el lado religioso de la política dominadora de aquella sociedad en que lo social y lo político
tenían carácter religioso17. Por esa denuncia radical del mal e incompatibilidad con la fe cristiana, los creyentes son invitados a
disociarse de ese sistema (18,4), lo que los coloca en una situación incómoda, de impopularidad, de hostigamiento o incluso de
persecución. Pero la persecución es la consecuencia de la oposición y no al revés. Con gran valentía y lucidez profética, el autor
denuncia la perversidad satánica tanto del poder político como del poder económico de Roma.
Según Elio Arístides, con la Pax romana la tierra se ha convertido en un paraíso, por eso una de las cosas que lamenta en su
discurso es no encontrar las palabras apropiadas para ensalzar la grande y gloriosa dignidad de la ciudad de Roma. Un discurso
que haga justicia a la grandeza del imperio y de su capital exigiría estar hablando todo el tiempo que dura el imperio, es decir, la
eternidad18. Por contraste a esta visión optimista, basta pensar en las dos imágenes que Juan utiliza para hablarnos de lo mismo:
la bestia (cap 13) y la prostituta (cap 17). Lo que caracteriza a este imperio no es la grandeza, la paz y la felicidad de todos, sino
la ferocidad brutal de una bestia y la seducción y los engaños de una prostituta. Como ya hemos visto, la bestia representa el
poder político y la prostituta el poder económico19. Pero los dos van juntos y son inseparables. En la visión de Juan, la prostituta
cabalga sobre la bestia (17,3). A eso, por supuesto, se añade el poder religioso representado en la segunda bestia, en la que el
autor representaba todo el sistema de propaganda que mantenía el culto al emperador como justificación religiosa del poder y
símbolo de la unidad del imperio20.
El destino que los dioses asignan a los romanos es el de ser «señores del mundo», nos dice Virgilio, y por la benevolencia de
Júpiter no se les asigna límite alguno, ni en el tiempo ni en el espacio21. Ellos son el arma providencial de los dioses para traer la
paz y la seguridad al imperio y, de este modo, una fracción del mundo gobierna al universo entero22. Sin embargo, ese poder
«benéfico», nos dice ingenuamente Virgilio, se impone con la fuerza. Su texto es una profecía «ex eventu», es decir, refleja algo
de lo que se vivía en su tiempo; no es, por tanto profecía ni futuro sino realidad presente. En el libro VI de la Eneida se dice a
los descendientes de Eneas (los romanos) que deben gobernar con la fuerza a los pueblos, imponiendo las condiciones de la paz:
«perdonar a los que se someten y exterminar a los rebeldes»23. Se trata de una paz impuesta desde el centro del poder porque
ellos han nacido para mandar y para ocupar el mundo con la fuerza y con las tropas24. Ellos son los árbitros de todo y no
consienten que haya otros jueces sino ellos mismos25. Al decir de Tácito, estamos ante una paz que causa miedo26. De esa
política del terror hablan elocuentemente los 6,000 crucificados a ambos lados de la vía Appia en la revuelta de Espartaco o las
víctimas del ataque de Tito contra Jafa (15,000 asesinados y 2,130 prisioneros) o los 2,000 crucificados por orden de Varo27. Y
de ese terror no se libraba ni el mismo emperador, pues el filósofo Séneca, hablando de Nerón, dice: «tú tienes que vivir armado
en medio de una paz que se te debe»28.
En realidad, se trata de la arrogancia romana de la que difícilmente se puede escapar, como lo reconoce el rebelde británico
Calgacus arengando a los suyos29. Por eso no le falta razón a Juan cuando, al presentar la grandeza y la monstruosidad de la
bestia, junta en ella la ferocidad de la pantera, del oso y del león y nos dice que tenía «diez cuernos y siete cabezas, llevando en
los cuernos diez diademas y en la cabeza un título blasfemo» (13,1). Se trata en realidad de un superimperio (diez diademas)
erigido en señor absoluto de la historia (título blasfemo con el que proclama la arrogancia de ser dios). Pero se trata de un poder
satánico que, paradójicamente, seduce y deslumbra. «Todo el mundo, admirado, seguía a la bestia exclamando: ¿quién como la
bestia?... Y la adoraron todos los habitantes de la tierra, excepto aquellos cuyos nombres están escritos en el libro de la vida del
Cordero» (13,3.4.8). ¿Habrá algún insensato que se atreva a resistir ese poder absoluto que lo domina todo? Porque entonces
hasta la participación en la prosperidad y vida económica del imperio estará condicionada. La segunda bestia, el ministerio
oficial de la propaganda y del culto al emperador y la diosa Roma, decide «impedir comprar o vender al que no llevara la marca
con el nombre de la bestia» (13,17).
La absolutización del poder lleva a la sacralización del poder, que es una manera de autojustificarse. Pero esa sacralización
es idolatría, porque niega al único soberano de la historia. Por eso comprendemos que el símbolo fundamental de este libro sea
el trono. Se trata de saber quién manda en la historia. Frente a la pretensión de absolutez de la bestia y de Babilonia («¿Quién
como la bestia?», «¿quién puede compararse con la gran ciudad?» (13,4 y 18,18)), la confesión cristiana es: «al que está sentado
en el trono y al Cordero, la alabanza, el honor, la gloria y el poder por los siglos de los siglos» (5,13). Y esta confesión es un
desafío y una amenaza para el poder humano absolutizado. Los que se atrevan a ir contra él pueden poner en riesgo sus vidas. Su
fe tiene también pretensión de absolutez, ya que Cristo es el «Rey de reyes y Señor de señores» (Apoc. 17,14); una confesión de
fe que no es lógica sino locura para todo el que tenga sentido común. Pues, como decía Justino, «nuestra locura consiste en
presentar un hombre crucificado en segundo lugar después del Dios inmutable y eterno»30. ¿Dónde se ha visto tanta osadía y
locura?
De nuevo el contraste: los seguidores de la bestia sacralizaron muy pronto la paz romana en un símbolo, el de la ciudad de
Roma venerada como diosa Roma, de la que tanto Virgilio como Elio Aristides aseguraban la eternidad. Desde su punto de vista,
Arístides puede proclamar que «(el dios) Helio, que todo lo ve, no encuentra bajo tu gobierno ni crimen, ni injusticia, ni ninguna
de las otras cosas que solían ocurrir en otros tiempos. Por eso puede mirar hacia tu reino con gran satisfacción»31. Y Séneca
afirma de Nerón: «Has conseguido, César, una ciudad sin sangre, y eso de lo que te has vanagloriado lleno de generosidad: el no
haber derramado una gota de sangre humana en todo el orbe»32. En el extremo opuesto tenemos el juicio de la resistencia judía
representada en el libro IV de Esdras, en el que el león, símbolo del Mesías, habla al águila, símbolo del imperio romano, en
estos términos: «tu insolencia ha llegado ante el Altísimo y tu orgullo ante el Todopoderoso. Por eso desaparecerás y la tierra
entera, libre de tu violencia, pueda respirar aire fresco y sentir alivio y que llegue la esperanza del juicio y de la misericordia del
que la hizo»33. El vidente del Apocalipsis se sitúa también en esta última perpectiva y se atreve a proclamar repetidamente la
caída y la derrota de esa ciudad. ¿Por qué la caída y qué cosas se condenan de ella? Entenderemos todo mejor si nos detenemos
en la crítica a la actividad económica de Roma, descrita en los capítulos 17-18.
A pesar de la variedad de interpretaciones que se suelen ofrecer para los textos del Apocalipsis, es prácticamente unánime la
opinión de los comentaristas de que estos capítulos se refieren a Roma y a su poder comercial. Pero Roma no es sólo la capital
histórica del imperio; es más bien el símbolo que lo representa. Para Juan, la ciudad de Roma encarna a la diosa Roma, símbolo
del imperio romano y de su pretensión de dominio sobre la tierra, de la iniquidad del sistema económico y la violencia que
implicaba el imponer la soberanía de Roma sobre otros pueblos. Por eso no se la llama nunca por el nombre propio, sino por el
simbólico: es Babilonia la grande, y es la prostituta y madre de las prostitutas de la tierra. Designaciones extrañas para una
ciudad tan gloriosa. ¿O es que nuestro vidente tiene otra sensibilidad y puntos de vista diferentes?
Al comienzo del capítulo 17 nos dice que vio «en Espíritu», es decir, bajo la sensibilidad y percepción del Espíritu de Dios,
la suerte de esa ciudad. Y es el ángel, uno de los siete que salen del santuario llevando las copas de la indignación de Dios
(15,16), quien le explica la visión. No es una visión «oficial» de la belleza, esplendor y riqueza de Roma. Es una visión
profética, desde el reino de Dios y los costos de tanto esplendor. Desde la soberanía de Dios, único Señor de la historia, ve a esta
ciudad que se ha endiosado y absolutizado, exigiendo sumisión total a su imperio. Por eso elige un símbolo del AT que
concentra al mismo tiempo la riqueza y la soberbia de este imperio. Como antes, al presentar la bestia lo hizo recurriendo a la
visión de las cuatro bestias de Daniel (7,7-18), cuatro imperios, pero concentrando las cuatro en una sola bestia, ahora también
llama Babilonia a esta ciudad a la que también ha llamado antes Sodoma, Egipto, Jerusalén, como queriendo concentrar en esta
ciudad toda la riqueza, el orgullo y la violencia de la historia. En el capítulo 18 la va a identificar también con Tiro, aunque no la
llame por este nombre. El autor ve a Roma «como la culminación de todos los imperios diabólicos de la historia»34. Se trata en
este caso de la idolatría del poder económico, representado simbólicamente por la ciudad de Tiro.
Una expresión muy gráfica de lo que Juan ve en esta ciudad es el nombre que le da: es una prostituta. El término es duro y
representa en la tradición profética no tanto la inmoralidad sexual sino el mundo de la corrupción en el que todo se prostituye o
se adultera para lograr sus propios beneficios y ganancias. Eso es Roma. Todo el capítulo 18 del Apoc. tiene como trasfondo a
Ez 26-28 (los oráculos contra Tiro, emporio comercial de la época), y el calificativo de «prostituta» parece inspirarse en Is
23,1518, también contra Tiro y su actividad económica. Juntando los dos símbolos de Roma en estos capítulos, podemos decir
que es Babilonia por su poder político y por su soberbia, que desafía al cielo (Is 14,14), y es también Tiro, como potencia
económica basada en el lucro, la explotación y la injusticia. Podemos distinguir varios aspectos en la condena que el capítulo 18
hace de Roma.
En primer lugar, la soberbia de creerse invencible y soberana, como lo proclama la literatura del tiempo y Juan refleja en el
Apocalipsis. «Decía: sentada estoy como una reina, viuda no soy y duelo nunca veré» (18,7.18), con evidente referencia a Is
47,7-9 y Ez 28,2. Como expresión de esa complacencia en sí misma, se habla de la ostentación, de la opulencia y del lujo
(18,3.7.9.14.16.): «se vestía de lino, púrpura y escarlata y se enjoyaba con oro, pedrería y perlas» (18,16-17). La condena de
Juan es contra el lujo desaforado (18,3), que no tiene límites y no escatima precios (18,19), aunque sea a costa de vidas
humanas, como veremos. No es un juicio a la riqueza, sino a la arrogancia humana y a la insensibilidad social.
En segundo lugar, se condena la actividad económica de esta ciudad descrita también con metáforas gráficas: «el vino del
furor de su fornicación lo han bebido todas las naciones, los reyes de la tierra fornicaron con ella y los comerciantes se hicieron
ricos con su lujo desaforado» (18,3). Fornicación significa el tráfico económico que es condenado por el mero uso de la imagen
de la fornicación35. Pero se dice algo más, pues se habla del «vino del furor (cólera)», indicando que los tratos comerciales,
beneficiosos para muchos, podrían tener también una fuerte dosis de atractivo y de violencia. Estamos ante el uso del comercio y
de la economía como arma política36. De esta manera se expresa la relación que hay entre Roma y las otras naciones del
imperio. No olvidemos que en la visión del capítulo 17 se nos ha dicho que «el océano donde viste sentada la prostituta son
pueblos y masas, naciones y lenguas» (17,15), pues se refiere a «la gran ciudad emperatriz de los reyes de la tierra» (17,18).
Por eso, en el centro de la condena a Babilonia, el autor presenta la lamentación de tres grupos de personas, los reyes de la
tierra (18,9), los comerciantes (18,15) y los marineros (18,17), que se lamentan por la suerte de la ciudad. Más que personas
reales, debemos ver que la enumeración de estas personas es una construcción simbólica por la que se representa el poder, la
riqueza y las comunicaciones en el imperio37. Son las redes comerciales de Roma con el resto del mundo, que son, al mismo
tiempo, redes en sentido simbólico que refuerzan los lazos, la dependencia, el control, porque «tus comerciantes eran los grandes
de la tierra y con tus brujerías sedujiste a todas las naciones» (18,23). Se trata de una economía engañosa en la que Roma sale
ganando, aunque los demás estén convencidos del buen negocio que están haciendo con ella.
Además, la segunda bestia, es decir, el ministerio de la propaganda oficial del culto al emperador, seducía y engañaba al
mismo tiempo, despertando en los admiradores de la bestia el sentido religioso de gratitud al emperador por ser salvador y
realizador de tanto bienestar. En este caso, religión, economía y política iban juntas. Para el vidente, por el contrario, Satanás, el
gran seductor y engañador de los hombres (12,9), sigue actuando a través de Roma.
Hay dos textos especialmente elocuentes sobre la capacidad de engaño de la ideología romana, ambos de Tácito. El primer
texto son las palabras de Agrícola hablando de los británicos conquistados por el imperio: «(los británicos) poco a poco se
dejaron seducir por nuestros vicios, por la vida muelle de los pórticos, los baños y los banquetes refinados; desde su
inexperiencia llamaban civilización a lo que estaba hundiéndoles en la esclavitud»38. El juicio es duro porque no se trata de
civilización, progreso y prosperidad, sino esclavitud. El segundo texto es aún más fuerte. Son las palabras del discurso del
rebelde Calgacus también en Bretaña. Para este personaje, los romanos no son los «señores del mundo», sino los «ladrones del
mundo» que intentan apoderarse de la tierra y del mar (el mar Mediterráneo lo llamaban «Mare nostrum») y a los que no sacia ni
el Oriente ni el Occidente. Y, para colmo, tenemos la capacidad de engaño en el lenguaje que usan, porque «con palabras
engañosas, al robar, matar, despojar lo llaman imperio y donde siembran desolación lo llaman paz»39.
La Pax romana y su aparente fachada de unidad, prosperidad y seguridad mundial es un sistema de explotación, de opresión
y de injusticia. La prostituta, dice Juan con visión de profeta, «corrompía a la tierra con su prostitución» (19,2). Pero desde
Roma, centro del poder y del bienestar, las cosas se ven de manera diferente. Para decirlo con las palabras de Horacio, llenas de
desprecio, indiferencia e insensibilidad: «¿quién se preocupa por la guerra en la salvaje España?»40. En realidad la paz y la
prosperidad del imperio se compran, aunque los hombres no se den cuenta del engaño. ¿A qué precio?
En esta crítica al poder económico de Roma, una atención especial merece la sección 18,12-13 en la que Juan enumera
ventiocho productos importados a Roma41. El texto se inspira en Ezequiel 27,12-24, que habla de Tiro y de su actividad
comercial, donde se enumeran 40 productos del mercado de esa ciudad, pero refleja, sin duda alguna, mucho de la actividad
comercial de Roma. Elio Arístides se quedó maravillado por la riqueza de Roma, pues a ella llegaba todo tipo de naves,
transportando toda clase de mercancías de todo pueblo y a toda hora. Y llegó a decir que Roma era una especie de vitrina del
mercado del mundo, de tal modo que lo que en Roma no se encontraba es que no ha existido nunca42. Plinio el viejo, en su
Historia natural43, presenta una lista de los 29 productos más caros importados por Roma; trece de ellos se encuentran en la
lista del Apocalipsis. Era tan grande el negocio de la importación de productos que el mismo Augusto lo expresaba diciendo que
la vida diaria de los romanos dependía del capricho de las olas y de los vientos, porque Italia necesitaba de la riqueza externa44.
Mientras la lista de Ezequiel se organiza por la geografía y el lugar de procedencia de los productos, Juan lo hace por
categorías: adornos, vestidos, alimentos, perfumes, esclavos. El autor del Apoc. no está sólo en la crítica profética que hace del
imperio y su ostentación de riqueza, porque todos esos productos son también mencionados por los escritores de la época como
expresión del lujo y de las extravagancias de la sociedad romana que ellos critican45. Al final de la lista de productos del
mercado tenemos la expresión literal «(mercadería) de cuerpos y vidas humanas». La expresión puede significar dos modos
diferentes de hablar de la misma realidad, el mercado de esclavos. Según Flavio Josefo, sólo la guerra contra los judíos dio como
resultado más de 70,000 esclavos46.
Pero puede también ser intencional la duplicación de términos para especificar, aparte del mercado de esclavos, un grupo
particular en el que la vida está más amenazada y es objeto de diversión y de mercado: los seres humanos, esclavos o prisioneros
de guerra, destinados a luchar en el circo. Autores como Séneca censuran esta costumbre salvaje de presentar la muerte de un ser
humano como espectáculo. En ese contexto dice su famosa frase: «el hombre es algo sagrado para el hombre»47. De este modo
la expresión de Juan, colocada al final de la lista, podría ser un buen comentario a toda ella y una sobria pero incisiva denuncia
de todo el sistema de comercio en que se juega algo tan sagrado como la vida humana. Así se ve mejor lo que está detrás de todo
el sistema: «la inhumana brutalidad y el desprecio por la vida sobre los que descansan toda la prosperidad y el lujo de Roma»48.
El punto culminante del pecado de Roma es, mirando hacia arriba, la arrogancia que le hace sentirse señora del mundo; mirando
hacia abajo, la cantidad de víctimas necesarias para mantener todo su poder y ostentación. Por la paz romana hay que pagar
mercancía humana, exige sacrificios humanos. ¿Tendrá alguien la capacidad humana para verlos y protestar o habrá que
resignarse ante lo inevitable?
«Sus pecados han llegado hasta el cielo» (18,5). Esta es la clave de la denuncia que hace Juan. Por el Espíritu (17,3) ha
adquirido la sensibilidad de Dios ante el sufrimiento y el clamor de las víctimas. Tanto dolor producido mancha la gloria de esta
ciudad, que bien puede ser llamada también «ciudad sanguinaria» (Ez 22,2). No olvidemos la denuncia de Tácito de que la paz
romana estaba manchada con sangre. El quinto sello del Apocalipsis habla del clamor universal como desafío a Dios, y el resto
del libro es la demostración de que Dios no es insensible ni indiferente. Por eso el juicio a Babilonia es una exigencia de justicia
que brota de esta tierra de dolor. Condenándola a ella, Dios ha hecho justicia a los condenados (18,20), dice el texto.
La razón de la condena está explicitada en 18,24: «en ella se encontró sangre de profetas y consagrados y de todos los
asesinados en la tierra». Si el mal de Roma no está sólo en perseguir a los cristianos, sino en que es intrínsecamente perversa en
su poder y en su economía, el verso 24 puede incluir no sólo a los mártires cristianos sino a todas las víctimas que son el precio
pagado por la paz y el bienestar del imperio. «Roma, con todo su esplendor, transportada y sostenida por la bestia, debe ser
entendida como símbolo del poder y la religión imperiales. Como tal, Babilonia es la poderosa personificación de la opresión
internacional y de los crímenes perpetrados a lo largo y ancho del imperio romano»49. De esta manera, Juan ha presentado el
juicio a la «gran prostituta», que es, al mismo tiempo, un juicio en favor de todas las víctimas del imperio. Y su denuncia
profética es expresión de su fe en la soberanía de Dios, que quiere establecer un reino de justicia, de paz y de vida.
***
Los imperios pasan, pero el imperialismo permanece. Y siempre habrá nuevos defensores de la bondad de este «orden»
nuevo universal y víctimas sobre las que se sustente. Para poner un ejemplo que la humanidad vive en estos días en que escribo,
la guerra entre la OTAN y Serbia no logra convencernos de la bondad de los objetivos perseguidos con ella. ¿Se quiere poner
orden y salvaguardar la paz en una región de Europa? ¿La paz que la OTAN quiere salvaguardar en los Balcanes justifica los
errores inevitables por los que se bombardean objetivos no militares como trenes o columnas de refugiados que huyen? Tal vez
no le falte razón al patriarca serbio, quien, celebrando la fiesta de Pascua en pleno conflicto, dijo: «la fe en la resurrección y en
la victoria de la vida sobre la muerte es una fuente de optimismo, incluso bajo los golpes brutales del nuevo orden mundial,
nuevo en el nombre, pero antiguo en su crueldad». Leyendo la historia de Roma desde la perspectiva de Dios, que es también la
perspectiva de las víctimas y de la justicia, el autor invita a resistir a la seducción del imperio y a solidarizarse con la causa de
Dios que se juega en la causa de los hombres, redimidos por el Cordero. A veinte siglos de distancia, nosotros también leemos el
Apocalipsis no como curiosidad histórica, sino como palabra de Dios que nos invita a ver con ojos de profeta la historia de
nuestro presente para hacer efectivo en ella el señorío de Dios y hacer creíble, mediante signos de vida, que la salvación ya está
obrando entre nosotros y que Él es realmente «un Dios que salva» (Sal 68,21).
Juan ha sabido ver que en la realidad de Roma se entrecruzan inseparablemente el bienestar económico, la autosuficiencia y
valoración por el tener («tanto tienes, tanto vales»), así como el sufrimiento de las víctimas que posibilitan todo ese mundo de
felicidad, como indicándonos que el poder, la economía, el culto a la persona y la realidad de las víctimas son inseparables.
Nosotros, hoy, que leemos el Apocalipsis para dar luz sobre nuestra realidad, debemos pasar de la economía del imperio romano
al imperio (¿imperialismo?) de la economía en nuestro mundo. Para poner sólo un ejemplo: el imperio de la economía global,
una de cuyas expresiones es la deuda externa, pesa sobre muchos países creando dependencia, pobreza, violencia, desnutrición y
muerte. Este orden mundial nuevo y sus defensores tratarán de convencernos de sus bondades y de que no hay otra alternativa de
salvación. El tema de la deuda externa, más que un elemento de economía, resulta un instrumento político de dependencia y de
control. Estamos ante una deuda que nunca podrá pagarse y que, curiosamente, ya ha sido pagada con creces, al menos el
préstamo inicial. ¿Se podrá romper la cadena inexorable de muerte de este imperio inhumano o se encontrará una salida de vida
y de solidaridad? El gran desafío de los creyentes, que a veces hablamos de «la economía de la salvación», será cómo integrar
nuestra economía, creadora de desigualdades e injusticias insoportables, en la economía del Reino para construir una economía
de comunión y de vida. Se trata de integrar la economía humana en «la economía de la salvación». De esta forma ponemos
signos convincentes de que el reino de Dios ha llegado a nuestras vidas.
1 VIRGILIO, Egloga IV, 8-9 y Ovidio, Fasti 1,712. R. BAUCKHAM, The Climax of Prophecy, T&T Clark, Edimburgh 1998,
cap. 10 «The Economic Critique of Rome in Revelation 18», 338-383; R. BAUCKHAM, «The Fallen City: Revelation 18»
en su obra The Bible in Politics: How to Read the Bible Politically, Londres SPCK, 1989; CASSIDY, R.J., John’s Gospel in
New Perspective. Christology and the Realities of Roman Power, Orbis Book, Nueva York 1992; PROVAN, I., «Foul Spirits,
Fornication and Finance: Rev 18 from OT Perspective» en JSNT 64 (1996) 81-100; WENGST, K., Pax Romana and the
Peace of Christ, SCM Press, Londres 1987. K. WENGST, «Babylon the Great and the New Jerusalem: The Visionary View
of Political Reality in the Revelation of John» en (ed.) H.G. REVENTLOW, Politic and Theopolitics in the Bible and
Postbiblical Literature, JSOT.SS 171 (1994), 189-202.
5 Citado por PENNA, Romano., Ambiente histórico y cultural de los orígenes del cristianismo, DDB 1994, p. 123.
7 FLAVIO JOSEFO, BJ IV, 370: «Deum quippe ipso praestantiorem esse ducem judeos sine labore romanis tradentem»; V,366:
«nisi Deum ab illis stare compertum habuissent». Ver textos en castellano.
8 PLINIO el viejo en Historia natural, XXVIII,3. Citado por K WENGST, Pax Romana and the Peace of Jesus Christ, Trad. J.
Bowden, SCM Press, Londres 1987, p. 10, nota 15.
9 VIRGILIO, Egloga I, 6-8: «deus nobis haec otia fecit; namque erit ille mihi semper deus».
10 Citado por R. PENNA, Ambiente histórico cultural de los orígenes del cristianismo, Desclée, 1994, p. 202.
11 Plinio el viejo hace al final de su Panegírico una oración a Jupiter Capitolino en estos términos: «No te vamos a cansar con
votos (promesas), tampoco pedimos paz, concordia y serenidad, ni riqueza ni honores: nuestro deseo es simple, unánime y
que lo abarca todo: la salud de nuestro príncipe» (Panegírico 94). Séneca exalta la dedicación de Claudio al bien de la
humanidad en Polybio VII,2. FEARS, J.R., «The Ideology of Imperial Cult» en Thought 55 (1980) 98109.
13 TACITO, Anales, I, 10,4 «pacem sine dubio post haec, verum cruentam». Cfr. artículo de LARUCCIA, S.D., «The Wasted
Land of peace. A Tacitean Evaluation of Pax Romana» en (ed.) Carl DEROUXER, Studies in Latin Literature and Roman
History II, Bruselas 1980.
14 A. YARBRO COLLINS, «The Political Perspective of the Revelation of John» en JBL 96 (1977) p. 254.
15 E. SCHÜSSLER FIORENZA, Apocalipsis, visión de un mundo justo, EVD 1997, p.120 (ed. inglesa); J.J. COLLINS,
Apocalyptic Imagination: an Introduction to the Jewish Matrix of Christianity, Nueva York 1984.
16 Cfr. S. CROATTO, «Apocalíptica y esperanza de los oprimidos (contexto sociopolítico y cultural del género apocalíptico)»
en RIBLA 7 (1990) 9-24; J. ALEGRE, «El Apocalipsis, memoria subversiva y fuente de esperanza de los pueblos
crucificados» en RLT 26 (1992) 201-219 y 27 (1992) 293-323.
17 P. PRIGENT, «Au Temps de l’Apocalypse III. Pourquoi les persécutions?» en RHPR 55 (1975) 362.
18 Elio Aristides, Elogio de Roma 2, 99 y 108. Las inscripciones y las monedas del tiempo muestran que «Aeternitas» era la
palabra elegida como lema de la dinastía de los Flavios, cfr. G.B. CAIRD, The Revelation of Saint John the Divine, BNTC,
20 X. PIKAZA, «La perversión de la política mundana. El sentido de las bestias y de la cortesana en Ap 11-13 y 17-20» en EstM
27 (1971) 557-594.
21 VIRGILIO, Eneida, «Mecumque fovebit romanos, rerum dominos» (I,282); «romanosque suo de nomine dicet, his ego nec
metas rerum nec tempora pono» (I, 278-279).
22 Elio Arístides 9.
23 VIRGILIO, Eneida, «tu regere imperio populos, romane, memento. Hae tibi erunt artes, pacique imponere morem, parcere
subiectis et debellare superbos» VI, 850. Y en Geórgicas IV 561s se habla de la ley del vencedor a los que se someten.
24 VIRGILIO, Eneida VII, 258: «huic progeniem virtute futuram egregiam et totum quae viribus occupet orbem».
25 Así lo reconoce Tácito hablando de la ocupación de Germania: hay que someterse a la ley de los mejores, es decir, los
romanos, pues por el beneplácito de dios se les ha concedido que «ut arbitrium penes Romanos maneret quid darent, quid
adimerent, neque alios iudices quam seipsos paterentur» (Anales 56,1). Elio Arístides dice lo mismo en nº 38. Como
expresión de esta capacidad de ser árbitro y juez, Séneca pone en boca de Nerón las siguientes palabras: «Yo he sido elegido
para desempeñar en la tierra el papel de los dioses. Yo soy el árbitro de la vida y de la muerte de los pueblos, en mi mano está
la suerte y situación de cada cual; por mi boca, la fortuna manifiesta qué quiere conceder a cada uno de los hombres; según
sea mi respuesta, pueblos y ciudades conciben causas de alegría; no hay parte en lugar alguno que prospere sin que yo lo
quiera y propicie; todos estos miles de espadas que mi paz sujeta se desenvainarán a una señal mía; qué países conviene que
sean extirpados de raíz, cuáles trasladados, cuáles recompensados con la libertad y cuáles privados de ella; qué reyes
conviene esclavizar y en torno a la cabeza de cuáles colocar el emblema de la realeza; qué ciudades deban quedar arrasadas y
cuáles surgir de nuevo, depende de mí». Séneca, De clementia I,1,2.
26 Tácito, Anales XII, 33, «pacem nostram metuebant». Según el testimonio de Séneca y de Suetonio, algunos de los
emperadores romanos como Tiberio y Calígula gustaban citar los versos de Accio «Oderint dum metuant» (que me odien,
pero que me teman), Séneca, De Clementia , I,12,4.
27 Flavio Josefo, BJ III, 304; AJ 17,295. Del fundador de la «Pax augusta» dice Séneca que fue «moderado y clemente», pero
después que el «mar de Accio quedó teñido de sangre romana», De Clementia, I, 11,1.
29 Tácito, Agricola 30,1: «quorum superviam frustra per obsequium ac modestiam effugias».
32 De Clementia I,11,3.
33 IV de Esdras en R. H. Charles, The Apocrypha and Pseudoepigrapha of the Old Testament, vol II Pseudoepigrapha, Claredon
Press, Oxford 1973, pp. 611-612.
34 R. BAUCKHAM, The Climax, el capítulo a «The Economic Critique of Rome in Revelation 18» p. 338-383, especialmente
p. 345.
35 PROVAN, I., «Foul Spirits, Fornication and Finance: Rev 18 from OT Perspective» en JSNT 64 (1996) 81-100;
36 O’DONAVAN, O., «The Political Thought of the Book of Revelation», en TynB 37 (1986) p. 85.
37 C. BEDRIÑAN, La dimensión socio-política del mensaje teológico del Apocalipsis, PUG 1996, p. 263.
38 Tácito, Agrícola XXI,3. El mismo Tácito pone en boca de Civilis (un rebelde de la Germania) estas palabras con la que
arenga a sus compatriotas: «Fuera con esos placeres que dan a los romanos más poder sobre sus súbditos que sus propias
armas», Historias IV, 64,3.
39 Tácito, Agrícola, XXX, 6. Como ejemplos de esta verdad de ser «ladrones del mundo» se pueden recordar las palabras del
embajador ateniense en Roma que Cicerón reproduce: «los romanos, si quieren ser justos y restituir lo que no les pertenece,
se verían obligados a volver a las cabañas y vivir en la más cruda miseria», De republica 8,12, o parte del discurso de
Mitridates en que recuerda que «como ellos mismos (los romanos) nos cuentan, sus fundadores fueron amamantados por una
loba, por eso ahora todo el pueblo tiene la actitud de lobo por su insaciable sed de sangre, por el hambre y la avidez de poder
y de riquezas».
41 Algunos autores, apoyándose en el valor simbólico de los números, ven que 28 es el resultado de multiplicar 7x4, es decir,
plenitud y totalidad. Lo constatamos, pero sin forzar demasiado el simbolismo.
43 Plinio, HN 37,204. Petronio, Satyricon 119,1-18 y 27-36, presenta también una lista de productos importados.
45 Para los ejemplos de lujo extravagante se puede consultar la obra de W. BARCLAY, The Revelation of Saint John II,
Glasgow 1993, pp. 154-264. Plinio, hablando del tercer triunfo de Pompeyo en Roma, dice que desfilaron con tres estatuas de
oro de los dioses, una reproducción de una montaña de oro con ciervos, leones y frutas de toda especie (todo de oro), un
retrato de Pompeyo hecho de perlas que demostraban «la austeridad vencida por el lujo vencedor» (HN XXXVII, 11). Pero
como resultado de provincias saqueadas (HN 9,117) o «el precio de la victoria» (Agricola 12,6).
1. El texto de B. Brecht nos sugiere una perspectiva de lectura del Apoc. y de la historia, la de ayer y la de hoy. La
realidad, sobre todo la realidad histórica, puede mirarse desde distintos ángulos, desde la «historia oficial» registrada en los
archivos de los vencedores o desde las víctimas anónimas de la historia, sin las cuales no es posible la victoria. El libro del
Apoc. no es una visión oficial de la historia desde la perspectiva del imperio romano. Representa, más bien, una visión
diferente, discordante, desafiante de la «pax romana», porque la hace «desde el reverso de la historia», desde los excluidos y
desde las víctimas. Al admirar el coliseo de Roma, las pirámides de Egipto o las ruinas de Machupicchu podemos admirar la
grandeza de lo que esas ruinas representan, pero no solemos preguntar por el costo social y humano, los muertos y el trabajo
forzado de esclavos que hicieron posible esas maravillas. Para ello se necesita una sensibilidad diferente2.
Acostumbrados a espiritulizar y desencarnar la palabra de Dios, estas afirmaciones nos pueden resultar chocantes,
porque la palabra de Dios que tenemos en la Biblia es para muchos de nosotros atemporal y eterna. Sin embargo, es acuerdo
generalmente admitido hoy por los exegetas del Apocalipsis que el texto sólo puede ser interpretado en el contexto en que
nace3. Esto vale para cualquier texto, de la Biblia o fuera de ella, y por eso debemos hacer nosotros el esfuerzo de conocer la
situación concreta del autor y de los destinatarios de este escrito si queremos entrar en su mensaje. El Apoc. presenta este
tipo de visión de la realidad histórica que les tocó vivir al autor y a los destinatarios por varias razones.
a) La primera, por participar de una característica general de toda la palabra de Dios que es la Biblia, el ser palabra
encarnada. Es verdad que nosotros leemos los textos hoy como palabra universal y atemporal dirigida a los hombres de
todas las épocas, pero en su origen todos los libros de la Biblia tienen su contexto histórico en el que adquieren sentido. Son
palabra encarnada para situaciones concretas, para los judíos de Jerusalén del siglo VIII (predicación de Isaías) o para los
cristianos de Corinto o de Galacia. Entendiendo los contextos históricos, comprenderemos mejor el texto4. Todo texto está
ligado en relación recíproca «a la sociedad en la que nace. Esta constatación vale también para los textos bíblicos. Por lo
tanto, el estudio crítico de la Biblia necesita un conocimiento tan exacto como sea posible de los comportamientos sociales
que caracterizan los diferentes medios en los cuales las tradiciones bíblicas se han formado (...) el acercamiento sociológico
a los textos bíblicos se ha vuelto parte integrante de la exégesis»5.
b) En segundo lugar, el Apoc. pertenece a una corriente literaria y teológica muy concreta que conocemos como
«literatura apocalíptica», de la que ya hemos hablado6. Surge en momentos de crisis y de dificultad en la historia, cuando la
fidelidad a Dios se hace difícil y cuando no se experimenta su señorío, sino el poder despótico de otros imperios. Es
literatura de resistencia en la que descubrimos una doble denuncia: la maldad y la corrupción de un mundo que Dios
condena y la seducción y la trampa que ese mundo representa para la fe. En el caso concreto de la literatura apocalíptica, la
seducción del mundo griego o romano y su cultura que se impone. Pero en medio de la experiencia de opresión es capaz
también de despertar la capacidad de soñar y de esperar un mundo nuevo7. Como prototipo de ella tenemos la visión de la
historia que presenta el libro de Daniel, capítulo 7. Desde la fe en Dios trata de desenmascarar al enemigo y de mantener la
fe en la soberanía de Dios como Señor de la historia.
Suelen ser escritos de fuerte connotación teológico-política, precisamente porque el problema de fondo es problema de
poder: ¿en manos de quién está la historia de los hombres? ¿Se le escapa a Dios la historia de las manos? El trono, imagen
que aparece en el capítulo 7 de Daniel y en el Apoc., es el mejor símbolo de esta problemática. Esta literatura pone en
cuestionamiento el sistema político vigente y por ello tiene implicaciones históricas, políticas e incluso económicas8. La
salvación no es meramente espiritual, sino que pasa por las mediaciones y las estructuras humanas. No es literatura del
escapismo, sino del compromiso y de la fidelidad a pesar de todo, incluso la muerte.
c) En tercer lugar, el Apoc. se define a sí mismo como «profecía», pero no profecía como sinónimo de predicción, sino
de proclamación. También la profecía (basta ver los profetas de Israel) representa una teología encarnada en la historia y en
los problemas de los hombres. Es en el presente que ellos viven donde se proclama la exigencia de conversión, de justicia,
de solidaridad con el pobre y donde la vida del creyente debe manifestar que Dios es el único Señor frente a otros señoríos,
el de los ídolos del poder o del tener. Teología provocadora y contestataria del «orden» establecido que atenta contra la
salvación y siembra muerte entre los seres humanos. Por ser palabra concreta dirigida a los hombres concretos, en un
momento determinado de su historia, se ha podido decir que la profecía es una «exégesis de la existencia desde una
perspectiva divina»9. Lo curioso es que esta exégesis desde una perspectiva divina tenga connotaciones tan políticas o
económicas como las tiene el libro del Apocalipsis y toda la literatura apocalíptica en general.
Si quisiéramos resumir lo que venimos diciendo con un ejemplo de nuestros días, podríamos decir que en el Apoc.
tenemos una auténtica «teología de la liberación»10. Es lectura de la historia y de los textos (el Apoc. lee todo el AT) desde
la vida, desde la fe en la resurrección de Cristo y desde el sufrimiento de los cristianos, que parece poner en duda la fuerza
salvífica del Resucitado. Eso es lo que queremos presentar en estas líneas que hemos titulado «desde el reverso de la
historia». Esta perspectiva de la palabra, el ser palabra encarnada, palabra profética y liberadora, se aplica de modo especial
al libro del Apocalipsis. Es una palabra dirigida por Juan a unas comunidades de Asia Menor, a finales del siglo primero,
que atravesaban unas dificultades y a las que el autor quiere dar una respuesta. Bajo el imperio romano de finales del siglo
primero, la fidelidad de los cristianos se hace difícil y se exige de ellos perseverancia y aguante para no dejarse seducir y
mantener la fe. Esta perspectiva es una de las notas predominantes en la teología de la liberación, que hace una lectura de los
textos bíblicos según la cual «la realidad presente no debe ser ignorada, sino, al contrario, afrontada, para aclararla a la luz
de la palabra. En la fe, la Escritura se trasforma en factor de dinamismo de liberación integral»11. ¿Podemos por eso decir
que el Apocalipsis tiene una teología de la liberación?
La palabra «liberación» puede tener múltiples sentidos y el misterio de la redención se puede presentar desde ángulos
diferentes: salvación, redención, liberación. Todas son palabras válidas que dicen algo, aunque no lo digan todo. Pero es
liberación la que quizás subraya mejor los aspectos estructurales, sociales, políticos y económicos de la salvación. Es decir,
se subraya mejor que la salvación, don gratuito de Dios, entra en la historia para salvarla12. Sin reducir la salvación
exclusivamente a lo material (nadie osaría hacerlo), la palabra liberación nos invita igualmente a evitar el reduccionismo de
signo contrario, por el que espiritualizamos la salvación y la hacemos insignificante para la trasformación del mundo como
Dios lo quiere. El problema será cómo hacer creíble que la salvación ya ha comenzado y está operando en este mundo para
trasformarlo según el designio del reino de Dios. Y aquí, una vez más, el misterio de la encarnación nos marca la dirección a
seguir: encarnar la salvación en la historia sin encerrarla en la historia, según el antiguo aforismo de que «lo que no es
asumido no es redimido». A los cristianos corresponde abrir la historia a la trascendencia del reino de Dios y de su Cristo,
pero para abrirla y reorientarla hay que entrar en ella y asumirla13.
2. Aunque el libro del Apocalipsis no haya tenido mayor relevancia en la discusión teológica sobre teología de la
liberación, creemos que puede ser un buen ejemplo por varios motivos14. La frecuencia de citas de un libro bíblico o la
presencia de la palabra liberación puede ser significativa, pero no lo dice todo. Tomemos, por ejemplo, un libro como el de
Job, que no solemos relacionar con la liberación y, sin embargo, se ha convertido en una buena síntesis de espiritualidad y de
compromiso solidario con todos los que sufren15. Una de las características de esta teología es el abrirnos una perspectiva
desde la que se leen los textos y la historia, cosa totalmente natural y legítima si se hace en las debidas condiciones, porque
«la interpretación de un texto depende siempre de la mentalidad y de las preocupaciones de sus lectores»16. Señalamos
algunos aspectos comunes entre teología de la liberación y el Apoc. que nos parecen importantes.
El éxodo es paradigma de salvación en el Antiguo y en el Nuevo Testamento y en nuestras vidas, porque expresa el paso
de una situación de peligro, de angustia y de muerte, a una situación de salvación y de vida. Y eso a nivel personal o social.
Por eso, cuando los profetas quieren significar la salvación futura lo hacen recurriendo a símbolos tomados del éxodo para
hablar del «nuevo éxodo» (Is 35,10; 40,3; 43,16). Y lo mismo harán los autores del NT al presentar toda la obra de Jesús
como nueva pascua de liberación, paso de este mundo de los hombres en que reina la división al mundo del Padre en que
todos nos sentimos familia. El éxodo bíblico es un símbolo apropiado para expresar ese paso que debe tener fuerte
connotación social, pues es el nacimiento de un pueblo17. Desde el comienzo, la salvación es comunitaria y tiene
implicaciones estructurales, políticas, económicas y religiosas. El uso del símbolo nos remite a todos esos aspectos.
En el Apoc. es innegable la presencia del Éxodo, no sólo por las alusiones o las citas, sino sobre todo por el sentido de
esas referencias. También en Apoc. esas referencias tendrán que ver con el aspecto comunitario de la salvación, así como la
relación con la historia y las estructuras políticas y sociales. Las siete trompetas y las siete copas están estructuradas sobre el
trasfondo de las plagas de Egipto. En este caso, el enemigo no es ya el faraón y su símbolo el dragón o cocodrilo, porque el
autor presenta otros símbolos (la bestia y el dragón) en los que se representa Roma, el poder político enemigo del pueblo de
Dios.
Aludiendo a Éxodo 19,6, se dice que los cristianos han sido liberados y hechos un pueblo de sacerdotes y de reyes (1,6 y
5,10). Notemos, como indica Schüssler Fiorenza, que el vocabulario utilizado es de carácter comercial y político18. Los
términos «reyes y sacerdotes» para explicar la nueva condición de los cristianos son términos de dignidad y de poder. Los
verbos «rescatar» o «liberar» sugieren transacciones comerciales o botín de guerra y liberación de esclavos. La acción de
Dios en Cristo es vista como una verdadera liberación y el reino de este mundo ha pasado a ser de Dios y de Cristo (11,15).
Ser sacerdotes y ser reyes expresa una función a realizar, como la de los israelitas, pero en la historia y no solamente en el
culto, porque la salvación tiene también una dimensión ética junto a la dimensión celebrativa. Es la tarea de construir un
mundo alternativo al mundo de la bestia.
En el Apoc., los liberados pueden cantar desde ahora el canto nuevo de la liberación, el canto del Cordero y canto de
Moisés (15,3). Notemos que el Cordero tiene también connotaciones del Éxodo. Como los judíos en Egipto, los creyentes
han sido marcados también con la sangre de ese Cordero que es fuente de liberación. El tema central de ese canto, como en
el canto de Moisés, es «el Señor reina» (Ex 15,18). El reino de Dios irrumpe con fuerza. Es una afirmación que debe ser
reforzada cuando parece que otros reinos son los que se imponen. «Rey de reyes y Señor de señores», «soberano de los reyes
de la tierra» son títulos de Cristo, usados en sentido polémico contra los que detentan los mismos títulos, en este caso el
emperador romano. El mismo título de Cristo «palabra de Dios» (19,13), inspirado en el libro de la Sabiduría, hace
referencia al acontecimiento liberador del éxodo como hazaña militar (Sab 18,15).
Los profetas, lo mismo que el éxodo, están constantemente citados en el Apocalipsis. Por eso se ha podido hablar del
«clímax de la profecía»19, porque este libro, que es profecía, se presenta como la culminación de la profecía
veterotestamentaria. Hay citas abundantes de Isaías, Jeremías, Deutero-Isaías, Ezequiel, Daniel. La descripción de la bestia y
de la prostituta (Babilonia) no se entiende sin los trasfondos de Daniel, Jeremías y Ezequiel. Por ejemplo, en 14,8 se dice:
«cayó, cayó la gran Babilonia, la que ha hecho beber a todas las naciones del vino del furor de su fornicación». Es una frase
creada por el autor, pero ha tomado de Is 21,9 la expresión «cayó, cayó Babilonia», de Jr 51,7 la expresión «ha hecho beber
a todas las naciones el vino», y de Is 23,17 el tema de la fornicación. Pero el autor no es un simple copista, sino que mezcla
y superpone textos y símbolos del pasado para interpretar su presente, que es lo que le preocupa. Hace de los textos una
lectura (relectura) actualizada y cristológica, mostrando así su originalidad propia. Lo mismo hace cuando aplica a Roma los
símbolos proféticos de Sodoma, Egipto o Jerusalén (11,8).
De igual manera podemos decir que las plagas de langostas (aparte de la resonancia del éxodo que encierran) se
entienden mejor cuando las referimos a textos proféticos de Joel o de Jeremías, los cuatro jinetes están inspirados en
Zacarías y Ezequiel y la nueva Jerusalén evoca textos de Ezequiel 47 sobre la nueva Jerusalén, centrada en torno al templo,
lugar de la presencia de Dios, y textos de Is 60, 62 y 65. Nuestro autor hace su propia lectura y síntesis de todos esos textos,
resultando una obra original en la que el «templo es absorbido por el trono»20 de Dios y del Cordero. Cristo y su obra
definitiva están en el centro, pero como cumplimiento pleno de lo anunciado. Los ejemplos son abundantes.
Pero lo importante no son las citas, que nunca son literales, sino a dónde apuntan esas citas en el Apoc. Todas ellas son,
en primer lugar, una lectura cristológica del AT. Por tanto, cuando el autor escribe no tiene delante un texto sino una persona,
la de Jesús, porque para él los profetas hablaban de Cristo y Cristo representa el cumplimiento pleno de la profecía21. Es el
Mesías esperado que implanta el reino de Dios. Es impresionante el uso de los profetas en la presentación de la bestia, de la
prostituta y de Babilonia. En esa presentación se recupera la convicción profética del señorío de Dios en la historia y se
denuncia, con sus mismos símbolos, la presencia de los dioses olvidados del poder político o económico que no miden los
costos de su soberbia y arrogancia. Para los profetas y para el autor del Apocalipsis, esas realidades no sólo son un desafío al
cielo por su pretensión de divinas, sino porque hasta el cielo llega el clamor de las víctimas de esos imperios. La
intervención de Dios es una exigencia de justicia y liberación para su pueblo.
b) Sin embargo, más allá de las citas del AT, están los temas de fondo: la soberanía de Dios y su voluntad de implantar su
reino en el mundo en favor de su pueblo, al mismo tiempo que su decidida solidaridad con todas las víctimas de la historia.
Comencemos por esto último, que es también tema fundamental de la teología de la liberación, ofreciendo una perspectiva
desde la que se leen tanto los textos como la propia historia. Interpretar la historia desde el reverso, desde abajo, desde las
víctimas es también tema fundamental en el Apoc. Esta forma de hablar tiene necesariamente sus limitaciones, por ejemplo,
cuando hablamos de mirar «desde abajo». En el Apocalipsis el cielo y la tierra son dos categorías que se contraponen: el
cielo es al ámbito de Dios, la tierra es de los hombres. Pero el libro nos presenta a los vencidos como vencedores y los de
abajo muy cerca de Dios en el cielo. Pareciera que el mundo de Dios y el de los hombres se unen precisamente en la
presencia de las víctimas junto a Dios (6,9). No olvidemos que el Cordero es una de las víctimas y se encuentra ahora con
Dios.
Desde esta perspectiva, el quinto sello reclama una atención especial, porque junta estos dos aspectos al presentar el
clamor de las víctimas, que están muy cerca de Dios, llegando al cielo y todo el desenlace del libro no es sino la respuesta de
Dios al clamor de las víctimas y de la sangre derramada en la tierra22. Por eso, entre el quinto y sexto sello se juega todo el
drama del libro, ya que, como reacción de Dios al grito de las víctimas, se desencadena la gran indignación de Dios y el día
de su cólera (6,17). Es la misma convicción proclamada en el salmo 113, el Dios sublime que se encumbra sobre todo «se
abaja para mirar y levantar de la basura al pobre» (Sal 113,6.7) porque «su vida es preciosa ante sus ojos» (Sal 72,14). El
autor se encarga de hacernos ver la relación entre esta escena central del libro y las siguientes. Por ejemplo, los ejecutores
del juicio por las trompetas salen del cielo y expresan la indignación del ángel del incienso (¿de Dios?) (8,5). La orden para
derramar las copas de la cólera de Dios viene también del cielo (16,1) y es sorprendente el paralelo de las palabras del ángel
al derramar la tercera copa (16,6) con las de las víctimas en el quinto sello. Con toda verdad se puede decir que el clamor de
las víctimas, que Dios escucha, es la clave del libro, porque el Cordero es también una de las víctimas que está junto al trono
de Dios.
Fiel a la tradición profética y fiel a una convicción de fe de toda la Biblia de que Dios escucha el clamor de los pobres, el
autor muestra una sensibilidad extrema para ver el mundo desde otro ángulo. No desde la gloria de Roma, desde su poderío
y ostentación, sino desde la explotación y desde la sangre derramada. Por eso, con una frase tremendamente gráfica, se nos
dirá que a Roma se le piden cuentas de «la sangre de todos los asesinados de la tierra». Visión de profeta y de creyente, no
de economista o de simpatizante con el poder de Roma. Y haciendo esto, también en sintonía con la tradición profética,
muestra la solidaridad y simpatía con todos los que sufren, «se hace cargo del reverso de la historia, haciendo suya la
perspectiva de las víctimas del poder de Roma»23.
Esta es la perspectiva cristiana, asumida por Dios en la cruz de Cristo y de la que Pablo nos habla en la carta primera a
los Corintios: la debilidad de Dios es su fuerza, su locura es su sabiduría, porque en la cruz decide ponerse al lado de los
crucificados y elegir lo que no vale para confundir a lo fuerte (1 Cor 1,2031). En abierto contraste con Roma o los imperios
del mundo, que vencen con la fuerza y matando, la posición del autor es profundamente cristiana, pues la victoria de la que
habla no es conseguida con la fuerza ni por el resentimiento, sino por la derrota y por la debilidad en la que se muestra la
fuerza del Dios que salva.
c) Esta perspectiva en torno a la que se mueve todo el drama del Apoc. no viene de un análisis sociológico o de un
resentimiento ante las desigualdades existentes en el mundo. Brota de la fe en Dios y viene de Dios, como en los profetas.
La denuncia profética de la idolatría afirma la soberanía de Dios, que no tolera ídolos. Van juntas la experiencia de Dios y la
sensibilidad para detectar la presencia de los ídolos, que son las realizaciones humanas absolutizadas y divinizadas. Pero esa
sensibilidad para «sentir» a Dios y su majestad es, al mismo tiempo, sensibilidad ante las víctimas o ante la muerte que esos
imperios absolutizados siembran en la historia. Dos realidades inseparables que se complementan en los profetas y en el
Apoc. al unir la soberanía de Dios como único salvador y la denuncia de los falsos salvadores, que lo hacen siempre a costa
de la vida del ser humano. Esos ídolos pueden ser el poder o el dinero o ambas cosas juntas, como en el caso de Roma. La
oposición es entre el Dios de la salvación y de la vida y los ídolos de la muerte. Los cuatro jinetes pueden ser una buena
manifestación de la obra de los ídolos en la historia de los hombres. Y a Babilonia no sólo se la acusa por la soberbia que
desafía a Dios, sino sobre todo por negociar, explotar y engañar a los hombres, derramando sangre para su beneficio político
o económico.
La visión introductoria de los capítulos 4 y 5 sitúa al vidente en la perspectiva de Dios para mirar la tierra. Ahí se
establece rotundamente la soberanía de Dios como único soberano y salvador de todos. Desde esa fe y desde ese Dios se
mira al mundo y se escucha el clamor de las víctimas. En el Cordero degollado, Dios y el vidente deciden aliarse no con los
grandes, sino con los excluidos y marginados, pero al hacer esto no se trata de «glorificar la existencia de los marginados y
pretender que ellos son mejores, sino de saldar la brecha, con el poder de la resurrección, entre la periferia y el centro,
construir la nueva creación, confesar la muerte de Jesús como una protesta permanente y efectiva contra las estructuras que
continuamente distancian el centro de la periferia»24. De todos modos, la fe en el Dios soberano y la sensibilidad para sentir
el dolor de los hombres son temas centrales en este libro. Es una fe con implicaciones históricas, sociales, políticas y
económicas.
1) La denuncia de otros soberanos y de los ídolos de la muerte, que atentan contra el señorío del Dios de la vida.
2) Una fuerte indignación y exigencia de justicia por el clamor que sube de la tierra al cielo y llega hasta el trono de Dios.
3) Una certeza de que esa proclamación se hace vida en el grupo de los creyentes y en la tierra comienza el reino de Dios
y su salvación, que deben hacerse visibles. Por eso la salvación, manifestada en esa forma de vida, tiene aspectos
sociales y económicos, aunque la salvación definitiva sea don de Dios que viene de arriba.
3. Como en el Éxodo y como en los profetas, la motivación última está en la creencia de que «Dios reina» (Ex 15). Se
trata de la soberanía de Dios afirmada por los profetas frente a los grandes imperios de Egipto, Asiria o Babilonia y
proclamada por Juan en los capítulos 4-5. Por eso debemos resaltar el trono como el símbolo central de este libro25. El autor
se inspira en Daniel 7, pero el contexto en Daniel es también de poder, el de las cuatro bestias que siembran desolación y a
las que se les quita el poder para dárselo a un Hijo de hombre. Desde el trono, Dios reina y juzga la historia26. A Dios se le
llama siete veces «el que está sentado en el trono»27. En el capítulo 4 no se describe directamente a Dios, pero se menciona
12 veces el trono y toda la actividad de las personas que en él se describen gira en torno al trono. Los ancianos se despojan
de sus coronas, las arrojan a los pies del trono y se postran ante Dios (4,10) diciendo: «tú mereces la gloria, el honor, el
poder». Dios y su poder están en el centro de la fe y de la historia. Siendo el poder un problema central, podemos afirmar
que en la descripción del trono, de Dios y de Cristo se ha dado una especie de «contaminación política» que se manifiesta de
múltiples formas28.
* En Apoc. a Dios se le llama simplemente «el que está sentado en el trono», símbolo de poder, porque, como ya hemos
dicho, el problema de fondo es la soberanía sobre el mundo y la proclamación de la incompatibilidad entre el reino de Dios y
el del César. En el momento histórico en que se escribe el Apoc., es claro que la soberanía pertenece al César, a quien se le
dio autoridad «sobre toda raza, pueblo, lengua o nación» (13,7). Señor del destino de los hombres y de las naciones, señor de
la vida y de la muerte. Ante este poder absoluto, ¿puede haber algún insensato que pretenda lo mismo? Desde el trono y
desde las víctimas, Dios juzga las estructuras de poder del imperio de Roma.
* Por eso podemos decir que la presencia de esa especie de contaminación política y polémica impregna la teología, la
cristología y la liturgia. Hablamos de teología politizada, aunque nos produzca una sensación de incomodidad por el mero
hecho de decirlo, ya que, para la mayoría de nosotros, teología y política deben estar muy separadas, como teología y
economía. Pero el libro del Apocalipsis parece juntar esas realidades y desde la teología hace las críticas más duras al
sistema político, económico y religioso más importante de la época. Los títulos de poder que se le dan a Dios y a Cristo no
sólo son expresión de la fe cristiana, sino que reflejan al mismo tiempo una confrontación de poderes y de dos reinos.
Categóricamente se dirá en 11,15 que «el reinado sobre el mundo ha pasado a nuestro Señor y a su Mesías». Dios asume su
gran poder y comienza a reinar. El Apocalipsis habla de estos dos reinos que están en guerra, pero lo hace con la seguridad
de saber que «ha sonado la hora de la victoria de nuestro Dios, de su poderío y de su reinado, y de la potestad de su Mesías»
(12,10). En ese mundo nuevo, los mismos cristianos reciben nombre de vencedores y de reyes y son seguidores del que es
«Rey de reyes y Señor de señores» (17,14). Estas afirmaciones, que a nosotros nos parecen normales como expresión de la
fe cristiana, tienen una fuerte carga polémica para los lectores de la época y, al oírlas, más de uno sentiría miedo de la
reacción del que todos consideraban el señor del mundo.
* La liturgia cristiana era ciertamente el lugar en que los creyentes expresaban su fe en Cristo, como lo atestiguan las
cartas de san Pablo y el mismo Plinio el joven cuando informa que los cristianos «honran a Cristo como a Dios»29. Pero en
el Apocalipsis esa liturgia ha sufrido también esta contaminación política. Las supuestas liturgias celestes no tienen como
trasfondo la celebración de la liturgia cristiana, que deberían ser modestas y medio a escondidas, sino las celebraciones en
honor del emperador30. Es, por eso, una liturgia contestataria y desafiante, pues los títulos que se le dan a Cristo son los
mismos que se aplican al emperador. De Nerón, por ejemplo, nos dice Tácito que sus adeptos «día y noche atronaron con sus
aplausos y aplicaban a la persona del emperador la voz y los epítetos de los dioses»31. Y, según el testimonio de Flavio
Josefo, cuando Vespasiano entró triunfalmente en Roma después de conquistar Judea, la multitud le aclamaba diciendo:
«Salvador y bienhechor y el único digno de gobernar a los romanos»32. Al decir de P. Touillex, las aclamaciones a Dios o a
Cristo de estos himnos tienen un cierto «color imperial», resultando un conjunto «intencionalmente hostil» al culto del
emperador33.
En el lector (oyente) de la época, las palabras salvador, gloria, poder, así como los títulos señor y dios nuestro, señor del
mundo, evocaban inmediatamente la venerada figura del emperador, especialmente en Asia Menor, donde el culto imperial
se desarrolló principalmente. Quiere decir que la confesión cristiana era demasiado osada en el contexto de finales del
primer siglo, porque pretendía destronar al único soberano del mundo conocido en esa época. La fe constituía un desafío
político que podía ser peligroso. Quiere esto decir que en las aclamaciones de la liturgia se juega algo central para la fe y
para el imperio: ¿quién es el señor del mundo?, ¿quién es el único digno de recibir honor, gloria, poder? Podemos decir, en
verdad, que la liturgia cristiana es encarnada, memoria subversiva y peligrosa, porque proclama la única soberanía que salva
y desenmascara cualquier otra pretensión de falsos salvadores.
* Finalmente, esta soberanía es para la salvación, porque es de alguien que lucha por la justicia y por la verdad (16,7 y
19,11), vence definitivamente al acusador de los hombres (12,10) y destruye a los que destruyen la tierra (11,18). Es
soberanía que defiende al hombre y posibilita el nacimiento de un nuevo mundo. Al final, Dios estará en medio de su
pueblo, reconocido por todos y todos reconocidos como ciudadanos de la nueva Jerusalén. Su presencia renueva el universo,
garantiza el orden verdadero en un mundo de desorden y proclama vencedores a los vencidos por el dominio de la bestia.
Ellos «serán reyes por los siglos de los siglos» (22,5).
4. Para el autor del Apoc., el centro de la historia no está en el pasado, en el éxodo o en la historia de Israel. Tampoco
está en el poder avasallador de Roma. El centro es el Cordero, muerto y resucitado, convertido en Señor de la vida. La
contemplación del Cordero, víctima de la violencia de este mundo, sensibiliza al creyente ante todo atropello o falta de
consideración por el ser humano. Desde que Dios se ha hecho hombre, el hombre y la historia de los hombres es camino
para ir a Dios y para implantar su reino y su salvación en esta historia y trascendiéndola. El Apoc. hace verdad la declaración
de K. Barth: «Dios se ubica siempre incondicional y apasionadamente de un lado y sólo de un lado: contra los prepotentes y
de parte de los humillados»34. ¿De qué lado nos situaremos los que creemos en ese Dios?
Paradójicamente, la visión de fe del Dios soberano puede y debe ser una categoría hermenéutica para interpretar nuestra
historia, que tiene mucho de «imperio» en lo que a su grandeza, esplendor y progreso se refiere, pero también en el alto
costo humano y social que todo eso exige. A la luz de la palabra de Dios, proclamada en el Apoc., somos invitados a dar
también nuestro testimonio profético ante el mundo. Un testimonio que proclama sin ambigüedades la soberanía de Dios en
nuestras vidas y en nuestra historia, que con lucidez profética nos da la libertad para criticar los falsos ídolos y su trampa
seductora y que nos sitúa en solidaridad fiel con todas las víctimas y todos los excluidos y crucificados de nuestro mundo.
Tal vez debemos seguir el consejo de A. Heschel de que para entender la historia «hay que dejar a un lado la indiferencia y
comprometerse»35.
Por eso me atrevo a decir que la preocupación no es por la teología, sino por la liberación, y que ésta se ha
universalizado como exigencia porque todos hemos tomado conciencia de la urgente necesidad de liberación que existe en
nuestro mundo, tal vez, incluso, necesidad de liberación de nuestras «teologías», con las que pasamos indiferentes frente a
este mundo redimido por Dios, pero donde todavía se viven las injusticias y las desigualdades y donde la paz es un deseo,
pero no una realidad. Los imperios y las víctimas no han pasado ni desaparecido y el Apoc. nos invita a ver la realidad de la
historia y a leer la palabra de Dios desde la solidaridad con el dolor de las víctimas, que han aumentado en nuestro mundo.
Basta pensar en el número de exilados, prófugos y refugiados. El Apocalipsis nos presenta un Dios solidario con las víctimas
de cualquier sistema y puede hacer suyo el mensaje del salmo 101: «quede esto escrito para la generación futura: que el
Señor ha mirado desde su excelso santuario, desde el cielo se ha fijado en la tierra, para escuchar los gemidos de los cautivos
y librar a los condenados a muerte» (Sal 102, 19-21).
Puede ser que nosotros no experimentemos hoy la persecución ni la oposición del «imperio», pero no estamos libres (por
eso necesitamos ser librados) de la seducción y el atractivo del mercado o de la sociedad del bienestar, para que no nos
suceda lo que Tácito denunciaba ya en su tiempo «(los británicos) poco a poco se dejaron seducir por nuestros vicios, por la
vida muelle de los pórticos, los baños y los banquetes refinados; desde su inexperiencia llamaban civilización a lo que estaba
hundiéndoles en la esclavitud»36. Siempre es posible preguntarse cuánto de esclavitud hay en lo que hoy llamamos
«civilización» imperante, que no tiene mucho de cristiana. La liberación y la definición se imponen como exigencia de
fidelidad.
Y, finalmente, esa seducción ejercida por el mundo en que vivimos se debe al triunfo de la idolatría que niega el absoluto
de Dios. Todos nosotros debemos preguntarnos cuál es el puesto de Dios en nuestras vidas y en nuestra sociedad cristiana;
qué queda del mandamiento «amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas
tus fuerzas y a tu prójimo como a ti mismo» (Mar 12,30-31 y Dt 6,4-5). La teología profética del Apoc. es una proclamación
de la soberanía de Dios en la historia de los hombres y de las exigencias de esa soberanía para poderla hacer efectiva en la
historia en la que Dios debe reinar. Por todas estas razones, creemos actual y urgente el mensaje profético del Apoc. como
una teología de la liberación. Como nos recuerda el documento sobre La lectura de la Biblia en la Iglesia, «Dios está
presente en la historia de su pueblo para salvarlo. Es el Dios de los pobres que no puede tolerar la opresión ni la injusticia.
Por eso la exégesis no puede ser neutra, sino que siguiendo a Dios, debe tomar parte por los pobres y comprometerse en el
combate por la liberación de los oprimidos»37.
1 Bertolt Brecht, «Preguntas de un obrero que lee» en Historias de almanaque, Alianza Editorial 1985, p. 88-89.
2 Roberto Benigni, al recibir el Oscar por su película «La vida es bella» agradeció a sus padres por la pobreza que le habían
dado, porque así «ha podido ver las cosas desde otra perspectiva». Y eso es lo que hace P. Berger en su libro Pirámides
de sacrificio. Etica política y cambio social, Sal Terrae 1979.
3 YARBRO COLLINS, A., «The Political Perspective of the Revelation of John» en JBL 96 (1977) 241.
4 Al afirmar la necesidad de conocer el contexto no queremos decir que con ellos baste para que la Biblia sea «palabra de
Dios», cualquier científico arqueólogo o historiador lo puede hacer, aunque no tenga fe. Para nosotros hace falta además,
por supuesto, la experiencia de fe, la referencia a la unidad y totalidad de la Escritura, así como a Cristo, clave
hermenéutica fundamental, y a la tradicción de la Iglesia. Pero afirmamos que no podemos prescindir de esta encarnación
histórica de la Palabra.
6 Véase nuestro capítulo sobre el tema y S. CROATTO, «Apocalíptica y esperanza de los oprimidos (contexto sociopolítico
y cultural del género apocalíptico)», en RIBLA 7 (1990) 9-24; S. CROATTO, «Desmesura y fin del opresor en la
perspectiva apocalíptica (estudio de Daniel 7-12)» en RevBib 39 (1990) 129-144.
7 Véase el libro de D.S. RUSSEL, Prophecy and the Apocalyptic Dream. Protest and Promise, Peabody, Ma. 1994, p. 14.
9 A. HESCHEL, Los profetas, el hombre y su vocación, vol I, Paidós, Buenos Aires, p. 28.
10 Se debe tener en cuenta, ante todo, las dos instrucciones de la Sagrada Congreación para la Doctrina de la Fe sobre el
tema de la liberación. Como dice la primera instrucción, teniendo en cuenta las desviaciones o posibles desviaciones de
este tema, como de cualquier tema teológico, sin embargo queda como algo sumamente válido que «la aspiración a la
liberación no puede dejar de encontrar un eco amplio y fraternal en el corazón y en el espíritu de los cristianos. La
expresión ‘teología de la liberación’ designa en primer lugar una preocupación privilegiada, generadora del compromiso
por la justicia, proyectada sobre los pobres y las víctimas de la opresión (...) La aspiración a la liberación, como el mismo
término sugiere, toca un tema fundamental del Antiguo y del Nuevo Testamento. Por tanto, tomada en sí misma, es una
expresión plenamente válida: designa entonces una reflexión teológica centrada sobre el tema bíblico de la liberación y
de la libertad, y sobre la urgencia de sus incidencias prácticas». Tomado de Libertatis Nuntius, III,1.3.4. Véase también
SCHÜSSLER FIORENZA, E., «Redemption as Liberation: Ap 1,5f and 5,5,9f» en CBQ 36 (1974) 220-232; C.
ROWLAND M. CORNER, Liberating Exegesis. The Challenge of Liberation Theology to Biblical Studies, Londres
1990; O. O’Donovan, «The political Thought of the Book of revelation» en TynB 37 (1986) 61-94; C. BEDRIÑAN, La
dimensión sociopolítica del mensaje teológico del Apocalipsis, PUG, Roma 1996; YARBRO COLLINS, A., «The
political Perspective of the Revelation of John» en JBL 96 (1977) 241-256.
12 Se pueden consultar las dos instrucciones de la Congregación de la Fe sobre la liberación y la libertad para descubrir que
el clamor de los pobres y el clamor de la justicia van unidos y son una interpelación a la conciencia cristiana: «La Iglesia,
guiada por el Evangelio de la Misericordia y por el amor al hombre, escucha el clamor por la justicia y quiere responder a
él con todas sus fuerzas. Por tanto, se hace a la Iglesia un profundo llamamiento. Con audacia y valentía, con
clarividencia y prudencia, con celo y fuerza de ánimo, con amor a los pobres hasta el sacrificio, los pastores -como
muchos ya lo hacen-, consideran tarea prioritaria responder a esta llamada» (LN XI, 1.2).
13 El aforismo trata de explicar el dinamismo de la encarnación. Como una aplicación sumamente interesante para nuestro
propósito, recordamos el nº 42 de la exhortación Christifideles Laici, en la que el Papa nos invita a asumir la política
porque todos somos «destinatarios y protagonistas de la política».
14 J. ALEGRE, «El Apocalipsis, memoria subversiva y fuente de esperanza para los pueblos crucificados» en RLT 26
(1992) 201-219 y 27 (1992) 293-323; J.B. STAM, «El Apocalipsis y el imperialismo» en Elsa Tamez (ed.) Capitalismo,
Violencia y Anti-Vida, DEI, San José de Costa Rica, 1978.
15 Cfr. el libro de G. Gutiérrez, Hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente, CEP, Lima, 1986.
17 Una aplicación práctica de las implicaciones de ese «paso» puede ser lo que Pablo VI decía a propósito del progreso en
su encíclica Populorum Progressio, nº 20-21.
19 Es el título de la obra de R. BAUCKHAM, The Clímax of Prophecy, en que se resalta sobre todo el trasfondo profético
del AT presente en el libro del Apocalipsis.
20 O. O’DONAVAN, «The Political Thought of the Book of Revelation» en TynB 37 (1986) 93.
21 U. VANNI, «L’Apocalisse; rilettura cristiana messianica dell’Antico Testamento» en G. De Genaro (ed.) L’Antico
Testamento interpretato dal Nuovo. Il Messia, Napoli 1985, 445-480; MOYISE, S., The OT in the Book of Revelation,
JSNT.S 115.
22 Cfr. el sugerente artículo de HEIL, J.P., «The fifth Seal (Rev 6,9-11) as a Key to the Book of Revelation», Bib 74 (1993)
220-243.
24 WENGST, K., Pax Romana and the Peace of Jesus Christ, SCM Press, Londres 1987, p. 140.
25 SCHÜSSLER FIORENZA, E., Apocalipsis, visión de un mundo justo, p. 120?; BAUCKHAM, La Teología... p. 46.
26 Para la importancia del libro de Daniel en el Apocalipsis se puede consultar la obra de G.K. BEALE, The Use of Daniel
in Jewish Apocalyptic Literature and in the Revelation of St. John, University of America Press, Nueva York 1984.
28 Cfr. D.E. AUNE, «The Influence of the Roman Imperial Court Ceremonial on the Apocalypse of John» en BR 28 (1983)
5-26 y E. P. JENZEN, «The Jesus of the Apocalypse Wears the Emperor’s Clothes» en SBL.SP (1994) 637-661.
36 Tácito, Agrícola XXI,3. El mismo Tácito pone en boca de Civilis (un rebelde de la Germania) estas palabras con las que
arenga a sus compatriotas: «Fuera con esos placeres que dan a los romanos más poder sobre sus súbditos que sus propias
armas», Historias IV, 64,3.
En la apertura de los sellos, los cuatro jinetes son presentados como fuerzas
destructoras que Dios maneja y de uno de ellos se dice que «se le dio poder para
quitar la paz a la tierra y hacer que los hombres se degüellen unos a otros; le dieron
también una espada grande» (6,4). La quinta trompeta presenta la plaga de langostas
a las que no se les permite dañar a los árboles, pero sí a los hombres; los cadáveres
de los dos testigos son expuestos en la gran ciudad (11,8); la prostituta estaba
borracha de la sangre de los santos ((17,6), éstos, a su vez, «han blanqueado sus
vestidos con sangre» (7,14) y la cosecha de la tierra es de tanta sangre que llega hasta
«los bocados de los caballos en un radio de unos mil seiscientos estadios» (14,20).
Parece que tanta sangre clama al cielo y por eso a Babilonia se le piden cuentas por
la sangre de todos los asesinados de la tierra (18,24).
Estos y muchos otros ejemplos que se podrían presentar aún son suficientes para
plantearnos el problema de la violencia y de la venganza en el libro del Apocalipsis.
El problema sobre todo se agudiza porque las víctimas de la violencia lanzan un
desafío a Dios que más parece un grito de venganza: «¿para cuándo dejas el juicio de
los habitantes de la tierra y la venganza de nuestra sangre?» (6,10). A partir de este
grito, todo el libro nos habla de la implicación de Dios en un acto de venganza. Por
eso, en el juicio a Babilonia, se pide pagarle con la misma moneda, devolviéndole el
doble, con la certeza de que, condenándola a ella, Dios ha hecho justicia a los
cristianos (18,20). El veredicto final de Dios parece contradecir la misericordia y la
bondad que lo caracterizan, porque lanza vivos a sus enemigos al lago de fuego y
azufre donde serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos (20,15).
¿Dónde queda el evangelio y el Dios revelado en Jesucristo?
2. La pregunta es legítima y tal vez detrás de ella encontramos las razones por las
que el libro tuvo dificultad en ser admitido en el canon de la Biblia y ha merecido en
la historia los juicios más extraños. Del grito de los mártires, por ejemplo, por el que
piden a Dios «¿para cuándo dejas el juicio de los habitantes de la tierra y la venganza
de nuestra sangre?» (6,10), dice P. Prigent que parece una oración «bien poco
cristiana», más propia del AT que del espíritu del evangelio y del sermón de la
montaña2. Por eso Bultmann piensa que el Apocalipsis representa un judaísmo
cristianizado a medias, algo así como diciendo que Cristo y su espíritu no han
llegado a entrar en este libro de violencia y venganza. Lutero se queja de no
encontrar a Cristo en el Apocalipsis, cuando dice: «mi espíritu no cuadra con este
libro; ni se muestra ni se conoce a Cristo en él... me atengo a los libros que me dan a
Cristo clara y limpiamente»3.
Si, como hemos visto, el tema central del libro es una cuestión de poder (el de la
bestia es ciertamente un poder para «vencer y matar» (11,7) y Cristo mismo es un
vencedor (3,21 y 5,5)), ¿entra Cristo en la espiral de la violencia imponiendo su
victoria con más poder y más violencia? ¿Se trata de imponer la ley del más fuerte en
la historia o hay algo diferente y original en este libro donde abunda el lenguaje de la
opresión, del poder y de la violencia y en el que han encontrado inspiración los
fanatismos de todas las épocas, así como los mártires y los testigos?
Por eso, en segundo lugar, para comprender este lenguaje duro y difícil, es
necesario situarnos en el lugar de quienes así se expresan. Son personas que no
pueden soportar más esta especie de olvido o indiferencia de Dios, que parece
haberlas dejado abandonadas. El texto dice que son «los asesinados» los que piden
un juicio y a los que, por respuesta, se les dice que aún debe completarse el número
de los que «iban a ser muertos como ellos» (6,11). Es decir, la violencia que sus
palabras expresan no brota de cero, sino de una experiencia de opresión y de
injusticia intolerable que clama por la justicia. Finalmente, ellos no tienen parte
activa, sino que dejan el juicio a Dios, juez supremo de todos, integrando así la
violencia en el plan de salvación de Dios.
Esa actitud exige también la solidaridad con las víctimas de la violencia y del
mal y prontitud para escuchar el clamor sordo que brota de la tierra y clama al cielo.
Diriamos que la victoria del Cordero degollado, que Juan proclama, es el reverso de
la tentación de la violencia que constantemente nos acecha, porque Cristo vence y
juzga al mundo, no causando el sufrimiento, sino sufriendo solidariamente y
poniéndose de parte de las víctimas. Esta es una verdad fundamental sobre Dios y
sobre Cristo afirmada en este libro. La Iglesia debe hacer lo mismo con la esperanza
de que algún día «el lobo y el cordero irán juntos y nadie hará daño a nadie, porque
la tierra estará llena del conocimiento de Dios» (Is 11,6-9).
Utilizando el mismo lenguaje bélico de Juan, una vez más, el poeta peruano C.
Vallejo, en su poema «España, aparta de mí este cáliz», convoca a todos los
«voluntarios de la vida» a «matar la muerte» y para ello reúne el ejército de
voluntarios que van por el mundo «disparando su mansedumbre» y peleando en la
guerra en la que «ya nadie es derrotado, sin aviones, sin guerras, sin rencor».
Paradójicamente, es un ejército que «llena de poderosos débiles el mundo». Todavía
queda el gran desafío de la humanidad de dar la gran batalla en la que «sólo la
muerte morirá» para que triunfe definitivamente la vida. Y en esta gran utopía Dios
quiere estar en el centro, como el que «todo lo hace nuevo» (21,5).
3 Citado por W.G. KUMEL en The New Testament: the History of the Investigation
of its Problems, ET Abingdon y SCM Press, 1972, p. 25. Véase también el juicio
de C.G.Jung sobre la violencia en el Apocalipsis en su libro Respuesta a Job,
Fondo de Cultura Económica 1972, p. 92-94.
4 Cfr. Sal 6,4; 13,2; 74,10; 79,5;; 89,47; 90,13; 94,3; Dan 8,13; Zac 1,12. En la
misma línea de textos difíciles para la sensibilidad cristiana se pueden situar las
declaraciones de Cristo: «No he venido a traer la paz sino la espada» (Mt 10,34) o
«el reino de los cielos padece violencia» (Mt 11,12).
9 Cfr. el capítulo 6 «The Lion, the Lamb and the Dragon» en la obra de R.
BAUCKHAM The Climax... p.174-198.
12 D. BARR, a. c. p. 371.
13 C. ROWLAND, o. c. p. 84.
10
La utopía de la vida
1. El género “utopía”
Como lo han señalado bien los estudiosos del tema, por el potencial movilizador
y trasformador que tiene, la utopía se distingue de la ideología como tal. Ambas son
visiones de la realidad, pero desde perspectivas diferentes: la ideología justifica el
sistema reinante, la utopía lo cuestiona y quiere trasformarlo. La ideología es la
«salvación oficial», la utopía es la salvación de todos comenzando por las víctimas o
los excluidos del sistema imperante. Frente a esa presencia de poderes
deshumanizantes, algunos de los cuales se presentan como «utopías negativas»
(piénsese, por ejemplo, en “1984” de Orwell o “Un mundo feliz” de Huxley), la
utopía es absolutamente necesaria en la vida de los hombres y en la historia. Algunos
intelectuales piensan que la muerte de la utopía puede representar la muerte del
espíritu humano y, según E. Bloch, la utopía es «el motor de la historia». La utopía
representa el punto de unión entre los sueños y la vida, entre los ideales y la realidad,
y expresa la capacidad de indignación del ser humano frente a una historia que lo
deshumaniza. Entrar en el juego de la utopía es asumir la responsabilidad histórica y
presentar una «protesta con propuesta», como se viene diciendo frecuentemente en
nuestro medio.
Por cierto, la utopía puede ser una fuga mundi, con la que nos refugiamos en un
país de los sueños o de las maravillas, si no se convierte en una meta real a trabajar y
hacia la cual caminar. Se convierte en opio adormecedor si es contemplación sin
praxis, sin conflictos con las anti-utopías.
No hace falta decir que el lenguaje propio para expresar los sueños, las
esperanzas o los ideales de las personas es el poético, metafórico, simbólico. Las
utopías no son planes de gobierno, sino creaciones literarias que expresan las
aspiraciones más profundas del ser humano. Una buena expresión de lo que
queremos decir sería la conocida declaración del «Derecho al delirio» de E. Galeano,
popularizada con motivo de la llegada del nuevo milenio.
2. El principio esperanza
La utopía tiene que ver con el futuro y con la esperanza de la humanidad, por eso
cumple una función absolutamente necesaria, porque expresa una fe y una
convicción de que nuestra historia puede ser diferente. En frase de Unamuno, la
utopía, como la fe, sirve para «crear lo que no vemos» y es la energía de los seres
humanos para superar las dificultades del presente y abrirse a la esperanza que nos
puede salvar. Por eso la utopía contrapone “este mundo” y “el otro mundo”,
elemento básico de las religiones que tienen una escatología3.
Es una esperanza futura que intenta hacerse realidad presente; es la tarea de todo
ser humano que se opone a la resignación y el conformismo e intenta realizar sus
sueños. Por eso resulta inútil discutir si es presente y real o evasiva y engañosa. No
es (aún), pero puede ser si nos ponemos manos a la obra. Es el realismo encarnado
movilizado por los ideales. Al estilo de la generación de jóvenes de mayo del 68, es
creer que «lo posible forma parte de lo real» -por eso se atrevían a proclamar:
«seamos realistas: pidamos lo imposible».
No hay esperanza sin un caminar y reorientar la vida hacia ella. Por eso se ha
distinguido siempre entre el objeto de la esperanza y la actitud de la esperanza. Es la
actitud de la persona la que va realizando y anticipando el objeto de la esperanza. La
esperanza cristiana, lo mismo que la fe, será real en proporción a la vivencia del
amor, la praxis propiamente cristiana. Como diría san Pablo, lo que cuenta es la fe y
la esperanza, que se traducen en amor (Gal 5,6). No se trata, pues, en primer lugar de
una virtud teologal (aunque también sea esto), sino fundamentalmente de una
determinación producto de una opción fundamental de fe. No es sólo don, es
fundamentalmente tarea que compromete a la persona.
3. El Apocalipsis
Una concreción muy especial de esa dialéctica entre presente y futuro, muerte o
vida, la encontramos en la oposición Jerusalén Babilonia, tan central en el Apoc.6
Jerusalén es la ciudad de Dios, Babilonia es la ciudad de la bestia y de la prostituta.
Como ya hemos visto, para el autor del Apoc. el nombre Babilonia no hace
referencia directa a la Babilonia histórica, que había desaparecido como potencia
siglos atrás. Pero la llama de este modo porque la designación es, al mismo tiempo,
un juicio sobre la realidad histórica que representa. Le sirve para designar al imperio
romano, en el que se sintetizan todo el orgullo, la tiranía y la opresión de todos los
imperios de la historia, llámense éstos Babel, Sodoma, Egipto o Tiro (cfr Apoc.
11,8). Ese imperio, como todos los que le han precedido, se “emborracha de la
sangre” de las víctimas (Apoc. 17,6). Por eso da su a su capital el nombre de
Babilonia, por ser “madre de las prostitutas y de las abominaciones de la tierra”
(17,5) y porque, más allá del bienestar, del lujo y de la ostentanción, la mirada de
Dios encuentra en ella “la sangre de todos los asesinados de la tierra” (18,24).
Toda la vida cristiana está orientada hacia esa meta, la nueva Jerusalén, porque
está pastoreada por «el viviente» por antonomasia, que guía a su pueblo hacia «las
fuentes de agua viva» (Apoc. 7,17). La contraposición Jerusalén-Babilonia está
sugiriendo que el juicio y la salvación de Dios se encarnan en la historia de los
hombres. La utopía de que se habla no es «ou-topos» (en ningún lugar), sino que es
el reverso de Babilonia. De esta manera el autor quiere indicar que, así como se
siente la presencia violenta y sembradora de muerte que es Babilonia, se debe de
igual manera hacer sentir ya la presencia del Resucitado en medio de su comunidad
como fermento de vida. El esperado final es la participación de la vida en la nueva
Jerusalén, en la que se encuentra también el nuevo paraíso. Pero desde ahora
tenemos la exigencia de «salir» (18,4) de la ciudad de la opresión, de la corrupción y
de la muerte que es Babilonia, y comenzar a ser ciudadanos de la ciudad de la paz y
de la vida. El mundo nuevo se está ya gestando en la historia de los hombres, en la
que ha entrado el Cordero como víctima y como Señor de la vida.
De esa ciudad-paraíso se dice que es «la morada de Dios con los hombres»
(21,3). Es su presencia la que lo llena todo de luz y de vida, suprimiendo las
mediaciones normales del templo o del sol. La ciudad está llena de luz que destierra
para siempre la noche, la oscuridad y el miedo. «El Señor Dios esparcirá luz sobre
ellos y reinarán por los siglos de los siglos» (Apoc. 22,5). Contraponiendo símbolos,
el autor se recrea en el contraste entre la noche-muerte y la luz-vida. Lo nuevo de
esta ciudad es que la vida triunfa, realizando de este modo la antigua utopía sobre
Jerusalén soñada ya en el libro de Isaías (65,17s). Dios mismo es la fuente de la vida.
«Dios en persona estará con ellos y será su Dios» (21,3). Y el efecto de esa presencia
es el gozo, el consuelo y la vida para su pueblo. En esa ciudad no tienen cabida las
cosas antiguas como el dolor, la muerte y el llanto. Será Dios mismo, como Señor de
la vida, quien enjugue las lágrimas de su pueblo y sacie la sed de vida del ser
humano: «al sediento yo le daré a beber gratuitamente de la fuente de agua viva»
(21,6). Estamos ante la nueva creación y ante el triunfo de la vida definitiva, eterna.
4. El sueño de Juan
El espíritu de ese mundo es el del dragón, Satanás (13,3). Por eso lo califica
como «bestia» o como «prostituta». En la Jerusalén terrena (pero se puede llamar
igualmente Sodoma o Egipto) lo que predomina es la exclusión y la muerte; el
imperio no mide el costo social de su esplendor, sino que «se emborracha con la
sangre de los santos». Los cristianos lo experimentan en carne propia. Por eso los
acecha la tentación de ceder y es a ellos a los que Juan presenta su apremiante
exhortación: «sé fiel hasta la muerte y te daré la corona de la vida» (Apoc. 2,10).
Para motivar la fidelidad les presenta su sueño.
El sueño de Juan es que, con el poder justo y reivindicador de Dios, algún día
todo cambiará; que habrá un mundo nuevo, totalmente diferente. Esa es su utopía.
Sueña que Dios castigará a los enemigos de los seguidores del Cordero y exaltará a
los fieles. Es importante anotar que Juan nunca habla de destruir el mundo material
como tal, sino a las personas involucradas en su antagonismo a Dios. Como él
mismo nos dice, se trata de «destruir a los que destruyen la tierra» (Apoc. 11,18).
Para la comunidad joánica esa utopía era «el cielo nuevo y la tierra nueva», que
llega a su zenit en la visión del cap. 21: «vi la nueva Jerusalén, la ciudad santa que
bajaba del cielo, del lado de Dios» (v.2). No se trata de la Jerusalén histórica, sino de
una nueva, diferente, que baja de Dios a los hombres. Evidentemente, Jerusalén es
una manera simbólica y representativa de referirse a la Iglesia, como Babilonia lo era
de Roma. Por eso no habla de un ir nosotros al cielo, sino un venir de Dios a nuestra
historia, resaltando de este modo que la salvación opera ya entre nosotros, aunque la
consumación sea más allá de la historia. Esa precisamente es la función de la utopía,
cambiar la historia.
Como en el libro del profeta Ezequiel (Ez 48,35), Dios está en el centro de esa
ciudad nueva. Por eso se resaltan dos características de esa Jerusalén. Una es que no
tiene santuario (v.22): Dios y su Cordero constituyen su santuario, es decir, no hay
cultos, ritos, nada que separe, oponga, sino aquello que une; es una relación directa
personal con Dios y Jesucristo (cf. v.3). La otra característica saltante es que esa
Jerusalén no necesita sol ni luna para alumbrarla (v.23), pues su luz viene de Dios y
su Cordero (otra vez ambos), es decir, no hay oscuridad ni muerte (cf. v.4) y todo lo
ilumina Dios, que le da su vida, sentido, junto con aquel que es «luz para el mundo».
En otras palabras, esa nueva Jerusalén, la del sueño esperanzador de Juan, constituye
ahora el mundo nuevo. La antigua tierra y cielo pasaron ya. Es el mundo que todos
soñamos, nuestra utopía. Es el mundo soñado por Tomás Moro o por san Agustín en
su Ciudad de Dios o por todos los soñadores utópicos de la historia. Esa es la utopía
que Juan quiere compartir con las iglesias. La fuerza de la utopía mantiene la fe
(fidelidad) y la esperanza de los cristianos (Apoc. 13,10).
3 Así como los mitos son afirmaciones de los orígenes (Platón los llama
arjaiologías) para explicar el presente, así las utopías son afirmaciones de los
finales, que retoman y subliman la añorada condición paradisíaca, para orientar el
presente hacia su proyección futura. La una es protología, la otra escatología;
ambas se afirman en el presente, al cual iluminan y dan sentido. «Y vio que era
bueno» (Gén 1). «(Haré) todo nuevo» (Is 43,18; Apoc. 21).
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