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Introducción
La unidad es sumamente amplia pero tiene un núcleo conceptual claro: la relación entre
los cambios en la organización de la autoridad política y las nuevas formas de concebir la sociedad
y la naturaleza. Podría abordarse como si fueran planos de la realidad diferenciados, pero sin
embargo, como hemos visto en clases anteriores, los dos aspectos el ejercicio del poder y las
nuevas ideas tienen en común que han sido ambos llevados adelante por un mismo estamento
social, el de los intelectuales, egresados y profesionales universitarios: juristas, consejeros de
Estado, académicos, funcionarios administrativos, filósofos. Ya no se trata, como en la edad media,
de integrantes de la Iglesia católica. Ahora la mayoría son laicos vinculados a los gobiernos y a la
producción de conocimiento. En esta clase vamos a culminar con la filosofía de René Descartes,
que puede estudiarse más detalladamente en el capítulo VIII del libro “Principios de Filosofía” de
Adolfo Carpio, al que remito. Lo que vamos a desarrollar aquí es el contexto histórico de las
transformaciones en el pensamiento, vistas sobre todo desde nuestro interés en la filosofía
jurídica.
La modernidad
Entiendo que es necesario un previo resumen del contexto histórico en donde nos
ubicamos. Recuerdan que con la división del Imperio Romano y luego del derrumbe del Imperio de
Occidente (año 476 DC), subsistió el Imperio Romano de Oriente que tuvo su capital en
Constantinopla (actual Estambul, en Turquía) y una tradición, idioma, religión y hasta alfabeto
diferentes. Como ya hemos visto, Justiniano, el compilador del derecho romano, fue un
emperador romano en Oriente, no en Roma. Ese Imperio duró mil años más y en 1453 los turcos
ocuparon Constantinopla concluyendo con las últimas instituciones que quedaban del viejo
Imperio.
Otros historiadores prefieren ubicar el inicio de la edad moderna en 1492 con la llegada de
los europeos a América porque este acontecimiento provocó enormes efectos en ambos lados del
océano. Desde el punto de vista europeo la dominación de América trajo como resultado una
inmensa trasferencia de oro y de plata a toda Europa que tuvo importantes consecuencias. En
primer lugar ocasionó un aumento del poderío europeo, sobre todo del español, en relación a la
civilización islámica. Antes de esa época Europa tenía un nivel político, una civilización material,
riquezas y desarrollo económico bastante inferiores a los del mundo musulmán.
Toda la costa norte de Africa, por ejemplo, era parte del Imperio turco, con un poder
económico y militar superior al del lado norte del mediterráneo. Esa diferencia se alteró en menos
de cien años debido a la apropiación europea de las riquezas americanas. El oro mexicano y la
plata del Perú incrementaron el poderío militar y económico y ya en 1571, en la batalla de
Lepanto, la armada de la “cristiandad” (mayoritariamente española) vence a la flota turca
asegurando la supremacía europea sobre el llamado viejo mundo. Otra consecuencia muy
importante fue que esas riquezas provenientes de América acrecentaron los capitales de los
bancos y grandes comerciantes facilitando el origen de una nueva forma civilizatoria asentada en
la posesión de capitales. La modernidad europea en este sentido fue resultado del saqueo de
América.
El Estado moderno
¿Cuál era en Europa la unidad política anterior al Estado moderno? El reino medieval o
germánico.
Este tipo de organización no tiene nada que ver con lo que era el reino medieval, que
estaba constituido por el rey, sus amigos, parientes y algunos allegados que recaudaban de lo que
producían los campesinos en la zona cercana. No había un poder centralizado en una amplia
región, como hoy lo es el Estado.
La teoría actual identifica en el Estado moderno lo que llama sus elementos: un territorio,
una población, el ejercicio del poder sobre ambos (el poder estatal se identifica con el monopolio
del uso legítimo de la fuerza) y una continuidad en el tiempo. Un poder central que se ejerce de
modo permanente y exclusivo sobre un espacio geográfico y sobre las personas que lo ocupan. No
era así el reino medieval, que admitía discontinuidades geográficas (e incluso temporales) y en
donde el poder real convivía con otros poderes institucionales (Iglesia, ciudades, nobleza,
corporaciones).
Por eso, desde el aspecto que en filosofía y teoría del derecho más nos interesa, lo que
caracteriza a la modernidad es la conformación de los estados. Esto es un proceso histórico que se
fue dando de a poco en cada lugar, en cada región, de una manera diferente. Generalmente uno
de los nobles o uno de los reyes comienza a tener más poder que el resto y tiende a subordinar a
sus pares y a extender su poder territorial.
Nosotros hemos estudiado en la escuela algo del proceso de unificación estatal en España.
Éste se dio con la unidad de los principales reinos, el de Castilla y el de Aragón, a través del
matrimonio de sus titulares los “reyes católicos”, Fernando e Isabel. De a poco ambos reinos se
fueron unificando en una sola corona, una sola administración y una sola legislación real. Las
formas en que se hizo esto distan de ser románticas. Se ocupa e incorpora el último reino
musulmán que quedaba en la península (Granada). Se le va quitando autonomía a las ciudades. Se
impone como única la religión católica y se instaura una “justicia” para protegerla, la Santa
Inquisición. Se expulsa a las personas musulmanas y judías o se las obliga a la conversión religiosa.
Se amplía el aparato administrativo y militar para vencer las resistencias locales. También se
extiende el poder para imponerse sobre los idiomas regionales, porque uno de los instrumentos
de dominación era el idioma del reino dominante. Es en este proceso que en 1492 se establece la
primera gramática castellana (el idioma de Castilla). Durante el siglo siguiente y a medida que
España se apropia del oro y la plata americanos, los sucesores de los reyes católicos, Carlos I y
Felipe II, se encuentran con grandes recursos económicos para imponer esta nueva forma de
dominación, la dominación estatal, a través de un cuerpo cada vez más extendido de funcionarios
sobre todo un territorio que antes era de reinos o regiones con variadas autonomías.
Contaron para ello con el “experimento” americano, pudiendo afirmarse que el primer
Estado moderno fue el Estado español en las Indias occidentales. De un modo todavía
desconocido en Europa, sobre la sociedad nativa sometida por el terror se imprimió un poder
general completamente externo, con su propio idioma, sus instituciones educativas, su religión
organizada, un derecho uniforme y una burocracia técnica que exhibió la notable supremacía de la
maquinaria administrativa cuando se encontraba liberada de respetar las resistencias locales.
En Europa este proceso no se dio con tanta violencia ni de un día para el otro sino que se
fue afianzando en el tiempo. Pero ya a fines del siglo XVI España era un modelo de Estado
absoluto, es decir, un estado que había dominado o subordinado a los poderes antes autónomos
(territoriales, comunitarios, religiosos o corporativos) y dispuesto su red de funcionarios
representantes del rey por todo el territorio.
Lo mismo había ocurrido en Francia, en donde en la segunda mitad del siglo se acuñó el
concepto de soberanía como poder que no tiene a ningún otro por encima de él. Y así, en toda
Europa los procesos de centralización van modificando el escenario político. Lo que antes eran
especies de federaciones de regiones autónomas van siendo cada vez más dependientes de un
poder central. Y para que haya dependencia de un poder central tiene que crearse un aparato
administrativo, una organización burocrática, tiene que centralizarse la justicia y unificarse el
derecho.
El derecho moderno nace a la par con el Estado moderno como una de sus herramientas
principales. Antes de la centralización el orden jurídico se caracterizaba por la existencia de varios
derechos emanados de diversas fuentes y poderes. Los derechos de las ciudades, de las regiones,
de la Iglesia, de las corporaciones, por ejemplo, cada uno con sus formas de aplicación, sus
tribunales, sus jurisdicciones, coexistían con el derecho de los reyes y los jueces por ellos
nombrados, que solía ser una aplicación actualizada del derecho romano.
Uno de los aspectos más importantes de este proceso de formación de los estados
modernos tiene lugar mediante la eliminación de la diversidad jurídica y la unificación de todo el
derecho en una sola legislación de origen real. La tendencia es a establecer un derecho cuyos
caracteres Kelsen expondrá cuatro siglos más tarde. Para Kelsen (1881-1973) el derecho se
caracteriza por la unicidad, lo que implica la supresión de todo “pluralismo” jurídico, el derecho es
único, la fuente hegemónica es la legislación estatal y las demás fuentes son subordinadas a ella; la
coherencia, que implica que ese derecho único no puede tener normas que se opongan entre sí,
adoptándose mecanismos institucionales para solucionar mediante criterios uniformes los casos
en que tomadas aisladamente se contradicen; la jerarquía entre las normas, que es paralela a la
jerarquía de los órganos estatales que las producen, y la plenitud, del sistema, o sea la afirmación
de que ninguna conducta escapa a la regulación por parte del derecho.
Estos caracteres del orden jurídico, enunciados por Kelsen a principios del siglo XX, ya se
encontraban preconfigurados en el inicio de los estudios jurídicos en las universidades y luego
mediante la formación de los estados y la identificación del derecho con el estado, en los orígenes
de la modernidad.
Todavía hoy tenemos en el vocabulario jurídico algo así como los “restos arqueológicos”
de este proceso. Un ejemplo claro aparece en el actual régimen recursivo procesal. En un proceso
judicial actual los recursos son una forma de cuestionar y buscar la modificación de una resolución
judicial. Si se ha dictado una sentencia y no estoy conforme con ella puedo apelar ante un tribunal
de mayor jerarquía. Todos los recursos que deben ser resueltos por un tribunal de grado superior
se denominan “recursos devolutivos”. Se llaman así por una sobrevivencia de la época de
centralización del derecho por el poder real, ya que al cuestionar la decisión de un tribunal y
solicitar que otro de mayor jerarquía lo considere, significaba que la jurisdicción se devolvía al rey,
una de cuyas funciones era ser el máximo juez. El rey distribuía su poder jurisdiccional en
numerosos tribunales de inferior jerarquía por razones de exceso de trabajo, pero retomaba la
jurisdicción cuando mediante un recurso se le pedía que resolviera. De allí que se devolviera la
jurisdicción al rey y por eso aún hoy los recursos ante un tribunal de grado superior se llaman
devolutivos, pese a que no sólo no hay más rey sino que además el poder judicial es independiente
del gobierno político. En este lenguaje arcaico del derecho procesal encontramos esa unidad
estatal que a veces se nos pasa por alto, que a veces no la vemos porque nos resulta tan natural
como el aire y nos damos cuenta de su existencia sólo cuando falta.
Con anterioridad al Estado moderno los comerciantes tenían su propio derecho, cada
región, cada ciudad, cada aldea, tenían el suyo. Lo mismo acontecía con la Iglesia católica. Es decir,
había lo que hoy llamaríamos “pluralismo jurídico”, no unicidad. No era un sistema coherente
porque había distintos derechos y si bien cada uno de ellos podía tender a la coherencia el
conjunto no lo era. Tampoco era un sistema jerarquizado ya que los distintos derechos convivían
pero no necesariamente uno era superior a todos. Ni había plenitud, puesto que no existía un
poder centralizado que aspirara a gobernar todo. La idea de plenitud está ligada a la idea de
gobierno, de ocupación completa de territorio y de sometimiento de toda la población al Estado.
El reino medieval reflejaba más bien un mundo política y jurídicamente disperso, sin
unidad central. Ahí en ese mundo lo nuevo que comienza a distinguirse y que mucho después
caracterizaría a la modernidad aparece con la creación de unidades políticas soberanas sobre
amplios espacios territoriales que monopolizan el poder mediante un solo derecho, un solo
sistema jurídico que vertebra ese Estado. Como vimos en la unidad anterior, siglos de enseñanza
universitaria de derecho romano habían preparado esa uniformidad mediante la educación similar
de miles de funcionarios. En los estados absolutos, que fueron los que primero aparecieron, el rey
no tenía límites legales en cuanto a sus resoluciones aunque era inevitable que tuviera límites de
hecho. Aún con gran capacidad de trabajo el monarca sólo podía adoptar algunas decisiones cada
día, pero la extensión del aparato administrativo hacía necesario tomar miles de decisiones en ese
mismo lapso (por ejemplo mediante permisos, concesiones, sentencias, órdenes, sanciones, etc.) y
esto lo hacían los funcionarios inferiores al rey, jerárquicamente organizados en distintas ramas. Y
para que estos funcionarios no resolvieran del modo que se les ocurriera sino que mantuvieran
una unidad de criterio con el gobernante, conjuntamente con el esquema compartido de lo que
era un orden legal, el rey dictaba leyes, ordenanzas o reglamentos, que establecían de manera
general cómo esos funcionarios tenían que tomar las resoluciones particulares en cada caso. Hoy
llamamos a esta sujeción de los funcionarios a las normas generales principio de legalidad, lo que
significa obediencia o más bien seguimiento a reglas previamente establecidas para la generalidad
de los casos. Estas reglas y normas constituyen un cuerpo que se considera el derecho, de modo
que en el Estado moderno, el estado de funcionarios, se gobierna a través del derecho.
Nace así una forma de ejercer el poder “mediante el derecho” que es lo específico del
Estado moderno. Veamos, por ejemplo, en la actualidad. Tomemos por caso el derecho penal.
Cuando un gobierno considera que un determinado tipo de acciones debe ser prohibido, se
establecen sanciones penales mediante le ley y la aplicación de estas sanciones se encomienda a la
administración de justicia. También en el derecho civil se plasman objetivos generales de
gobierno. Por ejemplo, si se considera conveniente por razones de política económica, promover
la circulación de la propiedad de las tierras, es decir, imponer a la tierra el mismo régimen de las
mercancías, se dictará un código civil en donde serán restringidas las formas compartidas de
propiedad que dificultan su traspaso, se facilitará la división por herencia tendiendo a la igualación
entre los herederos y se orientará a la coincidencia de la posesión con la propiedad, todas medidas
que adoptó Dalmacio Vélez Sarsfield (1800-1875), redactor del primer código civil argentino con
aquel propósito en mira. Así es en todo: en el Estado moderno las directivas de gobierno son
eficaces si se traducen en una legislación que implica innumerables decisiones particulares de los
funcionarios inferiores (administrativos o judiciales). Una decisión política se traduce en acción
constante del Estado sólo a través del derecho.
Volvamos a los inicios de la modernidad. Es necesario señalar que el poder absoluto de los
monarcas siempre tuvo oposiciones. Por eso, ya más de un siglo después de los comienzos de este
proceso de centralización del poder en el Estado se producen movimientos democratizadores, no
para modificar la estructura estatal sino para que las normas no pueden ser dictadas
unilateralmente por el rey. Entonces cobran importancia los parlamentos o instancias
representativas en el establecimiento de la ley. En realidad no deberíamos confundirlos con las
instituciones que hoy llevan ese mismo nombre ya que esos parlamentos eran al principio una
sobrevivencia de órganos feudales a los que se fueron incorporando miembros de clases altas
diferentes de la nobleza. De todos modos, lo que quiero resaltar es que a partir de la instauración
de la forma de gobierno estatal, los cauces que han tomado las principales luchas políticas han
sido alrededor de una mayor o menor participación ciudadana en la elaboración de las normas y
en la elección de las personas que las producen y ejecutan. Pero la forma de la organización de
Estado siguió siendo básicamente la misma: una estructura jerarquizada de funcionarios que se
guían por un sistema de normas establecidas por la autoridad superior. Eso es lo característico del
Estado y el derecho modernos.
Hasta hace muy pocos años, además, este proceso de formación y perfeccionamiento del
Estado y del derecho era entendido como un progreso inevitable e irreversible puesto que se
consideraba que las instituciones políticas y jurídicas se orientaban cada vez más por la razón
humana, que en la modernidad se concebía con las características de ser única, universal y
necesaria. Es por eso que uno de los fundadores de la sociología, Max Weber (1864-1920), calificó
a la forma estatal moderna de gobierno como “dominación racional”.
La primera globalización
Pero volvamos atrás, alrededor de los siglos XVI y XVII europeos, cuando crece y se
consolida el sistema de estados.
Una de las consecuencias de este proceso de globalización ha sido que las formas jurídicas
europeas se extendieron por todo el escenario colonizado dando lugar, tal como lo hemos visto en
América Latina, a que las concepciones del derecho originadas en Europa a partir de entonces se
consideraran como universales.
Ya señalamos que para nuestro enfoque desde la filosofía del derecho, la conformación
del mapa político europeo como un sistema de estados constituyó una transformación
fundamental. A mediados del siglo XVII concluye la llamada Guerra de los Treinta Años y a partir
de allí se establece un derecho internacional en donde los protagonistas son los estados, dejando
atrás la mayor parte de la influencia de la Iglesia y el Imperio (este ultimo en total decadencia) que
habían sido los actores principales por varios siglos.
Otros dos aspectos que se consideran claves para distinguir a este período, propio de los
últimos siglos de la historia de Europa (y en la medida en que Europa dominó al resto del mundo,
cabe decir de la historia mundial), consisten en el denominado, sobre todo en filosofía,
predominio de la razón y en el nacimiento de la ciencia moderna.
El lugar histórico en donde emergió esta idea de razón fue, como ya hemos visto, el
sistema de enseñanza superior e investigación de las universidades, orientadas por un ideal (que
nunca llegaba a realizarse) del pensamiento único, correcto. Pero en donde esta idea de
racionalidad mostró sus mayores éxitos fue en el conocimiento del modo en que Dios había
puesto orden en la naturaleza. Me refiero al nacimiento de la ciencia moderna, que también se
conoce actualmene como “la revolución científica”.
Con el término de “descubrimiento del cielo” García Morente resume los inicios de la
ciencia moderna, de la denominada “revolución científica”, que es uno de los principales
acontecimientos que vistos a la distancia caracterizan a la modernidad.
Las versiones de física y de astronomía en esa época eran bastantes distintas a lo que hoy
entendemos con esos nombres. La física que había escrito Aristóteles se refería al movimiento de
las cosas del mundo terrestre abarcando lo que ahora comprendemos como biología, física,
química y geología. Los estudios tendían a la sistematización de observaciones pero no a la
búsqueda de leyes y mucho menos, como ocurriría luego, a su formulación matemática.
Por otra parte la astronomía era entendida como una rama de las matemáticas. Se creía
que el universo estaba dividido en una esfera sub-lunar, que abarcaba la Tierra, y una esfera
supra-lunar, el cielo, que era un mundo de movimientos circulares, continuos y perfectos. La
ubicación de la astronomía entre los estudios matemáticos tiene origen en que ya desde hacía más
de 4000 años las distintas civilizaciones conocían que el movimiento de los cuerpos celestes se
podía calcular con precisión prediciendo en donde iban a estar situados en el futuro. Estas
observaciones siempre fueron importantes en civilizaciones que planificaban la agricultura ya que
la determinación precisa de los períodos del año permitía mejores rendimientos en los cultivos. De
allí que tanto los antiguos egipcios, como los sumerios o los mayas o aztecas, poseyeran
calendarios muy elaborados sobre la base de observaciones y cálculos acerca de la posición del sol,
los planetas y las estrellas.
A mitad del siglo XVI el monje polaco Nicolás Copérnico (1473-1543), que en las
universidades de Italia había estudiado derecho, medicina, filosofía y matemáticas, y que se había
dedicado a la astronomía, sostuvo en un libro que se publica después de su muerte que el
problema matemático de la trayectoria de los planetas se podía resolver mejor si en lugar de
suponer que la Tierra estaba fija, pensamos que lo que está fijo es el sol y que la Tierra es un
planeta más que gira a su alrededor. Dice que los rulos que se observan en las trayectorias de los
planetas son en realidad una ilusión óptica nuestra porque los observamos creyendo que la tierra
está inmóvil, son aberraciones que se producen por pensar que estamos quietos cuando en
realidad estamos en movimiento. Este sistema de Copérnico, que él apoyó con cálculos elaborados
durante muchos años y que se perfeccionaron después de su muerte, permitió una gran
facilitación de las matemáticas del cielo. Antes, el conocer todos los cálculos de los planetas
cercanos que se movían en forma extraña era sumamente complicado y a partir del sistema de
Copérnico la observación se simplificó, sobre todo cuando a principios del siglo XVII el astrónomo
Kepler (1571-1630) expuso que los planetas giraban alrededor del sol con órbitas elípticas.
Aunque esta manera de plantear la astronomía facilitó mucho el estudio del cielo, creó
una serie de problemas en el resto de las áreas del pensamiento. Cuando se creía que la tierra
estaba fija en el centro del universo, la física terrenal no se relacionaba demasiado con las
matemáticas porque éstas sólo regían el mundo celeste que era de movimientos “perfectos”. Pero
cuando se sostuvo que la tierra era uno más entre varios planetas que giraban alrededor del sol,
los estudiosos se plantearon que entonces la física de la tierra no podía ser una física diferente,
como se sostenía desde Aristóteles.
Aquí es donde hace su aparición un prestigioso intelectual y científico italiano, Galileo
Galilei (1564-1642), cuyo programa de investigación consistió en traer la física del cielo a la tierra y
estudiar los movimientos terrestres mediante sus comportamientos matemáticos. Fue el fundador
de la física moderna cuyos fundamentos hoy aprendemos en la escuela secundaria.
Esto no sólo fue un cambio científico sino también filosófico. Galileo sostenía que las
cualidades de las cosas eran de dos tipos. Decía que había cualidades reales que estaban en las
cosas mismas y no dependían de nuestra apreciación: el peso, el volumen y el movimiento, por
ejemplo. No podemos concebir las cosas si no tienen por lo menos esas características, que son
también aquellos aspectos que se pueden medir matemáticamente.
Pero las características que no tienen medida, como por ejemplo el color, el sabor o el
olor, no están en realidad en las cosas sino que son sensaciones subjetivas nuestras. Mediante
esta distinción, que después tomarían casi todos los pensadores modernos, quedaba establecido
que más allá de lo que vemos, de las apariencias, la realidad sólo estaba constituida por aquello
que puede estudiarse mediante las matemáticas.
Decía Galileo que el mundo de la naturaleza estaba escrito en lenguaje matemático y sus
caracteres eran los triángulos, círculos y otras figuras geométricas sin las cuales era imposible
entender ni una palabra. Con esta idea Galileo realizó numerosos experimentos acerca de las
trayectorias y la caída de los cuerpos así como de las relaciones entre el peso, la velocidad y el
movimiento, registrando numéricamente sus observaciones.
El francés René Descartes (1596-1650), al que trataremos más tarde como fundador de la
filosofía moderna, fue también un destacado matemático (creador del sistema de coordenadas
cartesianas mediante el cual la geometría puede escribirse aritméticamente). Tomó el sistema de
Galileo y señaló otras regularidades matemáticas del mundo físico, entre ellas el llamado
“principio de inercia” que sostiene que todo cuerpo permanece en reposo o en movimiento
rectilíneo uniforme, en tanto no opere ninguna fuerza sobre él. Tanto él como todos los filósofos
naturales de ese siglo, estaban además convencidos de que la materia no estaba constituida por
los cuatro elementos diferentes (fuego, aires, agua y tierra), como se creía desde la época de
Grecia antigua, sino por partículas, corpúsculos o átomos, homogéneos cuya unión daba lugar a
toda la diversidad que se nos aparece a los sentidos.
En su propia opinión Newton había mostrado cómo Dios había ordenado el universo
mediante un número limitado de leyes racionales que se cumplían universalmente, tal como un
soberano perfecto dirigiría su estado por medio de leyes de acatamiento generalizado.
Descartes
Pero del mismo modo que la vida social ya no se ordenaba espontáneamente sino que
obedecía a una autoridad central que tendía a suprimir las autonomías, En los siglos XVI y XVII
también la naturaleza se comenzó a ver perdiendo su carácter plural y apareciéndose como un
orden regido por un sistema de leyes dispuestas por Dios.
Todos los nuevos descubrimientos ponían en cuestión la vieja filosofía. Ésta partía de los
conocimientos naturales, de los saberes inmediatos de la gente. Pero estaba demostrado que esos
conocimientos no eran ciertos. Del mismo modo que siglos atrás los juristas universitarios no
comenzaron a estudiar el derecho que aplicaba la gente común, en sus aldeas y comunidades, sino
que consideraron que el verdadero derecho era un sistema racional resultante del estudio y la
lógica por parte de los especialistas, también la naturaleza de “sentido común” se revelaba como
errónea y la verdad surgía de la aplicación de la razón, especialmente de las matemáticas, tenidas
por su certidumbre como modelo de toda racionalidad.
Descartes planteó como método inicial a la duda. Dudar de todo lo que parece evidente y
someterlo al escrutinio de la razón. ¿Cuál puede ser entonces el punto de partida si todos los
sentidos me engañan, si todo lo que yo veo o todo lo que me parece cierto a primera vista es
dudoso? En lo único que puedo que confiar es en la razón, pero para que la razón me conduzca a
conclusiones correctas tiene que partir de afirmaciones absolutamente ciertas, afirmaciones que
no permitan la menor duda sobre ellas, que sean lógica o racionalmente invulnerables. Hay que
tener como principio filosófico una afirmación de la que nadie pueda dudar, que sea imposible de
refutar.
Lo que yo piense puede ser totalmente equivocado, pero el hecho de pensar implica
necesariamente que existo. Es la razón y no los sentidos la que nos permite construir una nueva
filosofía sin los errores anteriores. Y la razón nos da la certeza absoluta de nuestra existencia
individual a partir de la conciencia. De modo que una filosofía que pretenda hacerse de nuevo sin
repetir los errores del pasado, sin tomar como evidentes afirmaciones de las que se puede dudar
aunque estemos acostumbrados a ellas, tiene que partir de la certeza de la existencia individual.
Ahora bien, este punto de partida aunque es muy firme resulta insuficiente. Una filosofía
tiende a dar una explicación del mundo y para eso es necesario “salirse” de la propia conciencia
individual. Descartes señala que la única vía segura para hacerlo es mediante la razón. No
podemos dudar de aquello que a nuestra conciencia la razón presenta como evidente.
Pero ¿qué “mundo” es el que podemos conocer a través del conocimiento matemático?
Aquí retomamos aquel pensamiento de Galileo que sostenía que el libro de la naturaleza estaba
escrito en lenguaje matemático. El mundo al que nos asomamos a través de nuestra razón es el
mismo mundo de la ciencia moderna. Un mundo de figuras geométricas, de magnitudes
mensurables, de trayectorias regidas por funciones aritméticas. Si nuevamente recuerdan la física
moderna que aprendieron en el secundario verán que coincide con este mundo. Aquí desaparecen
la variedad y el colorido de la realidad tal como la vemos, que son reemplazados por un universo
de vectores, puntos, paralelogramos de fuerzas, etc. Un mundo en donde sólo existen aquellas
cualidades primarias que son tales porque se someten a una descripción matemática. La realidad
del pensamiento moderno es sólo aquella que puede ser conocida racionalmente, científicamente.
Kant, a fines del siglo siguiente, será quien mejor explicará esto.
Este estilo de pensamiento, que ubica a la certidumbre matemática como modelo de cientificidad,
se expandirá hacia todas las disciplinas, incluido el derecho. En las próximas clases veremos las
consecuencias de esta refundación de la filosofía mediante la duda metódica y la confianza en la
razón.
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