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La lonchera de los Power Rangers

La lonchera de los Power Rangers era roja. Mi mamá me guardaba una fruta, un jugo Hit,

unas galletas saladas, un paquete de papas y un queso. Todos los días llevaba la lonchera

colgada del brazo izquierdo. Cuando se me quedaba (porque salíamos de afán con mi

hermana y mi padre, que nos llevaba a la ruta del colegio) mi amigo Pedro me regalaba de

sus onces, o a veces iba a la tienda y compraba salchipapa. Me gustaba echarle mayonesa y

salsa de tomate a la salchipapa y que la mayonesa y la salsa de tomate cubrieran todas las

papas y las salchichas. También me gustaba untarme los dedos de mayonesa y salsa de

tomate y luego chuparlos y que sonaran los dedos cuando los chupaba. No me gustaba la

mostaza, nunca me ha gustado y Pedro, por molestarme, a veces le echaba un poco de

mostaza a mí salchipapa y luego salía corriendo entonces yo lo perseguía por el parque con

rodaderos amarillos y pequeñas canchas de fútbol para echarle mostaza en el pelo.

La lonchera era cuadrada, de metal, dura. Una vez, sin culpa, le pegué a un niño en

la cabeza y se la abrí: le tuvieron que coser cinco puntos. Otra vez, con culpa, le pegué a

Javier: el gordo del curso, porque me estaba molestando con mi mamá; me llevaron con la

directora de primaria y me suspendieron una semana. Esa semana me quedé en la casa

viendo Dragon Ball, aprendiendo los movimientos de Gokú cuando peleaba con Picoro

Daimaku, jugando con mis Hot Wheels, adelantando las tareas de matemáticas para la

profesora Margarita que una vez le había dicho a mis padres que yo era un vago y no iba a

pasar el año, y muchos de los martes de clase me obligaba a quedarme en el salón a la hora
de recreo repitiendo el ejercicio que no había podido hacer. Yo me sentaba al lado de la

ventana a hacer el ejercicio y a ver a mis amigos jugar fútbol o balancearse en los

columpios o lanzarse eucaliptos y olerlos en el pasto. Me sentaba y odiaba a la profesora

Margarita con su pelo crespo y sus gafas rojas y su caminado pesado que hundía las

baldosas blancas del salón.

En los recreos me sentaba al lado de la cancha de fútbol, abría la lonchera y me

ponía a comer rápido, rápido para poder jugar antes de entrar a clase. A veces por estar

jugando se me olvidaba comer y, al final del día, la fruta, que muchas veces era banano, se

podría. Me daba risa ver el banano todo negro, viejo, acabado, con pecas, oliendo a

descomposición. El banano me hacía pensar en la muerte, en el color de la muerte, en el

cuerpo cuando llega la muerte. Me hacía pensar en Carmenza, esa amiga de mis papás que

se había ido, como dijeron ellos en la comida, por un problema en los pulmones. En la ruta

de regreso a casa me ponía a jugar con mi hermana y con el banano. Yo se lo lanzaba, ella

lo cogía y luego me lo lanzaba de regreso: al que se le espichara el banano en las manos,

perdía. Cuando llegaba con toda la lonchera llena, mi mamá me regañaba. Me decía que por

qué no me había comido lo que me había enviado, y yo le decía que no había tenido tiempo.

La lonchera de Power Rangers también me servía para esconder las cosas que

robaba. Una vez le robé a mi abuela una plata, unas gafas y unas gotas para los oídos. Las

guardé en la lonchera. Ahí estuvieron una semana hasta que un día mi mamá se dio cuenta.

¿¡Qué es esto!?, me gritó con la plata en la mano. Me tocó decirle la verdad. Me hizo ir un

día a donde mi abuela y a escondidas devolverle la plata, las gafas y las gotas. Mi abuela

esa semana del robo estuvo un poco desubicada. Cerraba los ojos cuando alguien le hablaba

y no escuchaba bien. ¿Por qué hiciste eso?, me había preguntado mi mamá, y yo que no
sabía muy bien la razón, le dije que me gustaba el olor de los billetes, que a veces mi ponía

las gafas de la abuela por molestar, que me había echado las gotas para los oídos porque

quería saber qué se sentía.

Una vez le robé unos esferos a Mariana. Eran de colores, me habían gustado desde

que los vi. Aproveché que Mariana fue el baño y le robé tres esferos: rojo, verde y azul. Los

guardé en la lonchera, entre el paquete de papas Margarita vacío. Me gustaba también

robar lápices y tajalápices. Cuando fue el mundial de fútbol del 98, me robé varias monas:

al dientón Ronaldo, el gordo, el de la gambeta corta, el mejor delantero según mi papá; le

robé a Jaimito la mona de Zidane y de Thuram, mis jugadores favoritos de Francia; le robé

a Pedro la mona del inglés Michael Owen, pequeño, rápido, jugaba para el Liverpool en esa

época. Todavía me acuerdo bien del mundial de 98 y de la derrota contra Inglaterra. Mis

tíos, mis tías, mis papás y mis abuelos lloraron. Luego pusieron Diomedes Díaz y se

emborracharon. Yo me robé unos sorbos de cerveza con mi primo pequeño, luego salimos

al patio a jugar a la lleva.

La lonchera era un cajón, una puerta, un cuarto hermoso donde guardaba algunos

tesoros. Mis piquis favoritas las llevaba en la lonchera; la coca del almuerzo la llevaba en la

lonchera; los cadáveres de las frutas los llevaba en la lonchera. Siempre se me olvidaba

botar la ropa de las galguerías, como las llamaba mi abuelo. Mi abuelo, los fines de semana,

nos iba a visitar a la casa. Llegaba en la mañana y nos llevaba a mi hermana y a mí a la

tienda de la esquina. Al lado del parque. Yo llevaba la lonchera y la llenaba de dulces y

paquetes. Me duraban dos días. Nos sentábamos en el parque a comer el mecato. Así

también le decía: galguerías o mecato.


En quinto de primaria la lonchera se empezó a romper. Un hueco en el corazón. Se

empezó a expandir y a expandir, como lo que dicen los científicos le pasa al universo, que

se empieza a expandir y expandir y luego, al contrario, por el Big Crunch, otra vez se

empieza a comprimir y a comprimir, hasta volverse una partícula espacio temporal, o algo

así. Se supone que primero el universo se comenzó a concentrar, se volvió un pequeño

punto y estalló. Ahora, no sé cuántos millones de años después, el universo se está

expandiendo, pero volverá a comprimirse, una y otra vez, infinitamente, hasta ser mínimo:

como una piqui en una lonchera. Y luego otra vez a estallar, y así. Bueno, eso mismo le

empezó a pasar a la lonchera. La lonchera era el universo y se estaba expandiendo. Y yo

veía adentro las galaxias y las estrellas fugaces y las estrellas no fugaces y los planetas y el

mundo y mi casa y dentro de mi casa mi cuarto y en mi cuarto yo sentado con mi lonchera

expandiéndose, expandiéndose día y noche. Y esperaba que sucediera el Big Crunch, para

que la lonchera se comprimiera nuevamente y volviera a ser la lonchera de los Power

Rangers que me había regalado mi madre en mi cumpleaños a los ocho años y no un hueco

enorme por donde se asomaba el queso pera, los cuerpos de las piquis, la caja del jugo Hit

aplastada. Pero el supuesto Crunch, que significa crujido, como crujían las galletas saladas

que a veces me enviaba mi mamá al colegio, como crujían las papas Margarita cuando las

mordía, nunca sucedió.

Hace un tiempo leí que había otra teoría, que decía que nunca iba a suceder el Big

Crunch, sino que el universo se iba a expandir y expandir y nunca volvería a comprimirse.

Igual que la lonchera. Y eso fue exactamente lo que le pasó. En vez de empezar a reducirse,

a concentrarse, la lonchera no paraba de abrirse. Pero no quería botarla. ¿Cómo iba a botar

mi lonchera de los Power Rangers? Sin embargo, lo que llevaba adentro se estaba
empezando a salir. Una vez me quedé sin queso; otra vez me quedé sin galletas, y así. Iba

dejando cuerpos regados por los pasillos del colegio que otros niños y otras niñas recogían

y disfrutaban con sus amigos detrás de los salones de música y arte.

Mis amigos me molestaban. Me decían que ya íbamos a entrar a sexto y que no

podía seguir teniendo una lonchera de los Power Rangers. Que si llegaba a sexto con la

lonchera de los Power Rangers me sacaban del grupo. ¿Qué iban a pensar los de once, los

de décimo, los de noveno, los de octavo, los de séptimo, los de sexto de los otros cursos?

Dirían: Un niño con una lonchera de Power Rangers, ¿ya lo vieron? Está sentado detrás

de las gradas: vamos a robarle las onces y a joderlo. Y yo estaría solo, solo con mi

lonchera expandida como el universo, sentado detrás de las gradas de fútbol, comiéndome

los mocos de las granadillas.

A pesar de eso no podía abandonar mi lonchera. Una lonchera no se abandona.

¿Cómo iba a dejar de cargar ese hermoso objeto de metal? ¿Cómo no iba a llevar la

lonchera después de todo lo que ella había hecho por mí? ¿Después de todos esos días

juntos en el bus, en el recreo, esperando su momento de brillar en el sol bogotano,

esperando que la abriera para darme todo aquello que guardaba entre sus paredes con

dibujos de los Power Rangers? Mi cuerpo perdería peso, caminaría distinto, mi hombro se

caería, me volvería un ser deforme. Estaría todo el tiempo sintiendo una ausencia, un vacío.

¿Cómo podría hablar con Jaimito y Pedro si no me acompañaba ya ese objeto sagrado que

olía a fruta y a plástico y a caja tetra pack?

Pero la lonchera se seguía abriendo y abriendo, era cada vez más raro llegar con

algo de comer al colegio. Y mi mamá intentó botarme la lonchera varias veces, pero yo iba

a la caneca y la sacaba, porque era mi lonchera: ella, la que había guardado el rostro del
Pibe y del Tino. Ella: la que había abrazado a mis tres piquis galaxias y la cuatripota con la

que le gané cien piquis al tonto de Orlando, el niño que tenía, decían las niñas del curso, el

pelo más lindo del colegio.

La lonchera de los Power Rangers. ¿Cómo abandonarla?

Me costaba dejar la lonchera en la que escondía los esferos de colores de Mariana y

con los cuales dibujé a mi papá manejando el Mazda gris que luego vendió para pagar una

deuda del colegio; ese Mazda en el que viajamos a melgar un fin de semana con lunes

festivo y en el que nos varamos devolviéndonos porque tenía un problema en el motor.

Pero un día, finalmente, la lonchera no aguantó más, no pudo, se rompió

completamente, así, como se rompen los hombres con las bombas, como se rompen los

huesos de los perros cuando los atropella un camión, como se rompe el cielo cuando llueve.

Se rompió, se rompió en la ruta 17 del bus, esa ruta que manejaba Don Mario, un hombre

serio que solo hablaba con la coordinadora Gloria; con mi hermana lo veíamos mirando el

cuerpo de Gloria cuando ella ayudaba a algún niño a bajar del bus.

Todo se fue al piso, cayó con un sonido cósmico. Y mi hermana se rio de la

lonchera rota. Se rio duro, como si mi padre le hubiera hecho cosquillas en ese juego que

tenían los dos. Y yo por supuesto que no me reí, sino que yo lloré por la lonchera, lloré en

el bus, mientras la gente me miraba y se reía, mientras el niño de adelante, dos años mayor

que yo, me robaba las papas, mientras el queso daba vueltas por todos los puestos como si

fuera el trompo rojo de Camilo, un meteorito perdido en el espacio, un planeta que sale de

órbita.
Lloré, lloré por la lonchera. Pero creo que era lo mejor. No quería llegar a sexto

siendo el rechazado del salón, no quería que me dijeran que los Power Rangers ya habían

pasado de moda, que ya era grande y no podía seguir teniendo una lonchera de niño. No

quería que en el recreo me tocara hacerme solo en las gradas, mientras los otros niños

jugaban a pegarse puños en el pasto, mientras los otros niños armaban equipos para jugar

fútbol, mientras los otros niños se invitaban los fines de semana a sus casas a jugar

videojuegos: Top Gear, Mortal Kombat, Super Star.

Cuando llegué al colegio cogí la lonchera y la lancé a la caneca con odio. Sonó,

sonó el metal contra el metal y pensé que como la lonchera, el universo algún día se

rompería y quedaría olvidado en una caneca, por siempre. Los Power Rangers desgarrados,

sucios, rotos. La boté y luego maldije a la lonchera. Me maldije a mí mismo. Maldije a

todos los niños y a todas las niñas y todos los padres y a todas las loncheras con sus cuerpos

duros o blanditos con sus huecos y sus bocas con sus ombligos y sus olores a frutas rojas

moradas azules. Maldije a Dios una y otra vez y luego salí corriendo a clase, corriendo, sin

una parte de mi cuerpo.

Ese día compré salchipapa y el idiota de Pedro le echó mostaza. Yo estaba tan triste

y tan bravo que lo perseguí y le llené de mostaza el pelo, la boca, las orejas, y luego le

pegué un puño en el estómago y en la cara mientras le decía que no volviera a hacer eso.

No era su culpa, era culpa de la lonchera. Otra vez me suspendieron una semana en el

colegio. Margarita, que ahora era la directora del curso, le volvió a decir a mis papás que yo

era un vago, un irresponsable, y que ahora era violento. Ellos se quedaron mudos, firmaron

un acta donde decía que la próxima vez me expulsarían.


No volví a hablar con Pedro. Me hice amigo de Rodríguez y Paco, y con ellos

empezamos a buscar a los niños que tenían loncheras y se las robábamos. Las rompíamos y

las devolvíamos, les decíamos a los niños que dejaran de usar loncheras, que ya habían

pasado de moda, que eran muy grandes para seguir con esas estupideces. Aunque a veces,

claro, me dolía, me dolía romper una lonchera, y porque me dolía lo hacía con más rabia.

Nos volvimos los rompeloncheras y creo que esa fue mi venganza, aunque no sé contra

quién me estaba vengando, tal vez contra mí mismo.

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