Está en la página 1de 17

UNIVERSIDAD NACIONAL DE LA PATAGONIA SAN JUAN BOSCO

Facultad de Ciencias Jurídicas


Filosofía del Derecho

Unidad 7. Los derechos de las minorías nacionales, étnicas, religiosas y lingüísticas

Juan Manuel Salgado

El Estado nacional y la diversidad cultural

La condición de las minorías nacionales, étnicas, religiosas y lingüísticas es uno de los temas que
pese a resultar de los más importantes en el nuevo escenario global, en tanto la mayor parte de los
conflictos bélicos actuales entre países y dentro de un mismo país tienen origen en enfrentamientos
interétnicos, es de los más relegados e incluso ignorado en el escenario académico local,
especialmente en la teoría jurídica. En general el tratamiento con que se abordan temáticas como
pueblos indígenas, migrantes y comunidades afrodescendientes, incluso en áreas de decisión estatal,
suele estar contaminado de prejuicios y actitudes discriminatorias en franca contradicción con los
estándares de derechos humanos.

Ya hemos visto respecto de la discriminación contra las mujeres que la sola igualdad formal no
implica ausencia de discriminación. Una igualación de ese tipo puede, por una parte, servir para
invisibilizar desigualdades estructurales y por otra para establecer parámetros normales de
comportamiento en donde se reflejan los estereotipos, los prejuicios y las experiencias de los grupos
dominantes.

Lo mismo cabe decir respecto de la discriminación racial o cultural. En este caso, a diferencia de
lo que ha ocurrido respecto de la discriminación contra la mujer en los últimos años, sigue existienco
una casi completa falta de formación y conocimiento de los mecanismos estructurales de segregación
que hace que se identifique a la no-discriminación sólo con la igualdad formal ante la ley (incluso
cuando esta supuesta igualdad, como sucede muchas veces en los casos de conflictos culturales,
constituye una forma más de discriminación).

El tratamiento específicamente jurídico de esta temática no corresponde a la Filosofía del


Derecho sino a la materia Derechos Humanos, aunque no pueden eludirse los aspectos teóricos que
inciden en la realidad puesto que no pretendemos una formación filosófica desarraigada de las
experiencias cotidianas que van a formar parte del ejercicio profesional de quienes actualmente están
cursando.

Llego al tema de la discriminación porque es la contracara de la temática de los derechos de las


minorías nacionales, étnicas, religiosas y lingüísticas. Es decir, su violación constituye discriminación y
por eso tales derechos no pueden limitarse a la igualdad formal ya que la protección de las minorías
culturales constituye un universo más amplio y complejo.

Sin embargo la igualdad formal suele ser un piso, un nivel mínimo, imprescindible. Su ausencia
generalmente ya es un tratamiento discriminatorio. Es por eso que la Corte Suprema ha invalidado
numerosas normas provinciales y nacionales que exigían el requisito de la nacionalidad argentina para
el empleo público o para la percepción de jubilaciones o pensiones (casos Repetto de 1988, Calvo y
Pesini de 1998, Gottschau de 2006, Reyes Aguilera y Pérez Ortega de 2013, para mencionar los más
recientes).

Tanto la Convención Americana sobre Derechos Humanos, como el Pacto Internacional de


Derechos Económicos, Sociales y Culturales y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos,
todos parte de la Constitución Nacional, son expresos en cuanto a que los derechos allí establecidos se
aplican a todas las personas “sin discriminación alguna por motivos de raza, color, sexo, idioma, religión,
opiniones políticas o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o
cualquier otra condición social”. El subrayado lo he agregado yo y la cita pertenece al artículo 2 de la
Convención Americana, pero textos de igual alcance tienen los otros tratados. Es importante destacar
esta garantía constitucional y de derechos humanos por cuanto muchas veces en debates públicos
abiertos o informales parecería que estuviera en manos de las autoridades (federales, provinciales o
municipales) la opción de impedir el acceso de los extranjeros migrantes a las prestaciones sociales
(como salud, educación, vivienda), decisión que se encuentra prohibida en el nuestro y en todos los
países signatarios de esos tratados.

Obviamente, como dije, el tema del reconocimiento a las minorías nacionales, étnicas, religiosas
y lingüísticas va mucho más allá de la garantía a sus miembros de igualdad formal ante la la ley. La
temática filosófica importante se inicia precisamente en ese “más allá”. Sin embargo es necesario
informar estas cuestiones previas para resaltar temas que deberían hallarse fuera de toda discusión


Los únicos derechos que pueden ser restringidos a los ciudadanos y ciudadanas son los derechos políticos
electorales.
puesto que a esta altura de la vigencia de los derechos humanos prácticamente en todos los países se
encuentra prohibida la discriminación por origen nacional (pese a que casi todos nosotros seguramente
hemos oído en conversaciones informales o incluso en expresiones periodísticas afirmaciones tales
como “le permitimos a los bolivianos, chilenos o paraguayos que accedan a los planes de vivienda,
escuelas u hospitales, cuando ellos nos excluyen en sus países”).

Una de las principales dificultades para tratar este tema se halla precisamente en los arraigados
prejuicios discriminatorios. El origen de estas actitudes no se encuentra en alguna maldad o ignorancia
de ciertas personas (el nazismo tuvo lugar en uno de los pueblos mejor educados de Europa) sino en
sacar de sus límites y llevar a extremos peligrosos una herencia cultural y de vínculos comunitarios que
forma parte indisoluble de nuestra constitución humana.

Aquí es donde podríamos comenzar a abordar el tema de la cultura desde su dimensión


filosófica. Vimos que la filosofía moderna, a partir de Descartes, ha hecho del sujeto racional la clave de
explicación del conocimiento, la moral, la sociedad, el Estado y el derecho. Este sujeto aparece como
previo a la vida social, en la que se integra luego de celebrar un contrato con otros iguales a él. De este
modo la cultura comunitaria se concibe más bien como un adorno o como dirían algunos liberales de
la actualidad una “opción de vida” entre otras posibles. Algo de esto hemos visto en la crítica de
Michael Walzer a la ética kantiana (al estudiar en la unidad 5 el comunitarismo) cuando cuestiona la
metáfora de una estructura racional básica común a toda la humanidad (como la de un edificio en
construcción) en donde luego cada cultura agrega los detalles estéticos que se suponen secundarios.

No es este el lugar para reiterar en detalle las críticas a la idea de un ser humano racional pre-
social en que se basaron las filosofías de Descartes, Hobbes y Kant, entre otros. Bastaría con
interrogarse cómo habría podido el sujeto cartesiano afirmar “pienso, luego existo” si antes de
preguntarse sobre un conocimiento sin supuestos previos no hubiera contado con la herramienta del
lenguaje, recibida como herencia cultural colectiva e indispensable para poder pensar.

También hemos estudiado que en el siglo XIX europeo se enfatizó que el Estado, hasta entonces
asentado teóricamente en un contrato social de individuos racionales libres, aparecía fundado en “la
nación”, una comunidad de cultura, idioma, historia y tradiciones. El romanticismo de esa época criticó
fuertemente a los racionalistas porque la concepción de sociedad de éstos no daba lugar a los
sentimientos comunes, cuya fuerza real, por otra parte, se habia demostrado en la Revolución Francesa.


Utilizo el género masculino porque ese pensamiento se refería a los hombres.
La filosofía hegeliana, en cambio, cuestionó la versión estrecha de racionalidad individualista tanto
como el irracionalismo romántico, sosteniendo como también lo haría luego Marx  que la
racionalidad matemática de entes aislados era inaplicable a la vida humana pues cada individuo se
forma como tal dentro de una dimensión comunitaria que lo precede. La cultura común podía entonces
comprenderse racionalmente y las políticas oficiales se orientaron a realizar una amalgama entre la
organización burocrático-racional del Estado y la “nación” o comunidad de cultura que lo sostenía
espiritualmente.

Para eso algunos estados se dedicaron a lo que el historiador Eric Hobsbawm llamó “la
construcción de naciones”, un proceso que hemos visto en la unidad 4 y que consistió en unificar el
idioma, el derecho, la enseñanza y los símbolos de la población de cada Estado alrededor de un
sentimiento nacional compartido. Al crearse dentro de cada Estado un espacio cultural homogéneo
podía afirmarse dentro de él la “prioridad” del sujeto racional moderno. Así, mientras el derecho liberal
mantenía su base individualista los mitos y la simbología apelaban a la “unidad nacional”. Algunos
países lograron en gran medida ese objetivo (como Francia, España, Inglaterra y algo después
Alemania), pero para otros casos resultó ser una meta imposible. Había estados “imperiales”, que
albergaban a numerosas comunidades culturales históricas, con sus idiomas, derechos, tradiciones y
religiones, diferentes, todas unificadas estatalmente alrededor de un grupo étnico mayoritario o
dominante. El imperio Ruso, el imperio Otomano (turco) y el imperio Austrohúngaro, por ejemplo,
tenían dentro de sus territorios a muchas nacionalidades que se consideraban a sí mismas oprimidas
por la cultura dominante. En otros casos sucedía que las personas y grupos que se identificaban
colectivamente como pertenecientes a una misma comunidad nacional y con una aspiración territorial,
se encontraban divididas políticamente entre varios estados, tal como ocurría con los polacos,
repartidos entre alemanes, austríacos y rusos. Otros, como los judíos y los gitanos o romaníes, que
compartían una común religiosidad, tradiciones, educación e idioma, se hallaban dispersos en
diferentes estados y reclamaban un respeto a su vida colectiva pero sin pretender asentarse en un
territorio común.

A fines del siglo XIX y principios del siglo XX, mientras en Europa occidental la construcción de
estados-naciones permitía mantener regularmente una estructura administrativa y judicial regida por
un sistema jurídico unificado, en la parte oriental del continente el problema de las nacionalidades
aparecía irresuelto y los distintos grupos étnicos dentro de cada imperio pugnaban por adquirir
autonomía o incluso constituirse en estados independientes. La Primera Guerra Mundial comenzó con
un conflicto entre Serbia y el imperio Austrohúngaro precisamente por reclamos de minorías nacionales
en este último. Al culminar la guerra los tres grandes imperios multinacionales (Rusia, Turquía y Austria-
Hungría) se habían derrumbado y gran parte de las nacionalidades que los integraban habían adquirido
independencia. Parecía que a partir del principio de “libre determinación de los pueblos”, entendido
como independencia estatal y territorial de cada pueblo-nación, se había encontrado la solución para la
convivencia internacional.

Sin embargo, a más de cien años de concluida la Primera Guerra Mundial una cosa parece clara:
La idea de dividir el mundo en estados independientes, cada uno con su propia identidad nacional,
resultó una utopía impracticable que sigue siendo fuente de gran parte de los conflictos sociales y
políticos actuales. En la realidad, como señalaba Will Kymlicka ya en 1995, “la mayoría de los países son
culturalmente diversos. Según estimaciones recientes, los 184 Estados independientes del mundo
contienen más de 600 grupos de lenguas vivas y 5.000 grupos étnicos. Son bien escasos los países cuyos
ciudadanos comparten el mismo lenguaje o pertencen al mismo grupo étnico naciona,” (dando como
únicos ejemplos de países más o menos culturalmente homogéneos a Isladia y las dos Coreas).

De todos modos no se ignoraba que incluso en los nuevos países independientes existieran
problemas originados en la voluntad de mantenimiento de una vida cultural y organizativa colectiva
diferentes dentro de estados identificados con una nacionalidad distinta y hegemónica. Al finalizar la
Primera Guerra Mundial tuvieron lugar varios tratados de reconocimiento de minorías aunque no como
derecho de sus miembros dentro de los estados nacionales sino como una prerrogativa del Estado de la
nacionalidad a la cual la minoría pertenecía, de requerirle al Estado en donde ésta habitaba, que
aceptara su diferencia. Es decir que habiendo minorías alemanas en Polonia y en Checoslovaquia, por
ejemplo, los tratados daban derecho a Alemania a exigir que esos otros países respetaran a sus súbditos
de origen alemán. Hubo un entramado, sobre todo en Europa oriental, de varios tratados con cláusulas
de respeto a las minorías nacionales de otro Estado, teniendo en cuenta el principio de la ciudadanía
por origen familiar o cultural (ius sanguinis), predominante en el derecho público europeo.

Por una circunstancia histórica, cuando después de la Segunda Guerra Mundial se redactaron
las primeras declaciones de derechos humanos, la mención a derechos colectivos culturales fue dejada
de lado ya que se la miraba con sospecha, puesto que el nazismo había utilizado los argumentos de
protección a sus nacionales para invadir primero a Checoslovaquia en el año 1938 y a Polonia al año
siguiente. Por eso los redactores de las primeras declaraciones generales de derechos humanos


Hoy son más de 200.
pensaron que un adecuado resguardo a los derechos de las personas individuales bastaría para
proteger a las minorías sin necesidad de reconocerles derechos como grupos.

Fue por esto que aunque los derechos humanos se pensaron desde el inicio como límites a los
estados, estaban formulados en base a los derechos individuales. Ni la Declaración Universal ni la
Declaración Americana hacían alusión a derechos colectivos de las minorías o grupos nacionales,
étnicos, religiosos o lingüísticos.

Sin embargo el derecho de estas minorías a existir de modo diferenciado resultó de otro
instrumento internacional. En ese mismo año 48, un día antes de votarse el texto de la Declaración
Universal de Derechos Humanos, la Asamblea de las Naciones Unidas aprueba la Convención sobre la
Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio. Esa convención expresa que las partes confirman que
el genocidio es un delito de derecho internacional. Esta fue una cláusula muy discutida. No dice que se
establece un delito para el futuro sino que el genocidio ya era un crimen desde antes y que lo que hace
la Convención es determinar o precisar sus límites. Una de las razones de este texto era que así se
legitimaban retroactivamente los tribunales de Nüremberg, porque si en 1948 se hubiera legislado un
delito para el futuro sería problemático establecer sobre qué bases jurídicas habían sido condenados los
jerarcas nazis. Pero desde un punto de vista teórico actual es importante resaltar que la Convención
pone de manifiesto que hay límites a la soberanía estatal determinados por el derecho a la existencia
colectiva de las minorías nacionales y grupos étnicos dentro del territorio de un Estado de cultura
diferente.

De este modo la protección a las minorías se reconocía al mismo tiempo que los derechos
humanos, aunque en textos separados. En poco tiempo ambos puntos de vista se fueron entrecruzando
con la emergencia de dos nuevas realidades que hicieron su aparición entre 1948 y la década del 70. La
primera fueron las revoluciones descolonizadoras de Asia y África, cuyos pueblos no se sentían
completamente representadas por la visión individualista occidental de los derechos humanos y
pretendían que se reconociera también el carácter colectivo de sus derechos, básicamente porque la
denigración de sus culturas como atrasadas o primitivas había sido uno de los principales instrumentos
ideológicos de colonialismo que habían sufrido. De modo que hubo un énfasis muy fuerte en los
organismos internacionales, especialmente en la UNESCO, hacia el reconocimiento de la igualdad de los
pueblos y de las culturas. De allí que los dos principales tratados internacionales de derechos humanos,
el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales y el Pacto Internacional de
Derechos Civiles y Políticos, que la Asamblea General de las Naciones Unidas aprueba en el año 1966
contengan un artículo primero común, de idéntica redacción, que establece el derecho de todos los
pueblos a la libre determinación, condenando que se los prive de los recursos necesarios para que
puedan vivir de modo autónomo.

Este artículo primero común a los dos pactos universales de derechos humanos tiene como
consecuencia teórica dejar establecido que los derechos individuales requieren un ámbito previo de
libertad colectiva sin el cual no se puede concebir su ejercicio. Es la mirada de los pueblos de las
revoluciones descolonizadoras ocurridas después de la Segunda Guerra Mundial. No era la visión en los
países occidentales cuyas teorías jurídicas predominantes como hemos visto daban por supuesto que
las personas individuales eran previas a la cultura y a la sociedad. Aunque en la Declaración Universal
un artículo, el número 29, dice expresamente que sólo en su comunidad una persona puede desarrollar
su libertad y personalidad, ese sustento colectivo de los derechos individuales no tenía consecuencias
prácticas. Es con el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales y con el Pacto
Internacional de Derechos Civiles y Políticos, que declaran el derecho de todos los pueblos a la libre
determinación, cuando comienza a tomar cuerpo jurídicamente la dimensión colectiva de los derechos
humanos.

La otra vertiente que también concurre a modificar la concepción de la vieja escuela de


derechos individuales, no para anularlos sino para darles un contenido mas amplio, es la lucha de los
pueblos indígenas, que comienza en los años 60 a través de líderes educados en las mismas
universidades de las culturas dominantes. Una nueva generación de dirigentes indígenas comienza a
reclamar la revalorización de sus culturas en base al derecho a la vida colectiva independiente y al
principio de igualdad entre los pueblos, requiriendo que dejara de considerarse a los pueblos indígenas
como culturas primitivas tendientes a desaparecer, se los reconociera como comunidades con legítimas
formas de vida propia y se advirtieran las capacidades y el aporte que darían a la humanidad en
igualdad de condiciones con las otras culturas.

En 1982 el Comité de Derechos Humanos, órgano de control del Pacto Internacional de


Derechos Civiles y Políticos, consideró que los pueblos indígenas también se encontraban incluidos
entre las minorías mencionadas en el artículo 27 de ese Pacto. En el año 1984 el Comité redacta la


Los dos apartados iniciales de ese artículo primero, común a los dos Pactos, sostiene lo siguiente: “1. Todos los
pueblos tienen el derecho de libre determinación. En virtud de este derecho establecen libremente su condición
política y proveen asimismo a su desarrollo económico, social y cultural.- 2. Para el logro de sus fines, todos los
pueblos pueden disponer libremente de sus riquezas y recursos naturales, sin perjuicio de las obligaciones que
derivan de la cooperación económica internacional basada en el principio de beneficio recíproco, así como del
Derecho internacional. En ningún caso podría privarse a un pueblo de sus propios medios de subsistencia.”
observación general número 23 sobre los derechos de las minorías y señala tres aspectos que son
básicos para ir orientándonos en lo que significa la diversidad cultural. Sin un previo estudio de su
historia y su jurisprudencia el artículo 27 parece bastante menos importante porque sólo aparenta
imponer a los Estados una mera obligación de abstención.

El Comité de Derechos Humanos señala que el contenido de la norma va mucho más allá. En
primer término advierte que no alcanza con respetar la igualdad formal ante la ley para tener por
cumplido el principio de igualdad con respecto a los derechos de los miembros de las minorías, sino que
puede ser necesaria una acción positiva de gobierno para garantizar el mantenimiento de sus culturas.
En segundo lugar señala que los derechos protegen a los miembros de las minorías existentes, de modo
que no dependen de que se las reconozca oficialmente ya que están protegidas por el derecho
internacional por el sólo hecho de tener una vida cultural, religión o idioma diferentes aún cuando el
Estado desconozca o rechace su existencia. Y el tercer lugar, si bien el artículo está formulado en
términos individuales abarca la protección de las formas de vida colectiva porque se trata de derechos
que sólo pueden ejercerse en común. En el caso de los pueblos indígenas el Comité expresa que esa
norma protege sus prácticas económicas y sus estructuras políticas en tanto es a través de éstas que se
manifiesta su vida cultural.

Esta orientación inspiró la Declaración de las Naciones Unidas sobre los derechos de las
personas pertenecientes a minorías nacionales o étnicas, religiosas y lingüísticas del año 1992 (a la que
me referiré como Declaración de derechos de las minorías), que aunque en su título vuelva a aparecer la
formulación individual (“derechos de las personas”) el texto contiene un claro reconocimiento al
carácter colectivo de esos derechos.

Una temática oculta

En nuestro país tenemos una muy escasa formación acerca de la evolución del derecho
internacional en materia de discriminación racial. En los ámbitos académicos se trata prácticamente de
una cuestión ignorada pues a lo sumo se la identifica con la violación del principio de igualdad formal
ante la ley.


El artículo 27 tiene el siguiente texto: “En los Estados en que existan minorías ´tenicas, religiosas o lingüísticas, no
se negará a las personas que pertenezcan a dichas minorías el derecho que les corresponde, en común con los
demás miembros de su grupo, a tener su propia vida cultural, a profesar y practicar su propia religión y a emplear
su propio idioma.”
Apenas se conoce el carácter marcadamente racista de la ideología común a los hombres que
en la segunda mitad del siglo XIX realizaron la llamada “organización nacional” y en general no se tiene
más información acerca del tema de la discriminación racial que la que proviene de las experiencias
sobre la segregación delos afroamericanos en el sur de los Estados Unidos o la persecución de los judíos
en la Alemania nazi. Obviamente se trata de dos casos reconocidos de discriminación racial, pero
aunque tienen historias diferentes en ambos se trataba de la privación de la igualdad formal, de normas
jurídicas que negaban a individuos diferentes la posibilidad de gozar de los mismos derechos que el
resto de la población.

Y esa es la idea a que ha quedado reducido en amplios círculos de nuestro país el concepto de
discriminación racial, lo cual abona el mito de que la Argentina es un país sin discriminación ya que no
tenemos leyes o normas que distingan por razón de raza. Eso explica la paradoja de que la Convención
Internacional sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación Racial fuera ratificada sin
mayores obstáculos por el gobierno de una dictadura militar en el año 1968. Es que se suponía que la
ausencia de discriminación sólo consistía en el respeto del principio de igualdad formal ante la ley.

Sin embargo en el ámbito internacional, sobre todo a partir de los graves conflictos interéticos
de la década del 90, ha habido una mejor comprensión de las diversas maneras en que se manifiesta
esa discriminación. La Declaración de la Conferencia Mundial contra el Racismo, la Discriminación
Racial, la Xenofobia y las Formas Conexas de Intolerancia (Durban, 2001) señala a la pretensión de
homogeneización cultural como una fuente de racismo, lo que permite advertir que el estrecho punto
de vista de los operadores jurídicos argentinos sobre el tema encubre muchas prácticas discriminatorias
arraigadas en la estructura de poder de nuestra sociedad. El Comité para la Eliminación de la
Discriminación Racial (conocido como CERD por sus iniciales en inglés) indica en sus recomendaciones e
informes que la ausencia de discriminación no sólo es permitir la igualdad ante la ley en el sentido
formal sino que además implica el tratamiento distinto de los grupos humanos y de los colectivos
nacionales o étnicos respetando sus diferencias, de manera de garantizar la preservación de sus propias
formas de vida común.

En 1990 el CERD expresó que salvo justificación en contrario los estados deben respetar la
pertenencia étnica tal como la definen las propias personas involucradas. Este criterio de autodefinición
ya había sido reconocido un año antes para los pueblos indígenas por el Convenio 169 de la
Organización Internacional del Trabajo. La importancia de este principio radica en que el derecho o la
legalidad estatales, deben reconocer a los colectivos humanos que se consideran a sí mismos con
historia y cultura diferentes. No hacerlo es incurrir en discriminación racial.

Desde entonces, y cada vez más, el CERD insiste como una de sus principales preocupaciones,
en que los estados adopten un reconocimiento de sí mismoS como pluriétnicos o plurinacionales y que
abandonen los mecanismos de uniformización cultural puesto que son ínsitamente discriminatorios.

No voy a abundar con citas de otros pronunciamientos, pero sí destaco que todos los órganos
de Derechos Humanos han seguido similares pautas exigiendo a los estados que tengan en cuenta que
el principio de no discriminación obliga a proteger la vida cultural colectiva diferente, tal como se
establece en la Declaración de derechos de las minorías.

Junto con esa Declaración, los capítulos primero y segundo del libro de Kymlicka Ciudadanía
multicultural , constituyen la bibliografía del tema. Para quienes hemos sido formados en la ideología
del Estado-nación, su lectura aparece como referida a un mundo de principios, historias y valores,
completamente diferente del que estamos acostumbrados a escuchar tanto en la enseñanza oficial
como en las decisiones estatales y los medios de difusión. El autor nos habla de estados
multinacionales, estados interétnicos, minorías nacionales, grupos étnicos, autogobiernos culturales,
representación política diferenciada, y derechos poliétnicos, entre una multiplicidad de conceptos que si
bien son de uso común desde hace décadas en gran parte de los países del mundo (entre ellos el
Canadá y los Estados Unidos para los que escribe Kymlicka), aparecen como “extravagantes” a los oídos
de la mayoría de quienes ejercen cargos de responsabilidad política, legislativa o judicial en nuestro
país.

En Argentina hemos reemplazado del calendario de feriados el “día de la raza” y colocado en su


lugar el “día del respeto a la diversidad cultural”, pero apenas se ha modificado la enseñanza de la
historia (para la cual los pueblos originarios sólo existen en el primer capítulo, antes de la llegada de los
colonizadores europeos) y en el sistema jurídico mantenemos la ficción de la cultura única e incluso
llamamos “Nación” al Estado federal, tal como lo propusieron los unitarios porteños en la convención
constituyente reformadora de 1860.

El término utilizado en el texto original de la Constitución de 1853 para referirse al Estado era el
de “Confederación”. La modificación terminológica de 1860 tuvo una clara finalidad política consistente


Una Declaración no es un instrumento formalmente obligatorio como sí lo es un tratado, pero clarifica e
interpreta las obligaciones de los tratados, por lo que no puede dejar de tenerse en cuenta.
en determinar que sólo la comunidad de cultura dominante, cuyos miembros constituían “La Nación”
(nombre dado, además, al medio periodístico de uno de sus principales ideólogos, Bartolomé Mitre),
poseía la autoridad espiritual y material necesaria para organizar al Estado. Sin embargo, la Nación
postulada no era, a diferencia del mismo término utilizado en Europa en ese entonces, el “espíritu del
pueblo” del que hablaban Savigny y otros historicistas, sino la población de una futura segunda
colonización: “Con tres millones de indígenas, cristianos y católicos, no realizaréis la república,
ciertamente… si ha de sernos más posible hacer la población para el sistema proclamado que el sistema
para la población es necesario fomentar en nuestro suelo la población anglosajona. Ella está
identificada con el vapor, el comercio y la libertad, y nos será imposible radicar estas cosas entre
nosotros sin la cooperación de esa raza de progreso y civilización.” El texto citado, que pertenece al libro
Bases de Juan Bautista Alberdi y fue la principal obra inspiradora de la Constitución, muestra que la
identidad nacional promovida no era siquiera concebida como en Europa un producto de la historia y
la tradición populares sino una creación artificial posterior que provendría de la importación racial y se
sobrepondría a la realidad existente (que ya de por sí era diversa y múltiple culturalmente). Eric
Hobsbawm llamaría arianización a esa política sudamericana de reemplazo de la población indígena y
criolla por razas supuestamente superiores. De allí que el texto constitucional continúe, aún hoy,
sosteniendo normas de superioridad étnica como el “fomento de la inmigración europea” (artículo 25)
que resultan inadmisibles a la luz del principio básico de no-discriminación en el que se asienta todo el
sistema internacional de derechos humanos.

Con diferentes variantes y a veces utilizando otros términos, similar concepción elitista y de
superioridad racial fue la ideología central de todos los estados latinoamericanos, una tradición que
tenía sus raíces en la misma formación del Estado, la sociedad y el derecho coloniales, organizados
verticalmente para el gobierno y la dominación de una población originaria subordinada tanto en lo
político como en lo jurídico, así como explotada en el terreno económico.

Hoy los órganos internacionales de derechos humanos llaman a los estados a reconocerse como
plurinacionales y a respetar la diversidad cultural o étnica, como le ha señalado a la Argentina el CERD.
Como ya señalé, la Conferencia de Durban contra el racismo del año 2001 destacó claramente que uno
de los elementos y herramientas de la discriminación racial era la pretensión de homogeneidad cultural
que imponen los estados.

Pese a ello el peso de la ideología con que se construyeron el Estado Argentino y los demás
estados latinoamericanos sigue teniendo gran influencia en las universidades y por ende en la
formación teórica de las ciencias sociales y el derecho en nuestro continente. Sólo conociendo esta
formación histórica del Estado es posible entender las enormes dificultades existentes aquí para
establecer políticas de reconocimiento de la pluralidad cultural como las que con toda sencillez expone
Kymlicka en su libro. Es que desde su origen colonial nuestros actuales “Estados-nación” mantienen un
alto componente ideológico de privilegio social y étnico que no se encuentra con esa magnitud en el
Canadá del autor ni en los Estados Unidos, los dos países a que se hace principal referencia esa obra.

¿Por qué se ha elegido entonces una bibliografía escrita para un ambiente social y académico tan
diferente? Precisamente para poder tener una visión distinta y permitir la comprensión de los derechos
de las minorías nacionales, étnicas, religiosas y lingüisticas desde un punto de partida que no tenga
como natural a la ficción de Estado-nación en la que estamos educados en Argentina. Un punto de
partida que además facilita entender qué son los cambios hacia “estados plurinacionales” promovidos
en las más recientes reformas constitucionales latinoamericanas.

Una vez que podamos distinguir, como hace Kymlicka con toda naturalidad, al Estado de la
“Nación”, comprendiendo de qué modo en nuestros países han sido históricamente vinculados ambos
términos detrás de políticas contrarias al ideal democrático, tendremos la apertura conceptual
necesaria para entender la complejidad y diversidad culturales que nos rodean como parte de la
“pluriculturalidad” existente en prácticamente todos los países del mundo.

Cultura, raza, etnia, pueblo, nación.

Vamos a intentar clarificar qué se entiende por “minorías nacionales, étnicas, religiosas y
lingüísticas”. Este conjunto de términos ha sido tomado de la Declaración sobre los derechos de las
personas pertenecientes a minorías nacionales o étnicas, religiosas y lingüísticas de 1992, que a su vez
(con el agregado del vocablo “nacionales”) se origina en el artículo 27 del Pacto Internacional de
Derechos Civiles y Políticos de 1966.

En líneas muy generales podemos decir que se trata del conjunto de personas que se reconocen
entre sí como pertenecientes a otra cultura por tener costumbres diferentes de las de la mayoría de la
población o de las que tienen quienes detentan el poder del Estado. El término cultura es sumamente
ambiguo pues, como lo señala Kymlicka, a veces excede a las minorías nacionales o étnicas y también
se considera que los gays, las lesbianas y las personas con discapacidad constituyen culturas separadas
dentro de la sociedad global, así como en otros casos en la dirección contraria se lo usa como
sinónimo de “civilización” y en este sentido abarcaría, por ejemplo, al amplio conjunto de los países de
origen europeo o a todos los pueblos de Asia oriental.

En cambio el término raza, que enfatiza supuestas distinciones existentes en la naturaleza, no


sólo es inconveniente, pues ha sido utilizado políticamente para sostener teorías racistas sobre
diferencias biológicas esenciales entre grupos del género humano, sino que además se relaciona con la
idea de comunidades de ancestros que puede no coincidir con la cultura como ejemplifica Kymlicka con
la pertenencia a la nacionalidad jurídica alemana, para la cual personas de origen familiar alemán “que
han vivido toda su vida en Rusia, que no hablan una palabra de alemán, tienen derecho automático a la
ciudadanía alemana”,mientras que hijos e hijas o descencientes de inmigrantes turcos “que han vivido
toda su vida en Alemania y que están completamente asimilados a la cultura alemana, no pueden
obtener la ciudadanía”.

El vocablo etnia alude a colectivos humanos que comparten un conjunto de rasgos de tipo
sociocultural al igual que afinidades raciales. Su uso tiene el inconveniente teórico de mantener en
parte un fundamento biológico, por lo que puede merecer las mismas prevenciones que el concepto de
raza. Si bien incorpora componentes culturales no es adecuado para definir a los grupos humanos que
tienen una identidad colectiva superior al mero sentimiento de similitud cultural u origen común. Para
quenes que se identifican como pueblo o nación, su denominación como etnia implica una clara
disminución de derechos.

Kymlicka toma a los conceptos de pueblo o nación como equivalentes y así ocurre en muchas
ocasiones. Los pueblos originarios de Canadá y Estados Unidos se denominan a sí mismos y son
reconocidos por los estados como “primeras naciones” y entre nosotros, la Provincia de San Luis
reconoce oficialmente al “pueblo-nación” Ranquel. En general seguiremos esa práctica de utilizarlos
como sinónimos, pero haremos mayor énfasis en el uso del término pueblo ya que es el que tiene
mayor aceptación en el derecho internacional y porque además en nuestro país el significado del
vocablo “nación”, como ya hemos visto, se ha trastornado por su identificación con el Estado.

De todos modos, cuando abordamos la temática de las diferencias culturales las definiciones
suelen ser inconvenientes y los textos son esquivos a utilizarlas. Por eso en la Declaración sobre los
derechos de las minorías se agrupan diferentes términos (“nacionales o étnicas, religiosas y
lingüísticas”) con la finalidad de abarcar a la mayor amplitud posible. El peligro que se quiere evitar es
que una definición establezca límites que puedan ser utilizados por quientes tienen el poder de decisión
para excluir a determinadas personas de la protección que le brindan los derechos de las minorías. Es
por los mismos motivos que se ha establecido el criterio de autoidentificación (individual o colectivo)
para determinar la pertenencia individual, como ya lo hemos explicado.

La inconveniencia de utilizar definiciones se origina en que los grupos humanos protegidos por
estos derechos son de una extrema diversidad pues se han constituido históricamente a través de
circunstancias únicas e intransferibles, lo que hace difícil establecer conceptos con los modos de
delimitación similares a los de la teoría de conjuntos. A veces entre los diferentes grupos existe un
continuum formado por largo tiempo de convivencia territorial, matrimonios comunes y relaciones
pacíficas. En otras ocasiones las diferencias e historias son marcadas e incluyen experiencias de
dominación y sometimiento. Hay también situaciones en donde la historia política originó
enfrentamientos sangrientos y odios de generaciones pese a la existencia de comunes orígenes étnicos
y culturales, como sucede con muchos conflictos basados en las diferencias religiosas. Y así en todos los
casos siempre vamos a encontrar lo irrepetible de la mayoría de las circunstancias. Ello de por sí origina
una dificultad para un tratamiento teórico común que sin embargo es necesario intentar.

Kymlicka, en esto siguiendo las experiencias adoptadas por el derecho internacional de los
derechos humanos, ha agrupado los casos en criterios basados en las historias y aspiraciones similares
de los diversos grupos de culturas diferentes existentes en un Estado que les es “ajeno”. Así, llama
“minorías nacionales” o pueblos a aquellos que habiendo poseído una autonomía o vida común
independiente, luego fueron “absorbidos” por un Estado de cultura diferente. Y denomina “grupos
étnicos” a “los grupos inmigrantes que no son ‘naciones’ ni ocupan tierras natales y cuya especificidad
se manifiesta fundamentalmente en su vida familiar y en las asociaciones voluntarias”. De todos modos
señala que esa es apenas una tentativa de clasificación apta para la mayoría de los casos y no para
todos, ya que por ejemplo ni los afrodescendientes en América, traídos por la fuerza en condiciones
de esclavitud, ni los migrantes forzados (por guerras, persecuciones o desastres ambientales) pueden
hallarse en alguna de aquellas categorías.

Pero la clasificación es útil en tanto permite distinguir para la mayor parte de las situaciones
diferentes clases de derechos en base a las aspiraciones de los miembros de estas clases de minorías.
Con esos criterios Kymlicka expone algunas líneas generales de diferentes reconocimientos de derechos
(derechos de autogobierno, derechos poliétnicos y derechos especiales de representación), que no voy
a explicar aquí puesto que están muy bien desarrolladas en su libro.
Un derecho intercultural

Lo que hemos visto hasta ahora implica un cambio conceptual en una tradición jurídica
orientada a la aplicación mecánica de las normas, independientemente de la historia y el contexto de
sus destinatarios. El problema que ocasiona el respeto a la diversidad cultural, para quienes están
habituados a estudiar el derecho dividiendo la realidad en categorías o conjuntos genéricos a los que se
aplican normas con cierta automaticidad y fijeza, es que la diversidad resulta ser como una caja de
Pandora que una vez abierta suelta un sinnúmero de personajes desconocidos. No hay una única forma
de tratarla y las directrices generales pueden ceder ante la especificidad de cada conflicto. No son lo
mismo la minoría judía y los pueblos indígenas. Tampoco lo son los pueblos originarios que tienen una
presencia urbana importante y organizaciones políticas, como el pueblo Aymara en Bolivia o el pueblo
Mapuche en nuestra región, que los pueblos indígenas que viven en condiciones de aislamiento. No es
igual la situación de los inmigrantes turcos en Alemania que la de la minoría serbia en Croacia o la de la
minoría croata en Serbia, que además difieren de la realidad de los pueblos indígenas en Tahilandia o
en Suecia. A muchos nos puede asombrar que haya pueblos indígenas en Asia o en Europa, sin embargo
Nepal tiene la mitad de su población indígena. En India son innumerables los pueblos que la O.I.T.
considera que se encuentran protegidos por el Convenio 169 sobre pueblos indígenas. El pueblo Sami,
en el noreste de Europa, tiene una importante presencia en regiones en donde conserva su
organización tribal. No tienen la historia de sometimiento a la colonización realizada por por
civilizaciones de ultramar, que nosotros conocemos en América, pero se trata de pueblos diferentes
que viven en organizaciones sociales no estatales y que optaron por una vía cultural de desarrollo
distinto a la que siguió otra parte de la población de similar raíz histórica.

A quienes hoy son estudiantes, les corresponderá en el resto de la carrera y en la profesión,


encarar con mejor perspectiva este problema, ya que gran parte de la abogacía actual ha sido educada
sin formación en derechos humanos y concibe al derecho casi a la manera de manual, en donde se
considera a las normas como un conjunto de instrucciones. El respeto a la diversidad cultural, en
cambio, exige una sensibilidad distinta para comprender situaciones que son diferentes entre sí, tener
una idea de la historia de cada drama y otorgar una voz preponderante e igualitaria a los protagonistas
para llegar a una posibilidad de resolución de cada conflicto.

Por eso la forma en que los instrumentos internacionales canalizan la protección a las minorías
nacionales o étnicas, no tiende a establecer reglas de tratamiento uniformes para todos los supuestos
sino a garantizar los derechos políticos colectivos de manera que en cada caso cada grupo, con su
historia particular, pueda ir negociando con las organizaciones de la cultura hegemónica, básicamente
con el Estado, su forma de convivencia. Eso es muy difícil de comprender como integrando el mundo de
lo jurídico cuando la teoría tradicional apunta a un derecho “técnico” separado que tiende a encasillar
la realidad en moldes ya prefabricados por el mundo “político”, concebido éste como una esfera
completamente diferente. Para la filosofía del derecho tradicional, de raíz positivista, es difícil
comprender que lo que el respeto a la diversidad cultural está poniendo en juego es la estructura del
Estado, requiriendo una modificación que dista de la democracia de baja intensidad que tenemos, en la
cual una población de individuos indiferenciados elige a representantes de formación, cultura, clase e
intereses bastante similares, quienes durante un cierto tiempo tienen amplia discrecionalidad para
producir las normas generales que serán aplicadas de modo uniforme por una pirámide burocrática
más o menos profesionalizada.

Tomando la diversidad cultural en el modo en que se ha ido proyectando en el derecho


internacional de los derechos humanos, lo que aparece en el horizonte es un estado democrático de
derecho plural, en donde la coordinación de los colectivos diferentes requiera soluciones consensuadas,
permitiendo que el Estado y los distintos grupos minoritarios nacionales, especialmente en nuestro país
los pueblos indígenas, establezcan mediante acuerdos su forma de relacionarse. Lo cual significa
transformar al derecho en muchos casos en una cantidad de normas particulares, como los convenios
colectivos de trabajo, que se interpretan y renegocian permanentemente mediante la búsqueda de
consensos comunes entre partes diferentes.

En un mundo que está globalizado y en el que a la vez cada pueblo exige el respeto a su
particularidad como medio de ejercer la libertad individual en un ámbito colectivo, no parece haber
camino distinto al pluralismo. Con todos los inconvenientes que pueda traer no hay otra solución,
porque no se puede tratar el problema de la diversidad como si todas las situaciones fueran similares.
Cada grupo, cada problema intercultural, tienen su propia historia, sus conflictos, su forma de solución,
y lo que los instrumentos internacionales buscan es que se vaya dejando esa solución en manos de los
propios protagonistas, a los que deben garantizarse condiciones de igualdad y no de subordinación a la
cultura hegemónica.

No debemos perder de vista la historia de otros pueblos cuando podemos aprender de sus
desgracias para no repetirlas. Yugoslavia, por ejemplo, era un país que de algún modo había logrado
convivir en la multiplicidad. Tenía seis repúblicas, cinco nacionalidades, cuatro idiomas, tres religiones y
dos alfabetos. Cuando se rompió el mantenimiento de ese pacto, trabajosamente logrado a partir de la
liberación del dominio nazi, cuando primaron la intolerancia y la búsqueda de homogeneidad, en unos
pocos meses los conflictos interétnicos ocasionaron cientos de miles de muertos y crímenes de lesa
humanidad. Esa es la experiencia que deberíamos aprender de otros países: las graves consecuencias
que puede ocasionar la intolerancia étnica.

Tenemos que tomar nota de ello para poder comprender en qué consisten todas estas
recomendaciones y tratados y jurisprudencia internacional que tienen una perspectiva jurídica y hablan
un lenguaje muy diferente al que se suele enseñar, pero que debemos incorporar con la mente abierta,
porque este es el gran desafío del siglo XXI. Si nuestro derecho, entendido ampliamente como una
práctica social participativa, logra encarrilar positivamente la riqueza de las diferencias vamos a tener
una vida común más rica, más diversa, con mayor expresión de la libertad de los grupos humanos, Si no
lo logramos comprender así y pensamos que la organización estatal actual es neutra y no expresión de
una cultura dominante sobre las muchas que conviven en este país, vamos a tener una serie de
conflictos y a transitar la amarga experiencia que han sufrido otros países para poder llegar al final a
algún derecho diferente, distinto del que estamos reproduciendo.

……………………………………………………………………………………………………………………………………………….

También podría gustarte