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LAS ADMINISTRACIONES ANTE

LOS RIESGOS SOCIALES Y GLOBALES


LAS ADMINISTRACIONES ANTE
LOS RIESGOS SOCIALES Y GLOBALES
Eloísa del Pino y Joan Subirats
(coordinadores)
César Colino
Quim Brugé
Fernando Fantova
Víctor Lapuente
Margarita León
Fernando Vallespín
INSTITUTO NACIONAL DE ADMINISTRACIÓN PÚBLICA
MADRID, 2021
Colección: INNOVACIÓN PÚBLICA

FICHA CATALOGRÁFICA DEL INAP


Las ADMINISTRACIONES ante los riesgos sociales y globales :
repensando la Administración / Eloísa del Pino y Joan Subirats
(coordinadores) ; [autores,] César Colino … [et al.]. – 1ª ed. – Madrid :
Instituto Nacional de Administración Pública, 2021. – 152 p. ; 24 cm. –
(Colección Innovación pública)
Bibliografía
ISBN 978-84-7351-715-7 (formato papel). – ISBN 978-84-7351-716-4
(formato electrónico). – NIPO 278-21-003-7 (formato papel). – NIPO
278-21-004-2 (formato electrónico)
1. Reforma administrativa-España. 2. Políticas públicas-España. 3.
Epidemias. I. Colino, César. II. Pino, Eloísa del, coord. III. Subirats, Joan,
coord. IV. Instituto Nacional de Administración Pública (España). V. Serie
351.84(460):616-036.21

Primera edición: marzo 2021


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ÍNDICE

INTRODUCCIÓN 11

CAPÍTULO I. Consecuencias políticas de la pandemia.


Un primer acercamiento 13
Fernando Vallespín
I. Introducción 13
2.1. La revancha de la geografía 14
2.2. El Estado, imprescindible, pero también insuficiente 16
2.3. Global y local 17
III. Libertad versus seguridad 17
3.1. ¿Acentuación de la crisis de la democracia? 17
3.2. ¿Un nuevo Estado orwelliano? 19
IV. Seguridad sanitaria versus eficiencia económica 22
4.1. Salud frente a economía 22
4.2. Bienes públicos frente a mercado 23
V. Ciencia versus política 25
VI. ¿La pandemia ha permitido establecer comparaciones entre
sistemas políticos? 27

CAPÍTULO II. Políticas públicas ¿El dictado de los expertos o el


descubrimiento de la democracia? 31
Quim Brugué
I. Introducción 31
II. Reacciones epistémicas, populistas y democráticas frente a la
pandemia 32
2.1. La falsa confianza epistémica 34
2.2. La falsa promesa populista 35
2.3. La dificultad de la respuesta democrática 37
III. Impactos sobre las políticas públicas 39
IV. Democratizar las políticas públicas 42
Referencias 45

CAPÍTULO III El Leviatán y la covid. La modernización de la


Administración en el mundo postpandemia 47
Víctor Lapuente
I. Introducción 47
II. Lo que no cambiará: tradiciones administrativas y nacionales 48
2.1. La discusión cíclica 48
2.2. Las actitudes nacionales 49
2.3. Las tradiciones regulatorias nacionales 51
III. Lo que cambia: efectos de la covid sobre el Estado 53
3.1. Democracias enfermas 54
IV. El Leviatán postcovid 56
4.1. La incertidumbre del malestar social 57
V. Efectos del Leviatán sobre la covid 58
5.1. La calidad de la democracia 59
5.2. La calidad de la Administración 60
VI. Conclusiones: oportunidades de mejora para nuestras
Administraciones 61
6.1. Escapar de la politización 61
6.2. Escapar de la burocratización 62
6.3. Tres terrenos de actuación: más transparencia, más gestión
pública, y menos politización 63
Referencias 65

CAPÍTULO IV ¿Qué sabemos sobre cómo reformar la


Administración?: contenidos, capacidad y trayectorias4 69
Eloísa del Pino y César Colino
I. La política de reforma de la Administración pública 69
II. Los desencadenantes de las reformas de la Administración:
estímulos e ideas sobre el papel del Estado 71
III. El papel de los determinantes nacionales en las reformas de la
Administración 75
IV. Las diferentes rutas de reforma en Europa 76
V. Tendencias de reforma en los servicios públicos, las estructuras del
sector público y la función pública 78
5.1. La gestión del bienestar y su impacto en las Administraciones
78
5.2. Agencificación 81
5.3. Provisión colaborativa de servicios públicos, gobernanza
regulatoria 83
5.4. Sistemas de empleo público y la relación entre la política y la
Administración 86
VI. Conclusión 90
Referencias 91

CAPÍTULO V Complejidad, Urgencia y Dinámicas de Gobierno. La


Gestión de la Pandemia del Coronavirus 101
Joan Subirats
Resumen 101
I. Introducción 102
II. Capacidades de gobierno 105
III. La esfera metropolitana y sus articulaciones de gobierno conjunto
108
IV. Decisiones y grado de centralización 111
V. Reflexiones finales 115
Referencias 116

CAPÍTULO VI Cambio y Crisis. Nuevas políticas sociales en


tiempos de Pandemia 119
Margarita León Borja
I. Introducción 119
II. La guerra como motor de cambio 121
III. Resistencias al cambio 125
IV. Las emergencias de ahora y las reformas para mañana 127
V. Conclusiones 130
Referencias 131

Capítulo VII Qué Administración necesitamos para implementar


políticas que atiendan a los Nuevos Retos Sociales 133
Fernando Fantova
I. Introducción 133
II. La dimensión social de (todas) las políticas públicas 133
III. La naturaleza de los nuevos retos sociales 138
IV. Transformación de la Administración social para hacer frente a
nuevos retos 143
Maniobrabilidad 143
Integración vertical y horizontal 144
Sinergias con las iniciativas comunitarias y solidarias 146
Liderazgo del conocimiento 148
V. Conclusión 149
Referencias 150
INTRODUCCIÓN

Este es un libro de urgencia, pensado, escrito y acabado cuando aún


seguimos en el estado de emergencia que lo motivó. Iniciamos la labor de
configuración de un curso de verano del Instituto Nacional de
Administración Pública (INAP) tras recibir una invitación al respecto de su
actual director, Mariano Fernández Enguita. Los primeros contactos del
INAP con las personas que firmamos esta introducción fueron a finales de
febrero de 2020. En quince días la situación había cambiado por completo.
En abril fuimos pensando la estructura del curso, sin saber a ciencia cierta
(y nunca mejor dicho) cómo estaría la situación en verano de ese mismo
año. Finalmente, las jornadas se pudieron realizar en el mes de julio,
combinando presencial y virtualmente la intervención de los ponentes y con
todos los alumnos asistiendo virtualmente a los tres días que duró el curso.
El objetivo del curso no se modificó. Se trataba de reunir a diversas
personas que combinaran una acreditada calidad y solvencia académica con
una experiencia variada en las Administraciones públicas, fuera como
directivos, fuera como estudiosos y consultores. La pregunta que nos
planteábamos era relativamente simple, aunque su respuesta no lo era para
nada. ¿Qué aspectos principales deberíamos repensar en el modo de
funcionar de las Administraciones públicas para que puedan seguir
manteniendo su necesaria e imprescindible labor de regulación, protección
y prestación de bienes y servicios a la ciudadanía, en pleno momento de
cambio de época?
Madeleine Albright, la que fuera secretaria de Estado en la
Administración Clinton entre 1997 y 2001, mencionó hace ya algunos años
que nos enfrentamos a problemas propios del siglo XXI, armados con ideas
del siglo XX y utilizando instrumentos que en muchos casos siguen siendo
los mismos que nos servían en el siglo XIX. Como toda frase categórica,
simplifica y exige todo tipo de matices, pero en el fondo nos está diciendo
algo que está fuera de toda duda: atravesamos un formidable proceso de
transformación social, económico y cultural, que avanza con una rapidez
inusitada a caballo de un cambio tecnológico que lo está alterando todo. Y
todo ello en medio de grandes incertidumbres sobre los efectos en el
cambio climático de nuestro modelo de desarrollo y con el factor añadido,
hoy día, de la fragilidad del sistema de salud a escala global. Frente a ese
escenario, lo que Albright acentúa es la perentoriedad de renovar nuestro
arsenal intelectual y transformar y poner al día nuestras instituciones.
Entre febrero y abril de 2020, lo que añadimos al cuadro de fondo desde
el que pensábamos el curso del INAP, fue la pandemia global de la covid-19
y sus efectos tanto en las relaciones entre ciencia, ideología y política, como
en el modo de funcionar de las Administraciones públicas, con toda la
complejidad añadida de la multiescala institucional y la enorme carga de
prueba que tenían que soportar las políticas públicas más directamente
conectadas con el escenario de emergencia sanitaria y social.
Los ponentes a quienes pedimos que no solo intervinieran en el curso,
sino que además pudieran entregar por escrito sus reflexiones, les hemos
reunido en este volumen que presentamos. Los textos han sido escritos
entre julio y diciembre de 2020. Por tanto, en el fragor de las distintas
oleadas que hemos ido soportando y gestionando desde el ya lejano 14 de
marzo de 2020, inicio del confinamiento general del país, al que después
han seguido muchos y diferentes escenarios y medidas.
Como puede observarse fácilmente, dando una ojeada al índice del
volumen, se combinan reflexiones más generales (Fernando Vallespín y
Quim Brugué), que ponen de relieve la difícil sincronización entre valores
democráticos, ciencia y política en estos momentos de crisis, con otras más
centradas en la ya mencionada necesidad de reforma de las
Administraciones públicas (Eloísa del Pino y César Colino), acentuada con
la covid-19 (Víctor Lapuente) y los impactos en los distintos niveles de
gobierno (Joan Subirats). Hemos querido reforzar, asimismo, la reflexión
sobre el ámbito de las políticas sociales, combinando tanto aspectos
generales como específicos puestos de relieve con las situaciones de
emergencia que atravesamos (Fernando Fantova, Marga León).
Esperamos que la preocupación con la que encaramos la incertidumbre y
el conjunto de riesgos que la crisis actual acentúa, encuentren en las
reflexiones de urgencia aquí recogidas, material en el que sustentar la ya
reiteradamente mencionada reforma institucional y administrativa.
Queremos, finalmente, agradecer a todos los servicios y personas del INAP
la colaboración y ayuda dispensada tanto en los complicados momentos de
celebración del curso, como en la posterior edición de estos textos.
ELOÍSA DEL PINO-JOAN SUBIRATS
Enero 2021
CAPÍTULO I
CONSECUENCIAS POLÍTICAS DE LA
PANDEMIA.
UN PRIMER ACERCAMIENTO

Por Fernando Vallespín


Universidad Autónoma de Madrid

I. INTRODUCCIÓN
¿Podemos establecer algunas consecuencias políticas sobre la pandemia
cuando estamos todavía en medio de ella? Pensamos que, aunque
provisional, la respuesta es afirmativa; al menos esto es lo que trataremos
de justificar en las páginas que siguen. El problema es cómo hacerlo, dado
que ante un tema tan amplio solo caben dos opciones, o elegir alguna de las
dimensiones que abarca, o tratar de esquematizar brevemente cuáles sean
estas, concentrarnos en el mayor número de ellas. Aquí hemos optado por la
segunda posibilidad. Primero, porque nos ofrece una mayor perspectiva
sobre la multiplicidad de facetas que se han visto afectadas por el fenómeno
de la covid; y, en segundo lugar, porque muchas de ellas están relacionadas,
es muy difícil distinguir unas de otras. Desde luego, nuestra preocupación
fundamental es desarrollar la pregunta que encabeza este trabajo. Por eso
mismo, no entraremos en algunas cuestiones que no dejan de tener un gran
interés, como, por ejemplo, el golpe recibido en nuestra conciencia de
dominio sobre la naturaleza al retornar amenazas que creíamos que estaban
prácticamente amortizadas, como son las epidemias, uno de los
tradicionales azotes de la humanidad. Por mucho que fuese un peligro del
que se nos venía advirtiendo desde hace tiempo, era algo casi relegado a la
ficción distópica. Detrás del clamor por disponer de una vacuna con
urgencia late esa frustración por ver desbaratado nuestro otrora casi
absoluto optimismo respecto del progreso científico; o el ocuparnos de otras
dimensiones psicosociales, como la propia experiencia del confinamiento y
su repercusión sobre los estados de ánimo, asociados a la aparición de
nuevas patologías de tipo psicológico.
Sea como fuere, partimos de la tesis de que, a pesar de que la pandemia
bien puede interpretarse en sus efectos como una cesura histórica, una
visión más realista propende más bien a contemplarla como un acelerador
de tendencias o procesos en curso o como un estímulo para replantear
dilemas o disyuntivas que ya estaban presentes entre nosotros. Y nos
permite analizar lo que ya estaba ocurriendo de hecho con algo más de
perspectiva. Así, por ejemplo, por anticipar algo que veremos enseguida,
cuestiones tan distintas entre sí como el teletrabajo, la reorganización de la
ciudad, la crisis de la democracia o la reestructuración de la globalización
económica estaban ya bien presentes, solo que ahora han recibido un
importante acelerón. La gran novedad puede que consistiera en el
acontecimiento de contemplar a todo el planeta unido en torno a un mismo
fenómeno, siguiendo cada detalle de la evolución en la expansión del virus,
las novedades que se iban descubriendo sobre su naturaleza, las
disquisiciones en torno a sus efectos o las formas de combatirlo. Pocas
veces ha estado la humanidad tan pendiente de un mismo hecho durante
tanto tiempo –equivalentes como la final de un campeonato mundial de
fútbol o la inauguración de unos juegos olímpicos son momentos
ocasionales–. Paradójicamente, esto ocurrió cuando la movilidad entre
fronteras se restringió al máximo. El giro hacia una mayor «conciencia
planetaria», el salto hacia la actitud más cosmopolita que hemos adoptado
en nuestra historia, la dimos curiosamente mientras estuvimos sujetos a
diversos grados de confinamiento.
Esta es una de las primeras paradojas que ha sacado a la luz la pandemia,
pero, como decíamos, nos está obligando a revisar muchos de los
presupuestos sobre los que veníamos elaborando nuestros diagnósticos. En
lo que sigue procederemos a pasar revista a algunos de ellos, y lo haremos a
partir de problemas y dilemas que la crisis de la covid ha hecho más
urgentes y necesitados de encontrar una solución política. Va de suyo que
muchos de ellos se solapan en algunos puntos y todos ellos ponen el acento
sobre la dimensión política. Para facilitar la exposición los formularemos a
partir de cinco grandes bloques y de la manera más analítica y sintética
posible.
II. LAS ESPACIALIZACIONES: EL RETORNO DEL ESTADO VS.
GLOBALIZACIÓN

2.1. La revancha de la geografía


El efecto más visible de la aparición de la pandemia desde una perspectiva
política ha sido, sin duda, el retorno del Estado, el casi automático cierre de
las fronteras al detectarse los primeros casos de la covid, incluso en lugares
en los cuales este tipo de medidas suelen estar sujetas a grandes
restricciones, como los países de la Unión Europea (UE) que suscribieron el
Tratado de Schengen. En una reacción casi automática, la dimensión
protectora del Estado recurrió a su principal mecanismo de defensa, el
clausurarse sobre sí mismo para controlar los flujos de población. Pero no
solo eso: pronto empezó a hacerse necesario adoptar medidas de restricción
en el interior de las fronteras, llegándose a confinamientos de regiones o
incluso de sectores o barrios de las propias ciudades. Por otro lado, esta
«congelación de la globalización» de facto mostró enseguida algunos
aspectos de nuestras interdependencias sobre los que antes apenas habíamos
meditado. Nos referimos a la toma de conciencia de que bienes de primera
necesidad para poder atajar la infección –mascarillas, sustancias clave para
la elaboración de medicamentos, y material sanitario en general– los
veníamos importando de lugares de los que ahora éramos totalmente
dependientes –sobre todo de China y la India–. A todo esto se sumó la
reflexión sobre el efecto que para nuestro sistema productivo, el industrial
en particular, significaba la interrupción de las cadenas de suministros,
dependientes también de adquisiciones de lugares que ahora se habían
desacoplado debido al aislamiento. Por tanto, enseguida se suscitó la
pregunta de qué bienes debemos producir por nosotros mismos y cuáles
podemos importar.
Si la globalización se había visto siempre como el «fin de la geografía», a
lo que ahora estábamos asistiendo es a su retorno, a la reivindicación de la
importancia de la dimensión territorial en todos sus aspectos. La necesidad
de «repensar la globalización» ha entrado así en la agenda con una
relevancia de la que carecía hasta entonces. Es un hecho que ya comenzaba
a hablarse de «desglobalización», pero esto obedecía más a intereses
comerciales de algunos Estados en particular, como la América de Trump,
que a una intención consciente por parte de los grandes actores globales. Y
este proceso iba de la mano de otros movimientos bien perceptibles en el
escenario internacional, como la disputa por la hegemonía global entre
China y Estados Unidos, asociada a una competencia tecnológica, sobre
todo en el marco de la inteligencia artificial y la expansión del 5G, así como
de amplias estrategias comerciales.
Que la experiencia de la pandemia va a afectar a la globalización y a la
organización de otros espacios territoriales es, pues, evidente, lo que no
sabemos bien es el cómo va a hacerlo. Es muy posible que favorezca la
aparición de nuevos espacios regionales en los que se produzcan relaciones
de cooperación más intensas basadas en intereses compartidos, o en la
profundización de los ya existentes allí donde, como en la UE, están ya
instalados a partir de instituciones comunes. Por ejemplo, el asegurarse la
provisión de bienes de primera necesidad –no solo los sanitarios, pero sobre
todo estos– para afrontar situaciones de excepción como la vivida, así como
cadenas de suministros consideradas estratégicas. Con la excepción de los
grandes Estados, esto solo es factible a partir de acuerdos regionales, dado
que tanto la proximidad como la confianza intergubernamental serán
valores al alza. Es posible que puedan formarse, así, cuatro o cinco grandes
áreas regionales de algo que podría calificarse como «cooperación e
interdependencias reforzadas» que se superpongan a la globalización
propiamente dicha. Y en la UE es previsible también que se busque reducir
la dependencia de medicamentos y material sanitario importado de Asia
asegurándose una disposición directa de ellos dentro de las fronteras de la
Unión. Esto no tiene por qué excluir la producción de otros bienes
considerados estratégicos.

2.2. El Estado, imprescindible, pero también insuficiente


La utilidad del Estado y del cierre de fronteras para contener la expansión
del virus y proveer a los ciudadanos sujetos a la nueva menesterosidad
económica derivada de la nueva situación no puede ocultar, sin embargo,
sus muchas insuficiencias. Y no solo por la gran dependencia de la mayoría
de ellos del apoyo científico en el tratamiento y gestión de la enfermedad,
por no hablar del imprescindible y rápido acceso a la vacuna; también por la
necesidad de establecer mecanismos de coordinación de las medidas. Como
ya sabemos por el cambio climático, las migraciones de masas o el
terrorismo internacional, estamos en una situación de «vulnerabilidad
mutuamente asegurada», una situación de excepcionalidad donde lo que
está en juego es la propia supervivencia del planeta o la salud de cientos de
millones de personas. Pero, sobre todo, que nadie –continentes, países,
clases sociales– está a salvo de estos peligros, nadie se va a ver libre de
estas amenazas. La pandemia está sacando a la luz la miopía política con la
que veníamos contemplando los desafíos de vivir en una sociedad global,
los límites de las soluciones nacionales frente a peligros que no entienden
de fronteras. Se ha dicho a menudo que el Estado es demasiado pequeño
para resolver los grandes problemas y demasiado grande para solucionar los
pequeños. Cara a lo que hoy nos enfrentamos es, sin embargo,
imprescindible para hacer el acopio y la movilización de los recursos
necesarios y una unidad de acción geográfica coordinada. Es el mecanismo
de protección de primera instancia, pero nunca conseguirá el éxito
requerido por sí mismo, sin cooperar con otras unidades políticas. Tanto la
covid como los retos a los que nos sujeta el cambio climático exigirán
niveles de entendimiento y de gobernanza global que todavía no nos hemos
atrevido a ensayar siquiera.

2.3. Global y local


En el campo de lo que venimos denominando las «espacializaciones» hay
otra dimensión que se ha visto reforzada, la organización de las ciudades, el
ámbito más local. Esta es otra cuestión sobre la que se venía discutiendo
desde hace años y que ya había dado lugar a gran cantidad de proyectos de
reforma. Entre estos estaba el diseño iniciado en París de la «ciudad de los
quince minutos», el que los servicios esenciales para la vida de los vecinos
estuvieran a un máximo de quince minutos de distancia del propio
domicilio, una necesidad que casi se hizo imperativa durante el
confinamiento. Pero es que, además, la potenciación del teletrabajo casi con
toda seguridad alterará las fórmulas de habitabilidad convencionales,
induciendo la disminución de espacios para oficinas y fomentando la vida
en barrios residenciales a la vez que se humanizará el centro de las
ciudades1. Está por ver lo que da de sí esta reconfiguración, pero es
indudable que se nos han abiertos los ojos hacia una reorganización de lo
más local, que coincide con los movimientos antes mencionados sobre lo
global y regional, que habrán de ser acompañados de un nuevo equilibrio
político que regule la globalización o lo que quede de ella después de su
realineamiento.

III. LIBERTAD VERSUS SEGURIDAD

3.1. ¿Acentuación de la crisis de la democracia?


No deja de ser significativo que uno de los primeros libros que hizo un
balance sobre los efectos de la pandemia comenzara haciendo referencia al
Leviatán de Thomas Hobbes: «En efecto, mires a donde mires, gente que
antes no se preocupaba demasiado del Estado se han vuelto hacia el
Leviatán para que les proteja –y, como predijo Hobbes, renunciando incluso
a sus más queridas libertades, incluso a la libertad de abandonar su propia
casa»–2. El dilema hobbesiano de libertad versus seguridad volvió a
ubicarse en el centro del escenario de la política, si es que alguna vez había
dejado de estarlo. Pero contrariamente a lo que dice la cita elegida, la
sensibilización sobre esta cuestión, que ya estaba bien asentada entre
nosotros, no supuso esa especie de entrega mecánica a los brazos del Estado
que aquella parece sugerir. Quizá sí al principio, cuando el miedo inicial
derivado del espectáculo de los hospitales sobrecargados y la ascendente
curva de infectados y fallecimientos nos impulsó a aceptar las drásticas
medidas de confinamiento que poco a poco se iban estableciendo en los
países más afectados. Después fue tomándose conciencia de cómo la
aplicación generalizada de medidas de excepción, podían dar lugar a
abusos, e hizo que algunos comentaristas, incluso importantes sectores de la
sociedad civil, empezaran a hacer sonar las alarmas. No solo por los
devastadores efectos económicos de él derivados, una cuestión que luego
abordaremos, sino porque inevitablemente restringían derechos que siempre
habíamos presupuesto como prácticamente invulnerables.
El aumento de las competencias de los ejecutivos derivadas de la
situación de excepcionalidad fue percibido enseguida como una lesión
potencial a las libertades si se ignoraban los requerimientos del Estado de
derecho previstos para este tipo de situaciones. En muchos países, como
España o Alemania, fueron los jueces quienes se activaron para garantizar
que estas garantías fueran cumplidas, y esto condujo incluso a que se
reformaran algunas leyes3. Recordemos cómo en nuestro país esto dio lugar
también a amplios debates entre las fuerzas políticas sobre la oportunidad
de mantener el estado de alarma, y cómo algunos sectores de la sociedad se
lanzaron a la calle en nombre de la «libertad». Desde luego, muchos de esos
gestos respondían más a consideraciones de política interna, a una forma de
servirse de la pandemia para hacer oposición al Gobierno, que a una
preocupación verdadera porque pudieran subvertirse derechos
fundamentales4. Y gestos políticos similares nos los encontramos también
en otros países. Algunos gobernantes populistas, como Trump o Bolsonaro,
se negaron a hacer frente a la pandemia siguiendo la reacción mayoritaria
en otros Estados, hasta el punto de que llevar o no llevar mascarilla se
convirtió en una forma más de manifestar un determinado posicionamiento
político.
Con todo, en países con ya larga trayectoria democrática estas distorsiones
de la legalidad ordinaria se produjeron sin generar un mayor estrés al
sistema democrático. Otra cosa es lo que ocurrió y sigue ocurriendo en
aquellos lugares con sistemas no democráticos o con democracias
electorales, iliberales o defectivas, donde estas medidas favorecen o pueden
llegar a favorecer giros autoritarios. No en vano, la pandemia ofrece una
oportunidad para gobernar por decreto, anular la actividad parlamentaria,
prohibir manifestaciones u otros actos de reunión de personas, o posponer
elecciones. Pero no solo eso: con el subterfugio de estar combatiendo a las
fakes news o las teorías conspiratorias se procede a un control de la
información, e incluso a la persecución de periodistas que ya previamente
se habían señalado como críticos con el Gobierno. Por otra parte, la
necesidad de disponer de presupuestos extraordinarios para hacer frente con
urgencia a la crisis sanitaria hace que, al no haber una verdadera
supervisión del gasto se susciten dudas sobre si será aprovechado por parte
de la clase dirigente para actividades corruptas o para beneficiar a grupos
políticos o sociales afines. Por lo pronto, hemos visto ya cómo China ha
aprovechado la pandemia para desactivar a la oposición en Hong-Kong;
Rusia ha acentuado su control de la población gracias a la aplicación
informática diseñada para combatir la covid; en países como Hungría y
Serbia se ha anulado el Parlamento hasta nuevo aviso, y falta por saber con
detalle qué otros posibles excesos están teniendo lugar ahora mismo en
diversas partes del globo5. La seguridad sanitaria puede haberse convertido
en un magnífico subterfugio no solo para limitar libertades, sino para
proceder, lisa y llanamente, a un radical empoderamiento del Estado.
Si ya llevábamos tiempo hablando de la «crisis de la democracia liberal»,
sobre todo a partir de la aparición del «momento populista» que comenzó a
desplegarse por el mundo después del referéndum del brexit y de la victoria
electoral de Trump, ambos producidos en 2016, todo este tipo de reacciones
están contribuyendo a hacérnosla aún más visible. Como decíamos al
principio, la pandemia como factor «acelerador» de tendencias ya presentes
se está manifestando también con gran claridad respecto del propio
funcionamiento de la democracia.

3.2. ¿Un nuevo Estado orwelliano?


Un apartado aparte merece el aspecto del rastreo digital de los ciudadanos,
que a medio y largo plazo puede provocar una sistemática invasión de su
privacidad o mecanismos de control de la ciudadanía que hasta ahora eran
apenas imaginables. Que la introducción de nuevas aplicaciones
informáticas fueran un instrumento útil para combatir la pandemia es algo
que fue comprobado enseguida en países como China, Taiwán o Corea del
Sur, otra cosa es ya si esta efectividad no se compra a cambio de una lesión
importante de los derechos de los ciudadanos. Aquí, una vez más estamos
ante un fenómeno que no es nuevo, pero que ha cobrado una renovada
urgencia al acelerarse el control de los ciudadanos a través de internet. Lo
característico de esta nueva situación es que las preferencias individuales,
los deseos y pensamientos del sujeto, que antes solo eran accesibles a los
propios individuos, ahora son transparentes para observadores externos. El
individuo ha dejado ya de ser una caja negra en el sentido de que hasta que
no manifestara sus preferencias no podíamos acceder a ellas sino a través de
formas indirectas, como los sondeos, por ejemplo. Ahora basta con seguir
su huella digital para abrir la puerta hasta su yo más íntimo. Todo está ahí,
solo se precisa una máquina de búsqueda inteligente para agregar los datos,
clasificarlos por categorías y, si así lo deseamos, interferir sobre ellos.
Gente que quiera manipular las elecciones o alcanzar algún otro fin político
utilizará nuestras debilidades y nuestros miedos contra nosotros. Como dice
Harari, podrán tocar nuestras emociones, por ejemplo, como quien aprieta
un botón6.
Habitualmente tendemos a pensar que los rastros que vamos dejando se
utilizarán después con fines comerciales, pero el ejemplo de Cambridge
Analytica, la empresa de minería de datos que interfirió en las elecciones
estadounidenses valiéndose de información personal de 50 millones de
usuarios de Facebook, nos abrió los ojos ante estas nuevas formas de
interferencia política. Como también lo hizo el hackeo ruso durante la
campaña americana y otros procesos electorales en Europa o durante el
conflicto en Cataluña. Y por lo que desveló Edward Snowden, sabemos
también que los servicios secretos estadounidenses, bajo la cobertura de la
seguridad nacional, acceden sin apenas restricciones a los e-mails y
teléfonos de ciudadanos de su país. Como es conocido, donde la situación
es más aterradora a este respecto es en China, pero no es algo que acabe de
alertarnos porque lo atribuimos a su propia naturaleza de Estado autoritario
y al hecho de que todas sus grandes empresas tecnológicas están bajo
control público. Allí observamos, en efecto, una mezcla entre el modelo de
Orwell, de observación y control total de la población, y el de Huxley, bajo
el cual estos mecanismos de supervisión se perciben como casi inocuos
porque son compensados por un hiperconsumo que llega a un número cada
vez mayor de personas y les distrae respecto a las consecuencias de la
dimensión represiva.
Sin embargo, sí hay razones para estar preocupados. No podemos perder
de vista que internet ha dejado ya de ser un espacio libre y abierto y que hay
países –China, desde luego, y ahora Rusia– que han comenzado a
controlarlo porque temen sus efectos deletéreos para sus estrategias
fiscalizadoras de la población. Y también, y esto sí que nos parece
preocupante, porque todos los operadores de internet están en manos de un
puñado de grandes empresas tecnológicas que gozan de una enorme
autonomía y a las que cabe presumir actividades ocultas poco compatibles
con la privacidad de los datos personales. Y esto tiene importantes
consecuencias para la democracia, más aún después de haber visto, de
nuevo en China, cómo el «Gran Hermano» hizo un uso aún mayor de su
capacidad de supervisión de la población para combatir la epidemia. Como
recientemente afirmó Y. Harari, «puede que dentro de 50 años, cuando se
eche la vista atrás, se recordará la epidemia, no por el virus, sino por el
momento en el que todos empezaron a estar vigilados por el Gobierno»7.
Al final, la gran pregunta que cabe hacerse es cuánto de lo que ahora se
presenta como excepcional seguirá permaneciendo una vez superado el
peligro de infección por el virus. Pronto conseguiremos recuperar la
normalidad jurídica derivada de la desactivación de las medidas
excepcionales, pero nos quedará la sospecha de que algunos sistemas
políticos ya han tomado nota de la eficacia de unos u otros medios para
conseguir una mejor supervisión de su ciudadanía. ¿Podemos estar seguros
de que no serán implementados salvo circunstancias justificadas? La
incertidumbre sanitaria se ha tornado también en incertidumbre política.
Además, es muy posible que todos los mecanismos de control de
temperatura en aeropuertos, estaciones o edificios públicos que se
incorporaron a ellos como consecuencia de la pandemia sigan funcionando
una vez superado el peligro de contagio. La obsesión por garantizar la salud
y prevenir pandemias futuras ofrece una magnífica oportunidad para ir
avanzando también en algo parecido a un «certificado de salud» que
acabemos portando en nuestros desplazamientos. ¿Podrá hacerse un uso de
él por parte de futuros empleadores o gestores administrativos? El tiempo lo
dirá, pero la situación no nos permite ser excesivamente optimistas respecto
a la confidencialidad de estos y otros datos personales.

IV. SEGURIDAD SANITARIA VERSUS EFICIENCIA ECONÓMICA

4.1. Salud frente a economía


El principal dilema ético que suscitó la aparición de la pandemia no fue,
sin embargo, si podíamos eludir los confinamientos en nombre del respeto a
nuestros derechos individuales. La preservación de un bien público como la
salud en una situación de emergencia de esas características no admitía
dudas. Otra cosa fue, como hemos señalado, si para llevar a cabo semejante
restricción de derechos individuales se siguieron o no los procedimientos
legales establecidos. Mucho más difícil y delicado fue el otro dilema, el de
economía o salud. El derecho a la vida y la salud o la preservación del
bienestar económico, cuyo debilitamiento conducía de forma inexorable –
como enseguida se demostró– a una radical caída de la producción, al
empobrecimiento de los sectores más afectados y a un paro galopante.
Frente a las ruinosas consecuencias económicas producidas por el
confinamiento, el otro dilema, la restricción temporal de derechos, quedaba
como un problema menor. Y, de hecho, eso fue también lo que guió las
decisiones de los países más afectados por la pandemia, al menos durante la
primera ola. En ese preciso momento ya dio lugar a un amplio debate, que
se centró sobre todo en torno a si había que «absolutizar» la protección de
la vida frente a otros derechos.
La cuestión no era el optar por una moral deontológica frente a otra
utilitarista, en ambos casos se incide sobre derechos que se predican como
básicos y centrales; la cuestión es cuáles se deben priorizar o limitar y
cómo. Lo que haría falta, pues, sería decidir sobre un principio de
proporcionalidad que regule el choque entre unos u otros. Así planteada, la
cuestión se abría a un debate fascinante que no tenemos espacio para
desarrollar aquí. Eso fue lo abordado en un diálogo que tuvo lugar entre
Jürgen Habermas y el jurista Klaus Günther en el semanario Die Zeit8 sobre
la protección constitucional del derecho a la vida y la dignidad, y cuya
conclusión puede sintetizarse en esta frase de Günther: «Como
consecuencia del relajamiento de las medidas, habría que poder explicar al
primer paciente al que no se puede poner un respirador que debe morir para
preservar la libertad de otros». La vida, el derecho a tener derechos, era el
bien fundamental a proteger.
La cuestión es ética y jurídicamente delicada y por eso es tan difícil
encontrarle también una solución política aceptable. Pronto, sin embargo,
cambió el enfoque. A lo largo de la segunda ola, y una vez que se tomó
conciencia de la devastación económica, se reivindicó un posicionamiento
más atento a los efectos de las restricciones. Un buen ejemplo a este
respecto fue la decisión de la Comunidad de Madrid de negarse a un
confinamiento domiciliario completo en nombre de la salvaguarda de
sectores como el de la restauración a pesar de ser entonces uno de los
lugares más afectados del mundo. Pero en otras zonas, tanto de España
como de Europa en general, la necesidad de doblar la curva hizo que se
volviera a las drásticas medidas anteriores. Lo interesante es observar cómo
las consideraciones de tipo moral dieron paso ahora a un discurso
estrictamente utilitarista en el que la ponderación no se veía tanto entre
derechos cuanto entre eficiencia económica pura y dura y sostenibilidad del
sistema sanitario. En algunos países europeos que habían salido
relativamente inmunes durante la primera ola y que ahora se vieron
obligados a volver a las medidas restrictivas, como Chequia, Alemania o
Austria, aparecieron numerosas protestas a través de manifestaciones en las
calles y nuevos debates en los medios. Pero la situación objetiva había
cambiado a pesar de que en algunos lugares se registraran récords de
contagios y muertes. Fue el momento de la aparición de las vacunas. Había
luz al final del túnel. La discusión pública volvió a cambiar de sentido.
Ahora el principal problema se vio en cómo gestionar el proceso de
vacunación, los grupos a los que priorizar en su distribución, algo que sigue
siendo discutido, y cómo hacer frente a una logística compleja, dado que la
primera vacuna experimentada con éxito en Occidente, la de Pfizer,
requería una temperatura para su mantenimiento de 70 grados bajo cero. Y
otra cuestión más, no menor, y todavía no resuelta, el qué hacer si amplios
grupos de la población se negaban a vacunarse. ¿Podía imponerse la
obligatoriedad de la vacuna para acceder a una auténtica inmunidad de
rebaño? Lo que no era previsible en los primeros momentos de la pandemia
fue que unas u otras salidas al dilema se vieran, como ya hemos señalado,
tan radicalmente politizadas.

4.2. Bienes públicos frente a mercado


Otro efecto de la pandemia ha sido el provocar una revalorización de los
bienes o servicios públicos, que a lo largo de las últimas décadas se habían
visto preteridos en la aplicación de la máxima neoliberal de atender
predominantemente a su prestación privada. De hecho, los sistemas con
robustos sistemas sanitarios públicos han mostrado un mejor rendimiento
que aquellos otros que sufrieron recortes o, como Estados Unidos, se
sustentan sobre seguros privados. En sus primeros momentos, y al hilo de la
gran solidaridad sobrevenida, parecía como si todos nos hubiéramos
convertido en comunitaristas. La visión liberal que coloca al individuo
como agente central de la sociedad se empezó a sustituir por otra en la que
este debía sujetarse firmemente a consideraciones de interés general, algo
que se vio potenciado por la inicial ola de solidaridad que acompañó a los
primeros confinamientos y tuvo su manifestación más palpable en las
muestras de apoyo al personal sanitario que luchaba por sacar adelante una
situación inédita de colapso hospitalario. Parecía haberse impuesto una
cultura pública del cuidado mutuo, de la búsqueda de medios para proteger
lo común y en la que el Estado, como máximo representante de la
comunidad, debería asumir el máximo protagonismo. Todo ello sin excluir
otras posibles fórmulas de solidaridad comunitaria que cupiera establecer en
diversas unidades territoriales. El caso es que el «nosotros» resurgió con
inusitada fuerza frente a la «sociedad del yo» de la época anterior; frente a
la libertad, la demanda de seguridad; no hay salvación individual o un
posible disfrute de la libertad ante un problema colectivo. Y, como en otros
momentos similares, todos miraban a los poderes públicos para encontrar
refugio. Llegó a hablarse incluso, como en la anterior crisis de 2008, de una
crisis del capitalismo o de la necesidad de reorganizarlo en la línea de limar
sus aristas individualistas y su propensión a la creación de desigualdades
que afectaban a tan drásticas diferencias en expectativas de vida.
Este cambio de perspectiva estuvo muy presente ante todo en los Estados
Unidos a partir de la constatación de que la mayoría de las víctimas
pertenecían a las clases más bajas, integradas fundamentalmente por
minorías. Un buen ejemplo a este respecto es el libro del historiador
Timothy Snyder en el que este autor refleja, a partir de su propia
experiencia del sistema sanitario estadounidense, las muchas
contradicciones derivadas de hacer recaer sobre el individuo la prevención
frente a la enfermedad9. Aquí se da la vuelta a la idea de la libertad del
sujeto, que no estaría verdaderamente garantizada si no se reconoce la
asistencia sanitaria como un derecho humano reconocido a todos. «El
derecho a la asistencia sanitaria no solo es una base imprescindible para
tener mejor tratamiento y una vida más larga, sino también un paso adelante
hacia una sociedad más justa en la que todos seamos libres»10. Lo que por
parte de algunos se presentaba como la necesidad de hacer prevalecer la
libertad frente a las medidas adoptadas para garantizar la vida a las personas
de riesgo se tornó ahora en su contrario: solo tiene sentido hablar de libertad
en la medida en la que estamos protegidos frente a la enfermedad. Todo otro
ejercicio de la libertad debería medirse a partir de ese dato que Snyder
presenta como irrefutable.
La nueva menesterosidad provocada por los confinamientos y las
restricciones de movimientos de la pandemia obligaron también a un
reajuste de las políticas fiscales y de la intervención económica del Estado,
tanto más intensa y eficaz cuanto mayor también el poder económico del
país. El objetivo era dotar de una protección social suplementaria a aquellos
sectores que se vieron más afectados, como el turismo, la restauración, el
transporte aéreo y similares. En lugares como España dieron pie a la
creación de un ingreso mínimo vital para poder proteger en la medida de lo
posible a los más menesterosos. Y la UE dio incluso el paso, antes casi
inimaginable, de romper con los criterios de déficit, deuda y gasto público
para que cada uno de los Estados sujetos a las reglas de la Unión Monetaria
pudieran hacer frente a las nuevas necesidades sobrevenidas disponiendo de
una capacidad de fuego financiero adecuada a las circunstancias. De hecho,
esta priorización de la solidaridad, apoyada también sobre un importante
paquete de recursos monetarios de la Unión misma, ha supuesto un giro
revolucionario en el devenir de la UE, y supone un cambio de escala hacia
un modelo de mayor integración económica y política.

V. CIENCIA VERSUS POLÍTICA


Otra convicción que comenzó a abrirse paso fue la decisiva importancia
de la ciencia a la hora de hacer frente al coronavirus. Esto es de tal
obviedad que no merecería siquiera la pena mencionarlo de no ser por las
actitudes que venía favoreciendo el populismo, al menos a través de
personajes como Trump y Bolsonaro, con acusaciones más o menos
explícitas sobre la posible fabricación del virus en China y menospreciando
las directrices que emitían expertos en virología y epidemiología. Los
numerosos choques entre Trump y Fauci son un buen ejemplo a este
respecto. El debate entre conocimiento experto y política viene ya de antes,
dado que uno de los aspectos más relevantes de la posición populista es el
ataque frontal a la tecnocracia en todas sus manifestaciones. Por otra parte,
desde el principio no hubo unanimidad respecto a cuáles debían de ser las
decisiones adecuadas, estableciendo Suecia su propio modelo de combate al
virus, que contrastó con el sugerido en otros lugares, más fijado sobre los
confinamientos de la población. Pero en este como en otros casos, las
interferencias políticas sobre decisiones técnico-científicas fueron
constantes. Con todo, desde el mismo momento de la aparición del
coronavirus, los éxitos científico-médicos han sido indudables. En solo dos
semanas se consiguió secuenciar su genoma y desarrollar una prueba eficaz
para detectar a los infectados; enseguida se experimentaron con éxito
nuevos medicamentos para tratar la enfermedad, que han conseguido
reducir la mortalidad de la enfermedad con más éxito que a inicios de la
infección; nueve meses después ya hay varias vacunas eficaces y muchas
otras todavía en experimentación. No se puede decir que nos hayan fallado
los científicos y los epidemiólogos.
Ocurre, sin embargo, que el proceso de los descubrimientos científicos
sigue pautas estandarizadas que impiden acceder a conclusiones categóricas
mientras prosiga el proceso de investigación. Hoy no sabemos todavía, por
poner un ejemplo, hasta cuándo durará la inmunización de las vacunas o
cuál vaya a ser el efecto exacto de estas en el caso de ulteriores mutaciones
del virus, y es lógico que cunda un cierto desconcierto cuando los propios
expertos recomiendan a los vacunados que deben seguir utilizando las
mascarillas, como ya han señalado algunos de ellos. Los políticos, por su
parte, están sujetos a la presión de una ciudadanía inquieta por el miedo al
contagio y el temor a caer en la menesterosidad derivada de la pérdida de
empleos o de sectores enteros de la producción. Su lógica no es la de los
expertos, deben calibrar cantidad de factores y adoptar decisiones con
urgencia y ponderando sus posibles consecuencias, entre ellas el
rendimiento de cuentas que de su labor hagan después los ciudadanos. La
traslación del conocimiento experto a sus decisiones no es más que una
parte de las consideraciones que han de tener en cuenta a la hora de decidir;
otras muchas dependen del contexto, sobre el que influyen una opinión
pública crítica e inquieta en la que ya ha prendido el síndrome de fatiga
covid y, como decimos, la terrible expectativa de caer en una nueva crisis
económica.
Otro factor que interfiere en todo esto es el trasfondo conspiranoico que
ha venido acompañando a la pandemia y que ha florecido en las redes
sociales. Los grupos antivacunas ya estaban ahí, lo novedoso es la
proliferación de teorías de la conspiración que han crecido en las redes
sobre el origen del coronavirus y las posibles intenciones ocultas que se
esconden en las medidas públicas para hacerlas frente. Si, como decimos,
ya desde su aparición se entró en una tensión entre autoridades científicas y
decisores políticos estos residuos cuasi supersticiosos están contribuyendo a
emborronar todavía más lo que significa adoptar la decisión correcta. Es
obvio que de la casi mitad de los españoles que, a decir del CIS, prefieren
no vacunarse por el momento, la inmensa mayoría seguramente mantiene
sus cautelas por prevención frente a posibles efectos secundarios, no porque
sostengan teorías conspiratorias. Si esto lo mencionamos aquí es por
resaltar lo difícil que, dada la configuración de nuestro espacio público,
resulta mantener una discusión pública en la que se entrecruzan directrices
de expertos, intereses políticos –del gobierno y la oposición– y todo ese
irracionalismo con el que en algunos sectores se reciben este tipo de
cuestiones. La lógica de la democracia obliga, no obstante, a que cada uno
de estos factores sean objeto de un debate público transparente; no basta
con una ambigua remisión a la «racionalidad científica» o a justificaciones
oportunistas sobre por qué se aplica o se deja de aplicar.

VI. ¿LA PANDEMIA HA PERMITIDO ESTABLECER


COMPARACIONES ENTRE SISTEMAS POLÍTICOS?
Desde el primer momento en que apareció la pandemia en China y otros
lugares de Asia nos sorprendió la aplicación de las rígidas medidas de
contención de la epidemia aplicadas en dichos lugares, que contrastaron con
una gestión mucho más leve por parte de los Estados occidentales. Al
menos antes de que comenzaran a hacerse presentes sus efectos en países
como Italia y España, con hospitales colapsados y un ingente y cotidiano
aumento en el número de muertos. Desde ese mismo momento, y a partir de
la diferente incidencia y mortalidad del virus en unos países y otros ya fue
inevitable el comenzar a hacer comparaciones. ¿Por qué fue más eficaz en
Asia que en los países occidentales? ¿Qué influencia podía tener en ello el
tipo de régimen político o la resiliencia de cada sistema político-social? La
radical y aparentemente implacable actuación de China suscitó de
inmediato su comparación con las democracias occidentales, pero entre
estas las diferencias eran también considerables. Ejemplos como el de
Alemania o Nueva Zelanda contrastaron enseguida con los del Reino
Unido, España o Italia. La cuestión no era, por tanto, la diferencia entre
autarquías y democracias cuanto las propias que se establecieron dentro de
las mismas democracias. En este sentido, enseguida pudieron apreciarse
determinadas características que sirvieron para marcar distancias entre los
rasgos de unos sistemas democráticos y otros. Los «ganadores» en este
proceso puede decirse que poseían una forma de organización social y
política propicia para abordar un desafío tan descomunal como el de la
pandemia. Los rasgos de este modelo, un verdadero «círculo virtuoso»,
pueden sistematizarse a partir de los elementos siguientes:
a) Liderazgo, el gozar de dirigentes creíbles que en todo momento
contaron con la confianza de la mayoría de la población, como Angela
Merkel o Jacinda Ardern.
b) Inversión constante en servicios públicos, o cuando menos un sistema
sanitario con capacidad para hacer frente a la excepcionalidad del momento.
En los países del sur de Europa se notaron las deficiencias provocadas por
los recortes derivados de la anterior crisis económica, mientras que los del
norte y el centro resistieron con mucha mayor facilidad, incluso en la
segunda ola.
c) Vertebración territorial. No ha habido apenas diferencias entre la
gestión de la pandemia en países con sistemas federales o semifederales
(España), y países centralizados, pero es un hecho que la cohesión territorial
ha sido un elemento central a la hora de conseguir una mayor eficiencia en
el control de los movimientos de personas y en la aplicación de medidas
coordinadas.
d) Cooperación Gobierno/oposición, algo que quedó muy claro en países
que salieron bien de la primera ola, como Portugal o Alemania y, desde
luego, Nueva Zelanda, y muy mal en otros como España o Estados Unidos.
e) Ciudadanía con sentido cívico, responsable y unida, y dispuesta a
seguir las directrices de los poderes públicos. Desde el principio una de las
interpretaciones más generalizadas, lo que de hecho se interpretó como el
auténtico hecho diferencial entre Oriente y Occidente, fue el predominio en
Asia de una cultura comunitaria frente a la considerablemente más
individualista del mundo occidental, más allá de los rasgos específicos del
sistema político11. Con todo, hubo también importantes diferencias en el
propio Occidente, y estas tuvieron también mucho que ver con la eficacia
de las llamadas a la responsabilidad individual, generalmente subvertidas
cuando importantes sectores de la clase política ponían en cuestión la
necesidad de las mismas –incluso desde el propio Gobierno, como en los
casos de Trump o Bolsonaro– o los medios avanzaban críticas constantes
hacia ellas. Y, por último, y como ya hemos visto.
f) Traslación de evidencias científicas a decisiones políticas.
Una última consideración sobre el análisis específico de la gestión de la
pandemia por parte de los liderazgos populistas frente a los convencionales
o «sistémicos». ¿Nos dice esto algo respecto al posible desprestigio de estas
opciones políticas? ¿Se han visto desautorizadas por su actitud demagógica
e ineficiente ante la crisis sanitaria? Para cualquier observador imparcial la
respuesta debería ser positiva. A lo largo de estas páginas no hemos dejado
de aludir a la extravagante y muchas veces irracional actitud de líderes
como Trump y Bolsonaro, o cómo otros –el caso de Orban es el más
conspicuo–, han aprovechado la coyuntura para afianzar su poder anulando
al Parlamento. Lo lógico es que su fracaso en la gestión o el recurso a
actitudes antidemocráticas debiera pasarles factura. Y, sin embargo, como
hemos visto en las recientes elecciones de los Estados Unidos, los votantes
republicanos no han hecho de esta cuestión un criterio decisivo a la hora de
votar por un candidato u otro. La lealtad a Trump, que ha conseguido
mantener al grueso de su electorado, ha estado por encima de este tipo de
consideraciones, al menos a partir de una interpretación de urgencia de las
motivaciones principales que han inspirado el voto. Por otra parte, todo
parece indicar que los nacional-populistas europeos no han caído en las
provocaciones de sus emuladores americanos y, a decir de Cass Mudde, uno
de los máximos expertos en populismo, pueden haber acabado inmunes a
las consecuencias políticas de la pandemia12.
Como conclusión provisional podemos decir que todavía es quizá
demasiado pronto para establecer comparaciones. Eso que hemos llamado
el «círculo virtuoso», la resiliencia de algunas sociedades democráticas para
enfrentar estas situaciones de excepción, sin duda acabará teniendo una
influencia en la evaluación final, pero nos encontramos con algunas
excepciones que llaman la atención, como el caso de Suecia. La segunda
ola, con su casi imparable expansión en los países desarrollados, permite
introducir algunas dudas razonables respecto a las evaluaciones, que deben
de introducir un conjunto de variables más amplio de aquel con el que ahora
estamos operando. Además, hay una dificultad añadida, que la evaluación
objetiva por parte de especialistas, por ejemplo, no tiene por qué coincidir
con la propia de los ciudadanos. Si seguimos la covid score, por ejemplo, un
método para apreciar la aprobación ciudadana de las medidas adoptadas por
sus Gobiernos, nos encontramos con que en muchos casos las expectativas
de la gente no coinciden con el resultado que dichos países hubieran
obtenido por parte de alguna agencia independiente13. El ciudadano crítico
está además tanto más extendido cuanto más desarrollado tiende a ser el
país. Con todo, habrá que esperar. Las reacciones iniciales seguramente
deberán ser revisadas cuando la pandemia comience a amainar como
consecuencia de la generalización de la vacuna. El problema con el que nos
hemos encontrado desde el principio es que operábamos bajo condiciones
de incertidumbre; la novedad del fenómeno nos atrapó a todos
desprevenidos y al arrastre de los acontecimientos, tanto a los políticos
como a los gestores y, desde luego a los periodistas y ciudadanos. Aunque
no podamos evitar extraer algunas consecuencias, el balance final solo
podrá hacerse dentro de algunos años.
CAPÍTULO II
POLÍTICAS PÚBLICAS ¿EL DICTADO DE LOS
EXPERTOS O EL DESCUBRIMIENTO DE LA
DEMOCRACIA?

Por Quim Brugué


Universitat de Girona

I. INTRODUCCIÓN
El papel que otorgamos al conocimiento y al debate democrático en la
toma de decisiones y en el diseño de políticas públicas es un viejo debate.
Podemos remontarlo al contraste entre el rey-filósofo de Platón, quizá la
primera apuesta tecnocrática cuando todavía no existía la tecnocracia, y la
confianza de Aristóteles en la capacidad de los ciudadanos para, en plural,
alcanzar una sabiduría que no estaría nunca al alcance de ninguna persona
en singular, por sabia que fuera. Y podemos también situarlo frente al
espejo de dos grandes autores y dos grandes obras del análisis de las
políticas públicas: el Speaking Truth to Power de Aaron Wildavsky (1979)
y The Intelligence of Democracy de Charles Lindblom (1963). Dos títulos
que sin mediar más comentarios ya nos muestran las coordenadas del
debate.
En este artículo nos situaremos en el contexto de la pandemia de la covid-
19, valoraremos cómo estamos respondiendo a ella y, finalmente,
reflexionaremos sobre el impacto ocasionado en el diseño de las políticas
públicas. En realidad, sin embargo, mi hipótesis es que no nos encontramos
ante ningún giro en el guion, que sigue siendo el mismo; identificando y
relatando desde hace décadas cuáles son los principales retos de nuestras
sociedades. El contexto de la pandemia supone más una intensificación que
un cambio. La situación ya era compleja y desconcertante, de manera que
los retos que afectaban a las políticas públicas eran los mismos que los
actuales. En realidad, son los retos de las últimas décadas; los retos de un
nuevo milenio ante el cuál no logramos saber cómo actuar. Un contexto de
complejidad que no somos capaces de manejar y que está provocando que
se nos acumulen los problemas y que, en todo caso, hoy, afectados por la
pandemia, se nos aceleren y se nos hagan más intensos.

II. REACCIONES EPISTÉMICAS, POPULISTAS Y DEMOCRÁTICAS


FRENTE A LA PANDEMIA
En marzo de 2020, casi sin darnos cuenta, nos encontramos confinados en
nuestras casas, limitados en nuestros movimientos, con la mayoría de la
actividad económica paralizada, sin poder encontrarnos con amigos y
familiares, y con miles de alumnos que dejaron de asistir a las aulas.
También, y esto es lo más dramático, con los servicios sanitarios
desbordados, gente enferma y asustada en sus casas, y miles de personas
padeciendo y muriendo en soledad. Parecía una película, pero era realidad.
Nos estaba pasando.
Recuerdo que, en pocas horas, los profesores tuvimos que aprender a usar
diversas plataformas para conectar virtualmente con nuestro alumnado, así
como reinventar los contenidos de nuestros programas, las estrategias
docentes y las formas de evaluación. Una educación agónica que se dirigía
con unos estudiantes desconcertados y asustados. No podían pensar en otra
cosa que no fuera la pandemia, de manera que no tenía mucho sentido
seguir hablando con ellos y ellas sobre ciertas teorías académicas, ilustradas
con ejemplos que no tenían nada que ver con lo que en aquel momento
estaban viviendo. Debíamos introducir la pandemia en nuestros encuentros
virtuales, conectando así tanto las preocupaciones del alumnado con los
objetivos de la docencia. Con este ánimo, les propuse a mis estudiantes un
debate a partir a la siguiente pregunta:
Ahora que estamos sumidos en esta situación extraordinaria, ¿pensáis que deberíamos
seguir a pies puntillas las indicaciones de los expertos en salud pública o que, en cambio,
deberíamos introducir otros criterios y debatirlos públicamente antes de tomar ninguna
decisión?
Hubo una respuesta inmediata y un debate que duró varias semanas. Un
debate en el que algunas posturas se modificaron, tal como pronostican los
teóricos de la deliberación, aunque también persistieron algunas de las
controversias que están en el corazón de este artículo.
Para empezar, me interesa subrayar la respuesta inmediata, que fue
expresada con contundencia: «debemos, por supuesto, escuchar a los
expertos y hacer lo que nos indiquen, sin rechistar». Era la respuesta de
unos estudiantes asustados y desconcertados que clamaban por soluciones
inmediatas y eficaces. Discutíamos sobre políticas públicas, pero
rechazaban tanto la política como el espacio público. Esperaban que algún
rey-filosofo les proporcionara certezas y soluciones, y estos se encontraban
–o al menos así lo suponían– en los hospitales y en los laboratorios donde
investigan expertos epidemiólogos.
Este miedo y este desconcierto no es nuevo; llevan décadas impregnando
nuestras sociedades (Lizoain, 2017; Riemen, 2018; Davies, 2018), aunque
ciertamente la pandemia los ha mostrado sin ningún disimulo. De repente,
nos hemos descubierto débiles y asustados. Quizá ya lo intuíamos, pero la
pandemia ha puesto al descubierto nuestra fragilidad, nos hemos visto
amenazados y hemos reaccionado con miedo. Sabíamos que la
vulnerabilidad era un rasgo de nuestras sociedades (Beck, 1998; Judt, 2010;
Fontana, 2013); pero ahora hemos sido nosotros, todos nosotros, los que
nos hemos sentido vulnerables y asustados de una forma muy personal y
epidérmica.
Y frente a esta fragilidad, se nos ofrecen dos caminos; dos reacciones que,
en realidad, definen nuestra forma de afrontar los retos de este nuevo
milenio. Nos referimos a reaccionar rebelándonos contra nuestra
vulnerabilidad o asumiéndola. La rebelión nos conduce hacia lo que
llamaremos la falsa confianza epistémica y hacia las falsas promesas
populistas, mientras que asumir nuestra vulnerabilidad implica
democratizar unas respuestas –unas políticas públicas– que serán tan
frágiles como valientes.
Recordando la respuesta inicial de mis estudiantes, podemos reaccionar
rechazando la vulnerabilidad y considerar que alguien –el que sabe– nos
ayudará a superarla. Estamos convencidos que esta fragilidad no es algo
que nos caracterice y, por lo tanto, nos resulta inaceptable. En este dejarnos
arrastrar tanto por el miedo como por la indignación, buscamos salvadores
que resuelvan una situación excepcional que no alzamos a entender. En
realidad, buscamos falsos salvadores que claman falsas promesas y ofrecen
falsas seguridades. Entre estos falsos salvadores, siguiendo la terminología
que utilizan tanto Todorov (2012) como Urbinati (2014), aparecen las
tentaciones epistémicas y populistas. Las primeras se refieren a las
respuestas técnicas que ofrecen los expertos, mientras las segundas tienen
que ver con aquellas respuestas que ofrecen liderazgos políticos que
pretenden eliminar la complejidad con propuestas tan simples como
mágicas.

2.1. La falsa confianza epistémica


La pandemia ha situado el papel de los expertos en el centro de un debate
donde han aparecido figuras que han suscitado confianzas radicales. Unos
años antes, el polémico trabajo de Brennan, Against Democracy, ya
argumentaba sobre los límites de los procesos democráticos a la hora de
tomar decisiones que exigen de un conocimiento que únicamente
encontramos entre los expertos. Este profesor de la Universidad de
Georgetown lo expresaba de forma contundente y provocadora:
Against Democracy is not a response to Trump or Brexit, though both illustrate my worries.
My criticisms are based on long-standing, systematic empirical trends. About 65 years ago,
we started measuring how much voters know. The results were depressing then, and they are
depressing now. For as long as we’ve been measuring, the mean, model, and median voters
have been mis-informed or ignorant about basic political information; they have known even
less about more advanced social scientific knowledge. Their ignorance and misinformation
cause them to support policies and candidates they would not support if they were better-
informed. As a result, we get suboptimal and sometimes quite bad political outcomes. Since I
will argue, democracy and the equal right to vote have no intrinsic value, we should be open
to experimenting with other forms of governance (Brennan, 2017).
Curiosamente, sin embargo, la búsqueda de una confianza ciega en el
conocimiento que encarnan los expertos ha sido también volátil y no ha
generado la esperada unanimidad. Como si de hooligans de un equipo de
fútbol se tratará –tomando de nuevo un término de Brennan–, parece que
cada uno de nosotros tenía su experto o experta de cabecera. Dependía
menos de sus conocimientos objetivos que del color de la camiseta que
representaba. La certeza del conocimiento epistémico se ha visto, pues,
cuestionada y desafiada cuando más pretendíamos confiar en ella.
Un desafío que, de nuevo, no debería sorprendernos. Desde la Ilustración
hemos vivido en un escenario social dominado por expectativas de
seguridad y control. Hemos padecido turbulencias y conflictos
devastadores, pero nunca hemos dejado de aproximarnos al mundo desde la
sensación de certidumbre y el convencimiento sobre nuestra capacidad para
conducirlo hacia el futuro. Un futuro que, además, observamos de manera
lineal y con el optimismo de encauzarlo siempre hacia el crecimiento y la
prosperidad. Algunos autores han definido este escenario como el
paradigma del orden o, usando la terminología de las ciencias naturales, el
paradigma newtoniano.
Se trata del paradigma de la Revolución Industrial y de la racionalidad
tecnocrática; un modelo de conocimiento que busca aquellas leyes que
ordenan el mundo, convirtiéndolo en algo previsible y controlable (Horgan,
1996). Un paradigma que reclama el poder para los expertos a la hora de
diseñar políticas públicas y que, de esta manera, exige despolitizar unos
problemas y unas soluciones que no se expresan en términos políticos sino
técnicos. Y exige, también, alejar el poder de aquellos que dudan, discuten
y equilibran. El poder debe recaer en aquellos que saben lo que hay qué
hacer. El resultado es un mundo de seguridades al que nos agarramos
desesperadamente; aunque, todos lo sabemos, es un mundo que se
desmorona inexorablemente.
Hoy, las vacilaciones caracterizan tanto a las ciencias sociales como a las
ciencias naturales. Estas últimas, aparentemente inmunes a la inseguridad,
han visto como la mecánica newtoniana era cuestionada por las teorías de la
relatividad, del caos o de los movimientos cuánticos. Nuevas
aproximaciones que asumen la complejidad y la imposibilidad de controlar
una realidad excesivamente poliédrica e imprevisible como, por ejemplo, la
pandemia covid-19. Y claro está, también en las ciencias sociales, después
de intentar incorporar las metodologías de las ciencias naturales (Thomas
Hobbes, Adam Smith o Karl Marx), hemos redescubierto los límites del
orden y el desconcierto frente a falsas seguridades. James Scott, un ilustre
profesor de Yale, lo expresaba a través de un ilustrativo símil:
Radically simplified designs for social organization seem to court the same risk of failure
courted by radically simplified designs for natural environments. The failures and
vulnerability of mono-crop commercial forests and genetically engineered, mechanized mono-
cropping mimic the failures of collective farms and planned cities (Scott, 1998).
Mis estudiantes confiaban en la salvación epistémica, agarrándose
desesperadamente a unos expertos que sabrían cómo resolver todos nuestros
problemas. Sin embargo, después de meses de pandemia, en nuestras
últimas discusiones, ya sabían que se trataba de una falsa esperanza.
2.2. La falsa promesa populista
En segundo lugar, frente a las dudas epistémicas, el populismo parece
haber encontrado un espacio para progresar. Así, tras la intensa crisis de
representación de una democracia que se ha instalado en las rutinas
institucionales y en la gestión de los asuntos cotidianos, la tentación
populista ha sido tan fuerte como frecuente (Estlund, 2008). Los ejemplos
son múltiples y expresan el rechazo tanto al conocimiento experto
(excesivamente frío) como a las instituciones democráticas (demasiado
alejadas). Cuando debemos enfrentarnos a la pandemia, el populismo se
desmarca de las sofisticaciones epistémicas, al tiempo que reniega de las
reglas democráticas formales y se envuelve en la retórica de un liderazgo
que reproduce la voz del pueblo para prometernos la salvación (Cannovan,
1999).
De este modo, en primer lugar, el populismo puede interpretarse como
una reacción frente a los excesos pragmáticos de una democracia
instrumental. Una reacción contra las estructuras institucionales de un poder
fríamente procedimental. En segundo lugar, la pasión populista se alimenta
de la apelación al pueblo como única fuente de autoridad. Un pueblo que se
expresa de forma unitaria y a través de una voz única. Un pueblo que nos
une en un destino compartido y que, formado por gente corriente y decente,
se convierte en la única fuente de legitimidad. Es el pueblo orgánico, en
lugar del ciudadano democrático, quien se encuentra en el centro de la
distorsión populista. Finalmente, en tercer lugar, el populismo –como lógica
derivada de los puntos anteriores– es también un estilo político
caracterizado por rechazar tanto el elitismo como el intelectualismo.
Orgulloso de su simplicidad, el populismo reivindica el lenguaje sencillo y
directo de la gente normal. El populismo ni presenta programas electorales
ni elabora políticas públicas, pues se limita a enarbolar una voz del pueblo
que se manifiesta de forma clara y espontánea; y que, muy importante,
queda sintetizada en la persona de un líder carismático. Un liderazgo fuerte
pero que se presenta sin ideas propias. Un liderazgo que no propone, sino
que encarna (Vallespín y Bascuñán, 2017).
Frente a un problema de la complejidad desconcertante de la pandemia, el
populismo ofrece la seguridad de las respuestas simples. El virus de la
covid-19 no únicamente ataca nuestra salud física, sino que –usando la
expresión de Urbinati (2014)– desfigura la democracia. Nos invita a
renunciar a ella; imponiendo un miedo y una indignación popular que no
acepta las dificultades y oscurece la posibilidad de encontrar espacios de
encuentro y equilibrio democrático. Existe una voz populista que sabe cómo
deberíamos tratar al virus, acallando cualquier debate tanto científico como
político. Se apela al pueblo, «pero no como sujeto sino como víctima» que
no construye sino que exige una respuesta (Lassalle, 2017).
Así pues, el populismo se alimenta del malestar y la indignación de
aquellos que se sienten asustados y que no saben asumir su fragilidad. De
este modo, el espacio público deja de ser un lugar de convivencia para
convertirse en un campo de batalla donde el ardor guerrero de los resentidos
deja atrás tanto la frialdad institucional de la democracia representativa
como el elitismo distante de los científicos. No se construyen políticas para
atajar los múltiples y diversos impactos de la pandemia, pues resulta
preferible buscar culpables e insultarlos, esperando que este desahogo
resuelva todos los problemas como por arte de magia.
En definitiva, frente a la complejidad del mundo actual, el desequilibrio
populista nos propone una grotesca simplicidad. Se rechazan los tiempos,
las negociaciones y los vericuetos de las reglas y las instituciones
democráticas, prometiendo soluciones directas e inmediatas. El liderazgo
populista no pierde tiempo pensando, actúa; no elabora complicados
análisis de la situación, escucha al pueblo; no construye elaboradas
respuestas, toma decisiones.
Quizá mis alumnos no defendieron explícitamente esta posición, pero sí
han podido observar como Bolsonaro, Trump y otros líderes populistas se
han rebelado contra la pandemia negando su importancia y prometiendo
superarla a través de la simple fortaleza de un pueblo que no se deja
intimidar. Un mensaje que no solo no ha resuelto el problema, sino que lo
ha agravado, aunque ha permitido vehicular el miedo de muchos hacia
actitudes desafiantes con una realidad que se niegan a asumir en toda su
complejidad.

2.3. La dificultad de la respuesta democrática


Tanto la confianza epistémica como la tentación populista han mostrado
sus límites y han obligado a las ciencias sociales –también al análisis de las
políticas públicas– no solo a reconocer la complejidad sino a incorporarla
en su forma de analizar y de intervenir en el mundo. Una pandemia, como
tantos otros asuntos (la pobreza, el cambio climático o la educación) se nos
presentan hoy como un tipo de problemas que ya no toleran la
simplificación; es decir, la confianza en que alguien sabrá cómo diseñar la
solución. Frente a esta situación –que en la literatura ha sido sintetizada
bajo el concepto de «wicked problems» (Ritter & Webber, 1973)– aparece
la oportunidad de la democratización del conocimiento y, también, de las
políticas públicas.
Aprovechar esta oportunidad exige asumir tanto que somos vulnerables
como que únicamente juntos podremos abordar los complejos problemas
que nos desafían. Ambas condiciones se relacionan, ya que solo si
reconocemos nuestros límites individuales entenderemos la necesidad de
articular respuestas colectivas; escuchando y tomado en consideración las
ideas y propuestas de los diferentes actores. Aparece así una curiosa
paradoja, la fortaleza de la fragilidad. Solo seremos fuertes colectivamente
si asumimos nuestra debilidad individual; una idea que se observa tanto en
nuestra actitud personal como en la relación con las formas democráticas de
gobernarnos.
En este sentido, ante una situación como la pandemia covid-19 parece
claro que las respuestas estrictamente individuales no tienen expectativas de
éxito. Apelar al tradicional sálvese quien pueda no es factible, aunque
algunos sigan empeñados en buscar sus propias soluciones. Tal como ya
apuntaba Beck (1998) fracasamos cuando intentamos hacer frente a los
grandes problemas colectivos con las escasas fuerzas de nuestras biografías
individuales. La pandemia exige dejar de comportarnos como clientes
exigentes y asumir que solo como ciudadanos lograremos superar una
fragilidad que nos es innata.
Profundizando en el tipo de comportamiento más oportuno para hacer
frente a la covid-19, resulta especialmente interesante la distinción que nos
propone Chambers (2002) entre personas racionales y razonables. Ser
racional implica calcular aquello más conveniente para defender las
preferencias propias, mientras que ser razonable supone intentar entender
las preferencias de los demás, aunque sea desde la discrepancia. Apelando a
la racionalidad nos sentimos más fuertes, pero la complejidad de la
pandemia convierte este sentimiento en una falsa seguridad. En cambio, ser
razonable nos junta y multiplica exponencialmente nuestras fuerzas
individuales. Ser racional ante la pandemia se traduce en exigir respuestas a
mis problemas; mientras que ser razonable comporta entender que tenemos
que abordar nuestros problemas.
Frente al sálvese quien pueda del clásico individualismo racional y
egoísta, invocar al ciudadano razonable que escucha, empatiza y, a pesar del
conflicto, avanza juntando fuerzas y colaborando nos sitúa en el ámbito de
las respuestas democráticas. Es decir, si asumimos que las respuestas a
problemas de alta complejidad deben apoyarse en ciudadanos que trabajan
colectivamente, entonces estamos también asumiendo que esta respuesta no
será ni epistémica ni populista sino democrática. El reto de la democracia es
mantener en equilibrio dos polos que, como podemos intuir fácilmente,
tienden a repelerse. La democracia es equilibrio, y este equilibrio parece
haber estallado durante las últimas dos décadas, primero por un exceso de
frialdad institucional y más tarde por la pasión del populismo redentor:
El régimen democrático se define a partir de una serie de características que se combinan
entre sí para formar una entidad compleja, en cuyo seno se limitan y se equilibran
mutuamente, ya que, aunque no se oponen frontalmente entre sí, tienen orígenes y finalidades
diferentes. Si se rompe el equilibrio, debe saltar la señal de alarma (Todorov, 2012).
Las implicaciones de este debate son relevantes a la hora de afrontar la
pandemia, pues nos invita a democratizarlo. Algo que inicialmente
resultaba incomprensible para mis alumnos y alumnas, demasiado
temerosos para asumir que no existía una solución mágica y, quizá también,
demasiado conscientes de la fragilidad de las respuestas democráticas.
Lentamente, a través de una larga conversación, fueron entendiendo que
esta fragilidad democrática es irrenunciable y que, curiosa paradoja, es la
que nos dota de mayor fortaleza ante problemas de alta complejidad.

III. IMPACTOS SOBRE LAS POLÍTICAS PÚBLICAS


El primer impacto de la pandemia en términos de políticas públicas quizá
sea su propio redescubrimiento. Ya veníamos recuperándolas con
anterioridad, pero la covid-19 puede contribuir a consolidar el retorno del
interés por las políticas públicas. Un interés que –tal como argumentaba
Stone (2002)– se sustenta en la politización de una disciplina que se había
tecnificado en exceso.
Durante el siglo XX, el estudio de aquello qué hace la Administración
había ido dejando paso al análisis de cómo lo hace. El contenido cedía el
paso a los instrumentos y, en paralelo, la gestión pública se imponía a las
políticas públicas. Esta tendencia se intensificó a finales de los años setenta
cuando, frente a la imprevista crisis del Estado de bienestar, se dictaminó
que la culpa se encontraba en una maquinaria burocrática desmesurada,
obsoleta y anquilosada. Una vez dictado el veredicto, el campo de trabajo
quedo perfectamente delimitado y todo el interés se concentró en cómo
arreglar la maquinaria administrativa. Aparecieron nuevas piezas, se
aprendieron nuevas técnicas y, bajo etiquetas como el paradigma de la
excelencia o la nueva gestión pública se inició un intenso proceso de
transformación de las Administraciones públicas. Lo que importaba era la
gestión; es decir, engrasar aquella vieja maquinaria para que empezara a
operar de manera económica y eficiente.
Sin embargo, tras más de 20 años dominando el escenario académico y
profesional, la nueva gestión pública mostró algunos límites relevantes
(Brugué, 1996). Probablemente el que ahora más nos interesa puede
expresarse como la paradójica capacidad para mejorar la eficiencia de los
servicios públicos sin, simultáneamente, poder asegurar la eficacia de las
políticas públicas. Expresándolo en términos de la pandemia, podíamos
disponer de unos profesionales que realizaban impecablemente su trabajo
sanitario en los centros de atención primaria y en los hospitales, mientras la
política de salud pública naufragaba trágicamente. Nuestras prestaciones
sanitarias podían estar gestionadas de manera eficiente, pero la pandemia
exigía definir políticas públicas inteligentes. Nos sentimos seguros cuando
hablamos de cómo hacer, pero el desconcierto nos abruma cuando hemos de
decidir qué hacer. Descubríamos, de este modo, que frente a las
aportaciones de la ya vieja nueva gestión pública necesitábamos aprender a
diseñar políticas públicas que nos indicaran qué hacer frente a la
complejidad; es decir, hacer frente a un problema como el de la pandemia.
En este terreno, a mi entender, la principal aportación del análisis de las
políticas públicas se encuentra en aquello que se ha denominado «el giro
deliberativo» (Fisher, 2003; Hajer & Wagenaar, 2003). Desde esta nueva
perspectiva, las decisiones de política pública que se habían impregnado de
certezas técnicas debería incorporar las dudas y las contradicciones de la
política. Un paso que, como ya podemos intuir, resulta difícil de dar; pues
nos obliga a renunciar a viejas seguridades y nos deja a la intemperie de
nuevas incertidumbres. Un paso que, además, en tiempos de descrédito de
la política, nos anima a hacer algo tan inusual como considerar que las
políticas públicas no deben basarse en las indicaciones seguras de los
expertos sino en los debates, a menudo incomprensibles, de los políticos.
Un giro que nos traslada de la racionalidad tecnocrática weberiana a la
racionalidad deliberativa habermasiana (Habermas, 1999).
Volviendo a nuestro contexto actual, a la pregunta de qué hacer frente a la
pandemia, las certezas tecnocráticas han resultado más aparentes que reales.
Los conocimientos expertos son muy importantes, pero no han resultado
decisivos. Los propios científicos no se han mostrado unánimes en sus
afirmaciones, al tiempo que sus certezas han evolucionado y han ido
cambiando a medida que avanzaban sus investigaciones. Sus conocimientos
son imprescindibles en el cómo de las respuestas sanitarias y, también, a la
hora de establecer las bases para la toma de decisiones. Pero esto no implica
que de estos conocimientos puedan derivarse de forma automática unas
decisiones que, además de la base de conocimiento que aportan los
científicos, deben considerar las presiones de los agentes económicos, las
dificultades de aquellas personas que sufren exclusión social o los impactos
sobre la educación. Para la toma de decisiones, el conocimiento es el punto
de partida, no el de llegada.
La necesidad de incorporar todos los ángulos de un problema que es
esencialmente multidimensional descoloca a aquellos que son expertos en
un único tema y abre la puerta a la lógica deliberativa. Desde este punto de
vista, no deberíamos limitarnos a hacer aquello que indica un experto sino
estimular un debate entre las múltiples perspectivas que afectan a un asunto
de alta complejidad como la pandemia. De este modo, las instituciones
responsables de diseñar políticas públicas entran en un terreno politizado y,
por lo tanto, mucho más pantanoso. Sin embargo, no estamos usando la
referencia a una politización de las políticas públicas como algo que las
pervierte sino, al contrario, como algo que las dota de inteligencia. Mientras
la eficiencia es un criterio aplicable a las prestaciones, la inteligencia
debería ser el criterio para valorar las políticas públicas. Como señalábamos
al inicio de este artículo, el Speaking Truth to Power de Aaron Wildavsky
dejando paso a The Intelligence of Democracy de Charles Lindblom. Un
auténtico reto para las políticas públicas, tal como lo expresa Daniel
Innerarity con precisión:
Dado que las capacidades individuales están sobrecargadas frente a la complejidad y como
la ignorancia individual es insalvable, no hay otra solución que fortalecer los componentes
institucionales y organizativos de la inteligencia colectiva. (…) Las soluciones han de ser
institucionales y procedimentales; lo que hay que mejorar es la capacidad del sistema político
para actuar inteligentemente, el aprendizaje colectivo (Innerarity, 2020).
Intentar alcanzar la inteligencia a través de la politización de las políticas
públicas puede resultar sorprendente para muchos, pero no es una idea tan
descabellada (Brugué, 2012). Por un lado, la política nace precisamente con
esta voluntad de buscar la sabiduría a través del intercambio; de la
discusión que no alcanza certezas sino puntos de equilibrio. Recordemos
que Solón definía la política como eunomía, que podemos traducir
precisamente como equilibrio. O recordemos también las afamadas palabras
escritas en el «Discurso fúnebre de Pericles»: «para nosotros –refiriéndose a
los políticos de la Antigua Grecia– la discusión no es una piedra en el
camino hacia la acción sino el paso previo para adoptar decisiones sabias».
Por otro lado, sin necesidad de remontarnos tanto siglos atrás, la propia
esencia del análisis de las políticas públicas implica, precisamente,
incorporar la mirada política para entender que es aquello que hace o no
hacen las Administraciones públicas. En sus orígenes, a principios del siglo
XX, la ciencia de la administración se apoyó principalmente en una
perspectiva jurídica, pues el Derecho administrativo disponía sus reglas de
funcionamiento. Si queríamos entender lo que hacía la Administración,
necesitamos conocer el Derecho administrativo; de la misma manera que
para entender lo que sucede en un partido de fútbol necesitamos conocer las
reglas del juego.
A esta primera perspectiva jurídica se le añadieron elementos
tecnocráticos, pues necesitábamos de sanitarios para entender el
funcionamiento de los hospitales, de economistas para entender los
presupuestos, de arquitectos para entender el diseño urbano o de ingenieros
para entender las infraestructuras. Para comprender la actuación de una
Administración que se adentraba en ámbitos de especialización,
necesitábamos de la mirada de los especialistas; de la misma manera que
para entender no tanto lo que sucede en un partido de fútbol como su
resultado final necesitamos de tertulianos expertos en analizar las tácticas,
desgranar las decisiones de los entrenadores, valorar las calidades de los
jugadores y comparar los presupuestos entre clubs.
Sin embargo, si se me permite estirar algo más la metáfora, a menudo el
equipo con menos recursos de todo tipo gana a uno de los equipos
considerados todopoderosos. Una situación inexplicable tanto desde la
óptica jurídica como desde la perspectiva tecnocrática, y que nos obliga a
recurrir al comportamiento de los actores (un árbitro que tomó
determinadas decisiones cercanas al atraco, unos jugadores más o menos
acertados o un público que dio alas al equipo) y a las peculiaridades del
contexto (una semana de viajes por partidos internacionales o un equipo
descolocado porque su presidente había dimitido). Actores y contexto para
explicar un resultado que no era previsible ni jurídicamente ni
técnicamente. Actores y contextos que conforman quizá los dos principales
argumentos con los que opera el análisis de las políticas públicas cuando
quiere entender y explicar qué hace la Administración pública (Subirats et
al., 2008; Subirats & Dente, 2014).
Recuperar la importancia de los múltiples actores que defienden sus
intereses, utilizando sus variados recursos, correlacionando sus fuerzas y
moviéndose en un determinado contexto suponía incorporar una perspectiva
política al análisis de las políticas públicas. Y es en este sentido que
afirmamos que la pandemia ha contribuido a recuperar aquello que era
esencial en las políticas públicas. La pandemia nos obliga, en un contexto
muy complejo, a valorar como múltiples y diversos actores interactúan,
pelean y colaboran entre ellos. Este es el marco en el que debemos construir
unas políticas públicas dotadas de inteligencia y no –o no solamente– en el
espacio aséptico de un laboratorio científico.
Añadir, para finalizar, que únicamente esta politización de las políticas
públicas puede generar las tan deseadas respuestas innovadoras a los
nuevos retos de nuestras actuales sociedades. La innovación no es algo que
se alcance a través de la precisión de los expertos sino del atrevimiento y el
riesgo que comporta el debate político democrático (Innerarity, 2011;
Brugué, Blanco & Boada, 2014). Nos acercamos, así, a nuestro último
epígrafe, dedicado a la democratización de las políticas públicas.
IV. DEMOCRATIZAR LAS POLÍTICAS PÚBLICAS
En este último apartado, que no establece unas conclusiones al uso,
pretendo subrayar el argumento sobre la necesidad de democratizar las
políticas públicas y, al mismo tiempo, situar esta idea en el contexto de la
actual crisis de la democracia. Así pues, ante el problema de la pandemia, la
solución no sería –como apuntaban mis alumnos y alumnas en su reacción
inicial– más expertos y menos políticos, sino más democracia.
Sin embargo, esta afirmación se enfrenta a un enorme desconcierto sobre
el futuro de la propia democracia. En el ámbito académico, constatamos
como durante los últimos años han aparecido múltiples trabajos que
reflexionan sobre una democracia en peligro y el reto de como salvarla.
Rinceman (2019), por ejemplo, observa que «hoy la democracia en Estados
Unidos es un señor maduro, enfadado y gruñón» y vaticina un futuro
incierto para ella. Por su parte, Brennan (2017), en un tono apasionado,
argumenta en contra de una democracia incapaz de alcanzar una mínima
solvencia cognitiva. Paralelamente, en un trabajo muy difundido, Levitsky
y Ziblatt (2018) nos lanzan una inquietante advertencia según la cual hoy
estaríamos escogiendo, en las urnas, a aquellos que liquidarán la
democracia. Y, para citar un único ejemplo más, disponemos de la
enciclopédica obra de Keane (2018) sobre la vida y la muerte de la
democracia.
Nuestra historia reciente nos ilustra, pues, sobre la presencia tanto de
derivas tecnocráticas como de amenazas populistas que ponen en duda el
futuro de la democracia. Vivimos tiempos convulsos, marcados por el
miedo y la frustración. Las promesas ilustradas se han desvanecido y la
democracia, caracterizada por su estado de frágil equilibrio, no parece
capaz de satisfacer las expectativas de una sociedad profundamente
desorientada. Y frente a la debilidad de la democracia, en lugar de cuidarla
hemos optado por acosarla y desacreditarla. Su equilibrio reclama ser
tratado con delicadeza, pero hemos preferido los gritos de indignación y las
reacciones más emocionales. Es evidente que este no es el camino para
recuperar el equilibrio democrático.
Por un lado, frente a la deriva tecnocrática deberíamos reconocer que la
democracia no ha de aspirar a la verdad para legitimarse. En realidad,
usando las palabras de Hirschman (1986), «la única virtud esencial de la
democracia es el amor por la incertidumbre». Tomar decisiones erróneas no
es una debilidad democrática, pues la democracia se asienta en la diversidad
de puntos de vista, en el conflicto entre ellos y, finalmente, en la
construcción colectiva de respuestas siempre provisionales y revisables. La
democracia queda en suspenso cuando los ciudadanos tienen miedo y
traducen sus temores en exigencias histéricas de certidumbre. La
democracia, al contrario, reclama ciudadanos valientes, capaces de entender
los límites de las decisiones colectivas. La democracia no puede sobrevivir
a los imperativos de un pueblo que clama con una sola voz pero que no
reconoce a la pluralidad de ciudadanos que lo forman. No puede construirse
sobre el conocimiento experto sino que requiere del diálogo y la
interacción. En lugar de tecnificación, la democracia demanda la obertura
permanente de las decisiones a una comunidad política diversa y plural. En
lugar de estrechar el espacio de la política, la democracia nos insta a
ampliarlo. La democracia, en fin, solo puede desarrollarse en un entorno
político y politizado; en un escenario donde no existe una voz cierta sino la
incertidumbre que se deriva de la multiplicidad y el solapamiento de voces:
In sum, democracy pertains to liberty, not truth. It is better than any other regime not
because produce good decisions but because it allows us to feel directly responsible for the
decisions we make and do so by using the same procedures in order to make decisions that all
of us obey. (…) Political decisions are, most of the time, decisions on issues that are very
controversial, not only or mainly on problem-solving kind of issues. (Urbinati, 2014).
Por otro lado, frente a la amenaza populista necesitamos entender tanto la
complejidad de nuestra realidad como de la propia democracia. No existen
soluciones mágicas ni liderazgos salvadores, sino formas siempre
imperfectas de abordar nuestros retos colectivos. A la democracia, nos
recomienda Lassalle (2017), hay que cuidarla y «abrazarla en sus
dificultades y debilidades». Reconocer los límites de la democracia no solo
no la debilita, sino que la refuerza. Su grandeza está en su fragilidad, en la
necesidad de asumir un delicado equilibrio que solo el buen ciudadano es
capaz de construir. Frente a los que prometen una democracia salvadora,
hay que reconocer que:
La democracia está hecha con las manos temblorosas de los hombres. Estos son los que la
moldean a partir de su experiencia, su institucionalidad y funcionamiento. Nosotros somos los
que la hacemos virtuosa o corrupta, exitosa o fallida. Olvidar esto es caer en el error de los
profetas y los moralistas que pontifican sobre ella sin entenderla, ya que le piden lo imposible:
que deje de ser frágil e imperfecta para convertirse en una divinidad política que se
autorregenera periódicamente para seguir siendo prístina e infalible ante la mirada sumisa de
sus súbditos. (Lassalle, 2017).
La democracia, en definitiva, no debe ser ni regenerada ni reinventada
sino comprendida y aceptada. De ello depende nuestra capacidad para
combatir los enemigos íntimos de la democracia. Y de evitar aquella
tendencia autodestructiva que ya anticipaba John Adams, el segundo
presidente de los Estados Unidos: «La democracia –escribía en 1814–
pronto se desperdicia, queda exhausta y se muere. Nunca hubo una
democracia que no cometiera suicidio».
Así pues, si asumimos la fragilidad de la democracia como una
característica constitutiva de la misma, la democratización de las políticas
públicas debería alejarnos de cualquier aspiración a unas intervenciones
seguras e impecables. Las políticas públicas no pueden ser ni el dictado
indiscutido de los expertos ni la receta mágica de los liderazgos populistas.
Las políticas públicas se construyen, replicando a Lassalle, «con las manos
temblorosas de los hombres» y, por lo tanto, con todos sus límites y sus
imperfecciones. Si la política siempre ha sido eunomía, ese equilibrio sobre
el cual teorizaban los clásicos, las políticas públicas se despliegan en la
realidad más dura y embarrada de la práctica de este equilibrio. Cuando
diseñamos políticas públicas los límites y las contradicciones dejan de ser
especulaciones y aterrizan en los miedos y las frustraciones de una
población que, a menudo, preferiría estar en las manos divinas de los
dioses.
Pero no existen dioses que nos resuelvan la pandemia de la covid-19. Tan
solo personas con múltiples problemas y perspectivas que buscan puntos de
equilibrio. Esta es la realidad de las políticas públicas, algo que la crisis
actual puede recordarnos y, de este modo, ayudarnos a recuperar la esencia
de esta forma de entender las acciones del gobierno. Es más fácil clamar
por soluciones mágicas, pero no existen. Necesitamos políticas públicas.

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CAPÍTULO III
EL LEVIATÁN Y LA COVID. LA
MODERNIZACIÓN DE LA ADMINISTRACIÓN
EN EL MUNDO POSTPANDEMIA

Por Víctor Lapuente


Catedrático de Ciencia Política en la Universidad de Gotemburgo y ESADE Business School

I. INTRODUCCIÓN
¿Cómo ha afectado la pandemia de la covid-19 a nuestras
Administraciones? ¿Y a la relación entre las Administraciones y las
empresas en la prestación de bienes y servicios públicos? En este capítulo
veremos la doble relación causal entre la pandemia y las Administraciones,
entre la covid y el Leviatán. Por un lado, ¿cómo ha afectado y está
afectando el coronavirus a las estructuras gubernamentales y
administrativas? ¿Peligran los sistemas democráticos y las reformas
administrativas modernizadoras? Y, por el otro, si invertimos la flecha de la
relación causal, ¿qué efecto tienen estas estructuras de gobierno y
Administración sobre la mejor, o peor, gestión de la pandemia?
Pero, antes de eso, exploraremos lo que no ha cambiado: el peso que las
tradiciones administrativas y nacionales tiene sobre el funcionamiento de
nuestras organizaciones públicas. Y, después de eso, después de explorar los
cambios que la pandemia está teniendo sobre nuestro sector público,
concluiremos el capítulo describiendo tres terrenos de actuación para la
mejora de nuestras Administraciones: más transparencia, más gestión
pública, y menos politización.

II. LO QUE NO CAMBIARÁ: TRADICIONES ADMINISTRATIVAS Y


NACIONALES

2.1. La discusión cíclica


Aunque los científicos sociales vivamos en gran parte de los cambios
disruptivos de forma paralela a cómo un meteorólogo vive de los
temporales y los huracanes, la primera prevención que debemos tener en
cuenta al explorar los efectos de la pandemia sobre las relaciones entre las
Administraciones públicas y el sector privado es que quizás las cosas no
cambiarán mucho. Si tomamos un poco de perspectiva histórica, la
discusión entre si es mejor un modelo administrativo burocrático en el que
la prestación de servicios públicos quede en manos de empleados públicos,
con rango de funcionario y autonomía política, o, por el contrario, un
modelo gerencial en el que la prestación de servicios quede en manos de
empresas (públicas o privadas), se retrotrae a las discusiones teóricas entre
Carl Friedrich (1940) y Herman Finer (1936) hace ya casi un siglo. En cada
periodo histórico, un modelo domina, pero no logra erradicar a su némesis,
con lo que, de hecho, acaban conviviendo ambos. Dicho de otro modo, la
colaboración público-privada en algunos momentos goza de mejor salud
que en otros, pero siempre está ahí.
Durante gran parte del siglo XX el modelo burocrático (propugnado por
Friedrich) fue hegemónico en Europa y marcó la expansión de nuestros
Estados del bienestar. Sobre todo, en la postguerra, los gobiernos eran
vistos como la encarnación del interés público, así que mientras el tamaño
del Estado fue creciendo en relación al PIB, el modelo burocrático de
Friedrich fue preferido al gerencial de Finer (Jackson, 2009).
Pero, a partir de 1980, cuando el peso de Estado empezó a ser recortado
por políticos (neo)liberales como Margaret Thatcher o Ronald Reagan, el
modelo gerencial ganó preferencia, auspiciado por la Public Choice School
(Tullock 1955, 1976). Para muchos, el gobierno dejó de ser una solución
para ser un problema. Si la implementación de las políticas era
responsabilidad de empleados públicos, de burócratas autointeresados como
gustaba describir a los public choice scholars, externalizar el mayor número
de servicios públicos –de colegios y hospitales a la electricidad y las
prisiones– a empresas se convirtió en prioritario. En los últimos años, ha
ocurrido lo contrario y vemos que se ha producido una intensa ola
«renacionalizadora» de servicios en todo el mundo. Aun así, la
externalización de servicios, así como otras múltiples colaboraciones
público-privadas persisten. Las ideas de Friedrich y Finer siguen
peleándose y unas veces gana a los puntos uno y otras veces el otro, pero no
se noquean.

2.2. Las actitudes nacionales


Si las colaboraciones público-privadas dependen de las tradiciones
administrativas también dependen de las tradiciones nacionales. Cada país
parece tener una cultura relativamente asentada sobre qué es correcto
someter a colaboración público-privada y qué no. Por ejemplo, en el Reino
Unido hay reticencia a peajes en carreteras (con la salvedad de la
congestion tax en Londres). Las vías nacionales se consideran algo público,
no susceptible a ser «privatizado». Sin embargo, los británicos no ven un
problema en que las empresas privadas gestionen el suministro de agua.
Curiosamente, en Australia se da el fenómeno opuesto. Los australianos son
reticentes a que las empresas privadas gestionen el agua, pero no ven
inconveniente en tener autopistas de peaje. Por causas dispares, cada país
parece tener un modelo relativamente asentado de espacios donde la
colaboración público-privada es más aceptable.
España se caracteriza por ser un país donde los usuarios creen que las
organizaciones públicas gestionan mejor lo ‛público’ que las empresas
privadas, con lo que, de entrada, hay un mayor escepticismo hacia las
fórmulas de externalización u otras colaboraciones con empresas. Además,
esa visión se ha ido acentuando con el paso del tiempo y, muy en particular,
tras la crisis financiera, tal y como vemos en la tabla 1. Recoge las
respuestas a la pregunta «Respecto al centro que ha contactado Ud.
recientemente de una Administración pública en los últimos doce meses,
¿cree Ud. que este servicio funcionaría mejor o peor si se encargara de
prestarlo una empresa privada?» y procede del trabajo de investigación de
Salvador Parrado y Anne-Marie Reynaers (2019).

Tabla 1. Actitudes de los españoles hacia la externalización de servicios públicos en general

2010 2012 2013 2014 2015 2016 2017

Mejor 20,3 16,8 15,9 13,5 12,1 15,9 13,9

Igual 22,7 14,8 14,1 14,4 14,8 18,3 15,2


Peor 31,8 42,5 47,2 52 52,6 45,5 50,8

NS/NC 25,2 26 22,8 20,1 20,6 20,3 20,2

Total 100 100 100 100 100 100 100

Tamaño muestral 1.655 1.801 1.893 1.902 1.995 1.927 2.562

Fuente: Parrado y Reynaers (2019).

Como podemos ver, los españoles presentamos de entrada una actitud


relativamente escéptica hacia las colaboraciones público-privadas. En 2010,
en plena crisis económica y política (con numerosos casos de corrupción en
los que estaban involucradas Administraciones corruptas y empresas
corruptoras) más españoles (el 31 %) consideraban que un servicio público
funcionaría peor en manos de una empresa privada que mejor (el 20 %).
Pero, con el paso de los años e incluso con la llegada de la recuperación
económica, esa actitud negativa hacia el sector privado no ha hecho más
que aumentar. Así, en 2017 ya eran mayoría (el 50,8 %) los españoles que
entendían que los servicios públicos estarían peor gestionados por una
empresa privada. Y el ya de por sí reducido número de personas que creían
que un servicio público funcionaría mejor si se encargara de prestarlo una
empresa privada cayó todavía más a un escaso 13,9 % de los españoles.
Si nos centramos en los servicios sanitarios, centrales siempre y en
particular durante esta crisis pandémica, los datos previos indican de nuevo
una cierta desconfianza hacia las colaboraciones público-privadas de los
españoles. La tabla 2 recoge la proporción de ciudadanos en España que, si
pudieran elegir, acudirían a un centro sanitario privado para la atención
primaria privada (que incluye consultas de medicina de familia y pediatría),
para la atención especializada privada (consultas de especialistas, salvo
dentistas y odontólogos) y para la atención urgente privada.

Tabla 2. Actitudes de los españoles hacia la externalización de servicios públicos en sanidad

2004 2006 2008 2010 2012 2014 2016

Atención primaria privada 32,90 34,52 30,99 29,75 29,05 25,50 25,00
Atención especializada privada 42,60 45,62 43,60 42,94 40,37 36,90 35,30

Hospitalización privada 30,20 33,01 33,36 33,73 32,01 29,50 25,40

Atención urgente privada 27,70 30,51 31,19 32,99 32,17 30,10 27,10
Fuente: Parrado y Reynaers (2019).

Lo primero que hay que destacar es que, independientemente del año, solo
una minoría de españoles elegiría un centro sanitario privado para una
prestación sanitaria. Ni en el año de gracia de 2004, culminación del boom
económico español, el porcentaje de españoles que, si pudieran elegir,
acudiría a un centro sanitario para la atención primaria u hospitalaria
alcanza la mitad de la población. Y, de nuevo, a medida que España transita
de un periodo de confianza y crecimiento económico a uno caracterizado
por recesión económica y la desconfianza en la política fruto de los casos de
corrupción, el número de españoles que optaría por un prestador privado de
un servicio sanitario público va erosionándose un poco más. No es una
caída dramática, pero, si tuviéramos que establecer una tendencia, parece
que los españoles desconfiamos un poquito más de las colaboraciones
público-privadas que antaño.
Una razón de fondo es quizás que España, en las comparativas
internacionales con países del entorno de la OCDE (es decir, democracias
ricas), aparece como una sociedad que demanda mucha acción del gobierno
en la vida de los ciudadanos. Por ejemplo, y con la excepción de algunos
países asiáticos y Chile, no hay ningún país de la OCDE con un mayor
porcentaje de ciudadanos que consideran que el gobierno debería asumir
más responsabilidad sobre el bienestar de los ciudadanos. De forma
parecida, los españoles son particularmente de izquierdas. En la famosa
escala ideológica de 10 puntos, la media de los españoles es más baja (es
decir, más de izquierdas) que en países americanos (como México,
Argentina o EE.UU.), lo cual es comprensible. Pero llama la atención que
los españoles también somos ligeramente más de izquierdas que los países
tradicionalmente asociados con un fuerte Estado de bienestar o
socialdemócrata como Alemania o incluso Suecia.

2.3. Las tradiciones regulatorias nacionales


Relacionado con esto se encuentra el ambiente regulatorio en el que se
desenvuelve la colaboración-público privada en España. Muchas empresas
innovadoras son reacias a entrar en relaciones contractuales con la
Administración dada la gran carga reguladora, el excesivo número de
procedimientos administrativos necesarios para relacionarse con la
Administración en general, y en la contratación pública en particular.
En la tradición administrativa española se imponen los controles ex ante
de naturaleza legalista sobre los controles ex post o de rendición de cuentas,
de naturaleza de gestión. Toda Administración debe ponderar los dos
principios básicos de actuación: el principio de legalidad, que asegure la
imparcialidad y equidad, y el principio de buena gestión, que asegure la
eficacia y eficiencia. Pero en España, como otras Administraciones de la
Europa continental, el principio de legalidad toma preeminencia sobre el de
gestión. Las colaboraciones público-privadas, así como otras reformas que
pongan la gestión por encima del respeto escrupuloso de la ley, son en
principio más frecuentes en países de tradición anglosajona y escandinava
que en países de tradición germánica o napoleónica (Lapuente y Van de
Walle, 2020). En estos segundos se acentúan más las «salvaguardas
procedimentales» (Meyer et al., 2014) y la fundamentación jurídica de cada
acción pública (Painter y Peters, 2010a).
España es un país de predominio del llamado legalismo burocrático, como
otros países de tradición de Rechtsstaat, y sobre todo del sur de Europa
(Kickert, 2011, Meyer et al., 2014). Es importante la formación jurídica de
los empleados públicos (Painter and Peters, 2010b), y hay por tanto una
fuerte presencia de abogados entre los funcionarios de alto rango (Horton,
2011). Y España es uno de los países con un mayor porcentaje de altos
funcionarios con estudios de derecho (Lapuente y Suzuki, 2020).
Esto conlleva a que la adherencia a la ley se considere como un bien
supremo. Y eso tiene seguramente muchas consecuencias positivas, pero el
reverso es que la innovación –como establecer una colaboración público-
privada en un terreno nuevo– es más dificultosa. Porque los valores más
respetados por los funcionarios son el derecho, la uniformidad, la
predictibilidad, la seguridad jurídica, y la equidad procedimental. Mientras
que, para innovar, es necesario priorizar otro tipo de valores, como la
adaptación a las necesidades y características de los usuarios, y la búsqueda
de la eficacia, efectividad y eficiencia (Painters y Peters, 2010a; Pierre,
2011). Así, los abogados que ocupan altos cargos, en comparación con otras
formaciones académicas, sufren una aversión al riesgo (Luppino, 2007) o
un sesgo de «filtración» de la realidad o un «sesgo de precaución»
(Langevoort y Rasmussen, 1996) que les conduce a ser, ceteris paribus,
algo más escépticos frente a propuestas de cambio, como por ejemplo, en la
prestación de un servicio público.
Esta teoría ha sido contrastada empíricamente con estudios sobre las
actitudes de directivos públicos y altos funcionarios. En aquellos países con
un mayor legalismo burocrático, con una Administración ocupada por más
individuos con formación jurídica, los altos cargos de las Administraciones
presentan actitudes menos favorables a la innovación. En particular, son
menos receptivos a las nuevas ideas y soluciones creativas, menos
orientados al cambio, y menos proclives a asumir riesgos.
Este es el territorio en el que se mueve la Administración pública
española: estatismo, reticencia a las colaboraciones con empresas privadas
y legalismo burocrático. Estas tendencias parecen bastante asentadas en
nuestras Administraciones. Pero entonces llegó la pandemia. ¿Qué
cambiará? En la siguiente sección exploraremos cómo la epidemia de la
covid ha afectado al sector público, tanto en España como fuera. Y
adoptaremos una perspectiva más general: miraremos al impacto de la
pandemia tanto sobre las instituciones políticas (en particular, sobre la
calidad de la democracia) como sobre los aparatos administrativos.

III. LO QUE CAMBIA: EFECTOS DE LA COVID SOBRE EL ESTADO


El coronavirus es el mayor reto colectivo al que se han enfrentado
nuestras Administraciones en décadas. La pandemia ha obligado a los
gobiernos de todo el mundo a intervenir en la vida económica, social y
sanitaria de sus sociedades en una escala no vista desde la Segunda Guerra
Mundial (Cepaluni, Dorsch y Branyiczki, 2020). Después de una larga era
en la que el poder y la responsabilidad había migrado de los Estados a los
mercados, vivimos ahora el «retorno del Estado al centro del escenario»
(Stephens, 2020).
¿Cómo ha vuelto ese Leviatán? Queremos pensar que será un Leviatán
más moderno y eficiente. Esperamos que la pandemia sitúe a nuestros
Estados en el futuro, como esas empresas del sector privado –por ejemplo,
bancos– que han saltado adelante cuatro cinco años en el uso de software y
aplicaciones informáticas debido a la crisis. Durante las primeras ocho
semanas de pandemia, la venta por internet en EE.UU. aumentó más que en
los 5 años previos (The Economist, 2020). Y los estudiosos del sector
público deseamos que nuestras Administraciones sigan el alabado modelo
coreano, convirtiéndose en más ágiles, transparentes y participativas
(Moon, 2020).
Pero la crisis también podría hacer retroceder a nuestros sectores públicos.
Cuantitativamente, tenemos en el horizonte años de creciente
endeudamiento público, que forzará a recortar servicios, aunque solo sea
para acomodar el refuerzo de los sistemas de sanidad y salud pública frente
a futuras pandemias. Cualitativamente, nuestras Administraciones pueden
perder el apetito reformista, abandonando experimentaciones como las
colaboraciones con el sector privado. A pesar de que la externalización de
ciertos servicios ha podido ser decisiva para la buena gestión de la
pandemia en algunos contextos, como indica el ejemplo australiano (Hunt,
2020), las colaboraciones público-privadas en determinados ámbitos, como
las residencias de mayores, han sido cuestionadas en muchos países, como
Suecia (Ödlund, Kinnari y Janbjer, 2020) o España (Camargo, 2020), y
crece la presión social para volver a una provisión de servicios más clásica
o burocrática, abandonando los modelos de gestión pública que habían ido
extendiéndose en los últimos años.
Veamos ahora las consecuencias que la crisis de la covid-19 está teniendo
sobre nuestros gobiernos y Administraciones. Porque el coronavirus es un
cisne negro que afecta tanto a las instituciones políticas como a las
administrativas. Y no es obvio cómo las transformará. En democracia,
podría estar amenazando los derechos y libertades fundamentales,
pavimentando el camino para soluciones autoritarias –algo de lo que
hablamos mucho–. Pero, al mismo tiempo, el coronavirus podría alimentar
las presiones democratizadoras en regímenes autoritarios –algo de lo que
hablamos menos–, ignorando una lección histórica de las crisis: que, en
democracias, fuerzan cambios de gobierno, pero, en dictaduras, cambios de
régimen.
De forma parecida, no está claro que la crisis de la covid-19 vaya a
significar una oportunidad para la modernización tecnológica de nuestras
Administraciones y la apertura a las colaboraciones con la sociedad civil o,
por el contrario, refuerce las visiones escépticas que llevan años reclamando
una vuelta a un modelo de Administración burocrática clásica: jerarquizada,
centralizada y cerrada.

3.1. Democracias enfermas


Empecemos por los efectos del coronavirus sobre los regímenes políticos
y, en particular, sobre la salud de las democracias. Tenemos dos hipótesis
contradictorias. La primera es la del «rally around the flag»: las crisis, ya
sea el ataque a Pearl Harbor o la Gran Recesión, favorecen el sentimiento
patriótico y de lealtad a las instituciones de los ciudadanos de un país,
además de una cierta solidaridad entre miembros de clases sociales
distintas. Es lo que explicaría por qué, tras unas guerras mundiales que
dejaron endeudados a muchos gobiernos occidentales, los gobiernos
posteriores, sin embargo, expandieron los Estados de bienestar.
La segunda es que, frente a la percepción de una amenaza, sobre todo si
afecta a la salud de los ciudadanos, estos están más predispuestos a
sacrificar sus libertades, concediendo poderes extraordinarios a un «hombre
fuerte». Es un peligro sabido desde la antigua Roma, donde se entregaban
las riendas de la República a un dictador para abordar crisis excepcionales,
pero solo durante un periodo de seis meses. Aunque, con César, obviamente
no fue suficiente.
Ambas hipótesis encuentran respaldo empírico. Aprovechando una
encuesta programada para marzo y abril de 2020 en Europa occidental, Bol
et al. (2020) pueden comparar las actitudes de los ciudadanos antes y
después de ser confinados. Sorprendentemente, y a tenor de las fuertes
críticas a muchos gobiernos nacionales, los autores encuentran que el apoyo
al partido del primer ministro sube un 4 % (nada despreciable en sistemas
multipartidistas) y, también curiosamente, han aumentado los niveles de
confianza en el Gobierno y satisfacción con el funcionamiento de la
democracia.
Los ciudadanos, independientemente de las molestias sufridas por las
medidas adoptadas por sus Administraciones, entienden que esas políticas
se deben adoptar, y simpatizan tanto con los cargos públicos electos a los
que les ha tocado lidiar con esta tesitura como con las instituciones públicas
en general.
A la vez, la pandemia ha llevado aparejada la proclamación en todo el
mundo de «estados de alarma», «emergencia» o similares legislaciones de
excepción. Y las democracias tienen un 75 % más de probabilidad de caer
bajo un estado de alarma (Lührmann y Rooney, 2020). Dadas las medidas
particularmente restrictivas de derechos impuestas por algunos gobernantes,
elegidos democráticamente, en países como Brasil, Hungría o India, en todo
el planeta hay 48 países que sufren un elevado riesgo de retroceso
democrático mientras que 34 padecen un riesgo medio (Lührmann, Edgell,
y Maerz, 2020).
Es decir, la pandemia parece que está polarizando las democracias,
dividiéndolas entre unos regímenes cada vez más consolidados –sobre todo
en Europa Occidental, pero también Canadá, Australia, Nueva Zelanda o
Japón– y otras democracias cada día más frágiles. Algunas, como Hungría o
Polonia, están dentro de la Unión Europea, que podría perder su estatus de
club exclusivo de democracias liberales.
La pandemia no parece que vaya a cumplir la profecía de Vladimir Putin
en junio de 2019 de que la democracia liberal es un régimen «obsoleto»
(Financial Times, 2019). O, al menos, no a corto plazo. Pero sí podría estar
acelerando una tendencia preocupante que observamos desde la crisis
económica. Durante la década transcurrida entre 2009 y 2019, y con datos
del V-DEM Institute, vemos que el porcentaje de democracias en el mundo
ha caído del 54 % de los países al 4 %.
Más preocupante todavía es el aumento de la población que está sufriendo
en sus propias carnes los recortes de libertades democráticas. Porque la
degradación de la democracia está siendo particularmente grave en países
de gran tamaño. En las vísperas de la crisis del coronavirus, alrededor de
600 millones de personas, en países como Túnez, Armenia o Ecuador,
llevaban unos años ganando derechos democráticos. Pero, al mismo tiempo,
cerca de 2.000 millones, en naciones como Turquía, India, Rumanía o
Brasil, han visto cómo sus democracias perdían calidad.
Para muchos expertos en democratización, estaríamos viviendo hoy una
oleada de «autocratización», que vendría de lejos y se habría iniciado ya en
1994, y constituiría la tercera oleada, tras una primera en el periodo de
entreguerras y una segunda en las descolonizaciones de los años 60
(Lührmann y Lindberg, 2019). Es una opinión compartida también por
políticos experimentados, como Madeleine Albright que en 2018 advirtió
que el fascismo, y las tendencias sociales que anticipan el fascismo, son una
amenaza mayor que en cualquier otro momento desde 1945.
Otro datos desalentador es que, mientras en 1990 los países autoritarios,
«no libres» según Freedom House, sumaban tan solo el 12 % del PIB
mundial, en las vísperas del coronavirus, estos Estados controlaban ya el 33
%, una fracción del pastel de la economía global no visto desde principios
de los terribles años de 1930.

IV. EL LEVIATÁN POSTCOVID


La gran pregunta es qué ocurrirá con estas tendencias en el mundo
postcovid. Es difícil que, a no ser haya una debacle económica
generalizada, las democracias más establecidas colapsen. Las cifras varían
dependiendo de los estudios, pero no se han registrado en la historia reveses
autoritarios en democracias con una renta media por encima de los 14000$
y una clase media amplia. Pero, incluso dentro de regiones con fuertes
democracias, como Europa, algunos gobernantes se han aprovechado de las
circunstancias para autoconferirse poderes para gobernar por decreto sin
límite temporal, como Victor Orban en Hungría, o para acceder sin límites a
información personal de sus ciudadanos, como el gobierno eslovaco.
En particular, podemos esperar que el Leviatán democrático sufra tres
presiones en un mundo amenazado por epidemias como la covid-19. Es la
conclusión que podemos extraer de uno de los primeros estudios
experimentales sobre cómo el coronavirus altera las actitudes de los
ciudadanos de una democracia (España). Amat et al. (2020) encuentran que,
si comparamos la amenaza de la covid con otras amenazas globales como el
terrorismo o el cambio climático, en el caso de la covid los ciudadanos se
muestran más inclinados a sacrificar libertades personales y consentir que
un líder fuerte tome el mando del país. Frente a un peligro inminente para
nuestra salud estamos especialmente dispuestos a unirnos bajo un liderazgo
fuerte.
Además, la crisis del coronavirus cambia las preferencias ciudadanas
sobre qué nivel de gobierno debería ocuparse de los problemas. Frente a
amenazas que tampoco entienden de fronteras, como el cambio climático o
el terrorismo, los ciudadanos (españoles, pero es probable que este
resultado sea generalizable a otros contextos) están más dispuestos a
delegar poderes a autoridades transnacionales, como la Unión Europea. Sin
embargo, para abordar una crisis sanitaria como la covid, los ciudadanos
desean que el poder resida fundamentalmente en el gobierno central.
En tercer lugar, y empezando ya el descenso del nivel político al
administrativo, los ciudadanos, ceteris paribus, valoran hoy más los
criterios de los expertos que de los políticos. Muestran mayor confianza en
los técnicos y menos en los políticos. Es algo que había sido advertido antes
en diversos estudios. En tiempos de crisis hay una necesidad especial de
evidence-based policies. Los gobiernos necesitan señalizar que sus
decisiones, justo cuando acumulan unos poderes especialmente elevados,
sirven al interés general y no a intereses particulares (Cairney, 2016).
En todo caso, todavía no podemos emitir un veredicto sobre si la
pandemia aumentará la autonomía e independencia política de las
Administraciones públicas o, por el contrario, incrementará su dependencia
de unos ejecutivos crecientemente empoderados. ¿Tendremos unas
organizaciones públicas más despolitizadas, que «dejen decidir a los
expertos», como las que han gestionado en primera línea la pandemia en los
países nórdicos (Hinnfors, 2020)? ¿O experimentaremos una repolitización
de las Administraciones, como la intentada por Trump en EE.UU.
(Friedersdorf, 2020) o Bolsonaro en Brasil (Greer et al. 2020)?
En todo caso, la crisis del coronavirus sí parece dibujarnos un Leviatán
futuro con tres rasgos principales: primero, un Estado más fuerte; segundo,
un Estado más centralizado; y, tercero, un Estado más tecnocrático. El
Leviatán seguirá siendo plenamente democrático en muchos países, pero
puede volverse autoritario en determinados contextos. Y es que una
constante de la historia es que, una vez conferimos poderes extraordinarios
a un Estado, a este le cuesta devolverlos.
4.1. La incertidumbre del malestar social
Aun así, quizás la nube más oscura que se cierne sobre nuestros países es
la posibilidad de revueltas sociales. Un preocupante estudio del Fondo
Monetario Internacional destacaba que las pandemias pueden generar
círculos viciosos de desesperación económica y malestar social (Saadi-
Sedik y Xu 2020). Analizando epidemias anteriores a la covid –y de una
dimensión mucho menor– entre los años 2001 y 2018 para un conjunto de
133 países, encuentran que el malestar social se manifiesta no durante la
pandemia, sino aproximadamente 14 meses después, y con un pico situado
en los 24 meses. Esto es importante porque nos sirve de advertencia, frente
a aquellos que consideran que en 2021 volveremos a vivir unos felices
veinte, como en el siglo XX.
La pandemia contribuye a que aumente la tensión social a través de dos
vías: la reducción del crecimiento económico y el aumento de la
desigualdad, medido por el coeficiente GINI. Las pandemias tienen efectos
asimétricos sobre la población, incrementando incluso los ingresos de los
ciudadanos más afortunados, pero reduciendo los de los ciudadanos con
menos estudios. Aquellos con menos cualificaciones académicas sufren
mayor desempleo como consecuencia de un shock exógeno como una
pandemia. Ya lo estamos viendo en esta. Entre aquellos que ganan más de
100000 dólares al año, un 60 % puede teletrabajar, pero entre quienes ganan
menos de 40000 dólares apenas un 10 % puede trabajar desde casa.
Estos elementos –peor crecimiento, mayor desigualdad y malestar social–
se alimentan los unos a los otros solidificando un círculo vicioso del que es
difícil salir. Y, de nuevo, esta evidencia proviene de pandemias que, ni de
lejos, han tenido un efecto sobre la economía y sociedad equivalentes al
tsunami de la covid.

V. EFECTOS DEL LEVIATÁN SOBRE LA COVID


En esta sección analizaremos la relación causal inversa: pasaremos de
mirar el impacto de la pandemia sobre las características de los Estados a
mirar el efecto de estas sobre la gravedad de la pandemia. Pasaremos de
preguntarnos qué efectos tiene el coronavirus sobre nuestros leviatanes a
interrogarnos qué efectos tienen nuestros distintos leviatanes en la
expansión de la pandemia: qué impacto tienen las características de
nuestros gobiernos y Administraciones sobre la mejor (o peor) gestión de la
pandemia.
¿Qué sectores públicos han respondido mejor a la emergencia sanitaria?
La literatura especializada no ha sido capaz todavía de ofrecer respuestas
concluyentes y muchos de los patrones observados son «misteriosos»
(Cheibub, Hong y Przeworski 2020, 1). Por ejemplo, ¿por qué algunas de
las Administraciones más democráticas parecen haberlo hecho
relativamente bien, como Alemania, y otras, como EE.UU., de forma muy
mejorable?
A pesar del poco tiempo transcurrido desde el inicio de la pandemia, un
creciente número de investigaciones ha empezado a comparar las respuestas
y los resultados obtenidos tanto por distintos países como por unidades
subnacionales que, de Italia a EE.UU. pasando por Brasil, presentan
también notables diferencias.
El consenso emergente es unánime en un punto: la gestión pública
importa. Es cierto que la pandemia golpeó a algunos países antes que a
otros. En particular, China, Corea, Japón, Irán, Italia, Francia, Alemania y
Reino Unido sufrieron el virus con más temprana intensidad que otros. Pero
pronto se extendió a todo el planeta. Y los gobiernos han respondido de
forma muy distinta (Hale y Webster, 2020). Algunos han sido capaces de
adoptar políticas anticontagio –que, a nivel agregado, se calcula que han
salvado unos 530 millones de infecciones en todo el mundo (Hsiang et al.
2020)– y otros no. ¿Qué explica estas diferencias?

5.1. La calidad de la democracia


Una de las interpretaciones más precipitadas de la gestión de la pandemia
fue la de que los países autoritarios estaban mejor preparados para tomar las
medidas contundentes necesarias para contener al virus. La Organización
Mundial de la Salud llegó a alabar el confinamiento sin precedentes de más
de 50 millones de personas en la provincia de Hubei como «un nuevo
estándar en la respuesta a una epidemia». Y algunos estudios muestran que,
efectivamente, las Administraciones dictatoriales reaccionaron de forma
más rápida (Cheibub, Hong y Przeworski, 2020) y más contundente (Frey,
Chen y Presidente, 2020). A los países democráticos, controlado por otro
tipo de explicaciones, les costó más limitar derechos liberales, tales como
prohibir las reuniones públicas, cerrar las escuelas o forzar a poblaciones a
confinamientos.
Pero, en su conjunto, los regímenes autoritarios no han gestionado mejor
la crisis. Sabemos desde antes de la pandemia que, en general, la
democracia tiene un efecto positivo sobre la salud de los ciudadanos de un
país (Bellinger, 2019).
Para empezar, la libertad de expresión facilita que los gobiernos trabajen
con información de más calidad, lo que les permite responder de forma más
adecuada a las crisis (Persson y Povitkina, 2017). Así, el bloqueo inicial de
información por parte de algunas autoridades chinas, censurando las
noticias sobre los primeros casos de covid en las redes sociales, deteniendo
a un médico, o retrasando los reportes sobre la trasmisión del virus entre
humanos (Madrigal y Meyer, 2020), dificultó la gestión posterior
(Kavanagh, 2020).
Además, las políticas adoptadas por las democracias se implementan
mejor. De media, las mismas medidas destinadas a reducir la movilidad
geográfica son un 20 % más efectivas en las democracias que en las
dictaduras.

5.2. La calidad de la Administración


¿Qué características pues de los sectores públicos están asociadas con una
mejor gestión de la crisis? Como señala Fukuyama (2020), la línea divisoria
entre las buenas y las malas respuestas a la pandemia no es la que separa a
las democracias de las autocracias, sino la que separa a las
Administraciones con alta calidad administrativa de las que no.
Esta calidad de la Administración (state capacity, institutional quality,
quality of government), entendida como capacidad de implementar las
políticas públicas de forma imparcial (Rothstein y Teorell, 2008) se ha
encontrado decisiva para explicar la efectividad, eficiencia y ausencia de los
gobiernos (Dahlström y Lapuente, 2017). Y, con la pandemia, los expertos
coinciden en que aquellos países con Administraciones imparciales o
«weberianas», como Alemania, Taiwán o Corea, han respondido de forma
más efectiva a la crisis (Dresschler, 2020). La calidad de la Administración
ha sido destacada por numerosos expertos como un factor clave para
entender la buena respuesta de algunos países durante la primera ola de la
pandemia (Greer et al., 2020, Fernández-Villaverde, 2020).
La calidad de la Administración mejora la respuesta a crisis sanitarias de
dos formas. Directamente, porque los países con estas Administraciones
tienen mayor capacidad de proveer servicios y asignar partidas
presupuestarias urgentes de forma eficiente (Raschky, 2008), además de
ampliar el abanico de instrumentos políticos disponibles para ser
implementados (Teng y Davie, 2020). E, indirectamente, porque la calidad
de la Administración genera confianza ciudadana en sus instituciones y eso
es fundamental en una crisis (Fukuyama, 2020). Porque los tiempos de
crisis son tiempos de poderes ejecutivos exacerbados y es fácil que los
ciudadanos desconfíen de unos cargos electos que asumen
discrecionalidades casi propias de un autócrata. Surgen las dudas entre la
población ante cualquier medida excepcional: ¿lo hace por el interés
general o el suyo?
Además, durante una pandemia las decisiones tienen enormes costes
(Hsiang et al., 2020). Pensemos en los daños sociales y económicos
causados por el cierre de colegios y negocios. Los gobiernos se ven
obligados a elegir entre disyuntivas que, sí o sí, generan rechazo. Con lo
que solo aquellos Estados que gocen de una robusta legitimidad entre la
población, gracias a una exquisita reputación de imparcialidad, pueden
tomar las medidas adecuadas para el bienestar a largo plazo de la población.
Si, por el contrario, generan desconfianza, los gobiernos optarán por
medidas cortoplacistas y oportunistas. Como, por ejemplo, la decisión del
presidente Trump de reabrir EE.UU. para Semana Santa porque sería
«bonito» ver las iglesias llenas (Fukuyama, 2020) o el retraso en tomar
medidas restrictivas del presidente Bolsonaro en Brasil, contra la opinión de
los expertos (Reuters, 2020).

VI. CONCLUSIONES: OPORTUNIDADES DE MEJORA PARA


NUESTRAS ADMINISTRACIONES
La pandemia es un problema muy estresante para nuestras
Administraciones, pero deberíamos verlo también como una oportunidad de
mejora. En particular, si nos comparamos con los países referentes en
calidad de la Administración, España adolece de dos lastres: la excesiva
politización y, al mismo tiempo, la burocratización. Esta segunda, la
burocratización, suele verse como la antítesis de la primera, la politización,
pero es mejor verlas como compañeras, pues, como mínimo en el entorno
de la OCDE, aquellos países con mayores niveles de politización (como
México o Grecia, y, aunque a cierta distancia, también España) presentan
también altos niveles de burocratización administrativa.

6.1. Escapar de la politización


En primer lugar, nuestras Administraciones están relativamente más
politizadas: para hacer carrera en la Administración, las afinidades políticas
siguen contando más, y los méritos y capacidades menos, que en otros
países. Esto ha quedado patente en la gestión de la pandemia, cuando en
varias Administraciones españolas a distintos niveles hemos visto
dimisiones y ceses de altos cargos en salud pública y sanidad por
desavenencias con la dirección política.
No hemos llegado al extremo de EE.UU., donde el presidente Donald
Trump trató de imponer sus criterios políticos «empujando la ciencia» a un
rincón (Interlandi, 2020). Los nombramientos políticos de Trump en la
agencia americana del medicamento (Food and Drug Administration)
trataron de forzar la autorización de tratamientos contra el coronavirus que
el presidente consideraba apropiados, pero que no contaban con suficiente
evidencia científica, como la hidroxicloroquina. De forma parecida, los
cargos políticos de la Administración Trump en el Centro para el Control y
Prevención de Enfermedades (Centers for Disease Control) intentaron
sabotear los intentos de los técnicos de publicar unas recomendaciones
claras a la población sobre qué hacer frente a la pandemia. El resultado fue
la caótica respuesta en muchos lugares del país, con dudas sobre si usar
mascarilla o cuándo es necesario cerrar un colegio.
Por el contrario, la alta meritocracia y baja politización de los organismos
públicos alemanes ha podido ser clave para entender la buena respuesta del
país, como mínimo durante la primera ola. Como señaló el jefe de
epidemiología del Hospital Universitario de Heidelberg, Hans-Georg
Kräusslich, «quizás la mayor fuerza que hemos tenido en Alemania es la
racional toma de decisiones al más alto nivel de las Administraciones
combinado con la elevada confianza de la que las Administraciones gozan
entre la ciudadanía» (Bennhold, 2020).
Urge, por tanto, iniciar un proceso de despolitización de nuestras
instituciones, tratando de limitar al máximo el (amplio) margen que en estos
momentos tienen nuestros políticos, tanto a nivel nacional, autonómico o
local, para nombrar altos cargos. De nuevo, eso no hay que llevarlo al
extremo, porque esta pandemia también ha enseñado que la despolitización
extrema, la tecnocracia absoluta en la gestión de una crisis sanitaria, como
es el caso de Suecia, también ocasiona problemas.
La Agencia de Salud Pública sueca (Folkhälsomyndigheten) es, como
toda autoridad, plenamente independiente del gobierno y, gracias a una
legislación que literalmente prohíbe las órdenes ministeriales, ha gozado de
una autonomía sin parangón en la gestión de la pandemia. Sus vecinos
nórdicos comparten unos modelos ligeramente menos tecnocráticos (o más
politizados) y los ministros han instado a las agencias de salud a tomar
medidas cuando estas eran más reticentes, pues la evidencia empírica (de
otras pandemias) no era lo suficientemente concluyente sobre los efectos
positivos de cerrar colegios o llevar mascarillas. Sin embargo, la Agencia
de Salud Pública sueca, en manos de uno de los mayores expertos del
mundo en los efectos de las medidas gubernamentales en la gripe española
y pandemias similares, Anders Tegnell, decidió aplicar una política basada
exclusivamente en criterios científicos. Científicos en el sentido más
estrecho del término: si no existe una amplia evidencia empírica mostrando
que, significativamente, el uso de máscaras, el cierre de colegios,
confinamientos poblacionales y demás, tiene un efecto mitigador de la
expansión de un virus, no lo recomendamos. El resultado de esta
aproximación 100 % tecnocrática a la gestión de la pandemia ha sido
nefasto, pues Suecia ha acumulado una mortalidad por covid entre cinco y
diez veces mayor que sus vecinos nórdicos.

6.2. Escapar de la burocratización


El segundo problema endémico de las Administraciones españolas es la
burocratización. Esta tiene lugar en un doble nivel. Por un lado,
burocratización de los procedimientos. Nuestras Administraciones siguen
primando el control (ej. si quiere acceder a la ayuda X, enseñe usted Sr. o
Sra. usuaria toda la documentación probando fehacientemente que cumple
con todos los requisitos demandados) sobre la confianza (ej. de entrada,
confiamos en su declaración y le concedemos la ayuda; luego, ya lo
comprobaremos); la presentación de (muchos) papeles ex ante sobre el
monitoreo ex post.
Por otro lado, nuestros recursos humanos se hayan también
particularmente burocratizados. Son rígidos y eso dificulta su adaptación a
entornos tan cambiantes como un mundo globalizado salpicado por crisis
económicas y pandemias. Tal y como apunta el agudo observador de
nuestras Administraciones, Carles Ramió, durante meses nos quejamos de
que España no fue capaz de encontrar a 30000 rastreadores de la covid,
cuando ese número apenas representa el 0,9 % de los empleados públicos
del país. ¿Cómo es posible que no pudiéramos movilizar a una fracción tan
pequeña de nuestros servidores públicos para una tarea tan urgente y
necesaria?
Uno de los problemas más notables es la rigidez en la dirección pública.
No tenemos una figura del directivo público –independiente de los vaivenes
políticos y que pueda desarrollar una carrera en diagonal entre distintas
Administraciones e incluso organizaciones del sector privado– y, en
comparación con los altos cargos de otros países, los nuestros gozan de
poca libertad. Para seleccionar, promocionar y poner incentivos a los
empleados públicos; o para reestructurar los procesos. De nuevo, estamos
en el furgón de cola de la OCDE en esta dimensión. Y es preocupante,
porque la libertad de los directivos públicos para gestionar sus
organizaciones de la mejor forma que consideren oportuna está relacionada
no con una mayor probabilidad de corrupción (porque los directivos
podrían usar ese margen de discreción para aprovecharse ellos o sus
allegados), sino, todo lo contrario, con menores niveles de corrupción, así
como mejor efectividad en las políticas públicas y menores niveles de
malgasto de recursos públicos.

6.3. Tres terrenos de actuación: más transparencia, más gestión


pública, y menos politización
El primer terreno de actuación para mejorar las Administraciones
públicas, tanto la española como la de cualquier país, es aumentar la
transparencia. El gráfico 1, elaborado por Jae Moon (2020), ilustra muy
bien la importancia de la transparencia. Moon entiende que la clave del
éxito de la estrategia de Corea del Sur frente a la pandemia fue seguir una
política (brutalmente) transparente desde el día uno. Y, como indica el
gráfico, no es fácil ser transparente, porque hieres a determinados grupos:
pensemos en los organizadores de marchas en el Día Internacional de la
Mujer que pueden quedar canceladas o en los dueños de restaurantes y
tiendas que pueden ver dañados sus negocios por el «alarmismo» del
gobierno.

Gráfico 1. Relación entre transparencia en la política y confianza ciudadana

Fuente: Moon (2020).

De hecho, es esperable que la confianza en el gobierno caiga a corto plazo


si este adopta una política cristalinamente transparente en relación a una
pandemia. A corto plazo, la transparencia conduce a un déficit de confianza
en comparación con una política más opaca. Por ejemplo, una política de
negar los informes técnicos que llegan de Europa advirtiendo sobre la
llegada de la pandemia a inicios de marzo o los avisos de los expertos sobre
la necesidad de cerrar el interior de los restaurantes en verano. Pero, a
medida que pasa el tiempo, y la realidad se va descubriendo, una política
transparente, como la seguida por el gobierno coreano, acaba generando
más confianza que una más opaca.
El segundo terreno de actuación es la sustitución de la burocratización por
una gestión pública más flexible y dinámica. Como numerosos expertos,
sobre todo del ámbito sanitario, han señalado, urge minimizar los trámites
burocráticos a los que se enfrentan los directivos públicos para contratar
profesionales, adquirir materiales o tomar decisiones de gestión. Y, en
general, debemos transitar de una cultura administrativa basada en controles
legales ex ante y controles presupuestarios previos a controles ex post de
resultados y un enfoque de rendición de cuentas.
En esta misma línea sería necesario sustituir el modelo funcionarial por la
contratación laboral en aquellos ámbitos donde sea posible. Eso no debería
concebirse como un empeoramiento, sino, por el contrario, una mejora de
condiciones laborales cuando sea necesario. Y eso tampoco debería
concebirse como un aumento de las probabilidades de nepotismo,
enchufismo o amiguismo. Con una dosis suficiente de transparencia de los
procesos de selección y promoción, la contratación laboral, siguiendo
parámetros de flexibilidad propios del sector privado, puede ser
perfectamente meritocrática. Los ejemplos, en las antípodas, de Dinamarca
o Nueva Zelanda, indican que la copia en el sector público de prácticas de
contratación propias del privado puede ser al mismo tiempo garantía de
mérito, competencia y experiencia.
Si no flexibilizamos la entrada a las Administraciones, va a ser difícil
reclutar talento para el sector público. Y nuestras Administraciones padecen
un déficit en los perfiles actualmente más demandados en el sector privado,
y que hubieran sido cruciales para dar una mejor respuesta a crisis como la
de la covid: los perfiles STEM (Ciencia, Tecnología, Ingeniería y
Matemáticas, por sus siglas en inglés). Las Administraciones españolas
ofertan relativamente pocas plazas de alta cualificación y se calcula que un
70 % de las plazas abiertas en los últimos años han sido para perfiles de
cualificación media-baja, como personal administrativo y auxiliar
administrativo (Catalá y Cortés, 2020). El personal de nuestro sector
público está también envejecido. En algunas Administraciones, la mitad de
los empleados públicos tiene entre 50 y 59 años.
Y seguramente el signo más llamativo de la poca capacidad de nuestras
Administraciones para atraer talento es preguntar a nuestros hijos e hijas,
sobrinos y sobrinas, motivados por ayudar a los demás, dónde querrían
hacer una carrera profesional. Muy probablemente, y a diferencia de lo que
contestábamos nosotros hace 20, 30 o 40 años, la mayoría de aquellos
jóvenes interesados en cambiar la sociedad responderán que prefieren
unirse a una ONG o a una empresa privada, sobre todo tecnológica. Es
deber de todos intentar revertir esta situación y tratar de persuadir a las
nuevas generaciones sobre la importancia de trabajar en el sector público
para tener un país más rico, igualitario y justo. Y para eso necesitamos
transformar la crisis provocada por la pandemia en una oportunidad para la
modernización y apertura de nuestras Administraciones.

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CAPÍTULO IV
¿QUÉ SABEMOS SOBRE CÓMO REFORMAR
LA ADMINISTRACIÓN?:
CONTENIDOS, CAPACIDAD Y
TRAYECTORIAS144

Por Eloísa del Pino (IPP-CSIC) y César Colino (UNED)


Instituto de Políticas y Bienes Públicos, Consejo Superior de Investigaciones Científicas
Universidad Nacional de Educación a Distancia

I. LA POLÍTICA DE REFORMA DE LA ADMINISTRACIÓN PÚBLICA


En algunos ámbitos, durante las últimas décadas, nuestra Administración
ha experimentado cambios muy significativos que han mejorado su
capacidad de responder a las exigencias de una sociedad democrática y
moderna (Parrado, 2020; Villoria, 2020). Sería injusto retratarla como una
Administración inmóvil o congelada. Sin embargo, lo cierto es que siguen
pendientes reformas centrales, como por ejemplo el avance hacia una
dirección pública profesional, la necesidad de aclarar la relación entre la
política y la Administración, la desburocratización que contribuya a agilizar
los procedimientos administrativos que ahora paralizan algunos sectores,
como el científico, imprescindibles si se quiere que el país sea competitivo,
la mejora de las capacidades de análisis de nuestra Administración que debe
anticiparse a lo que ocurre en su entorno, en vez de estar tan obsesionada
por el legalismo y la gestión organizativa, el replanteamiento de plantillas
pensadas para una Administración más anticuada, la terrible precarización
de determinados puestos esenciales, la muy necesaria aunque compleja
incorporación de la evidencia científica a las políticas, la definición nítida
de la forma en que debe relacionarse la Administración con el sector
privado y el tercer sector, la revisión de los mecanismos de gobernanza
territorial, la mejora de la rendición de cuentas o el avance de la
digitalización y la incorporación de la inteligencia artificial a la gestión
pública, el acercamiento de las instituciones y los gestores públicos a la
ciudadanía, la mejora de la percepción de las Administraciones, entre otros
(Aldeguer y Pastor, 2020; Arenilla y Delgado, 2014; Brugué et al., 2014;
Criado y Gil García, 2019; Gascó, 2014; Jiménez Asensio, Villoria y
Palomar, 2009; Parrado, 2020; Echebarría, 2011; Ramió, 2021; Mesa et al.,
2020; Del Pino et al., 2016; Brugué, Font y Ruiz, 2020; Subirats, 2012;
2016).
La crisis de la covid-19 y la repuesta generosa de la UE en términos de
recursos han abierto una ventana de oportunidad para retomar esta reforma
pendiente de la Administración pública en España y algunos expertos han
sugerido que los gobiernos del país deben ponerse manos a la obra (Longo
et al. 2020). Sin embargo, para ello, además de decidir la dirección y el
contenido de los cambios que se pretenden realizar en nuestras
Administraciones, y que no son siempre evidentes, debe tenerse en cuenta
que los procesos de transformación de la gestión pública, de forma parecida
a lo que ocurre con otras políticas públicas, por ejemplo, las pensiones o el
aborto, deben planificarse cuidadosamente ya que la capacidad de reforma
está determinada por múltiples factores.
En este capítulo, se revisan los factores que han estimulado los «intentos
deliberados de cambiar las estructuras, procesos y/o las culturas de las
organizaciones del sector público con el propósito de hacerlas funcionar
mejor» (Pollit y Bouckaert 2017: 2) en Europa y el modo en que estos
estímulos son recibidos por los sistemas políticos administrativos de cada
país, condicionando la capacidad y el alcance de las reformas y
produciendo distintas trayectorias de transformación. Después, se exponen
algunas de las principales reformas de las Administraciones europeas y los
debates a los que estas transformaciones han dado lugar con el propósito
que pueden servir para situar la discusión en el caso de España.

II. LOS DESENCADENANTES DE LAS REFORMAS DE LA


ADMINISTRACIÓN: ESTÍMULOS E IDEAS SOBRE EL PAPEL DEL
ESTADO15
La mayor parte las reformas de los últimos 30 años están relacionadas con
el intento más o menos deliberado de los gobiernos de dar respuesta a
determinados estímulos, como los cambios en la gobernanza internacional
(en el caso de Europa, la pertenencia a la UE) y en la economía más
liberalizada y globalizada, el surgimiento de los llamados nuevos riesgos
sociales derivados de la postindustrialización (por ejemplo, el alto
desempleo y las elevadas tasas de pobreza, el rápido envejecimiento o la
desindustrialización), el cambio de valores y la creciente diversidad social,
el desarrollo tecnológico y las nuevas ideas acerca de cómo el Estado tiene
que adaptarse a todos estos fenómenos y en particular la llamada nueva
gestión pública (Goetz, 2008; Gualmini, 2008; Roberts, 2010; Pollitt y
Bouckaert, 2011; Hardiman, 2012).
Sin duda, la integración europea es uno de los factores estimuladores de
las reformas administrativas con más importancia explicativa (Toonen,
2012: 566). Las Administraciones nacionales han tenido que aplicar la
legislación de la UE y en ocasiones se han visto «obligadas a modificar o
abandonar ciertas políticas, cambiar o descartar instrumentos tradicionales
de política o a reorganizar las estructuras o procedimientos», como
consecuencia de las decisiones legislativas y judiciales adoptadas por las
instituciones de la UE (Kassim, 2003b: 154). Las Administraciones
nacionales también tienen que adaptar su estructura, personal y modelos de
adopción de decisiones como consecuencia de su participación en la UE
(Molina, 2001; Colina y Molina, 2005; Olmeda, 2012; Ares y Bouza,
2019). Por ejemplo, los burócratas de los ministerios u organismos se han
especializado en la maquinaria de la UE y, por lo general, pasan por un
destino en la Comisión Europea como expertos dentro de la comitología
como parte de su carrera normal en la función pública (Geuijen et al.,
2008). Al mismo tiempo, la pertenencia a la UE ha estimulado la creación y
el diseño de estructuras ejecutivas y políticas más consistentes con las
políticas supranacionales (Molina y Colino, 2007). Algunos ministerios
nacionales, como los de Agricultura, Pesca, Medioambiente o Economía se
han convertido en «las ramas nacionales de la Comisión Europea en lugar
de los ministerios del Estado nacional» (Yesilkagit, 2012: 29). En solo unos
meses, la reacción europea a la crisis de la covid-19 con los Fondos Next-
Generation, está impulsando cambios en las Administraciones nacionales
que han necesitado adaptar sus normativas, desburocratizar los
procedimientos de gestión o buscar ayuda externa para diseñar y evaluar el
uso de tales fondos.
Junto a la pertenencia europea y los otros estímulos mencionados más
arriba, como se ha dicho, el papel de las ideas asociadas con la nueva
gestión pública (NGP) también ha sido importante. Aunque en los años
seteneta eran novedosas, las ideas sobre la liberalización de la economía y
la revisión del modelo burocrático tradicional se han convertido en la nueva
ortodoxia aplicada por los gobiernos de cualquier parte del espectro
político. A las reformas llevadas a cabo por Gran Bretaña en los años
ochenta, le siguieron los países Escandinavos y Alemania y los países de
Europa del Este. En la decada de los años noventa, las reformas afectaron
también a Francia y a los países del sur de Europa (Löffler, 2003; Haensch
y Holtmann, 2008: 607).
Las grandes tendencias de reforma que pueden identificarse en los últimos
30 años asociadas a la NGP son (Colino y Del Pino, 2015): la
liberalización, privatización y desregulación de los principales sectores de
la economía y los servicios públicos; la menor intervención del Estado
como prestador de servicios para adoptar el papel de regulador; el
desplazamiento hacia el gerencialismo; la apuesta por las nuevas
tecnologías; el impulso de la transparencia y el gobierno abierto, con el
creciente protagonismo del ciudadano-cliente; la descentralización y
desconcentración de los gobiernos; la agencificación en el nivel nacional y
en la UE; el avance hacia un modelo de gobernanza colaborativa, en red,
con una pluralidad de centros de decisión; la implantación de la evaluación,
la, al menos aparente, apuesta por una mayor despolitización y
tecnocratización de la adopción de decisiones; y la europeización de las
Administraciones y las políticas.
A pesar de la puesta en marcha de todas las reformas, no está claro cuál ha
sido su impacto en los objetivos que la NGP preconizaba (mejorar la
eficacia, la eficiencia e incrementar la calidad de los servicios) ni en otros
aspectos relacionados con la legitimidad del sistema en su conjunto y los
que tienen que ver con la gobernabilidad democrática. Según Pollit
(2013: 3), solo el 8,7 % de los estudios más relevantes reunidos en el marco
del proyecto de investigación europeo COCOPS, que cuenta con una base
de datos de 518 estudios sobre los impactos de la NGP de casi todos los
Estados miembros más Noruega, se refiere a los impactos finales de la
reforma en los ciudadanos y en la sociedad. Cuando existen evaluaciones,
como era de esperar, concluyen que las reformas producen efectos deseados
e indeseados (Van de Walle y Hammerschmid, 2011; Alonso et al., 2015;
Lapuente y Van de Walle, 2020).
Algunas de las ideas que forman parte de la llamada post-NGP han tratado
precisamente de responder a los efectos no deseados de la NGP, tales como
la pérdida de control político, la fragmentación, las duplicidades y
solapamientos o la deficiente coordinación entre niveles de gobierno,
organizaciones e incluso entre diferentes sectores de política pública,
derivada de la excesiva especialización horizontal y de la proliferación de
organizaciones, las negativas consecuencias sobre el ethos y la motivación
de los empleados públicos, la tendencia a centrarse en el corto plazo más
que en la planificación a largo y, finalmente, el desigual trato a los
ciudadanos y la erosión de la cohesión social y del interés general como
consecuencia de la introducción de la libre elección y la privatización (Van
de Walle y Hammerschmid, 2011; Christensen y Lægreid, 2012).
Si la NGP fue la principal inspiradora de las reformas en los años ochenta
y noventa, ahora es desafiada por nuevas ideas y algunos investigadores
creen que desde 2000 se está en un periodo de «post-NGP». Greve (2013: 2
y ss.) encuentra cuatro alternativas (nueva gobernanza [NGoP], la
gobernanza de la era digital [DEG], el Estado neoweberiano [ENW] y la
gestión del valor público [GVP], aunque claramente pueden añadirse
algunas más, como el nuevo servicio público [NSP]).
El ENW consiste en la combinación de los elementos centrales del
modelo clásico de Administración con elementos modernizadores. Mientras
se mantienen el papel central del Estado, la democracia representativa y los
mecanismos de control previo, e incluso se sigue considerando que los
directivos públicos tienen un ethos diferente, se implementan diversos
instrumentos de consulta, se pone énfasis en la relación con los ciudadanos
y la posibilidad de coproducción, en el logro de resultados y en la
profesionalización de la gestión (Pollitt y Bouckaert, 2011: 118; Greve,
2013; Bykjeflot, du Gay y Greve, 2018).
Como la NGP, la NGoP y la GVP tienen un enfoque empresarial, pero
critican que la NGP no afronta algunos problemas, como la escasez de
recursos, el creciente tamaño de los gobiernos y la relaciones entre las
Administraciones y otros actores para la prestación de servicios (Liddel,
2018: 968). La NGoP sugiere que los nuevos desafíos necesitan
cooperación, colaboración y coordinación entre los diferentes niveles de
gobierno y con otros individuos, grupos, organizaciones con o sin ánimo de
lucro, para trabajar en partenariados, en redes o incluso en iniciativas de
coproducción. Los Estados deberían ser «facilitadores» y mantener un papel
central en estas soluciones de gobernanza con personal debidamente
formado (Greve, 2013; Liddel, 2018). La GVP busca comprender qué
espera la ciudadanía de la Administración y entiende que los gestores
públicos pueden identificar estrategias para lograr valor público. Define el
interés general respecto a las preferencias colectivas en lugar de la suma de
las preferencias individuales como en la NGP, incluye la confianza y la
legitimidad como unos objetivos de rendimiento, sugiere el establecimiento
de un sistema de rendición de cuentas múltiple en lugar de uno basado solo
en el mercado (Greve, 2013).
Con respecto a EGD, según expone Dunleavy et al. (2006: 1), está
constituida por tres elementos que incluyen: 1) la reducción de organismos,
la gobernanza conjunta, la regobernabilidad, el restablecimiento de los
procesos centrales, la disminución radical de los costos de producción, la
reingeniería de las funciones de back-office, la centralización de las
compras, la especialización y la simplificación de la red; 2)
reorganizaciones basada en el cliente, provisión única de servicios,
información interactiva, la búsqueda y almacenamiento de datos,
reingeniería de servicios; y 3) la digitalización de la prestación electrónica
de los servicios y el gobierno abierto.
Por último, el NSP se basa en las teorías que defienden la ciudadanía
activa y comprometida con la existencia de un «bien cívico» y la
compatibilidad entre la construcción de una vida en comunidad, una sólida
sociedad civil y el desarrollo individual, objetivos en los que las
instituciones gubernamentales tienen destacado protagonismo creando el
capital social o fortaleciéndolo y aprovechándolo donde ya exista (Denhardt
y Denhardt, 2015).
Para acabar, algunas de las ideas más básicas que subyacen a las reformas
recientes de la Administración vinculadas a la NGP, solo comenzaron a
discutirse tras las consecuencias económicas, sociales y políticas de la gran
recesión iniciada en 2008 y las medidas de austeridad aplicadas durante la
misma, en particular durante la segunda parte de la crisis en algunos países
(Wilson, 2012; Shäfer y Streeck, 2013). Esta puesta en cuestión puede
apreciarse en la primera reacción tanto de los gobiernos nacionales como de
la Unión Europea a la nueva crisis de la covid-19 quienes, quizá temiendo
por las consecuencias políticas, han apostado por una mayor intervención
del Estado y la inversión pública para intentar reactivar la maltrecha
situación económica y social que ha generado la crisis de coronavirus. No
se puede saber aún, si como ocurrió en la segunda parte de la gran recesión,
las medidas expansivas se sustituirán otra vez por medidas que promuevan
la consolidación fiscal.

III. EL PAPEL DE LOS DETERMINANTES NACIONALES EN LAS


REFORMAS DE LA ADMINISTRACIÓN
A pesar de la existencia de estímulos comunes a todos los países
europeos, los sistemas nacionales (sus características institucionales,
políticas, económicas y sociales, estructurales o coyunturales, y la
capacidad del propio sistema) actúan como filtro que atenúa o exacerba
aquellos, produciendo trayectorias de reforma que no son idénticas (Pollit y
Bouckaert, 2017).
Los diferentes análisis de los procesos de reforma de la Administración y
la gestión pública en Europa parecen apoyar la idea de que, aunque muchos
factores, como la postindustrialización, la pertenencia europea, el cambio
demográfico, el desarrollo tecnológico o las ideas relacionadas con la NGP,
ejercen una presión similar en todos los países europeos en favor de ciertas
reformas. Sin embargo, parece más exacto que, como mucho, puede
hablarse de una convergencia divergente.
Es posible que exista lo que Pollit (2007: 14) denomina una
«convergencia discursiva» respecto a la NGP, en la cual se usa el mismo
vocabulario, quizá aprendido en las reuniones europeas, y una agenda
aparentemente similar, e incluso una «convergencia decisional»,
probablemente derivadas de que las reformas se han iniciado para responder
a una serie de presiones parecidas. Sin embargo, las denominadas
convergencias operacional y de resultados son muy difíciles de medir
(Pollit, 2007; Pollit y Bouckaert, 2011). Aunque muchos países han
emprendido algunas de las transformaciones que caracterizan a la NGP,
quizá la única coincidencia general de las reformas es que todas ellas parece
producirse un alejamiento del modelo burocrático.
Respecto a la divergencia, por un lado, en ocasiones la NGP ha penetrado
más en el terreno de los discursos que en la práctica (Torres, 2004; Ongaro
2009; Pollit y Bouckaert, 2011; Christensen y Lægreid, 2012). Además, las
reformas han surgido de diferentes formas y han seguido diferentes rutas, en
buena medida debido a las peculiaridades locales y en particular a las
tradiciones administrativas.
En el contexto europeo acostumbran a distinguirse diferentes
agrupaciones de países en función de su sistema administrativo. En
particular, el tipo de sistema administrativo es útil para describir las
características predominantes en un grupo de países y su rendimiento en
términos del modo en que se gobierna, la relación entre el Estado y los
ciudadanos o el modo en que se diseñan e implementan las políticas. El tipo
de sistema administrativo tiene también potencial para explicar la forma en
que tal sistema recibe y filtra determinados estímulos y es capaz de
reformarse.
Una tradicional distinción dicotómica es la de países que pertenecen a una
cultura continental Rechtsstaat y aquellos que pertenecen a la cultura del
Public Interest anglosajón (Pollitt y Bouckaert, 2017: 61). Painter y Peters
(2010: 20) distinguen para el caso de Europa cuatro tradiciones
administrativas: angloamericana, napoleónica, germánica y escandinava.
Page (1995) desarrolló una tipología consistente en seis patrones
administrativos nacionales: el modelo británico, el francés, el germánico, el
nórdico, el de la Europa del sur y el modelo del centro y este europeo.
Magone (2010) ha añadido un nuevo modelo, el de los países del Benelux,
que sería un sistema híbrido entre el germánico, el escandinavo y el francés.
La mayoría de los estudios parecen encontrar que la configuración
institucional y el tipo de burocracia, si existe un sistema de cuerpos o de
empleo y el poder de los altos funcionarios en relación con los políticos,
han actuado como filtro de las presiones externas (Knill, 1999; Villoria,
1999; Gallego y Barzelay, 2010). Asimismo, en algunos países, el proceso
se ha iniciado desde dentro, con una lectura propia de lo que la NGP
significa, poniendo más o menos énfasis en las diferentes propuestas de este
paradigma, cuya coherencia interna no siempre es clara (Christensen y
Lægreid, 2012; Pollitt, van Thiel y Homburg, 2007).
Una cultura predominantemente colectivista frente a una cultura más
individualista o la situación económica específica puede explicar el tipo de
las reformas (Kickert, 2011: 111). El marco constitucional existente y el
grado de homogeneidad de la estructura administrativa condicionan la
capacidad del líder para proponer e implementar las reformas; la
compatibilidad cultural de los valores propios de un sistema administrativo
con los de las ideas de reforma que llegan es determinante (Christensen y
Lægreid, 2011: 5). Para Kickert (2011: 111) las Administraciones
politizadas y burocratizadas están peor equipadas para implementar
reformas de gestión económica. Los cambios en la gobernanza territorial y
en la relación entre las Administraciones públicas y el tercer sector y el
sector privado se ven también afectados por el color del gobierno en el
poder, los propios arreglos institucionales y políticas existentes en estas
materias y los intereses creados a su alrededor, la ideas y el contexto
socioeconómico (Varela, 2011; Colino, 2018; Del Pino y Hernández-
Moreno, 2020).

IV. LAS DIFERENTES RUTAS DE REFORMA EN EUROPA


Pollitt y Bouckaert (2017) han identificado cuatro grupos de reformadores
en relación con la NGP: los incondicionales de la NGP y de la introducción
de instrumentos de mercado en la gestión; el grupo de los modernizadores;
los mantenedores; y el de los que han implantado reformas mínimas en el
Estado. Hammerschmid et al. (2013) también encuentran claras diferencias
entre los llamados campeones de NGP, Reino Unido, Estonia, Noruega y
Holanda, y Administraciones públicas más tradicionales como España,
Francia, Austria y Hungría.
Entre los primeros, las fuertes presiones y la escasez de obstáculos
institucionales y administrativos pueden explicar la baja resistencia al
cambio. En particular, los sistemas políticos mayoritarios, los sistemas
administrativos centralizados y la ideología predominante que combina la
visión del interés general con un conjunto de valores más individualistas y
proiniciativa empresarial están presentes en los países que han perseguido
estrategias de imitación del mercado y privatización más rápido y con más
intensidad que otros Estados.
En el caso de los modernizadores, los países escandinavos y los de la
Europa continental han sido retratados como «rezagados» respecto a la
NGP debido a su tradición de «Rechtsstaat» y a su cultura más colectivista.
Sin embargo, una interpretación más positiva sobre la capacidad de
reformarse, sugiere que estas Administraciones simplemente han seguido
una ruta más neoweberiana (Pollitt y Bouckaert, 2011). En estos países, el
Estado es un elemento central y coordinador de la sociedad y la idea de que
puede ser gestionado como una empresa es ajena a su cultura. De cualquier
modo, en el caso de Alemania, por ejemplo, las reformas de la NGP
empezaron a tomarse en consideración en los noventa debido a la presión
presupuestaria que provocó la unificación y pueden encontrarse una versión
alemana de la NGP (Neues Steuerungsmodell) y medidas propias de este
paradigma en los niveles subnacionales de gobierno (Ongaro et al., 2018).
En los últimos años, tanto el gobierno federal como los locales han
revertido algunas reformas relacionas con la externalización de los servicios
y la venta de activos y han puesto en marcha mecanismos de coordinación y
control para evitar las tensiones centrífugas en organizaciones que habían
ido ganando autonomía. Igualmente, fruto de la gran recesión y la
incapacidad del Estado para llegar a todos los sitios, parece haberse
recuperado cierto papel de los actores sociales (Wollmann, 2018). En el
caso de los países escandinavos, Noruega parece haber sido la más reacia a
las reformas de la NGP. Suecia es el país que ha ido más allá en la
aplicación de estas reformas seguramente espoleada por la crisis fiscal de
mediados de los noventa. Puso en marcha mecanismos de contención del
gasto, de evaluación del rendimiento y los gobiernos locales comenzaron
poco a poco a incluir mecanismos de mercado en la prestación de servicios
instados por el gobierno central (Ongaro et al., 2018).
Respecto a los países napoleónicos, algunos autores han retratado a
Francia, Italia, España, Grecia y Portugal como los «recién llegados» a la
NGP, «en donde una particular mezcla de fuerzas institucionales permite la
adopción solo de algunos de los componentes de la NGP» (Gualmini, 2008:
93; ver también Ongaro, 2009; Kickert, 2011b; Bezes y Parrado, 2013;
Sotiropoulus, 2018). Aun así, especialmente en España, pero también en
Italia, se produjo un acusado proceso de descentralización; los países no
fueron inmunes a la agencificación «mediante la dispersión de las
competencias de los servicios centrales de los ministerios en agencias
especializadas y la fundación de autoridades regulatorias independientes,
entre otras», acelerándose algunas de estas medidas a partir de la gran
recesión (Sotiropoulus, 2018: 887). Para Ongaro (2009: 272), Portugal,
Grecia y el sur de Italia nunca han llegado a ser enteramente
Administraciones weberianas ni pueden ser clasificadas de neoweberianas
ahora.
Por lo que se refiere a los Estados postcomunistas, la indiferencia hacia
las reformas por parte de los políticos, el hecho de que algunos
reformadores subestimaran la profundidad de los problemas afrontados por
las Administraciones públicas y el inadecuado contenido e implementación
de los cambios junto con los legados del pasado comunista, explicaron el
fracaso de la primera década de reformas. La pertenencia a la UE pareció
impulsar algunas reformas como la profesionalización de la función pública
pero su implementación ha sido muy desigual y algunos países han
retrocedido después de haber avanzado al principio (Nemec y De Vries,
2018). Aun así, se han dado pasos en algunos temas como el e-gobierno, las
reformas de la estructura y la gestión; otras tales como una transformación
más completa de la función pública son todavía insuficientes (Verheijen,
2012: 600; Meyer-Sahling y Yesilkagit, 2011).

V. TENDENCIAS DE REFORMA EN LOS SERVICIOS PÚBLICOS,


LAS ESTRUCTURAS DEL SECTOR PÚBLICO Y LA FUNCIÓN
PÚBLICA

5.1. La gestión del bienestar y su impacto en las Administraciones


Los países de la UE-15 dedican entre el 65 y el 68 % de su gasto público
total a la financiación de las políticas sociales y también trabajan en este
sector una gran de los empleados públicos (OCDE, 2019b). Se trata de una
inversión enorme, a pesar de lo cual pocas veces los expertos en la materia
analizan de qué modo la gestión de este abultado presupuesto que trata de
responder a los nuevos retos sociales (acusado envejecimiento de la
población, el cambio en el papel de las mujeres, el creciente desempleo, la
diversidad social, etc.) afecta a la configuración de las Administraciones
públicas (Klenk y Pavolini, 2015). Muy brevemente se sugerirán aquí
cuatro formas en que la gestión de políticas tan populares entre la
ciudadanía (salud, educación, pensiones, desempleo o atención a la
dependencia) ha afectado a la Administración.
En las últimas tres décadas se ha producido una clara descentralización de
las tareas que tienen que ver con las políticas sociales que implican la
prestación de servicios con la premisa ampliamente compartida, al menos
hasta la gran recesión, de que los servicios del bienestar descentralizados
podían adaptarse mejor a las peculiaridades del territorio (por ejemplo, del
mercado laboral) y las necesidades y demandas ciudadanas, incluidas las
identitarias (Del Pino, Moreno y Hernández, 2021). Mientras la gestión de
las pensiones y la protección por desempleo son casi siempre
responsabilidad del Estado central, la sanidad, la educación, las políticas
activas de empleo o los servicios sociales están descentralizadas (Banting,
2012). Kazepov (2010: 52) ha identificado diferentes tipos de
configuraciones territoriales en función del régimen de bienestar. Los
sistemas de bienestar liberales estarían fuertemente centralizados y la
diferenciación entre los niveles subnacionales de gobierno se da
fundamentalmente en las políticas activas del mercado de trabajo. Los
sistemas de bienestar socialdemócratas concederían un alto grado de
autonomía local en la organización, gestión y financiación de las políticas
sociales, bajo una normativa dictada a nivel nacional que trata de evitar la
excesiva diferencia territorial (Oosterlynck et al., 2013: 17). Los sistemas
continentales presentarían organizaciones territoriales diversificadas:
estructuras estatales federales (Alemania y Bélgica), en las que las
competencias legislativas pertenecen principalmente a las regiones; también
pueden encontrarse países en los que el gobierno central regula y financia
las políticas sociales (como Francia) (Oosterlynck et al., 2013: 18).
Finalmente, el sistema de bienestar mediterráneo que engloba a Italia,
Grecia, Portugal y España, se caracteriza por una amplia fragmentación
institucional y una alta capacidad reguladora de sus niveles de gobierno
subnacionales, especialmente las regiones en España e Italia (Kazepov,
2010, 59-61).
La organización territorial y los sistemas de protección social europeos
agrupados en función de una serie de variables como el nivel de
responsabilidad gubernamental, la fuente principal de financiación, la
producción y la provisión de las políticas de bienestar ha resultado en otra
tipología con tres grandes grupos (Humer, Rauhut y Marques da Costa,
2013: 154-161): un primer grupo integrado por la mayoría de países de la
Europa mediterránea, Bélgica y Luxemburgo, cuya característica principal
es el predominio del gobierno central en la organización territorial de sus
políticas sociales, salvo en los casos de España e Italia que poseen una
fuerte regionalización de sus Estados de bienestar; un segundo tipo
compuesto por el Reino Unido y la mayoría de países del norte y el centro
de Europa, así como países de la Europa oriental como Letonia, Estonia o
Rumanía, los cuales poseen una organización territorial en la que la
responsabilidad principal sobre la planificación, la producción y la
financiación de las políticas de bienestar recae en los niveles regionales y
locales de gobierno; y un tercer grupo integrado por los Países Bajos,
Irlanda, Hungría y Grecia que se caracteriza por la posición dominante del
gobierno central en la organización territorial de las políticas sociales, tanto
en la planificación como en la financiación.
Junto a la tendencia descentralizadora, se han producido cambios en el
llamado welfare-mix que se refieren al equilibrio entre el Estado, el
mercado, el tercer sector y la familia en la prestación de los servicios del
bienestar. En todos los países de Europa occidental, el Estado sigue siendo
el proveedor principal de bienestar, pero desde los años noventa se ha
producido un retroceso del sector público en la provisión directa de
servicios y se han diversificado las fuentes de financiación (Greve, 2015).
El tercer sector se ha integrado con diversas fórmulas en el marco de la
economía social y el llamado sector informal y los ciudadanos a través de la
denominada coproducción de los servicios o mecanismos de innovación
social. El protagonismo del sector privado se ha incrementado mediante
fórmulas tradicionales de contratación, la privatización de los servicios u
otros métodos más novedosos como los diversos tipos de colaboración
público-privada, que generan algo menos de resistencia social al conservar
el Estado ciertos poderes de regulación e inspección y control (Krumm,
2016). Como veremos más abajo esto supone un enorme reto para las
Administraciones en material regulatoria y de control.
El diseño y la gestión de las políticas sociales responden también a
paradigmas e ideas cambiantes. A lo largo de estos años, los cambios en las
políticas sociales no solo han afectado a la cuantía de su financiación. Se
han introducido nuevas prácticas, principios e instrumentos de política
pública (por ejemplo, la activación, la flexiguridad, el «bienestar a cambio
de trabajo» o la inversión social) que muchas veces constituyen un desafío
para las propias Administraciones porque implican la puesta en marcha de
grandes cambios en las lógicas de funcionamiento administrativo (modelos
jerárquicos o red; a largo o a corto plazo; regidas por leyes o por contratos,
orientadas a la eficiencia o a la calidad, sectoriales o multisectoriales, por
ejemplo), hasta cambios tecnológicos, como sistemas de información
interoperables (entre empleo y servicios sociales por ejemplo) pasando por
la transformación de los modelos de relación con los ciudadanos (por
ejemplo, atención universal/no personalizada o la elaboración de planes
personalizados de inserción, la atención a la diversidad étnica, sexual, o la
nueva relación entre personal sanitario y pacientes) o la sociedad civil (Del
Pino y Catalá, 2016).
Destacadamente, todos estos cambios, nuevos enfoques de política
pública y grandes inversiones necesitan también de una expertise que
muchas veces es difícil de conseguir dentro de las propias
Administraciones. Ello puede explicar en parte que si el mercado de la
consultoría en su conjunto se triplicó en Europa, en el mismo lapso de once
años, el mercado de consultoría pública creció más de siete veces (Steiner,
Kaiser y Reichmuth, 2018).

5.2. Agencificación
Una de las tendencias más características de la organización del sector
público en Europa ha sido la aparición de los organismos ejecutivos
semiautónomos o independientes, es decir, la desagregación de las
estructuras de la Administración pública en una serie de más pequeñas
unidades con un propósito único, para ser más flexible y estar más cercanas
al sector de política de que se trate y operar como un brazo ejecutor de sus
ministerios favoreciendo la rendición de cuentas posterior basada en los
resultados más que en el cumplimiento legal de los controles ex-ante (Pollitt
et al., 2004; Verhoest et al, 2010: 6-8).
Las agencias prestan servicios públicos, implementan políticas y regulan
mercados y sectores de política. Llevan a cabo «inspecciones, la emisión de
licencias, el pago de prestaciones, la ejecución de programas de
investigación y desarrollo científico, la regulación de servicios públicos, el
mantenimiento de la infraestructura pública, el desarrollo y el
funcionamiento de bases de datos, la adjudicación de aplicaciones, la
administración de museos, la salvaguarda del medio ambiente, la oferta de
servicios de información, la gestión de las prisiones, la recaudación de
impuestos y muchas otras funciones» (Pollitt et al., 2004: 6, véase James y
Van Thiel, 2010; Verhoest, 2018).
En el campo de la regulación de los mercados, las agencias reguladoras
independientes (IRAs) son organizaciones públicas con competencias
reguladoras que ni son elegidos por la ciudadanía, ni gestionadas
directamente por los responsables públicos electos (Gilardi, 2008: 21).
Llevan a cabo las competencias de expedición y ejecución de las licencias
para operar en el mercado, autorizar las fusiones o adquisiciones, prevenir
el comportamiento contrario a la competencia y los límites de precios
establecidos, supervisan a las instituciones financieras, imponen multas,
establecen normas y elaboran la legislación secundaria, como directivas. En
comparación con los departamentos ministeriales tradicionales, las agencias
ejecutivas semiautónomas o agencias reguladoras independientes soportan
menos control jerárquico e influencia política en su funcionamiento
cotidiano y poseen más libertad de gestión en los ámbitos de las finanzas y
el personal. Sin embargo, por lo general, no son totalmente independientes,
ya que el ejecutivo tiene la responsabilidad política última por sus
actividades.
El estudio comparado de organismos y agencias no es fácil. Cada país
presenta sus propios tipos de agencias, tales como, por ejemplo, los
organismos públicos no departamentales (NDPB) y las Agencias Next Steps
del Reino Unido, las llamadas Zelfstandige Bestuurs Organen (ZBO) en los
Países Bajos, los establecimientos públicos en Francia, Italia y Portugal, las
agencias estatales en los países nórdicos o los llamados bureaus y boards en
los países del Este (Pollitt et al, 2004; Van Thiel, 2012). En el marco de la
red CRIPO (Van Thiel, 2012: 20) se ha propuesto una tipología de agencias
que distingue varios tipos de organismos: 1) agencias semiautónomas sin
independencia jurídica que están más cerca del ministerio, con cierta
autonomía de gestión, aunque su financiación y políticas de personal
continúan vinculados directamente a la burocracia gubernamental; 2) los
órganos estatutarios, con independencia jurídica a través de una ley o de
otro tipo de legislación, con más autonomía que el primer tipo en relación
con el personal y las decisiones financieras; 3) las corporaciones, empresas
y fundaciones basadas en el derecho privado, con los más altos grados de
autonomía.
Algunas de estas agencias nacieron bajo la influencia de la NGP, pero
otras surgieron debido a los requisitos de re-regulación en el contexto de la
liberalización, en el que eran necesarias autoridades regulatorias para
asegurar la competencia (Papadopoulos, 2013; Jordana, 2004; García
Juanatey et al., 2017). Las agencias independientes no necesariamente han
proliferado debido a su proclamada mayor eficiencia, sino, en muchos
casos, a través de un proceso de difusión, «moda» y una «fiebre de agencias
contagiosa» entre los países (Pollitt et al., 2004), a veces basada
simplemente en la reputación de «historias de éxito» o, peor aún, en la
proximidad geográfica pura (Gilardi, 2008).
Se han descrito diferentes estilos o caminos de agencificación en distintos
países y sectores. Aunque muchos países contaban ya con agencias, la NGP
y la influencia de los organismos internacionales en este nuevo tipo
agencias fue clave. En Europa, hay que mencionar el papel de la UE en la
promoción de la agencificación en los Estados miembros y en su propia
Administración (Kelemen, 2011), ya que en muchos sectores la legislación
comunitaria obliga a los Estados miembros a crear agencias reguladoras
independientes y se promueven redes de agencias nacionales. Las
características nacionales afectaron después a la trayectoria seguida. Según
Torres (2004: 102), los países con una tradición muy legalista (modelo
Rechtsstaat) y las estructuras federales han preferido la descentralización
hacia los niveles subnacionales sobre la agencificación.
A pesar de las proclamadas ventajas para las organizaciones individuales
y en relación con la flexibilidad y la calidad del servicio, la agencificación
también presenta sus dificultades, como al relativo al control de su
funcionamiento y de las propias políticas públicas, los problemas de
fragmentación, la falta de coordinación o a su grado real de independencia
(Maggetti, 2012). La agencificación y la gobernanza por los órganos de
expertos no electos también plantean problemas importantes para la
rendición de cuentas democrática que se han señalado muchas veces en
relación por ejemplo a los bancos centrales u otras agencias reguladoras, ya
que la responsabilidad ministerial se reduce dando lugar a un déficit
democrático (Vibert, 2007; Papadopoulos, 2013).
Así pues, en la última década, «la tendencia a la agencificación ha
generado una contrareacción, con el objetivo de racionalizar el panorama de
los organismos para (re)mejorar la transparencia, el control político y la
eficiencia de todo el gobierno» y para evitar que la fragmentación impida
afrontar los problemas públicos complejos como el cambio climático o la
pobreza, que necesitan una perspectiva más integrada (Verhoest, 2018:
328). Esta contrareacción, en la que también influyó claramente la
disciplina fiscal impuesta en el contexto de la gran recesión, se ha traducido
en muchos países como Francia, Reino Unido, Irlanda o España, en la
supresión, reorganización o fusión de agencias, aunque no siempre por los
mismos motivos.

5.3. Provisión colaborativa de servicios públicos, gobernanza


regulatoria
La privatización y la introducción de otros mecanismos de mercado
distintos a la gestión directa por las Administraciones públicas para la
producción y distribución de los servicios públicos han constituido una de
las tendencias generales de los sistemas administrativos europeos y la
gestión pública en los últimos treinta años (Höpner et al., 2011). Esto ha
significado la privatización de las empresas nacionales o locales de tipo
industrial, de servicios y de infraestructura, limitando el papel de los
gobiernos a tratar de ser el garante de la provisión de los servicios. En
muchos países se han establecido mecanismos de competencia, se ha
estimulado la participación de proveedores privados mediante algún tipo de
partenariado público-privado (PPP) o se ha separado la función de
comprador y proveedor.
Como una consecuencia de esta evolución, el sector público se ha
reducido y fragmentado, los gobiernos centrales y subnacionales se han
retirado como productores directos de bienes públicos en muchos países
europeos (Wollmann y Marcou, 2010). En este contexto, en el que otros
actores quieren participar, el papel del Estado como regulador y supervisor,
que pueda establecer las reglas del juego, ya sea a través de instrumentos
duros o blandos, y garantizar su cumplimiento es fundamental (Hodge,
2017).
Esta tendencia afecta tanto a los servicios personales (cuidado de niños, la
atención a las personas en situación de dependencia, educación o sanidad),
como a los servicios públicos económicos o de utilidad pública (suministro
de agua o energía, la gestión de residuos) (Wollmann y Marcou, 2010: 1;
Wollmann, 2013). En un gran proyecto de investigación que compara diez
Estados miembros de la UE y cinco sectores (telecomunicaciones, servicios
postales, transporte ferroviario y servicios de energía y agua), Bieling y
Deckwirth (2008) encontraron los principales factores que impulsan la
privatización. En primer lugar, las empresas transnacionales estaban
intentando acceder a nuevas esferas de oportunidades de inversión. En
segundo lugar, el aumento de las deudas públicas que inducen a los
gobiernos a vender partes de la infraestructura pública o a buscar
mecanismos de financiación que no se contabilicen como deuda pública. En
tercer lugar, la pobre calidad de algunas infraestructuras, que fomentó la
percepción pública de que las organizaciones públicas son generalmente
ineficaces. En cuarto lugar, la «visión neoliberal hegemónica sobre que la
privatización puede desencadenar inversiones necesarias y lograr más
eficiencia en la prestación de los servicios» (Bieling y Deckwirth, 2008:
240).
Estos autores han mostrado también que el papel de la UE en los procesos
de reorganización de los servicios es cada vez más relevante. La Comisión
Europea, en colaboración con el Tribunal de Justicia Europeo (TJE), los
gobiernos nacionales y las asociaciones empresariales, inició un programa
de liberalización y desregulación de gran alcance para fomentar la
competencia transfronteriza. La UE aplicó, por ejemplo, restricciones a las
subvenciones públicas y redefinió los requisitos de contratación pública.
Los gobiernos que querían cumplir con los requisitos de la UME intentaron
aumentar sus ingresos mediante la privatización de activos y
responsabilidades públicas.
A pesar de esta intervención de la UE y de cierto triunfo de las ideas en
favor de la privatización en todos los países, ha habido variaciones en su
alcance, intensidad y modo de implementación. El Reino Unido ha seguido
el modelo de privatización más radical, acompañado por la pérdida de
poder de los gobiernos locales como proveedores de servicios. En Suecia y
Francia, la privatización fue moderada, adaptada a sus tradiciones
administrativas y del Estado de bienestar (Kuhlmann y Wollmann,
2013: 200). La presencia de los partenariados público-privados ha sido
desigual según los sectores en función de los países. A diferencia del Reino
Unido, donde la mayoría de las colaboraciones se producen en el sector de
la educación y la sanidad, en el caso de España, el sector en el que más se
ha recurrido a la CPP ha sido el de las infraestructuras, con la construcción
de puertos y carreteras. Este sector sumaba en 2008 más de la mitad del
total de PPP realizados, adjudicados y pendientes (Allard y Trabant, 2008).
Aun así, desde el año 2000 se ha producido una gran diversificación de los
sectores (como el de las energías renovables o las prisiones, por ejemplo),
siendo ya importante en el caso de la sanidad.
El análisis llevado a cabo por Eurofound (2015) sobre doce servicios
públicos del ámbito sociosanitario en Suecia, España, Reino Unido y
Lituania, encontró que la introducción de mecanismos de mercado en la
prestación de servicios públicos supone un gran desafío para las funciones
reguladora y supervisora del Estado, si este desea garantizar la calidad, la
equidad y la eficiencia. La participación del sector privado contribuyó a la
puesta en marcha de infraestructuras que, de otro modo, debieran haberse
pospuesto por falta de recursos públicos. Sin embargo, en cuanto a la
supervisión, el análisis no dejó claro que supusieran un ahorro para los
contribuyentes y sí puso de manifiesto los déficits de evaluación de estas
experiencias. Respecto a la regulación, por ejemplo, la priorización de los
costes de contratación para decidir la adjudicación de los servicios expulsó
del mercado a organizaciones del tercer sector con más experiencia en la
prestación de servicios y, en ocasiones, empeoró las condiciones laborales;
en algunas experiencias no quedó claro que el Estado fuese capaz de
asegurar la competencia, la transferencia del riesgo o de evitar la captura de
los reguladores.
En los últimos años, aunque algunos creen que es posible que las políticas
de austeridad puedan conducir a nuevas privatizaciones en ciertros países,
otros observan un retorno a la propiedad estatal o la remunicipalización en
determinados servicios y utilidades públicas (Wollmann, 2012). A raíz de la
crisis financiera y los fracasos evidentes del mercado, las críticas y el
escepticismo, incluso la resistencia de los trabajadores y de los usuarios se
han incrementado en algunos países (Kuhlmann y Wollmann, 2013: 200).
No sabemos cuáles serán las consecuencias de la crisis de la covid-19 en la
que se ha puesto de manifiesto la necesidad de disponer de servicios de
titularidad pública eficaces y rápidos; y hasta qué punto lo ocurrido durante
la crisis contribuirá a una mayor apuesta por la gestión pública directa o,
por el contrario, pondrá sobre la mesa la necesidad de contar con otros
actores para la provisión de los servicios públicos avanzando más en la
llamada gobernanza colaborativa con otros agentes no públicos, incluido el
tercer sector como ha ocurrido en los países anglosajones, donde se habla
del «culto a la colaboración» en parte para ocupar el espacio que el Estado
no cubría (Brandsen y Johston, 2018). En cualquier caso, como sostiene
Schmitt (2017), las iniciativas pasadas en esta dirección suponen un
constreñimiento para las nuevas iniciativas.

5.4. Sistemas de empleo público y la relación entre la política y la


Administración
La principal crítica que ha recibido el modelo de función pública desde
los años ochenta ha sido debido a su rigidez. El modelo de empleo público
que responde al típico ideal weberiano presente en la mayor parte de los
países occidentales desde finales del siglo XIX o principios del XX, ha
consistido en funcionarios nombrados por una autoridad pública
representante del Estado, seleccionados con criterios meritocráticos y que
conservan un empleo de por vida. Junto a los funcionarios, otros empleados
públicos seleccionados también con criterios de mérito tienen una relación
laboral con la Administración. Además, existen cargos de designación
política con funciones ejecutivas y personal de confianza con funciones de
asesoramiento nombrados y cesados discrecionalmente (véase
Raadschelders et al., 2007, Derlien y Peters, 2009; Van der Meer y Dijkstra,
2011; Parrado, Colino y Olmeda, 2013).
Una distinción importante se refiere a tres modelos de empleo público
(Van Thiel et al., 2007; Parrado, Colino y Olmeda, 2013). En los sistemas
de carrera, el personal accede a una constelación de puestos ordenados que
constituyen la carrera administrativa (Austria, Bélgica, Chipre, Comisión
Europea, Francia, Alemania, Grecia, Hungría, Irlanda, Luxemburgo,
Portugal, Rumanía y España, mientras ninguno de los países escandinavos
tiene un sistema de carrera). En la promoción hacia puestos más altos en la
jerarquía puede participar el personal interno y solo excepcionalmente
candidatos procedentes del exterior. En los sistemas de empleo, el candidato
ingresa en un único puesto y para avanzar en su carrera profesional debe
competir por los siguientes puestos que quiera ocupar con otros candidatos
internos o externos (Bulgaria, Italia, Letonia, Lituania, Malta, Polonia,
Eslovaquia y Eslovenia). Finalmente, en la práctica existe también un
modelo híbrido (República Checa, Dinamarca, Estonia, Finlandia, Holanda,
Suecia y Reino Unido) (Parrado, Colino y Olmeda, 2013). Dahlström et al.
(2015) estudian el grado de apertura de los sistemas de personal de las
Administraciones en comparación con el sector privado, encontrando
variedad entre los diferentes países y retratando a España como el modelo
más cerrado (para el caso de España, véase Parrado, 2020).
Independientemente del modelo de función pública, la mayoría de los
sistemas europeos han tratado de introducir más flexibilidad tanto en la
contratación como en la gestión de los trabajadores. Hoy se puede encontrar
en determinados niveles de gobierno y sectores un porcentaje de personal
con contrato temporal y/o a tiempo parcial, a veces muy precarizado,
incluso en países con sistemas de carrera, como por ejemplo en el caso de
España pero también en otros como Finlandia, Dinamarca, Italia, Portugal,
Eslovenia y Suiza; algunos países desplazaron personal a los servicios de
primera línea y ahorraron mediante la creación de servicios compartidos en
áreas que previamente habían sido fragmentadas como la financiera, la
gestión de recursos humanos o de las TIC o las compras públicas
(Finlandia, Francia, Países Bajos y el Reino Unido) (OCDE, 2013).
También se estimula la movilidad intersectorial, entre organizaciones e
incluso entre diferentes tipos de destinos profesionales.
Ciertos países están llevando a cabo un reclutamiento más selectivo,
poniendo en cuestión el sistema de oposición que exige una importante
inversión previa por parte de los candidatos y se basa en un ejercicio
memorístico (véase sobre este tema a Ruano et al. 2014; Mapelli, 2018
sobre España). La OCDE (2019) recomienda y muchos países han
comenzado a ampliar las habilidades y conocimientos de la Administración
a través de la selección mediante el sistema de competencias y abriendo el
abanico a nuevos perfiles. Por ejemplo, Emery et al. (2014) muestra un
cambio progresivo para incorporar perfiles menos legalistas en el caso de
Suiza; igualmente se abre la puerta al acceso de trabajadores del sector
privado, para que sean capaces de responder a las demandas cambiantes de
las empresas y de la ciudadanía más envejecida y más diversa y a un
modelo de gobernanza que implica trabajar con actores no estatales y
nuevos avances en las tecnologías de la información y la comunicación
(Demmke y Moilanen, 2010) y despojando de sus privilegios a los
trabajadores públicos (Thompson, 2012: 131).
La carrera administrativa también se ha hecho más abierta. En algunos
países, determinados puestos que antes solo podían alcanzarse a través de la
promoción interna ahora se han abierto a la concurrencia exterior, mediante
el sistema de selección por competencias (Demmke y Moilanen, 2010).
Junto a todo ello, varios países de la UE han puesto en marcha medición del
rendimiento obligatoria en algunas organizaciones, utilizándose en algunos
lugares para establecer una parte del salario (Ballart, 2010; OCDE, 2011a).
Por último, cabe mencionar la implementación de iniciativas para la
gestión de la diversidad en los servicios públicos en relación con los
trabajadores mayores, las mujeres y otras minorías. Algunos sectores
públicos europeos envejecidos han implementado políticas con el objetivo
de mantener la fuerza de trabajo sana, productiva y motivada, combatiendo
la discriminación por edad y previendo la obsolescencia de las habilidades y
conocimientos (ej. Finlandia, Alemania, o Francia) (Bossaert, Demmke y
Moilanen, 2012). El todavía limitado acceso de las mujeres a puestos de
responsabilidad, las políticas de conciliación y la brecha salarial son
también objeto de políticas de género dentro de algunas Administraciones.
Otros grupos están pobremente representados en el sector público y los
Estados están introduciendo políticas para evitar la discriminación en razón
de religión, etnia o cultura, territorio, orientación sexual, enfermedad o
discapacidad mental o apariencia física, así como mecanismos para
garantizar la igualdad en los procesos selectivos y en los de promoción
(OCDE 2011; Alfama y Alonso, 2015; Crespo González, 2018). Algunos
países han regulado el teletrabajo en el contexto de la crisis de la covid-19.
Las políticas de personal inspiradas en la NGP han supuesto también
(Demmke y Moilanen, 2010; OCDE 2011, 2011a; Thompson, 2012: 131):
un desplazamiento del control de la gestión de las relaciones de trabajo
desde los políticos a los directivos, quienes obtienen más discrecionalidad
sobre su propio personal, con el establecimiento explícito de estándares de
rendimiento y técnicas de gestión del sector privado; y como resultado de la
desagregación vertical de las unidades administrativas hacia agencias más
autónomas y de la especialización horizontal, algunas políticas de recursos
humanos y las condiciones de empleo son ahora desarrolladas a nivel del
departamento o agencia. Aun así, otras decisiones siguen adoptándose
centralizadamente, como la política salarial (Leisink y Kneis, 2018).
También hay que recordar que la privatización de la gestión de muchos
servicios ha permitido reducir las plantillas públicas y aplicar una gestión
propia de ese sector en servicios que antes eran producidos directamente
por las Administraciones públicas.
Un último bloque de grandes intervenciones sobre la función pública que
esta vez sí pusieron en marcha todos los países tuvo que ver con la abultada
factura que representan los empleados públicos en las Administraciones
europeas, que hizo que la reducción de gastos de personal fuera una de las
primeras estrategias de las políticas de consolidación fiscal entre 2008 y
2013 (OCDE, 2015). Para ello se recurrió a jubilaciones anticipadas,
congelación salarial o directamente a los recortes del salario (Reino Unido,
República Checa, Irlanda, Grecia, Italia, Portugal o España) y de plantillas
(aunque en algunos países se mantuvo el empleo en sectores esenciales
como la sanidad o la educación) o estableciendo topes de empleados
públicos. En ocasiones, el recorte en el empleo público trata de
compensarse con otras medidas para mejorar la productividad de los
empleados que quedan (Austria, Finlandia o Reino Unido). Algunos países
han puesto en marcha reorganizaciones para gestionar las reducciones de
personal y las recolocaciones, para retener las habilidades y experiencia
necesarias para prestar los servicios entre el personal que sobra (Portugal,
France, Irlanda, Finlandia, Holanda, Noruega y Suecia).
En cualquier caso, los cambios en las políticas de personal, aunque
inspiradas por una racionalidad común, difieren debido a factores
nacionales y de contexto que afectan de manera particular a las trayectorias
de reforma (Christensen y Gregory, 2008; Kroos, Streb y Hils, 2011).
Un tema de particular importancia en las reformas llevadas a cabo en
algunos países ha sido el de la construcción de una dirección pública
profesional que implica sumergirse en el debate clásico sobre la relación
entre la burocracia y la política (Ramió, 2012). Aunque la mayoría de los
países poseen funciones públicas muy profesionalizadas en sus bases y en
los puestos predirectivos, la cúpula de las Administraciones europeas
presenta distintos grados de politización (Peters y Pierre, 2014). En algunos
países, como es destacadamente el caso de España, por ejemplo, la
confianza política es el criterio para seleccionar a los altos cargos (aunque
ciertamente muchos de ellos son funcionarios de carrera) y sustituye la no
existencia de un sistema de directivos públicos debidamente formados y
seleccionados para desarrollar tareas de dirección (Parrado, 2020: 244;
Jiménez Asensio et al., 2009). Además, aunque la politización varía de un
país a otro y en el tiempo, algunas investigaciones han mostrado una
tendencia a su aumento través del incremento del personal de
asesoramiento, bien documentada en los sistemas Westminster, pero
también en Alemania, Francia y la Comisión Europea (OCDE, 2007;
Rouban, 2007; Peters y Pierre, 2014). El recurso a este tipo de personal
acostumbra a justificarse por quienes lo usan por la rigidez de la gestión de
personal público, por el corporativismo funcionarial o por la inexistencia de
determinados conocimientos dentro de las organizaciones.
Según Rouban (2012), la politización implica tres dimensiones
interrelacionadas: la participación e influencia de los empleados públicos en
el proceso de elaboración de las políticas de un modo más o menos
legítimo; el activismo político y el partidismo que puede estar restringido
por normas; y la filiación política de los altos empleados públicos cuando
son nombrados en puesto de libre designación. Muchas investigaciónes han
preocupado por el alcance de las consecuencias negativas de la politización.
Se espera que en una Administración politizada crezca el riesgo de
clientelismo y corrupción, así como la ineficiencia en la gestión.
Otros han recordado la importancia del control político democrático en la
Administración e insistido sobre los peligros de una Administración pública
aparentemente tecnocrática, ya que los nuevos mánager pueden también
tener su propia agenda y estrategias para influir en la política. Van Thiel et
al. (2007: 105) han analizado el surgimiento en algunos países de una
dirección pública y distinguen entre dos tipos que se han desarrollado en el
contexto de las reformas de la NGP, dentro de los ministerios centrales y en
las agencias semiautonómas. Los directivos públicos de las agencias
difieren de los de las organizaciones centrales en su nombramiento, menos
frecuente por parte del ministro, más frecuente experiencia previa en el
sector privado, su régimen de empleo, sus mayores salarios y su bajo grado
de politización. Estas diferencias parecen ser más grandes a medida en que
la distancia entre la agencia y el departamento nodriza se incrementa.

VI. CONCLUSIÓN
En este capítulo se ha descrito el contenido y alcance en distintos países
de algunas reformas llevadas a cabo en las Administraciones europeas en
los últimos años, así como algunos de los debates a los que han dado lugar.
Se han dejado fuera del texto muchas otras que es imposible tratar en un
corto espacio. Por ejemplo, los cambios importantísimos relacionados con
la Administración digital que, sin embargo, son abordados desde múltiples
perspectivas para el caso de España en el libro recién publicado también por
el INAP y editado por Ramió (2021). Igualmente, podrían haberse incluido
las reformas vinculadas al gobierno abierto, la transparencia y lucha contra
la corrupción (véase para España Villoria, 2020); la transformación de
gobernanza territorial (Del Pino, Moreno y Hernández, 2021) o repasarse
asuntos de tanta actualidad como la gestión de la crisis sanitaria y los retos
vinculados con el necesario refuerzo de los mecanismos de preparación y
respuesta y de la misma capacidad de las Administraciones para enfrentarse
a este tipo de eventos, así como la mejora de la coordinación intersectorial e
interterritorial (Cortés, 2020; Mazzucato y Kattel, 2020; Del Pino et al.,
2020) o la incorporación de mecanismos para garantizar la formulación de
políticas basadas en la evidencia (Cairney, 2016).
Sin embargo, junto a la urgencia de discutir sobre el contenido y la
dirección de las reformas administrativas, es necesario entender los factores
que pueden facilitar o dificultar los cambios. Como hemos visto aquí, a
pesar de que las Administraciones europeas comparten presiones y
estímulos similares, tales como las ideas englobadas bajo la NGP u otros
paradigmas y las políticas e iniciativas de la UE, las tradiciones y políticas
administrativas existentes así como otros factores internos a cada país
también afectan a la capacidad y el alcance de las reformas. Si bien en el
debate público las propuestas de reforma suelen abundar, sería necesario un
debate más intenso sobre cuáles de esas reformas son técnica y
políticamente viables en nuestro país.

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CAPÍTULO V
COMPLEJIDAD, URGENCIA Y DINÁMICAS
DE GOBIERNO. LA GESTIÓN DE LA
PANDEMIA
DEL CORONAVIRUS

Por Joan Subirats (IGOP-UAB)


Institut de Govern i Polítiques Públiques
Universitat Autònoma de Barcelona

Resumen
Este texto16 trata de presentar los dilemas que plantean situaciones de gran
complejidad cuando la necesidad de respuesta es inmediata. Los gobiernos
situados en primera línea son los que más a menudo experimentan estas
tensiones. La pandemia de la covid representa con claridad uno de esos
momentos, no siendo descartable que sucesos de este tipo sean más
frecuentes en el futuro. En esos escenarios, las lógicas jerárquicas y de
división competencial que caracterizan las pautas de organización y
actuación de las Administraciones públicas, pueden casar mal con las
exigencias de adaptación a realidades diversas y con la necesaria
articulación de recursos frente a situaciones que no responden solo a un
sector de políticas determinado. De ahí que se caracterice este tipo de
situaciones como problemas intergubernamentales complejos. Problemas
que abordaremos aquí desde distintas perspectivas y distintas esferas de
gobierno, también la metropolitana (notablemente ausente en España).
Centralización y descentralización son dilemas habituales en todo proceso
de determinación de responsabilidades y pautas de intervención. La
perspectiva adoptada en este texto no es estrictamente técnica, económica o
jurídica. Es también una perspectiva política, en el sentido que se trata de
establecer distribución de costes y beneficios en la lógica de construcción
de las capacidades de gobierno en situaciones como las ya descritas.
I. INTRODUCCIÓN
No podemos ni queremos aquí entrar en la gran cantidad de temas y
dilemas que la pandemia de la covid-19 ha proyectado sobre el análisis y la
gestión de los asuntos públicos. Lo que parece claro es que uno de los
elementos centrales que ha estado presente y que seguirá proyectando su
sombra en los próximos meses y años es la asignación de responsabilidades
y tareas entre las distintas esferas de gobierno o de decisión tanto a escala
global como a escala local. Desde el centro de decisiones de grandes
espacios territoriales, como China, Estados Unidos, la Unión Europea o
Rusia, hasta la esfera territorial de gobierno más próxima a cada ciudadano.
Nuestro punto de vista pretende privilegiar la mirada desde la esfera
urbana y local. La realidad urbana de este inicio del siglo XXI acumulaba
perspectivas de signo relativamente contradictorio. Por una parte, se
anunciaban situaciones más bien convulsas (múltiples presiones y
tensiones) y cambiantes (crecimiento significativo del número de personas
en áreas urbanas y más desigualdades internas). Había también referencias a
una «revolución metropolitana» (Katz-Bradley, 2013) o se especulaba sobre
la necesidad de que los alcaldes interviniesen de manera más directa en la
gobernanza global (Barber, 2013). La creciente significación de las
ciudades ha llegado a caracterizarlas recientemente como «decisoras
globales» en un nuevo mundo crecientemente urbanizado (Glaeser, Kourtit,
Nijkamp, 2021).
En este sentido, asistimos por un lado a la combinación de un rápido
proceso de urbanización y de incremento de la significación de las
ciudades, pero, por otro lado, las competencias locales siguen estando por
debajo de sus incumbencias y necesidades. Al mismo tiempo, los
mecanismos de representación y decisión que se han venido usando en el
gobierno de las grandes conurbaciones resultan cada vez más obsoletos en
comparación con los retos existentes. De un lado, se asume que es necesario
articular mejor las voluntades de distintos actores (públicos, privados y del
tercer sector) en la búsqueda de escenarios de mayor capacidad de gobierno
y eficacia decisional para encarar los retos y déficits de coordinación,
dispersión y problemas de gestión (Slack, 2007) a los que se enfrentan los
espacios metropolitanos en pleno cambio de época. Pero, por otro lado, se
constata que la dispersión de poderes, el encabalgamiento de competencias,
la falta de dinámicas de nueva institucionalidad que permitan encarar la
complejidad de problemas urbanos desde la fragmentación de gobiernos
locales, exigiría avanzar con rapidez en la configuración de auténticos
gobiernos metropolitanos capaces de articular lo que en muchos casos son
sistema de ciudades.
En efecto, los déficits que esa falta de gobierno o gobernanza
metropolitana genera son significativos. Algunos tienen una significación
más política o tienen que ver con la equidad en el conjunto del territorio
considerado. Así, por ejemplo, hay déficits notables en la capacidad de
participación y representación política en el sistema político metropolitano,
que o bien no existe formalmente, o en el caso de que disponga de cierta
institucionalidad, la lógica es casi siempre técnica y de representación
indirecta. Por otro lado, la diferencia de estatus y de presupuestos entre los
diversos componentes de la conurbación metropolitana genera profundos
desajustes en los niveles de renta, educación o de acceso a la esfera digital,
por poner algunos ejemplos. La realidad social metropolitana muestra
habitualmente esa desigualdad, que requeriría un abordaje estratégico de
carácter redistributivo para el conjunto del territorio considerado, pero ello
casa mal con la dispersión y heterogeneidad de recursos y capacidades de
los que disponen los diferentes gobiernos locales que componen esa
realidad metropolitana.
En momentos excepcionales, como el generado por la pandemia de la
covid-19, esta disonancia entre problemática común y fragmentación
competencial e institucional se pone claramente en evidencia. La naturaleza
del propio problema requiere coordinación y cooperación
intergubernamental para conseguir respuestas realmente eficaces (Paquet-
Schertzer, 2020). Estaríamos frente a lo que se ha denominado como un
problema intergubernamental complejo (Versluis et al., 2019). Un tipo de
situación ante la cual las instituciones difícilmente pueden abordar tratando
de resolver el problema, sino más bien gestionando sus consecuencias.
Existe un continuum en las urgencias derivadas de la crisis sanitaria en
cualquier rincón de una realidad metropolitana y, en cambio, el abordaje de
la contingencia se acostumbra a asumir con los instrumentos de que se
disponen, es decir, desde la división institucional, el troceamiento sectorial
y la presencia en el mismo territorio de otras esferas de gobierno con sus
propias lógicas y competencias. Es en este tipo de situaciones cuando la
tensión entre unificar los criterios con los que abordar la situación de
emergencia y, al mismo tiempo, la necesidad de distinguir los diferentes
escenarios y situaciones que se dan en cada realidad concreta, se muestra de
manera evidente (Dodds et al., 2020; Aubrecht et al., 2020).
Vemos como sigue creciendo la significación de los espacios
metropolitanos como espacios donde se concentra la mayor capacidad de
innovación, creatividad y generación de valor (Iversen-Soskice, 2019;
Glaeser, Kourtit, Nijkamp, 2021). Al mismo tiempo, comprobamos que la
falta de sistemas complejos en los que articular dinámicas estratégicas y de
gobierno conjuntas y, al mismo tiempo, el reconocimiento de la diversidad
social y territorial, acaba generando graves problemas en contingencias que
requieren eficacia y rapidez de respuesta.
La realidad urbana y metropolitana es cada vez más importante y no crece
proporcionalmente la capacidad de representar, gobernar y canalizar la
participación y complicidad social en esos escenarios. La renovación y
transformación de los sistemas de gobierno, gobernanza y gestión
metropolitanas es necesaria. No solo para afrontar de manera eficaz y
eficiente las oportunidades y posibilidades que se abren para mejorar las
condiciones colectivas de vida de una gran parte de la población del mundo
que habita en esas grandes conurbaciones, sino también para poder
responder más eficazmente a las exigencias de situaciones de emergencia
como las vividas durante la pandemia de la covid-19.
Esta contribución pretende aportar reflexiones y propuestas que
enriquezcan el debate general sobre innovación y gobernanza
metropolitana, buscando aprovechar el gran potencial de cambio y
transformación de las ciudades y metrópolis en la actualidad, cuando
además se plantean muchas dudas sobre la propia persistencia del fenómeno
de urbanización en momentos en que la densidad social aparece como un
potencial problema de salud. Deberíamos ser capaces de superar la
aproximación clásica a los temas de gobierno que acostumbra a partir del
debate de las competencias y de la jerarquía entre niveles de gobierno, para
ir experimentando y trabajando en nuevos enfoques, tanto de la gobernanza
en red como de la coproducción de políticas urbanas en los ya ineludibles
espacios metropolitanos. La experiencia que se ha vivido y se sigue
viviendo con la gestión de la crisis del coronavirus, ha puesto de relieve,
una vez más y de manera general, las tensiones entre centralizar o
descentralizar decisiones, pero ello ha sido aún más claro cuando esa
problemática general se ha concretado a escala de las conurbaciones
metropolitanas como las que tenemos en España y en otras partes del
mundo (Da Silva, 2020).
Veamos a continuación, utilizando el contexto covid-19 como referente y
ejemplo en ciertos casos, algunos elementos que nos permitan analizar
aspectos significativos del ejercicio del gobierno (también en su dimensión
metropolitana), para después adentrarnos en la parte nuclear de esta
contribución, centrada en las ventajas e inconvenientes de la centralización
y descentralización en los escenarios de gobierno y gestión.

II. CAPACIDADES DE GOBIERNO


En el debate sobre las esferas de gobierno se mezclan distintos elementos.
Por un lado, la necesidad de regular y ordenar los conflictos que surgen en
un marco territorial determinado. Pero, por otro lado, sabemos que la lógica
de gobierno no genera estanquidades, ya que sobre un mismo territorio y en
relación a una comunidad específica de ciudadanos, operan
simultáneamente distintas instituciones gubernamentales. La presencia de la
variable territorial en los debates sobre gobierno y gobernanza es constante.
En efecto, los conflictos entre intereses se localizan espacialmente, las
comunidades gobernadas se identifican por su asentamiento (o su
movilidad) territorial, y la aceptación de las funciones de arbitraje (su
legalidad y su legitimidad) no se da a escala planetaria sino en el marco de
determinados límites territoriales. De hecho, los gobiernos no se han
caracterizado únicamente por la resolución de los conflictos colectivos, sino
también por defender sus fronteras competenciales que acostumbran a tener
su traslación en fronteras territoriales. La acción de gobernar, en definitiva,
pretende resolver determinados conflictos sociales, pero, simultáneamente,
genera una permanente tensión territorial con relación a quién le toca
decidir sobre qué.
La lógica del gobierno tiene mucho que ver por tanto con el espacio en el
que ejercer su jerarquía (soberanía) y en el que sus competencias (las
capacidades de acción que la norma que regula su función de gobierno
determina) serán operativas. Debemos por tanto mezclar dos elementos que
parecen hasta cierto punto contradictorios: la acción de gobierno se ejerce
específicamente en un territorio y en relación a una población que reside o
interactúa en el mismo, pero esa acción de ese gobierno no impide que otros
gobiernos de escala territorial distinta, puedan ejercer sus propias
competencias en su mismo enclave territorial y en relación a su población
de referencia. Esa no estanquidad y al mismo tiempo esa simultaneidad de
procesos y lógicas de gobierno en relación a un mismo territorio y una
misma población es lo que ha ido conduciendo a dos conceptos que nos van
a ser útiles en nuestra exploración posterior. Esos dos conceptos,
sobradamente conocidos, son los de gobierno multinivel y de gobernanza
(Griesel-Van de Waart, 2011).
Las referencias al gobierno multinivel son muchas (Bache-Bartle-
Flinders, 2016). Nos limitaremos a recordar aquí que estamos hablando de
procesos simultáneos de supraestatalidad en la toma de decisiones políticas
relevantes y de estatalismo y localismo en muchas otras decisiones que
tienen su propia significatividad. Al mismo tiempo, los actores
institucionales, deben compatibilizar sus capacidades estatutarias de
decisión con la complejidad de actores no institucionales cuyos intereses se
ven afectados por esas decisiones y que por tanto tratan de influir tanto en
la definición de problemas, como en la decisión a tomar y evidentemente en
los procesos de implementación posteriores. Estamos hablando de un puzzle
(Heclo, 1994; Da Silva, 2020) en el que distintas piezas están en manos de
distintos actores, en el que otras son compartidas pero que finalmente han
de operar con cierta articulación si quieren que alguna consecuencia
(decisión, política…) acabe finalmente produciéndose. Las decisiones
políticas operan en espacios en los que no solo intervienen actores
institucionales y, además, en esos espacios intervienen distintos tipos de
poderes gubernamentales, cada uno con su propia legitimidad e intereses,
pero con distinta jerarquía y capacidad competencial. Estamos pues frente a
una relocalización de los espacios de autoridad, yendo más allá de los
confines del Estado, sea hacia arriba (supra-estatalidad), sea hacia abajo
(devolution, descentralización), sea hacia los lados (gobernanza,
partenariado, concertación…) (Liesbet-Gary, 2003).
Al final, las capacidades de gobierno de cada quien dependen de las
relaciones que establecen con una red de múltiples actores públicos y
privados. Por tanto, en este escenario aquí sumariamente descrito, hablar
por ejemplo de gobernanza metropolitana implica asumir una doble
complejidad: operar desde la interacción vertical (multinivel) entre
gobiernos con distinta capacidad competencial y ámbito de actuación, y
desde la incorporación de un número de actores (red) que no son solo
institucionales. Esta gobernanza, en palabras de Llamazares y Marks
(1999), se podría definir como «un sistema en el cual los distintos niveles
institucionales comparten, en lugar de monopolizar, decisiones sobre
amplias áreas competenciales. Más que a una dominación uniforme por
parte de los Estados centrales, estamos asistiendo a la emergencia de un
patrón altamente variable, y no jerárquico, de interacción entre actores
diversos en diferentes áreas de políticas».
Pero, al margen de las transformaciones más aparentes (como la aparición
de dinámicas negociadoras o la multiplicación de los actores), ¿cuál es la
diferencia de fondo entre el gobierno tradicional y la nueva gobernación?
Para dar respuesta a este interrogante, en primer lugar, deberíamos recordar
que la acción gubernamental se caracteriza por su capacidad de regulación
de los conflictos particulares y, sobre todo, por su capacidad para defender o
encarnar un interés público o colectivo. Es decir, ante las distorsiones de
una búsqueda egoísta del interés privado, el gobierno se interpreta como un
ente que obliga a los ciudadanos a cooperar en beneficio de un interés
colectivo superior. Una vez aceptado este punto de partida, en segundo
lugar, deberíamos preguntarnos si es esta finalidad del gobierno la que está
en entredicho o si, en cambio, las transformaciones afectan únicamente a las
formas para alcanzar este fin.
Desde nuestra perspectiva, son las formas de gobernar, no sus objetivos,
lo que estamos repensando. Las nuevas formas de gobernación deberían
continuar asegurándonos que es posible perseguir un interés colectivo y
mediar entre los particulares, ya que si pusiéramos en duda este objetivo no
estaríamos hablando de capacidades para gobernar, sino de otras cosas. Las
formas de gobierno, en cambio, están efectivamente experimentando
profundas transformaciones. Para analizarlas nos parece oportuno, en
primer lugar, identificar las características clave de las formas tradicionales
de gobierno y, más tarde, valorar hasta qué punto la nueva gobernación las
está reformulando. Así, hemos considerado que el modelo tradicional de
gobierno se caracteriza por elementos fundamentales como son la
especialización y la autoridad.
Por especialización entendemos que la aparición del gobierno se realiza
en paralelo a una atribución precisa de tareas y competencias. Es decir, hay
ámbitos que están bajo la responsabilidad gubernamental y otros que no, y
entre ambos se alza un muro, una frontera muy parecida a la que utilizaba el
Estado-nación para distinguir lo exterior de lo interior. La metáfora del
contenedor también se aplicaría pues al gobierno: metemos en su interior un
conjunto más o menos amplio de responsabilidades, mientras que lo que se
encuentra en el exterior le es totalmente extraño. Esta misma lógica opera
cuando el gobierno distribuye sus responsabilidades entre diferentes niveles
territoriales: aparecen, dentro del contenedor, diferentes cajones en los que
se colocan determinadas responsabilidades. Lo que metemos dentro de un
cajón forma parte de las responsabilidades de ese nivel gubernamental,
mientras lo que queda fuera no es de su incumbencia. Desde esta
perspectiva, no hay nada más molesto para el gobierno tradicional que un
calcetín desaparejado: cuando el calcetín izquierdo aparece en un cajón y el
derecho está en otro, los responsables gubernamentales tradicionales se
sienten extremadamente incómodos y no paran hasta volver a juntarlos y
decidir cuál es el cajón, el único cajón, que les toca.
Ejemplos de ello hemos tenido en cómo se ha abordado la gestión de la
pandemia en España. Desde la perspectiva ciudadana, ha resultado
probablemente incomprensible la tensión generada entre el gobierno del
Estado y los distintos gobiernos de las Comunidades Autónomas en las
sucesivas fases de estado de alarma, disposiciones sobre movilidad o
seguimiento de las cifras que permitían seguir la evolución de la
propagación del coronavirus. Una esfera de gobierno dependía de las otras
para cada uno de los movimientos a realizar. Pero, en cambio, entre ellos
existían distinciones de jerarquía y competenciales significativas. Y en el
interior de cada gobierno, han ido asimismo surgiendo tensiones entre los
distintos ministerios, departamentos o direcciones sobre cómo gestionar la
problemática, asumir responsabilidades o costear las medidas tomadas.
Todo ello ha tenido consecuencias en la valoración crítica que las encuestas
señalan del conjunto de la ciudadanía sobre las labores de gobierno, sea
cual sea el gobierno al que nos refiramos.
Las nuevas formas de gobernación, en cambio, no mostrarían la misma
obsesión por la especialización: ni el gobierno es un contenedor ni los
diferentes niveles territoriales son cajones donde distribuir las piezas que
hay en el contenedor. Las fronteras físicas dejan paso a los flujos también
en el ámbito gubernamental. El gobierno multinivel y el gobierno en red
comportan la desaparición de lo interior y lo exterior, la abolición de las
fronteras entre lo público y lo privado y entre los distintos niveles de lo
público. A su vez, la desaparición de las especializaciones provoca que en
las tareas de gobierno el énfasis se traslade de los actores a los contenidos.
Es decir, lo importante no es la atribución de funciones y responsabilidades
a un determinado nivel de gobierno o a cierto ente público o privado, sino
la política que se pretende impulsar y los objetivos que esta persigue.
Alrededor de esta política, los diferentes actores y las diversas instancias
gubernamentales comparten responsabilidades y funciones, y acaba
configurando capacidades colectivas de gobierno. También, en este sentido,
hemos tenido ejemplos de ello en la gestión de la pandemia, como la
construcción de ampliaciones de hospitales aprovechando pabellones
deportivos, utilización de recursos del ejército en apoyo a residencias de
ancianos, aprovechamiento de la capacidad de gestión y experiencia de
ONG (como «Médicos sin Fronteras») en otros casos.

III. LA ESFERA METROPOLITANA Y SUS ARTICULACIONES DE


GOBIERNO CONJUNTO
Venimos hablando y analizando distintas aproximaciones a la necesaria
construcción de capacidades de gobierno en entornos de gran fragmentación
institucional y competencial. ¿Qué ocurre si trasladamos todo ello al ámbito
metropolitano? Lo que vemos en la mayoría de gobiernos realmente
existentes es que en muy pocos casos esa función gubernamental supralocal
se ha institucionalizado de manera explícita. El espacio metropolitano, si lo
entendemos como el resultado de continuidad urbana, de continuidad de
problemáticas y de percepción social en el sentido de formar parte de una
misma conurbación, casi nunca se corresponde con la existencia de espacios
reales de gobierno conjunto. Y en este sentido, resulta un buen campo en el
que experimentar nuevas formas de gobernanza que, si bien parecen
necesarias, no han tenido aún una institucionalización significativa. No son
muy frecuentes los espacios e instancias formales de decisión conjunta que
trasciendan la fragmentación institucional derivada de la multiplicidad de
gobiernos locales que coexisten en esa realidad metropolitana compartida.
Los problemas comunes que los afectan son mayores que las capacidades
institucionales de que disponen (Ahrend-Gamper-Schumann, 2014).
La literatura académica no acaba de estar de acuerdo con relación a las
posibles ventajas e inconvenientes de tal fragmentación, que no es
específica de la esfera metropolitana. Hay una corriente de pensamiento que
abona la tesis de que el policentrismo gubernamental, facilitaría por una
parte el sentido de pertenencia del ciudadano en relación a instancias de
gobierno más próximas y controlables, y que además, la competencia entre
poderes locales y la tensión entre los mismos, favorecería una mejor
capacidad de provisión de servicios y una menor concentración de poder
(Tibeaut, 1956; Ostrom et al., 1961, Parks-Oakerson, 1989; Ostrom, 2010).
Otros apuntan a que avanzar en la adecuación entre realidad urbana
compartida y una esfera de gobierno asimismo común, redundaría en
mejoras significativas en la eficacia y en la eficiencia de los servicios
públicos (Orfield, 1997; Savitch-Vogel, 2000; Norris, 2001). Los estudios
empíricos al respecto no parecen permitir llegar a conclusiones ciertas al
respecto (Ahrend-Gamper-Schumann, 2014).
En el caso de la covid-19 y su abordaje en situaciones como las aquí
descritas, tampoco parece que las conclusiones apunten claramente hacia
una de las dos direcciones descritas: más institucionalidad conjunta o más
redundancia y competencia entre instancias de gobierno. Los análisis
hechos hasta ahora (Da Silva, 2020; Bereitschaft-Scheller, 2020; Dodds et
al., 2020) o la propia experiencia vivida en nuestra realidad más cercana, no
acaban de permitir una respuesta concluyente. Como ya hemos
mencionado, no se trataba aquí de resolver un problema, sino más bien de
gestionar sus consecuencias mientras se trataba de eliminar o reducir
drásticamente su continuidad (vacunas). Y en esa gestión la combinación de
recursos, competencias, capacidades de implementación y niveles de
información ha resultado decisiva. Europa y los Estados han utilizado
recursos económicos, normativos y técnicos que solo tales instituciones
tenían. Pero, las Comunidades Autónomas ocupaban espacios
competenciales básicos (salud, en algunos casos movilidad y seguridad),
mientras que los municipios (con la diversidad de escala y poblacional que
ya conocemos), han ido siendo determinantes en procesos de
implementación de las medidas a tomar y con relación a la prevención e
información sobre la extensión o reducción del contagio. Podríamos decir
que la experiencia vivida no permite sacar conclusiones claras en uno u otro
sentido.
En los análisis de la realidad gubernamental existente, la existencia de un
órgano de gobierno metropolitano, institucionalizado como tal, con
capacidad de decisión política en un abanico amplio de políticas y de
aplicar tasas y contribuciones fiscales propias es claramente la excepción
(Ardiss, 2014). Predominan las instancias de gobierno en las que los
distintos poderes locales o supralocales (regionales o estatales) comparten
responsabilidades decisionales en políticas sectoriales concretas
(especialmente en áreas como transporte, residuos urbanos, desarrollo y
planificación urbana), generando muchas veces «autoridades» en cada
materia, con competencias regladas y con financiación específica, muchas
veces delegada. Y también encontramos espacios más informales de
coordinación específica o de acuerdos mancomunados para resolver o
abordar problemas concretos que afecten a más de un gobierno local en el
espacio metropolitano. La situación en España no es, en este sentido, muy
distinta. Hay casos, como el de Madrid, en el que la propia Comunidad
Autónoma actúa de facto como «ente metropolitano», mientras que en
Barcelona (por citar la otra gran urbe), si bien existen consorcios (de salud,
educación, servicios sociales y vivienda) entre la Generalitat y el
Ayuntamiento, con un papel relevante en la gestión de la pandemia en
temas de salud y educación, no existe en cambio un órgano similar a escala
metropolitana. Un área metropolitana que tiene una dimensión y un
volumen poblacional parecido al del municipio de Madrid, pero que está
fragmentado en cerca de 30 gobiernos municipales distintos.
Lo que tenemos, pues, es una realidad que nos sigue mostrando la ya
mencionada contradicción entre espacios metropolitanos de intereses,
problemas y personas, y unos espacios de gobierno situados en esferas
inframetropolitanas o suprametropolitanas, con instancias de gobierno más
bien sectoriales, específicas e incluso informales. Las consecuencias de ello
son significativas si atendemos a cómo han funcionado tradicionalmente las
instituciones de gobierno. En efecto, las instituciones y las
Administraciones públicas se han construido sobre la lógica competencial y
sobre la estructura jerárquica entre esferas de gobierno y en el interior de
cada una de esas dimensiones. La gobernanza de las metrópolis acostumbra
a sufrir de la falta de delimitación clara de competencias y de la falta de una
escala jerárquica claramente asumida por parte de los distintos actores
institucionales o no. Pero, los déficits de gobernanza metropolitana
entendemos que no se resolverán con más jerarquía.
El debate estriba en que las jerarquías organizativas resultan eficaces y
eficientes cuando se enfrentan a problemas estables y claramente
delimitados, pero sufren graves disfunciones cuando se las tienen que ver
con asuntos complejos, cambiantes, multisectoriales y más bien
transversales en su problemática. De hecho, la evolución del entorno
económico, social y tecnológico ha ido desplazándose hacia formas de
estructura-red, como una respuesta compleja a la complejidad. En este caso
no se parte de la especialización funcional de cada elemento, sino de la
colaboración y la coordinación entre diferentes niveles gubernamentales,
diferentes departamentos administrativos y diferentes actores públicos y
privados. Algo de eso ha habido en el caso de Barcelona, su área
metropolitana y el gobierno autonómico, cuando de manera más o menos
informal, se han ido creando espacios de relación y gobernanza conjunta
para lidiar con los efectos de la pandemia y gestionar las urgencias más
evidentes en temas de salud, educación o movilidad. Eso fue siendo así al
resultar evidente que, en muchos de los temas o problemas planteados, la
capacidad de resolución no dependía de una sola de las esferas de gobierno
existentes, sino, precisamente, de su capacidad de intervención conjunta
(Paquet-Schertzer, 2020).
Cuando se habla de modernización de las estructuras administrativas, se
tiende a poner el énfasis en temas de eficiencia, y se incorpora la dinámica
de la competencia como la que más facilita esa dinámica. Si aceptamos que
los gobiernos metropolitanos han de partir de aceptar la complejidad como
algo propio de los tiempos, y por tanto que conviene avanzar en una
estrategia de gobierno complejo, deberemos probablemente rebajar nuestras
tradicionales pretensiones eficientistas y pensar en cómo se genera
confianza, cooperación, conocimiento mutuo, intercambio, etc., entre los
distintos actores, tanto públicos como no públicos en el escenario
metropolitano. Sobre todo, cuando cada vez está más claro que sin la
incorporación de los componentes de equidad y redistribución en la tensión
eficientista de las organizaciones los resultados globales de las ciudades
acaban siendo peores (Pastor, 2000).

IV. DECISIONES Y GRADO DE CENTRALIZACIÓN


Como mencionábamos más arriba, parece indudable la necesidad de
avanzar en procesos de descentralización en situaciones como las descritas
de creciente complejidad, para así permitir mejores adecuaciones de
problemas y respuestas. La forma de organización y gestión en red se puede
interpretar como un proceso muy intenso de descentralización. Pero, al
mismo tiempo es conveniente pensar en dinámicas complementarias y
simultáneas de centralización en algunos aspectos. No deberíamos perder
capacidades de control y de coherencia interna a la hora de implementar
decisiones. Hablamos de dos aspectos indispensables en el desarrollo de
cualquier política pública. La construcción de objetivos compartidos es
básica, ya que de ello depende la coherencia, y ello exige control. Así se
puede desarrollar al máximo la lógica descentralizadora que permite la
adecuación flexible a condiciones específicas cambiantes. En el abordaje de
ese «problema intergubernamental complejo» que ha sido y es la pandemia,
el debate en España entre descentralización y centralización ha estado muy
presente, lo cual resulta lógico si se tiene en el gran despliegue
descentralizador que ha implicado el desarrollo del Estado autonómico.
Tratemos aquí de explorar ventajas e inconvenientes de cada aproximación,
para situar en ese escenario la propia gestión de la covid-19.
Veamos qué ganamos y qué perdemos con la descentralización y qué
ganamos y qué perdemos con la centralización (De Vries, 2000; Besley-
Coate, 2003). Recordemos que, cuando hablamos de descentralización, nos
estamos refiriendo a procesos reales de distribución de poder, de generar un
sistema plural de centros de decisión. No se trata por tanto de minusvalorar
los efectos políticos que ello tiene, ya que descentralizar implica alterar
sistemas de poder habitualmente bien arraigados y modificar tradiciones y
procesos bien asentados. En efecto, en la tradición burocrática weberiana, lo
importante es evitar situaciones de discrecionalidad y por tanto es
importante no permitir alteraciones en los procesos previamente diseñados
que garantizan homogeneidad en el trato y en los servicios a prestar. La
desconcentración de funciones no altera esa lógica tradicional, ya que
asegura unidad procedimental y solo acerca el espacio de interacción a
quién resulte implicado sin cambiar los centros de poder y decisión. La
desentralización sí altera esa lógica, y puede aumentar las posibilidades de
que se produzcan resultados distintos aplicando una misma normativa, ya
que descentralizar implica dejar que los más cercanos al espacio de
interacción con los ciudadanos tengan atribuciones para poder decidir en
ciertos aspectos.
Con la descentralización se gana en cantidad y en calidad de la
información de que se dispone. De esta manera, y como adelantábamos, la
capacidad de adaptación a circunstancias diversas aumenta. No es algo
irrelevante, ya que temas como espacio público, encarar los «efectos zona»
(es decir, que dependiendo del lugar en que reside el abanico de
oportunidades vitales sea desigual), o la capacidad de adaptar la
configuración urbana a colectivos (de edad, o de origen) distintos, resulta
más sencillo. Esa mayor cercanía parece presuponer una mejor capacidad
para aprovechar y afinar en la atribución de recursos, lo que debería
redundar en políticas más eficaces, más capaces de adaptar a circunstancias
cambiantes las decisiones tomadas a menudo de manera más genérica e
indiferenciada. Por otra parte, la proximidad entre decisores y receptores
debería propiciar que los espacios de participación y codecisión fueran más
posibles y que tuvieran efectos más claros. Al mimo tiempo, esa misma
proximidad (Subirats, 2016), posibilita dinámicas de mayor transparencia
en la gestión y de mayor control por parte de los afectados y de la sociedad
en su conjunto. Finalmente, en este repaso que estamos haciendo de manera
esquemática en relación a las ventajas de la descentralización, añadiríamos
que generalmente se entiende que si se parte de los problemas tal como los
encontramos en la realidad, la necesidad y la presión para encontrar
respuestas más integrales o transversales será mayor. La estructura
jerárquica y competencial opera más rígidamente cuando decisión e
implementación se alejan, pero cuando ello no es así, la complejidad
intrínseca de muchos problemas sociales y políticos acostumbra a exigir
dinámicas más integrales que mezclen recursos y habilidades, lo que
potencia el trabajo en red más que las dinámicas tradicionales de
competencia y sectorialización.
¿Qué se pierde con la descentralización?. También desde el otro lado de la
ecuación centralización-descentralización, las posibilidades de encontrarte
con problemas existen. Por un lado, al fragmentar los centros de toma de
decisiones, existe el peligro de pérdida de dirección general de una política
o programa determinado. Aumentan asimismo los riesgos de que una
misma política se aplique de manera diferenciada en distintos sitios, y que
esa diferenciación vaya más allá de lo que sería una estricta adecuación a
circunstancias o situaciones cambiantes. Se señala muchas veces también
en la literatura al respecto que con la descentralización aumentan las
posibilidades de presión e influencia por parte de los intereses presentes en
el ámbito sectorial en el que se inserte la política, pero también en los
distintos grupos de presión que en cada territorio puedan tratar de
aprovechar esa descentralización en su propio beneficio. Seguramente a ello
se debe que se acostumbre a achacar a la descenetralización mayores
riesgos de clientelismo. También se atribuye a la descentralización una
mayor propensión a aumentar el gasto público, ya que se tiende a primar la
urgencia de lo próximo desatendiendo la situación global. En general la idea
de fragmentación de objetivos y de los peligros de la desigualdad son los
aspectos más repetidos.
Si pasamos de los aspectos generales a los efectos sobre los colectivos y
personas implicadas, podríamos volvernos a preguntar quiénes son los que
ganan y quiénes son los que pierden en ese dilema descentralización-
centralización. En general diríamos que con la descentralización ganan los
más cercanos y con la centralización los más poderosos. La centralización
genera una lógica de aplicación universal, más indiferenciada que quizás
permite proteger de manera también más generalizada, mientras que con la
descentralización, la posibilidad de «particularizar», de acercarse mejor a
cada quién en su diversidad es mayor, pero también es posible que se
aprovechen de ello quiénes disponen de más recursos de gestión y presión.
En general, la combinación de ambas lógicas resulta prometedora, ya que
puede permitir aprovechar las ventajas ya mencionadas de la
descentralización, tratando al mismo tiempo de evitar sus aspectos
negativos. En el fondo se trataría de evitar la desigualdad que puede generar
un proceso de aplicación descentralizada de una política, manteniendo
capacidades de redistribución entre los espacios o territorios en que aplique
la política. En efecto, está muy estudiado que si no se atiende ese aspecto de
redistribución que compense la diferencia de puntos de partida y de
recursos de todo tipo que cada territorio contiene de manera desigual, puede
fácilmente producirse el llamado «efecto Mateo» (Merton, 1968). Con esa
expresión se alude a la cita bíblica que afirma: «Al que tiene se le dará y
tendrá en abundancia, pero al que no tiene incluso lo que tiene le será
quitado» (Mateo: 13-12).
Mantener por tanto buenos sistemas de información que nos permitan
disponer (centralmente), a partir de un mismo proceso de actuación, de
datos sobre los distintos efectos que se dan en la implementación
descentralizada de una política, nos permitirá compensar posiciones de
partida distintas, no comparar entre sí a realidades diferenciadas, y detectar
posibles fallos o sesgos a favor o en contra de determinados colectivos o
personas. Ese proceso debe permitir conocer sin entrometer. Es decir, no ser
invasivo en la capacidad de intervención diferenciada e integral que permite
la descentralización y que es en definitiva una de las mayores ventajas a las
que hemos aludido. Ello se puede complementar con procesos de
benchmarking, de aprendizaje cruzado y de mecanismos de construcción
conjunta (con todos los centros de decisión descentralizada) de problemas,
procesos y mecanismos de evaluación.
En la gestión de la covid-19, la centralización de las decisiones de salud
pública en caso de pandemia estaban claramente en manos de las
autoridades sanitarias estatales, como también lo están las referentes a los
protocolos de vacunación (compartiendo estrategias con los otros países de
la Unión Europea). Hemos comprobado asimismo que la propia estructura
compuesta del Estado, ha exigido que los espacios de inordenación y
coordinación entre Estado y Comunidades Autónomas haya sido
especialmente relevante.
Si entre el 2004 y el 2020, la llamada Conferencia de Presidentes (que
reúne al presidente del Gobierno con los presidentes de las diecisiete
Comunidades Autónomas y los presidentes de las ciudades de Ceuta y
Melilla) se había reunido en seis ocasiones, entre el 15 de marzo del 2020 y
el 31 de diciembre de ese mismo año se ha reunido en diecisiete ocasiones.
En el caso del Consejo Interterritorial de Salud (que reúne al ministro del
ramo con los consejeros de las Comunidades Autónomas), si habitualmente
se reunía un máximo de cuatro veces al año, desde marzo del 2020 las
reuniones han sido prácticamente semanales y han sido constantes las
sesiones de sus comisiones delegadas y de las comisiones técnicas y grupos
de trabajo relacionadas con lo que se ha llamado «cogobernanza» de la
pandemia y sus efectos.
Desde cada comunidad, se han establecido asimismo, sistemas de decisión
conjunta y de implementación consensuada entre decisores autonómicos y
municipios, utilizando y activando de manera inusual, los mecanismos ya
existentes de coordinación o creando nuevos escenarios de articulación. En
definitiva, la combinación de centralización-descentralización en los
procesos que hasta ahora se han ido produciendo de gestión de la pandemia
ha sido la constante permanente. Una constante no exenta de tensiones.
Tensiones en algunos casos atribuible a lógicas de carácter político
(tratando de capitalizar aciertos o errores, aumentar la visibilidad con
propuestas propias…), en otros casos simplemente producto de los procesos
de aprendizaje conjunto que la gestión de la situación excepcional ha ido
generando.
Si bien las decisiones, y por tanto la planificación de las acciones a tomar,
han tenido un grado notable de participación conjunta de las distintas
esferas de gobierno (especialmente entre Estado y Comunidades
Autónomas), no podemos decir lo mismo de los temas de evaluación, que
hasta ahora no han avanzado lo que sería necesario tal y como ha sido
recordado recientemente (The Lancet, 2020). Por otro lado, la perspectiva
descentralizadora ha permitido un grado de adaptación a las distintas
realidades territoriales que ha permitido modular menor las distintas fases y
mecanismos de respuesta a lo que iba aconteciendo en cada región o en
cada territorio. Entendemos que el aprendizaje obtenido puede acabar
siendo muy significativo a la hora de consolidar las dinámicas
«quasifederales» en procesos decisionales y, esperemos, en procesos de
evaluación de las que estaba notablemente carente el Estado autonómico
español.
V. REFLEXIONES FINALES
Hemos tratado de llevar a cabo un ejercicio que entendemos aún
incompleto, que permita encarar las lógicas de intergubernamentalidad
frente a situaciones de complejidad. Una complejidad que hemos de
entender más propia de la normalidad que de la excepcionalidad. Y para
ello nos ha sido útil incorporar la reflexión de la esfera metropolitana como
un espacio de gobierno supralocal que puede permitir abordar con lógicas
conjuntas de centralización y descentralización situaciones que desde la
fragmentación local pueden ser mucho más difíciles de abordar. La
pandemia de la covid-19 nos ha servido de espejo en el que ir proyectando
los debates que desde hace tiempo recorren las reflexiones de los
especialistas y gestores sobre los temas aquí planteados, que parten de un
cambio de época en el que muchas de las ideas e instrumentos que nos
servían para analizar los asuntos propios de las Administraciones públicas
ya no nos funcionan como antaño.
No hemos tratado de argumentar acerca de las ventajas intrínsecas de un
mayor protagonismo de una esfera gubernamental en relación a otras, sino
de entender que cada vez más nos enfrentamos a problemas frente a los
cuales, lo excepcional es que su abordaje y posible solución o contención
sean estrictamente atribuibles a una esfera de gobierno en concreto. No
creemos que podamos argumentar en relación a ello desde lógicas
fundamentalmente propias de la eficiencia económica, cuando casi siempre
hemos de tener en cuenta otras perspectivas propias de la equidad o la
atención a la diversidad. Es evidente que la perspectiva jurídica puede
ayudar, tratando de encontrar los arreglos institucionales necesarios para
que esa complejidad tantas veces aludida, pueda resultar manejable. Pero,
hemos querido sobre todo, incorporar un planteamiento político.
Nos preocupan los temas de legitimidad, implicación ciudadana y
capacidad de resolución de problemas. No se trata de ver cuál es la escala
más adecuada para afrontar los problemas, sino cuál es la combinación de
escala, identidad, espacio y poder que genera una mayor factibilidad y
legitimidad. Y para ello hemos querido dedicar espacio a los aspectos
positivos y negativos relacionados con lógicas de descentralización y
centralización. Al final de todo, lo que nos queda es un tema que sigue
siendo político. ¿Cómo gestionar episodios excepcionales como el
planteado por la pandemia de la covid-19 desde la imprescindible eficacia y
rapidez de respuesta, y al mismo tiempo, respondiendo a las exigencias de
equidad, representatividad y capacidad de protección que se exige hoy a un
gobierno que no quiera ser retóricamente democrático? En el momento de
redactar estas reflexiones, no somos capaces de responder adecuadamente a
esta cuestión. Pero sin duda este debate seguirá siendo clave en esta y en
otras coyunturas de complejidad y urgencia.

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CAPÍTULO VI
CAMBIO Y CRISIS. NUEVAS POLÍTICAS
SOCIALES EN TIEMPOS DE PANDEMIA

Margarita León Borja (UAB)


Universitat Autònoma Barcelona

I. INTRODUCCIÓN
La política pública es en buena medida una decisión colectiva, pero
¿quién toma las decisiones? ¿Quién decide qué debemos decidir? La
aprobación y ejecución de una política concreta necesita acuerdos en
diversos momentos de un largo proceso de toma de decisiones en el que
interviene un nutrido número de factores. La perspectiva más clásica en
estudios de política pública da cuenta de la importancia de las instituciones
en la toma de decisiones, aunque existe una inacabada discusión sobre
cuáles son exactamente las instituciones más relevantes. ¿Son los
parlamentos? ¿Es el tipo de relación entre los poderes ejecutivo y
legislativo? ¿El sistema electoral y de partidos? ¿La capacidad de los
tribunales de revisar decisiones aprobadas en el parlamento? Durante
mucho tiempo fue dominante la idea de que el modelo de democracia
mayoritaria que otorga poder y estabilidad a los gobiernos genera una
mayor capacidad para «producir» política pública. Parece de sentido común
pensar que un sistema que identifica sin ambages a un claro vencedor (y
otro perdedor) que desproporciona los resultados electorales para fabricar
mayorías inequívocas, que apenas le exige a la parte ganadora que realice
concesiones hacia la otra parte y que cuenta con los mecanismos para
permanecer en el poder el tiempo constitucionalmente establecido, tenga
más capacidad de introducir reformas, y a mayor velocidad, que otro
sistema democrático que, por el contrario, aspira a dispersar el poder, que
exige negociación entre partes enfrentadas, que dispone de herramientas
para evitar los abusos que generalmente conllevan una excesiva
concentración de poder. Fue el politólogo holandés Lijphart el primero en
demostrar empíricamente que los méritos del modelo mayoritario podrían
estar sobrevalorados. En cambio, afirmaba Lijphart, las habilidades que se
adquieren para navegar por un sistema donde puede no existir un claro
vencedor y donde la gobernabilidad depende de la capacidad de alcanzar
acuerdos con oponentes políticos, sirven después para tomar decisiones de
política pública que traspasan los intereses exclusivamente partidistas.
Además del diseño institucional, en el proceso de creación y cambio de
las políticas públicas entran muchos otros elementos en juego. Las
estructuras de poder, los legados, las relaciones entre los distintos actores,
los intereses a los que se sirve y la propia manera en la que está organizado
el proceso de toma de decisiones determinan una combinación precisa de
resultados. En el caso de Administraciones públicas consolidadas en el
tiempo, la inercia de su propio funcionamiento, el legado que llevan
consigo, inhibe o desinhibe procesos de cambio. El concepto de path
dependency hace referencia a esa dependencia que las decisiones que se
toman en el presente tienen de las decisiones que se tomaron tiempo atrás
aunque las circunstancias puedan haber cambiado por completo. Entre otras
cosas, políticas ya instauradas y legitimadas social y políticamente también
ayudan a socializar los conflictos en una sociedad. En el caso de las
reformas del Estado de bienestar, su propio desarrollo altera las reglas del
juego político al cambiar las preferencias y las expectativas de votantes y
grupos de interés. Esto puede explicar que políticas, maneras de proceder y
diseños administrativos se reproduzcan en el tiempo, a pesar de que el
contexto para el que fueron creados haya dejado de existir y sea más que
evidente la necesidad de un cambio de objetivos, de diseños de política o de
formas de proceder o ambas cosas a la vez.
¿Ocurre lo mismo en las respuestas a una crisis? ¿Cuándo pueden las
crisis convertirse en palancas de cambio para acometer reformas
reconocidas como necesarias para el buen funcionamiento de la política
pública? Los gobiernos con frecuencia tienen que hacer frente a situaciones
excepcionales para las que necesita responder de manera extraordinaria.
Catástrofes naturales, crisis económicas, guerras, revoluciones violentas o
ataques terroristas exigen una rápida capacidad de respuesta y de
movilización de recursos. No existe gobierno inmune a estas crisis, y de su
capacidad de gestión dependerá no solo la salida misma de la crisis, sino
también la legitimidad y confianza de la ciudadanía del gobierno en
cuestión. Pero más allá de la respuesta concreta a estos episodios que
alteran el ritmo natural de las cosas, una pregunta relevante que ha
suscitado no poco interés en las ciencias sociales es averiguar bajo qué
condiciones puede una crisis provocar un cambio de rumbo o forzar un
desarrollo de política pública poco imaginable en circunstancias normales.
¿Qué papel juegan las crisis en la formación de los sistemas de protección
social?
En este capítulo exploraré en detalle esta relación entre crisis y cambio a
través de la evolución del Estado de bienestar contemporáneo desde las dos
grandes crisis que dieron lugar a su desarrollo: la Primera y sobre todo la
Segunda Guerra Mundial, hasta las dos crisis más recientes: la recesión
económica del 2008 (y la consiguiente crisis del euro en el 2010) y la crisis
inacabada provocada por la pandemia de la covid-19 y la capacidad de
ambas de modificar el rumbo del Estado de bienestar.

II. LA GUERRA COMO MOTOR DE CAMBIO


Existe un gran volumen de literatura académica que trata de averiguar en
qué medida los shocks externos o internos: una guerra, una pandemia, una
recesión económica, una catástrofe natural o una crisis política actúan como
catalizador para el impulso de políticas de protección a las personas.
La literatura comparada sobre Estados de bienestar otorga a la
reconstrucción que sucedió a la Segunda Guerra Mundial un protagonismo
casi absoluto en los orígenes de los sistemas de protección social en Europa.
El impacto económico de desempleo masivo durante la Gran Depresión de
los años 30 en buena parte de los países desarrollados tuvo un efecto
significativo en el desarrollo de las políticas sociales en la mayoría de los
países avanzados. El color político de cada gobierno incidió enormemente
en el impulso de este desarrollo, con los gobiernos progresistas a favor de
mayores niveles de gasto social que los gobiernos conservadores, pero fue
la traumática experiencia de la Segunda Guerra Mundial la que precipitó el
despliegue sin precedentes de los Estados de bienestar, aunque, de nuevo,
distintos factores de índole histórica y política confiriera improntas muy
distintas en cada país.
La Primera y, en mucho mayor medida, la Segunda Guerra Mundial (GM
a partir de ahora) fueron un catalizador de legislación social, especialmente
en los países que sufrieron más directamente los horrores de la guerra. En
primer lugar, las guerras crearon una demanda social para la que los Estados
no estaban en absoluto preparados. Las víctimas directas de la guerra,
inválidos de guerra, supervivientes, o niños huérfanos en ciudades
devastadas por el conflicto exigían unas respuestas y planteaban unos
problemas para los que los Estados sencillamente no estaban preparados. La
nueva tecnología militar y reclutamientos masivos llevaron a una
mortalidad sin precedentes (Obinger y Schmitt, 2020). Todos los países
involucrados en la Primera y Segunda GM crearon a raíz de los conflictos
programas de protección social para veteranos y esposas e hijos
dependientes de militares muertos en el frente. Pero la expansión de los
programas sociales, sobre todo tras la Segunda GM fue mucho más allá. El
gasto social no militar aumentó de manera sostenida durante casi tres
décadas. Esto se explica, además de por el aumento de la demanda, por la
introducción durante la guerra de unos sistemas impositivos a las rentas de
capital y las propiedades que permitieron financiar los elevados costes del
conflicto armado y que una vez firmado el armisticio se mantuvieron.
Algunos autores señalan que los años de guerra habían acostumbrado a los
gobiernos y a la ciudadanía a unas políticas, incluida la política fiscal, más
intervencionista y esto facilitó las cosas para el salto hacia un Estado social
dispuesto a gobernar aspectos centrales de la vida cotidiana de las personas.
Sobre todo la Segunda GM favoreció la expansión de la burocracia estatal
que junto a la mayor capacidad fiscal proporcionaron los medios para
responder a las nuevas demandas sociales causadas por la guerra (Obinguer
and Schmitt, 2020: 264). Desde la perspectiva de los derechos de la
ciudadanía, los episodios bélicos habían dejado al descubierto la necesidad
de integrar en los ideales de soberanía nacional la universalidad de los
derechos sociales. La guerra y el fin de la guerra dejaron niveles muy
elevados de desempleo, pobreza y vulnerabilidad social y la presión política
por un Estado que se preocupara por el bienestar de la ciudadanía era más
elevada que nunca. Además, el contexto de la Guerra Fría también impulsó
la universalización de servicios públicos en países que no sufrieron de
forma tan dramática la destrucción de la guerra. Al otro lado del Atlántico,
la fórmula keynesiana de crecimiento económico y programas
redistributivos fuertes fueron también una maniobra destinada a
contrarrestar el proyecto comunista no solo del bloque soviético sino del
empuje de los partidos y movimientos comunistas y socialistas en las
democracias occidentales. Finalmente, las guerras fueron un aprendizaje
para las élites políticas todavía con importantes déficits en cultura política
democrática. En toda Europa, las fuerzas políticas de izquierda, incluido el
movimiento obrero organizado, fueron mayoritarias durante las décadas de
la posguerra pero incluso los gobiernos de democracia cristiana o
conservadores aprendieron a trazar alianzas transversales con partidos de
opuesto color político. Esa capacidad de trascender las trincheras
ideológicas fue del todo definitiva para el desarrollo de los Estados de
bienestar.
La crisis del petróleo de 1973 puso fin al acuerdo de posguerra a favor de
un Estado social fuerte y una economía tutelada. La doctrina económica
liberal que permitió durante las tres décadas posteriores a la Segunda
Guerra Mundial una fuerte expansión económica con gran crecimiento del
empleo, altos salarios y baja inflación, acompañada de elevados niveles de
gasto social, es ahora señalada como la principal culpable de los altos
índices de inflación y destrucciones masivas de empleo. La década de los
setenta da paso a una fase de sucesivas crisis marcadas por el cambio de
ciclo económico y un gran desconcierto en el terreno de las ideas y los
valores. Por primera vez desde 1945, líderes políticos conservadores
(notoriamente Reagan en Estados Unidos y Thatcher en Reino Unido)
señalan al intervencionismo estatal y las políticas redistributivas y de
asistencia social como un obstáculo para el normal desarrollo de la
economía. La corriente ideológica neoliberal promulgó toda una serie de
medidas dirigidas a desregularizar la economía, desnacionalizar empresas
públicas y debilitar el movimiento obrero. La doctrina neoliberal consiguió
imponer una forma de pensar que apostaba decididamente por la
intervención de los mercados en detrimento de la gestión pública de los
servicios. El discurso público se saturó de imágenes distorsionadas de la
solidaridad social, mensajes llamados a erosionar la legitimidad política de
un Estado benefactor.
Obviamente la expansión del neoliberalismo no la podemos entender sin
el proceso paralelo de globalización del capitalismo. Los programas de
ajuste estructural en el Sur y la creación de tratados de libre comercio
permitieron la penetración de un capitalismo financiero asentado sobre los
pilares de la desregulación y una mínima supervisión por parte de los
poderes públicos. Además, el fin de la Guerra Fría y por tanto la
desaparición de la «amenaza comunista» también dejó el campo despejado
para el dominio sin precedentes del modelo neoliberal en la década de los
noventa. Uno de los grandes éxitos de este paradigma ha sido vincular las
grandes líneas de políticas de ámbito tanto estatal como internacional como
la flexibilidad de los mercados de trabajo, incentivos a la movilidad de
capital o los límites a la acción del Estado, a principios morales como el de
la responsabilidad individual, el valor de la competitividad y el esfuerzo, o
el legítimo derecho a poder elegir.
La progresiva mercantilización de servicios públicos esenciales como
educación, sanidad o cuidados ha sido una pieza central en la
transformación de los Estados de bienestar contemporáneos, pero la
corriente neoliberal que pontifica los mercados y sataniza el Estado no ha
sido la única responsable. La presión para introducir reformas en los
servicios públicos fue común a prácticamente todos los gobiernos. Esta
presión llegaba por dos frentes distintos. Por una parte, las exigencias de
contención de gasto forzaron a reconsiderar el papel del Estado en la
provisión de unos servicios con expectativas de crecimiento exponencial.
En escenarios económicos no expansivos, a los gobiernos les costaba
mucho trabajo atender a una demanda cada vez más compleja
exclusivamente desde la Administración y las arcas públicas. Ampliación
de derechos en el ámbito educativo, más cobertura sanitaria y sociosanitaria
para responder al envejecimiento de la población o más guarderías
infantiles para dar respuesta a la incorporación masiva de las mujeres al
mercado laboral topaban ahora con un contexto que guardaba poca relación
con aquellas décadas expansionistas de la posguerra. Así pues, reformas
promercado fueron introducidas con mucha intensidad por gobiernos
conservadores alineados ideológicamente con esta corriente, pero gobiernos
progresistas también adoptaron reformas que favorecieron la creación de
«cuasimercados» en ámbitos que solían ser de exclusiva propiedad y
gestión estatal. Cierta diversificación en los proveedores y la
externalización de determinados servicios permitió a muchos gobiernos
hacer frente a estas presiones sin desmantelar el Estado de bienestar.
Por otra parte, los Estados de bienestar, como el resto de las instituciones
democráticas en funcionamiento desde hacía ya varias décadas, presentaban
estructuras burocráticas despersonalizadas, inflexibles y con enormes
problemas para adaptarse a los nuevos tiempos. La transición hacia una
economía de servicios, la ralentización de la economía, los cambios
demográficos y las nuevas necesidades sociales, reflejo de una mayor
diversidad, eran elementos que ejercían una enorme presión sobre las
arquitecturas clásicas de los sistemas de protección social. Mientras las
fuerzas progresistas durante la época de la reconstrucción europea
defendían la nacionalización de los recursos esenciales desde industrias
energéticas hasta el transporte, las escuelas o los hospitales, como única
manera de garantizar una distribución equitativa de la riqueza, unas décadas
después, el cambio de ciclo económico, un nuevo paradigma ideológico y
una demanda ciudadana cada vez más exigente, llevaron a las fuerzas
progresistas a sacrificar la idea de la colectivización de los bienes públicos
para conformarse con la defensa de un Estado de bienestar que podía, en
parte, estar gestionado privadamente. Fue esta renuncia a la idea de
modificar las estructuras capitalistas a través de la inversión estatal, la que
permitió que los mercados formaran también parte de las agendas de los
partidos de izquierda.
Pero este proceso común de progresiva mercantilización de los servicios
públicos se produce con enormes diferencias en cuanto a cómo se reparten
los costes y cómo se distribuyen, o se redistribuyen los recursos. En
realidad, ni los gobiernos de distinto color político perseguían los mismos
objetivos, ni los condicionantes eran equivalentes en contextos dispares.
Como muy bien explica Jane Gingrich en su libro Making Markets in the
Welfare State los mercados no operan de manera uniforme sobre los
servicios públicos y por tanto, una cuestión relevante es entender de qué
manera la introducción de los mercados ha podido influir en la capacidad de
los Estados de bienestar de lograr, o no, objetivos de justicia distributiva.
La incorporación del principio de la libre elección en la provisión de los
servicios públicos ha dado lugar a un acceso cada vez más diferenciado
entre los distintos grupos sociales. Crucial en la comprensión de este
proceso de creciente mercantilización es entender cómo interviene y
reconfigura la expresión de la desigualdad en cada contexto. Salvo en los
países nórdicos que fueron capaces de promover cambios desde dentro sin
erosionar el fuerte compromiso por la igualdad, en general, los cambios
hacia una oferta diversificada, con una mayor intervención de agentes
privados y un mayor margen para elegir servicios por parte de los usuarios,
termina por crear rutas de acceso que culminan en una mayor desigualdad
entre los distintos grupos sociales, aunque al mismo tiempo es un proceso
que refleja el propio crecimiento de la desigualdad.
Sin embargo, las agresivas políticas privatizadoras introducidas por toda
Europa sobre todo desde la década de los 90 no consiguieron reducir el
esfuerzo que los Estados dedicaban a los servicios públicos. El gasto social
en educación, en sanidad, en pensiones, o en servicios sociales, no solo no
se ha reducido en ningún país sino que el verdadero desafío es cómo
conseguir que no continúe aumentando. Como veremos a continuación, las
propias instituciones, en su proceso de consolidación, habrían terminado
por crear potentes mecanismos de resistencia al cambio.

III. RESISTENCIAS AL CAMBIO


No parece existir nada de una magnitud similar al proceso de cambio que
tuvo lugar durante las aproximadamente tres décadas de expansión de los
Estados de bienestar tras la Segunda Guerra Mundial, de ahí que las
preguntas teóricas y empíricas desde entonces hayan tenido que ver más
con la explicación de la ausencia de cambio, o de resistencia al cambio que
de cambio en sí. La literatura académica comparada buscaba entonces un
marco teórico que explicara la increíble resistencia de estas estructuras del
Estado a pesar de embistes directos. El politólogo estadounidense Peter Hall
escribió un influyente artículo en 1993 en el que proporcionaba
precisamente las claves de esta resistencia. El autor distinguía tres tipos de
cambio. El cambio de primer orden consiste en ajustes de instrumentos ya
existentes, por ejemplo, aumentar el número de años de contribución para el
cálculo de la pensión. Los cambios de segundo orden suponen una
modificación de los propios instrumentos, pero sin que se modifique la
lógica que subyace a la política, siguiendo con el ejemplo anterior se
trataría de modificar la fórmula de acceso a la pensión. Los cambios de
tercer orden son los que alteran tanto los instrumentos como la lógica detrás
de la política. En el ejemplo de las pensiones podría ser pasar de un sistema
de pensiones público a uno privado. Es solo este tipo de cambio de tercer
orden el que implica un cambio de paradigma y es más difícil de proponer y
ejecutar que los cambios de primer y segundo nivel.
La adaptación de los Estados de bienestar a los nuevos riesgos sociales se
produjo de esta forma progresiva y poco dramática. La agilidad con la que
los sistemas de bienestar se han adaptado a las nuevas demandas de la
sociedad, sobre todo a través de una respuesta a la creciente diversidad y
complejidad social, depende en buena medida de la agilidad con la que las
Administraciones han dado respuesta a los desafíos. Estructuras
administrativas excesivamente jerarquizadas, burocratizadas y centralizadas
lo tienen a priori mucho más difícil que otras con una organización más
horizontal, flexible y descentralizada. Una vez que estas estructuras
burocrático-administrativas forman ya parte del engranaje orgánico de las
instituciones democráticas, su propio funcionamiento termina por priorizar
su reproducción bloqueando intentos de reforma que puedan cuestionar
tanto los principios fundacionales como los intereses de los principales
actores implicados. Los sistemas de pensiones, de protección al desempleo,
los sistemas nacionales de salud, los sistemas educativos, o los servicios
sociales son, en palabras de Hinrichs (2000), «elefantes en movimiento»
que permiten pequeños ajustes de rumbo pero desinhiben transformaciones
paradigmáticas profundas, es decir, cambios que provocan, o quieren
provocar, un giro en los propios principios que rigen estos sistemas.
Además, las movilizaciones políticas a favor de estos derechos sociales
adquiridos están tan claramente identificadas que cualquier reforma de
cierto calado puede conllevar un elevado coste electoral.
En el caso de las pensiones, por ejemplo, cualquier cambio no meramente
incremental sino paradigmático conlleva potencialmente un elevado coste
para el gobierno de turno y por ello goza de una quizá asombrosa
resistencia a pesar de los importantes interrogantes sobre la sostenibilidad
tanto financiera como social del sistema. A la vez, el propio Estado de
bienestar interviene en el equilibrio de la lucha de clases. Que una política
social concreta tenga una base social más o menos amplia depende en
buena medida de los grupos que fueran en su momento legitimados para
representar determinados intereses. La teoría neoconstitucional, por
ejemplo, señala que las relaciones o las redes de relaciones que vinculan
determinados intereses sociales al entramado político y que
institucionalizan esta relación entre gobierno y grupos de interés, terminan
generando barreras para el acceso a nuevos grupos y la introducción en la
agenda política de nuevas problemáticas. Es relevante intentar entender
cómo funciona y qué consecuencias tiene esta intermediación de intereses
que depende, a su vez, del contexto en el que se desarrolla. El Estado y las
instituciones no son precisamente árbitros neutrales de la competición por
el reconocimiento y el poder. Hay temas que nunca consiguen entrar en la
agenda política, mientras que hay otros que obtienen un protagonismo
directamente relacionado con el poder de sus proponentes.
Sin embargo, los Estados de bienestar clásicos se enfrentan casi
constantemente a fuertes dilemas que necesitan ir mucho más allá que
pequeños ajustes. ¿Qué puede sacudir los cimientos de las políticas
públicas? ¿Aumenta la capacidad protectora y se amplían derechos solo
durante los ciclos expansivos de la economía o pueden las crisis provocar
cambios importantes? En el siguiente apartado nos detendremos en las dos
crisis que hemos atravesado en lo que llevamos de siglo XXI y el impacto
que han podido tener sobre el Estado de bienestar.

IV. LAS EMERGENCIAS DE AHORA Y LAS REFORMAS PARA


MAÑANA
La crisis del 2008 tuvo efectos devastadores sobre todo en los países del
Sur de Europa e Irlanda. En el periodo 2008-2013, la pérdida de ingresos de
la decila más baja de ingresos fue del 51 % en Grecia, 34 % en España, 28
% en Italia y 24 % en Portugal (Pérez y Matsaganis, 2017). El aumento de
la desigualdad por el deterioro de las condiciones de vida de los hogares
con menos ingresos implica a su vez un mayor riesgo de pobreza para esos
hogares a no ser que actúe el Estado de bienestar. Mientras que en la UE-10
el porcentaje de personas en riesgo de pobreza y exclusión social no varió
de manera sustancial antes y después de la crisis, en los países
mediterráneos, especialmente España y Grecia, el efecto fue significativo.
En el primero, la tasa de pobreza pasó del 24 % en el 2008 al 27 % en 2017;
en el segundo del 28 % en 2008 a 35 % en 2017. Los cambios en las nuevas
necesidades sociales en términos absolutos fueron aún más dramáticos: la
población en riesgo de pobreza aumentó en la Europa Occidental un 4,4 %
entre 2008 y 2013, casi toda ella concentrada en los países del Sur: incluso
si comparamos lo que ha sido probablemente el peor año de la crisis, el
2013, con el 2008, de un total de aproximadamente 7,2 millones de
personas en riesgo de pobreza, 5 millones vivían en el sur. En España, en el
transcurso de casi una década, el riesgo de pobreza ha aumentado en un
13,4 %. Además, la idea misma de pobreza ha cambiado durante la crisis.
En todos los países del sur de Europa, el sistema de pensiones ha
conseguido proteger a la población mayor del riesgo de pobreza: aumenta la
proporción de pensionistas sobre el total de la población mientras que a su
vez disminuye su representación entre las personas más pobres, pero el
Estado de bienestar no ha tenido la misma capacidad de reacción en el caso
de la pobreza en hogares con menores. Si tenemos en cuenta la pobreza
infantil relativa (el ratio de hogares con personas menores de 18 años que
caen por debajo de la línea de pobreza, medido como la mitad de los
ingresos medios del total de hogares) España tenía en el 2015 el peor
registro, de nuevo porque el desplome de las rentas bajas ha afectado a
muchos hogares con niños y por la limitada acción de las políticas dirigidas
a familias en situación de vulnerabilidad. El fuerte aumento de demanda
social en España (en los peores momentos, el desempleo alcanzó el 26 % de
la población activa) y en la Europa mediterránea en general, podrían haber
sido amortiguados con políticas redistributivas que compensaran la pérdida
de ingresos de sectores importantes de la población. Sin embargo las
políticas de austeridad, básicamente el recorte del gasto social en un
momento de fuerte auge de la demanda, no solo no consiguió amortiguar
los efectos de la crisis sobre los grupos sociales más vulnerables sino que
contribuyó a su cronificación. En la práctica totalidad de los presupuestos
sociales, los recortes nos devolvieron a niveles de hace más de una década,
cuando estábamos más bien a la cola de los sistemas de bienestar europeos
y además frenó en seco más de una década de reformas orientadas a la
adaptación de nuestro sistema de protección social a los nuevos riesgos
sociales (León y Pavolini, 2014). En definitiva, las políticas de austeridad
unidas al extraordinario repunte del desempleo nos hizo «regresar» a un
Estado social clásico en el que preservar pensiones y protección por
desempleo obligó a sacrificar prácticamente todo lo demás, especialmente
los ámbitos de política más marginales desde el punto de vista
presupuestario como vivienda, familia o exclusión social, pero también
aquellos más universalistas como educación y sanidad.
La crisis de 2008 también supuso un cambio en las formas de gobernanza
entre la UE y los países miembros afectados de una forma u otra por un
rescate financiero. La nueva estructura de gobernanza creada para proteger
la Unión Económica y Monetaria frente a desequilibrios macroeconómicos
impuso unos mecanismos de control severos que llevó a recortes
indiscriminados en el gasto público de todos los países miembros sometidos
a la condicionalidad. En estos países, instrumentos de supervisión estrictos
del Semestre Europeo fueron directamente responsables de retrocesos
sustanciales en los Estados de bienestar de estos países (Pavolini et al.,
2015). Este rol intrusivo de las instituciones europeas y el Fondo Monetario
Internacional supuso una injerencia en la soberanía nacional por parte de
instituciones supranacionales de estos países desconocida en la historia de
la integración europea. A la vez, la austeridad fiscal impuesta por actores
internacionales fue una fuente de legitimación de gobiernos de centro-
derecha que aprovecharon la corriente para ejecutar grandes recortes en
servicios públicos esenciales. Esta especie de sustitución de formas de
aprendizaje mutuo basado en el interés común por reglas más estrictas de
supervisión supone una relación muy distinta entre las instituciones
supranacionales y los gobiernos nacionales. Cuando pasa ya más de una
década de aquella crisis en la relación entre las formas de gobernanza,
resulta evidente que el proyecto europeo ha pagado un precio considerable.
Incluso aceptando que las instituciones europeas son solo parcialmente
responsables, las políticas de austeridad y una recesión económica larga
creó un terreno fértil para el aumento del euroescepticismo y el populismo
nacionalista, dos sentimientos que han socavado la legitimidad del proyecto
europeo en su conjunto. La lección parece haberse aprendido en la crisis del
coronavirus. La Unión Europa ha interrumpido temporalmente las medidas
más estrictas de la estructura de gobernanza de la Unión Monetaria. Los
países del sur de Europa que más sufrieron la condicionalidad impuesta en
la crisis anterior exigieron la mutualización de la deuda. A pesar del
conflicto abierto entre los Estados frugales de Holanda, Austria, Suecia y
Dinamarca y los países del sur, la Unión Europea firmó finalmente el 21 de
julio de 2020 un Plan de Recuperación que aliviará sobre todo a los Estados
más endeudados. Aunque existirá alguna forma de condicionalidad y
supervisión por parte de la UE, queda claro que las instituciones europeas
han preferido jugar un papel menos coercitivo y más facilitador (Costa y
León, próximamente). Al mismo tiempo sin embargo, las respuestas
gubernamentales a la emergencia parece haber llevado a procesos
generalizados de concentración de poder de decisión por parte de los
gobiernos centrales a costa de los niveles subestatales.
Más allá de cambios significativos en formas de gobernanza, ¿qué otros
cambios podría provocar la crisis de la covid-19 en las políticas públicas?
Todas las sociedades modernas han desarrollado respuestas institucionales
y protocolos de actuación para emergencias de diversa naturaleza. Existen
unidades especiales en el ejército, en los cuerpos de seguridad del Estado
diseñadas para intervenir en caso de catástrofe. Se reservan fondos de
rescate y se prepara a personal específico para que actúen. El extremo lo
vimos el mes de marzo de 2020, cuando los países anunciaron la
declaración del estado de alarma para hacer frente al coronavirus. Tanto si
la respuesta es exitosa como si no, el carácter excepcional de este tipo de
acontecimientos explicaría que no se cuestione el funcionamiento general
de la Administración o las políticas públicas. Para Castles (2010) esta
separación de las esferas institucionales de emergencia y las políticas que
forman parte de lo que consideramos la acción protectora propia del Estado
de bienestar es la razón principal que explica por qué hasta ahora el impacto
de estas emergencias no ha entrado en el radar de los estudios sobre las
reformas de los Estados de bienestar. Sin embargo, las crisis pueden
también convertirse en «ventanas de oportunidad». Si el «cisne negro» se
prolonga en el tiempo, como ha sucedido con la pandemia de la covid-19,
pueden ser necesarias intervenciones más allá de la batería de respuestas
preparadas para lidiar con una emergencia. En todos los países avanzados,
la inmediata puesta en marcha de los expedientes de regulación temporal de
empleo o de programas extraordinarios de subsidios económicos a familias
en dificultad indica claramente la necesidad de atender a las consecuencias
no solo inmediatas sino de medio y largo plazo de la crisis. En nuestro país,
la aprobación en el Congreso de los Diputados del ingreso mínimo vital el
29 de mayo de 2020, con el apoyo de todos los grupos parlamentarios a
excepción de VOX en un clima de considerable crispación política, resulta
difícil de imaginar fuera del contexto de excepcionalidad en el que nos
encontrábamos. Por último, las crisis pueden también dejar al descubierto
fragilidades y contradicciones en el funcionamiento de las políticas
públicas. En este sentido, la crisis de la covid-19 nos dejará lecciones
importantes sobre las debilidades de los sistemas públicos de salud y de
manera especial, sobre la vulnerabilidad extrema de unos sistemas públicos
de cuidado infradotados y con escaso reconocimiento político y social.

V. CONCLUSIONES
Lo que entendemos por Estado de bienestar clásico en Europa surge de un
compromiso político insólito hasta el momento por acompañar el
crecimiento económico con un esfuerzo importante de gasto social. Ante la
necesidad de conseguir una cierta estabilidad democrática que funcione
como antídoto a las fuerzas destructoras, la paz social se convierte en
prerrequisito de cualquier proyecto de recuperación económica. No es
posible entender esos años gloriosos sin los dos episodios bélicos que
marcaron la historia europea. Pero todos los consensos son susceptibles de
quiebra. Los periodos de inestabilidad económica que sucedieron a la crisis
del petróleo en 1973 y la rápida difusión del paradigma neoliberal fueron un
fuerte revés al consenso político construido en toda Europa en las décadas
precedentes. El neoliberalismo que, además de una nueva doctrina
económica radicalmente opuesta a los prelados del Keynesianismo es
también una corriente política fuertemente orientada a erosionar los
principios de solidaridad y universalidad que permitieron el desarrollo de
los Estados de bienestar. Sin embargo, numerosos análisis interesados en
conocer el impacto de esta nueva corriente de pensamiento en los servicios
públicos concluyeron que, a pesar de los fuertes ataques en la retórica y en
la práctica, el Estado de bienestar, quizá sorprendentemente, resistió. La
lectura positiva es que instituciones democráticas maduras son más
resistentes a los golpes de lo que pudiéramos imaginar, la menos positiva es
que pueden convertirse en agentes de veto contra procesos de cambio. En
esta época convulsa en la que vivimos, cristalizan varias crisis diferenciadas
aunque relacionadas entre sí. A los problemas derivados del funcionamiento
del capitalismo financiero global se añade el aumento de las desigualdades
sociales como un fenómeno estructural al propio funcionamiento del
sistema y fuertemente agravado por la gran recesión del 2008, la crisis
ecológica, la pérdida de empleo por la robotización y las fuertes fracturas
sociales que nos dejará la crisis originada por la pandemia del coronavirus.
En el centro del debate sobre la reforma de las políticas públicas que
afectan a nuestra vida cotidiana se encuentran dilemas, con frecuencia
incluso morales, de reparto de los costes y beneficios de adoptar unas
decisiones u otras que son difíciles de eludir. Si los principales actores
políticos y sociales que impulsaron el desarrollo del Estado de bienestar han
perdido hegemonía en el espacio político europeo y nacional, si el
panorama político es de una creciente polarización y fragmentación, ¿cómo
podremos construir consensos sobre los que acometer las necesarias
reformas? La expansión de la ideología neoliberal, que ha calado
hondamente incluso entre los partidos que en un pasado asumieron el
desafío histórico de la construcción de los servicios públicos, traslada al
terreno de la responsabilidad individual lo que en época de posguerra se
definió como responsabilidad y solidaridad colectiva. La dureza y extensión
de la pandemia de la covid-19 nos deja unas muy valiosas lecciones para
retomar y reformular compromisos democráticos que conduzcan a la
sostenibilidad a largo plazo de nuestras Administraciones y políticas
públicas. Por ver está que los árboles nos permitan ver el bosque.

REFERENCIAS
CASTLES, F. G. (2010). «Black swans and elephants on the move: the impact of emergencies on the
welfare state». Journal of European Social Policy Vol 20 (2):91-101.
COSTA, O. & LEÓN, M. (2021). «Policy analysis by international actors». In Chaqués, L. & Jordana, J.
Policy Analysis in Spain.
GINGRICH, J. (2011). Making Markets in the Welfare State Cambridge University Press.
HALL, P. (1993). «Policy Paradigm Social Learning and the State. The case of economic policy in
Britain». Comparative Politics 25 (3) : 275-296.
HINRICHS, K. (2000). Elephans on the move. Patterns of public pension reform in OECD countries.
European Review 5: 353-378
LEÓN, M. & PAVOLINI, E. (2014). «Social Investment or back to Familialism? The impact of the
economic crisis on family policies in Southern Europe». South European Society and Politics (3):
353-369.
PAVOLINI, E.; LEÓN, M.; GUILLÉN, A.M. & ASCOLI, U. (2015). «From Austerity to Strain: welfare state
reform in Italy and Spain». Comparative European Politics 13, 56-76.
PÉREZ, S. y MATSAGANIS, M. (2017). «The Political Economy of Austerity in Southern Europe» New
Political Economy 23(2): 192-207.
OBINGER, H. & SCHMITT, C. (2020). «World war and welfare legislation in western countries».
Journal of European Social Policy Vol. 30 (3) 261-274.
CAPÍTULO VII
QUÉ ADMINISTRACIÓN NECESITAMOS PARA
IMPLEMENTAR POLÍTICAS QUE ATIENDAN
A LOS NUEVOS RETOS SOCIALES

Por Fernando Fantova


Consultor social

I. INTRODUCCIÓN
Las reflexiones o conjeturas que se presentan en las siguientes páginas,
basadas, fundamentalmente, en la labor de consultoría en políticas públicas
y en algunas lecturas, abordarán varias cuestiones. La primera se refiere a
las dudas y cambios que se perciben a la hora de calificar como sociales
una parte de los asuntos de los que se ocupan las políticas públicas (o
algunas de dichas políticas) y la relevancia práctica de dichas dudas y
cambios. La segunda a la naturaleza y caracterización de los que pueden ser
denominados como nuevos retos (por oposición a otros no nuevos).
Finalmente se sugerirán algunas notas sobre líneas de desarrollo de nuestras
Administraciones para que puedan estar en mejores condiciones de dar
respuesta a estos desafíos y, por tanto, de implementar políticas que
atiendan a los nuevos retos sociales.

II. LA DIMENSIÓN SOCIAL DE (TODAS) LAS POLÍTICAS


PÚBLICAS
Podríamos decir que la adjetivación como social (Ellison y Haux, 2020)
de una parte de las políticas públicas (y, paralelamente, del gasto público)
vendría, en buena medida, de una concepción según la cual las
Administraciones no han de ofrecer respuestas (prestaciones, servicios,
atenciones, apoyos) a la mayoría de las necesidades de los individuos, salvo
en determinadas circunstancias excepcionales, ante determinadas
contingencias, en relación con determinados riesgos. Es decir, se asume que
la mayor parte de la población puede (o, en todo caso, debe) obtener
satisfacción para el grueso de sus necesidades mediante su pertenencia a
familias (en sentido más restringido-nuclear o más amplio-comunitario) o
mediante su participación en el mercado (laboral y de bienes y servicios,
fundamentalmente) y que, en determinadas situaciones tasadas
(enfermedad, desempleo, jubilación, orfandad, viudedad u otras), el Estado
se hace cargo, bien de costear la satisfacción de determinadas necesidades o
bien de satisfacerlas en especie o mediante servicios.
En esa tradición, tanto la modalidad contributiva (vale decir, Seguridad
Social) como la no contributiva (Asistencia Social) de socializar o
mutualizar esos riesgos por parte del Estado son políticas públicas
adjetivadas como sociales y, por tanto, se consideraría esos riesgos o retos
como riesgos sociales o retos sociales. Así, en ese esquema, por ejemplo, la
política sanitaria que me vacuna contra una enfermedad es considerada
política social mientras que la política de seguridad que me protege frente a
un robo no lo es. Pareciera que una determinada acción o actuación de los
poderes y Administraciones públicas se considera social porque posibilita
que algunas personas sigan dentro de la sociedad, no queden excluidas de
ella. Sería considerada social la política que protege, construye o repara
sociedad, homogeneidad o equilibrio en la sociedad, en las relaciones
sociales; después de que los otros mencionados mecanismos (como
familias, comunidades, empleos o mercados) lo hayan hecho o no lo hayan
hecho, más o menos (o hayan hecho lo contrario).
Consiguientemente, cuando se va adoptando un enfoque de derechos, se
denominan derechos sociales los que permiten la satisfacción de esas
necesidades que se entienden asociadas a contingencias como las
mencionadas. En la concepción canónica de Thomas Marshall, de 1950, se
trata de una generación de derechos humanos posterior a los derechos
civiles y políticos y, por tanto, las obligaciones o responsabilidades de las
Administraciones en relación con los derechos sociales serían posteriores y
diferentes a las que tienen en relación con los derechos civiles y políticos
(Marshall, 1997). Volviendo al mismo ejemplo, la médica que me pone la
vacuna vino después (y de otro modo, vale decir) que el policía que disuade
a la persona que me iba a robar.
Sin embargo, ese modelo que podríamos denominar en cascada, según el
cual quienes no pueden satisfacer determinadas necesidades mediante los
ingresos obtenidos, básicamente, por el empleo o mediante la integración en
una familia cuentan con la protección social contributiva, y, si no, en último
caso, con la protección social no contributiva, es cada vez menos
reconocible en nuestro entorno. Podemos ver esto con claridad en el caso de
la política pública que cabe considerar más arquetípica y exitosa del sistema
de bienestar actual: la sanitaria. Nuestros actuales sistemas públicos
universales de salud no son un seguro público de enfermedad o una sanidad
residual para quien no se la puede pagar, sino que son el operador líder en el
sector de actividad sanitario y el agente más determinante en su dinámica
de funcionamiento, tirando con fuerza de subsectores (como el
farmacéutico o el de la tecnología sanitaria) en los que, sin embargo,
predomina la iniciativa mercantil.
Así pues, algunas de las políticas consideradas sociales se han ido
asemejando a otras (como las de seguridad o defensa) en las que
tradicionalmente, una parte importante de los recursos o infraestructuras
existentes en el sector de actividad eran recursos o infraestructuras públicas
(y que estarían conectadas con los derechos de primera generación). Más
aún, en cada vez más sectores de actividad, como, por ejemplo, el de la
vivienda (considerado habitualmente como social) o el transporte (no
considerado social) se plantean las Administraciones parecidos dilemas
entre, por ejemplo, regular o proveer (y, en cualquier caso, cuánto financiar
o qué recursos y activos aportar). Siguiendo con los mismos ejemplos,
¿tiene hoy en día algún significado afirmar que alojar es más o menos
social que transportar? Por otro lado, en sectores de actividad de tradición
pública o estatal (como el mencionado de la seguridad) entran con fuerza,
de diferentes maneras, operadoras mercantiles.
Además, también es cada vez más difícil distinguir las políticas llamadas
sociales en las que se entrega dinero a las personas de las políticas fiscales
en la que se les exonera en cierta medida del pago de impuestos (el llamado
bienestar fiscal, por oposición al bienestar laboral y al bienestar social).
¿Qué sentido tiene que consideremos política social la entrega de una
prestación económica por tener hijas o hijos a cargo y política fiscal la
deducción por esa misma razón a la hora de pagar el impuesto a la renta?
Por otra parte, la digitalización, la globalización y la financiarización de la
economía impulsan y posibilitan nuevas capacidades de las
Administraciones públicas a la hora de controlar, regular, nutrir y gravar los
flujos monetarios y las transacciones económicas entre las personas. La
compensación con prestaciones económicas o exoneraciones fiscales de las
reducciones de ingresos de (o de los costes soportados por) personas u otros
agentes puede ser manejada de forma altamente ágil y automática y nos
encontramos ante una política pública supuestamente no social (la fiscal) a
la que se le pide dimensión o impacto social.
Quizá está sucediendo que el avance (en el terreno de las ideas y, en parte,
en las prácticas reales) de la perspectiva de derechos universales y la
profesionalización basada en el conocimiento científico, técnico y
tecnológico que va perfeccionando productos y servicios que dan respuesta
a las necesidades humanas (que corresponden conceptualmente a esos
derechos universales) van contribuyendo a borrar la diferencia entre las
políticas llamadas sociales (que nos pueden ayudar, por ejemplo, a disponer
de vivienda, empleo o educación) y las que no reciben tal nombre (que nos
pueden ayudar a obtener justicia, alimentación o cultura). Bajo la
inspiración de Niklas Luhmann, cabe entender el desarrollo de las ramas de
actividad (y de las correspondientes políticas públicas) como un proceso de
especialización funcional, según el cual distintos ámbitos o pilares de
actividad se van diferenciando y van estructurándose a medida que se hacen
más capaces de dar respuesta a grandes necesidades de las personas y de
hacerse cargo de su creciente complejidad (Luhmann, 2014). Dicho proceso
sería (complejamente) dinamizado, entre otros, por la construcción del
conocimiento y la innovación de la tecnología disponible para la
consecución de la finalidad de cada uno de esos subsistemas.
De igual modo, en ese avance de las Administraciones profesionalizadas,
parece desdibujarse la pretendidamente nítida diferencia entre libertades
negativas (que no necesitarían sino que los poderes públicos se abstuvieran
de cercenarlas) y derechos sociales prestacionales. Como ha mostrado
Amartya Sen, los derechos civiles y políticos necesitan recursos y
estructuras de apoyo y los derechos sociales requieren libertad para que sus
prestaciones sirvan al cumplimiento de proyectos personales de vida. Unos
y otros derechos serían inseparables (Sen, 2000).
Se diría, entonces, que retenemos como social aquel mecanismo o
subsistema del sistema social (de la sociedad) mediante el que se
compensan o contrarrestan los efectos o dinámicas no deseadas de cualquier
otro mecanismo o subsistema del que la sociedad se dota para alguna
función. Si los sistemas de gobierno se vuelven autorreferenciales, se
propone como antídoto la participación social. Si las empresas se orientan
en exceso al lucro de sus propietarias, se contraponen las bondades de la
economía social. ¿Qué sería entonces la dimensión social de las políticas
públicas? Cabe responder que su dimensión de:
Inclusión o participación: es decir, la medida en que consiguen que las
personas estén dentro de la sociedad (físicamente, políticamente,
administrativamente y en todos los demás sentidos, cabe decir).
Igualdad o equidad: es decir, la medida en la cual las personas tienen (en
términos absolutos o relativos) las mismas oportunidades, trato o resultados
en el acceso a bienes o servicios que dan respuesta a sus necesidades.
Cohesión o relación: es decir, la medida en que las personas están
conectadas o vinculadas entre sí.
Si esto es así, se entiende que, cada vez más, todas las políticas públicas
pueden (y deben) tener una cierta dimensión o impacto social. Por otra
parte, la envergadura (en términos de recursos y estructuras) de, al menos,
algunas políticas públicas denominadas sociales (singularmente, en nuestro
entorno, la sanitaria, la educativa y la de pensiones) hace que reciban
importantes expectativas y exigencias en cuanto a su impacto económico o
medioambiental, por ejemplo, y no solo social. Podemos decir que las
políticas llamadas sociales no son solo sociales y que no solo las políticas
sociales tienen carácter social: no solo las políticas llamadas sociales
construyen sociedad; no solo ellas protegen, reparan, construyen y
promueven relaciones sociales, equidad social, inclusión social.
Tanto las políticas públicas que llamábamos sociales como otras que no
adjetivábamos así se van haciendo prestacionales, van generando recursos y
servicios que las personas individuales pueden consumir y que tienen
tendencia a ser reclamados como derechos universales. Dichas políticas
públicas tienden a estructurarse en torno a capacidades profesionales en el
seno de ramas de actividad en las que, en diferentes medidas y de distintas
maneras, las Administraciones públicas conviven con otros agentes. Más
que poderlas clasificar nítidamente en sociales, económicas, políticas,
ambientales, culturales y demás, se diría que de todas y cada una de ellas se
espera que tengan dimensión o impacto social, económico, ambiental y así
sucesivamente (Ramió y Salvador, 2019). Estas tendencias que percibimos
parecen llevarnos a un fortalecimiento de las estructuras de las ramas de
actividad y de las políticas públicas sectoriales o verticales, vertebradas en
gran medida por el conocimiento disciplinar y las cualificaciones
profesionales nucleares en cada uno de esos ámbitos.
Y posiblemente este giro del modelo en cascada a una configuración de
pilares, ramas o ámbitos verticales, basados en el conocimiento, se ha
acentuado en el contexto de la pandemia de la covid-19, en la medida en
que el subsistema especializado sanitario, en aras de la protección del bien
que tiene encomendado (la salud) toma, en buena medida, el mando y
obliga a otros subsistemas encargados de otros bienes (la seguridad, el
empleo, el aprendizaje o la movilidad, por ejemplo) a realizar sus funciones
en unas nuevas condiciones, de modo que no se imposibilite o dificulte
gravemente que el subsistema sanitario realmente existente cumpla la suya.
Cuando, en la pandemia y la emergencia, el Gobierno prohíbe, por
ejemplo, cortar el suministro energético, está comunicando al subsistema
(pretendidamente económico) que tiene encomendada la provisión de
electricidad o gas que tiene una responsabilidad o finalidad social. Está
expresando que, con independencia de la capacidad (jurídica, política,
económica, organizativa, técnica o tecnológica) que puedan tener las
políticas de garantía de ingresos (políticas sociales clásicas donde las haya)
de hacer llegar a las personas dinero para pagar por ese bien de primera
necesidad, el sistema funcionalmente especializado en la provisión de
energía (y único técnicamente capaz de distribuirla universalmente) no
puede (bajo determinadas restricciones o condiciones) privilegiar su
dimensión llamada económica en detrimento de su finalidad social. Cabe
entender que aquí se marca una tendencia, al menos conceptual y
organizativa.
Se puede decir, por fin, que se supera un reparto de necesidades o bienes
por tipos de agentes (público, mercantil, comunitario y solidario) y que
todos los agentes entran a jugar (Razavi, 2007), en mayor medida, en todas
las ramas de actividad (educación, movilidad, finanzas, pesca y demás). La
Administración compite y colabora en todos y cada uno y estaría llamada a
garantizar derechos universales en relación con todos los grandes bienes
considerados necesarios.

III. LA NATURALEZA DE LOS NUEVOS RETOS SOCIALES


El concepto de nuevos riesgos sociales o nuevos retos sociales entronca
claramente con la visión de las políticas sociales como mutualización o
socialización de riesgos o aseguramiento frente a contingencias que se
viene presentando en este texto. El sistema en cascada que se ha descrito
tenía identificados unos riesgos o retos (los viejos riesgos o retos sociales)
y, en un momento determinado, van emergiendo otros riesgos o retos
(nuevos) no previstos por el sistema descrito. Peter Taylor-Gooby habla de
la «doble crisis del Estado de bienestar» (Taylor-Gooby, 2013) para hacer
referencia al hecho de que, si bien los sistemas de bienestar de países como
el nuestro se vieron afectados por la crisis económica y financiera que
comienza en el año 2008, existen fenómenos de cambio que vienen de más
atrás (a los que Taylor-Gooby se suele referir como nuevos riesgos sociales)
que representan un reto mucho más profundo, estructural y estratégico para
las políticas sociales. En la selección de fenómenos que se propone
(Fantova, 2014), cabría referirse telegráficamente a:
Los avances en materia de conocimiento científico y desarrollo
tecnológico, que configuran un tipo de sociedad en el que los activos
intangibles ganan valor frente a los activos tangibles y en el que se aceleran
los procesos de destrucción creativa (innovación) de productos, servicios y,
consiguientemente, de estructuras laborales y económicas, en un marco de
la globalización, mercantilización y financiarización de la economía que
amenaza la sostenibilidad ecológica del planeta.
Una individualización y diversificación de las trayectorias vitales de las
personas, con aumento de la movilidad geográfica y debilitamiento y
precarización, entre otros, de los anclajes y vínculos laborales y territoriales
de muchas personas en un contexto de incremento (a escala global) de las
oportunidades y de las amenazas para la calidad en el empleo, en la
vivienda y en la seguridad y suficiencia en los ingresos de las personas.
La prolongación de la esperanza de vida, que permite muchas más
trayectorias vitales mucho más prolongadas y que configura una sociedad
con mayor diversidad generacional, a la vez que se incrementa la diversidad
funcional, ya que no solo aumentan los años de vida libres de discapacidad,
sino que también aumentan los años de vida con discapacidad, lo que
constituye un factor de la «crisis de los cuidados».
La progresiva (aunque lenta, insuficiente y contradictoria) superación de
la división sexual del trabajo, de modo que en nuestro entorno ya no se
esperaría socialmente que las mujeres renuncien a un empleo remunerado
para permanecer en el entorno domiciliario y comunitario brindando
cuidados y apoyos gratuitos y, como fenómeno vinculado a este, la
transformación y diversificación de las estructuras y dinámicas familiares.
La expansión de las expectativas frente al Estado, formuladas cada vez
más como derechos, que colocan al Estado como gestor estratégico de la
respuesta a necesidades complejas y someten a nuevas formas de presión al
personal de atención directa y a quienes toman las decisiones políticas, en
un contexto de gobernanza y Administración crecientemente relacional y
multiagente.
La diversificación cultural y moral de la población y, consiguientemente,
la fragmentación (por sexo, por edad, por origen o por otros factores) de los
sujetos sociales tradicionalmente segmentados por renta o por posición en
el sistema productivo, sujetos sociales que son luego sujetos económicos,
fiscales, electorales o políticos, entre los que arrecian fenómenos de
desamparo, populismo y xenofobia.
En ese contexto se revela, para las políticas consideradas sociales, la
fuerza de la inercia institucional, el legado de la política o dependencia de
la senda (path dependence o path dependency) de la que habla el
neoinstitucionalismo histórico. Según este punto de vista, las políticas
sociales clásicas, por diferentes razones (como su funcionamiento como
estabilizadores automáticos, el apoyo por parte de sectores de la población
afectados en necesidades sensibles o su grado de institucionalización) no
acostumbran a sufrir cambios radicales. Peter Taylor-Gooby habla de
políticas de retroceso (recorte o retirada, en clave de remercantilización),
realineamiento (nuevo reparto de papeles entre agentes o nuevas
prioridades) y recalibración (desarrollar unas políticas más que otras,
incluso desinvirtiendo en unas para invertir más en otras). Desde el
paradigma de la inversión social, por ejemplo, se insistiría especialmente en
la recalibración, es decir, en buscar nuevos equilibrios entre las diferentes
políticas sociales, apostando más por las que sirven para preparar que por
las que sirven para reparar (Del Pino y Rubio, 2016).
Seguramente, en todo caso, las amenazas externas sobre los sistemas de
bienestar hacen mella en las debilidades internas y cabría preguntarse en
qué medida el Estado de bienestar que conocemos llega a unos límites
cuantitativos (por la cantidad y alcance de la socialización o mutualización
de riesgos o necesidades que está dispuesta a aceptar el electorado) o
cualitativos (por la capacidad del Estado de dar respuesta a determinadas
necesidades que él mismo contribuye a tornar más complejas) sin caer en
bucles de colonización (cuando la esfera pública penetra en un terreno que
sería más propio de la comunitaria, solidaria o privada) o paradojas
sistémicas (dobles vínculos o trampas sistémicas) por confusión entre
niveles de complejidad. Nos encontramos, por tanto, en una situación, en la
cual, en buena medida por los éxitos de las propias políticas de bienestar, se
modifican las condiciones económicas, laborales, familiares, comunitarias,
morales o políticas que las sustentaban, de suerte que se acentúan, cada vez
más, las disfunciones y efectos no deseados de las propias políticas sociales,
que pueden verse deslegitimadas como contenido y herramienta para el
contrato social o los contratos sociales que nos constituyen como sociedad
digna, productiva y sostenible, en una dinámica de fragmentación y
polarización social.
Dibujados de esta manera, los nuevos retos sociales no pueden ser vistos,
no deben ser vistos, como un nuevo listado de contingencias o asuntos que
se agregan a las anteriores sino como fenómenos que reconfiguran la
sociedad y que obligan a reformular el contrato social. No se trata de
ampliar la lista de necesidades a las que las Administraciones (y otros
agentes) están llamadas a dar respuesta, sino más bien de reestructurar el
reparto y la articulación de funciones entre dichos agentes. Si no queremos
entramparnos en bucles de «más de lo mismo» hemos de ubicarnos y operar
en un nivel superior de complejidad (Innerarity, 2015).
Podríamos decir, entonces, que los nuevos riesgos sociales nos hablan de
una sociedad cuyas expectativas o exigencias tienden a formularse en clave
de derechos humanos universales a una serie de bienes de alto valor
añadido en cuanto a la actividad profesional basada en el conocimiento que
es necesaria para protegerlos y promoverlos, para garantizárselos y
proporcionárselos a las personas: salud, ambiente, interacción, alimento,
cultura, cualificación, empleo, alojamiento, participación, territorio y otros.
Una sociedad que, por otro lado, ya no puede dar por descontadas unas
estructuras laborales o familiares sólidas (o rígidas) que posibiliten la
inclusión, equidad y cohesión relativamente (o anteriormente) satisfactoria
para mayorías sociales (Cottam, 2018). Mientras tanto, en muchos
ambientes y agentes de la sociedad siguen vigentes concepciones
correspondientes a la sociedad industrial heteropatriarcal de los viejos
riesgos y seguimos escuchando frases como la de que el empleo es la mejor
política social, tan reveladora, justamente, del modelo mental y político que
ha quedado obsoleto, en estos tiempos marcados, por ejemplo, por la
precariedad y pobreza laboral.
Por otro lado, se ha de recordar que, en la sociedad heteropatriarcal
tradicional, el mecanismo por excelencia para la regulación de la diversidad
existente era la familia. La diversidad sexual o de género era reducida a la
diferencia entre los hombres y las mujeres heterosexuales, cuyo encuentro
se producía en el matrimonio para toda la vida y en la división sexual del
trabajo. División que, mediante la dependencia económica de las mujeres y
su obligada asunción del trabajo de cuidados, constituía la herramienta para
la gestión de la diversidad generacional y funcional, en la medida en que las
mujeres adultas se ocupaban de las criaturas o de las personas
(habitualmente mayores) que no podían valerse por sí mismas, en un
contexto en el que apenas existía o se reconocía la diversidad cultural. A
medida que, en la sociedad industrial, se reconoce e institucionaliza, hasta
cierto punto, el conflicto social, el considerado (relativamente) legítimo era
el relacionado con la desigualdad económica y los sujetos que comparecían
en ese conflicto eran, por un lado, la clase trabajadora y, por otro, el capital,
quien detentase la propiedad de los medios de producción. Sin embargo,
diversos cambios sociales nos van conduciendo a sociedades en las que se
incrementa la diversidad de género, generacional, funcional y cultural y en
las que, obviamente, la familia no puede ser vista como el contenedor para
el manejo de dicha diversidad (Fraser, 2017). Sujetos diversos (sin
cuestionar el necesario fortalecimiento y desarrollo de los derechos sociales
universales reconocidos y, en parte, garantizados por las políticas
sectoriales más o menos maduras) reclaman procesos de personalización,
flexibilización, adaptación, amigabilidad, relacionalidad, integración,
innovación y transformación del Estado de bienestar realmente existente.
Si tomamos como referencia las necesidades de las personas, cabe
entender que, el intercambio en los mercados y el ejercicio de los derechos,
que hemos mencionado, son dos mecanismos fundamentales que nos
permiten dar satisfacción a muchas necesidades pero que, sin entrar ahora
en el terreno de las legítimas preferencias políticas o ideológicas, hay otros
mecanismos que, sin mayores precisiones por el momento, podrían ser
evocados con términos como reciprocidad o solidaridad, que configuran y
se canalizan a través de relaciones primarias o asociativas (o voluntarias),
que legítimamente podríamos denominar, hoy y aquí, al menos en buena
medida, como «comunitarias», proponiendo la comunidad como una
posible traducción o materialización del valor, eclipsado, de la fraternidad
(Domenech, 2004). Cabe decir que, desde diferentes prácticas, tradiciones,
análisis y reflexiones, parece confluirse en la intuición o conclusión que
lleva a recuperar y actualizar ese tercer valor republicano, en un contexto en
el que muchos debates teóricos y disyuntivas prácticas parecían polarizarse
entre los dos primeros o, al menos, entre determinadas interpretaciones y
aplicaciones del valor de la libertad y del valor de la igualdad: una libertad
que cristaliza en buena medida como libertad económica de los individuos
para participar en intercambios de mercado y una igualdad que tiende a ser
interpretada en forma de derechos individuales garantizados por parte de
Estados.
En definitiva, el propio éxito del Estado de bienestar tradicional ha
desencadenado una mayor complejidad de las demandas hacia él. No puede
dejar de reparar y compensar pero, a la vez, debe generar mejores
condiciones para la sostenibilidad relacional, ambiental y económica de la
vida en los territorios. Debe preparar y redistribuir más, construyendo
capacidades individuales y colectivas, porque, si no, la equiparación o
redistribución cuando las dinámicas familiares y mercantiles ya han
operado, se vuelve demasiado difícil. Difícil, como decíamos, por la
limitada capacidad de agencia de los poderes públicos (como la de
cualquier agente) y por las dificultades de concitar apoyo social y electoral
a nuevas medidas redistributivas en un contexto en el que, previamente, las
personas han tenido que competir en un mercado laboral y residencial
salvaje e injusto que potencia la individualización (como lo hacen algunas
políticas públicas) y socava las relaciones comunitarias y las identidades
compartidas.
Si la conclusión en el primer apartado de este texto era que cada vez es
menos posible identificar algunas políticas públicas como sociales y que
esto clarifique el tipo de rol o de función de la Administración al respecto,
en este segundo apartado hemos visto que la emergencia de los nuevos
riesgos o retos sociales representa un cambio de época y reconfigura todo el
conjunto de riesgos o retos sociales hasta el punto de que la inercia
institucional de las políticas sociales clásicas (enfocadas a los viejos riesgos
sociales) pueden desencadenar, cada vez más, efectos contrarios a los
deseados. Ni hay políticas subsidiarias respecto de otras ni hay agentes
subsidiarios respecto de otros. No caben unas políticas sociales
redistributivas o reparadoras a posteriori (tras los efectos del mercado) y
que den por supuesta y descontada una trama relacional (heteropatriarcal y
homogénea) densa y estable. Hay que volver a barajar y repartir todas las
cartas.

IV. TRANSFORMACIÓN DE LA ADMINISTRACIÓN SOCIAL PARA


HACER FRENTE A NUEVOS RETOS
Este texto no se basa en la práctica o el conocimiento de (experimentar o
acompañar) procesos de transformación de la Administración sino más bien
en el trabajo de consultoría sobre diseño de algunas políticas y sistemas
públicos para, desde esa posición, intentar señalar a las Administraciones y
a los agentes que se dedican a acompañar procesos de transformación de las
Administraciones algunas carencias, necesidades, pistas o propuestas que se
perciben o intuyen. La naturaleza de lo que hay que hacer y lograr (en
nuestro caso, las características de lo que la Administración ha de hacer y
lograr) cambia tanto que la transformación de la propia Administración
parece volverse insoslayable. En este contexto, sin inventar nada que no
esté ya sucediendo, se trata de finalizar planteando algunas propuestas o
apuestas, para la consideración de los agentes estratégicos para la
gobernanza, gestión y operación de nuestras políticas llamadas sociales
desde las Administraciones.

Maniobrabilidad
Posiblemente, la primera característica que emerge como necesaria para
las Administraciones a partir del panorama dibujado en las páginas
anteriores es la de la maniobrabilidad. Si los retos y riesgos son cambiantes,
imprevisibles y complejos, las Administraciones necesitan flexibilidad para
adaptarse y, más aún, para adelantarse a esos riesgos y retos necesariamente
imprevistos. Y ello parece ir unido a un cierto tamaño relativo: ni mucho
más grande ni mucho más pequeño que el de otros agentes con los que debe
colaborar y competir. Una Administración con masa crítica pero no
demasiado pesada.
Se necesita, ciertamente, una Administración con capacidad de agencia
propia, no sometida a la de otros agentes (como pueden ser sus propias
destinatarias, trabajadoras o personas con responsabilidades políticas). La
Administración se justifica como subsistema social por la necesidad de
dirección y coordinación de recursos y estructuras y necesita ser resistente
al clientelismo, al corporativismo o al partidismo.
Además, la revolución tecnológica digital modifica los procesos
operativos de las diferentes ramas de actividad (salud, transporte, justicia,
agricultura y demás) y las formas de diferenciación (estructuración) e
integración (articulación) entre procesos operativos, administrativos,
técnicos, directivos y políticos. De la Administración estable con cometidos
rutinarios en algunas (pocas) ramas de actividad, se habría de pasar, parece,
a la Administración exploratoria (Longo, 2019) que debe dirigir y coordinar
todos los ámbitos (con cierta capacidad de incursionar en alguna medida en
todos ellos), con suficientes resortes efectivos de conocimiento,
planificación, regulación, financiación, provisión, gestión, gobernanza,
evaluación y control.
La Administración ha sabido hacer procesos de escalamiento, por
ejemplo, mediante legislación universalizadora de derechos o prestaciones.
El mundo digital y globalizado representa un reto porque muestra otros
modelos de escalamiento, sorprendentemente intuitivos, reticulares y
rápidos.
Integración vertical y horizontal
En la medida en que las políticas públicas, en las diferentes escalas
territoriales o niveles de la Administración, reciben el desafío de ir
incursionando en más asuntos, de más maneras, para más personas y de
forma más compleja y especializada, gana importancia la cuestión de su
integración vertical y horizontal (Cunill-Grau et al., 2015):
Entendiendo por integración vertical la que se produce al interior de cada
uno de los ámbitos sectoriales (como cultura, industria, seguridad o
servicios sociales) facilitando los itinerarios intrasectoriales de las personas
destinatarias de las políticas o usuarias de los servicios públicos,
usualmente entre niveles o escalas de mayor proximidad y otros de mayor
especialización (multinivel), en ocasiones en manos de diferentes
Administraciones.
Entendiendo por integración horizontal la integración intersectorial, que
facilita los itinerarios de las personas que requieren, con cierta intensidad
(simultánea, sucesiva o entreverada) del concurso de servicios o
intervenciones de diferentes ramas de actividad (como servicios sociales y
sanitarios o educativos y de empleo, por ejemplo).
En el sistema de bienestar tradicional (pensado para los viejos riesgos
sociales), el carácter más bien reactivo, subsidiario y reparador de las
políticas públicas (y, específicamente de las consideradas sociales)
determinaba que bastase (o pareciera bastar) con una última red (constituida
actualmente por los servicios sociales) para los casos complejos. Sin
embargo, en la sociedad de los nuevos retos sociales, los problemas y
conflictos de integración vertical y de integración horizontal arrecian y se
multiplican de manera desordenada e ineficiente las iniciativas unilaterales
y parciales de coordinación y trabajo en red que no alcanzan a poder ser
llamadas de verdadera integración, concepto que serviría para identificar
aquella situación en la que las personas destinatarias, o, en general, los
agentes involucrados, no advierten cortes, demoras o disfunciones debidas a
que diferentes eslabones de las cadenas de valor (de los itinerarios)
intrasectoriales e intersectoriales están en diferentes manos.
Se trataría, entonces, de ir simplificando y homogeneizando la
arquitectura de la integración intra e intersectorial, aprovechando, sin duda,
las oportunidades de las tecnologías digitales con herramientas como la
comunicación telemática, la inteligencia artificial distribuida, el
procesamiento de grandes cantidades de datos, las redes sociales, las
plataformas colaborativas o el internet de las cosas. Seguramente, se trata
también de reforzar la gobernanza de la complejidad multinivel e
intersectorial, de dedicarle la atención y la base de conocimiento que
requiere (Navarro, 2019).
Por otra parte, en una sociedad como la nuestra, con tantos obstáculos
estructurales y emergentes para el acceso de importantes segmentos
poblacionales a bienes físicos de primera necesidad (como el alimento, el
vestido o la energía, o, también, el alojamiento), cabe considerar
prácticamente imposible que se configuren y posicionen unos servicios
sociales dedicados a promover y proteger universalmente la interacción de
todas las personas (es decir, su autonomía para decisiones y actividades de
la vida diaria en relaciones primarias familiares y comunitarias) mientras
las estructuras y agentes de los servicios sociales tengan encomendada, a la
vez, la tramitación de ayudas últimas para la obtención de los mencionados
bienes físicos (o el alojamiento), bienes que, en general, están al cuidado de
los departamentos correspondientes (como Comercio, Industria o Vivienda)
o, en su defecto, a departamentos de Hacienda (Sevilla et al., 2019), que se
ocupan del dinero para adquirirlos.
Sea como fuere, el giro desde unos servicios sociales entendidos como
una última red general y residual a unos servicios sociales universales y
sectoriales representa un cambio en la manera en la que los servicios
sociales se relacionan y se integran con otros ámbitos de actividad y, por
tanto, en la arquitectura y gobernanza del conjunto de políticas públicas. Se
trata de dar un impulso crítico a la universalización de sistemas públicos de
servicios sociales, como oportunidad para el rediseño y la recalibración del
conjunto de pilares del bienestar, con especial énfasis en la integración de la
atención de los servicios sociales con la sanitaria y la de la política de
vivienda, con apoyo tecnológico (León, 2014). Y de un avance en la
integración entre las diferentes políticas y sistemas de garantía de ingresos y
con las políticas fiscales (y otras) para la erradicación de la pobreza
económica, desde una gestión eficiente, basada en las tecnologías
avanzadas de la información y la comunicación, de los derechos, incentivos
y obligaciones económicas de toda la población.
Por otra parte, en esta arquitectura integrada sectorial e
intersectorialmente, apoyada, fundamentalmente, en pilares sectoriales
universales funcionalmente especializados, cada uno de ellos, en la
promoción y protección de un bien (salud, seguridad, movilidad, justicia,
aprendizaje, empleo, alojamiento y otros), en un contexto, como se decía
más arriba, de aumento y mayor reconocimiento de la diversidad (de
género, generacional, funcional y cultural), es capital la adecuada
comprensión e implementación de las políticas transversales de igualad y
atención a las diversidades. Como políticas públicas necesitan una
incardinación organizativa y una cierta estructura, pero siempre orientadas a
la influencia sobre las políticas sectoriales (no a reemplazarlas o a competir
o confundirse con ellas) para que dichas políticas sectoriales sean amigables
con las diferentes diversidades y con los distintos colectivos que generan
esos ejes de diversidad, en clave de interseccionalidad (Espinosa-Fajardo y
Bustelo, 2019). Precisamente María Bustelo nos hace notar que el término
mainstreaming es más expresivo que el de transversalidad a la hora de
expresar el objetivo de incorporación de preocupaciones, capacidades y
trayectorias a la corriente general o universal frente a la generación o
aceptación de cauces separados o especiales para la satisfacción de
necesidades.

Sinergias con las iniciativas comunitarias y solidarias


Tras la maniobrabilidad y la integración, posiblemente, el tercer gran
desafío que tienen nuestras Administraciones, en un contexto de nuevos
retos sociales, es el de su contribución a la construcción o reconstrucción de
relaciones de carácter comunitario o solidario, sean primarias o secundarias,
en un contexto de fuerte transformación de las estructuras y capacidades
familiares y de importantes cambios en el terreno de los valores morales y,
específicamente, religiosos, que, en nuestro entorno, en la sociedad
industrial heteropatriarcal, habían tenido un importante papel en el
surgimiento de iniciativas solidarias. Las relaciones primarias, de carácter
familiar o comunitario, y las relaciones secundarias de carácter comunitario
y solidario se ven, en todo caso, afectadas por las políticas públicas y,
específicamente, por la acción de la Administración. Se trata ahora de saber
si esta influencia puede ser estratégica y adecuadamente orientada para una
potenciación y fortalecimiento de relaciones comunitarias y solidarias
positivas, una vez se van debilitando y perdiendo, venturosamente, vínculos
y pertenencias propias del pasado y contrarias a la dignidad y los derechos
humanos.
Nos referimos, a mayor o menor escala territorial y humana, a
experimentos y tentativas de cambio e innovación en la comprensión y
configuración del contrato social, entendido como el conjunto de normas
asumidas por las personas (individual y colectivamente) sobre lo que
pueden esperar de otras personas o instancias y lo que deben aportar.
Estamos hablando de unas políticas públicas que buscan nuevas e
importantes sinergias con las relaciones y redes primarias de carácter
familiar y comunitario y las relaciones secundarias asociativas y solidarias,
brindándoles aportes y esperando que brinden apoyos (Quilter-Pinner,
2020). Se trata de generar sinergias entre el sistema de políticas
profesionalizadas e institucionalizadas y el mundo de la vida de los
cuidados y relaciones primarias y solidarias entre los cuerpos
interdependientes y ecodependientes en los tiempos de la vida diaria y
cotidiana y los espacios públicos y comunes, de modo que el ejercicio de la
autoridad pública y la intervención profesional no socave sino que
fortalezca la operatividad y resiliencia de los apoyos naturales que las
personas nos proporcionamos en claves de gratuidad y reciprocidad. Hay
que visualizar y abordar conjuntamente emergentes como la detección y
abordaje de situaciones de fragilidad, la soledad no deseada, la convivencia
en las diversidades, la prevención de la dependencia funcional, la
parentalidad positiva y el empoderamiento comunitario (Anderson et al.,
2019) en un momento de oportunidad generado por la pandemia de la
covid-19 y la emergencia general, que han revelado la necesidad y la
posibilidad de nuevos eslabones y dinámicas relacionales y comunitarias.
Se trata de apostar por la experimentación, innovación social y
coproducción (Brandsen et al., 2019) en el mix de bienestar y articulación
entre agentes de las diversas políticas públicas, en busca (y escalabilidad)
de nuevas sinergias entre: autocuidado, autodeterminación y relaciones
familiares y comunitarias; autogestión alternativa, iniciativa social,
economía solidaria y movimientos sociales; emprendimiento empresarial e
inversión de capital; y garantía de derechos y liderazgo político (Borzaga et
al., 2020). Las terminales de proximidad de las políticas públicas sectoriales
(como sanidad, educación o servicios sociales) han de ser puntales para las
estrategias y proyectos de acción comunitaria o desarrollo comunitario en el
territorio. A la vez, deben aplicar una mirada o enfoque comunitario en
todos los momentos de su accionar y aliarse estratégicamente con otros
agentes presentes en el territorio, singularmente con las organizaciones
solidarias de base comunitaria, en una remoralización y repolitización de
sus intervenciones en clave de sostenibilidad relacional, económica,
cultural, ambiental y política (Randle, 2017).
Se trata de transformar relaciones mutuamente instrumentales de suma
negativa en alianzas estratégicas conscientes del carácter civilizatorio
(Subirats y Rendueles, 2016) de estos procesos de reconstrucción de
agentes y relaciones.

Liderazgo del conocimiento


La visión y apuesta desde el diseño y el desarrollo de las políticas
públicas basados en el conocimiento y la innovación se realizan desde la
conciencia fundamentada e informada de riesgos ciertos de saturación y
colapso de diferentes subsistemas de la vida social, riesgos que
desaconsejan (en lo económico y en lo político) meras estrategias de
crecimiento inercial y acumulativo que deben ser reemplazadas por otras de
emprendimiento, experimentación, escalamiento y desescalamiento
necesariamente más inteligentes, flexibles, complejas, transparentes.
colaborativas y participativas (Banerjee y Duflo, 2011). Mariana Mazzucato
ha demostrado hasta qué punto las Administraciones han desempeñado y
siguen desempeñando un importante papel en las dinámicas de ciencia,
tecnología e innovación en diferentes ámbitos sectoriales (Mazzucato et al.,
2020). Sin embargo, se trata de ir más allá, de que las Administraciones,
con más conocimiento y tecnología y con más capacidad de
posicionamiento e interlocución, emitan señales claras y proporcionen
incentivos significativos para ir dando forma y orientación a los diferentes
campos sectoriales. Del mismo modo que mandábamos al baúl de los
recuerdos la frase «el empleo es la mejor política social», ahora cabe enviar
al mismo lugar la que afirma que «la mejor política industrial es la que no
existe».
El peso específico del sector público en la garantía de acceso a (o en la
propia provisión de) diferentes bienes y servicios lo aleja del mero papel de
un supuesto árbitro del juego entre agentes económicos privados en un
pretendido mercado autorregulado. No: en la economía globalizada,
digitalizada y financiarizada, generadora, a la vez, de niveles desconocidos
de bienestar y de inéditos riesgos sistémicos, los poderes públicos se ven
obligados a combinar inteligentemente instrumentos de control, regulación,
conocimiento, provisión, relación y promoción, pues, de otro modo, no
podrían competir con las grandes corporaciones privadas globales (tanto en
su dimensión legal como alegal o ilegal). Se trata de la construcción de las
redes y las comunidades de conocimiento sobre políticas llamadas sociales
(y otras), con incardinación en ecosistemas sectoriales de actividad
económica de alto valor añadido, generadora de sinergias y retornos
económicos, laborales, ambientales y sociales para los territorios.

V. CONCLUSIÓN
Si sirve la metáfora, no estamos en una casa en la que simplemente
hacemos la vida cotidiana (el funcionamiento cotidiano con sus efectos
habituales). Ni siquiera estamos en una situación en la que tenemos que
seguir en esa «casa» mientras se hace en ella una reforma (conviviendo con
diversos gremios). No: la casa (la realidad en la que nos desenvolvíamos)
ha sido parcialmente destruida y, a la vez que mantenemos en la medida de
lo posible (con prioridades) el funcionamiento deseado, estamos
reconstruyendo la casa (con muchos gremios), pero, simultáneamente,
tomando decisiones de reestructuración, de cambios, porque no vamos a
reconstruir la casa que teníamos sino, en buena medida, otra casa, la casa
que vamos a necesitar en el futuro. Asistir, dotar y reestructurar: todo a la
vez. Podemos ver la Administración social realmente existente como una
flota de buques de carga. Esta flota viene realizando recorridos regulares y
su tripulación sabe, básicamente, lo que tiene que hacer en el puerto de
origen, en las diferentes etapas de los viajes y en el puerto de destino. Y
vuelta a empezar. Dentro de este funcionamiento básicamente estable de la
flota, siempre ha habido y sigue habiendo cambios. A veces hemos
cambiado rutas y puertos. O hemos modificado estructuras organizativas o
funciones en la tripulación. Y así sucesivamente.
Ahora, quizá, toca hacer algo diferente. Ya se venían acumulando las
dudas sobre el sentido, planteamiento y funcionamiento general de la flota
pero la pandemia y las emergencias han intensificado esas dudas y, en
general, la envergadura del desafío que nuestra flota tiene ante sí. En esas
circunstancias, una tendencia natural puede ser la de agarrarse a las
seguridades que teníamos, repetir lo que hacíamos antes de forma
supersticiosa para intentar lograr que las cosas vuelvan a ser como antes,
como «siempre», como «toda la vida». En unas circunstancias de este estilo
se trata de buscar las dosis justas de prudencia y experimentación. La
prudencia, la precaución, intenta salvaguardar lo logrado y aprendido.
Nuestros buques y tripulaciones, en su funcionamiento ordinario y
dinámico, aportan valor, tienen un bagaje acumulado en sus estructuras,
capacidades, funcionamientos y relaciones. No podemos permitir que una
tormenta destruya nuestros buques directamente o que, por la tormenta, nos
desorientemos y acabemos chocando contra unos acantilados.
Sin embargo, hay suficiente información y evidencia de que muchas
organizaciones públicas o de otros tipos, incluso algunas que parecían
demasiado grandes para caer, han fracasado estrepitosamente por no saber
leer los cambios en el entorno, en los entornos en los que se desenvolvían.
Para eso sirven las lanchas rápidas. Las responsables de la flota, de los
buques o de parte de los buques tienen que aceptar que parte de su
tripulación debe abandonar parcial o temporalmente los buques para
engrosar equipos que puedan avanzar en lanchas rápidas. Las lanchas
rápidas son experimentos, grupos de tarea, experiencias piloto, pruebas,
incursiones que permiten diseñar, construir, explorar innovaciones (de
diferentes tipos: en destinatarias, entornos, actividades, estructuras,
tecnologías, infraestructuras y más) que posteriormente puedan ser
escaladas e implementadas en toda la flota y en la compañía. Cada una de
esas lanchas rápidas y su periplo deberán ser una maqueta, un prototipo que
contenga el mayor número de elementos que sea posible, de modo que su
posterior escalamiento impacte lo mejor posible en el funcionamiento y el
servicio de la flota y de la compañía.
A la hora de identificar, diseñar, llenar de contenido y ofrecer recursos y
recorrido a estas lanchas rápidas, parece idóneo un enfoque de arriba hacia
abajo de emisión de señales claras acerca de la orientación estratégica que
se propone, combinado con un planteamiento de abajo hacia arriba en el
que son los agentes más pegados al territorio quienes formulan las
propuestas concretas, con un deseable impacto en la calidad de la atención,
el desarrollo tecnológico, la simplificación administrativa, la innovación
organizativa, la gestión integrada y la gobernanza inteligente.

REFERENCIAS
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Sobre esto, véanse, «How COVID-19 is Reshaping our Cities», Cristiana Ciaraldi, WBCSD
Insights, 16 de junio de 2020. Disponible en: https://bit.ly/3mZ4wOY, Y Norman Foster, «The
Pandemic Will Accelerate the Evolution of Our Cities», en The Guardian, 24 de septiembre de 2020.
Disponible en: https://bit.ly/3iazvUM.
Micklethwait, John, Wooldridge, Adrian. (2020). The Wake Up Call. Why the Pandemic has
Exposed the Weakness of the West, and How to Fix It. Sidney: HarperVia.
En estos momentos, por ejemplo, el Parlamento alemán está tramitando una Ley de protección de
la población frente a infecciones (Infektionsschutzgesetz) para evitar cualquier quiebra de la
legalidad.
En el caso de algunas Comunidades Autónomas, como Cataluña o País Vasco, la preocupación
derivaba de tener que sujetarse a las directrices del poder central, no a decisiones autónomas
adoptadas por ellas.
Véase a este respecto el preocupante informe de Freedom House:
https://freedomhouse.org/article/new-report-democracy-under-lockdown-impact-covid-19-global-
freedom
Véase Harari, Youvel N. «Why Technology favours Tyranny», The Atlantic, octubre 2018.
Disponible en: https://www.theatlantic.com/magazine/archive/2018/10/yuval-noah-harari-
technology-tyranny/568330/
Y. Harari, entrevista en El País de 24 de octubre 2020. Disponible en:
https://elpais.com/ideas/2020-10-23/yuval-noah-harari-ser-patriota-es-sostener-un-buen-sistema-
sanitario-pagar-impuestos.html
A este respecto véase el diálogo entre el filósofo J. Habermas y el jurista K. Günther,
https://www.zeit.de/2020/20/grundrechte-lebensschutz-freiheit-juergen-habermas-klaus-guenther
Snyder, Timothy. (2020). Nuestra enfermedad, Barcelona: Galaxia Gutenberg.
Op. cit., pp. 162.
El filósofo surcoreano Byung-Chul Han encuentra aquí el rasgo decisivo para explicar la asimetría
en la respuesta entre ambos bloques, aunque apunta también al rasgo de la «responsabilidad
individual» como uno de los factores a incorporar también. Véase: <https://elpais.com/ideas/2020-
10-24/por-que-a-asia-le-va-mejor-que-a-europa-en-la-pandemia-el-secreto-esta-en-el-civismo.html>.
Con todo, parece que el hecho de que en naciones como Japón puedan incorporarse también a este
grupo aboga más bien por el rasgo culturalista-confuciano, comunitarista, de sacrificio al interés
general como el factor decisivo.
<https://www.theguardian.com/world/commentisfree/2020/dec/17/trump-europe-far-right-
pandemic-covid-19-us-president?CMP=share_btn_tw>
<https://www.isglobal.org/en/-/se-publican-los-primeros-resultados-de-covid-score-una-
herramienta-para-evaluar-la-percepcion-publica-de-la-respuesta-a-la-pandemia>
4
Este capítulo se ha beneficiado de dos proyectos de investigación. Por un lado, el proyecto
GoWPER, «La reestructuración de la gobernanza del Estado del bienestar: determinantes políticos e
implicaciones sobre la (des)mercantilización de los riesgos», CSO2017-85598-R Ministerio de
Economía, Industria y Competitividad. Por otro, el proyecto Mc COVID-19, «Mecanismos de
coordinación entre el sector sanitario y otros sectores de política pública para responder a la crisis del
coronavirus en Europa», financiado por el CSIC.
Los epígrafes siguientes están basados en, o constituyen un versión actualizada y ampliada de,
varios apartados de Colino y Del Pino (2015).
Algunas de las reflexiones sobre las dinámicas específicamente metropolitanas aquí incorporadas
proceden de un artículo previo (Subirats, 2018).

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