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©Jordi Sierra i Fabra 2007

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LOS DIENTES DEL DRAGÓN
Jordi Sierra i Fabra
Para esas miles de niñas
desconocidas que cada año
entran en el mercado sexual.
1

El hombre apareció en el pueblo como una sombra sólida.


Era un poco más alto de lo normal, un poco más grueso, un poco más incierto. Llevaba ropas
vulgares, pero no era vulgar. Daba la impresión de que trataba de pasar desapercibido, pero no
pasaba desapercibido. Se movía igual que una serpiente, es decir, de manera sinuosa. Parecía
pasear, pero no paseaba. Parecía estar ocioso, pero sus ojos vivos lo delataban. Parecía también
una araña dando vueltas en torno a una tela. Y lo era.
Yo le vi la primera vez en la plaza, quieto, desprendiendo soles fríos y lunas blancas a través
de sus ojos protegidos por unas gafas de sol oscuras. Intuí el vacío de su mirada y me estremecí.
Me lo quedé mirando unos segundos, por la novedad, pero ese estremecimiento me impulsó a
seguir caminando. Le di la espalda ignorándolo y eso fue todo.
La segunda vez fue cerca del templo. Anotaba algo en una libreta y observaba las casas. Me
pregunté por qué querría un extraño estar allí, y para qué querría anotar algo en una libreta.
Entonces, como si nuestros pensamientos se sintonizaran, movió la cabeza en mi dirección y me
miró. No pude verle los ojos porque llevaba puestas sus gafas oscuras, pero el estremecimiento de
la primera vez se hizo mucho más intenso.
Me sonrió.
Me atravesó.
Su sonrisa era amarilla. Sus dientes negros. Seguí caminando y ya no pude volver a
ignorarlo.
Por eso, la tercera vez que le vi me alarmó tanto.
Aquella noche, le vi hablando con mi padre.
2

Mi padre se llama Wat Shu y mi madre Maha Tai. Vivimos en el pequeño pueblo de Ukok.
Tengo seis hermanos y yo soy la mayor, Sharar. Me seguían mis hermanos Ko Won y Mandapa, mis
hermanas Shakti, Vhirma y Mai Lei y, por último, el por entonces recién nacido Yai.
Porque cuando sucedió todo, yo tenía 15 años.
Shakti once.
Trabajábamos la tierra, todos, hasta mis hermanas más pequeñas. Yo, además, ayudaba en la
casa, por ser mayor y por ser la segunda mujer de nuestro hogar. Mi madre descargaba en mí
muchas responsabilidades, algunas muy duras, y de manera especial tras su noveno parto, que la
había dejado exhausta y delicada de salud. Mis dos hermanos muertos, hacía ya mucho que bebían
de la leche del cielo. Uno, entre Shakti y Vhirma, falleció antes de cumplir un año de vida; el otro,
antes de Yai, ya llegó muerto a este mundo.
El nacimiento de Yai no fue recibido con tanta alegría en nuestra casa, sino más bien con
pesar y tristeza. Los últimos tres años habían sido muy duros, la tierra se agotaba tan rápido como
mi abuela Tog, apenas si teníamos comida para todos. Nos levantábamos y nos acostábamos con el
sol, trabajábamos sin descanso y difícilmente podíamos ir a la escuela. A mí me gustaba estudiar.
Me gustaba mucho. Amaba los libros, con sus letras, sus signos, sus símbolos y sus imágenes. La
maestra, la señorita Wu, decía que yo podía aspirar a algo más que ser la esposa de un labrador
como mi padre. Pero la señorita Wu procedía de la capital y era muy moderna. Incluso fumaba.
Algunos de los hombres del pueblo la consideraban extraña, cuando no peligrosa, porque estaba
soltera y reía siempre. Se preguntaban cómo podía reír una mujer de su edad, casi treinta años, sin
un hombre al lado.
Yo me llevaba muy bien con mis hermanos, aunque con Ko Won y Mandapa, los dos chicos,
los problemas eran cada vez mayores. Nuestro padre había tenido que emplear la correa más de
una vez con ellos. Ko Wu quería crecer rápido para irse cuanto antes del pueblo. Era rebelde y
taciturno. Mandapa se pasaba el día espiándome, sobre todo cuando me lavaba o cuando me
bajaba las bragas para hacer mis necesidades. Mi madre decía que estaba creciendo, y que la vida
lo despertaba cada vez con más intensidad. Pero yo era mayor y no sentía que la vida me
despertase. Más bien pasaba por mi lado de puntillas y en silencio. Con mis hermanas todo era
distinto, especialmente con Shakti. Ella era la más guapa de todas, y también la más viva y feliz.
Vhirma y Mai Lei nos seguían a todas partes, nos imitaban. Mis quince años y los once de Shakti
constituían un gran salto para los ocho y siete de Vhirma y Mai Lei.
Con nosotros vivía también la abuela Tog, la madre de mi padre. Sus otros tres hijos varones
eran más pequeños que papá y aún tenían menos recursos. Sus cinco hijas, mis tías, vivían con sus
maridos en otros pueblos cercanos. Mi abuelo había muerto hacía ya cinco años, sepultado por un
corrimiento de tierras en plena época de lluvias. Todos le dijeron que no se arriesgara, que
rescatar a Mi Pu, la cabra, era peligroso. Pero él se empeñó en ir a por ella y la montaña de barro
se lo tragó. Tardaron diez días en encontrar su cuerpo. En cambio, los padres de mi madre eeestán
bien. Ellos viven en Agtuk, a un día de distancia de nuestro pueblo.
Yo no sabía muchas cosas, pero estaba dispuesta a aprender.
Y sucedió aquello.
Los días en que le vi los dientes al dragón.
Todo empezó después de que el hombre hablara con mi padre.
El último día que Shakti estuvo con nosotros.
3

Aquel día me levanté la primera. Hice todas las tareas que tenía encomendadas con la rutina
de lo habitual. Sacar agua del pozo y llevarla a la casa era lo primero. Antes teníamos que ir al
río, y el viaje duraba casi una hora entre la ida y la vuelta. Desde que llegaron unos hombres y nos
ayudaron a perforar el pozo, toda nuestra comunidad, a las afueras del pueblo por el lado de las
montañas, vivía mucho mejor. El pozo solo estaba a quince minutos, ida y vuelta, aunque a veces
había que hacer mucha cola para llenar los cántaros. Con el agua en casa, había que despertar a
mis hermanos, preparar las tareas del día, rezar todos juntos y esperar las órdenes de nuestro
padre, en el caso de que hubiera alguna, que no fue el caso ese día. Luego cumplí con mis
obligaciones de la casa mientras mi madre amamantaba a Yai con la escasa leche de sus pechos.
Yai era muy menudo y lloraba mucho. Tenía hambre. Se aferraba a los caídos pechos de mamá
buscando succionar hasta la última gota de alimento. Lo que más recuerdo desde que nació él, era
la infinita tristeza de mi madre observando la lejanía, distante, como si no se atreviese a mirar a
su último hijo, como si sintiera vergüenza por no tener unos enormes y lustrosos pechos llenos de
leche. Luego le acariciaba, igual que si le pidiese perdón. Cuando yo oía llorar a Yai quería irme
lejos. Aquel llanto me desesperaba.
Ese día mamá estaba distinta.
Les había oído hablar, a ella y a papá, de noche, en susurros.
Muchas veces, cuando lo hacían, gemían, sobre todo él. Yo sabía que esas eran las noches de
su felicidad, y me gustaba oírles gemir, aunque de niña me asustaba.
Trabajé en el campo hasta la hora de la escuela. Ese día mis hermanos no acudieron a ella.
Papá les necesitaba en el campo. Tampoco fue Shakti, entendí que por la misma razón. Yo estaba
fuera cuando escuché la voz de papá diciendo:
—Shakti, hoy vas a quedarte en casa.
A Shakti la escuela no le gustaba como a mí, aún no había aprendido muchas cosas, así que
se alegró de ello. Yo ni siquiera volví la cabeza. Era un día como otro cualquiera.
Normal.
Hubiera sido una jornada para olvidar con el paso del tiempo. Sin embargo, ahora
comprendo que todo está grabado a fuego en mi alma y en mi memoria. Veo cada detalle, escucho
cada voz, siento cada sensación. El camino hasta la escuela, con Vhirma y Mai Lei, la clase de la
señorita Wu, llena de sorpresas. Me hizo leer en voz alta, y los demás solo se rieron una vez,
cuando me equivoqué en una palabra. La voz de la maestra los hizo callar y la segunda vez ya no
pasó nada. La escuela era reciente, y yo solo hacía seis años que había empezado a ir a las clases.
Las cosas cambiaban a gran velocidad. Y se decía que en la capital aún lo hacían con mayor
rapidez.
Fue al regresar a casa, a última hora de la mañana, cuando me di cuenta de que Shakti no
estaba allí.
Y pregunté:
—¿Dónde está Shakti?
No hubo respuesta. Mamá acunaba a Yai, que dormía en silencio, mientras seguía mirando
por la ventana hacia las montañas de Dong La.
—¿Mamá?
Y ella me dijo:
—Haz tus tareas, Sharar. Y no alborotes, que la abuela no se encuentra bien y está
descansando.
A veces los mayores son misteriosos. A veces sus silencios son como gritos. Yo esta vez la
oí gritar. Pero no insistí e hice lo que me ordenó. A lo lejos mi padre se enfadaba con mis
hermanos. Comprendí que sucedía algo y que en momentos así lo mejor era pasar desapercibida.
Pero a la hora de nuestra comida, Shakti seguía ausente.
Y la abuela enferma.
—¿La habéis enviado a comprar algo a la tienda de la señora Knang?
Había tareas que me encomendaban a mí por regla general, aunque mi hermana ya tuviera
once años y casi me hubiera alcanzado después de su cambio. Ko Won fue a decir algo.
—Shak...
Pero no pudo continuar, porque el pescozón de nuestro padre le sacudió la cabeza.
—¡No le pegues en la cabeza! —protestó nuestra madre.
Se miraron el uno al otro. Nunca se habían mirado de aquella forma. Fue una mezcla de
muchas sensaciones: dolor, cansancio, frustración, desesperación... La certeza de que sucedía algo
malo se acentuó en mí, pero tuve miedo de expresarlo en voz alta.
A mamá se le llenaron los ojos de lágrimas.
Y yo sentí secos los lagos de mi corazón.
Me asusté mucho. No sabía el motivo, pero un miedo atroz me inundó el alma hasta hacer que
se encogiese. Tal vez la hubiesen castigado, aunque entonces les hubiese bastado con decírmelo.
Quizás hubiera hecho algo malo, con algún muchacho, y eso sí era grave. Por un momento hasta
pensé que se había escapado de casa. Shakti hacía a veces cosas difíciles de explicar.
—Come, Sharar —me ordenó papá.
No tenía apetito, solo preguntas. Hundí mis ojos más suplicantes en mamá, pero ella los
rehuyó. Las dos primeras lágrimas cayeron por sus mejillas antes de que se levantara de golpe de
la mesa y se apartara de nuestro lado.
Yai se puso a llorar.
Pero en ese momento nadie le prestó la menor atención.
4

La ausencia de Shakti era tan enorme, tan grande, que acabó siendo un agujero por el que
podríamos haber desaparecido todos. Nuestra cabaña era muy pequeña, y muy pobre, así que no
había lugar donde esconderse. Mamá lloraba de espaldas y papá tenía de pronto la cabeza baja,
aplastada por un peso invisible. El llanto de Yai se hizo más y más desesperado. Y de alguna
forma era el llanto de todos. Los demás me miraron esperando que reaccionara por ser la mayor,
la que siempre tomaba la iniciativa. Para Vhirma y Mai Lei, a veces, yo era más una segunda
madre que una hermana. Para Ko Won y Mandapa, en cambio, pasaba por ser la mandona que les
daba órdenes, aunque no siempre las aceptasen sino iban acompañadas de algún grito, mío o de
mamá. Así que me sentí el centro de todas aquellas miradas.
—Sucede algo malo, ¿verdad?
Mamá se dio la vuelta. Había envejecido un millón de años en cinco segundos. Tomó a Yai
en brazos y lo estrechó contra sí hasta casi aplastarle. Por lo menos el bebé se calló, dejó de
rasgar el aire con sus aullidos. La escena se quedó muy quieta
—Díselo —pidió mamá.
Le hablaba a papá.
—Mañana.
—Díselo hoy, ahora —suspiró ella.
—Mañana.
—Wat Shu...
Vi cómo él apretaba los puños. Temí un estallido, una pelea, gritos y golpes. Pero no sucedió
nada de todo eso. Los puños de papá volvieron a convertirse en manos. Las extendió sobre la
mesa y alzó entonces la cabeza para rendirse ante mamá.
Luego nos miró a nosotros, uno a uno, de menor a mayor.
Y me habló a mí.
—Le hemos dado a Shakti una vida mejor —musitó.
Yo no entendí qué significaba eso.
—Ella va a estar muy bien, mejor que aquí —continuó nuestro padre.
La idea penetró despacio en mí.
—¿Se ha... ido?
Mamá regresó a la mesa y ocupó su sitio. Desplazó su mano derecha hacia mí y me presionó
el brazo. Yo ardía, pero ella estaba muy fría.
—Tendrá una oportunidad, Sharar. Era necesario...
Me di cuenta de que hablaba como si tuviera la boca en la nuca. Sus palabras no eran
sinceras. La tristeza con la que desplazó sus ojos en dirección a papá y la forma en que su aliento
acabó muriendo en sus labios hasta desvanecerse fueron el canto final de su derrota.
—¿Shakti no volverá más? —musitó débilmente Vhirma.
—Quiero a Shakti —susurró Mai Lei.
Sus voces se perdieron igual que nuestras fuerzas.
—Ha venido un hombre —declaró entonces papá—. Se dedica a conseguir hijos para
matrimonios que no pueden tenerlos por sí mismos. La naturaleza es generosa con unos mientras le
da la espalda a otros. Nosotros con tantos... y algunos sin ninguno —dejó de mirar a Mai Lei y a
Vhirma y volvió a dirigirse a mí—. Ese hombre les busca hijos. Hace que niños y niñas que
apenas si tienen nada consigan una vida mucho mejor, en una casa hermosa y llena de amor. Shakti
irá a la escuela, crecerá sana y feliz, se casará con un buen hombre, disfrutará de una posición. Y
un día regresará con bonitas ropas, tendrá mucho dinero y nos ayudará. Lo sé. Ella no va a
olvidarnos.
Quería echar a correr.
Una mano muy poderosa me aplastaba, no me dejaba apenas respirar. Mai Lei hizo unos
pucheros. Vhirma me miraba a mí, esperando mi reacción y mis dos hermanos parecían hechizados
por la voz de papá.
—El hombre nos ha dado dinero —continuó él—. Mucho dinero, hijos. Podremos comprar
una vaca y aperos de labranza. Tendremos comida durante mucho tiempo. Mirad —se llevó una
mano al bolsillo y nos mostró unos billetes de color verde, arrugados—. Se llaman dólares. Valen
mucho. Vedlo. Hay treinta.
Yo miré mi plato. La comida me supo mal. El arroz era amargo. En mi interior se movían
vientos huracanados. Escuchaba el retumbar de los truenos. ¿O era mi corazón? No entendía nada,
o tal vez sí.
Shakti se había ido.
Con el hombre de la sonrisa amarilla, los dientes negros y las gafas oscuras que se movía
igual que una serpiente y acechaba como una araña.
—¿Por qué Shakti? —quise saber.
—Porque según él era la más adecuada. Tú debes ayudar a tu madre en la casa, y más ahora.
A Ko Won y Mandapa los necesito en el campo. Vhirma y Mai Lei son demasiado pequeñas.
Shakti era la indicada.
—¿Por qué? —repetí.
—Sharar... —suspiró mi madre agotada.
—No, decídmelo —insistí—. Quiero saberlo.
—Tenemos demasiadas bocas... —quiso responder mi padre.
—¿Por qué nació él entonces? —señalé a Yai casi con animadversión—. ¿De qué sirve tener
un hermano más si entonces hay que perder a Shakti? No es justo. Ella llevaba más tiempo en
casa.
Sentía crecer la ira en mí. Nunca les había hablado así a ellos.
—No podíamos darle a Yai —dijo mamá.
—¿Por qué no? Una familia que adopta a un niño lo quiere pequeño, para que los llame papá
y mamá desde el comienzo. Cuando murieron los Kong la señora Lu se quedó a la más pequeña.
Los mayores se los llevó el Estado, o eso dijeron. Lo que decís no tiene sentido. Shakti nunca
llamará papá y mamá a esas personas.
—El hombre dijo que era la indicada —parecía como si papá quisiera creérselo,
imponiéndolo a su razón—. La escogió él. Las familias que adoptan niños temen que si son
demasiado pequeños estén enfermos y mueran. Por otra parte no desean comenzar de cero, y más
si el matrimonio es ya mayor. El hombre dijo que Shakti era la indicada. Sí, eso dijo.
¿Solo yo sentía aquel escalofrío?
—Las cosas no son como las deseamos, Sharar —dijo mamá apretando más y más contra sí a
Yai.
Miré hacia la cortina que separaba el lugar donde dormían los mayores. Había sido muy
bonita en otro tiempo, con flores rojas sobre un fondo blanco. Ahora las flores estaban tan
desteñidas que parecían levemente rosas, y el fondo era amarillento. La abuela Tog descansaba al
otro lado. Comprendí por qué estaba enferma.
Me entró el pánico.
—Quiero que vuelva Shakti —empecé a llorar.
El silencio fue espantoso.
—Mamá —me dirigí a ella—. Quiero que vuelva.
—Ya no es posible, Sharar —me dijo él—. Se ha ido.
Cayeron mis primeras lágrimas.
Ellas arrastraron a Vhirma y Mai Lei.
Pero lo que todos escuchamos al otro lado de la cortina, de pronto, fue el leve sollozar de la
abuela Tog.
5

Durante los cinco días siguientes en la casa no hubo más que silencio, miradas huidizas,
sentido de culpa y un manto de dolor que se extendió por encima de nuestras cabezas
sumergiéndonos en el crepúsculo del miedo. No recordaba nada igual desde la muerte de mi
hermano Mang, que nos dejó al año de nacer. Fue una ausencia muy dolorosa, aunque en su corta
vida no tuvo jamás un día hermoso o agradable debido a los problemas con los que llegó a este
mundo. La diferencia era que Mang bebía la leche de los cielos y probablemente ahora fuese feliz,
mientras que Shakti...
Yo trataba de imaginármela en una casa bonita, como las de las revistas que tenía la señora
Knang en su tienda. No me dejaba mirar las nuevas, pero sí algunas de las usadas que guardaba en
la parte de atrás. En ellas veía a mujeres de pieles blancas y suaves, muy guapas, luciendo ropas
increíbles. Y había imágenes de ciudades imposibles, con edificios tan altos que se incrustaban en
las nubes. Mi pueblo estaba tan lejos de todo esto como la Tierra de la Luna, aunque yo sabía que
si conseguía estudiar, tal vez algún día podría viajar hasta esos lugares. Así pues, como decía,
trataba de imaginarme a Shakti en una bonita casa, con unos nuevos padres que la colmaban de
regalos, caricias y amor. Trataba de verla feliz, acostumbrándose a todo lo nuevo, comiendo lo
que quisiera, estudiando en una escuela muy grande, leyendo libros y aprendiendo. Y, aunque al
comienzo estuviese triste y llorase, tal vez luego se acostumbraría muy rápido a todo ello y nos
olvidase...
Pero no podía.
Por más que me esforzaba, no podía.
La realidad era que la veía tan triste como nosotros, y no en una bonita casa, con unos padres
agradables y solícitos, sino en algún lugar ignoto y oscuro, cruel y desagradable.
Lo sentía tan y tan adentro de mi corazón...
De noche yo lloraba en el camastro que, primero, habíamos compartido juntas hasta la
llegada de Vhirma y Mai Lei y en el que ahora estábamos las cuatro. Shakti y yo solíamos hablar
mucho mientras las dos pequeñas dormían. Nos preguntábamos cosas, jugábamos, hacíamos
planes para el día de mañana, nos imaginábamos cómo serían nuestros respectivos maridos.
Bueno, en mi caso, yo sabía ya que sería Shaon, pero la certeza era relativamente reciente, así que
antes de eso nuestra imaginación era mucho más libre. Con la ausencia de mi segunda hermana, el
camastro volvía a ser tan grande que me costaba no encontrar su calor tanto o más que la ausencia
de su voz. Quizá por ello, en esos días, las que no dormían eran Vhirma y Mai Lei.
—Sharar.
—¿Qué?
—¿Volverá Shakti?
—No lo sé.
—¿Pero, tú qué crees?
—¡No lo sé!
—¿Y si llega otro bebé, nos venderán a una de nosotras?
—Madre ya no tendrá más bebés.
—Pero ¿y si llega?
—A vosotras nadie os querrá.
Una respuesta así hacía que se callaran, al menos unos segundos.
—Sharar.
—¿Qué?
—Yo pienso que se escapará y volverá con nosotras.
—Puede que esté muy lejos y no sepa cómo volver.
—Shakti es lista.
—No se trata de ser lista, sino del dinero que cuesta el viaje, cualquier viaje.
—Vendrá a pie.
—Dormíos, por favor.
—¿Y si le reclaman a papá el dinero? Y no lo tiene. La vaca llega mañana. ¿Se llevarán a la
vaca?
—Probablemente.
—Entonces...
—¡Os queréis callar de una vez! ¡Yo no sé nada!
—Sí sabes.
—Para algo eres mayor.
—¡No, yo no sé! ¡Dormíos!
Les costaba conciliar el sueño. Daban vueltas, y hablaban más y más entre susurros que yo,
de espaldas a ellas, no lograba escuchar. Percibía su miedo igual que si fuese algo sólido. Si me
despertaba a media noche y las miraba, me las encontraba fuertemente abrazadas, inseparables,
como si cada una fuese la alarma de la otra. Imposible despertar a cualquiera de las dos por
separado. Habían formado una alianza.
Yo las envidiaba.
Me sentía muy sola sin Shakti.
Cuando Vhirma y Mai Lei dormían, yo lloraba.
La abuela Tog lo hacía en su rincón, mamá en su estera y yo en la mía.
Aquellos días todo cambió. Ni la llegada de la vaca y su leche nos compensó por la falta de
Shakti. Pero, de pronto, fue como si ella no hubiese existido. No se la mencionaba. Todos
callábamos. Cuando murió mi hermano Mang la sensación fue muy diferente. Cada vez que se
moría alguien en el pueblo se le lloraba. La ausencia de Shakti, sin embargo, no se debía a la
muerte. Ella estaba viva, en alguna parte. Existían dos realidades: la nuestra y la suya. Eso me
obligaba a pensar en dos planos, y no me resultaba fácil. Recordé cuando la señorita Wu nos
habló de otros mundos. En la Tierra había personas que dormían cuando nosotros trabajábamos, y
viceversa. En algunos lugares hacia frío y nevaba. Yo no podía imaginarme el frío, y aún menos la
nieve.
Sí, la falta de Shakti era peor que la muerte, porque la muerte era un adiós y conservaba el
recuerdo de las personas tal y como se habían ido, mientras que mi hermana seguía viva, siendo
ella misma y creciendo en otra parte.
—Sharar.
—Dejadme descansar, por favor.
—No estás dormida. Si lo estuvieses no hablarías.
—¡Me habéis despertado!
—No es cierto.
—Escuchadme bien de una vez, ¿de acuerdo? —me incorporé hacia su lado para que,
además, me vieran bien por entre la penumbra que la luz de la luna filtraba por las ventanas— No
sé nada, ¡nada!
—Tú siempre dices que no saber es malo —dijo Vhirma.
—Sí, lo peor que hay —la secundó Mai Lei.
Eran unas crías. Unas niñas pesadas e imposibles. Lo que menos deseaba era hablar con
ellas. Creo que incluso las odiaba porque la elegida había sido Shakti en lugar de una de las dos.
—¡Si no os calláis mañana os daré una tunda!
No era cierto, pero de pronto era como si todo fuese posible.
Cada noche era peor que la anterior. El agujero negro dejado por Shakti no desaparecía, al
contrario, se hacía mayor. No solo estaba en casa, entre nosotros, sino en mi propia mente.
A la vaca la llamamos Key.
Ni siquiera sé por qué. Sobre todo cuando la señorita Wu me dijo que eso, en inglés,
significaba llave.
6

La noche que la abuela Tog habló conmigo, todos mis miedos cobraron forma.
Yo la oía llorar, con suspiros largos y entrecortados unidos a gemidos cortos y agudos. Su
dolor se expandía más allá de las paredes de nuestra cabaña. Era el dolor de todos los dolores, el
del infinito, porque la abuela Tog era muy vieja y sentía las cosas con una mayor intensidad al
acumulársele las vivencias de toda su vida. No sé si papá y mamá estaban despiertos y fingían no
escucharla. Nadie se movía.
Yo me aparté de nuestra estera y fui a su lado.
La abuela Tog dormía sola, al otro lado de la cortina que separaba su espacio del que
ocupábamos mis hermanas y yo. Hubo un tiempo, cuando yo era más pequeña y ella acababa de
perder al abuelo, en el que me acostaba siempre a su lado, feliz. Ella me acariciaba y me dormía
sin apenas darme cuenta. Al nacer mis hermanos continué igual, y lo mismo cuando Vhirma y Mai
Lei eran bebés. Luego fui yo la que preferí dormir con las hermanas, sobre todo con Shakti.
Me tendí a su lado y la abracé por detrás.
Entonces ella gimió un poco más, se venció, como si se vaciara, y después dejó de hacerlo.
Me agarró las manos por delante de ella, las apretó. Sabía que era yo. No hacían falta voces
o imágenes para reconocernos. Basta el tamaño del cuerpo, la forma del tacto o la de los dedos.
Muy despacio se dio la vuelta hasta quedar frente a mí.
La abuela Tog había sido muy guapa en otro tiempo. En el pueblo todos lo decían. Una vez,
incluso, un fotógrafo de una de aquellas revistas que a mí tanto me gustaba ojear, la retrató con sus
cámaras maravillosas tras detener su automóvil al verla. Los años la habían ido encerrando en sí
misma y ahora hablaba para su interior. Raramente lo hacía exteriorizando lo que pensaba o lo que
sentía. Miraba, con sus grandes ojos cansados. Sus manos estaban quietas. Trabajaba todo el día y
al llegar la noche se sentaba en su silla para contemplar el mundo. Decía que había tantos mundos
como personas y anocheceres, pero que lo hermoso era que con cada amanecer la vida empezaba
de nuevo.
Aunque en ella se extinguiese.
—Abuela —le susurré—. ¿Qué piensas?
—Nada.
—No se puede pensar en nada. La cabeza siempre está despierta, aun cuando estamos
durmiendo.
—Cuando seas vieja como yo aprenderás a no pensar en nada.
—Yo no quiero dejar de pensar.
Me besó la frente. La abuela Tog olía diferente de los chicos o de mis hermanas. Incluso de
mi madre. Tenía todos los olores del mundo esparcidos sobre su cuerpo, y estaban tan mezclados y
usados que no se diferenciaban. Era un olor extraño, opaco y difuso. Pero a mí no me disgustaba.
—Estudia, Sharar —su forma de decirlo se me antojó más una súplica que no un deseo o una
petición—. Estudia y no seas una mujer más, abocada a un destino prefabricado de antemano. Lo
único que hace diferentes a los seres humanos es el saber.
—Ya sabes que me gusta.
—Pues no lo olvides nunca.
—Abuela, ¿qué piensas de todo esto? —rompí mi miedo.
Ella me acaricio el pelo con su mano arrugada, tanto que parecía que me lo estaba peinando.
En la penumbra sus ojos vacilaron. Las lágrimas se le secaban rápido, pero sus pupilas no
mentían.
—Tendría que estar muerta —dijo.
—¿Por qué? —me alarmé.
—Ya he vivido muchos años.
—Eso no es cierto.
—Una boca menos.
—¡Pero si tú apenas comes un puñado de arroz!
—Da igual. Puede que entonces Shakti estuviera todavía aquí.
—La culpa no es tuya, sino de Yai. Si él no hubiera nacido...
—No digas cosas terribles, Sharar.
—¡Es la verdad!
Me puso la mano en la boca, para que no elevara la voz y despertara a los demás. Su calma
chocó con mi arranque de desesperación. Por unos segundos las dos no hicimos otra cosa que
mirarnos, hasta que yo cedí. Entonces ella dijo:
—La echas de menos, ¿cierto?
Y yo respondí:
—Sí.
—Shakti era tan bonita y risueña...
—¿Por qué hablas en pasado?
La abuela Tog se encogió de hombros.
—Ella estará bien —me sentí en la necesidad de tranquilizarla—. Será como dice papá:
tendrá una familia que la querrá mucho, y vivirá en una bonita casa, llena de comida y vestidos...
¡Irá a la escuela! ¡Pero a la mejor, no a una como la del pueblo!
—La única familia que te da amor, seguridad y paz es la tuya, Sharar. Aun en la pobreza.
Todos juntos somos algo. Solos, no. Tus padres no lo saben, pero entregando a Shakti a ese
hombre han traído la tristeza a esta casa, y para siempre.
—Pero Shakti volverá.
—No.
—Algún día.
—No.
Quise que me mintiera y no lo hizo. Y aunque lo hubiera hecho con la voz, sus ojos habrían
seguido gritándome la verdad. Fue seca, dura, contundente y amarga. Me llenó de frío la espina
dorsal e hizo que me sintiera peor de lo que jamás me había sentido. Fue el momento de la
comprensión final.
—¿Cómo... lo sabes? —vacilé.
—Lo sé.
—Abuela...
Me abrazó para ahogar mi llanto, y yo vertí mis lágrimas en su pecho ya seco, dejando que
los ríos que fluían de mis ojos la empaparan.
No sé cuánto estuve allí, ni cómo me dormí.
Por la mañana yo volvía a estar en mi lugar y la abuela se había levantado la primera.
7

Todo era tan distinto sin Shakti.


La escuela, por ejemplo, era mi lugar favorito, pero la pérdida de mi hermana la convertía en
otra clase de recuerdo aún más atroz. Su ausencia se agigantaba. Allí todos los niños y niñas eran
los mismos. Solo faltaba ella.
A los tres días de marcha de Shakti, la señorita Wu me preguntó por ella. La mayoría se
ausentaba a menudo de las clases, porque había que trabajar, porque estaban enfermos y por otras
razones diversas, entre ellas los novillos de muchos de los chicos. Dos días no eran motivo de
preocupación o alarma. Tres, ya sí. Yo quería a la señorita Wu. Me parecía la persona más
inteligente del mundo, y también la más guapa y elegante. Estaba segura de que la belleza la daban
los libros, el conocimiento... y no el salir arreglado más o menos, o lucir ropas bonitas. Y la
señorita Wu era muy hermosa, con sus grandes ojos negros y su sonrisa de media luna que hacía
resaltar la redondez y el brillo de sus pupilas.
Yo no supe cómo explicarle la verdad. Primero le conté que Shakti estaba fuera. Cuando me
preguntó el tiempo que tardaría en regresar no tuve más remedio que decirle que no lo sabía.
Insistió y entonces mis ojos se llenaron de humedad. No quería llorar, me contuve. La señorita Wu
no quiso forzarme. Sin embargo, temí que fuera a mi casa y que mi padre me castigara creyendo
que la había enviado yo, así que le dije:
—Ella vivirá desde ahora con otra familia.
—¿Otra familia? ¿Qué familia?
—No lo sé.
Vi la alarma en sus ojos. Después la resignación. Se me antojó que sus hombros se hundían
hacia abajo, y que su rostro se llenaba de la misma ceniza que inundaba el de mi abuela.
Pero ya no dijo nada más.
En los días siguientes, la señorita Wu sonrió menos, y cuando me miraba en clase lo hacía
con una tristeza que me parecía reveladora. Por eso, aquella mañana, siete días después de la
marcha de Shakti, sus palabras hallaron en mí un eco especial.
Hablaba de la ciudad.
—La ciudad es como un gran dragón, y tiene dientes. Es grande, luminosa y bella en su
corazón, pero apagada y negra en sus extremos. La ciudad te mira a los ojos y te pregunta. Es
agradable con el estómago lleno, y furiosa e implacable cuando no le regalas sus bendiciones.
Está llena de vida, pero al mismo tiempo lo está de la avaricia, el egoísmo y la codicia humana.
Nadie sabe que existes. Eres invisible. Nadie conoce tu nombre. Y, sin embargo, su magia es igual
que un cuerno dorado. Atrae, te captura, te desmenuza como si fueras de arena. No debéis rehuir
nunca al gran dragón; sed valientes y firmes, pero cuidaos de sus dientes. Son muy largos y
afilados. El gran dragón puede devoraros en un abrir y cerrar de ojos si no estáis preparados para
él. ¿Y cómo lo estaréis?
Yo levanté la mano, pero la que respondió fue Su Kong.
—Estudiando.
La señorita Wu asintió con la cabeza.
Ya no volvió a mirarme durante el resto de la clase.
Al salir de la escuela caminé en dirección a mi casa, con la cabeza muy baja, caída a peso
sobre el pecho. No quería hablar con nadie, prefería estar sola, pero Shaon apareció a mi lado,
como tantas otras veces.
Él también estaba preocupado.
Shaon era el chico que me sonreía, y al que yo sonreía desde hacía ya casi un año. Sabía que
me casaría con él, estaba escrito. En un pueblo tan pequeño, y aunque hubiera muchos niños, los
caminos se entrecruzaban de una forma intuitiva. Cuando nos dimos cuenta de ello lo aceptamos
de manera natural. Nunca hablábamos de ello, pero veíamos el futuro en los ojos del otro. Lo
único malo de Shaon era que no le gustaba la escuela, y a mí, sí. Por eso me consideraba rara.
Yo no sabía cuándo me casaría con Shaon, pero otras niñas de mi edad ya se preparaban para
sus bodas, así que lo esperaba con una extraña mezcla de sorpresa y miedo, inseguridad y
zozobra.
Al no estar Shakti, incluso él se me hizo extraño.
Diferente.
—Qué suerte ha tenido tu hermana —me dijo—. Seguro que vivirá en la capital, y mucho
mejor que nosotros.
—¿Suerte?
—Cualquier cosa es mejor que este pueblo.
—¿Cómo lo sabes?
—Mi padre ha estado en la ciudad y me lo ha dicho. Allí todo es distinto.
—Entonces vete a la ciudad —le reté.
—Algún día lo haré.
—¿Cuándo?
—No lo sé, pero lo haré. Y tú vendrás conmigo.
—¿Por qué?
—Porque estaremos casados.
Era la primera vez que lo decía en voz alta.
Y, sin saber la razón, no me gustó escucharlo.
—Yo quiero estudiar —le dije.
—¿Para qué quieres estudiar? No te hará falta.
—Sí, sí me hará falta. No quiero que una hija mía tenga que ser adoptada por otra familia. Si
soy lista, eso no me pasará.
Shaon frunció el ceño.
Era guapo, me gustaba mucho. A veces pensaba en el siguiente paso. Ya nos sonreíamos. Las
amigas mayores decían que lo siguiente era mucho mejor.
Ese día no.
De pronto le vi como mi padre, y no me gustó.
Quería a mi padre y sin embargo...
Me estaba volviendo loca, era eso. Loca por culpa de todo aquello. Y a lo mejor Shakti ya ni
se acordaba de nosotros, lucía vestidos nuevos y comía tres veces al día, cuanto quisiera.
No, Shakti estaba llorando, lo sabía.
Podía sentirlo, por lejos que estuviese.
—¿Adónde vas?
—Déjame, Shaon.
—Espera.
—No, déjame.
—¿Qué te pasa? ¿Tienes tu menstruación?
—No —bajé los ojos avergonzada y seguí caminando.
Mi compañero ya no insistió.
Por primera vez pensé si valía la pena casarme con Shaon.
8

Todo cambió, por fin, aquel domingo.


Nuestros vecinos, los Huong Ta, tenían un carro y un asno apolillado que tiraba de él. De no
ser porque de vez en cuando movía las orejas para espantar a las moscas, cualquiera hubiera
creído que el asno estaba disecado. Yo había visto una vez un animal disecado, en casa de los Ha
Tung Bai, los más ricos del pueblo, y su aspecto era el mismo. Pero por la razón que fuese, porque
el asno tenía ya más de mil años, seguía tirando de la carreta, vivo pese a todo.
Muchos domingos, no todos, padre nos enviaba al mercado del pueblo vecino, Hu Kai Nang,
que era un poco más grande que el nuestro y estaba mejor situado en el cruce de carreteras, para
vender lo que nos regalaban los campos. El acuerdo con los Huong Ta era muy preciso: se
llevaban una tercera parte de los beneficios que consiguiéramos en el mercado a cambio de
prestarnos el carro y el asno. Para ello controlaba minuciosamente la carga por la mañana, y
estaba muy atento para verificar nuestro regreso con lo que faltase y el dinero percibido por ello.
Al asno, que se llamaba Yiu, también debíamos alimentarlo nosotros durante la jornada, aunque
eso era lo de menos, porque Yiu apenas si comía nada y se conformaba con un poco de paja.
Estaba tan delgado que se le podían contar las costillas a ambos lados del cuerpo.
El único miedo que teníamos era que se nos muriera a medio camino.
Ese día fui al pueblo vecino con mis dos hermanos varones. Yo estaba al mando. No es que
eso les gustase demasiado, pero además de ser la mayor, sabía más de números y cuentas que
ellos, sobre todo a la hora de dar los cambios si el billete era de una cuantía superior a la de la
compra. Tanto si íbamos a pie como subidos al carro, el tiempo que tardábamos venía a ser el
mismo: una hora. Yiu no aceleraba nunca el paso, pero tampoco lo menguaba. Obedecía solo dos
órdenes: la de ponerse en marcha y la de detenerse.
Salimos temprano, al amanecer, para tenerlo todo dispuesto cuando comenzaran a llegar los
primeros clientes. Ya que yo era la jefa, dejaba que a la ida Ko Won llevara las riendas y que a la
vuelta lo hiciera Mandapa. A ellos les gustaba tomarlas, les hacía sentir importantes. Con esto
ponían menos reparos a lo que yo les mandaba.
El camino hasta el pueblo vecino era muy agradable porque serpenteaba por campos verdes y
llenos de árboles. Ir subida en el carro me daba la sensación de ser alguien diferente. Veía pasar
el mundo tan despacio como yendo a pie, pero no era lo mismo caminar que estar sentada allá
arriba. De vez en cuando nos rebasaba una motocicleta o un automóvil levantando una nube de
polvo. A Yiu los automóviles no le producían ningún efecto, se limitaba a mover una oreja en su
dirección para calcular cuándo pasaría por su lado. Pero las motocicletas no le gustaban nada. Su
petardeo le aturdía y se le notaba que se ponía nervioso agitando la cabeza. Yo veía pasar esos
vehículos preguntándome quién iría dentro de los coches, o adónde se dirigirían. Nunca había
subido a uno.
—Yo tendré una motocicleta —repetía Ko Won una y otra vez.
—Yo un automóvil —se jactaba Mandapa.
A continuación discutían sobre las ventajas y las desventajas de los dos vehículos, sin
ponerse de acuerdo.
—¡Queréis callaros! —les ordenaba yo cuando dejaban de hablar para ponerse a gritar.
El camino hasta el pueblo vecino era mucho mejor si se hacía en silencio.
Aquel día, el recuerdo de Shakti nos acompañó casi todo el trayecto.
Llegamos al pueblo, nos dirigimos al lugar en el que solíamos ponernos, apartados del centro
del mercado, y colocamos sobre el suelo nuestros productos. Había días buenos y malos, pero yo
prefería regresar con las frutas y las hortalizas antes que malvenderlas o abaratarlas tanto que casi
fuesen regaladas. Tenía cierta fama de dura e intransigente. Por esta razón solo dejaba el puesto
por causas de fuerza mayor.
Y a mediodía tuve una.
Se lo dije a mis hermanos.
—Vuelvo en seguida.
Ko Won se echó a reír. Mandapa le secundó.
—Cada vez te vas más lejos —se burló de mí.
—Cada vez tenéis los ojos más largos.
Sus risas me acompañaron unos metros, hasta que doblé la primera esquina, una casa de
adobe semiderruida. A veces entraba allí dentro a orinar. Pero ahora no me fiaba. Estaba
demasiado cerca y Ko Won podía espiarme. Así que caminé un poco más y me fui por una calle
perpendicular en dirección a un grupo de árboles arracimados en torno al recodo del río.
Busqué un refugio, bajé mis calzas y vacié mi cuerpo. Del todo.
Estaba sola y en silencio.
No me apresuré a regresar. Era la hora de la comida y la actividad decrecía en los puestos.
Me limpié con unas hojas y sentí deseos de caminar por la orilla del río, con los pies en el agua.
Más aún, quise sumergirme en él y nadar. El agua se me antojó pura y cristalina, tan fresca y
limpia como el cielo azulado de mediodía. Vencí la tentación y le di la espalda mientras iniciaba
el camino de regreso.
Despacio.
Agradeciendo aquella soledad y aquel silencio.
Fue entonces cuando, al otro lado de la calle por la que accedía al mercado y a nuestro
puesto de venta, le vi a él.
Al hombre de la sonrisa amarilla, los dientes negros y las gafas oscuras, que se movía igual
que una serpiente y acechaba como una araña.
9

Me quedé paralizada.
Tanto como lo estaba él, quieto, apoyado en una pared, ojeando aquella libreta en la que le
había visto anotar algo la primera vez, antes de que hablara con mi padre y Shakti desapareciera.
Durante unos segundos, una eternidad, no supe qué hacer. La única persona del mundo que
sabía dónde se encontraba mi hermana era ese hombre. Mi único nexo con ella estaba allí delante,
pero si de algo estaba segura era de que si me acercaba y le preguntaba, jamás me respondería. En
primer lugar porque yo era una niña, aunque tuviera quince años. En segundo lugar porque mi
instinto me advertía ya de muchas otras cosas que ni siquiera sabía que pudieran existir.
Si quería encontrar a Shakti, verla y hablar con ella, o saber por lo menos en qué lugar se
encontraba, no podía perderlo de vista a él.
Eso significaba que si corría hasta el mercado para avisar a mis hermanos, y se desplazaba,
lo perdería.
Me mordí el labio inferior. Me hice daño. Pero ese dolor me avivó los sentidos. No tenía
tiempo de avisar a nadie. Mis hermanos tampoco eran tontos. Me esperarían pacientes en el
mercado hasta que yo regresara. Incluso disfrutarían haciendo las ventas, cobrando y devolviendo
cambios. Se sentirían mayores.
No hubo mucho tiempo más.
El hombre guardó la libreta en el bolsillo posterior izquierdo de su pantalón y echó a andar.
Yo le seguí.
La caminata nos alejó definitivamente del mercado. Intenté memorizar por dónde pasábamos
para regresar después sin problemas, pero a la media docena de vueltas me sentí perdida. No por
ello me arredré. Siempre me quedaba la posibilidad de preguntar el camino. Mi corazón empezó a
acelerarse con la idea de que Shakti estuviese allí, tan cerca, en el pueblo vecino. Llegué a
sentirme tan optimista que deseé gritar.
El hombre acabó deteniéndose delante de una casa de adobe parecida a la nuestra. Era
pequeña y humilde. Quedaba ligeramente apartada de la senda. La observó unos segundos, miró a
derecha e izquierda y enfiló la puerta, protegida tan solo por la presencia de una cortina medio
raída. Cuando desapareció al otro lado me oculté una vez más sin saber qué hacer. Aquella no
podía ser su casa. Imposible. El hombre vestía de una forma distinta a la nuestra, y también se
movía de manera diferente. No se ocultaba, pero tampoco hacia gala de su presencia. Me planteé
otra vez esperar o echar a correr para avisar a mis hermanos, y decidí esperar.
Acerté.
El hombre no tardó en salir de nuevo.
Y lo hizo llevando de la mano a una niña de una edad parecida a la de Shakti, tal vez un poco
menor.
Una niña que lloraba.
Miré la casa. Nadie. Miré al hombre y a la niña. Contuve la respiración lo justo para seguir
tomando decisiones rápidas y sorprendentes. Iba a seguirle. Lo vi muy claro. Iba a seguirle porque
allí sucedía algo muy extraño. ¿Cuántas parejas estaban sin hijos y a cuántos podía comprar para
ellas? Yo no sabía nada de la vida ni del mundo, pero era capaz de escuchar a Shakti en mi
interior.
Y continuaba escuchando sus gritos.
Justo al llegar a la primera esquina y doblarla, ocultos de las miradas de quienes pudieran
encontrarse en la casita de adobe, el hombre dejó de comportarse como lo que era para
convertirse en un animal. Las lágrimas y el forcejeo de la niña se vieron interrumpidos por su
descarga de ira y furia.
Primero le golpeó la cabeza, segundo la aplastó contra el suelo, tercero la machacó con la
mano abierta.
A lo lejos escuché su voz.
—¡Calla! ¡Calla te digo o te mato! ¡Silencio, estúpida!
La niña le obedeció.
Luego la puso en pie tirándola del pelo y la obligó a seguir caminando.
Me sentía impresionada, y muy afectada, pero aun así me puse en marcha justo cuando iba a
perderlos de vista. Tuve que correr un poco hasta llegar a la esquina por la que habían
desaparecido. Los localicé de nuevo y me asusté, porque estaban frente a una camioneta negra.
El hombre abría la parte de atrás.
Cuando tuvo las dos puertas abiertas, empujó a la niña hacia el interior. No le pidió que lo
hiciera, la empujó. Vi a la pequeña estrellarse contra el fondo, escuché su gemido de dolor.
La doble puerta de metal se cerró tras ella.
Y su dueño lo hizo, además, con llave.
La decisión volvía a estar tomada desde mucho antes de que yo echara a correr de nuevo. El
hombre caminó hacia la parte delantera, para sentarse al volante, y yo, oculta tras la pared de mi
derecha, para que no me viera, alcancé la camioneta justo en el instante en que su motor rugía y el
humo era expulsado por el tubo posterior.
No tenía más que una opción.
Me subí a ella, afiancé los pies en un saliente y en el guardabarros y me sujeté como pude,
con la mano derecha en uno de los goznes y con la izquierda en la manija para abrirla y cerrarla,
mientras el vehículo se ponía en marcha.
10

Yo había visto algunas camionetas parecidas a aquella, por la carretera, en mi pueblo o en el


del mercado.
Pero la del hombre era distinta.
Los cristales no permitían ver el interior, eran tan negros como ella, y por otra parte yo no me
atrevía a asomarme por completo sobre los de atrás, por si el conductor me descubría. Aun así
hice el esfuerzo, pegué un ojo para tratar de atravesar aquella oscuridad. No conseguí nada.
Luego, en el del otro lado, vi una rendija, una pequeña parte rota en la base, de apenas un
centímetro de alto.
Me era muy difícil mantener el equilibrio, así que más hubiese sido moverme, tratar de pasar
al otro lado.
Seguí quieta, sujetándome como pude para no caer.
Me di cuenta de que abandonábamos el pueblo por dos razones, porque ganó velocidad y
porque, de pronto, al volver la cabeza, descubrí que por allí ya no había casas. Miré hacia atrás y,
con un nudo en la garganta, contemplé cómo el pueblo se perdía en la distancia, envuelto en el
polvo del camino.
Mis hermanos.
Ya era tarde para detenerse, y no porque me diera miedo saltar, sino porque ya no estaba
dispuesta a abandonar.
—Shakti... —susurré.
No llevaba dinero. Se lo había dejado a Ko Won y a Mandapa para los cambios y como
precaución por si alguien trataba de robarme. No llevaba nada, salvo la ropa, una camisa sucia y
mi falda de volantes. Mi bonita aunque vieja falda, rosada en otro tiempo, con la que me sentía
más mujer y me ponía en situaciones especiales, como ir al mercado. Solo eso. Me sentí casi
desnuda por primera vez en la vida. El viento que se arremolinaba a nuestro paso hacía revolotear
la falda y dejaba mis piernas al aire. Por lo menos mis pies desnudos se aferraban al saliente y al
guardabarros como si se tratara de otras manos.
En un cruce, la camioneta aminoró la marcha y se detuvo para permitir el paso de un camión
que venía en perpendicular. Lo aproveché para pasar al otro lado, el izquierdo, y asomarme al
interior por el resquicio del cristal de la ventanilla. Lo primero, fue sujetarme otra vez, porque la
parada fue muy breve. Lo segundo atisbar dentro.
El movimiento y el traqueteo eran continuos, pero logré ver a dos niñas. Se me paralizó el
corazón cuando creí que una podría ser Shakti. Tardé en comprender que no, que ni sus ropas ni su
aspecto se correspondían con el de mi hermana. No le veía la cara porque estaba en el suelo, boca
abajo, doblada sobre sí misma. Comparada con su compañera, la que acababa de ser obligada a
entrar por el conductor, la que ya se encontraba en el interior del vehículo era más pequeña, como
de siete u ocho años.
La recién llegada la miraba con los ojos muy abiertos, el miedo y la zozobra tintando sus
facciones. Las lágrimas se le habían secado en la cara.
Ningún horror era comparable al suyo.
—¡Oh, Shakti! —volví a gemir.
Ella había pasado por aquello, ya estaba segura.
¿Qué clase de familia adoptaba una niña que previamente había sido maltratada para llegar
hasta ellos?
La doble puerta posterior estaba cerrada con llave. Había visto cómo el hombre lo hacía.
Pese a ello intenté abrirlas antes de tener que sujetarme de nuevo. Ahora el coche iba a mayor
velocidad, porque la carretera no era de tierra, sino que estaba asfaltada. Lo malo era que los
baches hacían que traqueteara constantemente, obligándome a realizar todo un ejercicio de control
de mi estabilidad. Mi miedo era que un coche que llegase por detrás me viese y advirtiese al
conductor de mi presencia. Bastaba con algunos gritos debido a mi posición, o al hecho de que se
me vieran las piernas y el trasero. Si me descubría tendría que escapar y perdería toda posibilidad
de seguirle el rastro a mi hermana. Los que sí me veían eran los que caminaban a ambos lados de
la carretera, pero a esos los dejábamos atrás de inmediato. Sus voces y sus gestos se perdían en la
inmediata distancia.
¿Y si la camioneta viajaba horas y horas, y se iba lejos y más lejos?
Cada vez que me invadía el desánimo, luchaba para contrarrestarlo. Si el destino me había
hecho tropezar con ese hombre era por algo. Significaba que me brindaba una oportunidad.
Todo estaba en mi mano.
No podía fallar.
Nadie se acercó por detrás. Nos cruzamos con algunos vehículos que circulaban en sentido
contrario y eso fue todo. Lo atribuí a la velocidad a la que nos desplazábamos, que a mí se me
antojaba de locos. Nunca me había movido tan deprisa. Los árboles, los campos, la jungla y las
casas apostadas a ambos lados apenas si eran imágenes borrosas recortadas en mis retinas.
El tiempo se hizo eterno.
Calculé su paso por el sol. Una hora. Dos. Ya no veía las montañas de Dong La, la frontera
de mi mundo. Dentro de la camioneta la niña tumbada sobre el suelo seguía igual, hecha un ovillo.
La otra, la que el hombre se había llevado de aquella casa en el pueblo, estaba sentada a un lado,
con los brazos rodeando sus piernas y la cabeza hundida en las rodillas. Los bandazos las
sacudían, pero eso era todo. No luchaban. No hacían nada. Esperaban, ateridas.
A mí me dolía el cuerpo, la cabeza, la garganta, tenía los ojos enrojecidos por el humo y la
velocidad del viento; no sentía apenas las manos, engarfiadas en el saliente de los goznes y la
manija de apertura de las puertas, mis pies carecían de sensibilidad. Supe que no iba a
conseguirlo la primera vez que se me escapó el derecho. Logré recuperarme, pero a los dos
kilómetros fue mi mano la que cedió.
A la tercera, fue la vencida.
El bache, inesperado, hizo que el vehículo brincara hacia arriba. Escuché incluso la
imprecación del hombre al volante, más fuerte que el golpe. Fue tanto ese salto como la maniobra
posterior, el zig zag a derecha e izquierda, lo que me hizo perder el equilibrio y el contacto con
dos de mis cuatro puntos de agarre.
Caí al suelo.
No me rompí nada. No me maté. El bache por lo menos había contribuido a mermar la
velocidad de la camioneta. Caí de lado y rodé hacia la cuneta, donde unas matas amortiguaron el
impacto. Ni siquiera pensé en el dolor, o los rasguños de mis brazos y piernas por los que
rápidamente afloró la sangre.
Lo único que vi fue al coche alejarse de mí, hacia quién sabía dónde.
11

Nunca había sentido más rabia.


Aquella sensación de impotencia...
No tuve miedo por estar perdida en mitad de ninguna parte. No lloré por el dolor de la caída
y las contusiones. Ni siquiera me di cuenta en ese momento de que se me había roto la falda, mi
prenda favorita. Lo único de lo que fui consciente era de que la camioneta se alejaba por la
carretera.
Y con ella mi posibilidad de encontrar a Shakti.
Me puse en pie, apreté los puños. No había nadie cerca. La zona parecía muerta salvo por la
presencia de unas casas que silueteaban el horizonte, carretera arriba. La desolación me rodeaba
por fuera y me empujaba por dentro.
Entonces la camioneta se detuvo.
Y giró a la derecha.
Me quedé sin aliento. Se me paralizó el corazón. Pensé que por allí, tal vez, hubiera un cruce
y el vehículo lo había tomado. Pero si no era así...
Nunca había corrido por una carretera. Mis pies estaban habituados a la tierra, pero no al
asfalto. Y era muy duro hacerlo. Sentía como si se me desollaran las plantas. La tierra es tierra.
Aquello era puro calor. Traté de olvidarlo, de seguir por el margen cuando me era posible, y
avancé metro a metro hasta acercarme al lugar por el que la había visto desaparecer.
No era un desvío.
Vi el letrero unos cincuenta metros antes.
Era una gasolinera.
Redoblé mi esfuerzo. ¿Cuánto se tardaba en poner gasolina? La sangre caía por mis piernas y
mis brazos formando regueros rojos. Y, sin embargo, era consciente de que no se trataba de nada
más que de raspaduras. Ningún corte. Ninguna herida grave. Los últimos metros los hice
extremando las precauciones y nada más, olvidándome de mí misma. Oía voces.
Cuando por fin me asomé a mi destino, me tranquilicé.
El hombre estaba examinando los bajos de la camioneta. Otro hombre, junto al surtidor de la
gasolina, era el que hablaba mientras se ocupaba de la manguera y de controlar el llenado del
depósito.
—Ese bache es muy traidor. Ya ha habido un par de accidentes.
Mi perseguido se incorporó.
—Parece que todo está bien —hizo entrechocar sus manos para quitarse el polvo—. Cuando
he oído el golpe he temido lo peor y... Oiga, no lo habrá hecho usted para que la gente se pare
aquí, ¿verdad?
—¿Yo? ¡Qué disparate! Después del último monzón incluso lo cubrí con cemento, para evitar
una desgracia. Pero con el tráfico... ¡Eso es cosa de quienes tienen esa responsabilidad!
—Tranquilo, era una broma.
El empleado no estaba muy seguro de eso.
—Uno hace lo que puede y ya ve.
—¿El servicio está abierto?
—Espere. Le doy la llave.
Controló la parte final del llenado del depósito y luego depositó la manguera en el soporte
del surtidor. Se pasó un trapo por las manos para limpiarse la grasa o el sudor, o las dos cosas.
Una vez hecho esto precedió a su cliente camino de la caseta central. Ya no les escuché. Con la
llave del servicio en una mano, el hombre se dirigió a la parte de atrás de la pequeña
construcción.
El de la gasolinera se quedó en su puesto.
Nadie miraba hacia la camioneta.
Di un rodeo, caminando por la carretera sin llamar la atención, para llegar hasta ella desde la
frontal y hacerla servir de parapeto por si el empleado levantaba la cabeza. Por un momento pensé
en tratar de abrir una de las puertas y hacer que las dos niñas escapasen. Pero comprendí que eso
era estúpido. En primer lugar, ellas tal vez no reaccionasen. En segundo lugar, el hombre las
atraparía en un abrir y cerrar de ojos. Y en tercer lugar, eso no me llevaría hasta Shakti.
Y ella era mi hermana, las dos niñas, no.
Apreté los puños.
El problema se me presentó entonces. Si recuperaba mi posición en la parte de atrás, el
hombre me vería al regresar a su transporte. Si no me veía, podía volver a caerme a los pocos
kilómetros, o si el viaje se prolongaba por espacio de más horas. Me asomé a la parte inferior en
busca de un soporte del que colgarme y no vi nada.
Mi única alternativa era arriba.
En el techo la camioneta llevaba un soporte en forma de cajón, cuatro hierros formando un
cuadrado para sujetar bultos y fardos con una altura de unos quince o veinte centímetros, protegido
por madera en los cuatro lados. Era mucho mejor que mantener el equilibro agarrada atrás. Tenía
que jugármela y me la jugué, porque en cuanto mi perseguido saliese del servicio...
Trepé arriba sin problemas, como una gata, poniendo un pie en el lateral y otro en la manija
de la puerta del conductor. Me cuidé mucho de no manchar el coche con sangre que me delatara, y
una vez arriba me aplasté lo que pude dentro del rectángulo. No estaba a salvo de ninguna mirada,
porque era consciente de que tal vez alguna parte de mí sobresaliera de la superficie de mi
escondite, pero conté con el factor suerte tanto como con la certeza de que nadie tenía por qué
mirar hacia donde yo me encontraba. Si antes los segundos habían transcurrido muy deprisa, ahora
lo hicieron muy despacio.
Hasta que retornó aquella voz.
—¿Cuánto es la gasolina?
Dejé de respirar. Quise ser invisible.
Apenas si fui consciente del resto del diálogo entre ellos. Uno pagó. El otro comentó alguna
cosa más. Luego se despidieron.
Oí cómo el hombre abría la puerta de su lado, pues estaba cerrada con llave como
precaución, y la camioneta se inclinó por su peso al acomodarse en su asiento. Al cerrarse la
portezuela conté hasta diez. Al llegar a tres el motor rugió de nuevo.
Se puso a rodar despacio rumbo a la carretera.
Yo me incorporé un poco.
Tuve tiempo de ver la cara del hombre de la gasolinera, perplejo ante mi presencia, antes de
que el vehículo alcanzara la cinta de asfalto y empezara a correr por ella.
12

Me puse boca arriba. Me puse boca abajo. Me puse de lado, sentada, en cuclillas,
arrodillada. Una hora después me dolía tanto el cuerpo que ya no me sentía bien de ninguna forma.
Y empecé a marearme tanto por el afilado dolor de mis rasguños como por el movimiento de la
camioneta. La sangre ya no manaba, se había secado. Pude inspeccionar bien todos los pequeños
cortes y apreciar el desgarrón de mi falda. Mi aspecto era lamentable. Aun así me daba miedo
moverme por si el ruido me delataba. Cuando votaba a consecuencia de un bache me asía con
fuerza a los lados para amortiguar un posible golpe. Por suerte, en la cabina el hombre escuchaba
una radio, y muy potente.
Ya no se detuvo.
Yo no entendía mucho, mejor dicho, no entendía nada de distancias y kilómetros. Jamás me
había alejado demasiado del pueblo. Aquello era sin duda lo más lejos que había estado y que tal
vez estuviese en toda mi vida de mi hogar. Ya no se veía ni rastro de las montañas de Dong La.
Los escasos letreros que pude ver a la derecha de la carretera me indicaron que nos dirigíamos a
la capital.
Cada vez más y más cerca.
El sol empezaba a declinar por poniente cuando divisé los primeros rascacielos.
Un nuevo y fascinante mundo apareció ante mis ojos atónitos a partir de este momento.
De entrada, el tráfico se hizo más y más denso, poblando el aire de rugidos de motor y nubes
negras. A continuación, la carretera dejó de ser pequeña para convertirse en una enorme autopista
de varios carriles en ambas direcciones. Yo no entendía cómo podía haber tantos coches juntos, y
cómo circulaban sin tocarse unos con otros. Para terminar, ante mí surgió una urbe colosal,
gigantesca, hecha de acero y cristal, ladrillos y plástico. Una ciudad como las de las revistas de la
tienda de la señora Knang, con sus calles abarrotadas de personas muy distintas a mí. Es decir,
tenían dos piernas, dos brazos, una cabeza, dos ojos... pero vestían, se movían y vivían de manera
radicalmente diferente. Las mujeres eran hermosas. Los hombres llevaban ropas distinguidas.
Todos se movían muy rápido. Nadie caminaba despacio. La sensación de vértigo me abrumó.
Sin embargo, esa primera sensación se eclipsó muy rápido. No todas las construcciones eran
altas. No todas brillaban. No todas mostraban el lujo de su condición. Poco a poco, primero en
callejuelas perdidas y después en barrios enteros, descubrí otra ciudad, la de los niños
harapientos, la de las cloacas a ras de suelo, la de las mujeres que vendían en puestos callejeros
voceando su mercancía y la de los hombres ociosos sentados en los bares o en las esquinas. Una
ciudad gris, sucia, opaca, que surgía en el subsuelo de la otra ciudad como una sombra animada de
sí misma.
De hecho, las dos ciudades me dieron el mismo miedo.
Una por deslumbrante.
Otra por incierta.
Y recordé las palabras de la señorita Wu al referirse a ella como un gran dragón.
Ahí estaban todos sus dientes, en la oscuridad de sus mil recovecos llenos de secretos.
—¿Y ahora qué? —me dije a mí misma.
No imaginé ninguna respuesta.
Allí, en algún lugar, estaba mi hermana. Y la única pista que tenía estaba sentada justo debajo
de mí, al volante de la camioneta que me había conducido hasta mi más allá más remoto.
Pensé en mi padre, en mi madre, en mis hermanos y hermanas.
Luego le di la espalda al pasado porque no podía hacer ya nada por él.
Solo tenía un presente incierto y un futuro amenazador.
La camioneta continuó circulando rumbo a su destino.
13

Una niña sentada o tumbada en la parte superior de un vehículo acabaría llamando la


atención. El hombre podría verme reflejada en el escaparate de cualquier tienda. Así que opté por
tumbarme y estarme quieta, de cara al cielo, que ahora se había llenado de nubes negras, como
amenazando mi camino. Varias veces paramos y varias veces arrancamos, detenidos por
semáforos en rojo. El ruido de la ciudad me aturdía y el humo se metía en mis pulmones,
saturándolos. Era irrespirable. Cuando finalmente llegamos a nuestro destino, lo supe porque se
abrió la portezuela del lado del conductor y este se apeó. Me puse en tensión, por si tenía que
saltar y salir corriendo, pero el único sonido que escuché a continuación fue el de una cancela
abriéndose. Luego el hombre regresó y movió la camioneta un poco más. En este momento me
puse boca abajo, para atisbar por el espacio abierto entre los hierros del cajón y el techo del
vehículo.
Estábamos en un patio, junto a una casa sencilla, de una sola planta, bastante desarreglada.
En el patio había muchas cosas dispersas, restos de máquinas, incluso de un coche sin motor, con
las tripas abiertas. La camioneta avanzó hasta situarse a un lado y el hombre bajó por segunda vez.
Primero le vi dirigirse a una puerta trasera, abrirla con una llave y escudriñar a su alrededor por
si alguien pudiera estar pendiente de él. Pero no había casas cerca, ni nadie que paseara por la
calle. Regresó a la camioneta y ahora abrió la parte trasera.
Su voz estalló en la calma.
—¡Venga, abajo!
No hubo ningún movimiento.
—¿Estáis sordas? —tronó su voz—. ¡He dicho que abajo! ¿Queréis que os saque a palos?
Las dos niñas reaccionaron. No me arriesgué más, porque yo estaba de cara al motor y de
espaldas a la parte trasera. Solo pude intuir la escena, su descenso, la bofetada cruel e inhumana
que le dio a una de ellas y el gemido de dolor.
—¡La próxima vez que alguien os diga que hagáis algo, lo hacéis de inmediato!
No escuché lágrimas. Debían de estar tan atenazadas como lo estaba yo. Por el hueco vi
reaparecer al hombre sujetando con cada mano a una de ellas. A la más pequeña la agarraba por el
cuello, doblándola sobre sí misma. A la mayor por el brazo. Su mano parecía una zarpa animal. La
pobrecita temblaba tanto que tropezó sin poderlo evitar. El hombre impidió que cayera al suelo.
Luego la zarandeó igual que si fuese un muñeco articulado.
—¡A ver si miras por donde pisas, estúpida!
Llegaron a la puerta y los vi desaparecer en la casa. Lo último que le escuché con claridad
antes de que cerrara la puerta fue:
—¡Ya os enseñarán, ya!
Me di cuenta de que estaba temblando cuando sentí el peso de la soledad y el vértigo del
silencio.
No entendía nada. No entendía por qué aquel hombre compraba niñas pequeñas bajo la
promesa de darles una vida mejor en una casa llena de amor. No entendía qué clase de mundo era
aquel. Pero yo estaba ahora en él, y sola.
El rugido de mi estómago me hizo recordar que no había ingerido alimento alguno en todo el
día.
Permanecí sobre el techo de la camioneta, pensando.
¿Y ahora qué?
¿Me quedaba allí? ¿Me ocultaba? ¿Seguía al hombre cada vez que saliese hasta dar con
Shakti? ¿Cómo la encontraría?
Muchas preguntas y apenas ninguna respuesta.
¿Y si Shakti estaba en la casa?
La noche empezaba a caer muy rápido sobre nuestras cabezas, y decidí esperar a la primera
oscuridad para moverme con mayor libertad.
14

Bajé de la camioneta por el lado opuesto al de la casa una vez estuve segura de que las
sombras me protegían. Cuando salté al suelo me caí de bruces, porque mis piernas eran incapaces
de sostenerme. Era una mezcla de miedo y parálisis. Los rasguños me dolían, me escocían mucho.
Sabía que si no los lavaba pronto, sería peor, porque podían infectarse.
Escudriñé aquel patio y di con lo que buscaba. Un grifo. Aquello sí era maravilloso. La
señorita Wu nos había dicho que en las ciudades el agua salía de las propias casas, que era
llevada hasta ellas mediante cañerías, y que los grifos eran las compuertas que permitían que
manase. Había grifos en las cocinas y en los cuartos de baño, porque no era necesario salir al
exterior para llevar a cabo las necesidades, se hacían en unas habitaciones especiales en las
propias casas. Yo había visto ilustraciones en algunas revistas. Para eso servía ir a la escuela. De
otra forma ni siquiera hubiera sabido que aquella cosa era lo que necesitaba.
Giré a un lado. Giré al otro.
El agua cayó al suelo y para mí fue como ver un milagro.
Sin dejar de mirar en dirección a la casa, por si mi acción era percibida por el hombre, me
lavé a conciencia las heridas de las piernas y los brazos. El desgarrón de la falda no tenía
remedio, así que me resigné. Era cuanto tenía, no podía quitármela. Una vez limpia, forzando el
dolor porque me froté a fondo quitando la mugre y las costras recién formadas, bebí y sacié mi
sed. Mi estómago me mandó un segundo aviso, pero por desgracia temí que el hambre fuese a
perdurar bastante.
Regresé a la casa, despacio, moviéndome con sigilo. La única ventana con luz daba a la parte
delantera, pero por la calle no había nadie. O era una zona solitaria o el hombre vivía apartado
del ruido de la ciudad. A lo lejos, el brillo de las luces formaba un ascua resplandeciente que lo
cubría todo. Daba miedo. Tanta fuerza. Tanta intensidad. Sabía que en la capital residían millones
de personas. Millones. La idea, tanto como la cifra imposible, se me hacía aterradora.
Caminé pegada a la pared hasta la ventana. Me asomé con los nervios en tensión, siempre
dispuesta a escapar si me descubría el dueño del lugar. Primero vi una sala grande, con un sofá.
Luego me di cuenta de que algo se movía y descubrí un aparato de televisión, como el del bar del
señor Ho en el pueblo. El hombre estaba sentado al otro lado, frente al televisor, en una butaca,
con los pies estirados sobre una mesita y una lata de cerveza en la mano. Contemplaba un partido
de fútbol sin mucha pasión.
No había ni rastro de las dos niñas.
Era absurdo plantearse entrar estando él dentro. Absurdo registrar la casa ni aun aguardando
a que se durmiera.
Lo único que podía hacer era esperar a que saliese, o a que sucediese algo.
Pero ¿qué?
Abandoné mi observatorio junto a la ventana y dando un rodeo alcancé la calle. Al otro lado,
en la acera de enfrente, descubrí unas cajas de cartón. Me dirigí a ellas y las usé como casa,
protegiéndome de la noche. Las nubes negras se alejaban por oriente y la noche era estrellada,
aunque allí apenas se veían los miles de puntos de luz que se divisaban desde mi pueblo.
Había sido un día muy duro, y aunque no quería conciliar el sueño, para estar atenta a la
puerta de la casa, lo cierto es que me dormí apenas cerré los ojos un par de veces.
15

Me despertaron los primeros rayos de sol que alumbraron la vida.


Mi nueva vida.
La magnitud de mi odisea se manifestó entonces con más fuerza de la que yo era capaz de
asimilar. El día anterior todo había sucedido de forma espontánea y vertiginosa. Ahora ya era
consciente de que estaba muy lejos de mi casa, sola, sin dinero, sin conocer a nadie, en un mundo
extraño y hostil y enfrentada al hombre que se había llevado a Shakti y golpeaba a niñas como ella
después de llevárselas bajo la promesa de una existencia mejor.
El cuerpo me lanzó mensajes de dolor en cuanto lo moví. Inspeccioné mis heridas y suspiré
con alivio al verlas bien, con buen aspecto, sin infecciones aparentes. La segunda oleada de dolor
procedió de mi estómago.
Si no comía algo acabaría desmayada.
Miré en dirección a la casa. Todo seguía igual. La camioneta estaba en el mismo lugar y no
daba la impresión de que hubiera habido movimiento alguno. Era muy, muy temprano.
Salí de debajo de las cajas de cartón y me desperecé tratando de devolver un poco de
flexibilidad a mis músculos. Un par de personas caminaban cerca y me lanzaron miradas
indiferentes. Ningún gesto, nada. Ni siquiera un asomo de piedad o lástima. Se fueron con la carga
de sus pensamientos, arrastrando el peso de su propia soledad.
Entonces vi, a unos cincuenta metros, calle abajo, a unos perros olisqueando entre las
basuras.
El estómago insistió.
Caminé hacia ellas. Temía que los perros me disputaran el derecho de remover yo entre los
desperdicios, pero se apartaron al verme aparecer, temerosos. Eran perros apaleados, tenían
heridas de guerra, cicatrices. Uno estaba cojo. Al otro le faltaba un ojo. El resto mostraba su
delgadez como un grito de miseria. La calle paralela debía de ser más céntrica o comercial,
porque muchos de los restos pertenecían a las basuras de un restaurante, un puesto de venta de
comidas o algo parecido. Los perros ya habían dado buena cuenta de casi todo, pero algunas
bolsas estaban cerradas, y lo mismo algunas cajas de plástico.
No fue el mejor de los banquetes.
Nunca había probado comida como aquella.
No me gustaba.
Pero sacié mi hambre cuanto pude sin dejar de observar la casa del hombre, recortada ahora
como un espectro en mitad de la calle.
No me atreví a entrar en el patio de nuevo para beber agua y me aposté bajo las cajas por
segunda vez, protegida por ellas, dispuesta a esperar.
Y esperé.
El sol inició su camino por el cielo, hora tras hora, sin que sucediera nada de nuevo. Yo
parecía una estatua, mirando la casa, tratando de percibir el menor movimiento. Comprendí que si
el hombre salía y ponía en marcha su camioneta, me sería imposible seguirle. A no ser que
volviera a la parte de arriba y esperase en ella. Decidí que no, que si él se iba tendría la
oportunidad de entrar en su casa y buscar a Shakti por si estaba allí.
El estómago empezó a dolerme.
Mucho, demasiado.
Tuve que hacer mis necesidades allí mismo, oculta. Y no solo eso. No mucho después tuve
una arcada y vomité los restos de mi banquete. La comida de la ciudad no era buena, o quizás la
basura estuviese en mal estado. No tenía otra posibilidad.
Sentí mi cuerpo débil, muy débil.
A mediodía, con el sol en alto, cansada y abatida, un terremoto sacudió los cartones bajo los
cuales me guarecía. Me llevé un susto de muerte. De pronto me vi golpeada por el sol, sin techo, y
con un hombre andrajoso y sucio mirándome desde arriba, tan sorprendido como yo ante él. Su
edad era indefinible; su rostro, un sinfín de caminos entrecruzados; la ropa tenía el mismo color
que su piel y estaba mugrienta. Llevaba un sombrero, o sus restos, y sostenía un bastón con la
mano.
Me puse en pie de un salto.
—¿Quién eres tú? —me golpeó con su voz y su fétido aliento.
—Nadie.
—¿Nadie? Yo te veo, y te oigo. Y si te veo y te oigo es que eres alguien. ¡Vete de aquí! ¡Esta
es mi calle!
—No.
—¡Vete! —levantó su bastón.
Di un paso atrás. Miré a la casa. Si el hombre oía el escándalo y se asomaba a una ventana
quizás me reconocería, aunque en el fondo sabía que eso era bastante improbable. Tampoco quería
problemas.
—¿Dónde estoy? —quise saber.
—¿No sabes dónde estás?
—No.
—¡Esta es la calle Ha Huai Po! ¡Mi calle!
No tuve más remedio que apartarme, alejarme de su lado y dejarle en paz. Me observó un
rato. De vez en cuando levantaba el bastón y me amenazaba. Decidí que estaba loco. Uno más. El
hombre de la camioneta que se llevaba niñas y les pegaba, el mendigo, la ciudad entera...
¿Cómo regresaría a mi casa?
Traté de no llorar, pero era muy difícil sostenerse en aquel equilibrio incierto, mientras
esperaba no sabía qué. Ahora vigilaba tanto la casa como al mendigo. Por fortuna este acabó
recogiendo los cartones y luego se marchó tras agitar su bastón por última vez.
Volvía a estar sola.
Sola con los perros que rondaban las basuras y los escasos caminantes que iban y venían por
la calle Ha Huai Po.
Ninguno sonreía.
Temí que el hombre no saliera de su casa, que pasara allí todo el día sin más y que, por la
noche, de nuevo, me viera en la necesidad de arriesgarme, sobre todo para sobrevivir yo misma.
Lo temí y me asusté.
Fue cuando apareció el coche.
Un automóvil rojo, que se movió despacio hasta detenerse delante de la casa, con el morro
apuntando a ella. Sus ocupantes, dos hombres en apariencia jóvenes, ni siquiera se bajaron. No
hicieron nada. El dueño salió casi al instante, les abrió la cancela y ellos entraron con su coche
hasta detenerse detrás de la camioneta.
Luego los tres entraron en la casa.
16

Me acerqué lo más que pude a la cancela, ocultándome detrás de un pequeño muro


semiderruido que pertenecía al terreno contiguo, vacío y lleno de maleza virgen. Después de
tantas horas de espera, ahora me tocaba pensar rápido. La presencia de aquellas dos personas lo
cambiaba todo. Algo iba a suceder.
Las dos niñas, ellos...
Conté despacio, primero hasta diez, luego hasta cien, y después seguí, con el corazón
acelerado y los músculos en tensión. No llegué a los doscientos. Iba por el ciento noventa y tres
cuando escuché sus voces en la puerta.
—...no le va a gustar.
—¿Qué quiere? No es fácil.
—Solo te digo que no le va a gustar. El señor Chu esperaba al menos tres. Hay mucha
demanda y lo sabes.
—El señor Chu tiene su negocio y yo el mío, pero él está cómodamente sentado en su
despacho. Tendría que saber las dificultades que hay, y cada vez son más, hay que ir más lejos...
Atisbé la escena por el extremo de la cancela. La niña mayor era sostenida en brazos por uno
de los dos recién llegados. A la pequeña la llevaba el dueño de la casa. Estaban dormidas o
inconscientes. El otro hombre abría la parte trasera del automóvil.
—Con cuidado, no les vayáis a romper un brazo —dijo.
Las dos niñas fueron introducidas en el maletero. Luego, el que lo había abierto lo cerró con
llave y se aseguró de que así era. Los tres quedaron formando un triángulo.
—Debes esforzarte más, Huang —volvió a hablar el primero de ellos.
—¿Por qué no lo hacéis vosotros?, ¿eh?
—Cada cual lo suyo, amigo.
—Ni siquiera el precio es ya bueno —rezongó el hombre, que ahora sabía que se llamaba
Huang—. Entre lo que yo pago, la gasolina, el gasto de mi camioneta, mi tiempo...
—Pásate por El Lago Dorado y habla con el señor Chu.
—Lo haré, claro que sí —asintió con la cabeza.
—Hace mucho que no te vemos por el local —se rió el otro—. ¿Qué pasa, que las estrenas tú
y no nos lo dices? Ya sabes que el precio no sería el mismo si estuviesen usadas.
—Yo no las toco.
—Bien, Huang, bien —el hombre le palmeó la espalda.
No le gustó el gesto. Se le vio en la cara. Pero no dijo nada. Los dos hombres del coche rojo
iniciaron la retirada, uno por cada lado del automóvil. El primero en meterse dentro fue el
conductor. El otro todavía se esperó.
—El señor Chu querrá saber cuándo tenemos que volver.
—Os llamaré. Llegué ayer.
—No le hagas esperar. Es temporada alta.
—Iré al sur.
—¿Tres, cuatro días?
—No lo sé —hizo un gesto desabrido.
—No vuelvas con dos. Más mercancía, más beneficio. Es ley de mercado.
Ya no hubo más. Huang calló. El segundo hombre se introdujo en el vehículo. Todo había
sucedido muy rápido, pero a plena luz, con la mayor de las impunidades. Nadie en la calle. Nadie
en los cielos. Me sentía abrumada por aquella nueva realidad que impregnaba tan rápido mi vida.
Mi pueblo ya no era tan solo mi pueblo, sino un lugar escondido y perdido, a un millón de años luz
de aquel otro mundo.
El coche se puso en marcha.
Pero ahora ya no me hacía falta correr tras él o arriesgarme.
Habían pronunciado unos nombres, y uno de ellos tenía que ser el de un sitio en concreto: El
Lago Dorado.
17

Cuando la calle volvió a quedar desierta inicié el camino.


Seguí la primera huella del automóvil, que se había alejado por el lado opuesto al de la zona
de las basuras. Dejé atrás la casa de Huang comprendiendo, mal que me pesara, que Shakti no se
encontraba en ella. Me fijé en los detalles, y memoricé el aspecto de las casas, el barrio, por si
tenía que regresar. La calle se llamaba Ha Huai Po, ya lo sabía. Luego retuve otras, dos o tres
más.
La ciudad me absorbió casi sin darme cuenta.
A veces, en el pueblo, viendo llover, me preguntaba cuántas gotas de agua caerían del cielo
en una tormenta, en una hora, en un minuto. Sabía que eran millones, y me fascinaba ese número.
Millones. De pronto me sentí como una de esas gotas de lluvia. Una entre millones. Cuanto más
me adentraba en la ciudad, más pequeña era.
Más frágil.
Todo era nuevo, distinto y fascinante. Sobrecogedor. Las tiendas lucían escaparates preciosos
en los que mostraban sus mercancías. Y las había de ropa, de coches, de zapatos. Muchas ni
siquiera sabía qué vendían, porque no conocía aquellos productos ni su utilidad. Las de comida
ofrecían todo tipo de productos, envasados o no, de manera que con solo verlos me dolió de
nuevo el estómago y se me azuzó el hambre. Se me hizo la boca agua ante la presencia de aquellas
carnes que colgaban de los clavos. Perro, serpiente... Tantas delicias. A mí me habría bastado con
un puñado de arroz. Nada que ver con los mercados de los pueblos. Incluso las basuras, en
muchas de las calles, se introducían en unos recipientes de colores de difícil acceso.
Caminé un rato, fascinada, atrapada por el embrujo de aquella magia, igual que una
sonámbula levantada en mitad de la noche
No podía andar sin ton ni son y me detuve.
La primera persona a la que pregunté era una mujer. Esperaba en la acera su turno para cruzar
la calle. Era mayor, como mamá, y sostenía una bolsa con una mano. Toqué su brazo y le sonreí,
aunque no fue suficiente como para que me correspondiera con un destello de amabilidad. Al
contrario, me miró con disgusto y se cambió la bolsa de mano.
—¿Por favor, El Lago Dorado?
—¿Qué? —frunció el ceño.
—El Lago Dorado —se lo repetí despacio.
—No sé qué es El Lago Dorado, niña —me espetó—. Y no voy a darte nada. Vete.
Echó a andar casi de inmediato y me quedé en el mismo sitio, buscando una mejor
oportunidad. No la encontré de buenas a primeras, porque todas las personas caminaban muy
rápido y ninguna parecía dispuesta a detenerse y perder el tiempo conmigo.
Mi segunda candidata fue una muchacha joven, dos o tres minutos después. Pensé que con
ella me sería más fácil. Vestía enteramente de negro, de pies a cabeza, luciendo cremalleras,
collares con crucifijos, extraños nombres y palabras cosidas a su ropa y llevaba alfileres en los
labios y las orejas. Era extraña y me resultó fascinante.
El resultado, sin embargo, fue el mismo.
—¿El Lago Dorado? —me miró de arriba abajo como si viera un monstruo—. ¿Y yo qué sé?
¿Qué es El Lago Dorado?
—Un local —recordé las palabras exactas del hombre que le había mencionado el nombre a
Huang.
—Pregúntale a un taxista. Ellos lo saben todo.
Volví a quedarme sola.
Había dos tipos de taxis. Los automóviles, cerrados, de difícil acceso, y los que tenían como
motor las piernas del hombre que tiraba de ellos, carritos con un toldo y poco más. No tuve
ninguna duda sobre cuál de los dos tipos era el más conveniente para intentar conseguir
información. Caminé un poco hasta dar con uno de estos últimos.
El taxista era un muchacho relativamente joven, brazos y piernas fibrosos, mirada despierta.
Vio cómo me acercaba sin mover un músculo. Pero cuando me detuve delante de él arqueó una
ceja.
Eso fue todo.
—¿Conoce El Lago Dorado?
También arqueó la otra.
—¿Trabajas en él?
—¿Yo? No.
—¿Entonces para qué quieres ir allí? —pareció molestarse—. Anda, vete a tu casa.
—No puedo. Necesito ir al Lago Dorado —insistí—. ¿Sabe dónde está?
—¡Claro que sé dónde está! —se enfadó—. ¡Qué pregunta! ¡Yo lo sé todo en esta ciudad! ¡Tú
eres la que no sabes nada!
—Por favor...
Enderezó la espalda y continuó mirándome como si yo le estuviese diciendo que necesitaba
saber el camino para llegar a la Luna. Ahora me observó de arriba abajo, con el ceño fruncido.
—Dime para qué quieres ir allí.
—Es cosa mía.
—Entonces no te lo diré.
—Está bien —me resigné encogiéndome de hombros—. Preguntaré a otro.
Di media vuelta, abatida.
—Espera.
Esperé.
Su mirada se hizo más cálida.
—No querrás trabajar en ese lugar, ¿verdad?
—No.
Otra pausa, más larga. No entendía nada. El taxista se mordió el labio inferior y acabó
suspirando.
—El Lago Dorado está en Kwa Long, cerca de la Plaza Roja.
—¿Está lejos?
—No mucho, aunque a pie siempre se tarda más.
—¿Puede llevarme?
—¿Tienes dinero?
—No.
—Lo siento —se acomodó de nuevo en la silla de su transporte.
—¿Qué dirección...?
Levantó una mano y apuntó hacia su derecha.
Eso fue todo.
Suficiente.
—Gracias —le sonreí.
Sus ojos no mostraron ningún aprecio o disgusto, alegría o enfado. Eché a andar y volví la
cabeza dos veces antes de perderlo de vista.
El taxista continuaba mirándome con aquella mezcla de incertidumbres que tintaban su faz.
18

Tuve que preguntar cinco veces más. Bueno, preguntar... pregunté diez, pero la mitad de las
personas no me respondían, o lo hacían solo para pedirme que no molestara. Otros dos taxistas
con carritos y bicicletas me pusieron en el camino correcto. Uno de ellos me dijo que me llevaba
gratis si antes nos deteníamos a hacerlo.
—¿Hacer qué? —le pregunté yo.
—¡Cómo sois las del Lago Dorado! —escupió el hombre, muy desagradable.
No quise seguir hablando con él y reanudé mi camino.
Ya estaba cerca.
Muy cerca.
Y al doblar la última esquina...
Kwa Long era un barrio distinto, una isla dentro de un mundo. No había edificios altos y
lujosos, sino casitas bajas, de madera pintada. No había tráfico rodado, sino cientos de personas
caminando de un lado a otro. No había gente moviéndose con prisa, sino paseando, observando.
No había nada que yo hubiera conocido antes.
Y sin embargo allí estaba todo.
Kwa Long era la puerta del infierno.
Las casas no eran casas, sino bares, locales, lugares en los que decenas de mujeres de todas
las edades, pero preferentemente chicas jóvenes y niñas, se exhibían en las puertas sin apenas
ropa. Era de día, pero las luces de las fachadas brillaban ya con sus reclamos de colores. Por
todas partes sonaba una música extraña, fuerte, ruidosa, como si cada local se empeñara en
hacerla sonar más alta que la del vecino. Por la calle, la mayoría de los que se movían eran
extranjeros, hombres. No resultaba difícil descubrirlos, tanto por sus ropas extrañas, informales y
coloristas como por sus facciones. Eran mayores, la mayoría muy mayores; calvos, arrugados, con
barba, sudorosos... Miraban a las muchachas con ojos de cazador y a veces hablaban con ellas;
otras no, solo las examinaban o las tocaban, como las mujeres tocan la fruta en el mercado para
descubrir su calidad. Si se sentían satisfechos, entraban en el local y desaparecían en sus
profundidades. Los que cruzaban el umbral sin hacer su elección en la calle, se veían rodeados de
inmediato por todas las candidatas, que reían y se mostraban solícitas a sus ojos. El resultado era
el mismo. El hombre y la elegida entraban al fondo.
Yo sabía lo que hacían un hombre y una mujer en soledad.
Era la hija mayor de mis padres y tenía muchos hermanos y hermanas.
Lo sabía, así que, muy rápidamente, supe qué clase de lugar era Kwa Long.
Y qué clase de lugar debía de ser El Lago Dorado.
Imaginar a Shakti allí hizo que casi me volviera loca.
Me convertí en una piedra en mitad de la calle. Me convertí en una nube seca, sin agua de
lluvia, escrutando un mundo que no podía bañar. Me convertí en una sombra.
Pero no fui capaz de dejar de sentir.
¿Cuántas niñas debían sonreír allí? ¿Cuántas habían sido arrancadas de sus casas con la
promesa de una vida mejor? Yo las veía sonreír, pero me bastaba con ver sus ojos cuando no lo
hacían para saber la verdad. Y la verdad era la cosa más simple del mundo. Me sentí atenazada,
desmenuzándome por dentro como una arenilla suave. Nadie reparaba en mí. Era una más, pero
con la falda rota, el cuerpo lleno de rasguños y ningún atractivo para los hombres que se
acercaban a las de los locales. Ellas sí eran hermosas. Tristes, pero hermosas. Patéticas, pero
hermosas. Iban pintadas, maquilladas. Mujeres atrapadas en cuerpos de niñas. Yo estaba a salvo.
Una extraña forma de salvación.
La última pregunta me puso en el camino final.
—Ahí, en esa esquina. Es el más grande —me indicó una mujer anciana.
Aquellos últimos pasos me dolieron profundamente.
El Lago Dorado era, desde luego, un gran local. Tenía dos plantas, estaba pintado de color
púrpura y reclamaba la atención de los clientes con un gran luminoso que se encendía y se
apagaba letra a letra. Con la última, justo a su lado, se veía un lago artificial, hecho con luz
blanca, del cual emergía una silueta femenina desnuda. En los dos accesos, uno por cada lado,
conté no menos de treinta muchachas, la mayoría adolescentes. Lo más asombroso era que justo al
otro lado, el que daba a un callejón trasero, un policía charlaba tranquilamente con un par de
turistas. Uno llevaba una cámara de fotos. El otro, una videocámara. Yo sabía qué eran esas cosas.
Las revistas de la tienda de la señora Knang llevaban siempre preciosas imágenes de todas las
cosas que podían comprarse con dinero en el otro mundo.
Miré El Lago Dorado y por un momento deseé que Shakti no estuviese dentro.
Luego pensé que, si no estaba, jamás la encontraría.
Me sentí peor.
No sé cuánto rato estuve allí, de pie, quieta en mitad de la calle. Ignoro si el tiempo me
envolvió con su manto de piedad, aturdiéndome, o si fue la necesidad la que me empujó a
moverme sin apenas darme cuenta de que lo hacía. Con la primera sombra del atardecer
reaccioné. Entonces recordé toda el hambre que, por segundo día consecutivo, me gritaba desde el
estómago, y me di cuenta de mi cansancio, de mi sed, de mi tristeza y mi soledad. Evoqué mi casa,
a mis padres, mis hermanos y hermanas, la abuela Tog, Shaon, la señorita Wu...
Me senté al otro lado de El Lago Dorado, entre un bar y una casa abrasada por las llamas
cuyas maderas ennegrecidas formaban un paréntesis ocasional en mitad de la calle. Del bar surgía
otra música demoníaca. De la casa quemada fluía el olor de su muerte. Yo solo era un ave de
paso.
Continué siendo invisible.
Durante las horas siguientes no aparté la vista del local, por si en algún momento veía a
Shakti.
Pero no la vi.
19

Quería tener los ojos muy abiertos, pero llegó a costarme. A pesar del bullicio, la música, y
de que, a medida que oscurecía, la calle, el barrio entero, se convirtió aún más en un hervidero,
mis ojos acabaron cerrándose sin darse cuenta. Tuve que levantarme y moverme.
Descubrí que estaba medio mareada a causa del hambre y la sed.
No podía pasar otra noche sin comer. Si desfallecía, sería peor. Miré a derecha e izquierda y
me dirigí a la parte más ancha, al final de la calle, lo que resultó ser la Plaza Roja de la que ya
había oído hablar. En determinados tramos casi me era difícil caminar, porque la densidad humana
se hacía más y más densa. Los hombres reían, bebían, fumaban, cantaban. Lo hacían con una
naturalidad y desparpajo que mostraba su entera impunidad. Iban solos, a la caza de su compañía,
o ya con una, besándolas, sujetándolas por la cintura o la mano, dando muestras de su entera
propiedad. Mi suerte era que, por mi aspecto, con las magulladuras, los rasguños, las cicatrices
secas de mi caída de la camioneta, la falda rota y todo lo demás, apenas si merecía la atención de
ninguno de ellos. Yo no existía. Las otras sí. Cualquier chica en la parte exterior de uno de
aquellos locales era un objeto de deseo.
Algunos de los que me miraron, sonrieron. Algunos apartaron la vista. Algunos pusieron cara
de indiferencia, o burla, o asco.
Por lo menos no entendía sus lenguas.
Eran tantas y tan distintas...
En la Plaza Roja descubrí un lugar en el que se servían comidas a los turistas al aire libre, en
la misma calle. Un restaurante. Las mesas estaban llenas. No vi basuras para hurgar en ellas, ni
siquiera en la parte de atrás, porque di la vuelta buscándolas. Sabía que no tenía más opción que
robar y confiar en mis piernas, así que estuve atenta a lo que sucedía en aquellas mesas.
Tardé menos de diez minutos en saciar un poco mi sed. Dos hombres se incorporaron dejando
a medias sus bebidas. Cuando la mesa quedó vacía me acerqué y apuré los vasos. Escupí el
primero, porque su contenido era asqueroso. El segundo en cambio tenía mejor sabor. Las
burbujas me picotearon el paladar. No era agua. Solo un refresco. Me aparté sin ser descubierta y
esperé otro largo rato mientras me daba cuenta de que aquello, en el fondo, me estaba dando más
sed. No entendía cómo se hacía un líquido que daba más sed. Lo malo era que nadie parecía beber
agua.
Mi objetivo fue una mesa en la que dos hombres dejaron casi toda su comida. Continuaron
sentados, bebiendo, pero sus platos estaban llenos. En uno vi ensalada, verdura, algo de carne; en
otro, pan con algo en su interior. Se me hacía la boca agua de nuevo. Aguardé en tensión, temiendo
que el camarero se llevara los restos antes de que ellos se marcharan. Pero por fin se levantaron.
Supongo que me precipité, pero no me di cuenta de nada que no fuera mi objetivo. Eché a correr,
sorteando las mesas, porque la de los dos hombres se encontraba casi en el centro, y cuando iba a
coger los restos escuché el grito.
—¡Eh, tú!
Volví la cabeza y vi al camarero viniendo hacia mí.
Agarré la comida con las dos manos, como pude, y salí a escape en dirección contraria. Los
pasos del camarero me siguieron hasta más allá de la terraza, mezclados con las risas de algunos
comensales. No volví a mirar atrás, por miedo de tropezar y caerme. Pensé que por robar comida
podía acabar en la cárcel, y entonces sería peor. Así que corrí y corrí, sorteando primero aquellas
mesas y después a los caminantes de la plaza. Lo último que escuché a mi espalda fue:
—¡Te he visto!
Eso significaba que ya no podría volver a merodear por allí.
Ya a salvo, en una calle más apartada, devoré aquella comida. Me gustó la carne, sabrosa, y
también los restos de la verdura que había logrado salvar en la carrera. Pero el pan, que también
llevaba carne en su interior, mezclada con salsas extrañas y tomates, cebollas... era asqueroso. Lo
tragué a duras penas sabiendo que tal vez me volvería a sentar mal y acabaría con dolor de
estómago o vomitando.
Seguía el problema de la sed.
Y entonces se puso a llover.
Durante media hora cayó una buena tormenta. Intensa y espectacular. Una cortina de agua que
desalojó las calles y formó charcos por todas partes. Bebí una, dos, tres veces. Se me antojó una
señal del cielo. Luego recogí una lata vacía y la llené para tener una provisión de agua. La lluvia
me vivificó. En mi aldea llovía de una forma distinta, porque las gotas daban aún más color a las
plantas y a la tierra. Me gustaba ver llover y aspirar los mil perfumes que luego flotaban a mi
alrededor. En la ciudad, en cambio, la lluvia parecía sacar lo peor de las calles y las personas.
Suciedad, ratas corriendo porque se formaban ríos torrenciales por todas partes, un extraño
sentido de la frustración en los que miraban al cielo a la espera de que cesara la tormenta. Las
chicas de los locales estaban dentro, la mayoría con hombres refugiados en ellos.
Tuve dolor de estómago, pero esta vez no vomité.
La lluvia me había calmado la sed, pero imaginé que todas las basuras estarían empapadas, y
que tardaría en volver a comer algo como no fuera robándolo.
Cuando dejó de llover, las calles recobraron de inmediato su intensidad humana. Los ríos de
agua se convirtieron en ríos de solitarios a la búsqueda de una compañía. Regresé a mi punto de
observación, frente al Lago Dorado, hasta que se me volvieron a cerrar los ojos y comprendí que
era absurdo pasarme allí las horas.
Tal vez Shakti estuviese en otro local.
Me incorporé decidida y caminé hasta una de las puertas. Las muchachas me vieron
aproximar con una mezcla de curiosidad e ironía en sus semblantes. Curiosidad por mi aspecto e
ironía porque a su lado yo era un engendro de la naturaleza. A mí no me importó. Era mi
salvaguarda.
—¿Conocéis a Shakti? —les pregunté.
Se miraron entre sí. Temí que hablaran otra lengua, porque ninguna me respondió.
—Es una niña de once años, probablemente llegó hace una semana.
Nada durante dos o tres segundos.
—Aquí no hay ninguna Shakti —respondió por fin una de las mayores, dos o tres años más
que yo.
—Vete —casi me lo escupió en la cara otra—. Nos espantas a los clientes.
—Sí, lárgate — añadió una tercera—. Eres un engendro.
—¿Este es el local del señor Chu?
El nombre hizo que algunas se pusieran muy serias. Sentí su temor. Era palpable. Como una
energía capaz de fluir envuelta en miedo.
—Sal de aquí, estás loca —me dijo la que había hablado primero.
—He de encontrar a mi hermana Shakti.
—Si es nueva estará escondida, hasta que se habitúe. Pero da lo mismo. Vete y olvídala o
será peor para ti.
—Pero...
La voz de un hombre nos sacudió a todas.
—¿Qué pasa aquí?
No quería problemas. No quería que me cogieran. Me bastó con ver la reacción de las
demás, el terror que aquella voz les inspiraba y la forma en que se apartaron de mí.
El empleado de El Lago Dorado apareció lo mismo que una torre humana, amenazador y
violento.
Una vez más, no tuve más remedio que echar a correr.
20

Pensé en quedarme a dormir en la casa quemada, pero un sexto sentido me avisó de que no lo
hiciera. Demasiado cerca de El Lago Dorado. Demasiado pegada al bar contiguo. Demasiado
unida a la locura de la calle y de todas las calles del barrio de Kwa Long. Allí estaría
desguarnecida, inerme, y todos los hombres que caminaban de un lado a otro era como si tuvieran
el diablo en el cuerpo. Así que me alejé lo más que pude, hasta que me sentí un poco a salvo. Solo
un poco.
Cualquier lugar era bueno para tenderme en el suelo y cerrar los ojos. Ya era muy tarde.
Noche cerrada. Pero necesitaba un techo, por precario que fuese. La lluvia lo había dejado todo
mojado y encharcado. Y si volvía a llover sería peor.
La ciudad me sobrecogió aún más.
El silencio de unas calles, el bullicio de otras, la oscuridad de las primeras, los millones de
luces de las segundas, los rostros anónimos que se cruzaban conmigo...
No me di cuenta de que estaban a la vuelta de la esquina hasta que me tropecé con ellos.
—Vaya —dijo el más alto.
—Mira tú quién tenemos aquí —elevó la comisura de su labio el segundo.
Eran dos policías, dos hombres de uniforme. Su coche estaba aparcado, con las luces
apagadas, y ellos apoyados en él, con indulgencia, en mitad de ninguna parte, una zona oscura y
sin nadie a la vista. Yo no supe qué hacer. Representaban la ley. Si me iba corriendo tal vez
sospechasen de mí, me atraparían y me detendrían.
¿Y si el hombre del restaurante había denunciado mi intromisión para robar comida...?
Recordé de pronto al policía que había visto cerca de El Lago Dorado.
—¿Te has caído de un andamio? —preguntó el primero.
—No.
—Pues menudo aspecto —se burló el segundo.
—¿Cómo te llamas?
—Sharar.
—¿De dónde eres?
—De Ukok.
No sabían nada. No conocían mi pueblo. Eran tan extraños como los hombres de Kwa Long,
aunque llevaran aquel bonito uniforme que los hacía distinguidos.
—¿Pueden ayudarme? —vacilé.
Se echaron a reír.
—¿Tú qué crees? —le dijo el alto a su compañero.
—Puede intentarse —le respondió este.
Y el primero continuó, dirigiéndose a mí:
—Sube detrás.
No supe a qué se refería.
—Estoy buscando a mi hermana.
—¡Yo también!
Sus risas se convirtieron en carcajadas.
—Se llama Shakti.
El alto puso su mano derecha en la manija de la portezuela del coche.
—Vamos, sube —la abrió.
—Pareces muy dulce —dijo el más bajo.
Yo di un paso atrás. Tenía ya los músculos en tensión. Cada giro era una pesadilla nueva.
—A mi hermana se la llevó un hombre... Un hombre llamado Huang... Bueno, mi padre se la
entregó a él y... Creo que está en El Lago Dorado...
—Es un buen sitio —la puerta seguía abierta.
—Pero aquí estaremos más tranquilos —el otro hombre dio un paso hacia mí—. ¿Con quién
te gustaría hacerlo primero?
No iban a ayudarme.
En la ciudad todos estaban locos.
Y en Kwa Long y sus alrededores lo único que importaba era aquello, lo que un hombre y una
mujer hacen juntos y a solas.
Estaba harta de correr sin rumbo, pero, una vez más, fue lo único que me quedó, además de
llorar con el peso de mi miedo a cuestas por si ellos iban tras de mí y me atrapaban.
Sus risas se perdieron en la distancia.
21

Cuando me desperté, el cielo volvía a llorar sobre la tierra.


La lluvia era vida en el campo, pero allí, por fuerza tenían que ser las lágrimas de los dioses.
Me arrebujé en el rincón del hueco del muro que me servía de cobijo y quedé hecha un ovillo
diminuto, tanto que quise desaparecer en mí misma. La virulencia de la tormenta acabó
mojándome igual, porque las gotas me salpicaban al estrellarse contra el suelo. Miré mis pies
desnudos, mi falda rota, las cicatrices que recorrían mis brazos y piernas como recuerdo de la
caída de la camioneta en mi viaje de ida a la capital. Luego pensé en Shakti, vestida como las
chicas de la puerta de El Lago Dorado, hermosa.
Aunque consiguiera dar con ella, ¿qué haría?
Les pertenecía. Habían pagado su precio.
Y aunque consiguiera sacarla de aquel lugar, ¿luego qué?
¿Cómo regresar a casa?
Yo me moría de hambre, así que nos moriríamos las dos.
Me sentí muy triste, más de lo que jamás recordase, y uní mis lágrimas a las del cielo. En mi
casa nunca estaba quieta, siempre había algo que hacer, un trabajo, una actividad, ayudar aquí y
allá. Mis únicos momentos de calma y felicidad eran en la escuela. Pero allí, ociosa, esperando,
esperando, esperando, unas veces que cesara de llover, otras para robar comida, otras espiando El
Lago Dorado...
Siempre había que esperar.
Masticando las horas, despacio.
Me puse a pensar en Shaon sin saber exactamente por qué.
Y ahora, en la distancia, me di cuenta de que mi amigo era hermoso, y especial, no solo por
sonreírme, y yo a él, sino porque a su lado me sentía cómoda, feliz, segura. Evoqué el brillo de su
mirada, el color más oscuro de su piel, la belleza de sus manos, la intensidad de su cabello negro.
La primera vez que nos habíamos sonreído sentí un cosquilleo muy agradable en el estómago. El
cosquilleo de la sorpresa, del cambio. Mi corazón se llenó de brisas cálidas.
Cuando nos casáramos todo sería diferente.
Sin olvidar que yo quería seguir estudiando.
—Shaon...
Tal vez nunca volvería a verle, y yo acabase en El Lago Dorado.
Miré al cielo enfadada, disgustada por su poca colaboración, y a partir de ese momento la
lluvia comenzó a menguar, así que les pedí perdón a los dioses. Aún caían algunas gotas cuando
salí de mi precario refugio y regresé a Kwa Long. Las nubes se apartaron en un abrir y cerrar de
ojos y en su lugar inició su andadura un sol muy cálido e intenso que me secó muy rápidamente.
Bebí agua, llené de nuevo mi lata, que llevaba en la mano como un tesoro, pero las basuras que
encontré estaban mojadas. Solo en dos cubos encontré algo comestible, media papaya y un
sospechoso pedazo de carne que olía bastante mal, pero que me comí igualmente. No me quitó el
hambre, pero la palió un poco. Tras ello no perdí más tiempo y regresé a mi destino.
Nada había cambiado en la calle ni en las inmediaciones del local. Lo mismo que el día
anterior, aunque fuera a primera hora. Muchas chicas estaban en la puerta a la espera de sus
clientes, escasos pero constantes. Pensé que los sitios como El Lago Dorado no cerraban sus
puertas. Desde lejos no reconocí a ninguna de las muchachas con las que había hablado la noche
anterior, pero tampoco estaba segura de ello.
Tenía que hacer algo.
No podía pasar otro día espiando aquellas puertas, a la espera de un milagro.
Llevaba ya mucho rato tratando de encontrar soluciones desesperadas, sin que ninguna me
convenciese, cuando por la puerta más grande salió una mujer joven, como de veinte años, muy
guapa, vestida con exquisito lujo, o al menos así me lo parecía a mí. Llevaba un vestido de seda
rojo, ceñido, con un corte en la falda que le llegaba hasta más de medio muslo. Calzaba unos
bonitos zapatos negros y su maquillaje era discreto. Se despidió de las otras y caminó por la calle
con decisión, elevando la cabeza llena de orgullo y coquetería cuando los primeros hombres de la
mañana le dijeron cosas a su paso.
No sé por qué, la seguí.
Era distinta, y salía de El Lago Dorado.
Una mujer, no uno de aquellos hombres implacables.
No tuve que ir tras ella mucho rato. A los pocos minutos se dirigió a un templo y entonces
comprendí el motivo de su paseo. No me atreví a entrar, pero la observé desde el exterior
mientras realizaba sus rezos. Fueron breves. Apenas diez o quince minutos. Apostada en la
entrada miré al gran Buda, que nos sonreía a todos con su eterna paciencia y su bondad,
preguntándome si él podía vernos también a todos desde el interior de su forma pétrea.
Ya que estaba allí, le pedí fuerzas, le pedí que ayudara a Shakti, le pedí que consolara a
nuestros padres...
Cuando la mujer de El Lago Dorado abandonó el templo, yo la detuve, dispuesta a no
rendirme, porque ya no podía más.
22

Me miró como me habían mirado todos desde mi llegada a la ciudad, con aquella mezcla de
indiferencia y vulgaridad, la resultante del asco, desprecio o lo que fuera que les producía.
A mí en cambio ella me pareció muy guapa, exquisita. La mujer más bella que jamás hubiese
tenido la suerte de contemplar.
—¿Puedo hablar con usted un momento?
Intentó pasar por mi lado, sin tocarme.
—Por favor —estuve al quite—. No la molestaré demasiado. Solo unas preguntas sobre El
Lago Dorado.
—¿Cómo sabes que trabajo en El Lago Dorado?
—La he visto salir de allí.
—¿Y tú quién eres, niña?
—Me llamo Sharar.
Había logrado detenerla. Nos encontrábamos a un lado del templo, solas, aisladas. Ella se
llevó una mano al cabello, con coquetería. Luego sacó pecho al respirar con fuerza. También lo
tenía precioso. Se recortaba contra su vestido de seda rojo marcando cada forma, el bulto del
pezón, la huella de la zona rosada sobresaliendo junto a él.
—¿De qué quieres hablar?
—Es sobre El Lago Dorado...
—¿Quieres trabajar en él? —me interrumpió—. Para empezar deberías lavarte un poco.
Pareces salida de una guerra.
—No quiero trabajar allí. Estoy buscando a mi hermana Shakti.
—¿Shakti? No conozco a ninguna Shakti, y menos en El Lago Dorado.
—¿Conoce a todas las chicas que trabajan en El Lago Dorado?
—Casi. Siempre hay caras nuevas.
—Ya, ayer llegaron dos más. A mi hermana la trajeron probablemente hace una semana.
—¿Cómo sabes que ayer llegaron dos chicas nuevas?
—Vi a los hombres que fueron a buscarlas a casa del señor Huang.
La mujer frunció el ceño. Por lo menos había logrado despertar su curiosidad, aunque algo
me decía que seguía perdiendo el tiempo. De cerca, y pese al maquillaje, parecía un poco más
joven.
—Eres extraña —me confió.
—No, no lo soy. Solo tengo hambre, y estoy cansada.
—¿Cómo te has hecho todo esto? —señaló mis magulladuras.
—Me caí viniendo a la ciudad.
—¿De dónde eres?
—De Ukok.
—No lo conozco.
—Está lejos. A muchas horas en automóvil.
—¿Y has venido hasta aquí por tu hermana?
—Sí.
—Debes de quererla mucho.
—Sí.
—Ya.
Llevaba un relojito de pulsera. Lo miró y chasqueó la lengua. Por alguna razón, sin embargo,
continuó hablando conmigo, creo que dominada por una incipiente curiosidad.
—¿Todas las chicas que hay en El Lago Dorado hacen lo mismo? —quise saber.
—¿Me lo preguntas en serio?
—Sí.
—Pues claro que hacen lo mismo. Para eso están ahí. ¿Tú has estado con un hombre? —de
nuevo arrugó la cara, como si la pregunta le resultara absurda porque ya conociese la respuesta.
—No.
—Pero debes de saber qué hacen un hombre y una mujer cuando están juntos y a solas,
¿verdad?
—Sí, eso sí —bajé la cabeza al revelárselo.
Me pasó una mano por la cabeza. Fue un gesto inesperado, amistoso y cálido. Sin embargo,
sus facciones no se modificaron demasiado. No vi en ella piedad o cariño, solo extrañeza
mezclada con una mayor curiosidad.
—¿Por qué crees que tu hermana está en El Lago Dorado?
—El hombre que se la compró a mi padre compró a otras dos chicas antes de que yo le
siguiera. Los que vinieron a por ellas hablaron de El Lago Dorado.
—Estás loca —suspiró mi compañera.
—No lo estoy —protesté—. Engañaron a mi padre. Le dijeron que a Shakti la adoptaría una
familia rica.
—Eso ya da lo mismo. Si han pagado por ella no hay nada que hacer, aunque la encuentres.
No la dejarán marchar.
—¡Pero Shakti...!
—¡Eh, eh, escucha, a ver si lo entiendes! —cortó mi conato de furia—. ¡Tampoco debes
preocuparte mucho! ¡Las cosas son así, y cuando son así ya nada va a cambiarlas! Tu hermana
estará bien. Hay mucho trabajo, pero comerá todos los días, y tendrá ropas bonitas. Seguro que
estará muy guapa.
—¿Y si no le gusta?
—¿El qué?
—Hacerlo —dije con un hilo de voz—. Con ellos.
—¿Eres tonta? —se cruzó de brazos antes de agregar—: No, tonta no. Ingenua.
—¿Por qué?
—No es desagradable. Bueno... al menos no con todos y siempre depende de lo que quieran
hacer, pero...
—¿A usted le gusta?
—Yo soy muy buena.
—¿Pero le gusta?
—No se trata de gustar o no gustar. Es un trabajo. Te acostumbras y ya está. Algunos son
interesantes, te cuentan cosas... Yo he aprendido mucho.
No podía creerla, y pese a todo hablaba convencida de ello, entre seria y orgullosa.
—A ti en cambio no sé siquiera si te querrían —hizo un gesto negativo con la cabeza—. Y no
lo digo por todos esos rasguños, sino porque estás muy delgada. Ni siquiera tienes un poco de
pecho. Y atractiva no eres.
No quise escucharla.
—¿A usted la trajeron a la fuerza?
—Yo vine porque quise. Siempre deseé trabajar en El Lago Dorado. Siempre fui muy guapa.
Lo que más anhelaba en el mundo era tener ropas bonitas y no tener que trabajar en una fábrica o
vendiendo cosas por la calle, y, por supuesto, no quería pasar hambre.
—Shakti se morirá si...
Miró su reloj de pulsera por segunda vez. Ahora ya no reprimió el gesto de contrariedad.
—Debo irme, lo siento —dijo mientras iniciaba la marcha.
Yo me puse a su lado.
—¿Puedo acompañarla?
La idea no le gustó demasiado. Y..Yendo a su lado parecíamos un tigre y un chimpancé.
—No seas pesada. ¿Qué quieres que te diga? No sé nada de tu hermana y ya está.
—Podemos hablar.
—¿De qué?
—De usted.
Imagino que le gustaba hablar de sí misma. No creo que pudiera hacerlo a menudo.
No dijo nada, ni a favor ni en contra, y seguimos caminando mientras yo retomaba alguna de
las preguntas que asaltaban mi garganta a borbotones y buscaba la forma de ordenarlas.
23

A los cinco pasos miró la lata que llevaba en la mano.


—¿Me das un poco?
—Es agua de lluvia —dije yo.
Puso cara de asco.
—No tengo dinero —le confesé—. He estado removiendo basuras y robando comida.
La cara de asco se acentuó. Incluso se apartó un poco de mí.
—Acabarás mal.
—Todo fue muy rápido. En cuanto encuentre a Shakti...
—¡Oh, deja de hablar de tu hermana! ¡Preocúpate de ti! ¿Te has mirado? Quién sabe, a lo
mejor bien comida, lavada, con ropa nueva... ¿Quieres que hable con el encargado?
—¡No!
—Allá tú —se encogió de hombros—. Pero ten por seguro que no vas a encontrar a tu
hermana, y si por algún extraño milagro lo haces, no conseguirás llevártela. Hay muchos clubs
como El Lago Dorado en Kwa Long y ni podrás entrar en uno, te lo aseguro.
—No diga eso —mi resistencia rozó el límite y, de improviso, se me llenaron los ojos de
lágrimas.
Eso la suavizó.
Volvió a acercarse a mí. Nos rozamos con los brazos.
—Esa hermana tuya..., ¿qué edad tiene?
—Once años.
—Entonces ya es mayor.
—Es una niña.
—Aquí no.
—¿Por qué ellos las quieren tan pequeñas?
—Les gusta. Con siete u ocho años ya hay muchas. Y a veces hay clientes que las piden más
pequeñas. Las vírgenes se pagan más. Tu hermana lo será, ¿cierto?
—¿Qué es virgen?
—No haberlo hecho nunca antes. ¿Tu hermana tenía novio?
—No.
—Virgen —asintió con vehemencia—. Dará mucho dinero, y si el señor Chu está contento, la
tratará bien. Ya te he dicho que no has de preocuparte. Vete tranquila.
—¿No ha dicho que no está en El Lago Dorado?
—¡Pareces tonta! —se enfadó otra vez—. ¡Esté donde esté, en El Lago Dorado o en otro
club, con el señor Chu o con quien sea! ¡Me refiero a eso! Al comienzo le costará, como a todas
las nuevas, quizás la encierren para educarla, pero después... Mira, niña —volvió a jactarse de su
seguridad, agitó el cabello, levantó la barbilla con desafío mientras los hombres la contemplaban
como si jamás hubieran visto a una mujer—, hacerlo por hacerlo... al menos que ellos paguen. Si
me hubiera casado con cualquier pobre diablo lo estaría haciendo gratis. Ahora, en cambio...
Cuando sea mayor tendré una preciosa casa, vestidos, joyas. Ellos me guardan todo el dinero que
gano, y es mucho. ¿O crees que me haré vieja haciendo esto?
—¿Cómo lo hace?
—Es muy sencillo —paseó una mirada de dominio a su alrededor—. Y sé de qué te hablo,
¿sabes? Yo lo hago muchas veces al día, porque soy de las mejores, la más guapa de El Lago
Dorado. Por eso puedo entrar y salir cuando quiera, y más a esta hora, cuando no hay mucho
trabajo. Ayer por la noche tuve cinco hombres —me enseñó los dedos de su mano derecha—.
Todos estos. ¿Qué te parece?
—¿Y ellos...?
—Son estúpidos —me guiñó un ojo—. Bueno, ya te he dicho que todos no. Los hay violentos,
los hay que están locos, los hay que piden cosas muy raras, los hay tímidos, los hay caprichosos...
A veces dan miedo y a veces son divertidos. ¿Sabes qué es lo peor?
—¿Qué?
—Huelen mal —su cara fue de repugnancia—. Nosotras olemos muy bien, nos perfumamos,
pero ellos no. Y tenemos la piel suave... ¿Tu hermana tenía todos los dientes?
—Sí.
—Eso es importante. Cuanto mejor está la chica y mejor lo finge, más fácil y rápido es.
Porque lo que más cuenta es que ellos lo hagan rápido, ¿sabes? Más largo, más problemas, y a
veces más daño. Más corto, más clientes, más sencillo. Todos contentos.
—No me ha dicho cómo lo hace.
—Les hablo, les digo cosas... No me entienden, pero da igual. Es como se dice
¿comprendes? El tono, la suavidad... Al final todo se reduce a que cuando están dentro de ti tú
empieces a moverte, a poner los ojos en blanco y a gritar. Les gusta que tú grites. Les encanta —
barrió con otra mirada de desafío a los hombres que se cruzaban con nosotras, muy cerca ya de El
Lago Dorado—. Yo sé muchas palabras en sus lenguas para hacerles sentir bien: cariño, honey,
liebe, caressant, amore... Si creen que tú lo estás pasando bien, y sientes lo mismo que ellos
cuando tienen la descarga final, son felices y alcanzan antes su clímax.
—¿Pero y usted?
—¿Yo qué?
—¿En qué piensa?
—En cosas bonitas, el sol, el mar, Nueva York...
—¿Y qué siente?
—Nada.
—¿Nada?
—No, nada. ¿Eres tonta? ¿Qué voy a sentir? Son ellos los que pagan por sentir. Yo solo soy
la actriz que representa un papel, como en el cine. Una buena actriz.
El Lago Dorado estaba a la vista. Mi compañera se detuvo. Obviamente no quería que me
vieran con ella cerca del local. Toda su fanfarronería y su amabilidad desaparecieron de pronto.
Volvía a ser una reina, y yo un insecto que la molestaba.
—No pierdas el tiempo —me dijo al ver mi silencio.
—No me iré.
—Allá tú —se llevó una mano a la entrepierna—. Todas hemos nacido con esto aquí. ¿Por
qué no aprovecharlo? Tu hermana no será diferente a ninguna otra. Se acostumbrará, y un día lo
agradecerá.
—Ella no.
—Como quieras —dio el primer paso para apartarse de mí.
—Si Shakti estuviese ahí y usted no la hubiese visto, ¿dónde podría encontrarla?
—Te digo que...
—Por favor. Me ha dicho que a las nuevas las encierran para educarlas. ¿Dónde las
encierran?
—En una habitación, al fondo, a veces sin agua ni comida. La llaman la sala blanca. Si son
vírgenes hay que prepararlas para la subasta. Les ponen ropa de novia. De ahí el nombre.
Ya estaba a unos metros.
—Por favor...
—Tengo que irme. Vete. Vete a tu casa. No seas absurda.
Me dio la espalda y la vi alejarse de mi lado.
Continué allí, quieta en mitad de la calle, mucho después de que ella hubiese entrado como
una diosa en El Lago Dorado.
24

El tiempo, en la calle, frente al local, se me hizo eterno de nuevo.


No tenía ningún sentido estar allí, quieta, vigilando un infierno absurdo del que, hasta poco
antes, no tenía ni la menor idea de su existencia. Me repetía que Shakti estaba allí dentro más por
desesperación que por una certeza. Era mi única esperanza.
Aunque todavía no sabía de qué.
Llovió un poco más.
Y cuando acabó de caer agua desde el cielo, tomé una decisión.
El Lago Dorado tenía dos fachadas y dos puertas abiertas, grandes y luminosas en las que se
amontonaban las muchachas a la espera de sus clientes. Pero también tenía una parte posterior, que
daba a un callejón sucio y lleno de cajas. Me dirigí a él hundiendo mis pies en el agua y el barro
que se formaba en algunas zonas hasta que me los limpié por simple precaución. No quería dejar
ningún rastro cuando entrase allí dentro.
No recuerdo cuando se me pasó la idea por la cabeza, pero estaba decidida. Si Shakti se
encontraba en la sala blanca la encontraría. Mi miedo, mi gran miedo, era que también me
cogieran a mí y me encerrasen con ella, para siempre, obligándome a ser como las demás.
Me juré que antes me quitaría la vida.
La ventana más accesible para mis intenciones se encontraba junto a una puerta doble, de
metal, cerrada. Intenté atisbar por el cristal, subida a una caja de madera, pero no logré ver nada.
Cuando la caja gruñó a causa de mi peso me bajé para no hacerme daño si se astillaba conmigo
encima. Lo probé con la puerta, tirando y empujando alternativamente, pero no hubo forma de que
cediera. Así que me aposté cerca de ella, oculta por una montaña de bolsas negras, más y más
decidida, más y más furiosa, dándome ánimos a mí misma, y volví a esperar.
Esta vez tuve suerte.
La puerta no tardó mucho rato en abrirse.
Me apreté contra la pared y vi salir a un hombre cargado con dos bolsas de basura. Caminó
en dirección contraria a la mía, con ellas, y se dirigió a uno de los lugares donde las depositaban
para que los perros y los muertos de hambre como yo tuvieran su oportunidad antes de que otros
se las llevaran. Pensé que eso era el equilibrio del mundo, y que en eso se basaba la subsistencia.
Cuando el hombre estuvo a unos diez metros, salí de mi escondite y me colé por la puerta
posterior de El Lago Dorado.
Me encontré en un almacén lleno de cajas con botellas de colores, bebidas para los clientes
del local, y me guarecí detrás de una de las pilas, en la penumbra. Allí aguardé a que regresara el
hombre y cerrara la puerta. Lo hizo con una aldaba o pestillo interior. Me fijé en todos los
detalles, porque estaba segura de que ese sería el camino de la huida, sola o con Shakti.
El corazón me latía muy deprisa, y sentía un peso insoportable en el pecho, como si fuera a
pasarme algo. Recordé al viejo Hu Sing el día que cayó fulminado después de llevarse una mano a
su pecho. Dijeron que su viejo corazón no había podido más y había estallado.
Pero mi corazón no iba a estallar allí, sin Shakti.
Me moví con sigilo, igual que una gata cuando va a cazar ratones, con los sentidos
agudizados al máximo y los nervios en tensión, dispuesta a salir corriendo o a reaccionar a la
menor señal de alarma. El almacén tenía otra puerta que estaba abierta y que lo comunicaba con
un pasillito muy corto, de apenas un par de metros. Al final del pasillito me asomé a una zona
llena de luz, aunque no brillante. Era una luz rojiza, amortiguada. Al frente vi varias puertas. Una
de ellas tenía en la parte superior una bombillita también roja, encendida. Yo recordé las palabras
de mi compañera un rato antes:
—En una habitación, al fondo, a veces sin agua ni comida. La llaman la sala blanca. Si son
vírgenes hay que prepararlas para la subasta. Les ponen ropa de novia. De ahí el nombre.
La sala blanca.
La única puerta sin bombillita, apagada o encendida, quedaba a mi derecha, apartada de las
demás.
No había nadie. El único ruido procedía de la puerta con la bombillita roja. Creí escuchar
unos gritos ahogados pero no estaba muy segura de nada que no fuera la percepción de mi propia
realidad, mi propio peligro. Caminé hasta mi objetivo y cuando lo alcancé apliqué el oído a la
hoja de madera.
No escuché nada.
Lo mismo que la puerta que daba al exterior, esta tenía una aldaba externa, un pestillo de
hierro que subía y bajaba sobre un gozne abierto. No tenía más que alzarlo.
Me preparé.
Tomé aire, concentré mi atención en lo que iba a hacer y recé.
Le pedí al cielo que ella estuviera allí.
—Por favor, por favor... por favor...
La tomaría de la mano, le pediría que no llorase, y saldríamos de allí las dos. Juntas.
Alcé el pestillo, despacio.
Ningún ruido.
Lo dejé caer suavemente al otro lado. Tiré del pomo. Abrí la puerta...
En el interior, sin apenas luz, vi tan solo dos bultos, arrebujados el uno contra el otro,
desnudos. A medida que la claridad exterior los alcanzó, se movieron, y cuando sus caras
quedaron bañadas por ella lo que me mostraron fue todo su horror.
Tanto miedo...
Al reconocer a las dos niñas que habían viajado en la camioneta de Huang sentí un vacío en
la mente.
Se unió al de mi estómago
No recuerdo si la escena se congeló en el tiempo, si duró apenas un segundo o si fueron más.
Pero sí sé que fue muy especial, muy densa. Mi cara de desilusión, sus caras de terror, aquellos
cuerpos más y más apretados que, de pronto, se echaron a temblar. Una pesadilla real, viva.
Y de pronto, el grito, a mi espalda.
—¡Eh, tú! ¿Qué haces?
25

Todas las alarmas se dispararon en mi cuerpo.


Reaccioné rápido, como el animal herido que se sabe en peligro extremo y lucha por su
supervivencia con las últimas gotas de aliento que le quedan. Miré por última vez a las dos niñas
atrapadas en su destino y eché a correr.
Por el único camino que me quedaba libre.
El que daba acceso a la entrada principal de El Lago Dorado.
El hombre que me había gritado estaba justo en la parte por la que yo había accedido al
local. Me cortaba la retirada. Atravesando el club yo no hacía más que meterme en la boca del
lobo, pero no tuve ninguna otra oportunidad. Mis pies empezaron a volar sobre el suelo.
Primero eludí la zarpa de mi descubridor. Su mano se cerró tan cerca de mi falda que supe
que de haberme atrapado con ella habría acabado saliendo a la calle desnuda. Todo menos
rendirme. Fue como el seco chasquido de unas fauces dando una dentellada al aire. Escuché su
lamento de frustración.
—¡Maldita sea...!
Fue mi instinto el que activó mis defensas. Corría por un pasillo con habitaciones a ambos
lados. Por unas, con la puerta abierta, se veían camas vacías a la espera de los clientes de turno.
Por otras, cerradas, con luces rojas en la parte de arriba, supe que estaba dando vueltas dentro del
club. Los gritos de mi perseguidor hicieron que algunas de esas puertas se abrieran.
—¡Cogedla!
Vi niñas, muchachas y mujeres desnudas y hombres que se vestían a toda prisa. Vi
estupefacción, miedo, recelo, un cúmulo de rostros cincelados en la sorpresa. Fueron dos, tres
segundos, pero suficientes para comprender la clase de mundo oscuro y triste en el que acababa de
meterme de cabeza. Pero por primera vez no pensaba en Shakti, sino en mí.
Todo aquello se quedó grabado en mi memoria.
El segundo hombre que trató de detenerme surgió a mi derecha, en la confluencia con otro
pasillo. Yo corría ya hacia la luz del exterior, que se vislumbraba al final del mío. Su presencia
fue inesperada, casi tanto como mi nueva reacción, que le pilló de improviso. Era absurdo intentar
rodearle. Absurdo dar media vuelta. Absurdo todo salvo lo que hice: cargar con todas mis fuerzas
sobre él.
Mi cabeza impactó contra su estómago. Estuve a punto de caer con él, pero conseguí
reequilibrarme. El hombre se vino hacia atrás, sin aire en los pulmones, con una mezcla de rabia y
susto. Yo no le di ni una fracción de segundo para que hiciera otra cosa que caer de espaldas. La
mano de mi perseguidor se cerró por detrás de mi cuerpo por segunda vez. Sentía su aliento, la
roja furia de su ira. Pensé que si me atrapaba me encerrarían con las dos niñas, en la sala blanca,
y nunca saldría de allí.
Nunca es la peor palabra que existe.
No tiene esperanza.
En el torbellino de mi mente las sensaciones eran tantas que temí que su peso me impidiera
correr más. Las chicas con las que empecé a cruzarme al salir del pasillo, ya en el amplio recinto
del bar y la zona de alterne con los clientes, no mostraban ningún pesar por estar allí. Eran como
mi amiga del paseo. Algunas se reían, otras mostraban con orgullo su desnudez. Pensé que quizás
muchas hubieran escogido aquella vida. Pero Shakti no. Las dos niñas prisioneras en la sala
blanca, no. Y yo, tampoco.
La libertad estaba a unos metros.
—¡A qué esperáis! ¡Detenedla! —ordenó el hombre que seguía porfiando en atraparme.
Pudieron hacerlo.
Ponerme la zancadilla, derribarme con solo alargar un brazo, saltar sobre mí y reducirme.
Ninguna lo hizo.
Mi carrera las había dejado perplejas.
Tres metros, dos, uno... la calle, la libertad, la luz del día que se me antojó el paradigma de
la vida.
No dejé de correr. Otro hombre se había sumado al primero y ahora eran dos los que me
seguían. Y continuaron haciéndolo por la calle, aunque ahora la ventaja era mía. Volví la cabeza
para calcular las distancias y mis posibilidades. Uno era gordo y no resistiría demasiado. El otro,
más delgado y joven, sí era peligroso. No cedía.
Ni cedió a lo largo de una, dos, tres calles.
Pasé por delante de un templo y le pedí a Buda su ayuda.
Creo que, pese a lo fugaz de mi visión, me escuchó.
Cuando volví a girar la cabeza, el hombre estaba un poco más lejos. Después de doblar una
esquina a la izquierda y otra a la derecha, muy rápida, dejé de verle. Sorteaba a la gente con
elasticidad, levantando remolinos y protestas a su alrededor. En otra calle mucho más ancha sorteé
el tráfico que venía hacia mí de cara y esa fue mi salvación final. Mi perseguidor acabó chocando
contra una bicicleta y se vino al suelo.
Dos calles más allá me oculté entre unos puestos de frutas y esperé, sin aliento, con la vista
fija en el lugar por el que tenía que aparecer el hombre de El Lago Dorado.
Pero ya no lo vi.
Entonces me aplastó el invisible peso de mi tristeza, como si esta hubiera corrido también
tras de mí para cogerme de nuevo, y toda mi alma se vino abajo al comprender que ya no podía
más.
La única persona que sabía dónde estaba Shakti era Huang, y él no hablaría.
26

Como una autómata reemprendí un camino que ya no tenía rumbo ni sentido.


¿Qué estaba haciendo allí? ¿Cómo regresaría a mi casa?
Había perdido a Shakti.
Me dolía todo, el vacío, la pérdida, la angustia, el dolor, el miedo, y, sin embargo, a lo
primero que atendí fue a mi estómago, comprendiendo que si me moría de hambre se terminaría el
último aliento que me quedaba. Necesitaba comer.
Busqué basuras sin encontrarlas, porque aún no era de noche.
Busqué desesperada un bar en el que llevarme las sobras de los paseantes y no vi ninguno.
Busqué y lo único que encontré fue un mercado, con sus puestos callejeros rebosantes de
viandas, frutas, carnes, pescados, arroces... Se me nubló la vista, se me doblaron las rodillas. La
carrera para librarme de mi perseguidor se había llevado mis escasas fuerzas. Ya no era más que
un despojo humano, un animalillo de la selva perdido en un mundo oscuro y sin sentido. No sabía
qué hacer.
Si robaba la comida y echaba a correr temía no llegar muy lejos esta vez.
Pero ¿qué otra alternativa me quedaba?
Me acerqué a un puesto. Calculé no solo la distancia hacia la calle más próxima, sino
también la densidad de la corriente humana que pudiera separarme de ella. Mucha gente era algo
negativo. Pero poca, también. Decidí esperar, con la mano dispuesta. Ya tenía seleccionado mi
objetivo. Repetí el gesto una docena de veces en mi mente.
Demasiadas.
La mujer del puesto me echó el ojo encima.
Y no me lo quitó.
Yo la desafié con mi mirada.
«Tengo hambre», le dije mentalmente. «Tú tienes mucha comida y yo mucha hambre. Dame
algo». Pero ella no captó mis pensamientos. Atendió a una clienta sin dejar de mirarme de reojo.
Yo me sentí verdaderamente mala. Nunca lo había sido, pero esta vez supe que sí, que lo era.
Mala, dispuesta a robar, a desafiarla. Había otros puestos, pero yo iba a robar en el suyo.
Esperé.
Y moví la mano cuando ella cobró la compra que la mujer acababa de hacerle.
Entonces escuché aquella voz.
—No lo hagas.
Me sobresalté. Miré a mi izquierda y descubrí al dueño de esa voz. Era un niño, más
pequeño que yo, como de once o doce años. Tenía unos ojos vivos y brillantes, perspicaces, y una
sonrisa que me mostraba, ante todo, ternura. Vestía unos pantalones cortos y una camisa tres tallas
superiores a la suya. También él iba descalzo, y tenía los dedos de los pies muy abiertos. Nunca
había llevado zapatos.
Me gustó su calor, aunque en ese momento lo único que sentí fue frustración.
—¿Qué? —dije.
—No lo hagas. Es muy peligroso. Si te encierran en la cárcel ya no saldrás.
Miré la comida y mis ojos se llenaron de lágrimas al tiempo que mi estómago me lanzaba la
protesta más amarga.
—¿Tienes hambre? —me preguntó mi compañero.
—Sí, mucha.
Me tomó de la mano.
—Ven.
—¿Adónde?
—Dan comida, aquí cerca. Ven —tiró de mí.
Yo me resistí, sin ceder.
—No.
—¿Por qué?
No supe qué decirle.
—¿No te fías? —abrió mucho los ojos—. Mira, esa mujer, la de la parada, tiene un palo muy
largo. Si le robas, primero te desollará con él, y luego te entregará a los policías. Mi amigo, en
cambio, te dará de comer. Es buena gente.
—¿Quién es tu amigo? Nadie da comida gratis.
—Ellos sí —movió la cabeza de arriba abajo varias veces—. Se llaman Oenegé.
—¿Qué clase de nombre es ese?
—No lo sé, no es de aquí. Pero nos ayudan. Vamos, no voy a hacerte daño.
—No podrías.
—Si no quieres comer, allá tú —me soltó la mano.
La mujer de la parada volvía a mirarme. Ya éramos dos, así que la vi deslizar la mano por
detrás de su puesto. La imaginé agarrando aquel palo del que acababa de hablarme mi inesperado
compañero.
—¿Está lejos? —le pregunté al niño.
—No, aquí cerca.
—Si me engañas...
—Si no quieres, no entres. Lo miras desde el exterior. Pero no eres la única a la que dan de
comer. Cada día hay muchos.
Cedí. Peor de lo que era mi panorama ya no podía ser. Di un paso, y otro, y él volvió a
cogerme de la mano para acabar de animarme. Le di la espalda a la comida y a la mujer, y cuando
llegamos al otro lado de la calle también al mercadillo callejero. De pronto sentí el calor de
aquella mano atravesándome la piel, la carne, para llegar al fondo de mi ser. Era la primera mano
amiga que me alcanzaba en muchos días.
Y me relajé.
—¿Cómo te llamas? —quise saber.
—Tai Pu.
—Yo, Sharar.
—Bien —sonrió orgulloso.
—¿Vas por ahí rescatando chicas en apuros?
—No, pero se notaba tanto lo que ibas a hacer... Ellos me dicen siempre que puedo llevar a
amigos y amigas que lo necesiten.
«Ellos, ellos, ellos».
No creía que en un mundo que condena a niñas a servir a hombres pudieran existir «ellos».
¿Qué «ellos»?
—¿Quién te ha hecho todo esto? —señaló mis heridas.
—Me caí.
—¡Oh, sí, te caíste! —mostró su ironía.
—¡Es cierto, de una camioneta en marcha!
—¿Te subiste a una camioneta? —le brillaron los ojos.
—Sí, ¿por qué?
—¿Qué se siente?
—Todo va muy rápido.
—Cuando yo tenga tus años también me habré subido a una camioneta, seguro —se jactó.
Nunca hubiera imaginado que subirme al transporte de Huang fuese tan importante a ojos de
alguien, o que constituyese un sello diferencial que me hiciese mejor.
Pero ya no hablamos más de ello.
Dejamos de andar al llegar a una calle un poco más discreta que las circundantes. Tai Pu me
señaló un edificio, al otro lado. Tenía una sola planta y lo adornaba un rótulo en el que leí su
nombre: Arco Iris. También estaba escrito en otra lengua, extranjera.
Había chicos y chicas en la entrada, riendo, hablando...
—Hemos llegado —dijo mi amigo.
Cruzamos la calle en el momento en que un hombre joven, blanco, entre veinte y treinta años,
porque me era difícil valorar la edad de los que no eran de mi raza, salía por la puerta principal,
en lo alto de una breve escalera de cinco escalones. Se detuvo al vernos llegar y lo que más me
gustó de él, además de sus ojos claros y transparentes, fue su sonrisa.
La sonrisa de alguien puro en quien se puede confiar.
—Vaya, Tai Pu, ¿a quién nos traes hoy?
Y mi compañero dijo:
—Tiene hambre. La he rescatado.
Su sonrisa de orgullo, como un héroe que regresa del campo de batalla, se unió a la del
hombre blanco.
27

Mientras me atiborraba de arroz, como si llevase un mes entero sin probar bocado, el hombre
blanco me miraba sin perder su sonrisa. Me gustaban sus ojos, mucho. Si no me daba cuenta, me
quedaba mirándolos absorta. Nunca había visto unos ojos como los suyos. Ni tampoco había
tocado una piel tan blanca. Todo él era distinto.
Y la casa.
Llena de personas, pero sobre todo niños y niñas, comiendo, felices aun siendo pobres,
porque resultaba que yo, con mi falda rota, era la mejor vestida de allí.
El choque resultaba tan extraño como brutal.
—Despacio —me recomendó.
Me llevaba los puñados de arroz a la boca, con la mano, y muchos granitos se me caían. Pero
sobre el mismo plato. No convenía desperdiciar ni uno. Tai Pu asistía feliz al encuentro de mi
estómago con la comida.
—Tenía hambre, ¿verdad?
—Sí —asintió el hombre blanco.
—Ya te lo dije. Por poco termina molida a palos o en la cárcel.
—Eres el primer recolector de nuestra organización, ya lo sabes.
Tai Pu sacó pecho.
—¿Cómo te llamas? —me preguntó mi benefactor.
—Sharar. Se llama Sharar —respondió Tai Pu.
—Deja que hable ella, ¿de acuerdo?
—Sharar —dije yo.
—Mi nombre es Nazario —me tendió la mano.
No supe qué hacer. Sabía que los hombres se la estrechaban, pero yo no era un hombre, ni
siquiera una mujer. Y nunca había estrechado la mano de nadie. Además la tenía llena de arroz. El
hombre blanco me cogió la otra. Era cálida.
—Naz´rio —traté de pronunciarlo.
—No, Nazario. Así: Na-za-rio.
—Bien, sí —continué comiendo.
—¿Puedo hacerte unas preguntas?
—¿Qué clase de preguntas?
—Por ejemplo, ¿cómo te has hecho estas magulladuras?
—¡Se subió a una camioneta! —dijo mi rescatador.
—Tai Pu —le conminó Nazario.
—Me caí de una camioneta, sí —asentí yo.
—Habrá que curarte un poco, cuando termines de comer —no continuó tratando de saber qué
hacía yo subida a una camioneta—. ¿Estás sola?
—Sí.
—¿Y tus padres?
—En Ukok.
—Eso está muy lejos.
—¿Conoces Ukok? —quedé perpleja.
—Sí.
—¿Por qué lo conoces?
—Conozco casi toda la zona.
—¿Por eso hablas tan bien mi lengua?
—Exacto. Llevo aquí mucho tiempo. ¿Qué haces en la ciudad, tan lejos de casa?
No sabía cómo responderle.
—¿Te has escapado de casa?
La respuesta era sí, pero también no. Casi me atraganté al meter en mi boca más arroz del que
cabía y querer tragarlo a continuación.
—¿Has venido... a trabajar aquí? —continuó él.
—No —moví la cabeza de lado a lado.
—Entonces...
Me rendí. No tenía más que mirar a mi alrededor para darme cuenta de que allí la gente era
feliz, y que aquello no tenía nada que ver con El Lago Dorado.
—He venido a por mi hermana.
—¿Quieres contármelo?
—¿Por qué quieres saberlo?
—Arco Iris intenta ayudar a las personas que lo necesitan.
—¿Tú eres Arco Iris?
—No —se echó a reír—. Arco Iris es una ONG, es decir, una Organización No
Gubernamental. Trabajamos al margen de todo, allá donde se nos necesita. Hay personas que se
preocupan por otras. Esas personas se agrupan y deciden trabajar por el bien de las demás. Aquí
somos cuatro, aunque hoy estoy solo.
Yo no podía creer lo que me estaba diciendo.
—No entiendo —confesé.
—Supongo que es difícil —dijo Nazario—. Pero te diré que hay muchas ONG repartidas por
el mundo. Unas ayudan a los animales, otras a erradicar enfermedades, otras a los niños...
Nosotros estamos aquí por el sexo. Tu país es un destino sexual para miles de occidentales que
abusan de niños y niñas. Intentamos ayudar en lo posible a que esto no sea así, salvar a quienes
podamos.
—¿Como a mi hermana Shakti?
—¿Qué le ha sucedido a ella?
—Engañaron a mi padre. Le dijeron que se la llevaban para darle una vida mejor, con una
familia que le daría amor y la haría estudiar para ser una buena persona. Pero el hombre mintió.
Yo le vi con una niña a la que pegó. Me subí a su camioneta y llegué hasta aquí. Pensé que estaba
en El Lago Dorado, pero no la he encontrado allí.
—¿Has estado en El Lago Dorado?
—Entré, miré y me escapé cuando me descubrieron.
—Eres muy valiente —dijo Nazario.
Tai Pu ya no hablaba. Estaba absorto mirándome.
—Shakti está en algún lugar de Kwa Long, pero no sé en cual. Y temo que ya sea demasiado
tarde. Han pasado muchos días.
—¿Estás segura de que se encuentra en Kwa Long?
—Sí. Yo oí hablar a Huang... el hombre que la trajo en su camioneta. Sé que está cerca.
Nazario se quedó callado unos segundos. Yo me terminé el plato de arroz. Estaba a reventar,
pero aún habría seguido comiendo, por toda el hambre que había pasado. Cuando me encontré con
sus ojos de mirada limpia me sentí a salvo.
—No tienes dinero, nada salvo lo puesto —susurró él.
Y yo le dije:
—¿Puedes ayudarme a encontrar a mi hermana y hacer que me la lleve conmigo de regreso a
casa?
28

Yo no sabía lo que era un milagro, pero Nazario me lo explicó, porque él era de otra religión,
cristiano. Bueno, sí lo sabía, pero con otro nombre. Un milagro es convertir lo imposible en
posible. Más aún, lo imposible en real.
Mientras me curaba las magulladuras con un líquido que me hizo arrancar gemidos de dolor,
porque me escoció mucho, me contó lo que hacían, qué era una ONG y qué era Arco Iris; de qué
manera trataban de ayudar a las niñas como Shakti, arrancándolas de la prostitución, que era el
comercio de la carne y el alma a cambio de dinero. Y también a los niños, aunque eran más
escasos. Había hombres que se interesaban por los de su mismo sexo. Fue una tarde de
conocimientos, así que pensé que la señorita Wu estaría muy orgullosa de mí. «Viajar expande la
mente», solía decir. Así que yo la tenía muy expandida. No creo que nadie de mi pueblo, y más a
mi edad, hubiese llegado tan lejos. Nadie salvo Shakti, claro, aunque a ella podía decirse que la
habían secuestrado.
La cura terminó muy pronto. En algunas partes me puso una tintura de color rojo. Parecía una
niña en fiestas, disfrazada. Nuestra conversación, en cambio, duró largo rato. Le conté mi odisea
con la camioneta y mis pasos en Kwa Long, cómo había entrado en El Lago Dorado, la charla con
aquella muchacha tan bella...
Cuando le pregunté por qué aquellos hombres venían de tan lejos para yacer con nosotras y
disfrutar de nuestros cuerpos, Nazario me dijo:
—Están enfermos.
—¿Y por qué no los curan allí?
—Porque ni ellos saben que lo están, Sharar. Por eso.
—No lo entiendo —insistí yo—. ¿No hay muchachas en sus países?
—Las hay, guapas y jóvenes como tú, pero allí está prohibido tener relaciones con menores
de edad.
—¿Qué son menores de edad?
—Menos de dieciocho años.
—Aquí, con dieciocho años estamos casadas y tenemos hijos.
—Aquí es aquí y allí es allí. Las personas no son iguales en todas partes, ni lo son las leyes
que las gobiernan.
—¿Y por qué tienen que hacerlo con menores de dieciocho años?
—No todas las preguntas son fáciles de responder —suspiró él.
—Inténtalo.
—En los países pobres, y este lo es, hay necesidades distintas a las de los países ricos. Aquí
los niños trabajan y en otras partes del mundo no, porque está prohibido. Incluso un gran tanto por
ciento de la economía familiar recae en el trabajo infantil. Los niños son pues las primeras
víctimas de todas las injusticias humanas. Miles viven refugiados fuera de sus tierras por culpa de
guerras y otros conflictos, miles empuñan armas obligados por la necesidad o por adultos crueles
que los utilizan para sus fines, miles son carne de cañón, materia prima barata, para la satisfacción
sexual de personas reprimidas o, como te digo, enfermas. Personas que en sus países son y
parecen normales, incluso padres de familia. Estos hombres viajan miles de kilómetros para
desarrollar libremente sus más bajos instintos. Se aprovechan de las circunstancias que empujan a
adolescentes como tú a acabar en un prostíbulo, o de padres que creen darles un futuro a sus hijos
vendiéndolos por un poco de dinero con el que alimentar al resto de su familia. No es fácil hablar
de qué empuja a esos hombres a hacer lo que hacen. Incluso es demasiado generoso hablar de una
enfermedad. La falta de conciencia no es una enfermedad, es un crimen contra la humanidad y
punto
Se había ido enfadando mientras me lo decía todo, primero despacio, después más
encrespado. De vez en cuando vacilaba, sin encontrar las palabras adecuadas o sin sentirse muy
seguro de ellas. Pero me gustaba escucharle. Su voz era suave, tanto como dulces sus gestos.
Cuando acabó de contarme todo aquello y supe lo que era una ONG y qué hacía Arco Iris, le
dije:
—Pero aquí hay miles de chicas, y vosotros sois muy pocos.
Entonces se le nubló el ánimo.
—No solo eso —reconoció—. Luchamos contra ellos, los poderosos, los amos de los clubs,
y con la corrupción policial que los protege. No es fácil, ¿sabes, Sharar? Pero por cada niño o
niña que ayudamos o salvamos...
—Una playa tiene muchos granos de arena, pero siempre hubo uno primero, ¿es eso?
Me pasó una mano por la cabeza y recuperó la sonrisa.
—Chica lista —suspiró.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —le pregunté sin casi darle tiempo a respirar.
Miró la calle. La casa era como una fortaleza sin muros ni alambradas. Había un mundo al
otro lado de la escalera. La gente que caminaba cerca ni la miraba. Solo volvían la cabeza si el
bullicio o las risas de los niños y niñas que jugaban al frente se hacían demasiado ostensibles. Yo
me sentía segura, tenía el estómago lleno y un amigo; dos, si contaba a Tai Pu. Pero en ese otro
mundo seguía estando Shakti.
Y aquella podía ser su última noche de vida en sí misma.
Con su cuerpo intacto.
Las palabras de Nazario me hicieron ver que casi podía leer ya mis pensamientos.
—Probablemente tu hermana aún esté bien.
—¿Cómo lo sabes?
—Ellos necesitan unos días para doblegarlas, una semana o diez días como mínimo, dos
semanas como máximo. Las encierran, desnudas, sin comida, y las aterrorizan de tal forma que les
anulan la voluntad hasta que se rinden. Entonces acaban haciendo todo lo que les piden. A ellas ya
no les queda nada. Dependen de sus amos para comer y continuar viviendo.
—¿Entonces ya se acuestan con los hombres?
—¿Tu hermana es virgen?
—Tiene once años.
—Entonces es casi seguro que sí. A las que llegan vírgenes las subastan. El cliente que más
dinero paga es el que tiene el honor —masticó las dos palabras— de ser el primero en tocarla.
Las vírgenes valen mucho dinero. Una vez que han perdido la virginidad son como todas.
Como todas.
Había palabras que me dolían mucho.
—¿Y por qué necesitan tantas?
—Porque muchas mueren de sida y otras enfermedades, Sharar. Por eso. Esos hombres no
solo pagan por un cuerpo joven. Pagan para no tener que tomar precauciones y muchos están
enfermos y les da igual lo que les pase a ellas. Por desgracia nunca falta materia prima. Nunca.
Pensé en mis padres. Tantos hijos.
¿Por qué?
—Sharar.
—¿Sí? —levanté mis ojos de nuevo húmedos hacia él.
—¿Sabes dónde vive ese hombre llamado Huang?
—Sí.
—Es la primera vez que tengo información tan fiable de un comprador —midió cada una de
sus palabras despacio—. No va a decirnos nada, por supuesto, ni pagándole. Pero es un primer
paso así que... ¿vamos?
29

Con las pistas que le di acerca del barrio y el nombre de la calle, Nazario se orientó y
encontró sin muchos problemas la casa del traficante de niñas. De camino discutimos un poco.
—Ese hombre, Huang, ¿te reconocería si te viera?
—No. Solo me vio en Ukok, hace días.
—Entonces, pase lo que pase, tú estarás callada. Mejor incluso si no te ve.
—¿Por qué?
—Porque vas a dejarme esto a mí.
—Ya, pero...
—Sharar...
—Es mi hermana.
—Y yo te estoy ayudando a recuperarla. Y seguiré aquí cuando os hayáis ido, ¿conforme?
A su lado me sentía fuerte, segura, capaz de desafiar al mundo entero, a Huang o al fatídico
señor Chu.
—Sí —acepté a regañadientes.
—¿Qué más?
—Gracias —apreté las mandíbulas.
—Buena chica —me pasó otra vez la mano por el pelo—. Jugamos en campo contrario.
Huang tiene la baraja.
A veces hablaba raro y no le entendía muy bien, pero no iba a preguntárselo todo.
Regresar al lugar donde había empezado mi odisea me resultó extraño. La calle, la casa, la
basura, los perros, las cajas de cartón bajo las cuales quizás estuviese aquel hombre...
Pero en lo único en que me fijé fue en un detalle.
—La camioneta no está. Eso significa que ha salido.
—Significa algo más, Sharar —Nazario frunció el ceño—. Si está en la ciudad regresará por
la noche, pero si ha ido a por más niñas puede que tarde días en volver.
La idea me aterrorizó.
—¡No podemos esperar más días!
—¿Y qué quieres hacer?
—Llamamos. Y si no está, yo entro.
—¿Estás loca? ¡Es una propiedad privada! ¡A eso se le llama allanamiento de morada!
—¡Él es un traficante de niños!
—¡Pero no tenemos ninguna prueba!
—¡Yo soy una prueba! ¡Yo le vi con esas dos niñas, pegándolas, y ahora ellas están en El
Lago Dorado, encerradas en la sala blanca, desnudas y llorando! ¡Y le vi hablando con mi padre!
¡Que nos lleve hasta la casa en la que se supone que está Shakti!
—Sharar, cálmate, ¿quieres?
—¡No voy a irme! —me planté allí mismo, con los brazos cruzados sobre el pecho, dispuesta
a echar raíces en el suelo.
Nazario se rindió.
—Vamos a hacer una cosa —me propuso—. Tú me esperas aquí. Yo voy y llamo a la puerta.
Si está, hablo con él, ya veré cómo y de qué, eso depende de cómo le pille y de otros factores. Si
no está, vemos la forma de entrar.
—La forma es fácil —dije yo—. Puedo meterme por cualquier hueco. Y la casa tiene
ventanas por todas partes. Nadie me verá.
Sabía que hablaba en serio, y que era verdad que mi cuerpo podía caber por cualquier hueco.
Seguía siendo una chica delgada y muy flexible. Nadie me ganaba a doblar el cuerpo. Nazario
asintió con la cabeza, rendido, y luego cruzó la calle él solo. Yo ya no sabía qué era mejor, si que
Huang estuviese allí o si todo lo contrario. Tal vez la mejor oportunidad fuese colarme dentro e
investigar entre sus cosas.
Nunca nos diría por voluntad propia dónde había llevado a Shakti.
Contuve la respiración cuando Nazario llamó a la puerta. No solté el aire retenido en mis
pulmones hasta después del segundo intento, cuando la puerta permaneció cerrada. Entonces no le
di tiempo a que regresara. Crucé la calle y entré en aquel patio que tan bien conocía, lleno de
cosas inservibles, rotas y abandonadas. Nadie reparaba en nosotros. El mundo, lejos de Kwa
Long, era un lugar solitario.
—¿Estás decidida? —suspiró mi compañero.
—¿Tú también? —pregunté yo.
—¡Ay, Dios! —exclamó.
—Ven.
Le guié en torno a la casa. Era mentira que supiese cómo entrar. La única ventana por la que
había estado escudriñando era la de la parte delantera, y no pensaba utilizarla a menos que
estuviese abierta. Por atrás, sin embargo, localizamos un ventanuco medio roto y grasiento, que
debía de conectar con la cocina. Un simple respiradero.
Suficiente para mí.
—Ayúdame —le pedí.
—¿Por ahí?
—Sí, yo paso.
—Te vas a quedar atascada.
—Yo paso —le insistí.
Nazario miró a derecha e izquierda. Nada. Nadie. Le oí murmurar algo acerca de las cárceles
del país, pero no le entendí demasiado bien.
—¿De qué sirve una ONG si no es para esto? —me burlé yo.
Le hice sonreír.
Luego me elevó hacia las alturas, primero con las manos y después apoyada en sus hombros,
y metí la cabeza por aquel hueco asqueroso. Al otro lado vi lo que esperaba, una cocina a la que
le hacía falta una buena limpieza.
—Empuja.
Me empujó.
Pasé la cabeza, los hombros, el cuerpo, la cintura. Me atasqué ligeramente con las caderas,
pero entre la presión de Nazario y mi fuerza también conseguí que esa parte llegara al otro lado,
aunque un saliente se llevó los restos de mi falda acabando de rasgar la parte rota.
Ya no me importó.
Caí del otro lado, armando un lío de mil demonios porque lo hice sobre un montón de
cacharros y platos, y me puse en pie de un salto, tan asustada como decidida a continuar.
Estaba dentro.
—¿Te has hecho daño? —oí la voz de mi compañero.
—¡No!
—¡Ábreme, rápido!
Sonreí por encima de mis nervios. Nazario no era lo que se dice un héroe. Pero eso lo hacía
mejor a mis ojos. Más humano. El amigo que nunca había tenido.
Eso me hizo pensar en Shaon.
Claro que Shaon no era mi amigo, sino el muchacho que me sonreía y con el que me casaría.
La puerta trasera estaba cerrada con llave. Y lo mismo la delantera. Al otro lado Nazario
empezó a ponerse peor. Me colé en una habitación y probé con la ventana. No hubo ningún
problema. Desconocía su mecanismo pero no me costó mucho dar con el sistema. Cuando alcé la
parte inferior hacia arriba saqué la cabeza y lo llamé.
—¡Aquí!
Apareció por mi derecha, a la carrera, congestionado.
—Locos, estamos locos...
—¡Dijiste que nunca habías conseguido dar con un traficante!
Se coló dentro y solo entonces se tranquilizó.
Tres segundos, no más.
—Vamos, no perdamos tiempo —me apremió.
Tomó la iniciativa. Habitación por habitación, y sin que se notara nuestro paso por la casa,
registró las pertenencias de Huang en busca de él sabía qué. Cuando se lo pregunté solo me dijo, a
regañadientes:
—Pistas, datos, lo que sea.
Y continuó buscando.
Todo estaba muy sucio, muy desordenado. Yo nunca había visto tantas cosas juntas, la
mayoría sin sentido, sin valor alguno. Objetos y más objetos, ropas... Con todo aquello nosotros
nos habríamos sentido afortunados, pero su dueño daba la impresión de no darle importancia ni
valor a nada. Nunca había estado en una casa como aquella y no me gustaba. Salvo una cosa:
disponía de espacios privados, habitaciones en las que existía una privacidad en caso necesario.
Yo ya me sentía demasiado mujer para compartir la cama con mis hermanas y, además, estar sujeta
a la atenta vigilancia de mis dos hermanos, que me espiaban para verme desnuda.
Me olvidé de todo eso para continuar siguiendo a Nazario por la casa.
Fue en la habitación principal, en una pequeña mesa de madera vieja con cajones a ambos
lados, donde halló lo que parecía estar buscando.
Una libreta.
No tardó ni cinco segundos en exclamar:
—¡Lo tengo! ¡Lo tengo! ¡Aquí está todo!
Yo no entendía aquella letra, ni lo que significaban los nombres y las cifras, pero mi
compañero sí. Esperé a que me lo contara.
—Fíjate, Sharar... —puso un dedo sobre el papel—. Aquí está el nombre de cada pueblo, la
fecha, el nombre de la niña y el club de destino. ¡Está todo! ¡Es... increíble!
Había muchos nombres. Muchos.
—¿Y Shakti?
Nazario fue al final de todo, en la última página. Lo que perseguía yo estaba allí.
—Ukok, Shakti Hu San, Club Hollywood.
—¿No está en El Lago Dorado?
—No, aquí lo dice, Club Hollywood.
—¿Y está lejos? —vacilé.
—En el mismo Kwa Long, cerca de El Lago Dorado.
—Bien —suspiré—. Vamos.
Ya me encaminaba a la ventana.
—Sharar, espera.
—¿Por qué? —me detuve en la puerta de la habitación.
—Tenemos a ese hombre, Huang. Esta es la prueba —agitó la libreta en su mano—. Podemos
desmontar esta red, ayudar a muchas niñas, pero si los alertamos puede que lo hagan desaparecer
todo.
—Yo he venido a buscar a Shakti —dije sin aliento.
—¡Ya la tenemos! ¡Ahora hemos de actuar con tacto!
—¿Cuándo?
—Mañana.
—No —volvieron a llenárseme los ojos de lágrimas.
—Ya es tarde, va a anochecer. No podemos ir directamente a la policía, por si están
sobornados. Hemos de ir a una instancia más alta, y eso hay que hacerlo mañana por la mañana.
—No —repetí.
—Sharar...
—Tú lo dijiste. Una semana para prepararlas, diez días como mucho. ¿Y si es esta noche? ¿Y
si hoy la subastan? —se me cortó el aliento—. Yo no puedo esperar, Naz´rio.
—Hay muchas Shaktis, Sharar. No solo ella.
—Pero solo una es mi hermana.
Vacilamos los dos, hasta que Nazario pareció rendirse momentáneamente. Buscó un lápiz, un
pedazo de papel, y anotó entera la última página del registro de Huang. Lo hizo muy rápido, con
nervio, a veces sin respirar. El silencio quedaba tan solo roto por el trazo del lápiz en la hoja.
Agudizábamos los sentidos cada vez que pasaba un coche por la calle, por si era Huang de
regreso a casa. Cuando terminó de anotarlo todo dejó la libreta en su sitio e iniciamos la retirada.
Salimos por la ventana, y él ideó un sistema para que la parte superior volviera a caer sobre
la inferior una vez estuvimos fuera.
Nos marchamos sin dejar rastro.
Yo volvía a estar cerca de Shakti.
30

El Club Hollywood, que se escribía de una forma y se pronunciaba de otra según me contó
Nazario, no era tan grande como El Lago Dorado. Estaba en mitad de una calle y solo tenía un
acceso, pero sus luces eran tan o más brillantes que las de los demás, y en la entrada se apretaban
también las chicas que, sonrientes, se ofrecían a los clientes de la incipiente noche. Muchos ya
llenaban Kwa Long a la búsqueda de su chica, entraban y salían de los locales como las hormigas
del hormiguero, o paseaban con ellas muy cogidos, besándose a cada momento, tocándose,
bebiendo con impunidad.
—Supermercado de la carne —murmuró mi amigo.
—¿Qué?
—Nada —movió la cabeza—. Cosas mías.
—Naz´rio.
—¿Sí, Sharar?
—Shakti está ahí adentro.
No me respondió.
Le miré a los ojos. Noté su lucha interior. Se debatía en la peor de las batallas. Tenía que
decidir si salvaba a todas condenando, tal vez, a mi hermana, o si la salvábamos a ella
condenando, tal vez, a las demás.
Su lucha, sin embargo, no era mi lucha.
Yo me sentía egoísta.
Veía a Shakti encerrada en la sala blanca del Club Hollywood, desnuda, muerta de hambre y
de sed, soportando palizas para quebrar su resistencia, para que aceptara su inevitable destino
cuanto antes. Y la veía rendirse, decir que haría lo que le pidieran, y ser preparada para la noche
de su subasta, dándole comida, ropas, pintándola...
Yo solo veía eso en mi mente.
No conocía a las demás niñas.
Y aunque me sentía culpable por ese egoísmo, no me importaba.
—Tú eres un hombre. Puedes entrar —le sugerí.
—En muchos de esos lugares ya nos conocen. Estamos en guerra con ellos y no pasamos
inadvertidos. Más de una vez, matones a sueldo han atacado Arco Iris. No es tan sencillo.
—Inténtalo —le supliqué.
—Sharar —me sujetó por los brazos—. Ahí dentro hay personas muy peligrosas. Pueden
llegar a matar. No van a permitir que su negocio se les escape de las manos. Si tuviéramos dinero
podría entrar y tratar de comprar la libertad de Shakti. Pero no lo tenemos. Necesitamos lo poco
de que disponemos, gracias a la bondad de personas que viven a miles de kilómetros de distancia,
para dar de comer a los que podemos y entablar peleas legales contra esa gente.
—¿Y si mañana es tarde?
No agregué para mi hermana, no fue necesario.
Nazario se mordió el labio inferior. Con tanta fuerza que me pareció ver sangre en su
comisura. Apartó sus ojos de mí y los depositó en el Club Hollywood.
Una niña de Ukok, muy lejos de la capital, y un hombre de no sabía qué parte del mundo,
porque no se lo había preguntado, luchando solos contra todo.
El peso de esa realidad me aplastó.
—Hay un inspector... —susurró él.
—¿Quién?
—Se llama Pu San —lo pronunció despacio—. Contando con las pruebas que tenemos es el
único que puede ayudarnos.
—¿Esta noche?
—Tal vez.
—¿Ha ayudado antes?
—En alguna ocasión, casos puntuales, pero siempre es complicado. El problema es la
corrupción. No es fácil cambiar las cosas. El dinero lo mueve todo, y este negocio genera
millones. Mira cuántos hombres hay aquí, hablando lenguas de cien países, buscando lo mismo. Y
este no es el único destino del turismo sexual. En mi propio país, España, se está vendiendo la
imagen del sexo fácil. Sol, mar, bebida y sexo. Y se necesitan miles de Shaktis para eso.
—¿Dónde está España?
—Lejos —Nazario miró la luna—. Muy lejos.
—¿Vas a ir a hablar con ese hombre, Pu San?
—Me dirá que regrese por la mañana.
—¿Vas a ir?
—Iremos. Los dos.
—No —le mostré mi determinación—. Yo me quedo aquí.
—No —me mostró la suya—. Tú te vienes conmigo.
—¿Y si veo a Shakti?
—¿Y si haces una tontería?
—No voy a irme, Naz´rio.
Esbozó una sonrisa triste y sus ojos transparentes se empequeñecieron.
—Eres capaz de ponerte a gritar, ¿verdad?
No se me había ocurrido pero le dije:
—Sí.
Lo evaluó. Miró la calle, el Hollywood, la realidad de nuestra situación. Luego chasqueó la
lengua.
—Prométeme que no te moverás de aquí.
—De acuerdo.
—Prométemelo, Sharar.
—Te lo prometo.
—¿Me esperarás?
—Sí.
—¿Tarde lo que tarde?
—Sí.
Otro suspiro. Otro chasqueo.
Acercó su rostro al mío y me hizo algo que me llenó de emoción, me hizo estremecer, pobló
todo mi cuerpo de sensaciones hermosas.
Me dio un beso en la mejilla.
Después se alejó de mí.
31

Lo que más recuerdo de aquella espera fueron mis pensamientos.


Todo lo que pasó por mi mente.
Vi a mi madre, Maha Tai, embarazada de Shakti cuando yo era una niña. Y la recordaba
porque para mí, Shakti había sido un regalo, una bendición. Los demás embarazos posteriores se
confundían, pero el de Shakti estaba vivo en mí a pesar de que yo era muy pequeña. Mamá estaba
tan segura de que era otra niña que nunca dudé de su certeza. Vi a mi padre, Wat Shu, trabajando
en el campo, siempre humilde, siempre con la cabeza baja, sin apenas reír jamás, luchando por
extraer de la tierra una vida que a veces se le negaba. Vi a mis hermanos varones, Ko Won y
Mandapa, auténticos diablos, llenos de energía, burlándose de todo, pero creciendo fuertes para
tomar el relevo cuando fuera necesario. Vi a Vhirma y a Mai Lei, aún pequeñas, felices porque no
sabían que en el mundo había lugares como Kwa Long y templos de la maldad como El Lago
Dorado o el Club Hollywood. Vi a Yai, mi último hermano, al que había llegado a odiar porque
sentía que era el culpable de la ausencia de Shakti. Su boca de más era la causa de que el fantasma
del hambre se hubiera asomado por la esquina de nuestras vidas. Vi a la abuela Tog, con sus
arrugas milenarias, sus manos ásperas pero bondadosas, sus ojos vueltos más hacia adentro que
hacia afuera, porque afuera ya apenas si tenía nada salvo nosotros, mientras que en su interior
estaban los recuerdos hermosos de toda su existencia. Vi a mi hermano muerto, Mang, y al que
nació también sin vida y jamás tuvo nombre. Los vi a todos. Más aún, los sentí a todos.
Como si estuviera ante mi hora más decisiva.
Pero no solo vi a mi familia. Allí, en mi cabeza, flotando de un lado a otro junto a ellos y sus
voces, estaban también todos los demás: la señorita Wu, seguramente muy preocupada por mi
ausencia; la señora Knang, en su tienda; Shaon y su sonrisa perdida a la espera de mi regreso; el
pueblo entero, las montañas de Dong La, el cielo y la tierra, mis amigos y amigas, vecinos...
Y supe que no solo estaba luchando por Shakti.
Luchaba también por ellos.
Me costaba fijar mi vista en el Club Hollywood. Hubo ocasiones, durante aquella hora, en
las que todo se movía, los sonidos estallaban en mi mente, escuchaba zumbidos extraordinarios,
como si tuviera en mi cabeza un millón de avispas. El mundo entero se puso a danzar ante mis ojos
temerosos y sentí mucho miedo. Yo formaba parte de una película, y al mismo tiempo que era la
protagonista también era una espectadora. Tuve que sentarme en el suelo, descargar todas mis
emociones y llorar, vaciarme. Comprendí que estaba tan cerca que ya no había vuelta atrás. Casi
podía sentir a Shakti; cerca, para experimentar aquel agobio y aquella expectación.
A mi alrededor el bullicio de la noche era ya implacable. Música, gritos, cantos.
Y por extraño que pareciera, nadie reparó en mí. No se me acercó ningún hombre. Era un
bulto inanimado situado a un lado de la agitación de la calle y del barrio.
Era estremecedor.
Más gente que nunca.
En lo último que pensé fue en las personas de Arco Iris, luchando en solitario contra todo
aquello.
Una isla en mitad de las olas de un mar embravecido por la tormenta.
Granos de arena...
Hasta que apareció Huang, en persona, como un paseante más, y se metió en el Club
Hollywood.
32

Huang allí.
Huang dentro del Club Hollywood.
El hombre que se dedicaba a engañar a padres y madres de los pueblos, trayendo niñas al
infierno. El primer eslabón de la cadena.
Aquella noche yo supe lo que era el odio.
Lo que tenía en la cabeza desapareció. Mi padre, mi madre, mis hermanos, mis hermanas, la
abuela, mi profesora...
Solo estaba yo, allí afuera, y Shakti, allí dentro, con Huang en medio.
Las preguntas se me dispararon como flechas, hundiéndose en cada recoveco de mi cerebro.
¿Y si Huang volvía a llevarse a Shakti? ¿Y si mi hermana no se doblegaba y se la devolvían a
él? ¿Y si era la noche de su subasta? ¿Y si el propio Huang la quería para sí mismo? ¿Y si estaba
muerta?
¿Y si...?
Me quedé sin aliento, muerta de miedo, mirando por la calle, arriba y abajo, a la espera del
milagro que hubiera sido ver aparecer a mi nuevo amigo con la policía.
Más preguntas.
¿Y si la ley no le hacía caso? ¿Y si su amigo inspector le decía que mañana? ¿Y si pese a
todo llegaban tarde?
No fui consciente de que me había puesto en pie, y de que caminaba en línea recta hacia la
entrada del Club Hollywood, hasta que me bañaron las luces de su fachada y la música me
atravesó de lado a lado.
Atravesé la primera puerta, con las candidatas exhibiéndose en ella.
—Mirad a esa.
—¿Adónde cree que va?
—Ni lavada y pintada la querría nadie.
—¡Eh, espantajo, que nos asustas a los clientes!
—¿Estás sorda?
No llegué muy lejos una vez dentro. El hombre surgió delante de mí, vigilante, cubriéndome
con una mirada de disgusto y una mueca de asco. La tintura roja que Nazario me había puesto en
las heridas era más escandalosa que ellas.
—Tú —me dijo—. Párate ahí.
Yo no me arredré. Ya no sentía apenas nada, y menos miedo. Precaución y recelo sí. Tensión
y prudencia sí. Miedo no.
Miré al hombre, joven, musculoso.
—Tengo un recado para Huang.
—¿Quién eres? —dudó.
—Una amiga —mentí.
—Huang no está aquí.
—Acaba de entrar.
Mantuve el tono de su mirada con la mía. No parpadeé. Creo que aquella espera previa me
hizo vaciar el alma, desnudarla. No iba a salvar a Shakti siendo una niña de quince años. Ni
siquiera la ayudaría. Tenía que ser una mujer, una de ellos, un animal de ciudad dispuesto a todo.
—Dámelo a mí —me desafió el hombre.
—No puedo. Es personal.
Otro pulso ocular. Más breve.
—Ahí dentro, al fondo —indicó el celador del Club Hollywood.
Continué mi avance. Ya tenía mi cuerpo en el interior del local. Mi mente mientras tanto
corría por delante de mí, gritando en el silencio el nombre de mi hermana. Lo mismo que en la
película anterior, había dos personas habitando el espacio de mi ser. Una la que caminaba paso a
paso por el infierno. Otra la que giraba y daba vueltas a mi alrededor. Y las dos estaban muy
separadas.
Apareció un segundo hombre, mayor que el primero.
—Busco a Huang. Me ha dicho el de la entrada que estaba por aquí —no le dejé hablar.
Hizo un simple gesto, lleno de indiferencia.
—Por ahí.
Me encontré en la zona de las habitaciones. Las escenas de El Lago Dorado se repitieron.
Luces rojas en las puertas cerradas, espacios vacíos en las que estaban abiertas, mujeres y
adolescentes casi desnudas o desnudas del todo con hombres mayores y viejos, en algunos casos
tan gordos que parecían falsos budas... Intenté abstraerme, aunque a las jóvenes las miraba por si
reconocía en alguna a mi hermana. Luego me dije que no, que Shakti no le habría sonreído al
infortunio tan rápido. Ni a palos.
Shakti era tozuda.
¿Dónde podía estar la sala blanca del Club Hollywood?
No podía preguntar.
Llegué al fondo del local, a una especie de distribuidor con dos puertas a la derecha y otras
dos a la izquierda. La central, más grande y entreabierta, comunicaba con un almacén. Ya no me
quedaba más opción que arriesgarme.
Escogí las de la izquierda prescindiendo de las luces y abrí la primera. Dentro me encontré
con un hombre pelirrojo que tenía a dos mujeres encima. Los tres, pese a sus posturas grotescas,
volvieron la cabeza al escuchar el ruido de la puerta. La cerré de inmediato mientras la protesta
del hombre se estrellaba en ella. En la segunda solo había un cliente y una chica, adolescente. Sus
gemidos me atravesaron la razón. En este caso la única que miró hacia mí fue ella, que estaba
encima, arrodillada sobre él. Frunció el ceño, cambió de expresión una fracción de segundo, y
luego volvió a gemir fingiendo un éxtasis que no sentía mientras yo les devolvía la intimidad.
Quedaban las puertas de la derecha, con las luces rojas apagadas.
Dos habitaciones vacías.
No entendía nada. Si Shakti estaba allí... ¿Dónde tenían la sala blanca en el Club
Hollywood?
Miré la puerta entreabierta que comunicaba con el almacén y me colé por ella sin detenerme
a pensar que, cuanto más penetraba en las entrañas del local, menos posibilidades tendría de salir.
Lo hice a tiempo porque, a mi espalda, escuché voces acercándose por el pasillo del club.
Por precaución me escondí a un lado, entre las sombras de dos pilas de cajas de bebidas.
Nadie entró en el almacén.
Pero no disponía de mucho tiempo. Una niña había entrado preguntando por Huang. Si no
salía, o lo hacía él sin poder responder a la pregunta que tal vez le hiciera el hombre de la
entrada, me buscarían.
La sala blanca de El Lago Dorado tenía un cierre exterior.
Y allí, a la izquierda, bañada por una tenue luz cenital, había una puerta con un cierre
exterior.
Cubrí los tres pasos que me separaban de ella y apoyé el oído en la madera. El único sonido
que llegó hasta mí fue el de la lejana música, pero nada al otro lado. Mientras subía el pestillo
detuve la respiración. De alguna forma entendí que era mi última posibilidad.
Eso y Nazario.
Al abrir la puerta percibí dos cosas. La primera, el hedor que emanaba de su interior. La
segunda, la absoluta oscuridad que envolvía el lugar. Una oscuridad que fue menguando a medida
que la luz de la bombilla del almacén fue barriendo las sombras, convirtiéndolas en penumbra.
El cuerpo estaba al fondo, arrebujado sobre sí mismo.
Vestido.
Fue la ropa, antes que ninguna otra cosa, la que me hizo reconocer a mi hermana.
33

No podía entornar la puerta, porque entonces el interior volvería a quedar sumido en la


oscuridad. La dejé abierta, arriesgándome al máximo, confiando en la misma buena estrella que
me había permitido llegar hasta allí, y caminé hasta Shakti con el corazón encogido.
No podía estar muerta. Habían pagado por ella.
La estaban reeducando, ablandando, convirtiendo.
Me arrodillé a su lado. Mi hermana era una sombra de la niña que había sido tan solo unos
días antes. Demacrada, ojerosa, con los labios apenas intuidos en las formas de su rostro, sucia,
muy delgada, como si no hubiera tomado ningún alimento desde que se fue de casa...
No supe qué hacer.
Así que le puse una mano en la boca, para que no gritara, y susurré su nombre.
—Shakti.
Tardó en reaccionar. Primero tuvo un estremecimiento. Después entreabrió los ojos apenas un
par de milímetros.
—Shakti, soy yo, Sharar.
Los dos milímetros fueron tres, y cuatro, y cinco.
El estremecimiento se hizo temblor.
—Tranquila.
Sus ojos se dilataron del todo al reconocerme. Creo que en ese momento se imaginó lo más
dulce: que todo había sido una pesadilla. Pero cuando sus pupilas me atravesaron y reconocieron
el entorno de su cárcel, reapareció en ella el dolor.
El miedo y la angustia de una niña enfrentada a lo peor.
No comprendió qué sucedía, qué hacía yo allí. Parpadeó y se aferró a mi cuerpo. El suyo
vibraba. Ya no era un temblor, era un terremoto. Lo sacudían un millón de fuerzas opuestas,
chocando entre sí, agitándola sin orden ni concierto. Yo acerqué mi rostro al suyo para que mis
palabras llegasen a su conciencia.
—Shakti, estoy aquí, he venido a buscarte. Ahora voy a quitar mi mano de tu boca, ¿sí? No
hagas nada, solo escúchame. Todavía tenemos que salir de este lugar. Tranquila, por favor. Ssh...
Tranquila.
La miré a los ojos.
Y Shakti asintió con la cabeza.
Entonces retiré la mano.
—Sharar... ¡Oh, Sharar!
Nos abrazamos en silencio y cuando quiso volver a hablar la contuve. Si el lugar olía mal,
ella olía peor. Pero era mi hermana y la abracé lo más fuerte que pude.
—Lo sé —susurré junto a su oído—. Nos engañaron. Te lo contaré después. Ahora debemos
irnos. ¿Puedes tenerte en pie?
Se habría puesto de pie aun estando muerta. La posibilidad de acabar con su pesadilla le
infundió nuevos ánimos. Yo la ayudé. Sus rodillas se le doblaron. Las piernas no resistieron
mucho. Pero sostenida por mí dio su primer paso, y luego un segundo, y un tercero.
Por desgracia su aspecto era triste, tan deplorable que...
Salimos fuera de su cárcel. Cerré la puerta con el pestillo, por si acaso, y busqué una puerta
que, como en El Lago Dorado, comunicara el local con un callejón trasero. No había ninguna. Al
menos allí. La única salida estaba en el mismo lugar por el que había entrado yo minutos antes.
Si lográbamos llegar a la calle...
¿Una oportunidad?
—Vamos, sígueme —seguí sosteniéndola.
Alcanzamos el distribuidor de las cuatro puertas. Caminamos por el largo pasillo interior del
Club Hollywood. Creí que teníamos la suerte de nuestro lado. Nadie nos interrumpió. Nadie. Al
llegar a la parte externa, con el bar, las luces y las chicas en la puerta reclamando a los hombres
que pasaban por la calle, todo fue distinto.
Apareció él.
El hombre joven al que había engañado al entrar.
—¡Eh, eh! ¿Adónde vais? ¿Se puede saber...?
Casi no me atreví a mirarle, pero lo hice. Su rostro mostraba lo absurdo de la escena y la
incomprensión que lo invadía. No parecía muy listo, solo un vigilante, pero tampoco era tonto.
—Ha habido un error —dije buscando la mayor de las seguridades—. Esta chica no sirve.
—¿Cómo que no sirve? ¿Y quién eres tú para venir a por ella?
—Habla con Huang —moví la cabeza señalando hacia el interior del local.
Yo solo quería salir de allí con Shakti. Poner un pie en la calle.
El hombre no se movió.
—¡Huang! —llamó.
Intenté continuar. Dejé de sostener a Shakti, una vez comprobado que se mantenía en pie, y le
di la mano. Me la apretó muy fuerte. Su rostro la traicionaba.
—¡Quietas! —nos interceptó el hombre. Y volvió a gritar—: ¡Huang! ¡Mamá Pao!
Yo hubiera podido burlarle y echar a correr. La distancia hasta la calle era tan solo de unos
cuatro o cinco metros. Shakti no. Y si la dejaba y la perdía, porque la podían trasladar a cualquier
otra parte, no me lo perdonaría jamás. Estábamos juntas.
Ahora sí.
—¡Apártate! —le dije al hombre.
Las chicas de la puerta miraban hacia nosotros. Sabía que ninguna nos ayudaría, así que no se
lo pedí.
—¿Qué está sucediendo aquí? —oí una voz de mujer a mi espalda.
Volví la cabeza. No sabía si era la dueña o la encargada, pero desde luego era una mujer
poderosa. Me bastó con verle el rostro, hermético, y también su vestido de seda rojo, sus uñas
largas y pintadas, el cabello primorosamente peinado.
—Esa niña —el hombre me apuntó con un dedo—. Ha entrado diciendo que traía un recado
para Huang y ahora pretende salir con ella —señaló a Shakti—. Dice que no sirve.
La mujer a la que el vigilante había llamado Mamá Pao se plantó frente a nosotras.
Era muy hermosa. Pero daba miedo.
—¿Quién eres tú? —me preguntó.
—Déjenos salir —mantuve como pude la firmeza de mi voz.
—Ella me pertenece —puso su mano derecha en el hombro de Shakti.
—No es verdad —dije yo.
—¿Quieres quedarte también tú?
Tenía que pensar rápido, decir cualquier cosa, y lo hice.
—Huang la engañó.
—¿A qué te refieres?
—Engañó a mis padres y la engañó a usted. Ahora la policía lo sabe todo.
Creía que la palabra policía la asustaría y no fue así.
Nazario ya me lo había dicho.
Mamá Pao hizo dos cosas. La primera, abofetearme, con una fuerza que casi hizo que cayera
al suelo, y tan rápidamente que ni pude reaccionar. La segunda, dar media vuelta, furiosa, mientras
le ordenaba a su servidor:
—¡Llévalas a la habitación de las nuevas! ¡Y búscame a Huang!
34

Volvíamos a estar en el mismo sitio donde había encontrado a Shakti.


A oscuras, sin apenas poder respirar, con ella abrazada a mí y ahora derrotadas las dos, su
llanto era más que amargo. Reflejaba el patetismo de la situación. Yo le había devuelto la
esperanza. Unos minutos de luz. ¿Y para qué?
No me quedaban fuerzas ni para hablar, pero de alguna forma el sonido de nuestras voces era
lo único que teníamos, además de aquel abrazo con el que queríamos fundirnos una con la otra.
—¿Qué... estás haciendo aquí? ¿Cómo...?
—Vi al hombre que engañó a papá —le acaricié la cabeza—. Me subí a su camioneta y
llegué hasta aquí.
—¡Pero ahora también te tienen a ti!
—Tengo un amigo —proclamé sin estar del todo segura de lo que decía.
—¿Un... amigo?
—Se llama Naz´rio y sabe que estoy aquí. Vendrá a buscarme y nos sacará a las dos.
—¡Nadie puede venir aquí a hacer nada que no sea estar con nosotras!
—Él sí. Trabaja en una ONG.
—¿Una qué?
—Una ONG.
—¿Y eso qué es?
—Son personas que ayudan a otras personas.
—Eso no existe.
Recuerdo la forma en que lo dijo, la densidad de su desesperanza, el profundo abismo en el
que enterró sus palabras. Habían bastado aquellos pocos días para romperle sus sueños de niña,
quebrar su resistencia. Más que odio, lo que sentí por toda aquella gente fue aberración.
Eran monstruos.
¿Qué hacían los monstruos viviendo en la tierra?
—Sí existe —le besé la frente—. Confía en mí. Naz´rio no me dejará aquí.
Nuestra conversación se vio bruscamente interrumpida por el sonido del pestillo al alzarse.
Casi al mismo tiempo, se hizo la luz. La solitaria bombilla que colgaba del techo, a una altura
superior a la normal para que no la alcanzásemos, osciló impelida por una corriente de aire al
abrirse la puerta de nuestra cárcel.
Ella la había llamado habitación de las nuevas.
Vimos a Mamá Pao y a Huang. Ninguno de los dos parecía sentirse muy contento. Mientras él
me miraba a mí, con el ceño fruncido, ella le miraba a él, esperando algo.
—¿Y bien? —exclamó.
—No tengo ni idea de quién es —dijo Huang.
—¿No la conoces?
—¡No!
—Pues ella bien que parece conocerte a ti.
El hombre de la camioneta, el mensajero del miedo, acabó de entrar en la habitación,
dominando el gesto de asco que le producía aquel hedor. Se acercó a nosotras sin dejar de
taladrarme con sus ojos oscuros. Yo me vi ante él, más cerca de lo que jamás había estado antes,
porque en mi viaje, en el techo de la camioneta, cada uno era invisible a los ojos del otro.
Volví a sentir aquello, la misma sensación de la primera vez.
Sonrisa amarilla, dientes negros, moviéndose igual que una serpiente y acechando como una
araña.
Pero esta vez no sonreía.
Me agarró por el cuello y tiró de mí, hacia arriba. Como Shakti seguía abrazada, su peso me
hizo tanto daño como la mano de mi opresor. Tuve que soltarme de ella. Apenas si podía respirar.
Siguió subiéndome, hasta que mis pies apenas si rozaron el suelo.
Sus ojos eran de veneno.
—¿Quién eres tú? —me preguntó.
Intenté responderle, pero no pude.
Me ahogaba.
—¿De qué me conoces? —insistió.
Mamá Pao llegó hasta nosotros. Llevaba una mano sobre la nariz y la boca, intentando no
respirar aquel aire contaminado.
—Vas a matarla —le previno.
La presión de la mano de Huang decreció. Permitió que mis pies volvieran a depositarse en
el suelo. Lo justo para dejarme hablar.
—En...ga...ñaste a mi... padre.
—¿Quién es tu padre?
Temí que si se lo decía, fuera a por él, creyendo que me había enviado a buscar a Shakti.
—Tienen... pruebas...
—¿Qué pruebas?
Tampoco podía hablar de su libreta. La destruiría, o la escondería. Necesitaba tiempo.
—Por... favor...
No hice mella en su caparazón.
Ahora sí sonrió.
—Bueno, ¿qué importa? Tienes una nueva chica, Mamá Pao. Y gratis.
—Ha dicho algo de la policía.
—¿La policía? ¿Y a ti qué más te da?
—¡Huang!
—No es más que una niña estúpida.
—Una niña estúpida que sabía donde estaba su hermana y que ha dicho algo de la policía —
insistió la mujer.
—De acuerdo —suspiró él—. ¿Qué quieres que haga?
—Hazla hablar.
—¿Quieres que hable? ¿Solo eso?
—Sí.
—Entonces déjame con ella y con su hermana.
—No la mates —le previno.
—Un poco de dolor no mata. Ni tampoco un mucho.
—Que no alborote. La noche está empezando y hay muchos clientes.
—Tranquila, Mamá Pao. Tranquila.
Vi cómo la mujer se retiraba, cómo entornaba la puerta, cómo nos dejaba a solas con él.
Shakti rompió a llorar y a gemir, abrazada a sí misma, igual que si su mente buscara un resquicio
para perderse del todo. Yo acabé en el suelo, empujada por Huang.
La navaja que apareció en su mano fue lo mismo que un grito en aquel pequeño confín del
mundo.
35

El lugar olía mal, pero el aliento de Huang olía peor.


Me lo echó a la cara.
—Habla —lo acompañó con sus primeras palabras.
Muy suaves.
Ante mi silencio, no acercó su navaja a mi cuerpo, sino al de Shakti.
—Habla —repitió.
—No le harás nada. Sé que vale dinero para vosotros, que vais a subastarla...
—Sabes mucho —me dio un cachete sin apenas fuerza con su otra mano.
La navaja pinchó el brazo de Shakti.
Ella se aplastó más contra la pared. Se llevó una mano a la zona herida y levantó la cabeza.
Nos miró. Bajo la pátina de la locura que se extendía por su ser mostró toda la inocencia de su
niñez maltratada. Si íbamos a morir, deseé que ella ya hubiese iniciado el tránsito.
—No le hagas daño —le pedí sin que en mi voz aletease una súplica a pesar de mi miedo.
La navaja se acercó a su rostro. Se detuvo a un par de centímetros de sus ojos.
—Habla —dijo por tercera vez.
—Soy su hermana mayor —me estremecí.
—Eso ya lo dijiste antes. ¿De qué me conoces?
—Te vi comprando niñas.
Mi aseveración le hizo reflexionar unos segundos.
—¿Dónde?
No podía decir Ukok. Yo le había seguido desde el mercado de Hu Kai Nang.
—Hu Kai Nang.
—¿Y cómo has llegado hasta aquí?
—Me subí a la camioneta.
—¿A la camioneta? ¿Qué camio...? —la sorpresa le hizo perder la concentración.
La navaja seguía cerca de los ojos de Shakti.
—Tu camioneta.
Huang me dio una bofetada, un poco más fuerte que la primera.
—Mientes —dijo en un tono muy persuasivo.
—Te llevaste a dos niñas de Hu Kai Nang. Te detuviste en una gasolinera para llenar el
depósito. Ya no paraste hasta llegar a tu casa, en Ha Huai Po.
La tercera bofetada fue ya muy fuerte.
—Eso no es posible.
—Me escondí arriba, en el cajón.
—¡Te habría visto!
—No si no sabías que yo podía estar allí. Nadie mira a un lugar si no es por un motivo.
Huang encajó el golpe. No supo si echarse a reír o preocuparse. La navaja dejó de apuntar a
Shakti y regresó a mi rostro. La hoja se hundió en mi mejilla sin llegar a herírmela. Bastaba la
presión.
—Viene la policía, en serio —le advertí—. Déjanos marchar.
—¿Eres estúpida o qué? Peor, ¿me tomas por estúpido a mí?
—Sin nosotras no hay caso, no hay pruebas. ¡Déjanos ir!
—¿Crees que la policía le haría caso a alguien como tú? ¡Mírate! ¡Menudo desecho!
Además, ningún policía vendría aquí, como no sea para pasar un buen rato. ¡Maldita niña!
Sentí el pinchazo, y la gota de sangre resbalando por mis mejillas.
Shakti gimió.
—No es solo la policía, él se llama Pu San.
Ahora sí, el nombre le afectó. Debían de conocerlo. Tal vez fuera alguien realmente limpio,
alguien en quien confiar, como me dijo Nazario. Ni siquiera sé por qué pronuncié su nombre.
Huang parpadeó y su mano tembló un instante. Sentí el cosquilleo en mi mejilla. La gota de sangre
que resbalaba por ella llegó hasta mi barbilla y saltó al vacío.
—Voy a matarte y a echar tu cuerpo a los perros —me dijo al oído.
El tiempo se hace eterno cuando aguardas la muerte.
Y también muy corto.
Cerré los ojos y esperé. No se oía nada.
Aquel silencio...
Hasta que, de pronto, en ese momento, se escuchó todo.
Primero fue un eco lejano, gritos y órdenes dadas en voz alta. Un pequeño caos que parecía
distante. Después el eco se hizo mayor. Los gritos fueron más audibles. Los acompañaron unos
silbatos.
—¡Quietos!
—¡Qué nadie se mueva!
Abrí los ojos.
Huang ya no tenía la navaja apoyada en mi mejilla. Miraba en dirección a la puerta, a medida
que el griterío exterior se acentuaba y se hacía más claro. Nos encontrábamos en la parte de atrás
del Club Hollywood, así que fuera quien fuera el causante de aquello, tardaría en llegar. Quizás
demasiado.
Por primera vez escuchamos una palabra mágica:
—¡Policía!
Miré a Shakti. Tenía los ojos tan abiertos que casi se le caían las pupilas. Sentada, con las
rodillas en alto y abrazada a sí misma, apenas si ofrecía un pequeño bulto como muestra de su
vida. Huang soltó una imprecación.
—Te lo dije —susurré.
El resto fue muy rápido.
El traficante de niñas levantó su mano armada. Nunca he sabido si iba a descargar el golpe
mortal sobre mí o si pretendía levantarse para escapar. Tampoco sé si actué en defensa propia o si
por mi mente pasó una sola idea: que si él seguía libre continuaría comprando niñas en los
pueblos para nutrir los negocios sexuales de la capital. Lo único cierto es que de pronto yo estaba
golpeándole y arañándole, pegada a él, y que en su mano ya no estaba el cuchillo, que se había
caído al suelo a causa de mi ataque.
Mi impulso lo derribó hacia atrás.
Pero no duré demasiado.
Era más alto, más fuerte, y por mucha que fuera mi rabia él estaba desesperado y la suya era
mayor, como la de cualquier rata acorralada. Se deshizo de mí con una facilidad asombrosa y me
derribó al suelo con un simple golpe. Quedé tan aturdida que no pude volver a levantarme.
Pudo haber huido, o intentarlo, y, sin embargo, lo que hizo fue ponerse encima de mí y
rodearme el cuello con sus dos manos.
—¡Maldita seas! —me dijo.
Apretó mucho, y muy fuerte, así que creí que iba a partirme el cuello antes incluso de
ahogarme. Lamenté que lo último que vieran mis ojos en este mundo fuese su rostro virulento y
enrojecido. Sentí aquella presión.
Hasta que decreció.
Perdió fuerza.
Por entre el velo rojo de mi último aliento vi cómo Huang se estremecía, cómo retiraba las
manos de mi garganta, cómo volvía la cabeza hacia atrás mostrando un rostro estupefacto e
incrédulo.
Shakti estaba allí, de pie.
Y la navaja en la espalda de Huang.
Cayó de lado y no se movió. Nos miró desde el suelo. Los gritos se acercaban a nosotros. No
tardarían en aparecer por el almacén y verían la puerta abierta de nuestra celda. Creo que incluso
escuché la voz de Nazario gritando mi nombre. O tal vez fue una ilusión más.
Primero retrocedí asustada, gateando de espaldas, para seguir vigilando a Huang. A duras
penas me incorporé y tosí. La cabeza aún me daba vueltas. Shakti vino hacia mí y nos abrazamos.
Huang continuaba tendido en el suelo, mirándonos con sus terribles ojos oscuros.
No podía atraparnos, estaba inmovilizado. Tiré de mi hermana y nos deslizamos hacia la
puerta. La mirada de Huang nos siguió paso a paso, como un animal al acecho. Temí que pudiera
saltar sobre nosotras.
Entonces le vi sonreír.
Y supe que su herida no era mortal.
Lo supe.
Dejé a Shakti en la puerta y vi los primeros uniformes avanzando hacia nosotras. También vi
a Nazario al fondo. Volveríamos a casa. Pero Huang iría a un hospital, le curarían, y algún día...
—Espera —le dije a mi hermana.
Retrocedí, entré de nuevo en la habitación y no perdí ni un segundo. La determinación que me
guiaba era tan colosal que ahora me doy cuenta de que ya no era yo, sino una persona desconocida
que habitó en mí durante aquellos terribles segundos. Tampoco es que me importe. No siento
remordimientos. No siento vergüenza. No siento nada.
Ni lo sentí entonces.
Le quité el cuchillo a Huang. Lo desenterré de su espalda. Se estremeció y gimió.
Luego se lo hundí en la garganta, hasta el fondo.
36

Aquella noche dormimos en Arco Iris.


Pensaba que no podría hacerlo, que ya nunca lograría conciliar el sueño, pero nos bastó
tendernos juntas para cerrar los ojos y abandonarnos. Previamente, mi hermana fue examinada por
una mujer. Era médico. Quería llevarla a un hospital, pero ella se negó a quedarse sola. Se aferró
a mí como una cría a su madre. Comió, bebió, le dieron unas medicinas, y decidieron que
estaríamos mejor juntas en la sede de la ONG.
Al día siguiente volvieron a examinarnos a las dos. A pesar de aquellos días de sufrimiento,
Shakti estaba bien. La alegría de estar conmigo y a salvo hizo el resto. Nazario no se enfadó
conmigo por haber entrado en el Club Hollywood. Me contó que las pruebas contra Huang eran
definitivas, y por extensión a los locales que compraban niñas. La prostitución era legal, lo otro
no.
Pese a todo...
—No van a cerrar Kwa Long, ¿verdad?
—No —dijo él.
—Pero siempre habrá niñas...
Nazario bajó los ojos.
—Seguiremos estando aquí para salvar a las que podamos.
—Granos de arena.
—Granos de arena —repitió él.
—Dime por qué.
—Porque así es el mundo, con lo bueno y lo malo, aunque lo malo nos parezca tan
monstruoso como esto. Este país, y otros, reciben mucho dinero de esos turistas. Muchísimo. Es ya
parte de su economía. El sexo nació con la vida, con el mundo. Hay una demanda y hay una oferta.
Lo llaman ley de mercado.
—No lo entiendo, Naz´rio.
—Lo sé.
Me cogió la mano y me la apretó.
—Crece rápido y vuelve un día aquí, a ayudarnos —me pidió.
—¿Podría?
—Claro.
—Entonces sí, lo haré.
—Pero antes tienes que prometerme algo.
—¿Qué?
—Que aprenderás a pronunciar bien mi nombre.
—Naz´rio.
—Na-za-rio.
—Nazzz-a-rrrio.
Se echó a reír.
Nazario me habló aquella tarde mucho rato, de cosas que entendía y de cosas que no
entendía. Me habló de planificación familiar, de por qué nosotros teníamos tantos hijos, aunque
luego no pudiéramos alimentarlos, y de por qué en occidente las mujeres solo tenían uno o dos.
Me habló de enfermedades como el sida. Me habló de los radicalismos religiosos que enfrentaban
a los pueblos hasta la locura. Me dijo que existían personas segregadas por el color de su piel,
por sus creencias, por guerras tribales y por conflictos que, en muchos casos, les eran ajenos. Me
habló del petróleo, de la economía, de la corrupción, de palabras hermosas como igualdad o
libertad que, a su vez, eran siempre las primeras en ser barridas de la vida. Y me habló de la
esperanza.
Su esperanza. Mi esperanza.
—Estudia, y lee mucho —suspiró con emoción—. Solo así tendrás el futuro en tus manos.
Yo pensé en Shaon.
Tenía mucho que contarle, y mucho que pedirle. No bastaba con sonreír a alguien. El amor
también era compromiso.
Volvería a Arco Iris, con o sin él.
—¿Cuándo iremos a casa?
—Mañana. Deja que Shakti se recupere un poco más.
—¿Cómo...?
—Yo os llevaré, no te preocupes. Y hablaré con vuestros padres.
Fue entonces cuando la voz de Shakti irrumpió con aquella rotundidad.
—Yo no quiero volver.
Miré a mi hermana. Su rostro era una máscara.
—¡Shakti!
—¡Papá me vendió!
—¡No sabía...!
—¡Me vendió!
Creo que aún no había llorado por ello, y lo hizo en ese momento. La abracé fuerte y dejé que
se desahogara. Cuando su respiración se acompasó, le hablé de forma suave, la forma en que se
cura con palabras a un animalillo herido.
—Se equivocaron, pero no les culpes por ello. Creían que te daban una vida mejor. Les
engañaron. Ukok es un pueblo lejano, perdido. Nadie sabe de él salvo nosotros. Y ahora sé que el
mundo es muy grande, y hay muchos Ukoks en él, y muchos padres que tampoco conocen las dos
caras de la vida. Por eso hemos de volver, y contarlo, y hacer que no solo en Ukok, sino en los
otros pueblos, se aprenda la verdad.
—Les odio...
—No digas eso —la apreté muy fuerte—. Después de irte tú ya nada fue igual. Era peor que
si hubieras muerto. Peor que nada. Ahora saben lo mucho que te necesitan.
La besé en la frente.
Se relajó.
—Tú también eres un grano de arena, Shakti —musité.
—¿Y eso qué significa? —balbuceó ella.
—Que eres muy, muy importante, porque sin ti no habría playas.
Sé que no me entendió.
Pero en ese momento poco importaba.
Volvíamos a casa, y tenía mucho tiempo para aprenderlo.
Tlaquepaque y Guadalajara, México, diciembre 2004
Panamá, enero 2005
Vallirana, junio 2005
SI LO QUE TE HA GUSTADO DE ESTE LIBRO ES QUE DENUNCIA UNA SITUACIÓN
TERRIBLE QUE, DESAFORTUNADAMENTE, VIVEN MILES DE NIÑOS, ENTONCES NO
PUEDES PERDERTE MATERIAL SENSIBLE, una auténtica llamada al compromiso. Quién
sabe, quizá después de leerlo sientas ganas de aportar tu granito de arena…
Material Sensible
Jordi Sierra i Fabra
¿ERES DE LOS QUE PIENSA QUE ESTE TIPO COSAS SOLO PASAN EN PAÍSES
DONDE LA POBREZA ES EXTREMA? PUES TE EQUIVOCAS. EN LAS COSAS CLARAS,
conocerás a Marga, una adolescente española que lleva una vida más o menos acomodada y que,
de la noche a la mañana, se verá metida en una oscura trama de pederastia en la que está
directamente implicado uno de sus compañeros de clase.
EL LIBRO QUE ACABAS DE LEER PONE DE MANIFIESTO LA IMPORTANTE LABOR
QUE MILES DE ONGs LLEVAN A CABO EN TODO EL MUNDO. SI QUIERES LEER MÁS
SOBRE EL TEMA, QUIZÁ TE GUSTE LA HISTORIA DE IQBAL. Se trata de una novela
basada en la vida de un personaje real, el niño que da título al libro y que, en la década de los 90,
protagonizó una verdadera cruzada, secundado por una ONG, a favor de los derechos y liberación
de los miles de niños que viven como esclavos.
Jordi Sierra i Fabra nació en Barcelona en 1947. Publicó
su primer libro en 1972, ha escrito más de quinientas
obras, ha ganado casi 40 premios literarios a ambos lados
del Atlántico y ha sido traducido a 30 lenguas. Ha sido
dos veces candidato por España al Nobel de literatura
juvenil, el premio Andersen, y otras dos al Astrid
Lindgren, en 2007 recibió el Premio Nacional de
Literatura del Ministerio de Cultura y en 2013 el
Iberoamericano por el conjunto de su obra. Las ventas de
sus libros superon los doce millones de ejemplares en
2017.
En 2004 creó la Fundació Jordi Sierra i Fabra, en
Barcelona, y la Fundación Taller de Letras Jordi Sierra i
Fabra, en Medellín, Colombia, como culminación de toda
una carrera y de su compromiso ético y social. Desde
entonces se concede el premio que lleva su nombre a un
joven escritor menor de dieciocho años. En 2010, sus
fundaciones recibieron el Premio IBBY-Asahi de
Promoción de la Lectura. En 2012 se inauguró la revista literaria on line, gratuita,
www.lapaginaescrita.com y en 2013 el Centro Cultural de la Fundación en Barcelona, Medalla de
Honor de la ciudad en 2015, Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes 2017, Creu de Sant
Jordi en 2018 .
Más información en la web oficial del autor, www.sierraifabra.com.
Otros libros del autor en www.editorialsif.com.

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