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Los Dientes Del Dragon - Jordi Sierra I Fabra
Los Dientes Del Dragon - Jordi Sierra I Fabra
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Mi padre se llama Wat Shu y mi madre Maha Tai. Vivimos en el pequeño pueblo de Ukok.
Tengo seis hermanos y yo soy la mayor, Sharar. Me seguían mis hermanos Ko Won y Mandapa, mis
hermanas Shakti, Vhirma y Mai Lei y, por último, el por entonces recién nacido Yai.
Porque cuando sucedió todo, yo tenía 15 años.
Shakti once.
Trabajábamos la tierra, todos, hasta mis hermanas más pequeñas. Yo, además, ayudaba en la
casa, por ser mayor y por ser la segunda mujer de nuestro hogar. Mi madre descargaba en mí
muchas responsabilidades, algunas muy duras, y de manera especial tras su noveno parto, que la
había dejado exhausta y delicada de salud. Mis dos hermanos muertos, hacía ya mucho que bebían
de la leche del cielo. Uno, entre Shakti y Vhirma, falleció antes de cumplir un año de vida; el otro,
antes de Yai, ya llegó muerto a este mundo.
El nacimiento de Yai no fue recibido con tanta alegría en nuestra casa, sino más bien con
pesar y tristeza. Los últimos tres años habían sido muy duros, la tierra se agotaba tan rápido como
mi abuela Tog, apenas si teníamos comida para todos. Nos levantábamos y nos acostábamos con el
sol, trabajábamos sin descanso y difícilmente podíamos ir a la escuela. A mí me gustaba estudiar.
Me gustaba mucho. Amaba los libros, con sus letras, sus signos, sus símbolos y sus imágenes. La
maestra, la señorita Wu, decía que yo podía aspirar a algo más que ser la esposa de un labrador
como mi padre. Pero la señorita Wu procedía de la capital y era muy moderna. Incluso fumaba.
Algunos de los hombres del pueblo la consideraban extraña, cuando no peligrosa, porque estaba
soltera y reía siempre. Se preguntaban cómo podía reír una mujer de su edad, casi treinta años, sin
un hombre al lado.
Yo me llevaba muy bien con mis hermanos, aunque con Ko Won y Mandapa, los dos chicos,
los problemas eran cada vez mayores. Nuestro padre había tenido que emplear la correa más de
una vez con ellos. Ko Wu quería crecer rápido para irse cuanto antes del pueblo. Era rebelde y
taciturno. Mandapa se pasaba el día espiándome, sobre todo cuando me lavaba o cuando me
bajaba las bragas para hacer mis necesidades. Mi madre decía que estaba creciendo, y que la vida
lo despertaba cada vez con más intensidad. Pero yo era mayor y no sentía que la vida me
despertase. Más bien pasaba por mi lado de puntillas y en silencio. Con mis hermanas todo era
distinto, especialmente con Shakti. Ella era la más guapa de todas, y también la más viva y feliz.
Vhirma y Mai Lei nos seguían a todas partes, nos imitaban. Mis quince años y los once de Shakti
constituían un gran salto para los ocho y siete de Vhirma y Mai Lei.
Con nosotros vivía también la abuela Tog, la madre de mi padre. Sus otros tres hijos varones
eran más pequeños que papá y aún tenían menos recursos. Sus cinco hijas, mis tías, vivían con sus
maridos en otros pueblos cercanos. Mi abuelo había muerto hacía ya cinco años, sepultado por un
corrimiento de tierras en plena época de lluvias. Todos le dijeron que no se arriesgara, que
rescatar a Mi Pu, la cabra, era peligroso. Pero él se empeñó en ir a por ella y la montaña de barro
se lo tragó. Tardaron diez días en encontrar su cuerpo. En cambio, los padres de mi madre eeestán
bien. Ellos viven en Agtuk, a un día de distancia de nuestro pueblo.
Yo no sabía muchas cosas, pero estaba dispuesta a aprender.
Y sucedió aquello.
Los días en que le vi los dientes al dragón.
Todo empezó después de que el hombre hablara con mi padre.
El último día que Shakti estuvo con nosotros.
3
Aquel día me levanté la primera. Hice todas las tareas que tenía encomendadas con la rutina
de lo habitual. Sacar agua del pozo y llevarla a la casa era lo primero. Antes teníamos que ir al
río, y el viaje duraba casi una hora entre la ida y la vuelta. Desde que llegaron unos hombres y nos
ayudaron a perforar el pozo, toda nuestra comunidad, a las afueras del pueblo por el lado de las
montañas, vivía mucho mejor. El pozo solo estaba a quince minutos, ida y vuelta, aunque a veces
había que hacer mucha cola para llenar los cántaros. Con el agua en casa, había que despertar a
mis hermanos, preparar las tareas del día, rezar todos juntos y esperar las órdenes de nuestro
padre, en el caso de que hubiera alguna, que no fue el caso ese día. Luego cumplí con mis
obligaciones de la casa mientras mi madre amamantaba a Yai con la escasa leche de sus pechos.
Yai era muy menudo y lloraba mucho. Tenía hambre. Se aferraba a los caídos pechos de mamá
buscando succionar hasta la última gota de alimento. Lo que más recuerdo desde que nació él, era
la infinita tristeza de mi madre observando la lejanía, distante, como si no se atreviese a mirar a
su último hijo, como si sintiera vergüenza por no tener unos enormes y lustrosos pechos llenos de
leche. Luego le acariciaba, igual que si le pidiese perdón. Cuando yo oía llorar a Yai quería irme
lejos. Aquel llanto me desesperaba.
Ese día mamá estaba distinta.
Les había oído hablar, a ella y a papá, de noche, en susurros.
Muchas veces, cuando lo hacían, gemían, sobre todo él. Yo sabía que esas eran las noches de
su felicidad, y me gustaba oírles gemir, aunque de niña me asustaba.
Trabajé en el campo hasta la hora de la escuela. Ese día mis hermanos no acudieron a ella.
Papá les necesitaba en el campo. Tampoco fue Shakti, entendí que por la misma razón. Yo estaba
fuera cuando escuché la voz de papá diciendo:
—Shakti, hoy vas a quedarte en casa.
A Shakti la escuela no le gustaba como a mí, aún no había aprendido muchas cosas, así que
se alegró de ello. Yo ni siquiera volví la cabeza. Era un día como otro cualquiera.
Normal.
Hubiera sido una jornada para olvidar con el paso del tiempo. Sin embargo, ahora
comprendo que todo está grabado a fuego en mi alma y en mi memoria. Veo cada detalle, escucho
cada voz, siento cada sensación. El camino hasta la escuela, con Vhirma y Mai Lei, la clase de la
señorita Wu, llena de sorpresas. Me hizo leer en voz alta, y los demás solo se rieron una vez,
cuando me equivoqué en una palabra. La voz de la maestra los hizo callar y la segunda vez ya no
pasó nada. La escuela era reciente, y yo solo hacía seis años que había empezado a ir a las clases.
Las cosas cambiaban a gran velocidad. Y se decía que en la capital aún lo hacían con mayor
rapidez.
Fue al regresar a casa, a última hora de la mañana, cuando me di cuenta de que Shakti no
estaba allí.
Y pregunté:
—¿Dónde está Shakti?
No hubo respuesta. Mamá acunaba a Yai, que dormía en silencio, mientras seguía mirando
por la ventana hacia las montañas de Dong La.
—¿Mamá?
Y ella me dijo:
—Haz tus tareas, Sharar. Y no alborotes, que la abuela no se encuentra bien y está
descansando.
A veces los mayores son misteriosos. A veces sus silencios son como gritos. Yo esta vez la
oí gritar. Pero no insistí e hice lo que me ordenó. A lo lejos mi padre se enfadaba con mis
hermanos. Comprendí que sucedía algo y que en momentos así lo mejor era pasar desapercibida.
Pero a la hora de nuestra comida, Shakti seguía ausente.
Y la abuela enferma.
—¿La habéis enviado a comprar algo a la tienda de la señora Knang?
Había tareas que me encomendaban a mí por regla general, aunque mi hermana ya tuviera
once años y casi me hubiera alcanzado después de su cambio. Ko Won fue a decir algo.
—Shak...
Pero no pudo continuar, porque el pescozón de nuestro padre le sacudió la cabeza.
—¡No le pegues en la cabeza! —protestó nuestra madre.
Se miraron el uno al otro. Nunca se habían mirado de aquella forma. Fue una mezcla de
muchas sensaciones: dolor, cansancio, frustración, desesperación... La certeza de que sucedía algo
malo se acentuó en mí, pero tuve miedo de expresarlo en voz alta.
A mamá se le llenaron los ojos de lágrimas.
Y yo sentí secos los lagos de mi corazón.
Me asusté mucho. No sabía el motivo, pero un miedo atroz me inundó el alma hasta hacer que
se encogiese. Tal vez la hubiesen castigado, aunque entonces les hubiese bastado con decírmelo.
Quizás hubiera hecho algo malo, con algún muchacho, y eso sí era grave. Por un momento hasta
pensé que se había escapado de casa. Shakti hacía a veces cosas difíciles de explicar.
—Come, Sharar —me ordenó papá.
No tenía apetito, solo preguntas. Hundí mis ojos más suplicantes en mamá, pero ella los
rehuyó. Las dos primeras lágrimas cayeron por sus mejillas antes de que se levantara de golpe de
la mesa y se apartara de nuestro lado.
Yai se puso a llorar.
Pero en ese momento nadie le prestó la menor atención.
4
La ausencia de Shakti era tan enorme, tan grande, que acabó siendo un agujero por el que
podríamos haber desaparecido todos. Nuestra cabaña era muy pequeña, y muy pobre, así que no
había lugar donde esconderse. Mamá lloraba de espaldas y papá tenía de pronto la cabeza baja,
aplastada por un peso invisible. El llanto de Yai se hizo más y más desesperado. Y de alguna
forma era el llanto de todos. Los demás me miraron esperando que reaccionara por ser la mayor,
la que siempre tomaba la iniciativa. Para Vhirma y Mai Lei, a veces, yo era más una segunda
madre que una hermana. Para Ko Won y Mandapa, en cambio, pasaba por ser la mandona que les
daba órdenes, aunque no siempre las aceptasen sino iban acompañadas de algún grito, mío o de
mamá. Así que me sentí el centro de todas aquellas miradas.
—Sucede algo malo, ¿verdad?
Mamá se dio la vuelta. Había envejecido un millón de años en cinco segundos. Tomó a Yai
en brazos y lo estrechó contra sí hasta casi aplastarle. Por lo menos el bebé se calló, dejó de
rasgar el aire con sus aullidos. La escena se quedó muy quieta
—Díselo —pidió mamá.
Le hablaba a papá.
—Mañana.
—Díselo hoy, ahora —suspiró ella.
—Mañana.
—Wat Shu...
Vi cómo él apretaba los puños. Temí un estallido, una pelea, gritos y golpes. Pero no sucedió
nada de todo eso. Los puños de papá volvieron a convertirse en manos. Las extendió sobre la
mesa y alzó entonces la cabeza para rendirse ante mamá.
Luego nos miró a nosotros, uno a uno, de menor a mayor.
Y me habló a mí.
—Le hemos dado a Shakti una vida mejor —musitó.
Yo no entendí qué significaba eso.
—Ella va a estar muy bien, mejor que aquí —continuó nuestro padre.
La idea penetró despacio en mí.
—¿Se ha... ido?
Mamá regresó a la mesa y ocupó su sitio. Desplazó su mano derecha hacia mí y me presionó
el brazo. Yo ardía, pero ella estaba muy fría.
—Tendrá una oportunidad, Sharar. Era necesario...
Me di cuenta de que hablaba como si tuviera la boca en la nuca. Sus palabras no eran
sinceras. La tristeza con la que desplazó sus ojos en dirección a papá y la forma en que su aliento
acabó muriendo en sus labios hasta desvanecerse fueron el canto final de su derrota.
—¿Shakti no volverá más? —musitó débilmente Vhirma.
—Quiero a Shakti —susurró Mai Lei.
Sus voces se perdieron igual que nuestras fuerzas.
—Ha venido un hombre —declaró entonces papá—. Se dedica a conseguir hijos para
matrimonios que no pueden tenerlos por sí mismos. La naturaleza es generosa con unos mientras le
da la espalda a otros. Nosotros con tantos... y algunos sin ninguno —dejó de mirar a Mai Lei y a
Vhirma y volvió a dirigirse a mí—. Ese hombre les busca hijos. Hace que niños y niñas que
apenas si tienen nada consigan una vida mucho mejor, en una casa hermosa y llena de amor. Shakti
irá a la escuela, crecerá sana y feliz, se casará con un buen hombre, disfrutará de una posición. Y
un día regresará con bonitas ropas, tendrá mucho dinero y nos ayudará. Lo sé. Ella no va a
olvidarnos.
Quería echar a correr.
Una mano muy poderosa me aplastaba, no me dejaba apenas respirar. Mai Lei hizo unos
pucheros. Vhirma me miraba a mí, esperando mi reacción y mis dos hermanos parecían hechizados
por la voz de papá.
—El hombre nos ha dado dinero —continuó él—. Mucho dinero, hijos. Podremos comprar
una vaca y aperos de labranza. Tendremos comida durante mucho tiempo. Mirad —se llevó una
mano al bolsillo y nos mostró unos billetes de color verde, arrugados—. Se llaman dólares. Valen
mucho. Vedlo. Hay treinta.
Yo miré mi plato. La comida me supo mal. El arroz era amargo. En mi interior se movían
vientos huracanados. Escuchaba el retumbar de los truenos. ¿O era mi corazón? No entendía nada,
o tal vez sí.
Shakti se había ido.
Con el hombre de la sonrisa amarilla, los dientes negros y las gafas oscuras que se movía
igual que una serpiente y acechaba como una araña.
—¿Por qué Shakti? —quise saber.
—Porque según él era la más adecuada. Tú debes ayudar a tu madre en la casa, y más ahora.
A Ko Won y Mandapa los necesito en el campo. Vhirma y Mai Lei son demasiado pequeñas.
Shakti era la indicada.
—¿Por qué? —repetí.
—Sharar... —suspiró mi madre agotada.
—No, decídmelo —insistí—. Quiero saberlo.
—Tenemos demasiadas bocas... —quiso responder mi padre.
—¿Por qué nació él entonces? —señalé a Yai casi con animadversión—. ¿De qué sirve tener
un hermano más si entonces hay que perder a Shakti? No es justo. Ella llevaba más tiempo en
casa.
Sentía crecer la ira en mí. Nunca les había hablado así a ellos.
—No podíamos darle a Yai —dijo mamá.
—¿Por qué no? Una familia que adopta a un niño lo quiere pequeño, para que los llame papá
y mamá desde el comienzo. Cuando murieron los Kong la señora Lu se quedó a la más pequeña.
Los mayores se los llevó el Estado, o eso dijeron. Lo que decís no tiene sentido. Shakti nunca
llamará papá y mamá a esas personas.
—El hombre dijo que era la indicada —parecía como si papá quisiera creérselo,
imponiéndolo a su razón—. La escogió él. Las familias que adoptan niños temen que si son
demasiado pequeños estén enfermos y mueran. Por otra parte no desean comenzar de cero, y más
si el matrimonio es ya mayor. El hombre dijo que Shakti era la indicada. Sí, eso dijo.
¿Solo yo sentía aquel escalofrío?
—Las cosas no son como las deseamos, Sharar —dijo mamá apretando más y más contra sí a
Yai.
Miré hacia la cortina que separaba el lugar donde dormían los mayores. Había sido muy
bonita en otro tiempo, con flores rojas sobre un fondo blanco. Ahora las flores estaban tan
desteñidas que parecían levemente rosas, y el fondo era amarillento. La abuela Tog descansaba al
otro lado. Comprendí por qué estaba enferma.
Me entró el pánico.
—Quiero que vuelva Shakti —empecé a llorar.
El silencio fue espantoso.
—Mamá —me dirigí a ella—. Quiero que vuelva.
—Ya no es posible, Sharar —me dijo él—. Se ha ido.
Cayeron mis primeras lágrimas.
Ellas arrastraron a Vhirma y Mai Lei.
Pero lo que todos escuchamos al otro lado de la cortina, de pronto, fue el leve sollozar de la
abuela Tog.
5
Durante los cinco días siguientes en la casa no hubo más que silencio, miradas huidizas,
sentido de culpa y un manto de dolor que se extendió por encima de nuestras cabezas
sumergiéndonos en el crepúsculo del miedo. No recordaba nada igual desde la muerte de mi
hermano Mang, que nos dejó al año de nacer. Fue una ausencia muy dolorosa, aunque en su corta
vida no tuvo jamás un día hermoso o agradable debido a los problemas con los que llegó a este
mundo. La diferencia era que Mang bebía la leche de los cielos y probablemente ahora fuese feliz,
mientras que Shakti...
Yo trataba de imaginármela en una casa bonita, como las de las revistas que tenía la señora
Knang en su tienda. No me dejaba mirar las nuevas, pero sí algunas de las usadas que guardaba en
la parte de atrás. En ellas veía a mujeres de pieles blancas y suaves, muy guapas, luciendo ropas
increíbles. Y había imágenes de ciudades imposibles, con edificios tan altos que se incrustaban en
las nubes. Mi pueblo estaba tan lejos de todo esto como la Tierra de la Luna, aunque yo sabía que
si conseguía estudiar, tal vez algún día podría viajar hasta esos lugares. Así pues, como decía,
trataba de imaginarme a Shakti en una bonita casa, con unos nuevos padres que la colmaban de
regalos, caricias y amor. Trataba de verla feliz, acostumbrándose a todo lo nuevo, comiendo lo
que quisiera, estudiando en una escuela muy grande, leyendo libros y aprendiendo. Y, aunque al
comienzo estuviese triste y llorase, tal vez luego se acostumbraría muy rápido a todo ello y nos
olvidase...
Pero no podía.
Por más que me esforzaba, no podía.
La realidad era que la veía tan triste como nosotros, y no en una bonita casa, con unos padres
agradables y solícitos, sino en algún lugar ignoto y oscuro, cruel y desagradable.
Lo sentía tan y tan adentro de mi corazón...
De noche yo lloraba en el camastro que, primero, habíamos compartido juntas hasta la
llegada de Vhirma y Mai Lei y en el que ahora estábamos las cuatro. Shakti y yo solíamos hablar
mucho mientras las dos pequeñas dormían. Nos preguntábamos cosas, jugábamos, hacíamos
planes para el día de mañana, nos imaginábamos cómo serían nuestros respectivos maridos.
Bueno, en mi caso, yo sabía ya que sería Shaon, pero la certeza era relativamente reciente, así que
antes de eso nuestra imaginación era mucho más libre. Con la ausencia de mi segunda hermana, el
camastro volvía a ser tan grande que me costaba no encontrar su calor tanto o más que la ausencia
de su voz. Quizá por ello, en esos días, las que no dormían eran Vhirma y Mai Lei.
—Sharar.
—¿Qué?
—¿Volverá Shakti?
—No lo sé.
—¿Pero, tú qué crees?
—¡No lo sé!
—¿Y si llega otro bebé, nos venderán a una de nosotras?
—Madre ya no tendrá más bebés.
—Pero ¿y si llega?
—A vosotras nadie os querrá.
Una respuesta así hacía que se callaran, al menos unos segundos.
—Sharar.
—¿Qué?
—Yo pienso que se escapará y volverá con nosotras.
—Puede que esté muy lejos y no sepa cómo volver.
—Shakti es lista.
—No se trata de ser lista, sino del dinero que cuesta el viaje, cualquier viaje.
—Vendrá a pie.
—Dormíos, por favor.
—¿Y si le reclaman a papá el dinero? Y no lo tiene. La vaca llega mañana. ¿Se llevarán a la
vaca?
—Probablemente.
—Entonces...
—¡Os queréis callar de una vez! ¡Yo no sé nada!
—Sí sabes.
—Para algo eres mayor.
—¡No, yo no sé! ¡Dormíos!
Les costaba conciliar el sueño. Daban vueltas, y hablaban más y más entre susurros que yo,
de espaldas a ellas, no lograba escuchar. Percibía su miedo igual que si fuese algo sólido. Si me
despertaba a media noche y las miraba, me las encontraba fuertemente abrazadas, inseparables,
como si cada una fuese la alarma de la otra. Imposible despertar a cualquiera de las dos por
separado. Habían formado una alianza.
Yo las envidiaba.
Me sentía muy sola sin Shakti.
Cuando Vhirma y Mai Lei dormían, yo lloraba.
La abuela Tog lo hacía en su rincón, mamá en su estera y yo en la mía.
Aquellos días todo cambió. Ni la llegada de la vaca y su leche nos compensó por la falta de
Shakti. Pero, de pronto, fue como si ella no hubiese existido. No se la mencionaba. Todos
callábamos. Cuando murió mi hermano Mang la sensación fue muy diferente. Cada vez que se
moría alguien en el pueblo se le lloraba. La ausencia de Shakti, sin embargo, no se debía a la
muerte. Ella estaba viva, en alguna parte. Existían dos realidades: la nuestra y la suya. Eso me
obligaba a pensar en dos planos, y no me resultaba fácil. Recordé cuando la señorita Wu nos
habló de otros mundos. En la Tierra había personas que dormían cuando nosotros trabajábamos, y
viceversa. En algunos lugares hacia frío y nevaba. Yo no podía imaginarme el frío, y aún menos la
nieve.
Sí, la falta de Shakti era peor que la muerte, porque la muerte era un adiós y conservaba el
recuerdo de las personas tal y como se habían ido, mientras que mi hermana seguía viva, siendo
ella misma y creciendo en otra parte.
—Sharar.
—Dejadme descansar, por favor.
—No estás dormida. Si lo estuvieses no hablarías.
—¡Me habéis despertado!
—No es cierto.
—Escuchadme bien de una vez, ¿de acuerdo? —me incorporé hacia su lado para que,
además, me vieran bien por entre la penumbra que la luz de la luna filtraba por las ventanas— No
sé nada, ¡nada!
—Tú siempre dices que no saber es malo —dijo Vhirma.
—Sí, lo peor que hay —la secundó Mai Lei.
Eran unas crías. Unas niñas pesadas e imposibles. Lo que menos deseaba era hablar con
ellas. Creo que incluso las odiaba porque la elegida había sido Shakti en lugar de una de las dos.
—¡Si no os calláis mañana os daré una tunda!
No era cierto, pero de pronto era como si todo fuese posible.
Cada noche era peor que la anterior. El agujero negro dejado por Shakti no desaparecía, al
contrario, se hacía mayor. No solo estaba en casa, entre nosotros, sino en mi propia mente.
A la vaca la llamamos Key.
Ni siquiera sé por qué. Sobre todo cuando la señorita Wu me dijo que eso, en inglés,
significaba llave.
6
La noche que la abuela Tog habló conmigo, todos mis miedos cobraron forma.
Yo la oía llorar, con suspiros largos y entrecortados unidos a gemidos cortos y agudos. Su
dolor se expandía más allá de las paredes de nuestra cabaña. Era el dolor de todos los dolores, el
del infinito, porque la abuela Tog era muy vieja y sentía las cosas con una mayor intensidad al
acumulársele las vivencias de toda su vida. No sé si papá y mamá estaban despiertos y fingían no
escucharla. Nadie se movía.
Yo me aparté de nuestra estera y fui a su lado.
La abuela Tog dormía sola, al otro lado de la cortina que separaba su espacio del que
ocupábamos mis hermanas y yo. Hubo un tiempo, cuando yo era más pequeña y ella acababa de
perder al abuelo, en el que me acostaba siempre a su lado, feliz. Ella me acariciaba y me dormía
sin apenas darme cuenta. Al nacer mis hermanos continué igual, y lo mismo cuando Vhirma y Mai
Lei eran bebés. Luego fui yo la que preferí dormir con las hermanas, sobre todo con Shakti.
Me tendí a su lado y la abracé por detrás.
Entonces ella gimió un poco más, se venció, como si se vaciara, y después dejó de hacerlo.
Me agarró las manos por delante de ella, las apretó. Sabía que era yo. No hacían falta voces
o imágenes para reconocernos. Basta el tamaño del cuerpo, la forma del tacto o la de los dedos.
Muy despacio se dio la vuelta hasta quedar frente a mí.
La abuela Tog había sido muy guapa en otro tiempo. En el pueblo todos lo decían. Una vez,
incluso, un fotógrafo de una de aquellas revistas que a mí tanto me gustaba ojear, la retrató con sus
cámaras maravillosas tras detener su automóvil al verla. Los años la habían ido encerrando en sí
misma y ahora hablaba para su interior. Raramente lo hacía exteriorizando lo que pensaba o lo que
sentía. Miraba, con sus grandes ojos cansados. Sus manos estaban quietas. Trabajaba todo el día y
al llegar la noche se sentaba en su silla para contemplar el mundo. Decía que había tantos mundos
como personas y anocheceres, pero que lo hermoso era que con cada amanecer la vida empezaba
de nuevo.
Aunque en ella se extinguiese.
—Abuela —le susurré—. ¿Qué piensas?
—Nada.
—No se puede pensar en nada. La cabeza siempre está despierta, aun cuando estamos
durmiendo.
—Cuando seas vieja como yo aprenderás a no pensar en nada.
—Yo no quiero dejar de pensar.
Me besó la frente. La abuela Tog olía diferente de los chicos o de mis hermanas. Incluso de
mi madre. Tenía todos los olores del mundo esparcidos sobre su cuerpo, y estaban tan mezclados y
usados que no se diferenciaban. Era un olor extraño, opaco y difuso. Pero a mí no me disgustaba.
—Estudia, Sharar —su forma de decirlo se me antojó más una súplica que no un deseo o una
petición—. Estudia y no seas una mujer más, abocada a un destino prefabricado de antemano. Lo
único que hace diferentes a los seres humanos es el saber.
—Ya sabes que me gusta.
—Pues no lo olvides nunca.
—Abuela, ¿qué piensas de todo esto? —rompí mi miedo.
Ella me acaricio el pelo con su mano arrugada, tanto que parecía que me lo estaba peinando.
En la penumbra sus ojos vacilaron. Las lágrimas se le secaban rápido, pero sus pupilas no
mentían.
—Tendría que estar muerta —dijo.
—¿Por qué? —me alarmé.
—Ya he vivido muchos años.
—Eso no es cierto.
—Una boca menos.
—¡Pero si tú apenas comes un puñado de arroz!
—Da igual. Puede que entonces Shakti estuviera todavía aquí.
—La culpa no es tuya, sino de Yai. Si él no hubiera nacido...
—No digas cosas terribles, Sharar.
—¡Es la verdad!
Me puso la mano en la boca, para que no elevara la voz y despertara a los demás. Su calma
chocó con mi arranque de desesperación. Por unos segundos las dos no hicimos otra cosa que
mirarnos, hasta que yo cedí. Entonces ella dijo:
—La echas de menos, ¿cierto?
Y yo respondí:
—Sí.
—Shakti era tan bonita y risueña...
—¿Por qué hablas en pasado?
La abuela Tog se encogió de hombros.
—Ella estará bien —me sentí en la necesidad de tranquilizarla—. Será como dice papá:
tendrá una familia que la querrá mucho, y vivirá en una bonita casa, llena de comida y vestidos...
¡Irá a la escuela! ¡Pero a la mejor, no a una como la del pueblo!
—La única familia que te da amor, seguridad y paz es la tuya, Sharar. Aun en la pobreza.
Todos juntos somos algo. Solos, no. Tus padres no lo saben, pero entregando a Shakti a ese
hombre han traído la tristeza a esta casa, y para siempre.
—Pero Shakti volverá.
—No.
—Algún día.
—No.
Quise que me mintiera y no lo hizo. Y aunque lo hubiera hecho con la voz, sus ojos habrían
seguido gritándome la verdad. Fue seca, dura, contundente y amarga. Me llenó de frío la espina
dorsal e hizo que me sintiera peor de lo que jamás me había sentido. Fue el momento de la
comprensión final.
—¿Cómo... lo sabes? —vacilé.
—Lo sé.
—Abuela...
Me abrazó para ahogar mi llanto, y yo vertí mis lágrimas en su pecho ya seco, dejando que
los ríos que fluían de mis ojos la empaparan.
No sé cuánto estuve allí, ni cómo me dormí.
Por la mañana yo volvía a estar en mi lugar y la abuela se había levantado la primera.
7
Me quedé paralizada.
Tanto como lo estaba él, quieto, apoyado en una pared, ojeando aquella libreta en la que le
había visto anotar algo la primera vez, antes de que hablara con mi padre y Shakti desapareciera.
Durante unos segundos, una eternidad, no supe qué hacer. La única persona del mundo que
sabía dónde se encontraba mi hermana era ese hombre. Mi único nexo con ella estaba allí delante,
pero si de algo estaba segura era de que si me acercaba y le preguntaba, jamás me respondería. En
primer lugar porque yo era una niña, aunque tuviera quince años. En segundo lugar porque mi
instinto me advertía ya de muchas otras cosas que ni siquiera sabía que pudieran existir.
Si quería encontrar a Shakti, verla y hablar con ella, o saber por lo menos en qué lugar se
encontraba, no podía perderlo de vista a él.
Eso significaba que si corría hasta el mercado para avisar a mis hermanos, y se desplazaba,
lo perdería.
Me mordí el labio inferior. Me hice daño. Pero ese dolor me avivó los sentidos. No tenía
tiempo de avisar a nadie. Mis hermanos tampoco eran tontos. Me esperarían pacientes en el
mercado hasta que yo regresara. Incluso disfrutarían haciendo las ventas, cobrando y devolviendo
cambios. Se sentirían mayores.
No hubo mucho tiempo más.
El hombre guardó la libreta en el bolsillo posterior izquierdo de su pantalón y echó a andar.
Yo le seguí.
La caminata nos alejó definitivamente del mercado. Intenté memorizar por dónde pasábamos
para regresar después sin problemas, pero a la media docena de vueltas me sentí perdida. No por
ello me arredré. Siempre me quedaba la posibilidad de preguntar el camino. Mi corazón empezó a
acelerarse con la idea de que Shakti estuviese allí, tan cerca, en el pueblo vecino. Llegué a
sentirme tan optimista que deseé gritar.
El hombre acabó deteniéndose delante de una casa de adobe parecida a la nuestra. Era
pequeña y humilde. Quedaba ligeramente apartada de la senda. La observó unos segundos, miró a
derecha e izquierda y enfiló la puerta, protegida tan solo por la presencia de una cortina medio
raída. Cuando desapareció al otro lado me oculté una vez más sin saber qué hacer. Aquella no
podía ser su casa. Imposible. El hombre vestía de una forma distinta a la nuestra, y también se
movía de manera diferente. No se ocultaba, pero tampoco hacia gala de su presencia. Me planteé
otra vez esperar o echar a correr para avisar a mis hermanos, y decidí esperar.
Acerté.
El hombre no tardó en salir de nuevo.
Y lo hizo llevando de la mano a una niña de una edad parecida a la de Shakti, tal vez un poco
menor.
Una niña que lloraba.
Miré la casa. Nadie. Miré al hombre y a la niña. Contuve la respiración lo justo para seguir
tomando decisiones rápidas y sorprendentes. Iba a seguirle. Lo vi muy claro. Iba a seguirle porque
allí sucedía algo muy extraño. ¿Cuántas parejas estaban sin hijos y a cuántos podía comprar para
ellas? Yo no sabía nada de la vida ni del mundo, pero era capaz de escuchar a Shakti en mi
interior.
Y continuaba escuchando sus gritos.
Justo al llegar a la primera esquina y doblarla, ocultos de las miradas de quienes pudieran
encontrarse en la casita de adobe, el hombre dejó de comportarse como lo que era para
convertirse en un animal. Las lágrimas y el forcejeo de la niña se vieron interrumpidos por su
descarga de ira y furia.
Primero le golpeó la cabeza, segundo la aplastó contra el suelo, tercero la machacó con la
mano abierta.
A lo lejos escuché su voz.
—¡Calla! ¡Calla te digo o te mato! ¡Silencio, estúpida!
La niña le obedeció.
Luego la puso en pie tirándola del pelo y la obligó a seguir caminando.
Me sentía impresionada, y muy afectada, pero aun así me puse en marcha justo cuando iba a
perderlos de vista. Tuve que correr un poco hasta llegar a la esquina por la que habían
desaparecido. Los localicé de nuevo y me asusté, porque estaban frente a una camioneta negra.
El hombre abría la parte de atrás.
Cuando tuvo las dos puertas abiertas, empujó a la niña hacia el interior. No le pidió que lo
hiciera, la empujó. Vi a la pequeña estrellarse contra el fondo, escuché su gemido de dolor.
La doble puerta de metal se cerró tras ella.
Y su dueño lo hizo, además, con llave.
La decisión volvía a estar tomada desde mucho antes de que yo echara a correr de nuevo. El
hombre caminó hacia la parte delantera, para sentarse al volante, y yo, oculta tras la pared de mi
derecha, para que no me viera, alcancé la camioneta justo en el instante en que su motor rugía y el
humo era expulsado por el tubo posterior.
No tenía más que una opción.
Me subí a ella, afiancé los pies en un saliente y en el guardabarros y me sujeté como pude,
con la mano derecha en uno de los goznes y con la izquierda en la manija para abrirla y cerrarla,
mientras el vehículo se ponía en marcha.
10
Me puse boca arriba. Me puse boca abajo. Me puse de lado, sentada, en cuclillas,
arrodillada. Una hora después me dolía tanto el cuerpo que ya no me sentía bien de ninguna forma.
Y empecé a marearme tanto por el afilado dolor de mis rasguños como por el movimiento de la
camioneta. La sangre ya no manaba, se había secado. Pude inspeccionar bien todos los pequeños
cortes y apreciar el desgarrón de mi falda. Mi aspecto era lamentable. Aun así me daba miedo
moverme por si el ruido me delataba. Cuando votaba a consecuencia de un bache me asía con
fuerza a los lados para amortiguar un posible golpe. Por suerte, en la cabina el hombre escuchaba
una radio, y muy potente.
Ya no se detuvo.
Yo no entendía mucho, mejor dicho, no entendía nada de distancias y kilómetros. Jamás me
había alejado demasiado del pueblo. Aquello era sin duda lo más lejos que había estado y que tal
vez estuviese en toda mi vida de mi hogar. Ya no se veía ni rastro de las montañas de Dong La.
Los escasos letreros que pude ver a la derecha de la carretera me indicaron que nos dirigíamos a
la capital.
Cada vez más y más cerca.
El sol empezaba a declinar por poniente cuando divisé los primeros rascacielos.
Un nuevo y fascinante mundo apareció ante mis ojos atónitos a partir de este momento.
De entrada, el tráfico se hizo más y más denso, poblando el aire de rugidos de motor y nubes
negras. A continuación, la carretera dejó de ser pequeña para convertirse en una enorme autopista
de varios carriles en ambas direcciones. Yo no entendía cómo podía haber tantos coches juntos, y
cómo circulaban sin tocarse unos con otros. Para terminar, ante mí surgió una urbe colosal,
gigantesca, hecha de acero y cristal, ladrillos y plástico. Una ciudad como las de las revistas de la
tienda de la señora Knang, con sus calles abarrotadas de personas muy distintas a mí. Es decir,
tenían dos piernas, dos brazos, una cabeza, dos ojos... pero vestían, se movían y vivían de manera
radicalmente diferente. Las mujeres eran hermosas. Los hombres llevaban ropas distinguidas.
Todos se movían muy rápido. Nadie caminaba despacio. La sensación de vértigo me abrumó.
Sin embargo, esa primera sensación se eclipsó muy rápido. No todas las construcciones eran
altas. No todas brillaban. No todas mostraban el lujo de su condición. Poco a poco, primero en
callejuelas perdidas y después en barrios enteros, descubrí otra ciudad, la de los niños
harapientos, la de las cloacas a ras de suelo, la de las mujeres que vendían en puestos callejeros
voceando su mercancía y la de los hombres ociosos sentados en los bares o en las esquinas. Una
ciudad gris, sucia, opaca, que surgía en el subsuelo de la otra ciudad como una sombra animada de
sí misma.
De hecho, las dos ciudades me dieron el mismo miedo.
Una por deslumbrante.
Otra por incierta.
Y recordé las palabras de la señorita Wu al referirse a ella como un gran dragón.
Ahí estaban todos sus dientes, en la oscuridad de sus mil recovecos llenos de secretos.
—¿Y ahora qué? —me dije a mí misma.
No imaginé ninguna respuesta.
Allí, en algún lugar, estaba mi hermana. Y la única pista que tenía estaba sentada justo debajo
de mí, al volante de la camioneta que me había conducido hasta mi más allá más remoto.
Pensé en mi padre, en mi madre, en mis hermanos y hermanas.
Luego le di la espalda al pasado porque no podía hacer ya nada por él.
Solo tenía un presente incierto y un futuro amenazador.
La camioneta continuó circulando rumbo a su destino.
13
Bajé de la camioneta por el lado opuesto al de la casa una vez estuve segura de que las
sombras me protegían. Cuando salté al suelo me caí de bruces, porque mis piernas eran incapaces
de sostenerme. Era una mezcla de miedo y parálisis. Los rasguños me dolían, me escocían mucho.
Sabía que si no los lavaba pronto, sería peor, porque podían infectarse.
Escudriñé aquel patio y di con lo que buscaba. Un grifo. Aquello sí era maravilloso. La
señorita Wu nos había dicho que en las ciudades el agua salía de las propias casas, que era
llevada hasta ellas mediante cañerías, y que los grifos eran las compuertas que permitían que
manase. Había grifos en las cocinas y en los cuartos de baño, porque no era necesario salir al
exterior para llevar a cabo las necesidades, se hacían en unas habitaciones especiales en las
propias casas. Yo había visto ilustraciones en algunas revistas. Para eso servía ir a la escuela. De
otra forma ni siquiera hubiera sabido que aquella cosa era lo que necesitaba.
Giré a un lado. Giré al otro.
El agua cayó al suelo y para mí fue como ver un milagro.
Sin dejar de mirar en dirección a la casa, por si mi acción era percibida por el hombre, me
lavé a conciencia las heridas de las piernas y los brazos. El desgarrón de la falda no tenía
remedio, así que me resigné. Era cuanto tenía, no podía quitármela. Una vez limpia, forzando el
dolor porque me froté a fondo quitando la mugre y las costras recién formadas, bebí y sacié mi
sed. Mi estómago me mandó un segundo aviso, pero por desgracia temí que el hambre fuese a
perdurar bastante.
Regresé a la casa, despacio, moviéndome con sigilo. La única ventana con luz daba a la parte
delantera, pero por la calle no había nadie. O era una zona solitaria o el hombre vivía apartado
del ruido de la ciudad. A lo lejos, el brillo de las luces formaba un ascua resplandeciente que lo
cubría todo. Daba miedo. Tanta fuerza. Tanta intensidad. Sabía que en la capital residían millones
de personas. Millones. La idea, tanto como la cifra imposible, se me hacía aterradora.
Caminé pegada a la pared hasta la ventana. Me asomé con los nervios en tensión, siempre
dispuesta a escapar si me descubría el dueño del lugar. Primero vi una sala grande, con un sofá.
Luego me di cuenta de que algo se movía y descubrí un aparato de televisión, como el del bar del
señor Ho en el pueblo. El hombre estaba sentado al otro lado, frente al televisor, en una butaca,
con los pies estirados sobre una mesita y una lata de cerveza en la mano. Contemplaba un partido
de fútbol sin mucha pasión.
No había ni rastro de las dos niñas.
Era absurdo plantearse entrar estando él dentro. Absurdo registrar la casa ni aun aguardando
a que se durmiera.
Lo único que podía hacer era esperar a que saliese, o a que sucediese algo.
Pero ¿qué?
Abandoné mi observatorio junto a la ventana y dando un rodeo alcancé la calle. Al otro lado,
en la acera de enfrente, descubrí unas cajas de cartón. Me dirigí a ellas y las usé como casa,
protegiéndome de la noche. Las nubes negras se alejaban por oriente y la noche era estrellada,
aunque allí apenas se veían los miles de puntos de luz que se divisaban desde mi pueblo.
Había sido un día muy duro, y aunque no quería conciliar el sueño, para estar atenta a la
puerta de la casa, lo cierto es que me dormí apenas cerré los ojos un par de veces.
15
Tuve que preguntar cinco veces más. Bueno, preguntar... pregunté diez, pero la mitad de las
personas no me respondían, o lo hacían solo para pedirme que no molestara. Otros dos taxistas
con carritos y bicicletas me pusieron en el camino correcto. Uno de ellos me dijo que me llevaba
gratis si antes nos deteníamos a hacerlo.
—¿Hacer qué? —le pregunté yo.
—¡Cómo sois las del Lago Dorado! —escupió el hombre, muy desagradable.
No quise seguir hablando con él y reanudé mi camino.
Ya estaba cerca.
Muy cerca.
Y al doblar la última esquina...
Kwa Long era un barrio distinto, una isla dentro de un mundo. No había edificios altos y
lujosos, sino casitas bajas, de madera pintada. No había tráfico rodado, sino cientos de personas
caminando de un lado a otro. No había gente moviéndose con prisa, sino paseando, observando.
No había nada que yo hubiera conocido antes.
Y sin embargo allí estaba todo.
Kwa Long era la puerta del infierno.
Las casas no eran casas, sino bares, locales, lugares en los que decenas de mujeres de todas
las edades, pero preferentemente chicas jóvenes y niñas, se exhibían en las puertas sin apenas
ropa. Era de día, pero las luces de las fachadas brillaban ya con sus reclamos de colores. Por
todas partes sonaba una música extraña, fuerte, ruidosa, como si cada local se empeñara en
hacerla sonar más alta que la del vecino. Por la calle, la mayoría de los que se movían eran
extranjeros, hombres. No resultaba difícil descubrirlos, tanto por sus ropas extrañas, informales y
coloristas como por sus facciones. Eran mayores, la mayoría muy mayores; calvos, arrugados, con
barba, sudorosos... Miraban a las muchachas con ojos de cazador y a veces hablaban con ellas;
otras no, solo las examinaban o las tocaban, como las mujeres tocan la fruta en el mercado para
descubrir su calidad. Si se sentían satisfechos, entraban en el local y desaparecían en sus
profundidades. Los que cruzaban el umbral sin hacer su elección en la calle, se veían rodeados de
inmediato por todas las candidatas, que reían y se mostraban solícitas a sus ojos. El resultado era
el mismo. El hombre y la elegida entraban al fondo.
Yo sabía lo que hacían un hombre y una mujer en soledad.
Era la hija mayor de mis padres y tenía muchos hermanos y hermanas.
Lo sabía, así que, muy rápidamente, supe qué clase de lugar era Kwa Long.
Y qué clase de lugar debía de ser El Lago Dorado.
Imaginar a Shakti allí hizo que casi me volviera loca.
Me convertí en una piedra en mitad de la calle. Me convertí en una nube seca, sin agua de
lluvia, escrutando un mundo que no podía bañar. Me convertí en una sombra.
Pero no fui capaz de dejar de sentir.
¿Cuántas niñas debían sonreír allí? ¿Cuántas habían sido arrancadas de sus casas con la
promesa de una vida mejor? Yo las veía sonreír, pero me bastaba con ver sus ojos cuando no lo
hacían para saber la verdad. Y la verdad era la cosa más simple del mundo. Me sentí atenazada,
desmenuzándome por dentro como una arenilla suave. Nadie reparaba en mí. Era una más, pero
con la falda rota, el cuerpo lleno de rasguños y ningún atractivo para los hombres que se
acercaban a las de los locales. Ellas sí eran hermosas. Tristes, pero hermosas. Patéticas, pero
hermosas. Iban pintadas, maquilladas. Mujeres atrapadas en cuerpos de niñas. Yo estaba a salvo.
Una extraña forma de salvación.
La última pregunta me puso en el camino final.
—Ahí, en esa esquina. Es el más grande —me indicó una mujer anciana.
Aquellos últimos pasos me dolieron profundamente.
El Lago Dorado era, desde luego, un gran local. Tenía dos plantas, estaba pintado de color
púrpura y reclamaba la atención de los clientes con un gran luminoso que se encendía y se
apagaba letra a letra. Con la última, justo a su lado, se veía un lago artificial, hecho con luz
blanca, del cual emergía una silueta femenina desnuda. En los dos accesos, uno por cada lado,
conté no menos de treinta muchachas, la mayoría adolescentes. Lo más asombroso era que justo al
otro lado, el que daba a un callejón trasero, un policía charlaba tranquilamente con un par de
turistas. Uno llevaba una cámara de fotos. El otro, una videocámara. Yo sabía qué eran esas cosas.
Las revistas de la tienda de la señora Knang llevaban siempre preciosas imágenes de todas las
cosas que podían comprarse con dinero en el otro mundo.
Miré El Lago Dorado y por un momento deseé que Shakti no estuviese dentro.
Luego pensé que, si no estaba, jamás la encontraría.
Me sentí peor.
No sé cuánto rato estuve allí, de pie, quieta en mitad de la calle. Ignoro si el tiempo me
envolvió con su manto de piedad, aturdiéndome, o si fue la necesidad la que me empujó a
moverme sin apenas darme cuenta de que lo hacía. Con la primera sombra del atardecer
reaccioné. Entonces recordé toda el hambre que, por segundo día consecutivo, me gritaba desde el
estómago, y me di cuenta de mi cansancio, de mi sed, de mi tristeza y mi soledad. Evoqué mi casa,
a mis padres, mis hermanos y hermanas, la abuela Tog, Shaon, la señorita Wu...
Me senté al otro lado de El Lago Dorado, entre un bar y una casa abrasada por las llamas
cuyas maderas ennegrecidas formaban un paréntesis ocasional en mitad de la calle. Del bar surgía
otra música demoníaca. De la casa quemada fluía el olor de su muerte. Yo solo era un ave de
paso.
Continué siendo invisible.
Durante las horas siguientes no aparté la vista del local, por si en algún momento veía a
Shakti.
Pero no la vi.
19
Quería tener los ojos muy abiertos, pero llegó a costarme. A pesar del bullicio, la música, y
de que, a medida que oscurecía, la calle, el barrio entero, se convirtió aún más en un hervidero,
mis ojos acabaron cerrándose sin darse cuenta. Tuve que levantarme y moverme.
Descubrí que estaba medio mareada a causa del hambre y la sed.
No podía pasar otra noche sin comer. Si desfallecía, sería peor. Miré a derecha e izquierda y
me dirigí a la parte más ancha, al final de la calle, lo que resultó ser la Plaza Roja de la que ya
había oído hablar. En determinados tramos casi me era difícil caminar, porque la densidad humana
se hacía más y más densa. Los hombres reían, bebían, fumaban, cantaban. Lo hacían con una
naturalidad y desparpajo que mostraba su entera impunidad. Iban solos, a la caza de su compañía,
o ya con una, besándolas, sujetándolas por la cintura o la mano, dando muestras de su entera
propiedad. Mi suerte era que, por mi aspecto, con las magulladuras, los rasguños, las cicatrices
secas de mi caída de la camioneta, la falda rota y todo lo demás, apenas si merecía la atención de
ninguno de ellos. Yo no existía. Las otras sí. Cualquier chica en la parte exterior de uno de
aquellos locales era un objeto de deseo.
Algunos de los que me miraron, sonrieron. Algunos apartaron la vista. Algunos pusieron cara
de indiferencia, o burla, o asco.
Por lo menos no entendía sus lenguas.
Eran tantas y tan distintas...
En la Plaza Roja descubrí un lugar en el que se servían comidas a los turistas al aire libre, en
la misma calle. Un restaurante. Las mesas estaban llenas. No vi basuras para hurgar en ellas, ni
siquiera en la parte de atrás, porque di la vuelta buscándolas. Sabía que no tenía más opción que
robar y confiar en mis piernas, así que estuve atenta a lo que sucedía en aquellas mesas.
Tardé menos de diez minutos en saciar un poco mi sed. Dos hombres se incorporaron dejando
a medias sus bebidas. Cuando la mesa quedó vacía me acerqué y apuré los vasos. Escupí el
primero, porque su contenido era asqueroso. El segundo en cambio tenía mejor sabor. Las
burbujas me picotearon el paladar. No era agua. Solo un refresco. Me aparté sin ser descubierta y
esperé otro largo rato mientras me daba cuenta de que aquello, en el fondo, me estaba dando más
sed. No entendía cómo se hacía un líquido que daba más sed. Lo malo era que nadie parecía beber
agua.
Mi objetivo fue una mesa en la que dos hombres dejaron casi toda su comida. Continuaron
sentados, bebiendo, pero sus platos estaban llenos. En uno vi ensalada, verdura, algo de carne; en
otro, pan con algo en su interior. Se me hacía la boca agua de nuevo. Aguardé en tensión, temiendo
que el camarero se llevara los restos antes de que ellos se marcharan. Pero por fin se levantaron.
Supongo que me precipité, pero no me di cuenta de nada que no fuera mi objetivo. Eché a correr,
sorteando las mesas, porque la de los dos hombres se encontraba casi en el centro, y cuando iba a
coger los restos escuché el grito.
—¡Eh, tú!
Volví la cabeza y vi al camarero viniendo hacia mí.
Agarré la comida con las dos manos, como pude, y salí a escape en dirección contraria. Los
pasos del camarero me siguieron hasta más allá de la terraza, mezclados con las risas de algunos
comensales. No volví a mirar atrás, por miedo de tropezar y caerme. Pensé que por robar comida
podía acabar en la cárcel, y entonces sería peor. Así que corrí y corrí, sorteando primero aquellas
mesas y después a los caminantes de la plaza. Lo último que escuché a mi espalda fue:
—¡Te he visto!
Eso significaba que ya no podría volver a merodear por allí.
Ya a salvo, en una calle más apartada, devoré aquella comida. Me gustó la carne, sabrosa, y
también los restos de la verdura que había logrado salvar en la carrera. Pero el pan, que también
llevaba carne en su interior, mezclada con salsas extrañas y tomates, cebollas... era asqueroso. Lo
tragué a duras penas sabiendo que tal vez me volvería a sentar mal y acabaría con dolor de
estómago o vomitando.
Seguía el problema de la sed.
Y entonces se puso a llover.
Durante media hora cayó una buena tormenta. Intensa y espectacular. Una cortina de agua que
desalojó las calles y formó charcos por todas partes. Bebí una, dos, tres veces. Se me antojó una
señal del cielo. Luego recogí una lata vacía y la llené para tener una provisión de agua. La lluvia
me vivificó. En mi aldea llovía de una forma distinta, porque las gotas daban aún más color a las
plantas y a la tierra. Me gustaba ver llover y aspirar los mil perfumes que luego flotaban a mi
alrededor. En la ciudad, en cambio, la lluvia parecía sacar lo peor de las calles y las personas.
Suciedad, ratas corriendo porque se formaban ríos torrenciales por todas partes, un extraño
sentido de la frustración en los que miraban al cielo a la espera de que cesara la tormenta. Las
chicas de los locales estaban dentro, la mayoría con hombres refugiados en ellos.
Tuve dolor de estómago, pero esta vez no vomité.
La lluvia me había calmado la sed, pero imaginé que todas las basuras estarían empapadas, y
que tardaría en volver a comer algo como no fuera robándolo.
Cuando dejó de llover, las calles recobraron de inmediato su intensidad humana. Los ríos de
agua se convirtieron en ríos de solitarios a la búsqueda de una compañía. Regresé a mi punto de
observación, frente al Lago Dorado, hasta que se me volvieron a cerrar los ojos y comprendí que
era absurdo pasarme allí las horas.
Tal vez Shakti estuviese en otro local.
Me incorporé decidida y caminé hasta una de las puertas. Las muchachas me vieron
aproximar con una mezcla de curiosidad e ironía en sus semblantes. Curiosidad por mi aspecto e
ironía porque a su lado yo era un engendro de la naturaleza. A mí no me importó. Era mi
salvaguarda.
—¿Conocéis a Shakti? —les pregunté.
Se miraron entre sí. Temí que hablaran otra lengua, porque ninguna me respondió.
—Es una niña de once años, probablemente llegó hace una semana.
Nada durante dos o tres segundos.
—Aquí no hay ninguna Shakti —respondió por fin una de las mayores, dos o tres años más
que yo.
—Vete —casi me lo escupió en la cara otra—. Nos espantas a los clientes.
—Sí, lárgate — añadió una tercera—. Eres un engendro.
—¿Este es el local del señor Chu?
El nombre hizo que algunas se pusieran muy serias. Sentí su temor. Era palpable. Como una
energía capaz de fluir envuelta en miedo.
—Sal de aquí, estás loca —me dijo la que había hablado primero.
—He de encontrar a mi hermana Shakti.
—Si es nueva estará escondida, hasta que se habitúe. Pero da lo mismo. Vete y olvídala o
será peor para ti.
—Pero...
La voz de un hombre nos sacudió a todas.
—¿Qué pasa aquí?
No quería problemas. No quería que me cogieran. Me bastó con ver la reacción de las
demás, el terror que aquella voz les inspiraba y la forma en que se apartaron de mí.
El empleado de El Lago Dorado apareció lo mismo que una torre humana, amenazador y
violento.
Una vez más, no tuve más remedio que echar a correr.
20
Pensé en quedarme a dormir en la casa quemada, pero un sexto sentido me avisó de que no lo
hiciera. Demasiado cerca de El Lago Dorado. Demasiado pegada al bar contiguo. Demasiado
unida a la locura de la calle y de todas las calles del barrio de Kwa Long. Allí estaría
desguarnecida, inerme, y todos los hombres que caminaban de un lado a otro era como si tuvieran
el diablo en el cuerpo. Así que me alejé lo más que pude, hasta que me sentí un poco a salvo. Solo
un poco.
Cualquier lugar era bueno para tenderme en el suelo y cerrar los ojos. Ya era muy tarde.
Noche cerrada. Pero necesitaba un techo, por precario que fuese. La lluvia lo había dejado todo
mojado y encharcado. Y si volvía a llover sería peor.
La ciudad me sobrecogió aún más.
El silencio de unas calles, el bullicio de otras, la oscuridad de las primeras, los millones de
luces de las segundas, los rostros anónimos que se cruzaban conmigo...
No me di cuenta de que estaban a la vuelta de la esquina hasta que me tropecé con ellos.
—Vaya —dijo el más alto.
—Mira tú quién tenemos aquí —elevó la comisura de su labio el segundo.
Eran dos policías, dos hombres de uniforme. Su coche estaba aparcado, con las luces
apagadas, y ellos apoyados en él, con indulgencia, en mitad de ninguna parte, una zona oscura y
sin nadie a la vista. Yo no supe qué hacer. Representaban la ley. Si me iba corriendo tal vez
sospechasen de mí, me atraparían y me detendrían.
¿Y si el hombre del restaurante había denunciado mi intromisión para robar comida...?
Recordé de pronto al policía que había visto cerca de El Lago Dorado.
—¿Te has caído de un andamio? —preguntó el primero.
—No.
—Pues menudo aspecto —se burló el segundo.
—¿Cómo te llamas?
—Sharar.
—¿De dónde eres?
—De Ukok.
No sabían nada. No conocían mi pueblo. Eran tan extraños como los hombres de Kwa Long,
aunque llevaran aquel bonito uniforme que los hacía distinguidos.
—¿Pueden ayudarme? —vacilé.
Se echaron a reír.
—¿Tú qué crees? —le dijo el alto a su compañero.
—Puede intentarse —le respondió este.
Y el primero continuó, dirigiéndose a mí:
—Sube detrás.
No supe a qué se refería.
—Estoy buscando a mi hermana.
—¡Yo también!
Sus risas se convirtieron en carcajadas.
—Se llama Shakti.
El alto puso su mano derecha en la manija de la portezuela del coche.
—Vamos, sube —la abrió.
—Pareces muy dulce —dijo el más bajo.
Yo di un paso atrás. Tenía ya los músculos en tensión. Cada giro era una pesadilla nueva.
—A mi hermana se la llevó un hombre... Un hombre llamado Huang... Bueno, mi padre se la
entregó a él y... Creo que está en El Lago Dorado...
—Es un buen sitio —la puerta seguía abierta.
—Pero aquí estaremos más tranquilos —el otro hombre dio un paso hacia mí—. ¿Con quién
te gustaría hacerlo primero?
No iban a ayudarme.
En la ciudad todos estaban locos.
Y en Kwa Long y sus alrededores lo único que importaba era aquello, lo que un hombre y una
mujer hacen juntos y a solas.
Estaba harta de correr sin rumbo, pero, una vez más, fue lo único que me quedó, además de
llorar con el peso de mi miedo a cuestas por si ellos iban tras de mí y me atrapaban.
Sus risas se perdieron en la distancia.
21
Me miró como me habían mirado todos desde mi llegada a la ciudad, con aquella mezcla de
indiferencia y vulgaridad, la resultante del asco, desprecio o lo que fuera que les producía.
A mí en cambio ella me pareció muy guapa, exquisita. La mujer más bella que jamás hubiese
tenido la suerte de contemplar.
—¿Puedo hablar con usted un momento?
Intentó pasar por mi lado, sin tocarme.
—Por favor —estuve al quite—. No la molestaré demasiado. Solo unas preguntas sobre El
Lago Dorado.
—¿Cómo sabes que trabajo en El Lago Dorado?
—La he visto salir de allí.
—¿Y tú quién eres, niña?
—Me llamo Sharar.
Había logrado detenerla. Nos encontrábamos a un lado del templo, solas, aisladas. Ella se
llevó una mano al cabello, con coquetería. Luego sacó pecho al respirar con fuerza. También lo
tenía precioso. Se recortaba contra su vestido de seda rojo marcando cada forma, el bulto del
pezón, la huella de la zona rosada sobresaliendo junto a él.
—¿De qué quieres hablar?
—Es sobre El Lago Dorado...
—¿Quieres trabajar en él? —me interrumpió—. Para empezar deberías lavarte un poco.
Pareces salida de una guerra.
—No quiero trabajar allí. Estoy buscando a mi hermana Shakti.
—¿Shakti? No conozco a ninguna Shakti, y menos en El Lago Dorado.
—¿Conoce a todas las chicas que trabajan en El Lago Dorado?
—Casi. Siempre hay caras nuevas.
—Ya, ayer llegaron dos más. A mi hermana la trajeron probablemente hace una semana.
—¿Cómo sabes que ayer llegaron dos chicas nuevas?
—Vi a los hombres que fueron a buscarlas a casa del señor Huang.
La mujer frunció el ceño. Por lo menos había logrado despertar su curiosidad, aunque algo
me decía que seguía perdiendo el tiempo. De cerca, y pese al maquillaje, parecía un poco más
joven.
—Eres extraña —me confió.
—No, no lo soy. Solo tengo hambre, y estoy cansada.
—¿Cómo te has hecho todo esto? —señaló mis magulladuras.
—Me caí viniendo a la ciudad.
—¿De dónde eres?
—De Ukok.
—No lo conozco.
—Está lejos. A muchas horas en automóvil.
—¿Y has venido hasta aquí por tu hermana?
—Sí.
—Debes de quererla mucho.
—Sí.
—Ya.
Llevaba un relojito de pulsera. Lo miró y chasqueó la lengua. Por alguna razón, sin embargo,
continuó hablando conmigo, creo que dominada por una incipiente curiosidad.
—¿Todas las chicas que hay en El Lago Dorado hacen lo mismo? —quise saber.
—¿Me lo preguntas en serio?
—Sí.
—Pues claro que hacen lo mismo. Para eso están ahí. ¿Tú has estado con un hombre? —de
nuevo arrugó la cara, como si la pregunta le resultara absurda porque ya conociese la respuesta.
—No.
—Pero debes de saber qué hacen un hombre y una mujer cuando están juntos y a solas,
¿verdad?
—Sí, eso sí —bajé la cabeza al revelárselo.
Me pasó una mano por la cabeza. Fue un gesto inesperado, amistoso y cálido. Sin embargo,
sus facciones no se modificaron demasiado. No vi en ella piedad o cariño, solo extrañeza
mezclada con una mayor curiosidad.
—¿Por qué crees que tu hermana está en El Lago Dorado?
—El hombre que se la compró a mi padre compró a otras dos chicas antes de que yo le
siguiera. Los que vinieron a por ellas hablaron de El Lago Dorado.
—Estás loca —suspiró mi compañera.
—No lo estoy —protesté—. Engañaron a mi padre. Le dijeron que a Shakti la adoptaría una
familia rica.
—Eso ya da lo mismo. Si han pagado por ella no hay nada que hacer, aunque la encuentres.
No la dejarán marchar.
—¡Pero Shakti...!
—¡Eh, eh, escucha, a ver si lo entiendes! —cortó mi conato de furia—. ¡Tampoco debes
preocuparte mucho! ¡Las cosas son así, y cuando son así ya nada va a cambiarlas! Tu hermana
estará bien. Hay mucho trabajo, pero comerá todos los días, y tendrá ropas bonitas. Seguro que
estará muy guapa.
—¿Y si no le gusta?
—¿El qué?
—Hacerlo —dije con un hilo de voz—. Con ellos.
—¿Eres tonta? —se cruzó de brazos antes de agregar—: No, tonta no. Ingenua.
—¿Por qué?
—No es desagradable. Bueno... al menos no con todos y siempre depende de lo que quieran
hacer, pero...
—¿A usted le gusta?
—Yo soy muy buena.
—¿Pero le gusta?
—No se trata de gustar o no gustar. Es un trabajo. Te acostumbras y ya está. Algunos son
interesantes, te cuentan cosas... Yo he aprendido mucho.
No podía creerla, y pese a todo hablaba convencida de ello, entre seria y orgullosa.
—A ti en cambio no sé siquiera si te querrían —hizo un gesto negativo con la cabeza—. Y no
lo digo por todos esos rasguños, sino porque estás muy delgada. Ni siquiera tienes un poco de
pecho. Y atractiva no eres.
No quise escucharla.
—¿A usted la trajeron a la fuerza?
—Yo vine porque quise. Siempre deseé trabajar en El Lago Dorado. Siempre fui muy guapa.
Lo que más anhelaba en el mundo era tener ropas bonitas y no tener que trabajar en una fábrica o
vendiendo cosas por la calle, y, por supuesto, no quería pasar hambre.
—Shakti se morirá si...
Miró su reloj de pulsera por segunda vez. Ahora ya no reprimió el gesto de contrariedad.
—Debo irme, lo siento —dijo mientras iniciaba la marcha.
Yo me puse a su lado.
—¿Puedo acompañarla?
La idea no le gustó demasiado. Y..Yendo a su lado parecíamos un tigre y un chimpancé.
—No seas pesada. ¿Qué quieres que te diga? No sé nada de tu hermana y ya está.
—Podemos hablar.
—¿De qué?
—De usted.
Imagino que le gustaba hablar de sí misma. No creo que pudiera hacerlo a menudo.
No dijo nada, ni a favor ni en contra, y seguimos caminando mientras yo retomaba alguna de
las preguntas que asaltaban mi garganta a borbotones y buscaba la forma de ordenarlas.
23
Mientras me atiborraba de arroz, como si llevase un mes entero sin probar bocado, el hombre
blanco me miraba sin perder su sonrisa. Me gustaban sus ojos, mucho. Si no me daba cuenta, me
quedaba mirándolos absorta. Nunca había visto unos ojos como los suyos. Ni tampoco había
tocado una piel tan blanca. Todo él era distinto.
Y la casa.
Llena de personas, pero sobre todo niños y niñas, comiendo, felices aun siendo pobres,
porque resultaba que yo, con mi falda rota, era la mejor vestida de allí.
El choque resultaba tan extraño como brutal.
—Despacio —me recomendó.
Me llevaba los puñados de arroz a la boca, con la mano, y muchos granitos se me caían. Pero
sobre el mismo plato. No convenía desperdiciar ni uno. Tai Pu asistía feliz al encuentro de mi
estómago con la comida.
—Tenía hambre, ¿verdad?
—Sí —asintió el hombre blanco.
—Ya te lo dije. Por poco termina molida a palos o en la cárcel.
—Eres el primer recolector de nuestra organización, ya lo sabes.
Tai Pu sacó pecho.
—¿Cómo te llamas? —me preguntó mi benefactor.
—Sharar. Se llama Sharar —respondió Tai Pu.
—Deja que hable ella, ¿de acuerdo?
—Sharar —dije yo.
—Mi nombre es Nazario —me tendió la mano.
No supe qué hacer. Sabía que los hombres se la estrechaban, pero yo no era un hombre, ni
siquiera una mujer. Y nunca había estrechado la mano de nadie. Además la tenía llena de arroz. El
hombre blanco me cogió la otra. Era cálida.
—Naz´rio —traté de pronunciarlo.
—No, Nazario. Así: Na-za-rio.
—Bien, sí —continué comiendo.
—¿Puedo hacerte unas preguntas?
—¿Qué clase de preguntas?
—Por ejemplo, ¿cómo te has hecho estas magulladuras?
—¡Se subió a una camioneta! —dijo mi rescatador.
—Tai Pu —le conminó Nazario.
—Me caí de una camioneta, sí —asentí yo.
—Habrá que curarte un poco, cuando termines de comer —no continuó tratando de saber qué
hacía yo subida a una camioneta—. ¿Estás sola?
—Sí.
—¿Y tus padres?
—En Ukok.
—Eso está muy lejos.
—¿Conoces Ukok? —quedé perpleja.
—Sí.
—¿Por qué lo conoces?
—Conozco casi toda la zona.
—¿Por eso hablas tan bien mi lengua?
—Exacto. Llevo aquí mucho tiempo. ¿Qué haces en la ciudad, tan lejos de casa?
No sabía cómo responderle.
—¿Te has escapado de casa?
La respuesta era sí, pero también no. Casi me atraganté al meter en mi boca más arroz del que
cabía y querer tragarlo a continuación.
—¿Has venido... a trabajar aquí? —continuó él.
—No —moví la cabeza de lado a lado.
—Entonces...
Me rendí. No tenía más que mirar a mi alrededor para darme cuenta de que allí la gente era
feliz, y que aquello no tenía nada que ver con El Lago Dorado.
—He venido a por mi hermana.
—¿Quieres contármelo?
—¿Por qué quieres saberlo?
—Arco Iris intenta ayudar a las personas que lo necesitan.
—¿Tú eres Arco Iris?
—No —se echó a reír—. Arco Iris es una ONG, es decir, una Organización No
Gubernamental. Trabajamos al margen de todo, allá donde se nos necesita. Hay personas que se
preocupan por otras. Esas personas se agrupan y deciden trabajar por el bien de las demás. Aquí
somos cuatro, aunque hoy estoy solo.
Yo no podía creer lo que me estaba diciendo.
—No entiendo —confesé.
—Supongo que es difícil —dijo Nazario—. Pero te diré que hay muchas ONG repartidas por
el mundo. Unas ayudan a los animales, otras a erradicar enfermedades, otras a los niños...
Nosotros estamos aquí por el sexo. Tu país es un destino sexual para miles de occidentales que
abusan de niños y niñas. Intentamos ayudar en lo posible a que esto no sea así, salvar a quienes
podamos.
—¿Como a mi hermana Shakti?
—¿Qué le ha sucedido a ella?
—Engañaron a mi padre. Le dijeron que se la llevaban para darle una vida mejor, con una
familia que le daría amor y la haría estudiar para ser una buena persona. Pero el hombre mintió.
Yo le vi con una niña a la que pegó. Me subí a su camioneta y llegué hasta aquí. Pensé que estaba
en El Lago Dorado, pero no la he encontrado allí.
—¿Has estado en El Lago Dorado?
—Entré, miré y me escapé cuando me descubrieron.
—Eres muy valiente —dijo Nazario.
Tai Pu ya no hablaba. Estaba absorto mirándome.
—Shakti está en algún lugar de Kwa Long, pero no sé en cual. Y temo que ya sea demasiado
tarde. Han pasado muchos días.
—¿Estás segura de que se encuentra en Kwa Long?
—Sí. Yo oí hablar a Huang... el hombre que la trajo en su camioneta. Sé que está cerca.
Nazario se quedó callado unos segundos. Yo me terminé el plato de arroz. Estaba a reventar,
pero aún habría seguido comiendo, por toda el hambre que había pasado. Cuando me encontré con
sus ojos de mirada limpia me sentí a salvo.
—No tienes dinero, nada salvo lo puesto —susurró él.
Y yo le dije:
—¿Puedes ayudarme a encontrar a mi hermana y hacer que me la lleve conmigo de regreso a
casa?
28
Yo no sabía lo que era un milagro, pero Nazario me lo explicó, porque él era de otra religión,
cristiano. Bueno, sí lo sabía, pero con otro nombre. Un milagro es convertir lo imposible en
posible. Más aún, lo imposible en real.
Mientras me curaba las magulladuras con un líquido que me hizo arrancar gemidos de dolor,
porque me escoció mucho, me contó lo que hacían, qué era una ONG y qué era Arco Iris; de qué
manera trataban de ayudar a las niñas como Shakti, arrancándolas de la prostitución, que era el
comercio de la carne y el alma a cambio de dinero. Y también a los niños, aunque eran más
escasos. Había hombres que se interesaban por los de su mismo sexo. Fue una tarde de
conocimientos, así que pensé que la señorita Wu estaría muy orgullosa de mí. «Viajar expande la
mente», solía decir. Así que yo la tenía muy expandida. No creo que nadie de mi pueblo, y más a
mi edad, hubiese llegado tan lejos. Nadie salvo Shakti, claro, aunque a ella podía decirse que la
habían secuestrado.
La cura terminó muy pronto. En algunas partes me puso una tintura de color rojo. Parecía una
niña en fiestas, disfrazada. Nuestra conversación, en cambio, duró largo rato. Le conté mi odisea
con la camioneta y mis pasos en Kwa Long, cómo había entrado en El Lago Dorado, la charla con
aquella muchacha tan bella...
Cuando le pregunté por qué aquellos hombres venían de tan lejos para yacer con nosotras y
disfrutar de nuestros cuerpos, Nazario me dijo:
—Están enfermos.
—¿Y por qué no los curan allí?
—Porque ni ellos saben que lo están, Sharar. Por eso.
—No lo entiendo —insistí yo—. ¿No hay muchachas en sus países?
—Las hay, guapas y jóvenes como tú, pero allí está prohibido tener relaciones con menores
de edad.
—¿Qué son menores de edad?
—Menos de dieciocho años.
—Aquí, con dieciocho años estamos casadas y tenemos hijos.
—Aquí es aquí y allí es allí. Las personas no son iguales en todas partes, ni lo son las leyes
que las gobiernan.
—¿Y por qué tienen que hacerlo con menores de dieciocho años?
—No todas las preguntas son fáciles de responder —suspiró él.
—Inténtalo.
—En los países pobres, y este lo es, hay necesidades distintas a las de los países ricos. Aquí
los niños trabajan y en otras partes del mundo no, porque está prohibido. Incluso un gran tanto por
ciento de la economía familiar recae en el trabajo infantil. Los niños son pues las primeras
víctimas de todas las injusticias humanas. Miles viven refugiados fuera de sus tierras por culpa de
guerras y otros conflictos, miles empuñan armas obligados por la necesidad o por adultos crueles
que los utilizan para sus fines, miles son carne de cañón, materia prima barata, para la satisfacción
sexual de personas reprimidas o, como te digo, enfermas. Personas que en sus países son y
parecen normales, incluso padres de familia. Estos hombres viajan miles de kilómetros para
desarrollar libremente sus más bajos instintos. Se aprovechan de las circunstancias que empujan a
adolescentes como tú a acabar en un prostíbulo, o de padres que creen darles un futuro a sus hijos
vendiéndolos por un poco de dinero con el que alimentar al resto de su familia. No es fácil hablar
de qué empuja a esos hombres a hacer lo que hacen. Incluso es demasiado generoso hablar de una
enfermedad. La falta de conciencia no es una enfermedad, es un crimen contra la humanidad y
punto
Se había ido enfadando mientras me lo decía todo, primero despacio, después más
encrespado. De vez en cuando vacilaba, sin encontrar las palabras adecuadas o sin sentirse muy
seguro de ellas. Pero me gustaba escucharle. Su voz era suave, tanto como dulces sus gestos.
Cuando acabó de contarme todo aquello y supe lo que era una ONG y qué hacía Arco Iris, le
dije:
—Pero aquí hay miles de chicas, y vosotros sois muy pocos.
Entonces se le nubló el ánimo.
—No solo eso —reconoció—. Luchamos contra ellos, los poderosos, los amos de los clubs,
y con la corrupción policial que los protege. No es fácil, ¿sabes, Sharar? Pero por cada niño o
niña que ayudamos o salvamos...
—Una playa tiene muchos granos de arena, pero siempre hubo uno primero, ¿es eso?
Me pasó una mano por la cabeza y recuperó la sonrisa.
—Chica lista —suspiró.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —le pregunté sin casi darle tiempo a respirar.
Miró la calle. La casa era como una fortaleza sin muros ni alambradas. Había un mundo al
otro lado de la escalera. La gente que caminaba cerca ni la miraba. Solo volvían la cabeza si el
bullicio o las risas de los niños y niñas que jugaban al frente se hacían demasiado ostensibles. Yo
me sentía segura, tenía el estómago lleno y un amigo; dos, si contaba a Tai Pu. Pero en ese otro
mundo seguía estando Shakti.
Y aquella podía ser su última noche de vida en sí misma.
Con su cuerpo intacto.
Las palabras de Nazario me hicieron ver que casi podía leer ya mis pensamientos.
—Probablemente tu hermana aún esté bien.
—¿Cómo lo sabes?
—Ellos necesitan unos días para doblegarlas, una semana o diez días como mínimo, dos
semanas como máximo. Las encierran, desnudas, sin comida, y las aterrorizan de tal forma que les
anulan la voluntad hasta que se rinden. Entonces acaban haciendo todo lo que les piden. A ellas ya
no les queda nada. Dependen de sus amos para comer y continuar viviendo.
—¿Entonces ya se acuestan con los hombres?
—¿Tu hermana es virgen?
—Tiene once años.
—Entonces es casi seguro que sí. A las que llegan vírgenes las subastan. El cliente que más
dinero paga es el que tiene el honor —masticó las dos palabras— de ser el primero en tocarla.
Las vírgenes valen mucho dinero. Una vez que han perdido la virginidad son como todas.
Como todas.
Había palabras que me dolían mucho.
—¿Y por qué necesitan tantas?
—Porque muchas mueren de sida y otras enfermedades, Sharar. Por eso. Esos hombres no
solo pagan por un cuerpo joven. Pagan para no tener que tomar precauciones y muchos están
enfermos y les da igual lo que les pase a ellas. Por desgracia nunca falta materia prima. Nunca.
Pensé en mis padres. Tantos hijos.
¿Por qué?
—Sharar.
—¿Sí? —levanté mis ojos de nuevo húmedos hacia él.
—¿Sabes dónde vive ese hombre llamado Huang?
—Sí.
—Es la primera vez que tengo información tan fiable de un comprador —midió cada una de
sus palabras despacio—. No va a decirnos nada, por supuesto, ni pagándole. Pero es un primer
paso así que... ¿vamos?
29
Con las pistas que le di acerca del barrio y el nombre de la calle, Nazario se orientó y
encontró sin muchos problemas la casa del traficante de niñas. De camino discutimos un poco.
—Ese hombre, Huang, ¿te reconocería si te viera?
—No. Solo me vio en Ukok, hace días.
—Entonces, pase lo que pase, tú estarás callada. Mejor incluso si no te ve.
—¿Por qué?
—Porque vas a dejarme esto a mí.
—Ya, pero...
—Sharar...
—Es mi hermana.
—Y yo te estoy ayudando a recuperarla. Y seguiré aquí cuando os hayáis ido, ¿conforme?
A su lado me sentía fuerte, segura, capaz de desafiar al mundo entero, a Huang o al fatídico
señor Chu.
—Sí —acepté a regañadientes.
—¿Qué más?
—Gracias —apreté las mandíbulas.
—Buena chica —me pasó otra vez la mano por el pelo—. Jugamos en campo contrario.
Huang tiene la baraja.
A veces hablaba raro y no le entendía muy bien, pero no iba a preguntárselo todo.
Regresar al lugar donde había empezado mi odisea me resultó extraño. La calle, la casa, la
basura, los perros, las cajas de cartón bajo las cuales quizás estuviese aquel hombre...
Pero en lo único en que me fijé fue en un detalle.
—La camioneta no está. Eso significa que ha salido.
—Significa algo más, Sharar —Nazario frunció el ceño—. Si está en la ciudad regresará por
la noche, pero si ha ido a por más niñas puede que tarde días en volver.
La idea me aterrorizó.
—¡No podemos esperar más días!
—¿Y qué quieres hacer?
—Llamamos. Y si no está, yo entro.
—¿Estás loca? ¡Es una propiedad privada! ¡A eso se le llama allanamiento de morada!
—¡Él es un traficante de niños!
—¡Pero no tenemos ninguna prueba!
—¡Yo soy una prueba! ¡Yo le vi con esas dos niñas, pegándolas, y ahora ellas están en El
Lago Dorado, encerradas en la sala blanca, desnudas y llorando! ¡Y le vi hablando con mi padre!
¡Que nos lleve hasta la casa en la que se supone que está Shakti!
—Sharar, cálmate, ¿quieres?
—¡No voy a irme! —me planté allí mismo, con los brazos cruzados sobre el pecho, dispuesta
a echar raíces en el suelo.
Nazario se rindió.
—Vamos a hacer una cosa —me propuso—. Tú me esperas aquí. Yo voy y llamo a la puerta.
Si está, hablo con él, ya veré cómo y de qué, eso depende de cómo le pille y de otros factores. Si
no está, vemos la forma de entrar.
—La forma es fácil —dije yo—. Puedo meterme por cualquier hueco. Y la casa tiene
ventanas por todas partes. Nadie me verá.
Sabía que hablaba en serio, y que era verdad que mi cuerpo podía caber por cualquier hueco.
Seguía siendo una chica delgada y muy flexible. Nadie me ganaba a doblar el cuerpo. Nazario
asintió con la cabeza, rendido, y luego cruzó la calle él solo. Yo ya no sabía qué era mejor, si que
Huang estuviese allí o si todo lo contrario. Tal vez la mejor oportunidad fuese colarme dentro e
investigar entre sus cosas.
Nunca nos diría por voluntad propia dónde había llevado a Shakti.
Contuve la respiración cuando Nazario llamó a la puerta. No solté el aire retenido en mis
pulmones hasta después del segundo intento, cuando la puerta permaneció cerrada. Entonces no le
di tiempo a que regresara. Crucé la calle y entré en aquel patio que tan bien conocía, lleno de
cosas inservibles, rotas y abandonadas. Nadie reparaba en nosotros. El mundo, lejos de Kwa
Long, era un lugar solitario.
—¿Estás decidida? —suspiró mi compañero.
—¿Tú también? —pregunté yo.
—¡Ay, Dios! —exclamó.
—Ven.
Le guié en torno a la casa. Era mentira que supiese cómo entrar. La única ventana por la que
había estado escudriñando era la de la parte delantera, y no pensaba utilizarla a menos que
estuviese abierta. Por atrás, sin embargo, localizamos un ventanuco medio roto y grasiento, que
debía de conectar con la cocina. Un simple respiradero.
Suficiente para mí.
—Ayúdame —le pedí.
—¿Por ahí?
—Sí, yo paso.
—Te vas a quedar atascada.
—Yo paso —le insistí.
Nazario miró a derecha e izquierda. Nada. Nadie. Le oí murmurar algo acerca de las cárceles
del país, pero no le entendí demasiado bien.
—¿De qué sirve una ONG si no es para esto? —me burlé yo.
Le hice sonreír.
Luego me elevó hacia las alturas, primero con las manos y después apoyada en sus hombros,
y metí la cabeza por aquel hueco asqueroso. Al otro lado vi lo que esperaba, una cocina a la que
le hacía falta una buena limpieza.
—Empuja.
Me empujó.
Pasé la cabeza, los hombros, el cuerpo, la cintura. Me atasqué ligeramente con las caderas,
pero entre la presión de Nazario y mi fuerza también conseguí que esa parte llegara al otro lado,
aunque un saliente se llevó los restos de mi falda acabando de rasgar la parte rota.
Ya no me importó.
Caí del otro lado, armando un lío de mil demonios porque lo hice sobre un montón de
cacharros y platos, y me puse en pie de un salto, tan asustada como decidida a continuar.
Estaba dentro.
—¿Te has hecho daño? —oí la voz de mi compañero.
—¡No!
—¡Ábreme, rápido!
Sonreí por encima de mis nervios. Nazario no era lo que se dice un héroe. Pero eso lo hacía
mejor a mis ojos. Más humano. El amigo que nunca había tenido.
Eso me hizo pensar en Shaon.
Claro que Shaon no era mi amigo, sino el muchacho que me sonreía y con el que me casaría.
La puerta trasera estaba cerrada con llave. Y lo mismo la delantera. Al otro lado Nazario
empezó a ponerse peor. Me colé en una habitación y probé con la ventana. No hubo ningún
problema. Desconocía su mecanismo pero no me costó mucho dar con el sistema. Cuando alcé la
parte inferior hacia arriba saqué la cabeza y lo llamé.
—¡Aquí!
Apareció por mi derecha, a la carrera, congestionado.
—Locos, estamos locos...
—¡Dijiste que nunca habías conseguido dar con un traficante!
Se coló dentro y solo entonces se tranquilizó.
Tres segundos, no más.
—Vamos, no perdamos tiempo —me apremió.
Tomó la iniciativa. Habitación por habitación, y sin que se notara nuestro paso por la casa,
registró las pertenencias de Huang en busca de él sabía qué. Cuando se lo pregunté solo me dijo, a
regañadientes:
—Pistas, datos, lo que sea.
Y continuó buscando.
Todo estaba muy sucio, muy desordenado. Yo nunca había visto tantas cosas juntas, la
mayoría sin sentido, sin valor alguno. Objetos y más objetos, ropas... Con todo aquello nosotros
nos habríamos sentido afortunados, pero su dueño daba la impresión de no darle importancia ni
valor a nada. Nunca había estado en una casa como aquella y no me gustaba. Salvo una cosa:
disponía de espacios privados, habitaciones en las que existía una privacidad en caso necesario.
Yo ya me sentía demasiado mujer para compartir la cama con mis hermanas y, además, estar sujeta
a la atenta vigilancia de mis dos hermanos, que me espiaban para verme desnuda.
Me olvidé de todo eso para continuar siguiendo a Nazario por la casa.
Fue en la habitación principal, en una pequeña mesa de madera vieja con cajones a ambos
lados, donde halló lo que parecía estar buscando.
Una libreta.
No tardó ni cinco segundos en exclamar:
—¡Lo tengo! ¡Lo tengo! ¡Aquí está todo!
Yo no entendía aquella letra, ni lo que significaban los nombres y las cifras, pero mi
compañero sí. Esperé a que me lo contara.
—Fíjate, Sharar... —puso un dedo sobre el papel—. Aquí está el nombre de cada pueblo, la
fecha, el nombre de la niña y el club de destino. ¡Está todo! ¡Es... increíble!
Había muchos nombres. Muchos.
—¿Y Shakti?
Nazario fue al final de todo, en la última página. Lo que perseguía yo estaba allí.
—Ukok, Shakti Hu San, Club Hollywood.
—¿No está en El Lago Dorado?
—No, aquí lo dice, Club Hollywood.
—¿Y está lejos? —vacilé.
—En el mismo Kwa Long, cerca de El Lago Dorado.
—Bien —suspiré—. Vamos.
Ya me encaminaba a la ventana.
—Sharar, espera.
—¿Por qué? —me detuve en la puerta de la habitación.
—Tenemos a ese hombre, Huang. Esta es la prueba —agitó la libreta en su mano—. Podemos
desmontar esta red, ayudar a muchas niñas, pero si los alertamos puede que lo hagan desaparecer
todo.
—Yo he venido a buscar a Shakti —dije sin aliento.
—¡Ya la tenemos! ¡Ahora hemos de actuar con tacto!
—¿Cuándo?
—Mañana.
—No —volvieron a llenárseme los ojos de lágrimas.
—Ya es tarde, va a anochecer. No podemos ir directamente a la policía, por si están
sobornados. Hemos de ir a una instancia más alta, y eso hay que hacerlo mañana por la mañana.
—No —repetí.
—Sharar...
—Tú lo dijiste. Una semana para prepararlas, diez días como mucho. ¿Y si es esta noche? ¿Y
si hoy la subastan? —se me cortó el aliento—. Yo no puedo esperar, Naz´rio.
—Hay muchas Shaktis, Sharar. No solo ella.
—Pero solo una es mi hermana.
Vacilamos los dos, hasta que Nazario pareció rendirse momentáneamente. Buscó un lápiz, un
pedazo de papel, y anotó entera la última página del registro de Huang. Lo hizo muy rápido, con
nervio, a veces sin respirar. El silencio quedaba tan solo roto por el trazo del lápiz en la hoja.
Agudizábamos los sentidos cada vez que pasaba un coche por la calle, por si era Huang de
regreso a casa. Cuando terminó de anotarlo todo dejó la libreta en su sitio e iniciamos la retirada.
Salimos por la ventana, y él ideó un sistema para que la parte superior volviera a caer sobre
la inferior una vez estuvimos fuera.
Nos marchamos sin dejar rastro.
Yo volvía a estar cerca de Shakti.
30
El Club Hollywood, que se escribía de una forma y se pronunciaba de otra según me contó
Nazario, no era tan grande como El Lago Dorado. Estaba en mitad de una calle y solo tenía un
acceso, pero sus luces eran tan o más brillantes que las de los demás, y en la entrada se apretaban
también las chicas que, sonrientes, se ofrecían a los clientes de la incipiente noche. Muchos ya
llenaban Kwa Long a la búsqueda de su chica, entraban y salían de los locales como las hormigas
del hormiguero, o paseaban con ellas muy cogidos, besándose a cada momento, tocándose,
bebiendo con impunidad.
—Supermercado de la carne —murmuró mi amigo.
—¿Qué?
—Nada —movió la cabeza—. Cosas mías.
—Naz´rio.
—¿Sí, Sharar?
—Shakti está ahí adentro.
No me respondió.
Le miré a los ojos. Noté su lucha interior. Se debatía en la peor de las batallas. Tenía que
decidir si salvaba a todas condenando, tal vez, a mi hermana, o si la salvábamos a ella
condenando, tal vez, a las demás.
Su lucha, sin embargo, no era mi lucha.
Yo me sentía egoísta.
Veía a Shakti encerrada en la sala blanca del Club Hollywood, desnuda, muerta de hambre y
de sed, soportando palizas para quebrar su resistencia, para que aceptara su inevitable destino
cuanto antes. Y la veía rendirse, decir que haría lo que le pidieran, y ser preparada para la noche
de su subasta, dándole comida, ropas, pintándola...
Yo solo veía eso en mi mente.
No conocía a las demás niñas.
Y aunque me sentía culpable por ese egoísmo, no me importaba.
—Tú eres un hombre. Puedes entrar —le sugerí.
—En muchos de esos lugares ya nos conocen. Estamos en guerra con ellos y no pasamos
inadvertidos. Más de una vez, matones a sueldo han atacado Arco Iris. No es tan sencillo.
—Inténtalo —le supliqué.
—Sharar —me sujetó por los brazos—. Ahí dentro hay personas muy peligrosas. Pueden
llegar a matar. No van a permitir que su negocio se les escape de las manos. Si tuviéramos dinero
podría entrar y tratar de comprar la libertad de Shakti. Pero no lo tenemos. Necesitamos lo poco
de que disponemos, gracias a la bondad de personas que viven a miles de kilómetros de distancia,
para dar de comer a los que podemos y entablar peleas legales contra esa gente.
—¿Y si mañana es tarde?
No agregué para mi hermana, no fue necesario.
Nazario se mordió el labio inferior. Con tanta fuerza que me pareció ver sangre en su
comisura. Apartó sus ojos de mí y los depositó en el Club Hollywood.
Una niña de Ukok, muy lejos de la capital, y un hombre de no sabía qué parte del mundo,
porque no se lo había preguntado, luchando solos contra todo.
El peso de esa realidad me aplastó.
—Hay un inspector... —susurró él.
—¿Quién?
—Se llama Pu San —lo pronunció despacio—. Contando con las pruebas que tenemos es el
único que puede ayudarnos.
—¿Esta noche?
—Tal vez.
—¿Ha ayudado antes?
—En alguna ocasión, casos puntuales, pero siempre es complicado. El problema es la
corrupción. No es fácil cambiar las cosas. El dinero lo mueve todo, y este negocio genera
millones. Mira cuántos hombres hay aquí, hablando lenguas de cien países, buscando lo mismo. Y
este no es el único destino del turismo sexual. En mi propio país, España, se está vendiendo la
imagen del sexo fácil. Sol, mar, bebida y sexo. Y se necesitan miles de Shaktis para eso.
—¿Dónde está España?
—Lejos —Nazario miró la luna—. Muy lejos.
—¿Vas a ir a hablar con ese hombre, Pu San?
—Me dirá que regrese por la mañana.
—¿Vas a ir?
—Iremos. Los dos.
—No —le mostré mi determinación—. Yo me quedo aquí.
—No —me mostró la suya—. Tú te vienes conmigo.
—¿Y si veo a Shakti?
—¿Y si haces una tontería?
—No voy a irme, Naz´rio.
Esbozó una sonrisa triste y sus ojos transparentes se empequeñecieron.
—Eres capaz de ponerte a gritar, ¿verdad?
No se me había ocurrido pero le dije:
—Sí.
Lo evaluó. Miró la calle, el Hollywood, la realidad de nuestra situación. Luego chasqueó la
lengua.
—Prométeme que no te moverás de aquí.
—De acuerdo.
—Prométemelo, Sharar.
—Te lo prometo.
—¿Me esperarás?
—Sí.
—¿Tarde lo que tarde?
—Sí.
Otro suspiro. Otro chasqueo.
Acercó su rostro al mío y me hizo algo que me llenó de emoción, me hizo estremecer, pobló
todo mi cuerpo de sensaciones hermosas.
Me dio un beso en la mejilla.
Después se alejó de mí.
31
Huang allí.
Huang dentro del Club Hollywood.
El hombre que se dedicaba a engañar a padres y madres de los pueblos, trayendo niñas al
infierno. El primer eslabón de la cadena.
Aquella noche yo supe lo que era el odio.
Lo que tenía en la cabeza desapareció. Mi padre, mi madre, mis hermanos, mis hermanas, la
abuela, mi profesora...
Solo estaba yo, allí afuera, y Shakti, allí dentro, con Huang en medio.
Las preguntas se me dispararon como flechas, hundiéndose en cada recoveco de mi cerebro.
¿Y si Huang volvía a llevarse a Shakti? ¿Y si mi hermana no se doblegaba y se la devolvían a
él? ¿Y si era la noche de su subasta? ¿Y si el propio Huang la quería para sí mismo? ¿Y si estaba
muerta?
¿Y si...?
Me quedé sin aliento, muerta de miedo, mirando por la calle, arriba y abajo, a la espera del
milagro que hubiera sido ver aparecer a mi nuevo amigo con la policía.
Más preguntas.
¿Y si la ley no le hacía caso? ¿Y si su amigo inspector le decía que mañana? ¿Y si pese a
todo llegaban tarde?
No fui consciente de que me había puesto en pie, y de que caminaba en línea recta hacia la
entrada del Club Hollywood, hasta que me bañaron las luces de su fachada y la música me
atravesó de lado a lado.
Atravesé la primera puerta, con las candidatas exhibiéndose en ella.
—Mirad a esa.
—¿Adónde cree que va?
—Ni lavada y pintada la querría nadie.
—¡Eh, espantajo, que nos asustas a los clientes!
—¿Estás sorda?
No llegué muy lejos una vez dentro. El hombre surgió delante de mí, vigilante, cubriéndome
con una mirada de disgusto y una mueca de asco. La tintura roja que Nazario me había puesto en
las heridas era más escandalosa que ellas.
—Tú —me dijo—. Párate ahí.
Yo no me arredré. Ya no sentía apenas nada, y menos miedo. Precaución y recelo sí. Tensión
y prudencia sí. Miedo no.
Miré al hombre, joven, musculoso.
—Tengo un recado para Huang.
—¿Quién eres? —dudó.
—Una amiga —mentí.
—Huang no está aquí.
—Acaba de entrar.
Mantuve el tono de su mirada con la mía. No parpadeé. Creo que aquella espera previa me
hizo vaciar el alma, desnudarla. No iba a salvar a Shakti siendo una niña de quince años. Ni
siquiera la ayudaría. Tenía que ser una mujer, una de ellos, un animal de ciudad dispuesto a todo.
—Dámelo a mí —me desafió el hombre.
—No puedo. Es personal.
Otro pulso ocular. Más breve.
—Ahí dentro, al fondo —indicó el celador del Club Hollywood.
Continué mi avance. Ya tenía mi cuerpo en el interior del local. Mi mente mientras tanto
corría por delante de mí, gritando en el silencio el nombre de mi hermana. Lo mismo que en la
película anterior, había dos personas habitando el espacio de mi ser. Una la que caminaba paso a
paso por el infierno. Otra la que giraba y daba vueltas a mi alrededor. Y las dos estaban muy
separadas.
Apareció un segundo hombre, mayor que el primero.
—Busco a Huang. Me ha dicho el de la entrada que estaba por aquí —no le dejé hablar.
Hizo un simple gesto, lleno de indiferencia.
—Por ahí.
Me encontré en la zona de las habitaciones. Las escenas de El Lago Dorado se repitieron.
Luces rojas en las puertas cerradas, espacios vacíos en las que estaban abiertas, mujeres y
adolescentes casi desnudas o desnudas del todo con hombres mayores y viejos, en algunos casos
tan gordos que parecían falsos budas... Intenté abstraerme, aunque a las jóvenes las miraba por si
reconocía en alguna a mi hermana. Luego me dije que no, que Shakti no le habría sonreído al
infortunio tan rápido. Ni a palos.
Shakti era tozuda.
¿Dónde podía estar la sala blanca del Club Hollywood?
No podía preguntar.
Llegué al fondo del local, a una especie de distribuidor con dos puertas a la derecha y otras
dos a la izquierda. La central, más grande y entreabierta, comunicaba con un almacén. Ya no me
quedaba más opción que arriesgarme.
Escogí las de la izquierda prescindiendo de las luces y abrí la primera. Dentro me encontré
con un hombre pelirrojo que tenía a dos mujeres encima. Los tres, pese a sus posturas grotescas,
volvieron la cabeza al escuchar el ruido de la puerta. La cerré de inmediato mientras la protesta
del hombre se estrellaba en ella. En la segunda solo había un cliente y una chica, adolescente. Sus
gemidos me atravesaron la razón. En este caso la única que miró hacia mí fue ella, que estaba
encima, arrodillada sobre él. Frunció el ceño, cambió de expresión una fracción de segundo, y
luego volvió a gemir fingiendo un éxtasis que no sentía mientras yo les devolvía la intimidad.
Quedaban las puertas de la derecha, con las luces rojas apagadas.
Dos habitaciones vacías.
No entendía nada. Si Shakti estaba allí... ¿Dónde tenían la sala blanca en el Club
Hollywood?
Miré la puerta entreabierta que comunicaba con el almacén y me colé por ella sin detenerme
a pensar que, cuanto más penetraba en las entrañas del local, menos posibilidades tendría de salir.
Lo hice a tiempo porque, a mi espalda, escuché voces acercándose por el pasillo del club.
Por precaución me escondí a un lado, entre las sombras de dos pilas de cajas de bebidas.
Nadie entró en el almacén.
Pero no disponía de mucho tiempo. Una niña había entrado preguntando por Huang. Si no
salía, o lo hacía él sin poder responder a la pregunta que tal vez le hiciera el hombre de la
entrada, me buscarían.
La sala blanca de El Lago Dorado tenía un cierre exterior.
Y allí, a la izquierda, bañada por una tenue luz cenital, había una puerta con un cierre
exterior.
Cubrí los tres pasos que me separaban de ella y apoyé el oído en la madera. El único sonido
que llegó hasta mí fue el de la lejana música, pero nada al otro lado. Mientras subía el pestillo
detuve la respiración. De alguna forma entendí que era mi última posibilidad.
Eso y Nazario.
Al abrir la puerta percibí dos cosas. La primera, el hedor que emanaba de su interior. La
segunda, la absoluta oscuridad que envolvía el lugar. Una oscuridad que fue menguando a medida
que la luz de la bombilla del almacén fue barriendo las sombras, convirtiéndolas en penumbra.
El cuerpo estaba al fondo, arrebujado sobre sí mismo.
Vestido.
Fue la ropa, antes que ninguna otra cosa, la que me hizo reconocer a mi hermana.
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