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Estética 2020 Teórico 2
Estética 2020 Teórico 2
TEÓRICO 2
Temas:
Bibliografía obligatoria
Kant, Immanuel, Crítica del Juicio, trad. Manuel García Morente, Madrid, Espasa Calpe,
1984, ## 1-29 (hay otras traducciones: Crítica de la facultad de juzgar, trad. P. Oyarzún,
Caracas, Monte Ávila, 1992; Crítica del discernimiento, trad. R. R. Aramayo y S. Mas,
Madrid, A. Machado Libros, 2003)
Vamos a desarrollar, en la clase de hoy, los cuatro momentos del juicio estético, no
tal como Kant los expone, para el lector de la Crítica del Juicio, en la “Analítica de lo
bello”, sino tal como se relacionan, específicamente, con el tema del programa de la
materia (“Estética y crítica cultural”).
Cuando Kant dice, en el #1, para decidir si algo es bello, da por sobreentendido,
para el lector de su tercera Crítica, el punto de vista trascendental. El sujeto no puede
decidir si algo es bello; el sujeto dice: “esto es bello”, cuando siente placer ante la presencia
de un objeto (cuyo concepto, en ese instante, permanece indeterminado). Pero el filósofo,
para decidir si lo que ha dicho el sujeto cuando dice “esto es bello” es efectivamente un
juicio estético, y no una mera expresión de una sensación de lo agradable, tiene que pensar
que lo que ha hecho ese sujeto al decir “esto es bello” es referir, mediante la imaginación, la
representación del objeto no al concepto que le provee el entendimiento, sino, desviándolo,
al sujeto y al sentimiento de placer y dolor.
Es decir, en lugar de haber conocido el objeto, y decir: “esto es X”, dijo “qué bello”,
sin determinar –porque no hay concepto- qué es aquello de lo cual ha dicho “qué bello”. Es
importante, en esta primera definición, este segmento: la imaginación, unida quizá al
entendimiento. Es decir, la imaginación no ha relacionado la representación del objeto con
su concepto sino que la ha dejado, podríamos decir, en suspenso; y por lo tanto, al no
determinarse por medio del concepto qué es ese objeto, se experimenta placer. En lugar de
estar el objeto referido a un concepto, está en estado de suspensión respecto del concepto,
porque no se lo ha determinado.
Lo que da a entender que hay un estado de indefinición del concepto es la parte de
la definición que dice: la imaginación (unidad quizá al entendimiento). No se trata, aquí, de
una imaginación que no está atada a nada; es una imaginación que, si bien está relacionada
con el entendimiento, no está cumpliendo, en el instante del juicio de gusto, una función
determinante que lo subordine a él. Porque si no fuera así, si estuviera tan indeterminado
qué es aquello de lo que predico la belleza, yo no podría saber, inmediatamente después del
juicio de gusto, de qué objeto he predicado la belleza.
Como sucede siempre en Kant, los cuatro momentos de la fundamentación suceden
en el modo de la simultaneidad, aunque sean expuestos en forma sucesiva. Es decir, si bien
la analítica de lo bello empieza por el modo de la cualidad, todo lo que está diciendo va a
ser después retomado desde el punto de vista de la cantidad, de la finalidad y de la
modalidad. Todavía no ha hablado, como lo va a hacer en el tercer momento, de que
aquello de lo que yo predico la belleza tiene forma: por ser un objeto, no es informe.
Informe va a ser lo sublime, que no tiene forma (porque no es percibido como un objeto, en
el momento del juicio y, en consecuencia, no tiene límites precisos), no lo bello.
Entonces, al ser un objeto y tener forma, aquello de lo que se predica la belleza no
puede ser algo completamente indefinible, de lo que no puedo precisar qué es. Lo bello se
predica de un objeto del que inmediatamente después del juicio estético pueda tener de él
un juicio de conocimiento y decir, por ejemplo, “esto es una orquídea”. Estoy frente a una
orquídea y digo “qué bella” o “esto es bello”, pero no por eso estoy ante algo que carece de
forma y tardo en determinar qué es, sino que estoy en presencia de algo que, en lugar de
conocerlo, por un instante, lo disfruto. Y lo que disfruto de ese objeto no es su existencia,
sino su representación: me place, en realidad, no el objeto, sino la representación que mis
facultades, por un instante, se hacen de él.
Por lo tanto, la cercanía del entendimiento hace que el sujeto que juzga lo bello esté
en condiciones de conceptualizarlo inmediatamente después de terminado el juicio de
gusto; durante el tiempo que dura la experiencia estética que desemboca en el juicio (que
podría pensarse como un instante), la conceptualización -el determinar qué es el objeto- ha
pasado a un segundo plano. El juicio de gusto, dice Kant, no es lógico sino estético, porque
en él prima el placer por sobre el conocimiento. Pero, dado que la imaginación está
asociada al entendimiento, inmediatamente después de ese instante de libertad (por el cual
la imaginación no relacionó todavía la representación del objeto con su concepto) puede
aparecer el conocimiento; sólo por un instante, entonces, en el que no se ha determinado
qué es el objeto, prima el placer por sobre el conocimiento.
Así, lo que va a caracterizar al juicio de gusto, de acuerdo con el primer momento,
es la satisfacción desinteresada (de acuerdo con el §2). Aquí aparece el juego de categorías
interés/desinterés: el interés es lo propio de los juicios sobre lo agradable y lo bueno. El
placer estético es un placer desinteresado. En cambio, el placer de la sensación, el de lo
agradable, es interesado. Por su parte, lo bueno también es algo que genera interés. No
puedo no estar interesada en la existencia del objeto de lo agradable, así como no puedo no
estar interesada en la existencia del objeto de lo bueno.
Ahora bien, la existencia del objeto que genera en un sujeto el sentimiento de lo
bello se caracteriza, precisamente, por estar suspendida, por no ser relevante, en el instante
del juicio. Cuando un juicio es estético no importa, no es lo determinante de él, la
existencia del objeto sino su representación por parte de las facultades del sujeto. Place la
representación del objeto, y no la presencia real del objeto, que conlleva la posibilidad de
consumirlo, poseerlo o apropiárselo.
También aparece aquí una palabra que no necesita explicación, pues es la tercera
Crítica. Me refiero a la palabra representación. Lo que la imaginación refiere a la facultad
de sentir placer y dolor es una representación. Entonces, la representación, en lugar de ser
referida a un concepto, es relacionada por la imaginación con la capacidad humana de
sentir placer y dolor. En lugar de conocimiento del objeto, hay placer por su representación
como mera representación: un placer que depende, por un instante, de no relacionar la
representación con su concepto. Luego Kant va a exponer, específicamente, de qué se trata
ese placer. Pero siempre hay placer en el juicio estético (incluso en el juicio sobre lo
sublime Kant habla de un “placer negativo”); si hubiera dolor, rechazaríamos la existencia
del objeto (no su representación) y no habría juicio estético.
En principio, si se produce el juicio estético con las mismas facultades que el juicio
lógico, el placer es una desviación del conocimiento: donde podría haber habido
conocimiento (si la representación hubiera sido relacionada con su concepto), no lo hubo.
En su lugar, hubo placer.
En el segundo parágrafo, para poder explicar qué es el juicio estético desde el punto
de vista de la cualidad, Kant establece dos categorías limítrofes para lo bello (algo que
Burke no había hecho). Para saber qué quiere decir bello, necesito delimitar las formas de
juzgar más parecidas a lo bello y que, por lo tanto, no deberían ser confundidas con lo bello
(porque, de hecho, podrían confundirse con lo bello). Una de las categorías limítrofes es la
de lo agradable y, la otra, la de lo bueno: lo bueno entendido como lo bueno para (lo útil) o
lo bueno entendido como lo bueno en sí. Lo bello sería algo próximo a lo agradable y a lo
bueno, pero, por eso mismo, necesita ser diferenciado de esas categorías.
La categoría kantiana de belleza, tal como aparece en el primer momento de la
Analítica de lo bello, no es la antigua categoría de kalós kai agathós (lo bello y bueno). Por
eso mismo, no podría suscitar una pregunta como la del Hippias Mayor de Platón acerca de
la cuchara de oro. ¿Por qué una cuchara de oro sería más bella que una cuchara de madera,
si, justamente, una cuchara de madera cumple mejor la función de revolver la olla que la de
oro? ¿Por qué la cuchara más bella sería mejor si va a cumplir la función de revolver una
olla? Este tipo de preguntas, donde lo útil puede ser una categoría limítrofe y lo bello estar
asociado con lo bueno en sí (entonces, hay que diferenciar lo bello bueno de lo bello útil),
son propias de un momento de la filosofía en la que lo bello no está disociado de lo bueno.
En Kant, en cambio, se trata de diferenciar lo bello de lo útil, pero de lo útil entendido
como una de las posibilidades de lo bueno. Lo bueno está cercano a lo bello, pero, por eso
mismo, como pueden confundirse las categorías, hay que diferenciarlas. No podríamos
hablar tampoco, en el sentido de República de Platón, de la polis ordenada como más bella
que la polis desordenada. Ya aquí lo bello está socialmente diferenciado de lo útil. El
problema es diferenciarlo de lo agradable, pues esa distinción no está en Burke. Para
diferenciarla de lo bello, es más problemática la categoría de lo agradable que la de lo
bueno. Para hacer esa distinción entre lo bello, lo agradable y lo bueno, la categoría que
introduce Kant es la de interés.
De aquí que se diga de lo agradable, no sólo que place, sino que deleita. Y a lo que
es agradable en modo vivísimo está tan lejos de pertenecer un juicio sobre la cualidad
del objeto, que aquellos que buscan como fin sólo el goce (pues ésta es la palabra con
la cual se expresa lo interior del deleite) se dispensan gustosos de todo juicio.
En otras traducciones dice satisface en vez de deleita: el verbo alemán, en tercera
persona del singular, es vergnügt (García Morente la traduce por deleita) En Burke, el
término delight es el que nombra el placer relativo. El verbo que corresponde al agrado, lo
propio de lo agradable, en infinitivo, es vergnügen. Lo que suscita este estado de placer del
sujeto es la existencia del objeto y no la mera representación de él. Es una satisfacción que
despierta en el sujeto una inclinación hacia el objeto. En el caso de lo que juzgo agradable,
el objeto me interesa que exista. No lo estoy contemplando (aunque pretenda que es eso lo
que estoy haciendo), sino deseándolo.
Lo agradable, por el tipo de satisfacción que genera, es una sensación y no un
sentimiento. Una sensación es una representación objetiva de los sentidos. Podría ser –me
tomo la libertad de trazar la comparación- como la idea en Burke; la huella que deja una
impresión. Una sensación puede ser más o menos vivaz, entonces, si es por ejemplo, un
recuerdo o si está presente el objeto; pero se trata de algo que se ha producido por la
presencia del objeto ante los sentidos. El sentimiento, en cambio, que es lo que caracteriza a
lo bello, a diferencia de lo agradable, es lo que tiene siempre que permanecer subjetivo y no
puede de ninguna manera constituir una representación de un objeto. Kant pone un
ejemplo: el color verde de los prados pertenece a la sensación objetiva como percepción de
un objeto del sentido. El carácter agradable del mismo, empero, pertenece a la sensación
subjetiva mediante la cual ningún objeto puede ser representado, es decir, al sentimiento. Y
en seguida va a introducir la categoría de deleite. Ahora bien, uno podría decir que el
problema para diferenciar una sensación de un sentimiento es, precisamente, que la
determinación de los sentidos es unívoca; lo agradable se impone a los sentidos, y por eso
es de carácter objetivo. Un perfume es irresistible; un color es subyugante; el olor de un
asado es inconfundible y es imposible sustraerse. Lo que caracteriza la sensación es eso.
Más allá de que a alguien le repugne o le atraiga ese olor, es inconfundible. Lo mismo pasa
con el perfume del jazmín, o con un color: el verde de los prados, etc. No hay manera de no
tener la sensación de verde o la sensación de olor a asado o de olor a jazmín. Hay una
imposición a los sentidos, y por eso la sensación es objetiva.
Por lo tanto, convertir una sensación en subjetiva, que es lo propio de lo agradable,
implica de algún modo hacer un esfuerzo: se trata de convertir en un para mí algo que es
una representación de mis sentidos. Proviene de la idea y de la impresión, como decíamos;
y proviene de una impresión muy fuerte, que ha dejado una huella en mis sentidos.
Entonces, el deleite es lo propio de lo agradable. Y deleite no es lo mismo que gusto. Para
Kant, igual que para Burke, lo propio de lo agradable es el deleite. Dice Kant:
De aquí que se diga de lo agradable, no sólo que place, sino que deleita. No es un mero
aplauso lo que le dedico, sino que por él se despierta una inclinación.
[Tanto en lo bueno para (lo útil) como en lo bueno en sí] está encerrado siempre el
concepto de un fin, por lo tanto, la relación de la razón con el querer (al menos posible)
y consiguientemente una satisfacción en la existencia de un objeto o de una acción, es
decir, un cierto interés.
Para encontrar que algo es bueno tengo que saber siempre qué clase de cosa deba ser el
objeto, es decir, tener un concepto del mismo; para encontrar en él belleza no tengo
necesidad de eso.
No puedo juzgar lo bueno sin saber qué es el objeto portador de lo bueno. Tengo que
tener un concepto del objeto para poder asociar con él un determinado fin (como sucede
entre el hacha y la acción de cortar: el objeto está orientado, en su diseño y su construcción,
para ese fin). Para encontrar bondad en un objeto tengo que tener el concepto del mismo,
asociado a un fin, pero para encontrar belleza en un objeto no necesito tener un concepto
del objeto. Kant va a poner ejemplos de lo bello como lo que place sin concepto. Pero como
tiene que escribir los nombres de los objetos juzgados como bellos, paradójicamente, dice
cuáles son sus conceptos empíricos:
Flores, dibujos, letras, rasgos que se cruzan sin intención, lo que llamamos hojarasca, no
significan nada, no dependen de ningún concepto, y, sin embargo, placen.
El agrado vale también para los animales irracionales; belleza, sólo es para los hombres, es
decir, seres animales, pero razonables.
Dieciséis o diecisiete años ya han pasado desde cuando ví de pasada por primera vez a
la reina de Francia, entonces Delfina, en Versailles. En verdad, jamás visión más
agraciada vino a visitar esta tierra que ella parecía apenas rozar. La vi en su inicial
surgimiento en el horizonte, adornar y alegrar aquella elevada esfera en que había
apenas comenzado a moverse, resplandeciente al igual que la estrella de la mañana,
llena de vida de esplendor y de alegría. […] En mi imaginación veía diez mil espadas
levantarse súbitamente de sus vainas para vengar, aunque fuese una mirada, que
amenazase insultarla.
Burke, E., Reflexiones sobre la revolución en Francia, citado por Remo Bodei,
Geometría de las pasiones. Miedo, esperanza, felicidad: filosofía y uso político, trad.
Isidro Rojas, México, FCE, 1995, pp. 426-431
Bodei usa estas citas para mostrar el modo en que lo estético, en Burke, se relaciona
con lo político. Es decir, las pasiones en la obra política de Burke aparecen relacionadas
con el modo en el cual los conservadores se representan la sociedad monárquica después de
que aparece una sociedad igualitaria como es la sociedad racional de la Revolución
Francesa. Lo que le interesa a Bodei es mostrar esa conexión entre lo estético (de la
Enquiry, de 1757) y lo político (de la obra sobre la revolución francesa, de 1790).
Kant tiene una posición liberal más progresiva que la de Burke, pero también
expone la propia paradoja de toda posición liberal: la burguesía va a aspirar a compartir el
juicio con todos los hombres mientras no haya una clase en una posición inferior a la suya
que esté en condiciones de disputarle ese derecho. Es decir, nunca va a ser la burguesía tan
progresiva como cuando su aspiración a compartir el juicio es absolutamente abstracta, y no
tiene una clase inmediatamente inferior a ella que le reclame compartirlo. Podemos decir:
aspira a compartir el juicio con todos los hombres, pero lo va a compartir con la
aristocracia, con la clase inmediatamente superior, no con la clase inmediatamente inferior.
Así, en el segundo momento del juicio estético, el de la cantidad, Kant acuña la
fórmula de la universalidad subjetiva. En lugar de la universalidad objetiva, propia de la
Crítica de la razón pura, lo que aparece aquí es un engendro del juicio reflexionante: la
universalidad subjetiva. Se trata de todo lo contario, en relación a lo bello, del para mí
propio del juicio sobre lo agradable. Es decir, lo agradable siempre es agradable para mí.
No hay aspiración a compartir lo agradable en el juicio sobre lo agradable. Desde el punto
de vista de la cantidad -el segundo momento de la Analítica de lo bello-, lo que marca la
diferencia entre lo agradable y lo bello es que lo primero es privado: no hay aspiración a
compartirlo. Lo bello, en cambio, es lo que se aspira a compartir con todos los hombres:
debería ser público. Dice Kant en el § 7:
En lo que toca a lo agradable, vale, pues, el principio de que cada uno tiene su gusto propio
(de los sentidos).
Al estimar una cosa como bella, [el sujeto] exige a los otros exactamente la misma
satisfacción; juzga, no sólo para sí, sino para cada cual, y habla entonces de la belleza como
si fuera una propiedad de las cosas.
Hablar de la belleza de una cosa como si esa belleza le perteneciera a la cosa es,
precisamente, lo característico del juicio estético de lo bello. El sujeto del juicio estético no
se puede atribuir la belleza por el solo hecho de ser capaz de juzgarla, como quien dijera, de
manera autoconsciente, que la belleza está en el ojo del que mira. Todo lo contrario: quien
dice “esto es bello” invierte la relación sujeto-objeto y le atribuye a la cosa lo que, en
realidad, está en sus facultades.
Esa humildad del que juzga la belleza no es falsa humildad: es un rasgo intrínseco
de la universalidad subjetiva del juicio estético. Yo no puedo atribuirme el mérito de
reconocer la belleza porque, simplemente, la juzgo por tener facultades –entendimiento e
imaginación- que comparto con todos los hombres. Por no tener nada especial –por tener
las mismas facultades que todos los hombres- soy capaz de juzgar la belleza. Puedo
juzgarla, entonces, independientemente de mi educación formal, así como de mi
autoilustración o de mi posición social. Aquí es donde se juega el matiz por el cual la
ilustración kantiana es más progresiva que la burkeana, y el liberalismo kantiano es
políticamente más progresivo que el liberalismo burkeano, aun cuando Kant le reconoce a
Burke todo lo que le reconoce en la Antropología.
Por esa misma razón, [el sujeto] censura a otros si juzgan de otro modo, y le niega el gusto,
deseando, sin embargo, que lo tengan.
Cuando alguien no comparte el gusto de quien juzga algo como bello, el autor del
juicio censura al otro por no compartirlo, es decir, lo interpela a que le guste lo mismo que
a él, y le dice: “¡No tenés gusto! ¿Cómo no te gusta lo que yo digo que es bello?” En ese
reproche está precisamente la aspiración a compartirlo. Yo no puedo, cuando digo “esto es
bello”, querer que mi juicio sea privado. Sólo por enunciarlo como “esto es bello” y no
como “esto es agradable”, estoy dando a entender que mi juicio es compartible (aunque no
sea compartido por nadie): yo juzgo algo como bello porque tengo las mismas facultades
que todos los sujetos humanos, y simplemente estoy frente al objeto y los otros no; pero
cualquiera sería capaz de compartir mi juicio.
Esto no significa que Kant piense en lo bello como un concepto a priori. En
realidad, lo que va a mostrar es que lo bello no puede ser un concepto enteramente a priori.
Porque, si no, no habría manera de que todo sujeto juzgara la belleza con libertad (con un
uso libre de sus facultades). La belleza sería como el conocimiento científico: universal y
necesario. Por eso la voluntad de compartir lo bello es en realidad una aspiración del juicio,
no del sujeto empírico que lo enuncia. Hay algo radicalmente democrático en el uso libre de
las facultades de conocimiento. En el cuarto momento de la analítica de lo bello, va a
explicar la modalidad del juicio como no apodíctica. Si lo bello fuera un concepto
enteramente a priori, como podría ser una categoría, no habría manera de sustraerse a la
belleza; las cosas serían objetivamente bellas, porque el sujeto las construye como bellas. Y
no habría disputas sobre gusto. No habría problema estético. Lo bello sería objetivamente
bello.
Para poder explicar la universalidad subjetiva, Kant va a necesitar, en los parágrafos
subsiguientes, diferenciar entre universalidad objetiva y universalidad subjetiva. Al final del
§ 7 dice:
Así, de un hombre que sabe tan bien entretener a sus invitados con agrados (del goce, por
todos los sentidos), que todos encuentran placer, dícese que tiene gusto. Pero aquí la
universalidad se toma sólo comparativamente, y tan sólo [según] reglas generales (como
son todas las reglas empíricas) y no universales, siendo sin embargo, estas últimas las que el
juicio de gusto sobre lo bello requiere y pretende alcanzar.
También podemos leer esa última frase de la siguiente manera: juicios públicos de
valor universal. Esta distinción entre los juicios de lo agradable como juicios privados y los
juicios sobre lo bello como juicios públicos hace, a partir de la universalidad que le cabe a
cada uno –universalidad comparativa, a los agradables, y universalidad en el sentido de la
pretensión de validez universal, a los segundos-, que los segundos sean los únicos públicos.
Noten que “carácter público del juicio estético” no está vinculado con el hecho de que el
juicio estético sea inapelable, o de que sea a priori, o de que sea científico (en el sentido de
que capte del objeto algo que tenga que ver con su naturaleza misma -como podría conocer
la orquídea un botánico). En lo que radica el carácter público del juicio estético es en que
aspira a la validez universal, sin poder demostrarse esa validez universal como objetiva.
Porque no es la validez universal propia de un universo de objetos sino la validez universal
de un universo de sujetos.
Es decir, yo aspiro a compartir el juicio “esto es bello” con todos los hombres; y no
estoy diciendo con esto que todos los objetos de su misma clase, la orquídea, sean bellos.
La universalidad objetiva es la propia del objeto: pero, por eso mismo, la belleza, como
predicado, no puede tener sino un sujeto que sea singular. Kant dice: el juicio “Todas las
flores son bellas” es un sinsentido, es un oxímoron: no es un juicio de conocimiento ni
tampoco un juicio estético; es un juicio mal formulado, porque no se puede universalizar la
belleza en relación al objeto, la flor, sino en relación al sujeto que enuncia, que aspira a
compartir su juicio. La universalidad subjetiva no es otra cosa que la aspiración a que el
juicio no quede en el foro interno de quien lo enuncia; la aspiración a que no sea una
exclusividad del sujeto; la aspiración a que el juicio estético no sea un privilegio de la clase
ni de la autoeducación.
Esta es la lectura política que propuse al comienzo de la clase. Decir “esto es bello”
es propio de un sujeto con facultades iguales a las facultades de los otros hombres, y no
depende de la posición social que él o ella tenga, porque también las mujeres aparecen
como sujetos del juicio estético, como vimos la clase pasada, en la época ilustrada.
Podemos decir, entonces, que no depende del grado de educación decir “esto es bello”, ni
tampoco de la posición social, sino de tener las mismas facultades que todos los demás
sujetos. Esto es lo radicalmente democrático, pero también lo inevitablemente democrático
del juicio estético: no puedo hacer un juicio egoísta si es un juicio estético, aun cuando sea
el más egoísta de los hombres o las mujeres.
Ahora bien, el juicio de lo agradable, cuando aspira a la universalidad, es más
arbitrario que el de lo bello. Pero también el juicio de lo bello, si uno lo toma desde el
punto de vista de la sociedad –Kant le dedica un parágrafo a este problema: el #17: Del
ideal de la belleza-, se advierte que varía. Lo que Kant llama el ideal de lo bello varía de
una sociedad a otra, de una época a otra, y de una cultura a otra, e incluso de un individuo a
otro. De todos modos, más allá de las variaciones, cuando el juicio estético es pronunciado
aspira a la universalidad. Lo que muestra la variación en el gusto es que esa aspiración
nunca se convierte en una realidad empírica. Por eso decimos que es una universalidad que,
empíricamente (socialmente), nunca se puede consumar. Porque incluso es incontrastable
que todos los hombres compartan el mismo gusto, aun cuando se habla estadísticamente y
se dice, por ejemplo, que tal museo recibe por semana tantos visitantes, o tal paraje turístico
recibe por fin de semana tantos visitantes. Son usos estadísticos que intentan mostrar un
carácter unánime de la belleza de ciertos paisajes o de ciertas obras de arte o de ciertos
espectáculos (“las siete maravillas del mundo”, por ejemplo, que ahora creo que son diez, y
se votaron por internet). Pero ese número no es más que una muestra de un comportamiento
de aprobación. No se podría saber si la aprobación fue efectiva, es decir, si quienes fueron a
visitar los lugares que nadie debería perderse de visitar en su vida no se sintieron
defraudados por la expectativa previa. Sólo se constata, en términos numéricos, cuántas
personas estuvieron frente al objeto. Pero tampoco eso sería índice de unanimidad del
juicio. Se trata siempre de un acercamiento estadístico, probabilístico, al problema del
gusto. Es probable que si van muchas personas por año a visitar la Garganta del Diablo, en
las cataratas del Iguazú, sea un paisaje que todos disfrutan. Pero, ¿cuántos los disfrutan
como bello, cuántos como sublime, y cuántos como el objeto “La Garganta del Diablo”,
para saber cómo es o decir que estuvieron, una vez en su vida, frente a ella? Pero la
presencia frente al objeto no puede ser tomada por simple aprobación; es siempre un dato
estadístico: quizás alguien fue a la Garganta del Diablo y se decepcionó (no hubo siquiera
juicio de conocimiento) porque se le mojó la cámara -o el celular- mientras miraba el
paisaje, se fue enojado y tiene un mal recuerdo de esa experiencia. Lo mismo vale para los
alérgicos a los mosquitos que no se hayan puesto repelente en el trayecto hasta la Garganta.
Pero aunque fueran aisladísimas excepciones los casos de decepción en el Parque Iguazú,
de todos modos la universalidad subjetiva del juicio estético (sea por lo bello o por lo
sublime) queda en el modo de la aspiración: todos deberían poder decir “esto es…” (bello o
sublime).
La belleza, en términos kantianos, nunca podríamos saber si está en la cosa? No
obstante, el juicio “esto es bello” se enuncia como si la belleza estuviera en la cosa. Esto (lo
que está presente frente a mí) es bello. La belleza que es producto del libre juego entre mis
facultades se la atribuyo a la cosa. Pero no significa que esté en la cosa. Lo que sucede es
que no hay manera de decir “esto es bello” si no es en el modo de la atribución a la cosa.
Digo: “esto es bello”, y no digo “me gusta”, porque “me gusta” correspondería a lo
agradable, al placer de mis sentidos, a mi deseo por el objeto. Insisto: la belleza genera
humildad en el sujeto, porque es como si la cosa suscitara el juicio. El filósofo sabe que no
es así; pero, desde el punto de vista de la enunciación del juicio, la atribución de lo bello al
objeto es lo que marca que se trata de un juicio estético y de un juicio de agrado.
El juicio estético, desde el punto de vista del sujeto que lo enuncia, dura sólo un
instante. Dura sólo el instante inmediatamente anterior al que se lo pronuncia, e
inmediatamente después de pronunciado, se pasa a un juicio determinante, a un juicio de
conocimiento. De hecho, Kant lo dice más adelante, cuando hace mucho hincapié en que
hay un intento por parte del sujeto de prolongar el estado en que se encuentran sus
facultades en el momento de pronunciar el juicio; se intenta permanecer en el estado de las
facultades que lleva a decir “esto es bello” y, precisamente, lo que caracteriza al juicio, por
eso mismo, es que no dura. Dije “esto es bello” y ya sé lo que es. De lo reflexionante del
juicio se pasa muy rápidamente a lo determinante. En ese sentido, sí, tenés razón: hay como
un juego caleidoscópico de las facultades, porque ni bien se está, en un instante, en la
posición de decir “esto es bello”, al instante siguiente la posición gira a “esto es X”.
Cuando Kant pone entre paréntesis la aclaración sobre la presencia cercana del
entendimiento: la imaginación (unida, quizás al entendimiento), es justamente por la corta
duración de la experiencia que lleva al juicio, del instante en que se dice “esto es bello”.
Inmediatamente después de decirlo, se determina cuál es el concepto. Y se determina
porque el concepto, en realidad, está ahí, latente, esperando que termine el juego: cuando
digo “esto es bello”, está, podríamos decir, entre paréntesis, y se determina cuando digo “es
una orquídea”. Porque es muy difícil, cuando alguien dice “esto es bello”, no saber qué es;
incluso, de acuerdo con el tercer momento, por ser un objeto, tiene forma.
Por eso hay una aspiración a que, cuando otro ser humano se encuentre en el mismo
lugar, pueda tener el mismo sentimiento de belleza que yo. La forma de la aspiración sería
esa: compartir ese instante. Que otro pueda descubrir belleza en eso que para mí fue bello.
Pero, de todos modos, esa aspiración a compartir el juicio estético sería algo que no
percibiría en sí mismo el propio sujeto cuando enuncia el juicio, sino el filósofo, que lo
pone de relieve en la fundamentación. Por eso digo: podría pasar que el sujeto diga “cómo
me gustaría que todos pudieran estar frente a la Garganta del Diablo alguna vez en su vida”,
pero si no lo dice, y sí dice “esto es bello” o “esto es sublime”, su juicio aspira a la
universalidad subjetiva. La universalidad subjetiva está en el juicio, no en el sujeto. En el
sujeto, si se quiere, está el instante del juicio. Porque si el placer es tal que no hace falta el
juicio, ¿por qué no quedaría reducido a los sentidos, a lo agradable, ese placer? En el juicio
estético (sea sobre lo bello o sobre lo sublime) prima el estado contemplativo. Piensen que
hay una molestia en acercarse a un paisaje extremo, como lo es el de la Garganta del
Diablo: uno se moja mientras lo está percibiendo y no hay manera de fotografiarlo para
quedarse con una imagen adecuada de su fastuosidad, porque el objeto desborda la mirada
y, precisamente, lo que atrae de él es que uno está en medio del agua y, a partir de
determinando momento, no hay confín, no hay límite. En este sentido, es sublime: no hay
forma. Pero no porque no haya allí forma alguna. Es el estado de mis facultades el que me
impide encontrarla. Ahora bien, el juicio estético, sea sobre lo bello o sobre lo sublime,
aspira a la universalidad subjetiva (a que todos los hombres y mujeres lo compartan) porque
la experiencia que me lleva a enunciarlo no depende de absolutamente ninguna
particularidad mía, sino del hecho de tener imaginación y entendimiento (y, en el caso de lo
sublime, razón, en lugar de entendimiento), que es lo que todo ser humano tiene. Las
facultades de conocimiento que permiten el juicio estético son las mismas en Newton que
en el campesino que labra la tierra en Königsberg. Por lo tanto, la posibilidad de los juicios
estéticos es universalmente subjetiva, o subjetivamente universal. No obstante, insisto, no
hay manera de comprobar que todo aquel que esté donde yo estuve diga “esto es sublime”.
No sólo porque no tengo manera de constatarlo empíricamente, sino porque no es esa la
universalidad que está implícita en la aspiración de validez universal. La aspiración a
compartir el juicio no depende de la posibilidad real de que todo otro sujeto alguna vez la
repita. Podemos decir: el momento egoísta del altruismo del juicio estético consiste en
querer que todos compartan mi juicio, no sólo mi experiencia.
En el § 8, Kant pone el ejemplo de la rosa y dice:
…el predicado de la belleza no se enlaza con el concepto del objeto, considerado en su total
esfera lógica, sino que se extiende ese mismo predicado sobre la esfera total de los que
juzgan.
Nunca Kant, hasta ahora lo dijo mejor: la belleza, como predicado, no se enlaza con
el concepto del objeto, considerado en su total esfera lógica (es decir, todas las rosas), sino
con la esfera total de los que juzgan (es decir, todos los hombres). La belleza, como
predicado, no se relaciona con todas las rosas sino con todos los hombres. Esta es la
universalidad subjetiva: la que involucra a todos los hombres y mujeres, existentes y por
existir, y no la que involucra a todas las rosas.
Por otro lado, dice respecto de la rosa: la rosa es (en el olor) agradable. Si yo me
concentro en aquello que pertenece al contenido del objeto -el olor, en este ejemplo- el
juicio es “esto es agradable”. De alguna manera, va a tener que ser –como desarrollará en el
tercer momento- algo del orden de la forma del objeto, de lo que el objeto tiene de limitado,
de lo que tiene de confines, de dibujo, de estructura ósea, y no de aroma, de color, de sabor
o de suavidad al tacto, lo que determine que yo diga “esto es bello”. Queda entre paréntesis,
cuando juzgo “esto es bello”, además del concepto (que sea una rosa y no un clavel), todo
lo que es del orden del accidente: si la rosa es roja o blanca, si es perfumada o carece de
perfume, si es aterciopelada o no, si está abierta o es un pimpollo. Es decir, todo lo que
podría hacer de la rosa algo táctil, sensible, disfrutable por los sentidos, es lo que pongo
entre paréntesis cuando digo “esto es bello”. Lo que me place es que tiene la forma de una
rosa. La estructura del objeto es lo que determina que yo diga “esto es bello”. Por eso:
[En el juicio del gusto] no se postula nada más que un voto universal […], concerniente a la
satisfacción sin ayuda de conceptos, por tanto, a la posibilidad de un juicio estético que
pueda al mismo tiempo ser considerado como valedero para cada cual.
Valedero para cada cual sería otro nombre para la universalidad subjetiva. Noten
que no es una universalidad del orden de lo general, como quien dice “todos los hombres”,
entendidos como la humanidad, sino cada uno de los hombres. Es decir, la humanidad,
aquí, está pensada como conjunto de subjetividades, y no como un género. No habría
manera de que alguien dijera “esto es bello” si no lo percibe, si no tiene presente el objeto;
con lo cual, cada cual debería poder experimentar el objeto para decir “esto es bello”.
Porque a lo que el juicio estético aspira es a que cada cual (cada uno: cada hombre y cada
mujer) experimente la belleza. Yo aspiro a que cada individuo humano –y no la humanidad
como un todo- participe de mi juicio. Es como si me dirigiera a la humanidad en tanto
pluralidad de individuos, y no en tanto totalidad indiferenciada. La humanidad del juicio
estético es una multiplicidad de individuos, y no un conjunto uniformado de seres con las
mismas facultades. Es decir, hay un principio de incertidumbre en la aspiración a la
universalidad que está dada por el hecho de que esa universalidad se tiene que experimentar
en el modo del cada cual, del cada uno, y no del todos a la vez. Esta es la paradoja de la
universalidad subjetiva. No es una universalidad de bloque, de unanimidad hecha de masa
indiferenciada, sino una universalidad hecha de individuos diferenciados, que tienen en
común las mismas facultades. Por lo tanto, el juicio estético siempre puede fallar, no en el
sentido de que yo nunca sé si los demás se van a convencer de mi juicio, si lo van a
compartir, sino en el sentido de que su universalidad subjetiva a la que aspira (en el modo
del “cada cual”) es radicalmente utópica.
Aparece, como leímos, la figura del voto universal. Es una idea importante, porque
Kant parece estar introduciendo, en relación al juicio de gusto, una categoría propia de la
futura democracia de masas. No es tan caprichosa, en este sentido, la hipótesis que
planteamos al principio de esta clase, respecto de que la estética kantiana se acerca más a la
cultura de la Revolución francesa que a la cultura de los salones: la figura del voto
universal aparece como una forma de la unanimidad que se da en el modo de la totalidad de
los individuos: cada uno debe depositar el voto universal; cada uno debe decir “esto es
bello”, y no el todo, la humanidad, al unísono. Dice Kant:
[…] sólo exige a cada cual esa aprobación como un caso de la regla, cuya confirmación
espera, no por conceptos, sino por adhesión de los demás. El voto universal es, pues, sólo
una idea.
El juicio de gusto exige la aprobación de cada cual y el que declara algo bello quiere
que cada cual deba dar su aplauso al objeto presente y deba declararlo igualmente
bello. El deber en el juicio estético no es, pues, según los datos todos exigidos para el
juicio, expresado más que condicionalmente.
Si todos los sujetos de toda esa universalidad de la cual sólo soy un ejemplar juzgaran la
belleza, deberían decir Esto es bello. Es una exigencia implícita en el juicio, pero eso no
quiere decir que yo la haga valer ni por la violencia, ni por la seducción, ni por medio de
argumentos. Por eso, al final del § 20, aparece la definición del sentido común al que
pertenezco en el momento del juicio estético:
Así, sólo suponiendo que haya un sentido común, por lo cual entendemos no un sentido
externo, sino el efecto que nace del juego libre de nuestras facultades libres de conocer, sólo
suponiendo, digo, un sentido común semejante puede el juicio de gusto ser enunciado.
Si no existiera este sentido común que no es externo, sino que nace del efecto del
juego libre de mis facultades (por eso decía que esta aspiración a compartir el juicio de
gusto está implícita en el juicio y no depende de mi deseo), yo no podría enunciar juicios de
gusto. Porque ¿quién soy yo, como sujeto empírico, para enunciar juicios de gusto? Si estoy
en condiciones de hacerlo, es porque pertenezco a ese sentido común de sujetos idénticos
en facultades (a esa universalidad subjetiva del segundo momento de la Analítica de lo
bello). Puedo juzgar la belleza por tener nada más y nada menos que las mismas facultades
de conocimiento de todo sujeto.
De no haber ese sensus communis que se produce en el juego libre de mis facultades
yo no podría decir “esto es bello”. No hay nada en mí que sea único y exclusivo, por lo cual
yo diga “esto es bello”, en lugar de que lo diga otra persona. Si lo digo yo –y no otra
persona- es porque yo estoy frente al objeto. Si otra persona estuviera frente al objeto,
también debería decirlo (aunque tal vez no lo diga, es tan capaz como yo -por sus
facultades, que son las mismas que las mías- de decirlo). Soy capaz de decirlo yo, en
realidad, porque lo puede decir cualquiera. Es lo más común de mí, lo más compartido de
mí -el sensus communis-, lo que me permite juzgar lo bello.
Lo que caracteriza la necesidad propia del juicio estético, dice Kant, es la
ejemplaridad. Se trata de una necesidad de que todos aprueben el juicio estético,
considerado como un ejemplo de una regla universal que no se puede dar. Esa aspiración
trunca –que tiene que quedar empíricamente trunca- a la universalización del juicio es,
precisamente, la que relaciona el segundo momento de la Analítica de lo bello con el cuarto
momento. La modalidad del juicio es la de una necesidad ejemplar. Mi aspiración a que
todos aprueben el juicio se debe a que mi juicio no es más que un ejemplo de una regla que
no se puede dar. Lo que yo digo lo podría decir cualquier otro sujeto de ese objeto. Por eso
no hay nada individual en mi juicio, aunque es individual: lo individual de mi juicio, en
realidad, es mi pertenencia al sensus communis, el hecho de que yo soy un ejemplar de ese
sensus communis. Yo, como individuo que juzga “esto es bello”, no hago sino enunciar un
juicio que es un ejemplo de una capacidad humana compartida. Mi juicio es un caso, un
ejemplo, de una regla que no se puede dar, porque no puedo demostrar que todos los
hombres dirían “esto es bello”; sin embargo, aspiro a compartirlo porque considero al juicio
“esto es bello” un caso, un ejemplo, de una regla que no se puede dar (pero que doy por
supuesta en el acto de predicar la belleza).
Kant sigue definiendo, en el § 19, la necesidad del juicio estético y, así como habló,
en el segundo momento, de universalidad subjetiva, aquí, en el cuarto, habla de necesidad
subjetiva, y dice: esta necesidad subjetiva que atribuimos al juicio estético es
condicionada. El que juzga exige la aprobación de todos y quiere que cada uno deba dar su
aplauso al objeto presente, y deba declararlo igualmente bello. Este deber [das Sollen] no
está expresado más que condicionalmente (sollen es el verbo “deber” y das Sollen es “el
deber”, el verbo sustantivado). Cada uno debería, si estuviera frente al objeto, decir “esto es
bello”; pero este debería pone a esa aspiración de universalidad en el modo de lo
condicional. Es un deber condicional: debería decir “esto es bello”. No puedo calcular –
como quien hiciera un cálculo probabilístico- que todos van a decir “esto es bello” para
decir yo “esto es bello”; simplemente, está supuesto en mi juicio el carácter de
universalidad subjetiva y de necesidad ejemplar de mi juicio. Si mi juicio no es otra cosa
que un ejemplo de algo que todos los demás hombres podrían enunciar, yo no tengo nada
de particular al enunciarlo; simplemente, soy uno más de entre esos seres humanos que
tiene facultades que, bajo ciertas condiciones, son capaces de experimentar placer donde
habitualmente se experimenta conocimiento.
Podríamos establecer la siguiente relación entre los cuatro momentos del juicio
estético: el desinterés del primer momento de la Analítica de lo bello es a la pureza y el
carácter contemplativo del tercer momento lo que la universalidad subjetiva -el que la
universalidad sea la de todos los sujetos con los que aspiro a compartir mi juicio, y no la
todos los objetos de la misma clase: por ejemplo, las flores- es a la necesidad ejemplar. Esta
es la relación cruzada que hay entre los cuatro momentos: el primero con el tercero y el
segundo con el cuarto. Es la complementariedad entre el segundo y el cuarto momentos la
que establece, en realidad, cuál es la relación entre gusto y política en la Crítica del Juicio.
En el cuarto momento, el deber (das Sollen) de compartir del juicio estético (el
deber de todos los sujetos de aplaudir aquello que yo juzgo como bello) es un deber que
está expresado (y pensado) nada más que condicionalmente. Es decir, todos los sujetos
posibles (por tener las mismas facultades que yo) deberían, si estuvieran frente al objeto,
decir "esto es bello". Podríamos entender este modo condicional como hipotético: en caso
de que estuvieran frente al objeto, todos los sujetos –por ser yo igual a ellos, más que por
ser ellos iguales a mí- deberían aplaudirlo con el mismo énfasis que yo. La universalidad
subjetiva, complementaria de la necesidad ejemplar, indica que la aspiración a la
universalidad, el carácter universalizable del juicio estético, es un ideal: Kant lo va a decir
con esta palabra. Hay un horizonte utópico en esta universalidad subjetiva, porque no es
subjetiva en el sentido de privada, sino de pública, de acuerdo con el segundo momento.
Y ahora vamos a ver de qué manera el atributo de pública que tiene la universalidad
subjetiva de acuerdo con el segundo momento se conecta con el atributo de común que
aparece en el cuarto momento. La universalidad del juicio es subjetiva porque aspira a ser
compartido con otros sujetos. La universalidad subjetiva parece un concepto oximorónico,
pero en el modo en que lo piensa Kant no lo es. No es que, por su universalidad subjetiva,
el juicio pretenda instituir objetivamente la belleza en la realidad (como si la belleza se
construyera junto con el objeto). No se trata de que todas las flores, por ser flores, sean
bellas –eso sería una universalidad objetiva- sino que todos los sujetos compartan,
hipotéticamente, con el que está frente a una flor, su juicio "esto es bello". Esta es la
diferencia de énfasis, en el juicio estético, entre subjetivo y objetivo. Y esta relación le
permite a Kant, en el cuarto momento, decir que también la necesidad –como necesidad
ejemplar- es subjetiva y no objetiva.
El sentido común (Gemeinsinn) al que se refiere Kant en el cuarto momento de la
Analítica de lo bello, por eso, no puede ser no el sentido común empirista. El sentido
común, por ser subjetivo en lugar de objetivo, implica que nuestro juicio no está fundado en
conceptos sino en un sentimiento que no puede ser privado y que tiene que ser común. Este
carácter común del juicio estético es complementario del carácter público del que Kant
habla en el segundo momento. El deber, propio del juicio estético, no dice que cada cual
estará conforme con nuestro juicio, sino que deberá estar de acuerdo, porque nuestro juicio
no es sino un ejemplar de ese sentido común. En alemán, dice:
Daβ jedermann mit unseren Urteil übereinstimmen werde, sondern damit
zusammenstimmen solle.
Les doy esta cita en alemán, fundamentalmente, por si alguien la puede aprovechar,
quizás no ahora pero más adelante en la carrera. Aquí hay dos verbos,
y cuando, en alemán, una frase es una oración relativa, los verbos se ponen al final,
sea antes de la coma, sea antes del punto. Kant está diciendo: [no sólo] “que cada uno
coincida con nuestro juicio (que esté de acuerdo: übereinstimmen es “decir sí al unísono”,
“asentir” y, a su vez, übereinstimmen werde indica el tiempo futuro: “asentirá”), sino que
debe estar de acuerdo (zusammenstimmen solle) “con él” (damit). Vean que cambia el
verbo, aunque la base de los dos es stimmen, un verbo filosóficamente muy relevante, si
pensamos, por ejemplo, en la Stimmung heideggeriana; además, Stimme significa “voz”, es
decir que el estar de acuerdo tiene que ver con dar la propia voz a lo que dice otro. Pero,
volviendo a la frase de Kant, no se trata solamente de coincidir (übereinstimmen), sino de
estar de acuerdo todos juntos (zusammenstimmen: zusammen quiere decir “todos juntos”).
Ambos verbos se pueden traducir por estar de acuerdo. Pero el segundo no tiene la idea de
la coincidencia überein, sino la idea de conjunto, de la idea de una comunidad utópica:
todos los hombres libres e iguales. Se trata, entonces, de que todos juntos asientan: ahí
estaría el deber.
No les puse la cita en alemán por arrogancia, sino porque hay un matiz difícil de
traducir cuando aparece, en el cuarto momento, el deber. El deber no es simplemente el
consentimiento automático, el llegar a un acuerdo en el sentido puramente liberal del
término, sino que está este matiz del que sean todos, que nadie quede afuera; que el juicio
compartido sea compartido con todos. Es decir, que cada uno, cada cual, pueda decir "esto
es bello", aun cuando esa universalidad no se pueda realizar; aun cuando esté planteada en
el nivel de lo utópico.
Por este matiz utópico, el liberalismo kantiano resulta más revolucionario (en
términos de la Revolución francesa, en términos de los derechos de los individuos basados
en la igualdad que da la razón) que el liberalismo burkeano, centrado en la autoilustración,
en la autoeducación, en el gusto que cada cual se ha forjado por sí mismo, y que es el que
determina el juicio (un juicio que no deja de ser, entonces, simplemente distinción).
En Burke, juicio equivale a nivel de educación, don de gentes y amplitud en el
conocimiento del mundo (el mundo es para un sujeto, en términos burkeanos, el conjunto
de los objetos conocidos por él en su vida). En Kant, en cambio, el juicio es producto de un
libre juego entre las facultades de conocimiento del sujeto, entre facultades que todos los
sujetos, más allá de su nivel de autoeducación, tienen. De aquí venía el deseo, de mi parte,
por marcar la diferencia entre los verbos übereinstimmen y zusammenstimmen.
El sentido común no está basado en la experiencia, sino que es un ideal, una mera
norma –dice Kant- idealista. Y lo es porque la postulación de este sentido común no es otra
cosa que la adjudicación de validez ejemplar a mi juicio. Si uno piensa por qué el sentido
común, que no está basado en la experiencia, es un ideal, tiene que responderse: porque, en
realidad, ese sentido común se deduce de la validez ejemplar que le atribuyo a mi juicio. Si
mi juicio tiene validez ejemplar es porque es un caso, un ejemplo, de un sentido común que
existiría si todos los hombres asintieran a mi juicio. Podemos decir: el propio juicio no es
sino la única prueba de que existe ese sentido común, aunque sea en el modo del ideal. Es
en este sentido que podemos entender el universalismo kantiano como una utopía, aun
cuando sea una utopía de corte liberal.
Burke, frente a la Revolución francesa, fue reaccionario. Kant, entusiasta. La figura
del entusiasmo consiste, básicamente, en el asentimiento intelectual a una causa política
(también Lyotard tiene un libro sobre el entusiasmo, titulado, precisamente, El entusiasmo).
Entusiasmo es la palabra con la que Kant define lo que hay que sentir por la
Revolución francesa: un asentimiento intelectual, que requiere de abstraer los derechos del
hombre y del ciudadano de la sangre derramada. Quien se queda en el momento de la
sangre derramada -la guillotina, el Terror- no comprende qué es lo que tiene de progresivo
la Revolución francesa: los derechos del hombre y del ciudadano. Es decir, con la
Revolución francesa mejora la normatividad, aunque sea a costa del derramamiento de
sangre. Y este derramamiento de sangre es aquello de lo que hay que abstraer los derechos
del hombre y del ciudadano.
El entusiasmo que suscita la Revolución francesa, entonces, es el asentimiento
intelectual con los derechos, no con la sangre. Y, efectivamente, un sujeto tendría que ser
capaz de separar los derechos del hombre y el ciudadano de la sangre derramada de la
misma manera que tendría que ser capaz de separar la forma de los estímulos o encantos (la
palabra que Kant utiliza para “estímulo” es Reiz, que refiere a todo lo que es agradable,
atractivo, a los sentidos).
El juicio de gusto no puede universalizarse, incluso en los términos que lo propone
Kant, en el siglo XVIII. El mismo momento en que el sujeto aspira a universalizar el juicio
de gusto es el momento histórico en el cual la universalización no puede consumarse
efectivamente en la sociedad. El juicio de gusto puede ser la puerta de acceso a otros
derechos: los derechos políticos, que la burguesía no va a tardar en reclamar. Aquí podemos
diferenciar las posiciones de Burke y de Kant en relación con lo que el juicio estético tiene
de universalizable: lo mínimo que tiene de universalizable el juicio estético en el siglo
XVIII -como derecho a expresar el propio juicio por ser igual a otros hombres, en términos
liberales- está conectado con los derechos políticos. Esta diferencia, en términos de
universalismo, entre Burke como reaccionario y Kant como progresivo –diferencia hecha
siempre dentro de los límites del liberalismo- se ve ante todo en el papel de la imaginación,
tal como aparece, sobre todo, en la Nota general a la primera sección de la analítica:
Pero que la imaginación sea libre y sin embargo, por sí misma, conforme a una ley, es decir,
que lleve consigo una autonomía, es una contradicción. Sólo el entendimiento da la ley.
¿Cómo podría la imaginación ser libre, si tiene siempre al entendimiento como
aquella facultad a la que debe su servicio? Podemos decir que la imaginación no es más que
una facultad mediadora: ¿cómo puede una facultad mediadora ser libre? Aquí está la
contradicción. No es que la imaginación tenga algo que la haga autolimitarse sino que, en
realidad, no es una facultad que pueda independizarse de las facultades a las cuales debe su
servicio. Es una facultad auxiliadora, mediadora. Esto es lo que a Kant, en la Crítica del
Juicio, le resulta problemático: ¿cómo podría liberarse la imaginación en el juicio estético?,
¿cómo hace para volverse productiva, en lugar de reproductiva, si tiene tan cerca al
entendimiento (la facultad que da la ley, la facultad que la ata al concepto)?. Entonces, la
libertad del juicio estético tiene que encontrar su límite, porque en cierto punto no lo tiene
dado; y en la medida en que hay libertad en el juego de la imaginación con el
entendimiento, esa imaginación podría ampliarse o restringirse –y, como veremos, se tiene
que ampliar mucho más en lo sublime que en lo bello-.
En el § 15, dentro del tercer momento, Kant había vuelto a definir el libre juego de
las facultades, definido ya en el § 1, en el primer momento:
El énfasis en que la armonía en el libre juego de las facultades sólo puede ser
sentida da la pauta de que se trata de un sentimiento de esa libertad armónica, no de que
exista, objetivamente, tal libertad. Se experimenta un sentimiento que hay libertad en ese
juego, y de que ese juego libre no es caótico, arbitrario, disperso, rapsódico, sino
armonioso.
Al final del § 15, Kant define, a su vez, cuál es el papel del entendimiento en
relación con esa libertad:
[…] el juicio de gusto, cuando es puro, une inmediatamente satisfacción o disgusto sin
referencia al uso o a un fin, con la mera contemplación del objeto.
Y al final del párrafo siguiente, da la definición más vivencial del juicio de gusto:
[…] es una ocupación libre y conforme a un fin indeterminado de las facultades del espíritu
con lo que llamamos bello, y en la cual el entendimiento está al servicio de la imaginación y
no ésta al de aquél.
[…] la belleza salvaje, al parecer, sin regla alguna, no place más que a quien está ya saciado
de belleza regular. Pero con que hubiera hecho la prueba de estarse un día entero en su
huerto de pimienta se hubiera apercibido de que cuando el entendimiento se ha sumido,
mediante la regularidad, en la disposición para el orden que necesita por todas partes, el
objeto [ya] no le distrae.
El canto mismo de los pájaros, que no podemos reducir a reglas musicales, parece encerrar
más libertad y, por tanto, más alimento para el gusto que el canto humano mismo dirigido
según todas las reglas musicales, porque este último más bien hastía cuando se repite
muchas veces y durante largo tiempo.
Hasta acá pareciera que Kant pondera positivamente la aparente irregularidad del
canto de los pájaros en detrimento del canto humano, que está educado por las reglas
musicales.
Al igual que lo que le pasaba al viajero inglés con los árboles de pimiento de
Sumatra (al que le parecían irregulares porque, en realidad, estaba acostumbrado a otra
regularidad y pensaba esa otra regularidad como salvaje pero, pasado un tiempo, encuentra
cuál es el orden de la plantación), lo mismo sucede con el canto de los pájaros, porque el
hombre mismo, después de un tiempo de escucha, puede imitarlo, y de ahí resulta lo
paródico, que deja entender que la belleza que se le atribuye al canto es en realidad una
simpatía por el animal. La fascinación por una melodía que pareciera no seguir reglas
musicales –el canto de un ruiseñor, en el ejemplo kantiano- desaparece cuando el hombre lo
imita y descubre que las reglas que sigue son básicas: de ahí que resulten tan fáciles de
imitar.