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UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES

FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS


DEPARTAMENTO DE FILOSOFÍA
MATERIA: ESTÉTICA
MODALIDAD DE DICTADO: VIRTUAL
RÉGIMEN DE PROMOCIÓN: PD
CUATRIMESTRE Y AÑO: 2° 2020
CÓDIGO Nº: 0226

PROFESOR/A: SCHWARZBÖCK, SILVIA ALICIA

TEÓRICO 2

Temas:

Unidad I: Estética y crítica cultural en las estéticas idealistas.

2. Estética kantiana y crítica cultural


Apriorismo y placer. Egoísmo y pluralismo en la fundamentación kantiana del juicio de
gusto. La analítica de lo bello y sus cuatro momentos. La aspiración a compartir el juicio:
los límites políticos y culturales de la ilustración.

Bibliografía obligatoria

Kant, Immanuel, Crítica del Juicio, trad. Manuel García Morente, Madrid, Espasa Calpe,
1984, ## 1-29 (hay otras traducciones: Crítica de la facultad de juzgar, trad. P. Oyarzún,
Caracas, Monte Ávila, 1992; Crítica del discernimiento, trad. R. R. Aramayo y S. Mas,
Madrid, A. Machado Libros, 2003)

DESARROLLO DEL TEÓRICO 2

Vamos a desarrollar, en la clase de hoy, los cuatro momentos del juicio estético, no
tal como Kant los expone, para el lector de la Crítica del Juicio, en la “Analítica de lo
bello”, sino tal como se relacionan, específicamente, con el tema del programa de la
materia (“Estética y crítica cultural”).

Para decidir si algo es bello o no, referimos la representación no mediante entendimiento, al


objeto para el conocimiento, sino mediante la imaginación (unida quizá con el
entendimiento) al sujeto y al sentimiento de placer o de dolor del mismo.

Cuando Kant dice, en el #1, para decidir si algo es bello, da por sobreentendido,
para el lector de su tercera Crítica, el punto de vista trascendental. El sujeto no puede
decidir si algo es bello; el sujeto dice: “esto es bello”, cuando siente placer ante la presencia
de un objeto (cuyo concepto, en ese instante, permanece indeterminado). Pero el filósofo,
para decidir si lo que ha dicho el sujeto cuando dice “esto es bello” es efectivamente un
juicio estético, y no una mera expresión de una sensación de lo agradable, tiene que pensar
que lo que ha hecho ese sujeto al decir “esto es bello” es referir, mediante la imaginación, la
representación del objeto no al concepto que le provee el entendimiento, sino, desviándolo,
al sujeto y al sentimiento de placer y dolor.
Es decir, en lugar de haber conocido el objeto, y decir: “esto es X”, dijo “qué bello”,
sin determinar –porque no hay concepto- qué es aquello de lo cual ha dicho “qué bello”. Es
importante, en esta primera definición, este segmento: la imaginación, unida quizá al
entendimiento. Es decir, la imaginación no ha relacionado la representación del objeto con
su concepto sino que la ha dejado, podríamos decir, en suspenso; y por lo tanto, al no
determinarse por medio del concepto qué es ese objeto, se experimenta placer. En lugar de
estar el objeto referido a un concepto, está en estado de suspensión respecto del concepto,
porque no se lo ha determinado.
Lo que da a entender que hay un estado de indefinición del concepto es la parte de
la definición que dice: la imaginación (unidad quizá al entendimiento). No se trata, aquí, de
una imaginación que no está atada a nada; es una imaginación que, si bien está relacionada
con el entendimiento, no está cumpliendo, en el instante del juicio de gusto, una función
determinante que lo subordine a él. Porque si no fuera así, si estuviera tan indeterminado
qué es aquello de lo que predico la belleza, yo no podría saber, inmediatamente después del
juicio de gusto, de qué objeto he predicado la belleza.
Como sucede siempre en Kant, los cuatro momentos de la fundamentación suceden
en el modo de la simultaneidad, aunque sean expuestos en forma sucesiva. Es decir, si bien
la analítica de lo bello empieza por el modo de la cualidad, todo lo que está diciendo va a
ser después retomado desde el punto de vista de la cantidad, de la finalidad y de la
modalidad. Todavía no ha hablado, como lo va a hacer en el tercer momento, de que
aquello de lo que yo predico la belleza tiene forma: por ser un objeto, no es informe.
Informe va a ser lo sublime, que no tiene forma (porque no es percibido como un objeto, en
el momento del juicio y, en consecuencia, no tiene límites precisos), no lo bello.
Entonces, al ser un objeto y tener forma, aquello de lo que se predica la belleza no
puede ser algo completamente indefinible, de lo que no puedo precisar qué es. Lo bello se
predica de un objeto del que inmediatamente después del juicio estético pueda tener de él
un juicio de conocimiento y decir, por ejemplo, “esto es una orquídea”. Estoy frente a una
orquídea y digo “qué bella” o “esto es bello”, pero no por eso estoy ante algo que carece de
forma y tardo en determinar qué es, sino que estoy en presencia de algo que, en lugar de
conocerlo, por un instante, lo disfruto. Y lo que disfruto de ese objeto no es su existencia,
sino su representación: me place, en realidad, no el objeto, sino la representación que mis
facultades, por un instante, se hacen de él.
Por lo tanto, la cercanía del entendimiento hace que el sujeto que juzga lo bello esté
en condiciones de conceptualizarlo inmediatamente después de terminado el juicio de
gusto; durante el tiempo que dura la experiencia estética que desemboca en el juicio (que
podría pensarse como un instante), la conceptualización -el determinar qué es el objeto- ha
pasado a un segundo plano. El juicio de gusto, dice Kant, no es lógico sino estético, porque
en él prima el placer por sobre el conocimiento. Pero, dado que la imaginación está
asociada al entendimiento, inmediatamente después de ese instante de libertad (por el cual
la imaginación no relacionó todavía la representación del objeto con su concepto) puede
aparecer el conocimiento; sólo por un instante, entonces, en el que no se ha determinado
qué es el objeto, prima el placer por sobre el conocimiento.
Así, lo que va a caracterizar al juicio de gusto, de acuerdo con el primer momento,
es la satisfacción desinteresada (de acuerdo con el §2). Aquí aparece el juego de categorías
interés/desinterés: el interés es lo propio de los juicios sobre lo agradable y lo bueno. El
placer estético es un placer desinteresado. En cambio, el placer de la sensación, el de lo
agradable, es interesado. Por su parte, lo bueno también es algo que genera interés. No
puedo no estar interesada en la existencia del objeto de lo agradable, así como no puedo no
estar interesada en la existencia del objeto de lo bueno.
Ahora bien, la existencia del objeto que genera en un sujeto el sentimiento de lo
bello se caracteriza, precisamente, por estar suspendida, por no ser relevante, en el instante
del juicio. Cuando un juicio es estético no importa, no es lo determinante de él, la
existencia del objeto sino su representación por parte de las facultades del sujeto. Place la
representación del objeto, y no la presencia real del objeto, que conlleva la posibilidad de
consumirlo, poseerlo o apropiárselo.
También aparece aquí una palabra que no necesita explicación, pues es la tercera
Crítica. Me refiero a la palabra representación. Lo que la imaginación refiere a la facultad
de sentir placer y dolor es una representación. Entonces, la representación, en lugar de ser
referida a un concepto, es relacionada por la imaginación con la capacidad humana de
sentir placer y dolor. En lugar de conocimiento del objeto, hay placer por su representación
como mera representación: un placer que depende, por un instante, de no relacionar la
representación con su concepto. Luego Kant va a exponer, específicamente, de qué se trata
ese placer. Pero siempre hay placer en el juicio estético (incluso en el juicio sobre lo
sublime Kant habla de un “placer negativo”); si hubiera dolor, rechazaríamos la existencia
del objeto (no su representación) y no habría juicio estético.
En principio, si se produce el juicio estético con las mismas facultades que el juicio
lógico, el placer es una desviación del conocimiento: donde podría haber habido
conocimiento (si la representación hubiera sido relacionada con su concepto), no lo hubo.
En su lugar, hubo placer.
En el segundo parágrafo, para poder explicar qué es el juicio estético desde el punto
de vista de la cualidad, Kant establece dos categorías limítrofes para lo bello (algo que
Burke no había hecho). Para saber qué quiere decir bello, necesito delimitar las formas de
juzgar más parecidas a lo bello y que, por lo tanto, no deberían ser confundidas con lo bello
(porque, de hecho, podrían confundirse con lo bello). Una de las categorías limítrofes es la
de lo agradable y, la otra, la de lo bueno: lo bueno entendido como lo bueno para (lo útil) o
lo bueno entendido como lo bueno en sí. Lo bello sería algo próximo a lo agradable y a lo
bueno, pero, por eso mismo, necesita ser diferenciado de esas categorías.
La categoría kantiana de belleza, tal como aparece en el primer momento de la
Analítica de lo bello, no es la antigua categoría de kalós kai agathós (lo bello y bueno). Por
eso mismo, no podría suscitar una pregunta como la del Hippias Mayor de Platón acerca de
la cuchara de oro. ¿Por qué una cuchara de oro sería más bella que una cuchara de madera,
si, justamente, una cuchara de madera cumple mejor la función de revolver la olla que la de
oro? ¿Por qué la cuchara más bella sería mejor si va a cumplir la función de revolver una
olla? Este tipo de preguntas, donde lo útil puede ser una categoría limítrofe y lo bello estar
asociado con lo bueno en sí (entonces, hay que diferenciar lo bello bueno de lo bello útil),
son propias de un momento de la filosofía en la que lo bello no está disociado de lo bueno.
En Kant, en cambio, se trata de diferenciar lo bello de lo útil, pero de lo útil entendido
como una de las posibilidades de lo bueno. Lo bueno está cercano a lo bello, pero, por eso
mismo, como pueden confundirse las categorías, hay que diferenciarlas. No podríamos
hablar tampoco, en el sentido de República de Platón, de la polis ordenada como más bella
que la polis desordenada. Ya aquí lo bello está socialmente diferenciado de lo útil. El
problema es diferenciarlo de lo agradable, pues esa distinción no está en Burke. Para
diferenciarla de lo bello, es más problemática la categoría de lo agradable que la de lo
bueno. Para hacer esa distinción entre lo bello, lo agradable y lo bueno, la categoría que
introduce Kant es la de interés.

Se llama interés a la satisfacción que unimos con la representación de la existencia del


objeto.

El interés es el tipo de satisfacción propia del juicio sobre lo agradable y sobre lo


bueno. El desinterés, la satisfacción propia del juicio de gusto. Definido como lo opuesto
del interés, el desinterés sería la satisfacción que no unimos con la representación de la
existencia del objeto. Es decir, lo bello, de acuerdo con el primer momento de la Analítica
de lo bello, es algo que se predica en un juicio desinteresado.
Como categoría estética, lo bello está delimitado por el desinterés del juicio que lo
produce. Si el juicio estético es desinteresado, es porque el placer tiene que provenir de la
representación del objeto por la representación misma y no de la representación de la
existencia del objeto. Recuerden (de la Crítica de la razón pura) que para Kant todo
acceso a la realidad por parte de un sujeto es en el modo de la representación. El sujeto no
puede conocer la cosa en sí. Por lo tanto, el énfasis en diferenciar la representación del
objeto de la representación de la existencia del objeto (sabiendo que en la filosofía de Kant
todo lo percibido es representación, porque la cosa en sí es incognoscible, sólo pensable)
tiene que ver con que el fundamento de determinación del juicio estético es la forma del
objeto, no su contenido (de acuerdo con el tercer momento de la exposición de la Analítica
de lo bello). Pero, no obstante, hay una tendencia muy fuerte en el sujeto (como en Burke) a
confundir la representación del objeto con el objeto (con su existencia) y a desear el objeto
más allá de su sola representación. Es decir, uno podría entender lo que Kant llama
“interés” como una tendencia burguesa a querer poseer el objeto cuya representación place.
Como si no bastara el satisfacerse en la representación, porque lo que verdaderamente place
de la representación del objeto es el objeto que no está conceptualizado, pero que podría
conceptualizarse inmediatamente. Se genera un deseo hacia el objeto: de ahí la importancia
de su existencia asociada a la representación. La representación del objeto hace al objeto
mismo “interesante”.
En esta primera aproximación al problema, la del primer momento de la Analítica
de lo bello, el momento de la calidad, cuando Kant todavía no ha hablado de la pureza del
juicio estético ni de su carácter contemplativo (lo hará en el tercer momento), la categoría
que le permite exponer de qué manera tiene que ser el juicio para no desembocar en lo
agradable o en lo bueno es la categoría del interés relacionada con la de existencia del
objeto. A su vez, la categoría del interés está puesta en relación a lo que en el texto se llama
la existencia del objeto porque el objeto tiene un atractivo o estímulo (Reiz), del que Kant
habla en el tercer momento. El objeto es bello porque me place desinteresadamente, pero
tiene cualidades estimulantes (los colores, los aromas: son ejemplos que da el propio Kant)
que podrían hacer que me interese. El placer en el que se funda el juicio de gusto tiene que
provenir de la representación del objeto, sin que se traslade de la representación al objeto a
la representación de su existencia. La representación de su existencia sería el índice de que
existe un deseo de poseer el objeto.
El problema del desinterés es propio del juicio estético sobre lo bello (más que del
juicio estético sobre lo sublime) porque en lo bello hay objeto, a diferencia de lo sublime,
donde no hay objeto porque no hay forma. En lo bello hay objeto aunque no hay concepto,
porque la representación es la de algo limitado por la forma (la representación de lo
sublime es la de algo ilimitado, que carece de forma: por eso no hay objeto). Es mucho más
fácil pasar a lo agradable en la experiencia de lo bello que en la experiencia de lo sublime
(es más, el placer propio de lo sublime –anticipamos anteriormente- Kant lo define como
un placer negativo). En lo bello el objeto está ahí, es un objeto limitado, puedo ver sus
confines y, de esa manera, desearlo, en lugar de permanecer en la sola satisfacción que me
da contemplarlo. Desearlo es querer consumirlo, querer poseerlo, romper la distancia que
crea la contemplación y, de alguna manera, apropiarse del objeto, unirse al objeto. Como si
alguien pasara por delante de un rosal, dice Esto es bello, mira para todos lados, no ve a
nadie cerca, y arranca la flor. Sería una conducta burguesa por excelencia: arrancar la flor
simplemente porque place su presencia. Pero aunque el que la arrancó la flor haya dicho
Esto es bello, lo quiso decir, de acuerdo con su conducta, es Esto es agradable.
Otro caso es el que explica los carteles de No tocar en los museos. La búsqueda de
cercanía con lo bello es, hasta cierto punto, una conducta burguesa de carácter pulsional.
Por lo tanto, lo que busca hacer Kant, en relación a ella, es desaburguesar la teoría estética
de su respectivo presente y poner entre el burgués y su pulsión hacia el objeto una distancia
que es, precisamente, revolucionaria.
Existe una intención bastante explícita, de parte de Kant, de marcarle al burgués un
límite en su pulsión posesiva respecto de todo aquello que le produce placer: en la belleza
se trata de contemplación y no de posesión. El problema es cómo no pasar del placer de la
contemplación al de la posesión. Kant, en este aspecto, es injusto con la experiencia
artística, porque en ella el placer nunca podría darse plenamente en el modo de lo
agradable. Pero Adorno piensa, justamente, que por eso mismo, por todo lo que tiene de
reprimido la experiencia estética, Kant necesita ponerlo en primer plano, destacarlo como
lo propio del placer de la belleza (diferenciándolo del mero agrado), como si quisiera que el
burgués renuncie a todo residuo de placer corporal que pudiera quedarle cuando dice “esto
es bello”. No obstante, en esa represión estaría el umbral del placer estético. El burgués se
reprime del placer corporal frente a lo que considera bello para poder gozar de lo bello. De
todos modos, el placer corporal sigue estando, porque, si no, los objetos considerados
bellos quedarían vaciados de sus estímulos (Reizen) sensuales y convertidos en meros
modelos, en formas vacías.
Ahora bien, lo más interesante de la categoría del desinterés es que,
independientemente de las pulsiones posesivas que tenga el que predica la belleza,
corresponde a un tipo de juicio que le exige a quien lo enuncia poner una distancia,
mantener un límite (en el sentido de una separación) respecto del objeto. Del mismo modo
que el juicio estético no puede ser sino pluralista (más allá de que quien lo enuncia sea un
burgués egoísta), tampoco puede ser sino desinteresado (aunque el burgués que lo enuncia
sea una persona interesada). De ser interesado el juicio, lo que el que lo enuncia ha querido
decir es Esto es agradable, aunque en su lugar haya pronunciado Esto es bello.
La estética de Kant, entonces, no es una apelación moralista al burgués (como quien
dice Se le está indicando al burgués –en el sentido ilustrado- que se comporte
ilustradamente, que refine sus facultades y que aprenda a no mostrarse deseoso de
acercase al objeto, sino todo lo contrario. Decir Esto es bello implica en él la posesión de
una facultad –la facultad de juzgar- que es digna del pluralismo trascendental, más allá de
que el sujeto ilustrado cumpla o no, efectivamente, con la conducta ilustrada que se espera
de él, por la que tiene que mostrase en sociedad como capaz de compartir su juicio y de
mantenerse a distancia del objeto del gusto.
El desinterés aparece en la Analítica de lo bello no como algo que se le pide al
burgués, desde la estética, para ser ilustrado, sino como algo que tiene el juicio estético, por
sí solo, para mostrar en el burgués una cualidad no burguesa. Es una cualidad con la que el
burgués cuenta por ser un sujeto humano, no por ser un burgués cultivado. El burgués es
capaz del juicio de gusto por tener las facultades que tiene, que son comunes a todos los
hombres. Se trata de una cualidad que no depende exclusivamente de su educación
empírica. Responde a una capacidad intrínseca a las facultades humanas compartidas. Por
lo tanto, yo juzgo que esto es bello porque tengo las mismas facultades que todos los demás
sujetos. Ellos y yo estamos en las mismas condiciones transcendentales, aunque no
empíricas, de juzgar así. Juzgar lo bello no me hace un buen burgués, sino un sujeto del
juicio de gusto. El pluralismo trascendental de Kant es democratizador en el sentido más
radical (y más racional) de la Revolución Francesa.
Incluso podría decirse que el burgués no se puede resistir a ser un sujeto del juicio de gusto.
En el instante en que juzga Esto es bello el objeto no estaba ante él como objeto. El Esto es
bello le estaba dedicado a la representación del objeto y no al objeto. Sólo que fue breve.
En el primer momento de la Analítica de lo bello, en el parágrafo 3, Kant habla de lo
agradable e introduce una distinción entre sensación y sentimiento. Esta distinción radica
en que el sentimiento siempre es subjetivo y la sensación, siempre objetiva. En lo agradable
el objeto no place, sino deleita. Dice al final de parágrafo:

De aquí que se diga de lo agradable, no sólo que place, sino que deleita. Y a lo que
es agradable en modo vivísimo está tan lejos de pertenecer un juicio sobre la cualidad
del objeto, que aquellos que buscan como fin sólo el goce (pues ésta es la palabra con
la cual se expresa lo interior del deleite) se dispensan gustosos de todo juicio.
En otras traducciones dice satisface en vez de deleita: el verbo alemán, en tercera
persona del singular, es vergnügt (García Morente la traduce por deleita) En Burke, el
término delight es el que nombra el placer relativo. El verbo que corresponde al agrado, lo
propio de lo agradable, en infinitivo, es vergnügen. Lo que suscita este estado de placer del
sujeto es la existencia del objeto y no la mera representación de él. Es una satisfacción que
despierta en el sujeto una inclinación hacia el objeto. En el caso de lo que juzgo agradable,
el objeto me interesa que exista. No lo estoy contemplando (aunque pretenda que es eso lo
que estoy haciendo), sino deseándolo.
Lo agradable, por el tipo de satisfacción que genera, es una sensación y no un
sentimiento. Una sensación es una representación objetiva de los sentidos. Podría ser –me
tomo la libertad de trazar la comparación- como la idea en Burke; la huella que deja una
impresión. Una sensación puede ser más o menos vivaz, entonces, si es por ejemplo, un
recuerdo o si está presente el objeto; pero se trata de algo que se ha producido por la
presencia del objeto ante los sentidos. El sentimiento, en cambio, que es lo que caracteriza a
lo bello, a diferencia de lo agradable, es lo que tiene siempre que permanecer subjetivo y no
puede de ninguna manera constituir una representación de un objeto. Kant pone un
ejemplo: el color verde de los prados pertenece a la sensación objetiva como percepción de
un objeto del sentido. El carácter agradable del mismo, empero, pertenece a la sensación
subjetiva mediante la cual ningún objeto puede ser representado, es decir, al sentimiento. Y
en seguida va a introducir la categoría de deleite. Ahora bien, uno podría decir que el
problema para diferenciar una sensación de un sentimiento es, precisamente, que la
determinación de los sentidos es unívoca; lo agradable se impone a los sentidos, y por eso
es de carácter objetivo. Un perfume es irresistible; un color es subyugante; el olor de un
asado es inconfundible y es imposible sustraerse. Lo que caracteriza la sensación es eso.
Más allá de que a alguien le repugne o le atraiga ese olor, es inconfundible. Lo mismo pasa
con el perfume del jazmín, o con un color: el verde de los prados, etc. No hay manera de no
tener la sensación de verde o la sensación de olor a asado o de olor a jazmín. Hay una
imposición a los sentidos, y por eso la sensación es objetiva.
Por lo tanto, convertir una sensación en subjetiva, que es lo propio de lo agradable,
implica de algún modo hacer un esfuerzo: se trata de convertir en un para mí algo que es
una representación de mis sentidos. Proviene de la idea y de la impresión, como decíamos;
y proviene de una impresión muy fuerte, que ha dejado una huella en mis sentidos.
Entonces, el deleite es lo propio de lo agradable. Y deleite no es lo mismo que gusto. Para
Kant, igual que para Burke, lo propio de lo agradable es el deleite. Dice Kant:

De aquí que se diga de lo agradable, no sólo que place, sino que deleita. No es un mero
aplauso lo que le dedico, sino que por él se despierta una inclinación.

Lo agradable produce en mí inclinación (Neigung), la misma palabra que, en la ética


kantiana, define aquello respecto de lo cual está en tensión el deber. Por esa inclinación que
lo agradable despierta en mí es que quiero el objeto, no me satisfago en la mera
representación. Se desarrolla en mí una tendencia que me arrastra hacia el objeto (otra
acepción de la palabra Neigung). Si tiendo hacia él, es porque deseo su cercanía (en la
medida en que percibo su existencia como presencia).
La presencia de un olor asociado con algo de lo cual tuvimos una impresión -como
puede ser la impresión de segundo grado (el recuerdo) de haber comido algo que nos gusta
y sentir el olor de esa comida cerca de nosotros, porque alguien que la está preparando-
implica haber subjetivizado esa sensación y que esa sensación, que la primera vez fue una
mera sensación objetiva, haya generado en mí una inclinación. Lo agradable genera
inclinación, y la sola presencia del estímulo genera en mí la promesa del placer de
consumirlo. La sensación de lo agradable siempre queda asociada al consumo del objeto.
Pero, insisto, es una sensación que he subjetivizado como agradable. Porque si no, tenemos
que pensar que el sujeto está siempre dependiendo de la presencia del objeto para generar
lo agradable. Y en cambio muchas veces lo agradable se anticipa a la presencia del objeto
por algún estímulo que lo recuerda. Porque, precisamente, esa sensación objetiva se ha
subjetivizado y se ha introyectado como un recuerdo de placer. Por eso lo vinculé con la
idea en el sentido burkeano –no la idea en el sentido kantiano- lo que queda como huella de
lo que ha sido agradable.
En el parágrafo siguiente (el 4) Kant introduce la diferencia entre lo bello y lo bueno.
Bueno es lo que place por medio de la razón y por el simple concepto. Lo bueno puede ser
lo bueno para algo (útil) o lo bueno en sí (como un fin en sí mismo). Como lo que Kant va
definir, al final de este primer momento, es lo bello como lo que place sin concepto, lo
bueno sirve para delimitar qué es lo bello en relación al concepto. Lo bueno place por el
concepto y lo bello, sin el concepto. No puedo hablar de lo bueno como útil o de lo bueno
como bueno en sí sin asociarlo al concepto de un fin. A esto se debe que lo bueno despierte
interés (como lo agradable). Así como lo agradable producía un interés de los sentidos, lo
bueno produce un interés de la razón. Pero en ambos casos importa la existencia del objeto.
Lo agradable y lo bueno tienen en común el interés por el objeto.

[Tanto en lo bueno para (lo útil) como en lo bueno en sí] está encerrado siempre el
concepto de un fin, por lo tanto, la relación de la razón con el querer (al menos posible)
y consiguientemente una satisfacción en la existencia de un objeto o de una acción, es
decir, un cierto interés.

Mi facultad de querer no puede no interesarse en la existencia de lo bueno, en la medida


que lo bueno es un fin.

Para encontrar que algo es bueno tengo que saber siempre qué clase de cosa deba ser el
objeto, es decir, tener un concepto del mismo; para encontrar en él belleza no tengo
necesidad de eso.

No puedo juzgar lo bueno sin saber qué es el objeto portador de lo bueno. Tengo que
tener un concepto del objeto para poder asociar con él un determinado fin (como sucede
entre el hacha y la acción de cortar: el objeto está orientado, en su diseño y su construcción,
para ese fin). Para encontrar bondad en un objeto tengo que tener el concepto del mismo,
asociado a un fin, pero para encontrar belleza en un objeto no necesito tener un concepto
del objeto. Kant va a poner ejemplos de lo bello como lo que place sin concepto. Pero como
tiene que escribir los nombres de los objetos juzgados como bellos, paradójicamente, dice
cuáles son sus conceptos empíricos:

Flores, dibujos, letras, rasgos que se cruzan sin intención, lo que llamamos hojarasca, no
significan nada, no dependen de ningún concepto, y, sin embargo, placen.

Esta es una cuestión problemática en la exposición de la filosofía de Kant por el


propio Kant (y no de la filosofía de Kant en sí misma): para poder explicar con ejemplos
necesita, al nombrar el ejemplo, conceptualizar el objeto. Si yo digo hojarasca, tengo un
concepto de hojarasca, si digo líneas que se cruzan, tengo el concepto de líneas y de cruces,
etc… Esta es la paradoja de nombrar ejemplos de lo bello: aunque lo que se juzga bello sea
sin concepto, para que los lectores entendamos, tiene que nombrar el objeto (y nosotros lo
conceptualizamos, nosotros los lectores). Por eso, cuando yo digo Esto es bello y tengo
delante una letra no digo Esta letra es bella, sino Esto es bello o ¡Qué bello! Pero para que
la representación de la letra suscite en mí el juicio de belleza, el requisito que tiene que
tener es que yo no pueda determinarla con un concepto.
Si alguien toma un texto escrito en letra gótica, y dice Qué bello, eso indica que su
mirada se desplaza por los caracteres y sus formas sin reparar en que se trata de letras. Si le
placiera la letra como modelo de letra (Kant contempla la posibilidad), se trataría de una
belleza adherente (la belleza para la que existe un modelo) y no de una belleza libre, que es
la belleza propiamente dicha del juicio estético (esto lo explica en el tercer momento). Para
Kant, la verdadera belleza es la belleza libre, la de la forma sin modelo. Lo difícil, en la
mayoría de los casos de la belleza, es abstraerse de un modelo (un modelo cultural) para
juzgarla. Pero más difícil aún es no prestarle atención al contenido de un objeto y
permanecer durante más de unos segundos en el placer que da la forma.
Volviendo a la diferencia entre lo bello y lo bueno, el objeto de lo bueno, al igual
que el objeto de lo agradable, no puede no interesar. De hecho, decir: “esto es bueno” en
lugar de “esto es bello” implica, precisamente, un interés en la existencia del objeto. Esta
satisfacción en la existencia del objeto está relacionada con el concepto y el fin. No es
posible poner entre paréntesis, aunque sea por un instante, qué es lo bueno, como no se
puede poner entre paréntesis, ni por un segundo, qué es lo agradable. Recuerden siempre
que el concepto de interés, en la Crítica del Juicio, es la satisfacción en la existencia del
objeto, es decir, querer tener, querer poseer, buscar romper la distancia con el objeto
precisamente porque el objeto es su concepto.
Ahora bien, al tipo de satisfacción que producen lo agradable y lo bueno, Kant la
llama patológico-condicionada, en el §5. El concepto de patológico en Kant, que aparece
también en la Crítica de la razón práctica -por ejemplo, el amor patológico- siempre quiere
decir sentimental. Cuando Kant dice que el imperativo categórico se podría formular en el
modo de la máxima Ama a tu prójimo como a ti mismo, y eso no significaría sentir un amor
patológico por el prójimo sino un deber respecto de él, está refiriéndose al amor
sentimental: no se puede sentir amor por el prójimo, sino deber hacia él. Cuando aquí Kant
dice que hay un interés en lo bueno y en lo agradable que hace que la satisfacción que ese
interés implica sea patológico-condicionada está pensando en que no hay manera de no
generar, respecto de esos objetos, una inclinación. No ha manera de no quererlos, a esos
objetos; de no desearlos, en tanto agradables o en tanto buenos.
Por otro lado, esos objetos, en tanto interesantes, generan un estímulo, y es a través
de este estímulo que el sujeto se vincula con ellos. Place el objeto junto con la existencia
del objeto. Ahora bien, el placer en la existencia del objeto es lo contrario de la
contemplación, que es en lo que consiste, de acuerdo con el tercer momento de la Analítica
de lo bello, la experiencia estética que desemboca en el juicio. Mi actitud frente a un objeto
interesante -por bueno o por agradable- es, precisamente, la de la no contemplación. No
tengo, frente al objeto, la relación que tengo frente a una representación de él sino frente a
él como existente, como presente, como algo con lo cual quiero tomar contacto o de lo cual
me quiero apropiar. Como cuando alguien pasa por una vidriera, ve algo, le gusta y lo
compra. En ese caso, del objeto se impone su existencia, por encima de su representación.
Es decir, mi actitud frente a él no era contemplativa, sino deseante. Porque todo objeto
puede ser percibido en tanto estímulo y generar una inclinación en mí.
Por eso Kant dice: lo agradable, lo bello y lo bueno indican tres relaciones
diferentes de las representaciones con el sentimiento de placer y dolor. Lo agradable
deleita; lo bello sólo place; lo bueno es apreciado, aprobado. Vean cómo Kant va
precisando el lenguaje para hablar de lo bello, y lo hace estableciendo las categorías
limítrofes de lo bello. Ahora bien, cuando dice que lo bueno es aprobado, es apreciado,
marca que no se puede simplemente contemplar lo bueno, de la misma manera que no se
puede simplemente contemplar lo agradable. Son estimulantes. Son interesantes.

El agrado vale también para los animales irracionales; belleza, sólo es para los hombres, es
decir, seres animales, pero razonables.

De la misma manera que en la Antropología y en la Crítica de la razón práctica,


Kant hace hincapié en que solamente alguien que es racional pero tiene una parte animal, es
decir, alguien que tiene inclinaciones, puede experimentar la belleza. Así como solamente
alguien que tiene una parte concupiscible, alguien que tiene una parte animal, tiene que
representarse el deber, y no actúa por deber de una manera automática, como lo haría una
voluntad santa, de la misma manera, solamente alguien que tiene una parte concupiscible,
una parte animal, puede experimentar la belleza como contemplación, en lugar de cómo
agrado.
Por eso concluye que, de los tres modos de satisfacción que analiza: la satisfacción
en lo agradable, la satisfacción en lo bueno y la satisfacción en lo bello, solamente la última
es desinteresada y libre, pues no hay interés alguno, ni el de los sentidos, ni el de la razón.
Ahora queda claro que el interés en lo bueno es un interés racional, y el interés en lo
agradable es un interés sensorial. La exposición por pasos de Kant es implacable. Ahora ha
aclarado de qué carácter es el interés en lo bueno, como diferenciado del interés en lo
agradable. Y a la satisfacción libre, que es la propia de lo bello, la llama una complacencia.
Así concluye el primer momento de la Analítica de lo bello.
El segundo momento es el de la cantidad. Este momento se ocupa de determinar de
qué tipo es la universalidad propia del juicio de gusto. Les dije al comienzo que había en la
Crítica del Juicio kantiana una aspiración de universalidad que conectaba a la filosofía
trascendental con la cultura de la Revolución francesa, antes que con la cultura de los
salones. Es la aspiración de universalizar el juicio –de compartirlo con todos los hombres y
mujeres, existentes y por existir-, teorizada en el segundo momento de la Analítica de lo
bello, la que hace de la estética kantiana una filosofía liberal radicalizada; liberal, pero
conectada con los contenidos que hoy llamaríamos progresivos del liberalismo del siglo
XVIII, y no con los reaccionarios.
En este punto, podemos trazar una comparación entre Burke y Kant. En 1790, el año
de publicación de la Crítica de Juicio, Burke publica su obra política más importante,
Reflexiones sobre la revolución en Francia, un libro absolutamente crítico respecto de la
Revolución francesa. Se puede considerar a Burke como un liberal reaccionario: está a
favor de la libertad de expresión en el modo del juicio estético (el cual depende del grado
de ilustración que cada individuo logre darse a sí mismo), pero sin que esa libertad se
extienda a toda la sociedad en el modo de los derechos políticos. Burke es mucho menos
liberal-ilustrado que Kant respecto de lo que significa, en el siglo XVIII, el pasaje del
derecho al juicio estético al derecho a la representación política. Dice Burke en 1790:

Dieciséis o diecisiete años ya han pasado desde cuando ví de pasada por primera vez a
la reina de Francia, entonces Delfina, en Versailles. En verdad, jamás visión más
agraciada vino a visitar esta tierra que ella parecía apenas rozar. La vi en su inicial
surgimiento en el horizonte, adornar y alegrar aquella elevada esfera en que había
apenas comenzado a moverse, resplandeciente al igual que la estrella de la mañana,
llena de vida de esplendor y de alegría. […] En mi imaginación veía diez mil espadas
levantarse súbitamente de sus vainas para vengar, aunque fuese una mirada, que
amenazase insultarla.

Burke, E., Reflexiones sobre la revolución en Francia, citado por Remo Bodei,
Geometría de las pasiones. Miedo, esperanza, felicidad: filosofía y uso político, trad.
Isidro Rojas, México, FCE, 1995, pp. 426-431

Bodei usa estas citas para mostrar el modo en que lo estético, en Burke, se relaciona
con lo político. Es decir, las pasiones en la obra política de Burke aparecen relacionadas
con el modo en el cual los conservadores se representan la sociedad monárquica después de
que aparece una sociedad igualitaria como es la sociedad racional de la Revolución
Francesa. Lo que le interesa a Bodei es mostrar esa conexión entre lo estético (de la
Enquiry, de 1757) y lo político (de la obra sobre la revolución francesa, de 1790).

Pero la edad de la caballería ha terminado, destituida por la de los sofistas, los


economistas y los contadores. Con ella se ha extinguido para siempre la gloria de
Europa. Nunca más, nunca más nos será dado contemplar aquella generosa lealtad
hacia las prerrogativas del rango y del sexo, aquella sumisión no exenta de orgullo,
aquella rencorosa obediencia, aquella subordinación del corazón que mantenía vivo,
aún en la servidumbre, el espíritu de exaltada libertad. Han desaparecido para siempre
las gracias naturales de la vida, aquella lealtad al soberano, que era la mejor y la más
desinteresada defensa de las naciones, la nodriza de los sentimientos viriles y de
heroicas empresas. Han desaparecido para siempre los sabios príncipes, la castidad del
propio honor que consideraba cada pequeña mancha sobre él como una grave herida,
que inspiraba valor mitigando la ferocidad, que ennoblecía cuanto tocaba, que volvía el
vicio menos pérfido privándolo de toda tosquedad. Todas las hermosas ilusiones que
servían para ennoblecer el poder, para rescatar la obediencia de la servidumbre, para
poner en armonía las diferentes gradaciones de la vida social, para introducir en la
política aquellos sentimientos que embellecen y suavizan la vida privada, están
destinadas a disolverse en la luz triunfante de este nuevo imperio de la razón. Todo
aquello que recubre a modo de púdico drapeado la brutal desnudez de la vida en su
realidad debe ser violentamente eliminado, desgarrado. Toda la superestructura de
ideales, este imaginario lujo de decoraciones producido por una imaginación creadora
de valores morales, originada en el corazón pero justificada por la razón, porque la
razón no puede dejar de ver cómo tales ropas son necesarias para ocultar los defectos
de nuestra naturaleza desnuda y trémula, para enaltecerla en nuestro aprecio, ahora
debe ser destruida como lo es una moda ridícula, absurda, anticuada.

Kant tiene una posición liberal más progresiva que la de Burke, pero también
expone la propia paradoja de toda posición liberal: la burguesía va a aspirar a compartir el
juicio con todos los hombres mientras no haya una clase en una posición inferior a la suya
que esté en condiciones de disputarle ese derecho. Es decir, nunca va a ser la burguesía tan
progresiva como cuando su aspiración a compartir el juicio es absolutamente abstracta, y no
tiene una clase inmediatamente inferior a ella que le reclame compartirlo. Podemos decir:
aspira a compartir el juicio con todos los hombres, pero lo va a compartir con la
aristocracia, con la clase inmediatamente superior, no con la clase inmediatamente inferior.
Así, en el segundo momento del juicio estético, el de la cantidad, Kant acuña la
fórmula de la universalidad subjetiva. En lugar de la universalidad objetiva, propia de la
Crítica de la razón pura, lo que aparece aquí es un engendro del juicio reflexionante: la
universalidad subjetiva. Se trata de todo lo contario, en relación a lo bello, del para mí
propio del juicio sobre lo agradable. Es decir, lo agradable siempre es agradable para mí.
No hay aspiración a compartir lo agradable en el juicio sobre lo agradable. Desde el punto
de vista de la cantidad -el segundo momento de la Analítica de lo bello-, lo que marca la
diferencia entre lo agradable y lo bello es que lo primero es privado: no hay aspiración a
compartirlo. Lo bello, en cambio, es lo que se aspira a compartir con todos los hombres:
debería ser público. Dice Kant en el § 7:
En lo que toca a lo agradable, vale, pues, el principio de que cada uno tiene su gusto propio
(de los sentidos).

El gusto basado en los sentidos es el propio, el privado, el intransferible: lo que me


agrada, lo que me deleita, siempre, aunque no lo aclare, me deleita a mí. No debe llamarlo
bello si sólo a él le place, dice Kant de lo agradable. Es decir: lo agradable se caracteriza
por placerle sólo al sujeto que enuncia ese placer. En cambio,

Al estimar una cosa como bella, [el sujeto] exige a los otros exactamente la misma
satisfacción; juzga, no sólo para sí, sino para cada cual, y habla entonces de la belleza como
si fuera una propiedad de las cosas.

Hablar de la belleza de una cosa como si esa belleza le perteneciera a la cosa es,
precisamente, lo característico del juicio estético de lo bello. El sujeto del juicio estético no
se puede atribuir la belleza por el solo hecho de ser capaz de juzgarla, como quien dijera, de
manera autoconsciente, que la belleza está en el ojo del que mira. Todo lo contrario: quien
dice “esto es bello” invierte la relación sujeto-objeto y le atribuye a la cosa lo que, en
realidad, está en sus facultades.
Esa humildad del que juzga la belleza no es falsa humildad: es un rasgo intrínseco
de la universalidad subjetiva del juicio estético. Yo no puedo atribuirme el mérito de
reconocer la belleza porque, simplemente, la juzgo por tener facultades –entendimiento e
imaginación- que comparto con todos los hombres. Por no tener nada especial –por tener
las mismas facultades que todos los hombres- soy capaz de juzgar la belleza. Puedo
juzgarla, entonces, independientemente de mi educación formal, así como de mi
autoilustración o de mi posición social. Aquí es donde se juega el matiz por el cual la
ilustración kantiana es más progresiva que la burkeana, y el liberalismo kantiano es
políticamente más progresivo que el liberalismo burkeano, aun cuando Kant le reconoce a
Burke todo lo que le reconoce en la Antropología.

Por esa misma razón, [el sujeto] censura a otros si juzgan de otro modo, y le niega el gusto,
deseando, sin embargo, que lo tengan.
Cuando alguien no comparte el gusto de quien juzga algo como bello, el autor del
juicio censura al otro por no compartirlo, es decir, lo interpela a que le guste lo mismo que
a él, y le dice: “¡No tenés gusto! ¿Cómo no te gusta lo que yo digo que es bello?” En ese
reproche está precisamente la aspiración a compartirlo. Yo no puedo, cuando digo “esto es
bello”, querer que mi juicio sea privado. Sólo por enunciarlo como “esto es bello” y no
como “esto es agradable”, estoy dando a entender que mi juicio es compartible (aunque no
sea compartido por nadie): yo juzgo algo como bello porque tengo las mismas facultades
que todos los sujetos humanos, y simplemente estoy frente al objeto y los otros no; pero
cualquiera sería capaz de compartir mi juicio.
Esto no significa que Kant piense en lo bello como un concepto a priori. En
realidad, lo que va a mostrar es que lo bello no puede ser un concepto enteramente a priori.
Porque, si no, no habría manera de que todo sujeto juzgara la belleza con libertad (con un
uso libre de sus facultades). La belleza sería como el conocimiento científico: universal y
necesario. Por eso la voluntad de compartir lo bello es en realidad una aspiración del juicio,
no del sujeto empírico que lo enuncia. Hay algo radicalmente democrático en el uso libre de
las facultades de conocimiento. En el cuarto momento de la analítica de lo bello, va a
explicar la modalidad del juicio como no apodíctica. Si lo bello fuera un concepto
enteramente a priori, como podría ser una categoría, no habría manera de sustraerse a la
belleza; las cosas serían objetivamente bellas, porque el sujeto las construye como bellas. Y
no habría disputas sobre gusto. No habría problema estético. Lo bello sería objetivamente
bello.
Para poder explicar la universalidad subjetiva, Kant va a necesitar, en los parágrafos
subsiguientes, diferenciar entre universalidad objetiva y universalidad subjetiva. Al final del
§ 7 dice:

Así, de un hombre que sabe tan bien entretener a sus invitados con agrados (del goce, por
todos los sentidos), que todos encuentran placer, dícese que tiene gusto. Pero aquí la
universalidad se toma sólo comparativamente, y tan sólo [según] reglas generales (como
son todas las reglas empíricas) y no universales, siendo sin embargo, estas últimas las que el
juicio de gusto sobre lo bello requiere y pretende alcanzar.

Supongamos el caso de alguien que tiene la capacidad extraordinaria de que cada


vez que recibe invitados todos digan de él que tiene gusto (porque sabe servir la mesa,
porque conoce los placeres de la comida y la bebida, porque su conversación es agradable
durante la cena, y porque quienes son sus invitados saben reconocer todas estas virtudes).
Ahora bien, lo que se podría inferir de ese gusto (del gusto del anfitrión, compartido por los
invitados) es una universalidad sólo de carácter comparativo; es decir, si tomamos ciertas
reglas generales que hay en la sociedad (en este caso, reglas para servir la mesa, reglas para
cocinar manjares y acompañarlos con vinos de excelencia, reglas para que la conversación
sea interesante: reglas todas de la sociabilidad, en última instancia) y analizamos fríamente
cómo las siguen ciertos sujetos que hacen las veces de anfitriones, podemos concluir cuál
es el grado de refinamiento que un sujeto ha alcanzado al seguirlas. Podría ser el caso de
Dick y Nicole Diver, en la primera parte de Suave es la noche, la extraordinaria novela de
Francis Scott Fitzgerald. Cuando somos invitados a distintas tertulias, podemos comparar
cómo somos atendidos en cuanto a los placeres de la mesa y la conversación, y decir que
alguien tiene más gusto que otro en cumplir con esas reglas. Hay que conocer las reglas,
pero, además, poder comparar distintos grados de excelencia en el arte de aplicarlas. Es
parte del saber del ciudadano del mundo de la Antropología kantiana. Pero se trataría del
cumplimiento de ciertas reglas generales del gusto, y la universalidad no sería una
verdadera universalidad porque es obtenida de manera comparativa (sería generalidad, no
universalidad). Lo que se ha puesto en práctica, en materia de fiestas, son reglas empíricas,
reglas sociales, que pueden cambiar y que de hecho cambian (y pueden cambiar también –
lo cual es peor- quienes las aplican y quienes las aprecian, como tan bien muestra la novela
de Scott Fitzgerald que mencioné antes); no se puede decir que las reglas del gusto –por ser
reglas- son universales. Podemos decir que las reglas siempre son comparativamente
universales, es decir, generales. No es de estas reglas –las reglas empíricas del gusto- de lo
que trata la universalidad subjetiva como la parte políticamente más radical, para su época,
de la estética kantiana (más radical que el último momento, el cuarto, porque allí hay un
deber que roza la moralidad, aunque sin trasgredir el límite).
Sigue Kant:

En un juicio en relación con la sociabilidad, en cuanto ésta descansa en reglas empíricas,


podemos hablar de universalidad comparativa. En lo que refiere al bien, los juicios
pretenden también tener, con razón, por cierto, validez para todos. Pero el bien es
representado como objeto de una satisfacción universal sólo mediante un concepto, lo cual
no es el caso ni de lo agradable ni de lo bello.

También en relación al bien se puede establecer una diferencia en cuanto a que no se


puede hablar del bien si no es a partir de un concepto. Por lo tanto, la universalidad propia
de lo bello no va a ser ni la universalidad comparativa ni tampoco la universalidad propia
del bien, que descansa en un concepto. Se trata de una universalidad enteramente distinta.
Así, la universalidad va a tener que ser entendida como una pretensión a la validez
universal, dice Kant en el § 8. Porque mediante el juicio de gusto se exige a cada cual la
satisfacción en un objeto sin apoyarse en un concepto –esto es lo que lo diferencia a lo
bello de lo bueno y lo agradable- y esa pretensión de alcanzar la validez universal (por ser
compartido por todos los hombres y mujeres) pertenece tan esencialmente a un juicio
mediante el cual declaramos algo bello que no se puede pensar sin ella.
No se puede pensar un juicio de gusto egoísta, diría Kant. El juicio de gusto es
esencialmente altruista: aun el sujeto que dice “esto es bello” y no pretende compartir con
nadie ese juicio, al predicar belleza en lugar de agrado está predicando algo que aspira a
compartir con todos los hombres que tienen las mismas facultades que él. Declarar algo
bello es declarar algo bello para todos. El juicio es subjetivamente universalizable
(extensible a todos los sujetos pensables) porque lo que el sujeto juzga bello lo juzga por
tener imaginación y entendimiento (las mismas facultades que todos los sujetos pensables)
y no por tener algo especial, algo distinto de ellos. Por no tener nada distinto que el resto
de los hombres, nada especial, nada que el resto de los hombres no tenga (por ejemplo,
educación, refinamiento del gusto, como quien sabe servir la mesa y, comparado con otros
hombres, encarna el paradigma del buen gusto), es que se puede juzgar “esto es bello”.
Este gusto personal, que se juzga mayor o menor que el de otros hombres en
términos comparativos, es aprendible, no universalizable: es producto del aprendizaje que
realizan ciertos hombres y mujeres por ser parte de una clase social privilegiada (la
aristocracia), pero, por eso mismo, podría aprenderlo la clase social en ascenso (la
burguesía, para la época ilustrada). La belleza, en cambio, no es “compartible” en estos
términos que son los de la comparación: es algo que cualquiera, sin importar su clase,
puede predicar por tener facultades de conocimiento susceptibles de un uso libre. No hay
nada especial en el sujeto que juzga “esto es bello”; simplemente, bajo determinadas
circunstancias, la imaginación y el entendimiento que tiene en común con todos los
hombres y mujeres, en lugar de producir el concepto de un objeto (“esto es una orquídea”),
establecen entre sí, durante un instante, un juego libre, que permite predicar “esto es bello”
(frente a la orquídea). Por eso Kant dice:

Puedo dar al primero el nombre de gusto de los sentidos y al segundo el de gusto de la


reflexión, en cuanto el primero enuncia sólo juicios privados y el segundo, en cambio,
supuestos juicios de valor universal (públicos).

También podemos leer esa última frase de la siguiente manera: juicios públicos de
valor universal. Esta distinción entre los juicios de lo agradable como juicios privados y los
juicios sobre lo bello como juicios públicos hace, a partir de la universalidad que le cabe a
cada uno –universalidad comparativa, a los agradables, y universalidad en el sentido de la
pretensión de validez universal, a los segundos-, que los segundos sean los únicos públicos.
Noten que “carácter público del juicio estético” no está vinculado con el hecho de que el
juicio estético sea inapelable, o de que sea a priori, o de que sea científico (en el sentido de
que capte del objeto algo que tenga que ver con su naturaleza misma -como podría conocer
la orquídea un botánico). En lo que radica el carácter público del juicio estético es en que
aspira a la validez universal, sin poder demostrarse esa validez universal como objetiva.
Porque no es la validez universal propia de un universo de objetos sino la validez universal
de un universo de sujetos.
Es decir, yo aspiro a compartir el juicio “esto es bello” con todos los hombres; y no
estoy diciendo con esto que todos los objetos de su misma clase, la orquídea, sean bellos.
La universalidad objetiva es la propia del objeto: pero, por eso mismo, la belleza, como
predicado, no puede tener sino un sujeto que sea singular. Kant dice: el juicio “Todas las
flores son bellas” es un sinsentido, es un oxímoron: no es un juicio de conocimiento ni
tampoco un juicio estético; es un juicio mal formulado, porque no se puede universalizar la
belleza en relación al objeto, la flor, sino en relación al sujeto que enuncia, que aspira a
compartir su juicio. La universalidad subjetiva no es otra cosa que la aspiración a que el
juicio no quede en el foro interno de quien lo enuncia; la aspiración a que no sea una
exclusividad del sujeto; la aspiración a que el juicio estético no sea un privilegio de la clase
ni de la autoeducación.
Esta es la lectura política que propuse al comienzo de la clase. Decir “esto es bello”
es propio de un sujeto con facultades iguales a las facultades de los otros hombres, y no
depende de la posición social que él o ella tenga, porque también las mujeres aparecen
como sujetos del juicio estético, como vimos la clase pasada, en la época ilustrada.
Podemos decir, entonces, que no depende del grado de educación decir “esto es bello”, ni
tampoco de la posición social, sino de tener las mismas facultades que todos los demás
sujetos. Esto es lo radicalmente democrático, pero también lo inevitablemente democrático
del juicio estético: no puedo hacer un juicio egoísta si es un juicio estético, aun cuando sea
el más egoísta de los hombres o las mujeres.
Ahora bien, el juicio de lo agradable, cuando aspira a la universalidad, es más
arbitrario que el de lo bello. Pero también el juicio de lo bello, si uno lo toma desde el
punto de vista de la sociedad –Kant le dedica un parágrafo a este problema: el #17: Del
ideal de la belleza-, se advierte que varía. Lo que Kant llama el ideal de lo bello varía de
una sociedad a otra, de una época a otra, y de una cultura a otra, e incluso de un individuo a
otro. De todos modos, más allá de las variaciones, cuando el juicio estético es pronunciado
aspira a la universalidad. Lo que muestra la variación en el gusto es que esa aspiración
nunca se convierte en una realidad empírica. Por eso decimos que es una universalidad que,
empíricamente (socialmente), nunca se puede consumar. Porque incluso es incontrastable
que todos los hombres compartan el mismo gusto, aun cuando se habla estadísticamente y
se dice, por ejemplo, que tal museo recibe por semana tantos visitantes, o tal paraje turístico
recibe por fin de semana tantos visitantes. Son usos estadísticos que intentan mostrar un
carácter unánime de la belleza de ciertos paisajes o de ciertas obras de arte o de ciertos
espectáculos (“las siete maravillas del mundo”, por ejemplo, que ahora creo que son diez, y
se votaron por internet). Pero ese número no es más que una muestra de un comportamiento
de aprobación. No se podría saber si la aprobación fue efectiva, es decir, si quienes fueron a
visitar los lugares que nadie debería perderse de visitar en su vida no se sintieron
defraudados por la expectativa previa. Sólo se constata, en términos numéricos, cuántas
personas estuvieron frente al objeto. Pero tampoco eso sería índice de unanimidad del
juicio. Se trata siempre de un acercamiento estadístico, probabilístico, al problema del
gusto. Es probable que si van muchas personas por año a visitar la Garganta del Diablo, en
las cataratas del Iguazú, sea un paisaje que todos disfrutan. Pero, ¿cuántos los disfrutan
como bello, cuántos como sublime, y cuántos como el objeto “La Garganta del Diablo”,
para saber cómo es o decir que estuvieron, una vez en su vida, frente a ella? Pero la
presencia frente al objeto no puede ser tomada por simple aprobación; es siempre un dato
estadístico: quizás alguien fue a la Garganta del Diablo y se decepcionó (no hubo siquiera
juicio de conocimiento) porque se le mojó la cámara -o el celular- mientras miraba el
paisaje, se fue enojado y tiene un mal recuerdo de esa experiencia. Lo mismo vale para los
alérgicos a los mosquitos que no se hayan puesto repelente en el trayecto hasta la Garganta.
Pero aunque fueran aisladísimas excepciones los casos de decepción en el Parque Iguazú,
de todos modos la universalidad subjetiva del juicio estético (sea por lo bello o por lo
sublime) queda en el modo de la aspiración: todos deberían poder decir “esto es…” (bello o
sublime).
La belleza, en términos kantianos, nunca podríamos saber si está en la cosa? No
obstante, el juicio “esto es bello” se enuncia como si la belleza estuviera en la cosa. Esto (lo
que está presente frente a mí) es bello. La belleza que es producto del libre juego entre mis
facultades se la atribuyo a la cosa. Pero no significa que esté en la cosa. Lo que sucede es
que no hay manera de decir “esto es bello” si no es en el modo de la atribución a la cosa.
Digo: “esto es bello”, y no digo “me gusta”, porque “me gusta” correspondería a lo
agradable, al placer de mis sentidos, a mi deseo por el objeto. Insisto: la belleza genera
humildad en el sujeto, porque es como si la cosa suscitara el juicio. El filósofo sabe que no
es así; pero, desde el punto de vista de la enunciación del juicio, la atribución de lo bello al
objeto es lo que marca que se trata de un juicio estético y de un juicio de agrado.
El juicio estético, desde el punto de vista del sujeto que lo enuncia, dura sólo un
instante. Dura sólo el instante inmediatamente anterior al que se lo pronuncia, e
inmediatamente después de pronunciado, se pasa a un juicio determinante, a un juicio de
conocimiento. De hecho, Kant lo dice más adelante, cuando hace mucho hincapié en que
hay un intento por parte del sujeto de prolongar el estado en que se encuentran sus
facultades en el momento de pronunciar el juicio; se intenta permanecer en el estado de las
facultades que lleva a decir “esto es bello” y, precisamente, lo que caracteriza al juicio, por
eso mismo, es que no dura. Dije “esto es bello” y ya sé lo que es. De lo reflexionante del
juicio se pasa muy rápidamente a lo determinante. En ese sentido, sí, tenés razón: hay como
un juego caleidoscópico de las facultades, porque ni bien se está, en un instante, en la
posición de decir “esto es bello”, al instante siguiente la posición gira a “esto es X”.
Cuando Kant pone entre paréntesis la aclaración sobre la presencia cercana del
entendimiento: la imaginación (unida, quizás al entendimiento), es justamente por la corta
duración de la experiencia que lleva al juicio, del instante en que se dice “esto es bello”.
Inmediatamente después de decirlo, se determina cuál es el concepto. Y se determina
porque el concepto, en realidad, está ahí, latente, esperando que termine el juego: cuando
digo “esto es bello”, está, podríamos decir, entre paréntesis, y se determina cuando digo “es
una orquídea”. Porque es muy difícil, cuando alguien dice “esto es bello”, no saber qué es;
incluso, de acuerdo con el tercer momento, por ser un objeto, tiene forma.
Por eso hay una aspiración a que, cuando otro ser humano se encuentre en el mismo
lugar, pueda tener el mismo sentimiento de belleza que yo. La forma de la aspiración sería
esa: compartir ese instante. Que otro pueda descubrir belleza en eso que para mí fue bello.
Pero, de todos modos, esa aspiración a compartir el juicio estético sería algo que no
percibiría en sí mismo el propio sujeto cuando enuncia el juicio, sino el filósofo, que lo
pone de relieve en la fundamentación. Por eso digo: podría pasar que el sujeto diga “cómo
me gustaría que todos pudieran estar frente a la Garganta del Diablo alguna vez en su vida”,
pero si no lo dice, y sí dice “esto es bello” o “esto es sublime”, su juicio aspira a la
universalidad subjetiva. La universalidad subjetiva está en el juicio, no en el sujeto. En el
sujeto, si se quiere, está el instante del juicio. Porque si el placer es tal que no hace falta el
juicio, ¿por qué no quedaría reducido a los sentidos, a lo agradable, ese placer? En el juicio
estético (sea sobre lo bello o sobre lo sublime) prima el estado contemplativo. Piensen que
hay una molestia en acercarse a un paisaje extremo, como lo es el de la Garganta del
Diablo: uno se moja mientras lo está percibiendo y no hay manera de fotografiarlo para
quedarse con una imagen adecuada de su fastuosidad, porque el objeto desborda la mirada
y, precisamente, lo que atrae de él es que uno está en medio del agua y, a partir de
determinando momento, no hay confín, no hay límite. En este sentido, es sublime: no hay
forma. Pero no porque no haya allí forma alguna. Es el estado de mis facultades el que me
impide encontrarla. Ahora bien, el juicio estético, sea sobre lo bello o sobre lo sublime,
aspira a la universalidad subjetiva (a que todos los hombres y mujeres lo compartan) porque
la experiencia que me lleva a enunciarlo no depende de absolutamente ninguna
particularidad mía, sino del hecho de tener imaginación y entendimiento (y, en el caso de lo
sublime, razón, en lugar de entendimiento), que es lo que todo ser humano tiene. Las
facultades de conocimiento que permiten el juicio estético son las mismas en Newton que
en el campesino que labra la tierra en Königsberg. Por lo tanto, la posibilidad de los juicios
estéticos es universalmente subjetiva, o subjetivamente universal. No obstante, insisto, no
hay manera de comprobar que todo aquel que esté donde yo estuve diga “esto es sublime”.
No sólo porque no tengo manera de constatarlo empíricamente, sino porque no es esa la
universalidad que está implícita en la aspiración de validez universal. La aspiración a
compartir el juicio no depende de la posibilidad real de que todo otro sujeto alguna vez la
repita. Podemos decir: el momento egoísta del altruismo del juicio estético consiste en
querer que todos compartan mi juicio, no sólo mi experiencia.
En el § 8, Kant pone el ejemplo de la rosa y dice:

…el predicado de la belleza no se enlaza con el concepto del objeto, considerado en su total
esfera lógica, sino que se extiende ese mismo predicado sobre la esfera total de los que
juzgan.

Nunca Kant, hasta ahora lo dijo mejor: la belleza, como predicado, no se enlaza con
el concepto del objeto, considerado en su total esfera lógica (es decir, todas las rosas), sino
con la esfera total de los que juzgan (es decir, todos los hombres). La belleza, como
predicado, no se relaciona con todas las rosas sino con todos los hombres. Esta es la
universalidad subjetiva: la que involucra a todos los hombres y mujeres, existentes y por
existir, y no la que involucra a todas las rosas.
Por otro lado, dice respecto de la rosa: la rosa es (en el olor) agradable. Si yo me
concentro en aquello que pertenece al contenido del objeto -el olor, en este ejemplo- el
juicio es “esto es agradable”. De alguna manera, va a tener que ser –como desarrollará en el
tercer momento- algo del orden de la forma del objeto, de lo que el objeto tiene de limitado,
de lo que tiene de confines, de dibujo, de estructura ósea, y no de aroma, de color, de sabor
o de suavidad al tacto, lo que determine que yo diga “esto es bello”. Queda entre paréntesis,
cuando juzgo “esto es bello”, además del concepto (que sea una rosa y no un clavel), todo
lo que es del orden del accidente: si la rosa es roja o blanca, si es perfumada o carece de
perfume, si es aterciopelada o no, si está abierta o es un pimpollo. Es decir, todo lo que
podría hacer de la rosa algo táctil, sensible, disfrutable por los sentidos, es lo que pongo
entre paréntesis cuando digo “esto es bello”. Lo que me place es que tiene la forma de una
rosa. La estructura del objeto es lo que determina que yo diga “esto es bello”. Por eso:

[En el juicio del gusto] no se postula nada más que un voto universal […], concerniente a la
satisfacción sin ayuda de conceptos, por tanto, a la posibilidad de un juicio estético que
pueda al mismo tiempo ser considerado como valedero para cada cual.

Valedero para cada cual sería otro nombre para la universalidad subjetiva. Noten
que no es una universalidad del orden de lo general, como quien dice “todos los hombres”,
entendidos como la humanidad, sino cada uno de los hombres. Es decir, la humanidad,
aquí, está pensada como conjunto de subjetividades, y no como un género. No habría
manera de que alguien dijera “esto es bello” si no lo percibe, si no tiene presente el objeto;
con lo cual, cada cual debería poder experimentar el objeto para decir “esto es bello”.
Porque a lo que el juicio estético aspira es a que cada cual (cada uno: cada hombre y cada
mujer) experimente la belleza. Yo aspiro a que cada individuo humano –y no la humanidad
como un todo- participe de mi juicio. Es como si me dirigiera a la humanidad en tanto
pluralidad de individuos, y no en tanto totalidad indiferenciada. La humanidad del juicio
estético es una multiplicidad de individuos, y no un conjunto uniformado de seres con las
mismas facultades. Es decir, hay un principio de incertidumbre en la aspiración a la
universalidad que está dada por el hecho de que esa universalidad se tiene que experimentar
en el modo del cada cual, del cada uno, y no del todos a la vez. Esta es la paradoja de la
universalidad subjetiva. No es una universalidad de bloque, de unanimidad hecha de masa
indiferenciada, sino una universalidad hecha de individuos diferenciados, que tienen en
común las mismas facultades. Por lo tanto, el juicio estético siempre puede fallar, no en el
sentido de que yo nunca sé si los demás se van a convencer de mi juicio, si lo van a
compartir, sino en el sentido de que su universalidad subjetiva a la que aspira (en el modo
del “cada cual”) es radicalmente utópica.
Aparece, como leímos, la figura del voto universal. Es una idea importante, porque
Kant parece estar introduciendo, en relación al juicio de gusto, una categoría propia de la
futura democracia de masas. No es tan caprichosa, en este sentido, la hipótesis que
planteamos al principio de esta clase, respecto de que la estética kantiana se acerca más a la
cultura de la Revolución francesa que a la cultura de los salones: la figura del voto
universal aparece como una forma de la unanimidad que se da en el modo de la totalidad de
los individuos: cada uno debe depositar el voto universal; cada uno debe decir “esto es
bello”, y no el todo, la humanidad, al unísono. Dice Kant:

[…] sólo exige a cada cual esa aprobación como un caso de la regla, cuya confirmación
espera, no por conceptos, sino por adhesión de los demás. El voto universal es, pues, sólo
una idea.

Es decir, ese voto universal en el cual se efectivizaría la aprobación de mi juicio es


una idea (algo incondicionado), no algo que se puede constatar empíricamente. Es como si
siempre quedara a la espera la confirmación de la aprobación de mi juicio. No hay manera
de establecer la constatación empírica de que mi juicio ha sido compartido. No sólo porque
cada cual pueda mentir (como cuando uno ya no tiene ganas de discutir y le dice al otro:
“sí, esto es bello”: esta posibilidad era frecuente en la cultura de los salones, como en el
caso de Swann, en el tomo 1 de En busca del tiempo perdido de Proust, que en realidad no
va a escuchar la sonata de Vinteuil al Salón de Mme. Verdurin, sino a conocer a las mujeres
bellas que todavía no conoce, aunque hay una frase de la sonata que le hace decir “esto es
bello”). También porque se trata de una aprobación que no se puede dar empíricamente: el
voto universal es una idea, y no una adhesión que vaya a plasmarse en el modo de la
encuesta.
En el tercer momento de la Analítica de lo bello, el de la finalidad, aparece la
categoría de la finalidad sin fin. La expresión en alemán es: Zweckmäβigkeit ohne Zweck.
Este es el concepto clave del tercer momento de la Analítica de lo bello, y tiene que ver con
la forma que tiene el objeto del cual se predica “esto es bello”. Se trata de un objeto, de
algo que sé lo que es, pero sobre el cual he suspendido momentáneamente mi conocimiento
conceptual sobre él. En la medida en que es un objeto, tiene algún tipo de forma, pero que
place en la medida en que esa forma no se determina en relación a un concepto, pero
tampoco a un fin o meta (Zweck). Cuando veo una catedral, por ejemplo, es muy difícil que
no perciba la cruz, o que no sepa que es una catedral, y no una iglesia, por sus
proporciones. No obstante, por un instante, puedo abstraer de ella su forma como si esa
forma fuera una “finalidad sin fin”: algo cuya forma está orientada a un fin, pero cuyo fin,
en ese instante, no puede ser determinado por mí (está puesto entre paréntesis, podríamos
decir, como el concepto, según el primer momento de la Analítica de lo bello). Por un
instante, no se determina cuál es el concepto del objeto. Y, mientras permanece
indeterminado el concepto del objeto “catedral”, tampoco se determina a qué fin está
orientada su forma. La traducción más literal de Zweckmäßigkeit es “finalidad”, en este
sentido que venimos hablando: orientación a un fin. En este caso, Kant está refiriéndose a
cierta constitución interna del objeto que está orientada a un fin. Podemos llamarlo también
organicidad. Si es una catedral, va a tener una determinada forma; si es una iglesia de
pueblo va a tener otra forma, otro tamaño. Y si es un edificio de oficinas también la forma
va a estar organizada de otra manera. Y la forma siempre está relacionada con la finalidad.
Ahora, pasemos a la segunda parte del término: ohne Zweck. Independientemente de
cuál sea la finalidad que tenga el objeto, en el momento en que digo “esto es bello”, la
orientación a un fin, la finalidad, aparece sin fin, como sin objetivo. La palabra Zweck
también se puede traducir como “meta”, “objetivo”, “télos”.
Esta idea de que el fin, el objetivo o la meta es algo a lo que el objeto está orientado, indica
que el objeto tiene un cierto carácter orgánico. Por lo tanto, no es un objeto que yo no
pudiera, si lo conociera, saber qué es. Es un objeto que me es familiar, sólo que no lo juzgo
ahora de la misma manera que cuando tengo con él un trato familiar. Ha cambiado mi
actitud frente al objeto. De una actitud práctica he pasado a una actitud contemplativa. Es
decir, si bien no hay concepto en el juicio estético, si yo paso generalmente del juicio
estético al juicio lógico (del juicio de gusto al juicio de conocimiento), es porque predico la
belleza de un objeto que lo puedo conocer. Se trata de un objeto internamente organizado,
es decir, de un objeto que está orientado a un fin (es bueno para, es un útil, sólo que no lo
contemplo ahora por su utilidad). Recordemos, por la diferencia entre lo bueno y lo bello,
que lo bueno, por el hecho de tener un fin, deseo su existencia. Justamente, lo que hace que
el juicio sobre lo bueno (tanto lo bueno para como lo bueno en sí) no sea un juicio estético
es que hay un fin y, por lo tanto, tengo que tener un concepto del objeto y desear el objeto.
Si yo digo Esto es bello, pasa a segundo plano (es decir, no es el fundamento del
juicio estético) el hecho de que se trate de un iglesia o de otro tipo de edificio. Lo que me
place es la finalidad sin fin de eso que tengo delante (y que no lo percibo, en ese momento,
ni como un edificio en general ni como un tipo de edificio en particular). En cambio, si
digo: Esto es la Iglesia de la Santa Cruz, tengo el concepto incluso del lugar en el que
estoy. Es difícil, cuando un objeto es muy representativo, no reconocerlo como objeto a
través de su concepto.
La organicidad, por otra parte, tiene que ver con lo mismo que hace posible que, en
el momento inmediatamente posterior a que enuncié un juicio estético, yo esté en
condiciones de hacer un juicio de conocimiento sobre ese objeto. La organicidad (el hecho
de que el objeto, por ser un objeto, tenga una forma en la representación que me hago de él)
es, de algún modo, lo que hace conceptualizable al objeto en cuestión. El objeto de mi
representación no es algo que se sale de los límites de la percepción, como sí sucede con lo
sublime (que no es un objeto y, por lo tanto, no tiene forma, no tiene finalidad sin fin). En
lo sublime no hay confines, no hay figura ni forma. En lo bello, sí. En la medida en que,
para juzgar lo que no tiene forma (porque no tiene límites), la imaginación se ensancha para
satisfacer a la razón, y no logra satisfacerla, lo juzgado deviene sublime. Es la idea (de la
razón) lo que se impone, en ese caso, por sobre el esfuerzo de la imaginación para abarcar
el objeto. En el juicio sobre lo bello, se trata de un objeto que, por ser limitado, es
conceptualizable. La finalidad sin fin es el momento clave de la Analítica de lo bello: revela
el carácter contemplativo y puro del juicio estético. Indica cuál es el fundamento de ese
juicio. Para que el juicio sea contemplativo y puro, su fundamento tiene que ser la forma de
la representación del objeto: no se tiene que haber impuesto a ella el contenido del objeto.
El contenido, para Kant, es el Reiz (encanto) que tiene el objeto.
El objeto, entonces, orientado a un télos, a un fin, aparece, en el momento en que
pronuncio “esto es bello”, como si no tuviera una meta, un télos, un fin. Como si su forma
fuera gratuita, y no orientada a un fin. Porque, desde ya, uno podría decir: todo objeto tiene
la única forma que puede tener; pero cuando digo “esto es bello” esa forma aparece siempre
como si fuese gratuita. Esto es, precisamente, en lo que radica el placer estético: en que la
forma del objeto aparece como una finalidad sin fin; como si esa orientación, esa
disposición que tiene el objeto en la articulación interna de todas sus partes, no tuviera
ningún fin.
Hay algo que Kant destaca muy claramente, a partir del ejemplo de la flor: nosotros
llamamos a las flores, flores. Pero las flores no son otra cosa que el aparato reproductor de
una planta. No hay objeto que no tenga una finalidad más clara que una flor: la
reproducción. Sin embargo, lo que decimos cuando decimos “esto es bello” y lo
predicamos de una flor es: “el aparato reproductivo de una plata me lo represento y lo
contemplo como si no tuviera ninguna finalidad, como si no estuviera diseñado en la
naturaleza para cumplir el fin de la reproducción”. Este ejemplo de la flor, que a Kant tanto
le gusta, es muy claro en ese punto. Hay una finalidad que tiene cada objeto, y una forma
que la mente humana –la mente científica, en realidad- la encuentra rígidamente diseñada
en función de esa finalidad: para Kant, la naturaleza es pensada por los científicos como si
estuviera diseñada por una mente ordenadora: esto es lo que presupone, como idea, la
ciencia, aun cuando no se pueda demostrar que esa mente ordenadora existe. Pero, si bien
no se puede demostrar, de acuerdo con los juicios teleológicos, que la naturaleza cumpla
alguna finalidad y que haya sido pensada con alguna finalidad, cuando los científicos la
investigan pueden ordenarla en géneros y especies como si –este como si es de Kant- ese
orden lo hubiera puesto en ella una mente ordenadora. Si la naturaleza está ordenada tal
como la ciencia dice que lo está, estaría ordenada teleológicamente (El juicio teleológico
es, precisamente, el que aparece en la segunda mitad de la Crítica del Juicio). Ahora bien,
la forma en la cual los científicos enuncian esos juicios sobre la naturaleza es enteramente
hipotética. Buscan la regla de esa mente ordenadora, y la enuncian en el modo de una ley
científica, que es el máximo grado de generalidad que se le puede atribuir a ese orden. Por
lo tanto, cuando la finalidad aparece como si el fin no estuviera determinado, como si la
forma fuera gratuita, el juicio es “esto es bello”. Inmediatamente después, puedo decir:
“esto es la catedral de Nôtre Dame”, o “esto es una orquídea”.
En el § 13 Kant agrega algo que no dijo en el primer momento y aclara ahora, en el
tercero: que el interés –propio de lo agradable y lo bueno- estropea el juicio de gusto,
porque le quita su imparcialidad. De este modo se enfatiza aun más hasta qué punto yo le
atribuyo al objeto un predicado que es producto del estado de mis facultades. Yo no hago
más que pronunciar algo que se me presenta en el modo de la objetividad; como si dijera
que el juicio estético está basado en un estado subjetivo sentimental, pero que se expresa
como si fuera frío e imparcial. El objeto me obligaría a decir “esto es bello”, cuando en
realidad son mis facultades las que están predispuestas, por la libertad con la que operan, a
decirlo. Por eso dice: los juicios, apasionados o no, pueden tener pretensiones a una
satisfacción universal. No es necesario que el juicio tenga un carácter de arrobamiento, un
carácter extático, para que sea un juicio estético. Quizás yo puedo decir de la manera más
fría posible “esto es bello” porque lo digo como si no hubiera manera de no decirlo; como
si yo siempre fuera un testigo de la belleza. Le dedico al objeto lo que pertenece al estado
de mis facultades.
Sin embargo, dice él, la belleza debería referirse sólo a la forma, con lo cual está
indicando que hay en el sujeto una capacidad de abstraer la forma respecto del color, el
sabor, el olor, la textura -y todo lo accidental del objeto- en el momento en que dice “esto es
bello”. Como si la frialdad que podría tener el juicio del gusto, consistente sólo en
contemplar la belleza, fuera justamente producto de que es la forma el fundamento de
determinación del juicio de gusto, y no el contenido. Es importante tener esto en cuenta: el
fundamento de determinación del juicio de gusto, para Kant, es la forma,
independientemente de que el objeto pueda ser muy colorido, tener un perfume arrobador, o
ser suave y producir deseo de ser tocado todo el tiempo. Siempre es la forma, si el juicio es
un juicio estético y no un juicio de lo agradable, lo que lo determina. Aquí es donde aparece
el principio de incertidumbre kantiano, por decirlo así: ¿cómo sé que fue la forma la que me
hizo decir “esto es bello”, y no algo accidental, del orden del contenido? Noten que lo
primero que sucede frente a un objeto que consideramos bello es que lo queremos tocar. En
todas las catedrales y en todos los museos hay carteles que dicen: “No tocar”. Y también en
los parques nacionales dice: “No tocar”. Es porque hay una tentación de tocar lo que
consideramos bello. Hay una relación muy fuerte entre el juicio “esto es bello” y el deseo
de pasar a lo agradable. A partir del juicio de gusto, “esto es bello”, puedo pasar a un juicio
determinante, de conocimiento, y decir “Esto es La Gioconda” y también a querer tocar La
Gioconda. Y por eso en todos los museos venden suvenires: todo aquél que disfrutó de una
experiencia estética quiere llevarse un recuerdo de ella. Por eso es que Kant dice que el
fundamento de determinación es la forma, y esto es lo que emparienta al juicio estético, ya
no tanto con el juicio lógico –el de conocimiento- sino con el juicio acerca de lo agradable.
Es decir, si algo es bello, quizá me produce una inclinación; quizá produce en mí un estado
pasional, un estado patológico-sentimental por el cual quiero tocarlo, llevármelo, o
simplemente constatar que el objeto está ahí.
En el caso de la música, Kant pone el ejemplo de una melodía, para explicar la
forma. Lo que tendría que producir placer en la música es la melodía, es decir, cómo está
compuesta la obra, independientemente de que pueda ser –dice Kant- una melodía que
cantan campesinos sin saber cómo es la forma en que esa melodía puede ser escrita sobre
un pentagrama. Se trata –igual que en los perfumes- de una composición de elementos que
tiene una forma determinada y orientada a un fin, pero que en el momento de percibirla
parece indeterminada y sin finalidad.
De todos modos, tengamos en cuenta que Kant busca mayormente ejemplos de la
vida cotidiana, porque la suya no es una estética centrada en explicar las obras de arte. Pero
no las excluye: las obras de arte también tienen su lugar en la Crítica del Juicio. Kant
piensa en los placeres de la mesa, en los jardines, los peces, el colibrí, la rosa, los árboles.
Siempre se trata de objetos que no tienen ninguna particularidad, como para que no haya
sujetos que pudieran estar excluidos de su recepción. No es entonces la música, pero sí lo
cadencioso de la música: lo que hace que la música genere, por su articulación de tensiones
y reposos, un juicio del tipo “esto es bello”. Los campesinos están cantando una melodía,
alguien la escucha y dice “esto es bello”: el fundamento de determinación, dice Kant, es la
melodía (la forma), aun cuando los campesinos la canten porque la han memorizado y no
podrían dar cuenta de la forma. Pero no sería, en este punto, tan distinto de otras formas de
placer estético.
Kant no era un ignorante en materia de arte. Otro problema es por qué recurre a los
ejemplos a los que recurre en la Analítica de lo bello. No es que recurre al colibrí porque no
escuchaba música, sino que recurre a él porque justamente lo que quiere explicar se explica
más eminentemente con la hojarasca, el colibrí, los pájaros, las flores, los manteles, los
jardines y los jarrones que con obras artísticas específicas. No se trata de un problema de
desconocimiento del estado del arte ni de su época ni de las épocas anterioes. Si había una
persona conectada con el mundo -o un ciudadano del mundo avant la lettre- era Kant. Y
esto se sabe no sólo por leer biografías, sino por leer los textos kantianos. Casi uno diría
que el arte de su tiempo está atrasado respecto de la Crítica del Juicio (que es lo que va a
sostener Lyotard). El arte moderno –para Lyotard- se sigue de la Crítica del Juicio de Kant
y no al revés. Es decir, Kant está pensando una estética cuando todavía no hay un arte en el
cual, verdaderamente, el sujeto sea obligado por la obra misma a juzgar la belleza de
manera pura, por la mera finalidad sin fin (como va a suceder con el arte moderno) En la
obra de arte predominan los estímulos, como en los objetos de la naturaleza (el aparato
reproductivo de una planta) cuya representación humana (la flor) origina el juicio Estos es
bello. A un sujeto del siglo XX, que es capaz de placer de una obra de arte abstracta, le sería
más fácil –empíricamente más fácil- hacer un juicio estético donde el fundamento de
determinación sea la Zweckmäßigkeit ohne Zweck que a un sujeto cuyas representaciones
posibles de obras de arte son las que llegan al clasicismo. Por supuesto que las obras
musicales que pudo haber escuchado Kant, por una cuestión histórica, eran todas obras
musicales bellas en el sentido en que la Analítica de lo bello habla de belleza.
Más allá de las obras de arte que podían (por ser obras del genio) explicarse para
Kant en términos de belleza, son los ejemplos más banales de la naturaleza y de la vida
cotidiana los que muestran el temple de la teoría kantiana. Y lo muestran mucho mejor que
lo que los ejemplos artísticos con los cuales buscamos refutarlas (obras siempre ajenas a su
tiempo) la refutan. Para Lyotard, en “La vanguardia y lo sublime”, sucede lo contrario:
Kant está adelantado a su tiempo. Tiene una teoría estética que no se condice con el arte del
presente, sino con el arte del futuro. Incluso la concepción kantiana del genio no es la
concepción del genio de la época. Estamos frente a un giro copernicano en materia del
pensamiento estético. No es esta la fundamentación del gusto propia de las fisiologías de
Hume y Burke. Es otro tipo de operación, que estamos exponiendo en su tercer momento.
Hay un libro muy interesante, que no está traducido al castellano, que se llama La
Crítica del Juicio bajo una nueva mirada, cuyo autor es Gernot Böhme. Él trata de leer la
Crítica del Juicio llamando al lector a olvidarse de todas las lecturas que la ligan al arte
contemporáneo (sobre todo la lectura de Lyotard) y tratándole de hacer entender el modo en
el cual se podían interpretar los ejemplos kantianos en la segunda mitad del siglo XVIII.
Incluso se ocupa de cómo se dibujaban las pirámides de Egipto (un ejemplo kantiano) en
los libros que pudo haber visto Kant.
Este otro tipo de lecturas, como la de Böhme, en lugar de hacernos pensar cuán
débil es la teoría de Kant por sus ejemplos triviales, sucede exactamente al revés. A su
modo inverso, reivindica el carácter adelantado de la Crítica del Juicio tanto como Lyotard,
sólo que desvinculándola del arte contemporáneo. Kant elabora una teoría del juicio que no
necesita de grandes ejemplos del mundo de la cultura para sostenerse. La figura del placer
no opera proporcionalmente a la intensidad del objeto que está delante (no es un
razonamiento empirista). No es que yo me hago una idea de algo como bello o sublime
proporcionalmente a la intensidad de la impresión que tengo del objeto que portaría esa
impresión. Hay una idea de infinitud que me permite conectarme con lo sublime
matemático independientemente del carácter inconmensurable de lo que pueda tener
delante.
Una vez pasado el instante del juicio estético, se produciría un juicio en que se
involucra el interés y la existencia del objeto, si lo quiero tocar. Por eso Kant comienza el §
13 diciendo: Todo interés estropea el juicio de gusto. Y quince renglones más adelante, dice
lo que antes cité: la forma es el fundamento de determinación del juicio estético. Es que es
difícil que un objeto bello no sea a la vez agradable; que sea estrictamente formal.
Por eso Lyotard, en una de las conferencias de Lo inhumano, “Lo sublime y la
vanguardia”, hace tanto hincapié en que Kant se anticipa al arte de vanguardia, en el
sentido de pensar una capacidad de abstraer la forma en los objetos que sería más propia del
arte no figurativo, del arte contemporáneo, que de los ejemplos de la vida cotidiana que él
da. Lyotard, para ilustrar esto, se refiere a una obra como The sublime is now, de Barnett
Newman, un pintor expresionista abstracto de la década del cincuenta.
Pero independientemente de que, para Lyotard, es lo sublime, y no lo bello, lo que
caracterizaría al arte contemporáneo como experiencia estética (porque es enigmático para
un receptor que ve una obra por primera vez), también en el caso de lo bello kantiano uno
podría decir: el sujeto es capaz de extraer la forma. Con lo cual podría pensarse que, quien
es capaz de extraer la forma, es capaz de decir “esto es bello” independientemente de todos
los atributos sensibles que tenga el objeto. Y, justamente, lo característico de cierto arte del
siglo XX (el así llamado arte abstracto o no figurativo) es contar con una capacidad del
receptor de percibir algo que no responde a un concepto y a una finalidad.
Ahora bien, el problema de pensar que el fundamento de determinación es la forma
es que el sujeto que dice “esto es bello” nunca puede tener seguridad estética, así como el
sujeto de la moralidad nunca puede tener seguridad moral, en cuanto a si ha obrado
verdaderamente por deber y sin interferencia de inclinación alguna. El sujeto no puede
saber si, en el momento en que dijo “esto es bello”, no habrá querido decir “esto es
agradable”. El filósofo trascendental, en todo caso, puede encontrar que si el “esto es bello”
fuera efectivamente eso y no “esto es agradable”, lo que ha operado como causa de ese
juicio (como fundamento de determinación) es la forma. Pero para eso tiene que haber
forma. Y la capacidad de abstraer la forma es lo propio de las facultades de cualquier
sujeto. Con lo cual no hay razón para que haya sujetos que estén excluidos de la posibilidad
del juico estético. Incluso los que no tienen ninguna formación. No es que por no haber ido
a ningún museo haya sujetos que desconozcan la belleza o sean incapaces de reconocerla.
Estudiante: La idea de organicidad del tercer momento se refiere al objeto total, pero
en el fragmento también puedo encontrar una forma.
Profesora: Kant pone el ejemplo de ciertos caracteres (podrían ser ideogramas) que
se cruzan al azar en una lengua desconocida, como cuando uno ve, por ejemplo, caracteres
rusos o chinos o coreanos y, si no puede leerlos porque no conoce la lengua, le resultan
bellos. Pero se trata siempre de un fundamento de determinación, para el juicio estético,
que se encuentra en la forma (aunque ese fundamento no se podría establecer como tal
desde el punto de vista del sujeto que enuncia el juicio sino desde el punto de vista de la
fundamentación filosófica). Sí, podría tratarse de un detalle, pero tendría que tener una
organicidad mínima, propia de la forma.
La forma es el contorno, la figura, el dibujo. Por eso hice antes la distinción
respecto de lo no figurativo. La obra de Barnett Newman, en ese sentido, sería sublime, no
bella (salvo que uno perciba los límites del cuadro –o de la reproducción fotográfica de la
obra- como la forma del objeto). Pero el problema, para Kant, es que no puede poner
ejemplos de lo sublime que no pertenezcan a la naturaleza. En su época no hay arte
sublime, porque justamente, el arte hacia 1790 no era sublime. Como dice Adorno, Kant no
conoció a Beethoven, como para poder poner ejemplos tomados del campo de la música; ni
tampoco, como dice Lyotard, conoció a Barnett Newman, como para poder ponerlo como
ejemplo de lo sublime.
El único ejemplo de lo sublime que da Kant que no es de la naturaleza son las
pirámides. No obstante, él duda –por no haber estado frente a ellas, por haberlas visto,
solamente, a través de dibujos- acerca de si son sublimes o bellas. Los demás ejemplos de
lo sublime que da Kant son del tipo de la noche estrellada, la lava volcánica, los océanos en
estado de ebullición, las altas montañas.
De todos modos, como veremos en la clase que viene, lo sublime no está en la
naturaleza: igual que lo bello, también consiste en un juego entre las facultades del sujeto.
No es que haya que haber estados desbocados de la naturaleza conocido –Kant, de hecho,
jamás en su vida salió de Königsberg, su ciudad natal- para poder predicar lo sublime.
La pregunta bajo la cual se organiza el cuarto momento de la Analítica de lo bello, si
la formulamos en primera persona, es la siguiente: cuando yo digo “esto es bello” y aspiro a
compartir con cada cual ese juicio, ¿qué tipo de necesidad (Notwendigkeit) tiene ese juicio?
El juicio de gusto no es un juicio apodíctico. Sin embargo, tiene una exigencia ligada a él.
En el § 18, en la mitad del primer párrafo, Kant explica qué tipo de necesidad es la
necesidad del juicio estético:

De lo que llamo agradable digo que produce en mí realmente placer; de lo bello,


empero, se piensa que tiene una relación necesaria con la satisfacción. Ahora bien, la
necesidad pensada en un juicio estético puede llamarse solamente ejemplar, es decir,
una necesidad de la aprobación por todos de un juicio, considerado como un ejemplo
de una regla universal que no se puede dar.

El tipo de necesidad con la que se enuncia el juicio de gusto no es una necesidad


lógica. Es una necesidad que Kant llama condicional: es la necesidad propia del Sollen, del
deber. Sollen es un verbo modal que siempre se acompaña con un verbo en infinitivo al
final de la oración (deber hacer, deber salir, deber entrar…).
Ahora bien, este verbo enuncia una necesidad que se la impone el sujeto y no una
necesidad exterior. Si yo pronuncio un juicio de gusto, esa necesidad es intrínseca al juicio
de gusto: todos deberían compartir mi juicio (es decir, yo aspiro a compartirlo), si todos
estuvieran frente al objeto (el “si” indica lo condicional de esa aspiración).

El juicio de gusto exige la aprobación de cada cual y el que declara algo bello quiere
que cada cual deba dar su aplauso al objeto presente y deba declararlo igualmente
bello. El deber en el juicio estético no es, pues, según los datos todos exigidos para el
juicio, expresado más que condicionalmente.

Si todos los sujetos de toda esa universalidad de la cual sólo soy un ejemplar juzgaran la
belleza, deberían decir Esto es bello. Es una exigencia implícita en el juicio, pero eso no
quiere decir que yo la haga valer ni por la violencia, ni por la seducción, ni por medio de
argumentos. Por eso, al final del § 20, aparece la definición del sentido común al que
pertenezco en el momento del juicio estético:

Así, sólo suponiendo que haya un sentido común, por lo cual entendemos no un sentido
externo, sino el efecto que nace del juego libre de nuestras facultades libres de conocer, sólo
suponiendo, digo, un sentido común semejante puede el juicio de gusto ser enunciado.

Si no existiera este sentido común que no es externo, sino que nace del efecto del
juego libre de mis facultades (por eso decía que esta aspiración a compartir el juicio de
gusto está implícita en el juicio y no depende de mi deseo), yo no podría enunciar juicios de
gusto. Porque ¿quién soy yo, como sujeto empírico, para enunciar juicios de gusto? Si estoy
en condiciones de hacerlo, es porque pertenezco a ese sentido común de sujetos idénticos
en facultades (a esa universalidad subjetiva del segundo momento de la Analítica de lo
bello). Puedo juzgar la belleza por tener nada más y nada menos que las mismas facultades
de conocimiento de todo sujeto.
De no haber ese sensus communis que se produce en el juego libre de mis facultades
yo no podría decir “esto es bello”. No hay nada en mí que sea único y exclusivo, por lo cual
yo diga “esto es bello”, en lugar de que lo diga otra persona. Si lo digo yo –y no otra
persona- es porque yo estoy frente al objeto. Si otra persona estuviera frente al objeto,
también debería decirlo (aunque tal vez no lo diga, es tan capaz como yo -por sus
facultades, que son las mismas que las mías- de decirlo). Soy capaz de decirlo yo, en
realidad, porque lo puede decir cualquiera. Es lo más común de mí, lo más compartido de
mí -el sensus communis-, lo que me permite juzgar lo bello.
Lo que caracteriza la necesidad propia del juicio estético, dice Kant, es la
ejemplaridad. Se trata de una necesidad de que todos aprueben el juicio estético,
considerado como un ejemplo de una regla universal que no se puede dar. Esa aspiración
trunca –que tiene que quedar empíricamente trunca- a la universalización del juicio es,
precisamente, la que relaciona el segundo momento de la Analítica de lo bello con el cuarto
momento. La modalidad del juicio es la de una necesidad ejemplar. Mi aspiración a que
todos aprueben el juicio se debe a que mi juicio no es más que un ejemplo de una regla que
no se puede dar. Lo que yo digo lo podría decir cualquier otro sujeto de ese objeto. Por eso
no hay nada individual en mi juicio, aunque es individual: lo individual de mi juicio, en
realidad, es mi pertenencia al sensus communis, el hecho de que yo soy un ejemplar de ese
sensus communis. Yo, como individuo que juzga “esto es bello”, no hago sino enunciar un
juicio que es un ejemplo de una capacidad humana compartida. Mi juicio es un caso, un
ejemplo, de una regla que no se puede dar, porque no puedo demostrar que todos los
hombres dirían “esto es bello”; sin embargo, aspiro a compartirlo porque considero al juicio
“esto es bello” un caso, un ejemplo, de una regla que no se puede dar (pero que doy por
supuesta en el acto de predicar la belleza).
Kant sigue definiendo, en el § 19, la necesidad del juicio estético y, así como habló,
en el segundo momento, de universalidad subjetiva, aquí, en el cuarto, habla de necesidad
subjetiva, y dice: esta necesidad subjetiva que atribuimos al juicio estético es
condicionada. El que juzga exige la aprobación de todos y quiere que cada uno deba dar su
aplauso al objeto presente, y deba declararlo igualmente bello. Este deber [das Sollen] no
está expresado más que condicionalmente (sollen es el verbo “deber” y das Sollen es “el
deber”, el verbo sustantivado). Cada uno debería, si estuviera frente al objeto, decir “esto es
bello”; pero este debería pone a esa aspiración de universalidad en el modo de lo
condicional. Es un deber condicional: debería decir “esto es bello”. No puedo calcular –
como quien hiciera un cálculo probabilístico- que todos van a decir “esto es bello” para
decir yo “esto es bello”; simplemente, está supuesto en mi juicio el carácter de
universalidad subjetiva y de necesidad ejemplar de mi juicio. Si mi juicio no es otra cosa
que un ejemplo de algo que todos los demás hombres podrían enunciar, yo no tengo nada
de particular al enunciarlo; simplemente, soy uno más de entre esos seres humanos que
tiene facultades que, bajo ciertas condiciones, son capaces de experimentar placer donde
habitualmente se experimenta conocimiento.
Podríamos establecer la siguiente relación entre los cuatro momentos del juicio
estético: el desinterés del primer momento de la Analítica de lo bello es a la pureza y el
carácter contemplativo del tercer momento lo que la universalidad subjetiva -el que la
universalidad sea la de todos los sujetos con los que aspiro a compartir mi juicio, y no la
todos los objetos de la misma clase: por ejemplo, las flores- es a la necesidad ejemplar. Esta
es la relación cruzada que hay entre los cuatro momentos: el primero con el tercero y el
segundo con el cuarto. Es la complementariedad entre el segundo y el cuarto momentos la
que establece, en realidad, cuál es la relación entre gusto y política en la Crítica del Juicio.
En el cuarto momento, el deber (das Sollen) de compartir del juicio estético (el
deber de todos los sujetos de aplaudir aquello que yo juzgo como bello) es un deber que
está expresado (y pensado) nada más que condicionalmente. Es decir, todos los sujetos
posibles (por tener las mismas facultades que yo) deberían, si estuvieran frente al objeto,
decir "esto es bello". Podríamos entender este modo condicional como hipotético: en caso
de que estuvieran frente al objeto, todos los sujetos –por ser yo igual a ellos, más que por
ser ellos iguales a mí- deberían aplaudirlo con el mismo énfasis que yo. La universalidad
subjetiva, complementaria de la necesidad ejemplar, indica que la aspiración a la
universalidad, el carácter universalizable del juicio estético, es un ideal: Kant lo va a decir
con esta palabra. Hay un horizonte utópico en esta universalidad subjetiva, porque no es
subjetiva en el sentido de privada, sino de pública, de acuerdo con el segundo momento.
Y ahora vamos a ver de qué manera el atributo de pública que tiene la universalidad
subjetiva de acuerdo con el segundo momento se conecta con el atributo de común que
aparece en el cuarto momento. La universalidad del juicio es subjetiva porque aspira a ser
compartido con otros sujetos. La universalidad subjetiva parece un concepto oximorónico,
pero en el modo en que lo piensa Kant no lo es. No es que, por su universalidad subjetiva,
el juicio pretenda instituir objetivamente la belleza en la realidad (como si la belleza se
construyera junto con el objeto). No se trata de que todas las flores, por ser flores, sean
bellas –eso sería una universalidad objetiva- sino que todos los sujetos compartan,
hipotéticamente, con el que está frente a una flor, su juicio "esto es bello". Esta es la
diferencia de énfasis, en el juicio estético, entre subjetivo y objetivo. Y esta relación le
permite a Kant, en el cuarto momento, decir que también la necesidad –como necesidad
ejemplar- es subjetiva y no objetiva.
El sentido común (Gemeinsinn) al que se refiere Kant en el cuarto momento de la
Analítica de lo bello, por eso, no puede ser no el sentido común empirista. El sentido
común, por ser subjetivo en lugar de objetivo, implica que nuestro juicio no está fundado en
conceptos sino en un sentimiento que no puede ser privado y que tiene que ser común. Este
carácter común del juicio estético es complementario del carácter público del que Kant
habla en el segundo momento. El deber, propio del juicio estético, no dice que cada cual
estará conforme con nuestro juicio, sino que deberá estar de acuerdo, porque nuestro juicio
no es sino un ejemplar de ese sentido común. En alemán, dice:
Daβ jedermann mit unseren Urteil übereinstimmen werde, sondern damit
zusammenstimmen solle.

Les doy esta cita en alemán, fundamentalmente, por si alguien la puede aprovechar,
quizás no ahora pero más adelante en la carrera. Aquí hay dos verbos,

übereinstimmen werde y zusammenstimmen solle

y cuando, en alemán, una frase es una oración relativa, los verbos se ponen al final,
sea antes de la coma, sea antes del punto. Kant está diciendo: [no sólo] “que cada uno
coincida con nuestro juicio (que esté de acuerdo: übereinstimmen es “decir sí al unísono”,
“asentir” y, a su vez, übereinstimmen werde indica el tiempo futuro: “asentirá”), sino que
debe estar de acuerdo (zusammenstimmen solle) “con él” (damit). Vean que cambia el
verbo, aunque la base de los dos es stimmen, un verbo filosóficamente muy relevante, si
pensamos, por ejemplo, en la Stimmung heideggeriana; además, Stimme significa “voz”, es
decir que el estar de acuerdo tiene que ver con dar la propia voz a lo que dice otro. Pero,
volviendo a la frase de Kant, no se trata solamente de coincidir (übereinstimmen), sino de
estar de acuerdo todos juntos (zusammenstimmen: zusammen quiere decir “todos juntos”).
Ambos verbos se pueden traducir por estar de acuerdo. Pero el segundo no tiene la idea de
la coincidencia überein, sino la idea de conjunto, de la idea de una comunidad utópica:
todos los hombres libres e iguales. Se trata, entonces, de que todos juntos asientan: ahí
estaría el deber.
No les puse la cita en alemán por arrogancia, sino porque hay un matiz difícil de
traducir cuando aparece, en el cuarto momento, el deber. El deber no es simplemente el
consentimiento automático, el llegar a un acuerdo en el sentido puramente liberal del
término, sino que está este matiz del que sean todos, que nadie quede afuera; que el juicio
compartido sea compartido con todos. Es decir, que cada uno, cada cual, pueda decir "esto
es bello", aun cuando esa universalidad no se pueda realizar; aun cuando esté planteada en
el nivel de lo utópico.
Por este matiz utópico, el liberalismo kantiano resulta más revolucionario (en
términos de la Revolución francesa, en términos de los derechos de los individuos basados
en la igualdad que da la razón) que el liberalismo burkeano, centrado en la autoilustración,
en la autoeducación, en el gusto que cada cual se ha forjado por sí mismo, y que es el que
determina el juicio (un juicio que no deja de ser, entonces, simplemente distinción).
En Burke, juicio equivale a nivel de educación, don de gentes y amplitud en el
conocimiento del mundo (el mundo es para un sujeto, en términos burkeanos, el conjunto
de los objetos conocidos por él en su vida). En Kant, en cambio, el juicio es producto de un
libre juego entre las facultades de conocimiento del sujeto, entre facultades que todos los
sujetos, más allá de su nivel de autoeducación, tienen. De aquí venía el deseo, de mi parte,
por marcar la diferencia entre los verbos übereinstimmen y zusammenstimmen.
El sentido común no está basado en la experiencia, sino que es un ideal, una mera
norma –dice Kant- idealista. Y lo es porque la postulación de este sentido común no es otra
cosa que la adjudicación de validez ejemplar a mi juicio. Si uno piensa por qué el sentido
común, que no está basado en la experiencia, es un ideal, tiene que responderse: porque, en
realidad, ese sentido común se deduce de la validez ejemplar que le atribuyo a mi juicio. Si
mi juicio tiene validez ejemplar es porque es un caso, un ejemplo, de un sentido común que
existiría si todos los hombres asintieran a mi juicio. Podemos decir: el propio juicio no es
sino la única prueba de que existe ese sentido común, aunque sea en el modo del ideal. Es
en este sentido que podemos entender el universalismo kantiano como una utopía, aun
cuando sea una utopía de corte liberal.
Burke, frente a la Revolución francesa, fue reaccionario. Kant, entusiasta. La figura
del entusiasmo consiste, básicamente, en el asentimiento intelectual a una causa política
(también Lyotard tiene un libro sobre el entusiasmo, titulado, precisamente, El entusiasmo).
Entusiasmo es la palabra con la que Kant define lo que hay que sentir por la
Revolución francesa: un asentimiento intelectual, que requiere de abstraer los derechos del
hombre y del ciudadano de la sangre derramada. Quien se queda en el momento de la
sangre derramada -la guillotina, el Terror- no comprende qué es lo que tiene de progresivo
la Revolución francesa: los derechos del hombre y del ciudadano. Es decir, con la
Revolución francesa mejora la normatividad, aunque sea a costa del derramamiento de
sangre. Y este derramamiento de sangre es aquello de lo que hay que abstraer los derechos
del hombre y del ciudadano.
El entusiasmo que suscita la Revolución francesa, entonces, es el asentimiento
intelectual con los derechos, no con la sangre. Y, efectivamente, un sujeto tendría que ser
capaz de separar los derechos del hombre y el ciudadano de la sangre derramada de la
misma manera que tendría que ser capaz de separar la forma de los estímulos o encantos (la
palabra que Kant utiliza para “estímulo” es Reiz, que refiere a todo lo que es agradable,
atractivo, a los sentidos).
El juicio de gusto no puede universalizarse, incluso en los términos que lo propone
Kant, en el siglo XVIII. El mismo momento en que el sujeto aspira a universalizar el juicio
de gusto es el momento histórico en el cual la universalización no puede consumarse
efectivamente en la sociedad. El juicio de gusto puede ser la puerta de acceso a otros
derechos: los derechos políticos, que la burguesía no va a tardar en reclamar. Aquí podemos
diferenciar las posiciones de Burke y de Kant en relación con lo que el juicio estético tiene
de universalizable: lo mínimo que tiene de universalizable el juicio estético en el siglo
XVIII -como derecho a expresar el propio juicio por ser igual a otros hombres, en términos
liberales- está conectado con los derechos políticos. Esta diferencia, en términos de
universalismo, entre Burke como reaccionario y Kant como progresivo –diferencia hecha
siempre dentro de los límites del liberalismo- se ve ante todo en el papel de la imaginación,
tal como aparece, sobre todo, en la Nota general a la primera sección de la analítica:

[…] Si se ha de considerar la imaginación, en el juicio de gusto, en su libertad, hay que


tomarla, primero, no reproductivamente, tal como está sometida a las leyes de la asociación,
sino como productiva y autoactiva (como creadora de formas caprichosas de posibles
intuiciones).

Esta manera de presentar la imaginación como autoactiva, como productiva, en


lugar de reproductiva, es la que me interesa destacar de esta Nota. En el mismo momento
en que Kant reconoce la libertad máxima de la imaginación, tiene que aclarar que esa
libertad es la del juego con el entendimiento -la facultad que da la ley. Porque el hecho de
que la imaginación sea libre es, en realidad, una contradicción:

Pero que la imaginación sea libre y sin embargo, por sí misma, conforme a una ley, es decir,
que lleve consigo una autonomía, es una contradicción. Sólo el entendimiento da la ley.
¿Cómo podría la imaginación ser libre, si tiene siempre al entendimiento como
aquella facultad a la que debe su servicio? Podemos decir que la imaginación no es más que
una facultad mediadora: ¿cómo puede una facultad mediadora ser libre? Aquí está la
contradicción. No es que la imaginación tenga algo que la haga autolimitarse sino que, en
realidad, no es una facultad que pueda independizarse de las facultades a las cuales debe su
servicio. Es una facultad auxiliadora, mediadora. Esto es lo que a Kant, en la Crítica del
Juicio, le resulta problemático: ¿cómo podría liberarse la imaginación en el juicio estético?,
¿cómo hace para volverse productiva, en lugar de reproductiva, si tiene tan cerca al
entendimiento (la facultad que da la ley, la facultad que la ata al concepto)?. Entonces, la
libertad del juicio estético tiene que encontrar su límite, porque en cierto punto no lo tiene
dado; y en la medida en que hay libertad en el juego de la imaginación con el
entendimiento, esa imaginación podría ampliarse o restringirse –y, como veremos, se tiene
que ampliar mucho más en lo sublime que en lo bello-.
En el § 15, dentro del tercer momento, Kant había vuelto a definir el libre juego de
las facultades, definido ya en el § 1, en el primer momento:

El juicio se llama estético también solamente porque su fundamento de determinación no es


ningún concepto, sino el sentimiento (del sentido interno) de aquella armonía en el juego de
las facultades del espíritu en cuanto puede sólo ser sentida.

El énfasis en que la armonía en el libre juego de las facultades sólo puede ser
sentida da la pauta de que se trata de un sentimiento de esa libertad armónica, no de que
exista, objetivamente, tal libertad. Se experimenta un sentimiento que hay libertad en ese
juego, y de que ese juego libre no es caótico, arbitrario, disperso, rapsódico, sino
armonioso.
Al final del § 15, Kant define, a su vez, cuál es el papel del entendimiento en
relación con esa libertad:

La facultad de los conceptos, sean confusos o claros, es el entendimiento, y aunque el


entendimiento tiene también parte en el juicio de gusto como juicio estético (como en todos
los juicios), la tiene, sin embargo, no como facultad del conocimiento de un objeto, sino
como facultad de la determinación del juicio y su representación (sin concepto), según la
relación de la misma con el sujeto y el sentimiento interior de éste, y en cuanto ese juicio es
posible según una regla universal.

Noten, de nuevo, el énfasis en el sentimiento. En la definición del primer parágrafo,


Kant decía que la imaginación no relacionaba la representación con un concepto dado por
el entendimiento sino con el sentimiento de placer y dolor. Con lo cual, que no haya un
enlace con el concepto indica que ese no enlace da lugar a un sentimiento de placer o dolor.
En la Analítica de lo bello Kant podría decir, en lugar de “sentimiento de placer y dolor”,
“sentimiento de placer”, pero el dolor, no obstante, debe estar presente –por eso está
mencionado- porque va a tener su rol en lo sublime, cuando el libre juego entre las
facultades no sea armonioso y prime un “placer negativo”; en el caso de lo bello, prima el
placer positivo (por la armonía que se siente en el libre juego entre las facultades). En lo
sublime prima el placer negativo (por la falta de armonía –por la discordancia, la
disonancia- en el libre juego entre las facultades: la imaginación y la razón).
Entonces, si decíamos que la libertad del juicio estético tiene que encontrar su
límite, veremos –de hecho, ya lo vimos por el tercer momento; pero Kant, aquí, en la Nota
del final del cuarto momento, lo desarrolla más- que la libertad es máxima en el instante de
la contemplación, es decir, cuando todavía el entendimiento no ha impuesto el concepto del
objeto. Ahí radica la máxima libertad: en ese instante en que todavía no se ha determinado
el concepto, en el que el concepto permanece indeterminado. Ahí prima la libertad (que se
experimenta como sentimiento de una armonía en el juego de las facultades) e irrumpe el
placer.
La libertad que la imaginación tiene en el juicio de gusto está asociada a la
contemplación, de acuerdo con el tercer momento de la Analítica de lo bello. Vuelvo a la
Nota general a la primera sección de la analítica (tercer párrafo, hacia el final):

[…] el juicio de gusto, cuando es puro, une inmediatamente satisfacción o disgusto sin
referencia al uso o a un fin, con la mera contemplación del objeto.

Y al final del párrafo siguiente, da la definición más vivencial del juicio de gusto:

[…] es una ocupación libre y conforme a un fin indeterminado de las facultades del espíritu
con lo que llamamos bello, y en la cual el entendimiento está al servicio de la imaginación y
no ésta al de aquél.

La libertad radica en la inversión en la relación habitual –la relación de


conocimiento- entre el entendimiento y la imaginación. No es que la imaginación esté
suelta, liberada, sino que, por un instante, antes de que el entendimiento la someta a su ley,
la imaginación es libre, es decir, juega porque no está obligada por el entendimiento a
determinar un concepto. En este instante prima el sentimiento de placer por sobre la
determinación del concepto. Esta definición es muy buena pedagógicamente, porque
muestra el juicio estético como una ocupación libre de las facultades del espíritu;
podríamos decir, yendo más allá de Kant, que el juicio estético implica un trabajo no
alienado de las facultades del espíritu. No es que no haya trabajo en el juicio estético -vaya
si hay trabajo de la imaginación, ya vamos a ver, sobre todo en lo sublime-; simplemente,
no sucede todavía que la ley del entendimiento se imponga a la imaginación. Por ejemplo,
frente a una rosa, al determinarse el concepto, se determina, con él, el fin (tiene esa forma
porque es el aparato reproductivo de una planta). Pero en el instante anterior, estoy frente a
una rosa como si no estuviera frente a una rosa; la rosa no queda (todavía) determinada por
su concepto. En ese instante, en el que me dejo llevar por la forma del objeto “rosa”, prima
la libertad de la imaginación por sobre la determinación del entendimiento; prima el placer
por sobre el concepto. Pero es un instante, porque es imposible que no se determine el
concepto de rosa, si estoy frente a una rosa.
Me interesa hacer foco en la libertad que tiene la imaginación, porque, en realidad,
esa libertad de la imaginación no es más que ese instante en el cual todavía no se ha
determinado el concepto. No es que la imaginación sea libre, sino que, en ese instante, el
del juicio de gusto, es productiva. Por un instante, es productiva y no reproductiva. Y ese
instante de máxima libertad es, precisamente, el del placer estético. De ahí que el placer
radique también en querer prolongar ese instante.
Ahora bien, esta experimentación de una libertad de la imaginación se da en el
modo de un sentimiento: no es autoconocimiento. No es que yo autoconozco la libertad de
la imaginación. Cuidado, porque eso sería imposible. Yo no puedo tener una intuición de
mis facultades: recordemos que, para Kant, no hay autoconocimiento (conocimiento del
propio yo, la idea de alma). Pero, de todas maneras, hay, en el modo del sentimiento, una
experiencia de que esa facultad –la imaginación- es productiva, en lugar de reproductiva,
por un instante. Ese instante es el que muestra que se trata de una facultad diferenciada del
entendimiento, aun cuando se trate de un sentimiento y no de un conocimiento. Entonces,
hay libertad porque no hay un fin determinado. El fin permanece indeterminado. Hay una
organización interna en el objeto sin que necesite saber yo, por un instante, para qué está
puesta en el objeto esa organización. Hay libertad, porque el entendimiento está al servicio
de la imaginación, y no al revés (siempre por un instante).
Siguiendo con la Nota del final de la Analítica de lo bello: para que la imaginación
se libere lo máximo posible de la tutela del entendimiento, Kant recomienda evitar la
regularidad en materia de adornos y jardines, y en toda clase de instrumentos artísticos.
Estos son los momentos gloriosos de Kant, en los que pasa de la máxima abstracción
conceptual a ejemplos sencillos: es más fácil que los muebles resulten bellos si son de estilo
barroco que si son enteramente regulares (es el momento que, despectivamente, Adorno
llama culinario: las estéticas culinarias son las estéticas del gusto; y estos son esos
momentos kantianos más culinarios de todos: aquellos en que el gusto tiene que ver con
algo enteramente trivial, tal como el modo en que están diseñados los jardines, los manjares
servidos en la mesa, o los muebles). La falta de regularidad en el diseño del objeto
contribuye a desarrollar, de parte del sujeto, un libre juego de sus facultades de
conocimiento. Kant pone el ejemplo del gusto inglés en los jardines, y el gusto barroco en
los muebles. Ambos llevan la libertad de la imaginación a aproximarse a lo grotesco; y en
este alejamiento de toda imposición de las reglas es donde el gusto puede mostrar mayor
perfección en proyectos de la imaginación. No se trata solamente de que la imaginación
tenga esta posibilidad de ser autoproductiva, sino también de que hay ciertas “tendencias”
en el diseño que contribuyen a que se libere la imaginación; son afines a proyectos de la
imaginación. Kant pone el acento en los jardines ingleses, porque están especialmente
diseñados para parecer selváticos, agrestes, desordenados, aparentemente no diseñados.
Mientras que el jardín francés, por su ordenamiento simétrico, está pensado casi para una
vista panorámica desde arriba -Versailles, por ejemplo-, los grandes parques londinenses, en
cambio, están pensados para ser recorridos como si no tuvieran un orden; para perderse en
ellos. Simulan ser desordenados, salvajes. Pero están tan pensados como los jardines
franceses.
Lo que Kant encuentra en el gusto inglés en materia de jardines –sin haber recorrido
nunca los grandes parques londinenses- es, justamente, un proyecto afín a la libertad de la
imaginación, mientras que en el jardín francés –aunque él no lo menciona en esta Nota- hay
una forma cerrada, simétrica: lo que Kant llama regularidades. Y como Kant es prolífico en
lectura de libros de viajes, pone el ejemplo de Marsden, un viajero inglés que escribió una
Historia de Sumatra [publicada por primera vez en 1784]. Kant se refiere al placer que
encuentra Marsden en un bosque de pimientos:

[…] la belleza salvaje, al parecer, sin regla alguna, no place más que a quien está ya saciado
de belleza regular. Pero con que hubiera hecho la prueba de estarse un día entero en su
huerto de pimienta se hubiera apercibido de que cuando el entendimiento se ha sumido,
mediante la regularidad, en la disposición para el orden que necesita por todas partes, el
objeto [ya] no le distrae.

Es decir, una vez que se hubiera familiarizado con la forma, el entendimiento le


habría provisto el concepto y el fin de esa plantación, que probablemente era muy racional:
seguramente era una plantación protoindustrial en Sumatra, destinada a la explotación
comercial con mano de obra esclavizada, que no podía tener nada de “salvaje” o
desordenado, salvo para quien nunca la había visto o nunca había visto algo parecido. El
otro ejemplo que pone es el del canto de los pájaros:

El canto mismo de los pájaros, que no podemos reducir a reglas musicales, parece encerrar
más libertad y, por tanto, más alimento para el gusto que el canto humano mismo dirigido
según todas las reglas musicales, porque este último más bien hastía cuando se repite
muchas veces y durante largo tiempo.

Hasta acá pareciera que Kant pondera positivamente la aparente irregularidad del
canto de los pájaros en detrimento del canto humano, que está educado por las reglas
musicales.

Pero en esto probablemente confundimos nuestra simpatía por la alegría de un pequeño


animalito amable con la belleza de su canto, que, cuando es imitado exactamente por el
hombre (como ocurre a veces con el canto del ruiseñor), parece a nuestros oídos totalmente
desprovisto de gusto.

Al igual que lo que le pasaba al viajero inglés con los árboles de pimiento de
Sumatra (al que le parecían irregulares porque, en realidad, estaba acostumbrado a otra
regularidad y pensaba esa otra regularidad como salvaje pero, pasado un tiempo, encuentra
cuál es el orden de la plantación), lo mismo sucede con el canto de los pájaros, porque el
hombre mismo, después de un tiempo de escucha, puede imitarlo, y de ahí resulta lo
paródico, que deja entender que la belleza que se le atribuye al canto es en realidad una
simpatía por el animal. La fascinación por una melodía que pareciera no seguir reglas
musicales –el canto de un ruiseñor, en el ejemplo kantiano- desaparece cuando el hombre lo
imita y descubre que las reglas que sigue son básicas: de ahí que resulten tan fáciles de
imitar.

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